El 8 de diciembre de 1915, Meggie Cleary cumplió cuatro años. Su madre, cuando hubo retirado los platos del desayuno, puso en sus brazos un paquete envuelto en papel de embalar y le dijo que saliese fuera. Y Meggie se acurrucó detras de una aulaga próxima a la puerta de entrada y empezó a tirar del papel con impaciencia. Sus dedos eran torpes, y el envoltorio, resistente. Olía un poco a los grandes almacenes de Wahine, y esto le reveló que, fuera cual fuese el contenido del paquete, había sido milagrosamente comprado, no regalado o confeccionado en casa.
Algo fino y de un color dorado opaco empezó a asomar por uno de los ángulos; en vista de lo cual, rasgó más de prisa el papel, arrancándolo en largas e irregulares tiras.
– ¡Agnes! ¡Oh, Agnes! -dijo, conmovida, pestañeando ante la muñeca que yacía en su destrozado envoltorio.
Aquello era un verdadero milagro. Sólo una vez en su vida había estado Meggie en Wahine; la habían llevado allí en mayo, por haberse portado bien. Sentada en el calesín, al lado de su madre, muy modosita, estaba demasiado emocionada para ver o recordar gran cosa. Sólo la imagen de Agnes había quedado grabada en su mente; la hermosa muñeca sentada en el mostrador de la tienda, con su falda hueca de satén color rosa y toda llena de adornos de encaje claro. Allí mismo y en el acto, la había bautizado mentalmente: Agnes; el único nombre, entre los que conocía, lo bastante distinguido para aquella preciosa criatura. Sin embargo, en -los meses que siguieron, su deseo de que Agnes le perteneciera había estado desprovisto de esperanza; Meggie no poseía ninguna muñeca y no tenía la menor idea de que las niñas y las muñecas van siempre juntas. Jugaba muy contenta con los silbatos, los tiradores de goma y los soldados rotos que tiraban sus hermanos, y se ensuciaba las manos y se llenaba las botas de barro.
Ni siquiera se le había ocurrido pensar que Agnes fuese para jugar con ella. Alisó los brillantes pliegues del vestido rosa, más lujoso que cualquiera que hubiese visto llevar a una mujer, y levantó cariñosamente a Agnes. La muñeca tenía los brazos y las piernas articulados, de manera que podían moverse en todas direcciones; incluso el cuello y la delicada cintura tenían articulaciones. Los cabellos dorados los tenía esmeradamente peinados al estilo Pompadour y adornados con perlas, y el pálido pecho asomaba sobre una rizada pañoleta de blonda de color crema, sujeta con un alfiler que tenía una perla de bisutería. La cara de porcelana, delicadamente pintada, era muy hermosa, y no le habían dado brillo para que la piel pareciese natural. Unos ojos azules, asombrosamente vivos brillaban entre unas pestañas de pelo natural, y las pupilas eran moteadas y estaban rodeadas por un círculo de un azul más oscuro. Meggie descubrió que, si echaba a Agnes hacia atrás, la muñeca cerraba los ojos. Sobre una mejilla ligeramente arrebolada, tenía una peca negra, y su boca oscura aparecía entreabierta, mostrando unos diminutos dientes blancos. Meggie reclinó suavemente la muñeca en su falda, cruzó los pies para estar más cómoda, y se la quedó mirando.
Todavía estaba sentada detrás de la aulaga, cuando Jack y Hughie llegaron deslizándose entre las altas hierbas que, por estar demasiado cerca de la valla, no eran alcanzadas por la guadaña. Los cabellos de Meggie tenían el brillo típico de los Cleary, pues todos los niños de la familia, excepto Frank, sufrían el martirio de unos cabellos tirando a rojos. Jack dio un codazo a su hermano y le indicó algo jubilosamente. Se separaron, sonriéndose, y simularon que eran soldados persiguiendo a un renegado maorí. De todos modos, Meggie no les habría oído, tan absorta estaba en Agnes, mientras canturreaba entre dientes.
– ¿Qué tienes ahí, Meggie? -gritó Jack, plantándose a su lado-. ¡Enséñanoslo!
– Sí, ¡muéstranoslo! -rió Hughie, situándose al otro lado.
La niña apretó la muñeca sobre su pecho y meneó la cabeza.
– ¡No! ¡Es mía! ¡Es mi regalo de cumpleaños!
– Vamos, enséñanosla. Sólo queremos echarle un vistazo.
Meggie se dejó vencer por el gozo y el orgullo. Levantó la muñeca para que sus hermanos la viesen.
– Miradla. ¿No es hermosa? Se llama Agnes.
– ¿Agnes? ¿Agnes? -replicó Jack, en tono burlón-. ¡Qué nombre más tonto! ¿Por qué no la llamas Margaret o Betty?
– ¡Porque es Agnes!
Hughie advirtió la articulación en la muñeca de Agnes y silbó.
– ¡Eh! ¡Mira, Jack! ¡Puede mover la mano!
– ¿Cómo? Vamos a verlo.
– ¡No! -Meggie volvió a estrechar la muñeca contra sí, a punto de llorar-. No. ¡La romperíais! ¡Oh! No la cojas, Jack…, ¡la romperás!
– ¡Uf! -Las sucias manos morenas del chico se cerraron sobre las muñecas de la niña y apretaron con fuerza-. ¿Quieres sufrir un tormento chino? Y no seas llorona, o se lo diré a Bob. -Estiró la piel de su hermana en opuestas direcciones, hasta que se puso blanca, mientras Hughie tiraba de la falda de Agnes-. ¡Suelta, o te haré daño de veras!
– ¡No! No, Jack, ¡por favor! La romperéis, ¡sé que la romperéis! ¡Oh, dejadla en paz! ¡No os la llevéis, por favor!
Y, a pesar del cruel agarrón de las manos de Jack, se aferró a la muñeca, llorando y pataleando.
– ¡Ya la tengo! -gritó Hughie, al deslizarse la muñeca entre los antebrazos cruzados de Meggie.
Jack y Hughie la encontraron tan fascinante como Meggie, y le quitaron el vestido, las enaguas y el largo pantalón almidonado. Agnes yació desnuda, mientras los chicos la empujaban y tiraban de ella, pasándole un pie por detrás del cogote, haciéndole mirar a la espina dorsal y obligándola a realizar todas las contorsiones que eran capaces de imaginar. No se fijaron en Meggie, que se levantó llorando; pero la niña no pensó siquiera en pedir ayuda, pues, en la familia Cleary, no solía auxiliarse al que era incapaz de defenderse) y esto valía también para las niñas.
Los dorados cabellos de la muñeca se soltaron y las perlas cayeron y desaparecieron entre las altas hierbas. Una bota polvorienta pisó por descuido el vestido abandonado, embadurnando el satén con grasa de la fragua. Meggie se hincó de rodillas, tratando frenéticamente de recoger aquella ropa diminuta antes de que sufriese mayores daños, y después, empezó a buscar entre las hierbas, donde pensaba que habían caído las perlas. Las lágrimas la cegaban y su dolor era profundo y nuevo, pues nunca, hasta ahora, había tenido nada que valiese la pena de llorar por ello.
Frank sumergió la herradura al rojo en agua fría y luego enderezó la espalda; estos días no le dolía, por lo que pensó que quizá se estaba acostumbrando a su trabajo. Ya era hora al cabo de seis meses, habría dicho su padre. Pero Frank sabía muy bien el tiempo que había pasado desde que empezó a trabajar en la fragua; había contado los días con resentimiento y odio. Arrojando el martillo en su caja, con mano temblorosa se apartó los negros y lacios cabellos de la frente, y luego se desprendió del cuello el viejo delantal de cuero. Tenía la camisa sobre un montón de paja en un rincón; se dirigió allí y estuvo un momento mirando la astillada pared del henil como si no existiese, muy abiertos y fijos sus ojos negros.
Era muy bajito, menos de un metro sesenta, y delgado como correspondía a un mozalbete, pero los hombros y los brazos desnudos mostraban ya músculos nudosos de tanto trabajar con el martillo, y la pálida y lisa piel brillaba a causa del sudor. La negrura de su cabello y de sus ojos mostraba un matiz exótico, y sus gruesos labios y ancha nariz le distinguían de su familia, pero su madre tenía sangre maorí, y quizás ésta se manifestaba en él. Pronto cumpliría dieciséis años, mientras que Bob aún no había cumplido los once; Jack tenía diez, Hughie nueve, Stuart cinco y la pequeña Meggie tres. Pero entonces recordó que aquel día cumplía Meggie los cuatro, pues, era 8 de diciembre. Se puso la camisa y salió del henil.
La casa estaba, situada en la cima de una pequeña colina, unos treinta metros más alta que el henil y los establos. Como todas las casas de Nueva Zelanda, era de madera, ocupaba mucho espacio y tenía un solo piso, de acuerdo con la teoría de que, si se producía un terremoto, algo quedaría en pie. A su alrededor, crecían aulagas en todas partes, adornadas ahora de bellas flores amarillas; la hierba era verde y lozana, como toda la de Nueva Zelanda. Ni siquiera en mitad del invierno, cuando la escarcha no se fundía en todo el día a la sombra, se agostaba la hierba, y el largo y suave verano sólo le daba un verde más vivo. Las lluvias caían mansamente, sin dañar los tiernos retoños de todas las cosas que crecían; no nevaba, y el sol tenía siempre bastante fuerza para acariciar, pero nunca suficiente para quemar. Más que descender del cielo, las plagas de Nueva Zelanda surgían de las entrañas de la tierra. Siempre reinaba una sofocante impresión de espera, un estremecimiento insensible que acababa transmitiéndose a los pies. Pues debajo del suelo yacía un poder terrible, un poder de tal magnitud que, treinta años antes, había hecho desaparecer una montaña imponente; salían vapores silbando de las grietas de las laderas de plácidas colinas, los volcanes vomitaban humo y manaba caliente el agua de los torrentes alpinos. Grandes lagos fangosos hervían como el aceite; el mar lamía vacilante unos riscos que tal vez no estarían ya allí en la próxima marea, y, en algunos lugares, la corteza terrestre tenía menos de trescientos metros de espesor.
Sin embargo, era un país amable y grato. Más allá de la casa, se extendía una llanura ondulada tan verde como la esmeralda de la sortija de prometida de Fiona Cleary, salpicada de miles de bultitos cremosos que, vistos de cerca, resultaban ser corderos. Allí donde los curvos montes festoneaban el borde de un claro cielo azul, el Egmont se elevaba a tres mil metros, adentrándose en las nubes, con sus laderas todavía blanqueadas por la nieve y con una simetría tan perfecta que incluso los que, como Frank, lo veían todos los días, no dejaban nunca de maravillarse.
Había un buen trecho del henil a la casa, pero Frank caminaba de prisa, porque sabía que no hubiese debido ir; las órdenes de su padre eran concretas. Entonces, al doblar la esquina de la casa, vio al pequeño grupo junto a una aulaga.
Frank había llevado a su madre a Wahine, a comprar la muñeca de Meggie, y todavía se preguntaba qué la habría inducido a nacerlo. No era partidaria de los regalos inútiles de cumpleaños, ni sobraba el dinero para ellos, ni nunca había regalado un juguete a nadie antes de ahora. Todo lo que recibían eran prendas de vestir; los cumpleaños y las Navidades servían para reponer los exiguos guardarropas. Pero, al parecer, Meggie había visto la muñeca en su única visita a la ciudad, y Fiona no lo había olvidado. Cuando Frank le preguntó, murmuró algo sobre la necesidad que tenían las niñas de una muñeca, y cambió rápidamente de tema.
Jack y Hughie tenían la muñeca entre los dos, en el sendero de delante de la casa, y agitaban furiosamente sus articulaciones. Sólo podía ver la espalda de Meggie, que contemplaba cómo sus hermanos profanaban a Agnes. Los limpios calcetines blancos le habían resbalado y formaban arrugados pliegues sobre las botitas negras, y medio palmo de piel rosada de las piernas era visible bajo el dobladillo del vestido de terciopelo castaño de los domingos. La melena negra, cuidadosamente rizada, le caía en cascada sobre la espalda y resplandecía al sol; no era roja ni dorada, sino de un color intermedio. La cinta de tafetán blanco que impedía que los rizos de la frente le cayeran sobre la cara pendía sucia y flaccida; el vestido se veía lleno de polvo. Sostenía la ropa de la muñeca en una mano y, con la otra, empujaba en vano a Hughie.
– ¡Malditos pequeños bastardos!
Jack y Hughie se pusieron en pie y echaron a correr, olvidándose de la muñeca; cuando Frank maldecía, esta actitud era lo más aconsejable.
– Si vuelvo a pillaros tocando esa muñeca, ¡os calentaré vuestro sucio culo! -les gritó Frank.
Se agachó, asió a Meggie de los hombros y la sacudió cariñosamente.
– Vamos, vamos, ¡no llores! Ya se han marchado, y nunca volverán a tocar tu muñeca, te lo prometo. Ahora, quiero una sonrisa de cumpleaños, ¿eh?
La niña tenía la cara hinchada y lloraba a raudales; miró a Frank con sus ojos grises, tan grandes y tan llenos de tragedia, que su hermano sintió un nudo en la garganta. Ahora sacó un trapo sucio del bolsillo del pantalón, le enjugó toscamente la cara y le pilló la nariz entre sus pliegues.
– ¡Suena!
Ella obedeció e hipó ruidosamente, mientras le secaba las lágrimas.
– ¡Oh… Fra-Fra-Frank, me qui-qui-quitaron a Agnes! -Sorbió-. Su ca-ca-cabello se ha caído, y ha pe-pe-perdido todas las bo-bo-bonitas perlas bancas que llevaba. Han caído en la hie-hie-hierba, ¡y no puedo encontrarlas*.
Volvieron a fluir las lágrimas, salpicando la mano de Frank; éste miró un momento su piel mojada, y la enjugó con la lengua.
– Bueno, tendremos que buscarlas, ¿no? Pero no encontrarás nada si sigues llorando, ¿sabes? ¿Y qué significa esa manera de hablar como una niña pequeña? ¡Al menos hacía seis meses que no decías «bancas» en vez de «blancas»! Vamos, suénate otra vez y recoge a la pobre… ¿Agnes? Si no la vistes, le va a dar una insolación.
La hizo sentar en la orilla del sendero y le dio amablemente la muñeca; después, se agachó y empezó a buscar entre la hierba, hasta que lanzó un grito de triunfo y mostró una perla.
– ¡Mira! ¡La primera! Las encontraremos todas, ya verás.
Meggie observó devotamente a su hermano mayor, mientras éste seguía buscando entre las hierbas y le mostraba cada perla que encontraba; después recordó lo delicada que debía ser la piel de Agnes, la facilidad con que podría quemarse, y puso toda su atención en vestir a la muñeca. No parecía haber sufrido verdaderas lesiones. Tenía los cabellos sueltos y enmarañados, y los 'brazos y las piernas sucios, donde habían tirado de ellos los chicos, pero todo lo demás estaba en orden. Meggie llevaba una peineta de concha sobre cada oreja; tiró de una de ellas hasta soltarla, y empezó a peinar a Agnes, que tenía cabellos humanos de verdad, habilidosamente pegados a una base de gasa encolada, y decolorados hasta que habían adquirido un tono de paja dorada.
Tiraba torpemente de un gran nudo, cuando ocurrió la tragedia. Toda la cabellera se desprendió de golpe y quedó colgando, como un estropajo, de los dientes de la peineta. Sobre la lisa y ancha frente de Agnes, no había nada; ni cabeza, ni cráneo. Sólo un horrible y enorme agujero. Temblando aterrorizada, Meggie se inclinó para atisbar dentro de la caja craneana de la muñeca. Allí se distinguía vagamente el perfil invertido de las mejillas y del mentón; la luz se filtraba entre los labios entreabiertos y la negra silueta animal de los dientes, y, más arriba, estaban los ojos de Agnes, dos horribles bolitas atravesadas por un alambre cruelmente clavado en su cabeza.
Meggie langó un chillido agudo y fuerte, que no parecía infantil; tiró a Agnes a lo lejos y siguió gritando, tapándose la cara con las manos, estremecida y temblorosa. Entonces sintió que Frank le tiraba de los dedos y la tomaba en brazos y hacía que apoyase la cara en un lado de su cuello. Ella le abrazó y empezó a consolarse, y esta proximidad la calmó lo suficiente para advertir lo bien que olía él, a caballos, a sudor y a hierro.
Cuando se hubo tranquilizado, Frank hizo que se lo explicase todo; cogió la muñeca y contempló intrigado la cabeza vacía, tratando de recordar si su universo infantil se había visto atacado por tan extraños terrores. Pero sus fantasmas sólo eran de personas v de murmullos y de miradas frías. De la cara de su niadre, arrugada y desencajada, de su mano temblorosa asiendo la suya, de sus hombros caídos.
¿Qué había visto Meggie, para impresionarse tanto? Supuso que se habría asustado menos si la pobre Agnes hubiese sangrado al serle arrancados los cabellos. Sangrar era algo real; en la familia Cleary, alguien sangraba copiosamente, al menos una vez a la semana.
– ¡Sus ojos, sus ojos! -murmuró Meggie, negándose a mirar de nuevo la muñeca.
– Es una maravilla, Meggie -susurró él, hundiendo la cara en los cabellos de la niña, tan finos, tan espesos, tan llenos de color.
Necesitó media hora de arrumacos para conseguir que mirase a Agnes, y otra media hora para persuadirla de que echase un vistazo al cráneo perforado. Entonces, le enseñó cómo funcionaban los ojos, con qué cuidado habían sido colocados en su sitio, de modo que se abriesen y cerrasen fácilmente.
– Bueno, ya es hora de que vuelvas a casa -le dijo, levantándola y sujetando la muñeca entre los pechos de los dos-. Haremos que mamá la componga, ¿eh? Lavaremos y plancharemos su ropa, y volveremos a pegarle los cabellos. Yo te haré unos alfileres mejores con estas perlas, para que no puedan caerse y puedas peinarla como quieras.
Fiona Cleary estaba en la cocina, mondando patatas. Era guapa, muy rubia, de estatura ligeramente inferior a la mediana, pero de facciones más bien duras y severas; tenía una excelente figura y su cintura era delgada, a pesar de los seis hijos que había tenido. Llevaba un vestido de percal gris, con la falda rozando el inmaculado suelo y la parte delantera protegida por un gran delantal blanco almidonado, sujeto alrededor del cuello y atado atrás con un lazo rígido y perfecto. Desde que se levantaba hasta que se iba a dormir, vivía en la cocina y en el huerto de detrás de la casa, y sus recias botas negras trazaban un sendero circular desde la cocina al lavadero y al huerto y al tendedero, hasta volver a la cocina.
Dejó el cuchillo sobre la mesa y miró fijamente a Frank y a Meggie, frunciendo las comisuras de su linda boca.
– Meggie, dejé que te pusieras esta mañana tu mejor vestido de los domingos, con la condición de que no te lo ensuciaras. ¡Y mira cómo lo has puesto! ¡Estás hecha un asquito!
– No ha tenido ella la culpa, mamá -protestó Frank-. Jack y Hughie le quitaron la muñeca para ver cómo funcionaban los brazos y las piernas. Yo le prometí arreglársela y dejarla como nueva. Podemos hacerlo, ¿verdad?
– Vamos a ver -dijo Fee, alargando la mano para coger la muñeca.
Era una mujer callada, poco dada a la conversación espontánea. Nadie, ni siquiera su marido, sabía nunca lo que estaba pensando; dejaba en manos de éste la disciplina de sus hijos y hacía lo que él mandaba, sin quejas ni comentarios, a menos que las circunstancias fuesen muy extraordinarias. Meggie había oído murmurar a los chicos que le tenía tanto miedo a papá como ellos mismos; pero, si esto era verdad, sabía disimularlo bajo la capa de una tranquilidad impenetrable y ligeramente agria. Nunca reía, ni perdía los estribos jamás.
Terminada su inspección, dejó a Agnes sobre la mesa de la cocina, cerca del horno, y miró a Meggie.
– Mañana por la mañana le lavaré la ropa y la peinaré. Supongo que Frank podrá pegarle los cabellos esta noche, después del té, y darle un baño.
Sus frases eran prácticas, más que consoladoras. Meggie asintió con la cabeza, sonriendo vagamente; a veces, tenía unas ganas enormes de oír reír a su madre, pero ésta nunca lo hacía. Tenía la impresión de que las dos compartían algo especial que no tenían papá y los chicos, pero no podía adivinar lo que había detrás de aquella espalda rígida y de aquellos pies que nunca estaban quietos. Mamá movió distraídamente la cabeza y trasladó con habilidad la voluminosa falda del horno a la mesa, mientras seguía trabajando, trabajando, trabajando.
Lo que no advertía ninguno de los chicos, salvo Frank, era que Fee estaba siempre, irremediablemente, cansada. Había demasiadas cosas que hacer, poco dinero para hacerlas, y faltaba tiempo y sólo tenía dos manos. Esperaba con ilusión el día en que Meggie fuera lo bastante mayor para ayudarla; la niña hacía ya tareas sencillas, pero, a sus cuatro años recién cumplidos, difícilmente podía aliviar su carga. Había tenido seis hijos, y sólo uno de ellos, el menor, había sido niña. Todas sus amigas la compadecían y la envidiaban al mismo tiempo, pero esto no aligeraba su trabajo. En la cesta de costura había un montón de calcetines todavía sin zurcir; en las agujas de hacer punto había otro calcetín sin terminar, y a Hughie se le estaba quedando pequeño el jersey, y Jack no podía aún dejarle el suyo.
Padraic Cleary estaba en casa la semana del cumpleaños de Meggie, por pura casualidad. Era demasiado pronto para esquilar los corderos, y tenía algún trabajo de arado y de plantación en el lugar. Era esquilador de oficio, una ocupación de temporada que duraba desde mediados del verano hasta finales del invierno, después de lo cual llegaba la época de parir las ovejas. Generalmente, conseguía trabajo suficiente para aguantar la primavera y el primer mes del verano, ayudando en las parideras, arando o supliendo a algún granjero local en sus interminables ordeños dos veces al día. Donde había trabajo, allá iba él, dejando que su familia se las arreglase en el viejo caserón; un comportamiento menos duro de lo que podría parecer, pues, a menos que uno tuviese la suerte de poseer tierras propias, no podía hacer otra cosa.
Cuando llegó, un poco después de ponerse el sol, las lámparas estaban encendidas, y las sombras jugaban revoloteando en el alto techo. Los chicos, a excepción de Frank, -estaban en la galería de atrás jugando con una rana; Padraic sabía dónde estaba Frank, porque podía oír los golpes regulares del hacha en la dirección de la leñera. Se detuvo en la galería el tiempo justo para dar un puntapié en el trasero a Jack y agarrar a Bob de una oreja.
– Id a ayudar a Frank con la leña, pequeños haraganes. Y será mejor que estéis listos antes de que mamá ponga el té en la mesa, si no queréis que os despelleje y os tire de los pelos.
Saludó con la cabeza a Fiona, atareada en la cocina; no la besó ni la abrazó, pues consideraba que las manifestaciones de afecto entre marido y mujer sólo eran buenas en el dormitorio. Mientras se quitaba el barro de las botas con el atizador, llegó Meg-gie deslizándose sobre sus zapatillas, y él le hizo un guiño a la niña, sintiendo aquella extraña impresión de asombro que siempre experimentaba al verla. Era tan bonita, tenía unos cabellos tan hermosos… Le asió un rizo, lo estiró y lo soltó, sólo para ver cómo se retorcía y saltaba al caer de nuevo en su sitio. Después, levantó a la pequeña y fue a sentarse en la única silla colocada cerca del fuego. Meggie se acurrucó en sus piernas y le rodeó el cuello con los brazos, levantando la fresca carita hacia la de su padre, para el juego nocturno de ver filtrarse la luz a través de los cortos pelos de la rubia barba.
– ¿Cómo estás, Fee? -preguntó Padraic Cleary a su mujer.
– Muy bien, Paddy. ¿Has terminado en la dehesa de abajo?
– Sí, ya está. Empezaré en la de arriba mañana temprano. Pero, Dios mío, ¡qué cansado estoy!
– No me extraña. ¿Volvió a darte MacPherson la yegua resabiada?
– Desde luego. No creerás que iba a llevársela él y dejarme a mí el caballo ruano, ¿verdad? Tengo los brazos como si me los hubiesen arrancado de sus articulaciones. Te juro que esa yegua tiene la boca más dura de todo el país.
– Olvídalo. Los caballos del viejo Robertson son todos buenos, y pronto estarás allí.
– Nunca será demasiado pronto. -Cargó la pipa de tabaco fuerte y cogió una candela de una jarra que había cerca del horno. La introdujo rápidamente en éste, y prendió en seguida; se echó atrás en su silla y chupó la pipa con fuerza, produciendo un rumor de gorgoteo-. ¿Cómo se siente una niña al cumplir cuatro años, Meggie? -preguntó a su hija.
– Muy bien, papá.
– ¿Te ha dado mamá tu regalo?
– ¡Oh, papá! ¿Cómo adivinasteis, tú y mamá, que me gustaba Agnes?
– ¿Agnes? -Miró rápidamente a Fee, sonrió y le hizo un guiño-. ¿Se llama Agnes?
– Sí. Y es muy guapa, papá. Me pasaría todo el día mirándola.
– Tiene suerte de poder mirar otras cosas -dijo tristemente Fee-. Jack y Hughie se apoderaron de la muñeca antes de que la pobre Meggie pudiese verla bien.
– Bueno, los chicos son así. ¿Es grave el daño?
– Nada que no pueda arreglarse. Frank les sorprendió antes de que la cosa pasara a mayores.
– ¿Frank? ¿Qué estaba haciendo aquí? Tenía que estar todo el día en la fragua. Hunter necesita sus verjas.
– Estuvo todo el día allí. Sólo vino a buscar una herramienta -respondió en seguida Fee, pues Pa-draic era demasiado duro con su hijo mayor.
– ¡Oh, papá, Frank es muy bueno! Salvó a mi Agnes de que la mataran y, después del té, va a pegarle los cabellos.
– Está bien -dijo su padre, adormilado, apoyando la cabeza en el respaldo de la silla y cerrando los ojos.
Hacía calor delante del horno, pero él no parecía advertirlo; gotas de sudor brillaron en su frente. Cruzó las manos detrás de la cabeza y se durmió.
Los niños habían heredado de Padraic Clearv sus varios tonos de espesos y ondulados cabellos, aunque ninguno los tenía de un rojo tan agresivo como el suyo. Era bajo, pero con una complexión de acero, y tenía las piernas combadas de tanto montar a caballo y los brazos excesivamente largos de tantos años de esquilar corderos; su pecho y sus brazos aparecían cubiertos de vello espeso y dorado, que habría resultado feo si hubiese sido negro. Sus ojos eran de un azul brillante; tenía siempre los párpados fruncidos, como los de los marineros acostumbrados a mirar a largas distancias, y su cara era agradable y propensa a sonreír, cosa que hacía que los hombres simpatizasen con él desde el primer momento. Su nariz era magnífica, una verdadera nari¿ romana que debió confundir a sus cofrades irlandeses, aunque la costa irlandesa había recibido a muchos náufragos. Todavía hablaba con el suave y rápido ceceo del irlandés de Galway, pronunciando la t como z, pero casi veinte años en los antípodas habían añadido otro matiz a su lenguaje, de modo que pronunciaba ei como ai y hablaba un poco más despacio, como un viejo reloj al que hubiese que dar cuerda. De carácter animoso, había conseguido llevar su dura existencia mejor que la mayoría, y, aunque era muy severo en su disciplina y pródigo en dar puntapiés, todos sus hijos, menos uno, le adoraban. Si no había pan bastante para todos, él se abstenía de comerlo; si tenía que elegir entre comprarse ropa nueva o comprarla a uno de sus hijos, él se quedaba sin ella. Bien mirado, era ésta una prueba de amor más evidente que un millón de besos fáciles. Tenía el genio muy vivo y, en una ocasión, había matado a un hombre. La suerte le había acompañado; aquel hombre era inglés, y había un barco en el puerto de Dun Laoghaire que zarpaba para Nueva Zelanda al subir la marea.
Fiona se asomó a la puerta de atrás y gritó:
– ¡El té!
Los chicos fueron llegando uno tras otro; el último de ellos, Frank, cargado con un montón de leña que dejó caer en la caja grande al lado del horno. Padraic bajó a Meggie y se dirigió a la cabecera de la mesa colocada al fondo de la cocina, mientras los chicos se sentaban a los lados y Meggie se encaramaba en la caja que había puesto su padre sobre la silla más próxima a él.
Fee sirvió la comida en los platos, sobre la mesa auxiliar, con más rapidez y eficacia que un camarero; después, los llevó de dos en dos a su familia; primero, Paddy; después, Frank, y así sucesivamente hasta Meggie, quedándose el último para ella.
– ¡Vaya! ¡Estofado! -dijo Stuart, haciendo visajes mientras cogía el cuchillo y el tenedor-. ¿Por qué tenéis que llamarme igual que al estofado? (1)
– Come -gruñó su padre.
Los platos eran grandes y estaban literalmente llenos de comida: patatas hervidas, carne de cordero y judías cogidas el mismo día en el huerto, todo ello abundantísimo. A pesar de los sofocados murmullos y los gruñidos de disgusto, todos, incluido Stu rebañaron sus platos con pan, y aún comieron después varías rebanadas untadas con una gruesa capa de mantequilla y jalea de grosella casera. Fee se sentó, despachó su yantar y corrió de nuevo a su mesa de trabajo, donde puso, en platos soperos, grandes cantidades de bizcocho muy dulce y adornado con compota. Después, vertió un río humeante de crema en cada plato, y de nuevo llevó éstos a la mesa, de dos en dos. Por último, se sentó, lanzando un suspiro: ¡al menos esto podría comerlo en paz!
– ¡Oh, qué bien! ¡Dulce de confitura! -exclamó Meggie, hundiendo la cuchara en la crema para que saliera la compota y rayase de color rosa la superficie amarilla.
– Es tu cumpleaños, Meggie -dijo su padre, sonriendo-. Por eso ha hecho mamá tu postre favorito.
Ahora no hubo quejas; fuera lo que fuese aquel pastel, se lo comieron con gusto. Todos los Cleary eran aficionados a los dulces.
Ninguno de ellos tenía una libra de carne super-flua, a pesar de las grandes cantidades de féculas que engullían. Gastaban todo lo que comían trabajando o jugando. Las verduras y la fruta se comían porque eran buenas para la salud, pero lo que salvaba del agotamiento era el pan, las patatas, la carne y los pasteles harinosos y calientes.
(1) Slew (estofado) se pronuncia igual que Stu (abreviatura de Stuart). (H. del T.)
Cuando Fee hubo servido a cada uno de ellos una taza de té de la gigantesca tetera, se quedaron otra hora charlando, bebiendo o leyendo. Paddy chupaba su pipa, mientras leía un libro de la biblioteca; Fee rellenaba continuamente las tazas; Bob, abstraído en la lectura de otro libro de la biblioteca pública, y los más pequeños hacían planes para el día siguiente. La escuela había cerrado para las largas vacaciones de verano, los chicos holgazaneaban y estaban ansiosos de empezar las tareas que tenían asignadas en la casa y en el huerto. Bob tenía que retocar la pintura exterior; Jack y Hughie cuidarían de la leña, de las dependencias exteriores y del ordeño; Stuart, de las hortalizas: un verdadero juego, comparado con los horrores de la escuela. De vez en cuando, Paddy levantaba la cabeza del libro y añadía otra tarea a la lista. Fee no decía nada, y Frank permanecía hundido en su silla, fatigado, sorbiendo una taza de té tras otra.
Por último, Fee hizo que Meggie se sentase en un alto taburete y le puso los rulos en los cabellos para la noche, antes de llevarla a la cama, con Stu y Hughie. Jack y Bob pidieron permiso y salieron a dar de comer a los perros. Frank cogió la muñeca de Meggie, la llevó a la mesa auxiliar y empezó a pegarle los cabellos. Padraic se estiró, cerró el libro y dejó su pipa en la irisada concha que le servía de cenicero.
– Bueno, mamá, me voy a la cama.
– Buenas noches, Paddy.
Fee retiró los platos de la mesa y descolgó de la pared una gran cuba de hierro galvanizada, qué colocó en el extremo opuesto de la mesa donde trabajaba Frank, y, levantando la enorme olla de hierro de encima del fogón, la llenó de agua caliente. El agua fría que había en una vieja lata de petróleo sirvió para enfriar el baño hirviente; Fee cogió jabón de una cestita de mimbre y empezó a lavar y aclarar los platos, apilándolos después junto a una taza.
Frank trabajaba en la muñeca sin levantar la cabeza, pero, al ver que crecía el montón de platos, se levantó en silencio, fue a buscar un trapo y empezó a secarlos. Yendo de la mesa a la alacena, trabajaba con facilidad nacida de una larga costumbre. Era un juego furtivo y temeroso, pues la norma más severa de Paddy era la adecuada distribución de los deberes. Las tareas de la casa 'eran cosas de mujeres, y punto final. Ningún miembro varón de la familia tenía que intervenir en tales menesteres. Pero todas las noches, cuando Paddy se había acostado, Frank ayudaba a su madre, para lo cual ésta retrasaba el fregado de los platos hasta que oían caer al suelo las zapatillas de Paddy. Cuando Paddy se había quitado las zapatillas, nunca volvía a la cocina.
Fee miró cariñosamente a Frank.
– No sé cómo me las arreglaría sin ti, Frank. Pero no deberías hacerlo. Por la mañana estarás muy cansado.
– No te preocupes, mamá. No me moriré por secar unos cuantos platos. Y es muy poco, para hacerte la vida más llevadera.
– Es mi tarea, Frank. La hago con gusto.
– Quisiera que fuésemos ricos, para que pudieras tener una criada.
– ¡Eso es una tontería! -Se secó con el trapo las manos enrojecidas y se las llevó a los costados, suspirando. Miró a su hijo con ojos un tanto preocupados, como percibiendo su amargo descontento, más profundo que la reacción normal de un trabajador contra su suerte-. No tengas ideas de grandeza, Frank. Sólo causan disgustos. Pertenecemos a la clase trabajadora, y esto significa que no seremos ricos ni tendremos criadas. Conténtate con lo que eres y lo que tienes. Cuando dices esas cosas, ofendes a papá, y él no se lo merece. Lo sabes muy bien. No bebe, no juega, y trabaja muy duro para nosotros. No se guarda un penique. Nos lo da todo.
Los musculosos hombros del chico se encogieron con impaciencia, y se endureció su cara morena.
– Pero, ¿qué hay de malo en querer salir de esta vida arrastrada? No veo ninguna maldad en desear que tengas una criada.
– ¡Es malo, porque no puede ser! Sabes que no tenemos dinero para darte estudios, y, si no puedes estudiar, ¿qué otra cosa puedes ser, sino un obrero manual? Tu acento, tu ropa y tus manos demuestran que trabajas para vivir. Pero no es ninguna deshonra tener callos en las manos. Como dice papá, cuando un hombre tiene las manos callosas, es que es honrado.
Frank se encogió de hombros y no habló más. Una vez guardados los platos en su sitio, Fee cogió el cesto de costura y se sentó en la silla de Paddy junto al fuego, mientras Frank volvía a la muñeca.
– ¡Pobrecita Meggie! -dijo de pronto.
– ¿Por qué?
– Hoy, cuando aquellos diablillos maltrataban su muñeca, no hacía más que llorar como si todo el mundo se hubiese hecho pedazos. -Contempló la muñeca, que volvía a tener su cabellera-. ¡Agnes! ¿De dónde diablos sacaría este nombre?
– Tal vez me oyó hablar de Agnes Fortescue-Smythe.
– Cuando le devolví la muñeca, miró dentro de la cabeza y casi se muere del susto. Algo en sus ojos la espantó; no sé qué le sucedió.
– Meggie está siempre viendo visiones.
– Es una lástima que no tengamos dinero para enviar a los pequeños al colegio. Son muy listos.
– ¡Oh, Frank! Si los deseos fuesen caballos, los pordioseros no irían a pie -dijo su madre, con voz cascada. Se pasó una mano ligeramente temblorosa sobre los ojos, y clavó la aguja de hacer media en una bola de lana gris-. No puedo hacer nada más. Estoy tan cansada que no veo bien.
– Ve a acostarte, mamá. Yo apagaré las lámparas.
– En cuanto haya apagado el fuego.
– Lo haré yo.
Se levantó de la mesa y colocó cuidadosamente la elegante muñeca detrás de un bote de la alacena, donde estaría a salvo. No temía que los chicos intentasen otra tropelía; le tenían más miedo a él que a su padre, pues Frank tenía muy mal genio. Nunca lo demostraba cuando estaba con su madre o con su hermana, pero todos los chicos lo habían sufrido alguna vez.
Fee lo observaba, con el corazón dolorido; en Frank había algo fiero y desesperado, un halo que anunciaba tormenta. ¡Si al menos Paddy y él se llevasen mejor! Pero nunca pensaban igual, y discutían continuamente. Quizá Frank se preocupaba demasiado de ella, quizás era el niño mimado de mamá. Ella tenía la culpa, desde luego. Pero esto era una prueba de su corazón cariñoso, de su bondad. Sólo quería hacerle la vida un poco más fácil. Y de nuevo deseó que Meg-gie se hiciese mayor, para quitar este peso de los hombros de Frank.
Cogió una lamparita de encima de la mesa, pero volvió a dejarla y se acercó a Frank, agachado delante del horno, apilando la leña y trajinando con la llave reguladora. Su blanco brazo estaba surcado de venas hinchadas, y sus manos delicadas estaban tan manchadas que nunca podía llevarlas limpias del todo. Alargó tímidamente su mano y apartó con suavidad los negros cabellos de los ojos de su hijo; era lo más lejos que se atrevía a llegar en sus caricias.
– Buenas noches, Frank, y gracias.
Las sombras oscilaron y bailaron delante de la luz que avanzaba, al cruzar Fee sin ruido la puerta que conducía a la parte delantera de la casa.
Frank y Bob compartían el primer dormitorio. Fee abrió la puerta silenciosamente y levantó la lámpara, iluminando la cama grande del rincón. Bob yacía sobre la espalda, con la boca abierta, estremeciéndose y temblando como un perro; ella se acercó a la cama y le hizo volverse sobre un costado, para que la pesadilla que sufría no fuese de mal en peor. Después, se quedó mirándole un momento. ¡Cuánto se parecía a Paddy!
Jack y Hughie estaban casi entrelazados en la habitación contigua. ¡Menudos bribones estaban hechos! Siempre pensando en hacer alguna travesura, pero sin malicia. Trató en vano de separarlos y de poner un poco de orden en la ropa de la cama, pero las dos cabezas pelirrojas se negaron a separarse. Fee suspiró y renuncio. No comprendía cómo podían estar tan frescos después de dormir de aquella manera, pero, al parecer, les sentaba bien.
La habitación donde dormían Meggie y Stuart era un cuartito oscuro y triste para dos niños pequeños; estaba pintado de un turbio color castaño con el suelo de linóleo también castaño, y no tenía ningún cuadro en las paredes. Era como los demás dormitorios.
Stuart se había vuelto boca abajo y resultaba completamente invisible, salvo por el culito envuelto en el camisón y que estaba donde hubiese debido estar la cabeza. Fee descubrió que tenía la cabeza pegada a las rodillas y se asombró, una vez más, de que no se hubiese asfixiado. Deslizó una mano entre las sábanas y dio un respingo. ¡Se había orinado otra vez! Bueno, tendría que esperar hasta la mañana, y sin duda la almohada estaría entonces también mojada. Siempre hacía lo mismo: se colocaba al revés y volvía a orinarse. Bueno, un solo meón entre cinco niños no estaba mal.
Meggie estaba hecha un ovillo, con el dedo pulgar en la boca y los rubios cabellos extendidos a su alrededor. La única niña. Fee le echó solamente una rápida mirada antes de salir; no había ningún misterio en Meggie; era hembra. Fee sabía cuál sería su suerte, y no la envidiaba ni la compadecía. Los chicos eran diferentes; eran como milagros, varones surgidos al-químicamente del cuerpo femenino. Era duro no tener a nadie que ayudase en la casa, pero valía la pena. Los hijos eran el mayor título de gloria de Paddy, entre sus semejantes. El hombre que criaba hijos era un hombre de verdad.
Cerró despacio la puerta de su dormitorio y dejó la lámpara sobre el tocador. Con ágiles dedos, desabrochó los doce botoncitos que iban desde el cuello alto de su vestido hasta las caderas; después, sacó los brazos de las mangas. También sacó los brazos de las mangas del camisolín, y, sujetando éste sobre el pecho, se introdujo en un largo camisón de franela. Sólo entonces, pudorosamente cubierta, se quitó el camisolín, el pantalón y el flojo corsé. Se deshizo el apretado moño de cabellos dorados y dejó las horquillas en una concha encima del tocador. Pero ni siquiera los cabellos, por hermosos, tupidos, brillantes y lisos que fuesen, podían gozar de libertad. Fee levantó los codos sobre la cabeza, se llevó las manos a la nuca y empezó a trenzarlos rápidamente. Después se volvió necia la cama, conteniendo inconscientemente la respiración; pero Paddy dormía, y ella suspiró aliviada. Y no era que fuese mala cosa, cuando Paddy estaba de humor, porque era un amante tímido, cariñoso y considerado. Pero, hasta que Meggie tuviese siquiera seis o siete años, sería muy duro tener más hijos.
Cuando los Cleary iban a la iglesia los domingos, Meggie tenía que quedarse en casa con uno de los chicos mayores, esperando el día en que fuese lo bastante mayor para ir ella también. Paddy opinaba que los niños pequeños sólo debían estar en su casa, y esta norma se aplicaba incluso a la casa del Señor. Cuando Meggie fuese ya a la escuela y pudiera confiarse en que se estaría quieta, podría ir a la iglesia. Pero no antes. Por consiguiente, todas las mañanas de domingo permanecía junto a la aulaga de la entrada, desolada, mientras su familia se apretujaba en el viejo calesín y el hermano encargado de cuidar de ella fingía que era una suerte librarse de ir a misa. El único Cleary que se alegraba de no ir con los demás era Frank.
La religión era parte integrante de la vida de Paddy. Cuando se había casado con Fee, la jerarquía católica lo había aprobado a regañadientes, porque Fee pertenecía a la Iglesia anglicana, y, aunque había abandonado su fe por Paddy, se había negado a adoptar la de él. Era difícil decir por qué, como no fuese porque los Armstrong eran viejos pioneros de antigua raigambre anglicana, mientras que Paddy era un pobre inmigrante del otro bando. Mucho antes de que llegasen los primeros colonos «oficiales», los Armstrong estaban ya en Nueva Zelanda, y esto era una credencial en la aristocracia colonial. Desde el punto de vista de los Armstrong, sólo podía decirse que Fee había realizado una lamentable mésalliance.
Roderick Armstrong había fundado el clan de Nueva Zelanda de una manera muy curiosa.
Todo había empezado con un acontecimiento que tendría amplias repercusiones imprevistas en la Inglaterra del siglo xvm: la guerra de la Independencia americana. Hasta 1776, más de mil pequeños delincuentes británicos eran enviados anualmente a Virginia y a las Carolinas, vendidos y sometidos a una servidumbre no mejor que la esclavitud. La justicia británica de aquella época era severa e inflexible; el homicidio, el incendio provocado, el misterioso delito de «personificar egipcios» y el hurto de más de un chelín, eran castigados con la horca. Los delitos menos graves significaban la deportación a las Améri-cas por toda la vida del delincuente.
Pero cuando, en 1776, se cerraron las Américas, Inglaterra se encontró con que no tenía dónde meter una población penal que aumentaba rápidamente. Las cárceles estaban llenas a rebosar, y el exceso se embutía en podridas carracas atracadas en los estuarios de los ríos. Algo había que hacer, y se hizo. Muy a regañadientes, porque significaba gastar unos miles de libras, se ordenó al capitán Arthur Phillip que zarpase con rumbo a la Gran Tierra del Sur. Corría el año 1787. Su flota de once barcos transportaba más de mil convictos, además de los marineros, los oficiales navales y un contingente de infantes de marina. No fue ninguna odisea en busca de la libertad. A finales de enero de 1788, a los ocho meses de zarpar de Inglaterra, la flota llegó a Botany Bay. Su Loca Majestad Jorge III había encontrado un nuevo vertedero para sus condenados: la colonia de Nueva Gales del Sur.
En 1801, cuando sólo tenía veinte años, Roderick Armstrong fue condenado a deportación perpetua. Ulteriores generaciones de Armstrong insistieron en que procedía de una familia noble de Somerset que había perdida su fortuna a causa de la Revolución americana, y en que no había cometido ningún delito, pero nadie se esforzó demasiado en averiguar los antecedentes del ilustre antepasado. Se limitaron a vivir a la sombra de su gloria y de su prestigio improvisado.
Fueran cuales fueren sus orígenes y su posición en la sociedad inglesa, el joven Roderick Armstrong era un sujeto de cuidado. Durante todo el terrible viaje de ocho meses hasta Nueva Gales del Sur, se mostró como un preso rebelde y difícil, tanto más molesto para los oficiales del barco cuanto que se negaba a morir. Cuando llegó a Sydney, en 1803, su comportamiento empeoró aún más, motivo por el cual fue enviado a la isla de Norfolk, a una cárcel para tipos rebeldes. Pero su conducta no mejoró. Le mataron de hambre; le e/icerraron en una celda tan pequeña que no podía tenderse ni sentarse; le azotaron hasta despellejarlo; le encadenaron a una roca en el mar, hasta que casi se ahogó. Y él se burlaba de ellos aunque no era más que un manojo de huesos envuelto en un sucio pellejo, sin un diente en las encías ni un centímetro de piel sana, animado por un fuego interior de ira y desafío que nada parecía poder apagar. Al empezar cada día, se juraba que no iba a morir, y, al terminar cada jornada, se reía satisfecho de seguir con vida.
En 1810, fue enviado a Van Diemen's Land, encadenado en una cuadrilla con la misión de abrir una carretera, en una región de suelo duro como el hierro, más allá de Hobart. A la primera oportunidad, empleó su pico para abrir un agujero en el pecho del soldado que mandaba la expedición; él y otros diez penados asesinaron a otros cinco soldados, arrancándoles la carne de los huesos, centímetro a centímetro, hasta que murieron chillando de dolor. Pues tanto ellos como los guardias eran bestias, criaturas elementales cuyos sentimientos se habían atrofiado hasta convertirse en algo infrahumano. Roderick Armstrong era tan incapaz de escapar dejando a sus verdugos con vida o matándolos rápidamente, como de aceptar su condición de preso.
Con el ron, el pan y el tasajo que quitaron a los soldados, los once hombres se abrieron camino a través de kilómetros de bosque frío y húmedo, hasta llegar a la estación ballenera de Hobart, donde robaron una falúa y se lanzaron al mar de Tasmania, sin comida, ni agua, ni velas. Cuando la falúa atracó en la salvaje costa occidental de la isla de Sur, en Nueva Zelanda, Roderick Armstrong y otros dos hombres seguían con vida. Él no habló nunca de aquel increíble viaje, pero se rumoreó que los tres habían sobrevivido matando y comiéndose a sus compañeros más débiles.
Esto ocurrió nueve años después de haber sido deportado de Inglaterra. Todavía era joven, pero parecía tener sesenta años. Cuando llegaron a Nueva Zelanda los primeros colonos oficialmente autorizados, en 1840, había roturado tierras para él en el rico distrito de Canterbury de la isla de Sur, se había «casado» con una mujer maorí y tenía trece hermosos hijos medio polinesios. Y en 1860, los Armstrong eran aristócratas coloniales, que enviaban a sus hijos varonesa colegios distinguidos de Inglaterra y demostraban sobradamente, con su astucia y su facilidad de adquirir cosas, que eran verdaderos descendientes de un hombre curioso y formidable. James, nieto de Rode-rick, había engendrado a Fiona en 1880, como única hembra entre un total de quince hijos.
Si Fee notaba la falta de los más austeros ritos protestantes de su infancia, no lo dijo nunca. Toleraba las convicciones religiosas de Paddy, asistía a misa con él y cuidaba de que sus hijos adorasen a un Dios exclusivamente católico. Pero, como nunca se había convertido, faltaban algunos pequeños matices, como la acción de gracias antes de las comidas y las oraciones al irse a la cama, que es lo que constituye la santidad de cada día.
Aparte de aquella única excursión a Wahine, hacía dieciocho meses, Meggie no se había alejado nunca de casa más allá del henil y la fragua de la hondonada. La mañana de su primer día de escuela, se excitó tanto que vomitó el desayuno y tuvieron que llevarla a su habitación para lavarla y cambiarle la ropa. Y tuvo que quitarse el lindo vestido nuevo azul marino, con cuello blanco de marinero, y ponerse aquel horrible trajecito pardo abrochado hasta el cuello, que parecía que iba a ahogarla.
– ¡Por el amor de Dios, Meggie, la próxima vez que te marees, avisante] No te quedes ahí sentada hasta que es demasiado tarde, ¡pues ya tengo bastantes cosas que lavar aparte de esto! Ahora tendrás que apresurarte, porque, si llegas después de sonar la campana, seguro que la hermana Ágatha te da unos buenos azotes. Pórtate bien, y fíjate en tus hermanos.
Bob, Jack, Hughie y Stu, saltaban de un lado a otro delante de la puerta, cuando al fin salió Meggie, empujada por Fee, con los bocadillos de jalea del almuerzo en un viejo saquito de mano.
– Vamos, Meggie, ¡llegaremos tarde! -gritó Bob, echando a andar por el camino.
Meggie corrió detrás de las pequeñas figuras de sus hermanos.
Era un poco más de las siete de la mañana, y el sol, suave, se había elevado en el horizonte hacía varias horas; el rocío se había secado sobre la hierba, salvo en los lugares umbríos. La carretera de Wahine no era más que un camino de tierra con rodadas a ambos lados: dos cintas de un rojo oscuro, separadas por una ancha franja de hierba verde y brillante. Lirios blancos y capuchinas anaranjadas florecían profusamente entre las altas hierbas de ambos lados del camino, donde las pulcras vallas de madera de las propiedades colindantes impedían el paso a los intrusos.
Bob, cuando iba a la escuela, caminaba siempre por encima de las vallas de la derecha, llevando la mochila sobre la cabeza, en vez de colgársela a la espalda. La valla de la izquierda pertenecía a Jack, y esto permitía que los tres Cleary más pequeños dominasen el camino propiamente dicho. En la cima de la larga y empinada cuesta que tuvieron que subir desde la fragua, y donde el camino de Robertson se juntaba con la carretera de Wahine, se detuvieron un momento, jadeando, recortando las cinco rubias cabezas sobre el nuboso y esponjoso cielo. Ahora venía lo mejor, la cuesta abajo; se agarraron de las manos y galoparon sobre la herbosa orilla, hasta que ésta se desvaneció en una confusión de flores. Ansiaban tener tiempo para deslizarse bajo la valía del señor Chap-man y rodar desde allí como pelotas.
Había ocho kilómetros desde la casa de los Cleary hasta Wahine, y, cuando Meggie vio los postes del telégrafo a lo lejos, las piernas le temblaban y llevaba caídos los calcetines. Con el oído atento a ía campana, Bob la miró con impaciencia, mientras la pequeña avanzaba fatigosamente, tirando de su pantalón y lanzando, de vez en cuando, gemidos de desconsuelo. Bajo su mata de pelo, tenía la cara colorada y, al mismo tiempo, curiosamente pálida. Bob suspiró, pasó su mochila a Jack y se enjugó las manos en los costados de los pantalones.
– Vamos, Meggie, te llevaré a cuestas el resto del camino -declaró con voz ruda y mirando a sus hermanos, para que no creyesen que se estaba ablandando.
Meggie subió a la espalda de su hermano, lo necesario para cruzar las piernas alrededor de su cintura y apoyar la cabeza sobre el flaco hombro, como si éste fuese un cojín. Ahora podría contemplar Wahine con toda comodidad.
No había gran cosa que ver. Poco más que un pueblo grande, Wahine se extendía, bajando, a ambos lados de una carretera alquitranada. El mayor edificio era el hotel local, de dos pisos, con una marquesina que daba sombra al camino y unos postes que la sostenían a lo largo de la cuneta. Le seguía en dimensiones el almacén general, provisto también de marquesina y de dos bancos largos de madera, al pie de los atestados escaparates, para que pudiesen descansar los transeúntes. Había un asta de bandera en la fachada de la logia masónica, y una raída Unión Jack ondeaba en su extremo a impulso de la fuerte brisa; y, detrás de aquélla, se veía una caballeriza y una bomba de gasolina junto al abrevadero. El único edificio que realmente llamaba la atención era una tienda peculiar, pintada de azul, nada británica; todas las demás casas aparecían pintadas de color castaño. La escuela pública y la iglesia anglicana eran contiguas y estaban precisamente enfrente de la iglesia del Sagrado Corazón y de la escuela parroquial.
Cuando los Cleary pasaban a toda prisa por delante del almacén general, sonó la campana de la iglesia católica, seguida del más fuerte tañido de la gran campana de la escuela pública. Bob inició un trote, y todos los hermanos entraron en el patio enarenado, donde unos cincuenta niños formaban en fila delante de una monja diminuta armada con una vara más larga que ella. Sin que se lo dijesen, Bob colocó a sus hermanos a un lado, apartados de las filas infantiles, y se quedó mirando la vara.
El convento del Sagrado Corazón tenía dos pisos, pero, como estaba bastante alejado de la carretera y rodeado por una cerca, no se advertía fácilmente aquella circunstancia. Las tres monjas de la orden de la Merced que formaban el personal docente vivían en el piso superior, con una cuarta monja que hacía de gobernanta y que nunca se dejaba ver; en la planta baja, estaban las tres grandes aulas donde se impartía la enseñanza. Una ancha y sombreada galería discurría alrededor del edificio rectangular; los días de lluvia, los niños podían sentarse en ella durante el tiempo de recreo y el destinado a almorzar, pero, los días de sol, tenían absolutamente prohibido poner los pies en ella. Varias grandes higueras daban sombra a una parte del espacioso jardín, y, detrás del colegio, el terreno descendía suavemente hasta un círculo de hierba eufemísticamente llamado «campo de criquet», porque no era ésta la principal actividad que se desarrollaba en aquella zona.
Haciendo caso omiso de las disimuladas risas de los niños que formaban las filas, Bob y sus hermanos permanecieron completamente inmóviles, mientras los alumnos entraban en el edificio, al son de La Fe de Nuestros Padres, que la hetmana Catherine tocaba en el diminuto piano de la escuela. Sólo cuando hubo desaparecido el último niño cesó la hermana Agatha en su rígida actitud; arrastrando majestuosamente su pesada falda de sarga sobre la arena, se acercó al lugar donde esperaban los Cleary.
Meggie estaba boquiabierta, porque era la primera vez que veía una monja. La visión era realmente extraordinaria; tres trozos de humanidad, que eran la cara y las dos manos de la hermana Agatha, y una toca y un peto blancos y almidonados que resplandecían sobre los pliegues de una ropa negrísima, ceñida en su mitad por un ancho cinturóil de cuero con una anilla dé hierro de la que pendía un grueso rosario de cuentas de madera. La piel de la hermana Agatha estaba siempre colorada, debido al exceso de limpieza y a la presión del afilado borde de la toca sobre la cara, que, por descarnada, difícilmente podía considerarse como tal; además, tenía mechones de pelillos en el mentón, cruelmente apretado por la parte inferior de la toca. Sus labios quedaban completamente invisibles, comprimidos en una sola línea de concentración impuesta por la dura tarea de ser esposa de Cristo en un rincón de tierra colonial de turbulentas estaciones, después de haber hecho sus votos en una apacible abadía de Killarney hacía más de cincuenta años. A ambos lados de la nariz, tenía dos pequeñas marcas carmesíes, producidas por el implacable pellizco de sus lentes con montura de acero, detrás de los cuales atisbaban unos ojos recelosos, pálidos, azules y severos.
– Bueno, Robert Cleary, ¿por qué habéis llegado tarde? -ladró la hermana Agatha, en tono seco y con reminiscencias irlandesas.
– Lo siento, hermana -respondió tontamente Bob, sin apartar sus ojos verdiazules de la oscilante vara.
– ¿Por qué habéis llegado tarde? -repitió ella.
– Lo siento, hermana.
– Es la primera mañana del nuevo curso, Robert Cleary, y pensaba que, al menos hoy, habrías hecho un esfuerzo para llegar puntualmente.
Meggie tembló, pero se armó de valor.
– Hermana, por favor, ¡fue culpa mía! -gimió.
Los pálidos ojos azules de la monja se desviaron de Bob y parecieron penetrar hasta lo más profundo del alma de Meggie, que siguió mirando a la monja con absoluto candor, sin saber que había quebrantado la primera regla de conducta en el duelo a muerte que se desarrollaba ad infinitum entre maestras y discípulos: no dar nunca información. Bob le propinó una patada en la pierna, y Meggie le miró de reojo, asombrada.
– ¿Por qué fue culpa suya? -preguntó la hermana Agatha, en el tono más frío que jamás hubiese oído Meggie.
– Bueno, vomité encima de la mesa y hasta me ensucié el pantalón, y mamá tuvo que lavarme y cambiarme de ropa, y por esto hemos llegado todos tarde -explicó torpemente Meggie.
Las facciones de la hermana Agatha permanecieron inexpresivas, pero su boca se apretó como un muelle, y la punta de la vara descendió unos centímetros.
– ¿Qué es eso? -preguntó a Bob, como si el objeto de su curiosidad fuese una nueva clase de insecto particularmente dañino.
– Disculpe, hermana; es mi hermana Meghann.
– Entonces, deberás enseñarle que hay ciertas cosas que nunca deben mencionarse, Robert, si queremos portarnos como verdaderas damas y caballeros. Nunca hay que mencionar por su nombre las prendas de ropa interior, como deben saber los niños de las casas decentes. Tended las manos, ¡todos!
– Pero, hermana, ¡la culpa fue míal -exclamó Meggie, extendiendo las ruanos con la palma hacia arriba, tal como había visto hacer mil veces a sus hermanos en pantomima.
– ¡Silencio! -silbó la hermana Agatha, volviéndose a ella-. No me importa en absoluto quién haya sido el responsable. Todos habéis llegado tarde, y debéis ser castigados. ¡Seis golpes!
Pronunció su sentencia con monótona satisfacción.
Meggie, aterrorizada, contempló las firmes manos de Bob, y vio caer la larga vara tan de prisa que casi no podía seguirla con los ojos, y chocar con el centro de la palma, donde la carne era blanda y delicada. Inmediatamente apareció una roncha rojiza. El golpe siguiente fue en la juntura de los dedos con la palma, región aún más sensible, y el último cayó en las puntas de los dedos, que es donde el cerebro concentra mayor sensibilidad cutánea que en cualquier otra zona del cuerpo, a excepción de los labios. La hermana Agatha tenía una puntería perfecta. Siguieron otros tres golpes en la otra mano de Bob, antes de que la maestra volviese su atención a Jack, que era el siguiente en la fila. Bob había palidecido, pero no había gritado ni se había movido, como tampoco lo hicieron sus hermanos cuando les llegó el turno, incluido el tranquilo y dulce Stu.
Al ver subir la vara sobre sus propias manos, Meggie cerró involuntariamente los ojos, de modo que no la vio bajar. Pero el dolor fue como una enorme explosión, como una quemadura, una lacerante invasión de su carne hasta el mismo hueso; y el dolor subía aún por su antebrazo cuando llegó el segundo golpe, y estaba llegando al hombro cuando cayó el tercero sobre las yemas de los dedos, y entonces siguió su camino hasta llegar al corazón. Meggie apretó los dientes sobre el labio inferior y lo mordió, demasiado avergonzada y orgullosa para llorar, y demasiado irritada e indignada ante aquella injusticia para abrir los ojos y mirar a la hermana Agatha; estaba aprendiendo la lección, aunque ésta no era la que pretendía enseñarle la maestra.
Era la hora de almorzar cuando al fin cesó el dolor en sus manos. Meggie había pasado la mañana en una niebla de miedo y de asombro, sin comprender nada de lo que se decía y hacía. Metida en un pupitre doble de la última fila de la clase de los párvulos, no advirtió siquiera quién compartía aquél hasta después de la triste hora del almuerzo, que había pasado acurrucada detrás de Bob y de Jack en un rincón apartado del patio de recreo. Sólo una orden severa de Bob la persuadió de que debía comer los bocadillos de jalea de grosella que le había preparado su madre. Cuando sonó la campana de las clases de la tarde y encontró un sitio en la fila, sus ojos empezaron a aclararse lo bastante para ver lo que pasaba a su alrededor. La vergüenza del castigo persistía, pero mantuvo la cabeza erguida y fingió no advertir los codazos y los murmullos de las niñas próximas a ella.
La hermana Agatha abría la marcha llevando siempre su vara; la hermana Declan caminaba arriba y abajo entre las filas; la hermana Catherine se había sentado al piano, que estaba en el interior, junto a la puerta de la clase de los párvulos, y empezó a tocar Adelante, soldados cristianos, subrayando el compás de dos por cuatro. En realidad, era un himno protestante, pero la guerra lo había unlversalizado. «Los queridos niños marchaban a su ritmo como pequeños soldados», pensó con orgullo la hermana Catherine. La hermana Declan era una copia de la hermana Agatha, con quince años menos, mientras que la hermana Catherine era todavía remotamente humana. Tendría poco más de treinta años, era irlandesa, naturalmente, y todavía no se había desvanecido del todo su ardor; todavía le gustaba enseñar, todavía veía la imperecedera imagen de Cristo en las caritas que la miraban con veneración. Pero enseñaba a los niños mayores, considerados por la hermana Agatha como bastante apaleados para que se portasen bien, incluso con una maestra joven y blanda. La hermana Agatha cuidaba de los más pequeños, para formar sus mentes y sus corazones de arcilla infantil, y dejaba la enseñanza de los grados medios a la hermana Declan.
A salvo en la última fila de pupitres, Meggie se atrevió a mirar de reojo a la niñita que se sentaba a su lado. Una amplia sonrisa correspondió a su asustada mirada, y unos grandes ojos negros la miraron fijamente desde una cara de piel oscura y ligeramente brillante. La niña fascinó a Meggie, acostumbrada a la piel blanca y a las pecas, pues incluso Frank, que tenía los ojos negros, tenía la piel muy blanca. Por consiguiente, Meggie encontró que su compañera de pupitre era la criatura más hermosa que jamás hu biese visto.
– ¿Cómo te llamas? -murmuró la belleza morena torciendo los labios, chupando el extremo de su lápiz y escupiendo las diminutas astillas en el agujero donde hubiese debido estar el tintero.
– Meggie Cleary -murmuró ésta a su vez.
– ¡Tú! -gritó una voz seca y dura en el otro extremo de la clase.
Meggie se sobresaltó y miró asombrada a su alrededor. Hubo un repiqueteo al dejar veinte niños sus lápices al mismo tiempo, y un susurro de papeles al ser apartadas las preciosas hojas a un lado para poder apoyar disimuladamente los codos en los pupitres.
Sintiendo que se le encogía el corazón, Meggie se dio cuenta de que todos la estaban mirando.
La hermana Agatha avanzaba rápidamente por el pasillo; el terror de Meggie era tan agudo que, si hubiese habido algún lugar adonde huir, habría echado a correr con todas sus fuerzas. Pero detrás de ella estaba la pared de la clase de los medianos; a ambos lados había pupitres que le cerraban el paso, y, delante, se encontraba la hermana Agatha. Sus ojos casi llenaban su contraída cara, mientras miraba espantada a la monja y abría y cerraba las manos sobre el pupitre.
– Has hablado, Meghann Cleary.
– Sí, hermana.
– ¿Y qué has dicho?
– Mi nombre, hermana.
– ¡Tu nombrel -se burló la hermana Agatha, mirando a los otros niños, segura de que compartirían su desprecio-. Bueno, ¿no es un gran honor, muchachos? Otro Cleary en nuestra escuela, ¡y le falta tiempo para pregonar su nombre! -se volvió de nuevo a Meggie-. ¡Ponte en pie cuando te hable, pequeña salvaje ignorante! Y extiende las manos, por favor.
Meggie salió de su asiento, y los largos rizos de su melena oscilaron delante de su cara. Juntó las ma. nos y las retorció desesperadamente, pero la hermana Agatha no se movió, sino que esperó, esperó, esperó… De alguna manera, Meggie consiguió extender las manos, pero, al caer la vara, las encogió, jadeando de terror. Entonces, la hermana Agatha la agarró por los pelos de la coronilla y la hizo acercarse, hasta que su cara estuvo a pocos centímetros de sus espantosos lentes.
– Extiende las manos, Meghann Cleary -exigió con voz cortés, fría, implacable.
Meggie abrió la boca y vomitó sobre el hábito, de la hermana Agatha. Todos los niños de la clase contuvieron el aliento, horrorizados, mientras el nauseabundo vómito resbalaba por los pliegues del hábito y goteaba en el suelo, y la hermana Agatha enrojecía de furor y asombro. Después, cayó la vara, una y otra vez, sobre el cuerpo de Meggie, que levantó los brazos para cubrirse la cara y se encogió, vomitando aún más en un rincón. Cuando el brazo de la hermana Agatha se cansó de pegar, la maestra señaló la puerta.
– ¡Vete a casa, pequeña y asquerosa filistea! -dijo, y, girando sobre sus talones, entró en la clase de la hermana Declan.
La frenética mirada de Meggie tropezó con la de Stu; éste movió la cabeza arriba y abajo, como di-ciéndole que debía hacer lo que le habían mandado, y sus dulces ojos verdiazules estaban llenos de piedad y de comprensión. Enjugándose la boca con el pañuelo, Meggie salió tambaleándose al patio de recreo. Todavía faltaban dos horas para que terminasen las clases; anduvo calle abajo sin interés, sabiendo que no había posibilidad de que los chicos la alcanzasen, y demasiado asustada para buscar un sitio donde esperarles. Tenía que volver sola a su casa, y contárselo ella misma a mamá.
Fee estuvo a punto de tropezar con ella al salir por la puerta de atrás con la cesta llena de ropa de la colada. Meggie estaba sentada en el peldaño superior de la galería, cabizbaja, pegajosa las puntas de sus brillantes rizos y manchada la parte delantera del vestido. Fee dejó en el suelo la pesada cesta, suspiró y apartó un mechón de cabellos de los ojos de la niña.
– Bueno, ¿qué ha pasado? -preguntó, con voz cansada.
– He vomitado encima de la hermana Agatha.
– ¡Dios mío! -exclamó Fee, poniendo los brazos en jarras.
– Y también recibí unos azotes -murmuró Meggie, sin verter las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.
– Parece que te has metido en un buen lío. -Fee levantó la cesta y se tambaleó hasta que la hubo equilibrado-. Bueno, Meggie, no sé lo que hemos de hacer. Tendremos que esperar a ver lo que dice papá.
Y cruzó el patio en dirección a las cuerdas de tender la ropa.
Meggie se pasó las cansadas manos por la cara, miró alejarse a su madre y, al cabo de un momento, se levantó y echó a andar por el camino que llevaba a la fragua.
Frank había acabado de herrar la yegua baya del señor Robertson y la llevaba a uno de los pesebres, cuando Meggie apareció en la puerta. Él se volvió y la vio, y acudieron a su memoria los recuerdos de sus propias y terribles aflicciones en la escuela. Ella era tan pequeña, tan dulce e inocente… Pero la luz de sus ojos había sido brutalmente apagada y mostraba en su cara una expresión que le hizo sentir ganas de matar a la hermana Agatha, de asesinarla de veras, de asirla por debajo del doble mentón y apretar… Soltó las herramientas, se quitó el delantal y corrió al encuentro de la niña.
– ¿Qué ha pasado, querida? -preguntó, inclinándose hasta que su cara estuvo a ia altura de la de ella.
Un olor a vómito fluía de ella como un miasma, pero él contuvo su impulso de volverse.
– ¡Oh, Fra-Fra-Frank! -gimió, levantando la carita y dando por fin rienda suelta a sus lágrimas.
Después, le echó los bracitos al cuello y le estrechó apasionadamente, llorando en silencio, dolorosa-mente, como lloraban todos los niños de la familia Cleary una vez salidos de la primera infancia. Algo horrible de ver, algo que no podía curarse con besos y palabras dulces.
Cuando se hubo calmado, Frank la levantó y la llevó a un montón aromático de heno, cerca de la yegua del señor Robertson; se sentaron allí los dos, dejando que la yegua mordisquease los bordes de su improvisado asiento, olvidados del mundo. Meggie reclinó la cabeza en el pecho suave y descubierto de Frank, y sus cabellos flotaron alrededor de su cara, mientras el caballo resoplaba satisfecho sobre el heno.
– ¿Por qué tuvo que pegarnos a todos, Frank? -preguntó Meggie-. Yo le dije que la culpa era mía.
Frank se había acostumbrado al mal olor y ya no le importaba; alargó una mano y acarició el morro de la yegua, empujándolo cuando ésta lo acercaba demasiado.
– Nosotros somos pobres, Meggie, y ésta es la razón principal. A las monjas no les gustan los alumnos pobres. Cuando lleves unos días en la mohosa y vieja escuela de la hermana Ag, te darás cuenta de que no sólo la toma con los Cleary, sino también con los Marshall y los MacDonald. Todos somos pobres. En cambio, si fuésemos ricos y llegásemos a la escuela en un gran carruaje, como los O'Brien, nos llevarían en palmitas. Pero nosotros no podemos regalar órganos a la iglesia, ni ornamentos de oro para la sacris tía, ni un nuevo caballo o un calesín para las monjas. Por consiguiente, no valemos nada. Pueden hacer lo que quieran con nosotros.
Recuerdo que un día la hermana Ag estaba tan furiosa conmigo que me gritó: ¡Llora, por el amor de Dios! ¡Di algo, Francis Cleary! Si me dieses la satisfacción de oírte, ¡no te pegaría tan a menudo ni tan fuerte!"
Ésta es otra razón de que nos odie, y en esto somos mejores que los Marshall y los MacDonald. No puede hacer llorar a un Cleary. Se imagina que deberíamos lamerle las botas. Pues bien, yo les dije a los chicos lo que les haría si un Cleary gemía al ser azotado, y aplícate también el cuento, Meggie. Por muy fuerte que te pegue, ¡ni un gemido! ¿Has llorado hoy? -No, Frank -dijo ella, bostezando, cerrando los ojos y pasándole el pulgar por la cara en busca de la boca.
Frank la recostó sobre el montón de heno y volvió a su trabajo, canturreando y sonriendo.
Meggie dormía aún cuando entró Paddy. Éste llevaba los brazos sucios de ordeñar en la granja del señor Jarman, y el sombrero de ala ancha, echado sobre los ojos. Miró a Frank, que arrancaba chispas del eje de una rueda colocado sobre el yunque, y después, trasladó la mirada al lugar donde yacía Meggie sobre el heno, mientras la yegua baya del señor Ro-bertson inclinaba la cabeza sobre la cara dormida. -Pensé que estaría aquí -dijo Paddy, soltando el látigo y llevando a su viejo ruano al establo del fondo del henil.
Frank asintió con la cabeza y dirigió a su padre una de aquellas miradas de duda y de incertidumbre que tanto irritaba a Paddy; después, volvió al eje calentado al rojo blanco, brillando el sudor sobre sus costados desnudos.
Paddy desensilló el caballo ruano, lo metió en una casilla del establo, llenó el compartimiento del agua y mezcló salvado y avena con un poco de agua, para que comiese el animal. Éste bufó cariñosamente al vaciar él la artesa en el pesebre, y le siguió con los ojos al dirigirse el hombre al abrevadero, donde se quitó la camisa, se lavó los brazos, la cara y el torso, mojándose los cabellos y el pantalón de montar. Mientras se secaba con una vieja arpillera, miró in-terrogadoramente a su hijo.
– Mamá me ha dicho que Meggie fue enviada a casa como castigo. ¿Sabes exactamente lo que pasó? Frank dejó el eje, que empezó a enfriarse. -La pobrecilla vomitó sobre la hermana Agatha.
Paddy borró rápidamente una sonrisa de su cara, miró un momento la pared y se volvió hacia Meggie.
– La emoción del primer día de colegio, ¿eh?
– No lo sé. Ya se había mareado antes de salir esta mañana, y esto los entretuvo y llegaron después de sonar la campana. Todos recibieron seis palmetazos, y Meggie se disgustó muchísimo, porque pensaba que sólo debían castigarla a ella. Después de almorzar, la hermana Ag la emprendió de nuevo con ella, y nuestra Meggie vomitó pan y jalea sobre el pulcro hábito negro de la hermana Ag.
– ¿Qué pasó después?
– La hermana Ag le atizó de lo lindo y la envió a casa, castigada.
– Bueno, me parece que el castigo ha sido suficiente. Siento mucho respeto por las monjas y sé que no debemos discutir sus actos, pero quisiera que fuesen menos aficionadas a dar palos. Sé que la letra con sangre entra, sobre todo en nuestras duras cabezas irlandesas; pero, a fin de cuentas, era el primer día de Meggie en la escuela.
Frank miró a su padre, sorprendido. Nunca, hasta este momento, había hablado Paddy de hombre a hombre con su hijo mayor. Olvidando su perpetuo resentimiento, se dio cuenta de que, a pesar de su jactancia, Paddy quería a Meggie más que a sus otros hijos. Y casi sintió simpatía por su padre, y sonrió sin desconfianza.
– Pero es una niña valiente, ¿no? -preguntó.
Paddy asintió distraídamente, absorto en su contemplación de la chiquilla. El caballo resopló; Meggie se agitó, dio media vuelta y abrió los ojos. Cuando vio a su padre al lado de Frank, se incorporó de un salto y palideció de miedo.
– Bueno, pequeña Meggie, has tenido un mal día, ¿no?
Paddy se acercó a ella, la levantó y dio un respingo al percibir el olor que despedía. Pero en seguida se encogió de hombros y la estrechó con fuerza.
– Me han pegado, papá -confesó ella.
– Bueno, conociendo, a la hermana Agatha, no será la última vez -rió él, subiéndosela al hombro-. Vamos a ver si mamá tiene agua caliente en el caldero para darte un baño. Hueles peor que las vacas de Jarman.
Frank se asomó a la puerta y observó las dos erguidas cabezas bamboleándose camino arriba. Al volverse, los ojos dulces de la yegua baya le miraban fijamente.
– Vamos, vieja zorra. Voy a llevarte a casa -le dijo, cogiendo el ronzal.
La vomitona de Meggie resultó beneficiosa en definitiva. La hermana Agatha siguió pegándole con regularidad, pero siempre desde la distancia conveniente para no pagar las consecuencias, v ésto reducía la fuerza de su brazo y alteraba su puntería.
La niña morena que se sentaba a su lado era la hija menor del italiano dueño del brillante café azul de Wahine. Se llamaba Teresa Annunzio, y era lo bastante torpe para escapar a la atención de la hermana Agatha, pero no lo suficiente para convertirse en el blanco de sus iras. Cuando le salieron los dientes, resultó ser sumamente linda, y Meggie la adoraba. Durante los ratos de recreo, paseaban cogidas de la cintura, señal de que eran «las mejores amigas» y de que nadie debía entremeterse. Y hablaban, hablaban, hablaban.
Un día, a la hora de almorzar, Teresa la llevó al café para que conociese a sus padres y a sus hermanos y hermanas mayores. Su cabello rubio dorado les encantó tanto como le agradó a ella su tez morena, y, cuando les miró con sus grandes ojos grises y bellamente estriados, la compararon a un ángel. Además, había heredado de su madre un aire indefinible de distinción que todos percibían inmediatamente y que también notó ía familia Annunzio. Tan deseosos como Teresa de complacerla, le dieron patatas fritas en grasa de cordero y un trozo de pescado delicioso, rebozado y frito en el mismo líquido grasiento que las patatas, pero en un recipiente de alambre separado. Meggie no había comido nunca una cosa tan deliciosa, y deseó fervientemente poder comer en el café más a menudo. Pero esto era un acontecimiento especial, que requería el permiso de su madre y de las monjas.
En sus conversaciones en casa, todo era «Teresa dice» y «¿Sabéis lo que ha hecho Teresa?», hasta que Paddy declaró que ya estaba harto de Teresa.
– Creo que no te conviene hacer demasiada amistad con los dagos -murmuró, cediendo a la instintiva desconfianza de la comunidad británica por los morenos del Mediterráneo-. Los dagos son sucios, Meggie; no se lavan a menudo -explicó, débilmente, bajo la mirada de ofendido reproche de Meggie.
Dominado por los celos, Frank le dio la razón. Por consiguiente, Meggie habló menos de su amiga cuando estaba en casa. Pero la desaprobación familiar no podía menguar una amistad limitada por la distancia a los días y horas de escuela; en cuanto a Bob y los pequeños, les complacía que se entretuviese tanto con Teresa, porque así podían correr a sus anchas por el patio de recreo, como si su hermana no existiese.
Las cosas ininteligibles que la hermana Agatha escribía en la pizarra empezaron gradualmente a cobrar sentido, y Meggie aprendió que un «+» significaba que se contaban todos los números para hacer un total, mientras que un «-» quería decir que se quitaban los números de abajo a los de arriba y se obtenía menos de lo que se tenía al principio. Era lista, y habría sido una alumna excelente, si no brillante, si hubiese podido dominar el miedo que sentía por la hermana Agatha. Pero, en el momento en que aquellos ojos taladrantes se volvían a ella y aquella voz seca formulaba una breve pregunta, vacilaba, tartamudeaba y era incapaz de pensar. La aritmética le parecía fácil, pero, cuando tenía que demostrar yer-balmente su habilidad, no podía recordar siquiera que dos y dos son cuatro. La lectura significaba la entrada en un mundo tan fascinante que nunca se cansaba de ella; pero, cuando la hermana Agatha la hacía ponerse en pie y leer un pasaje, apenas si podía pronunciar «gato» y, mucho menos, «miau». Tenía la impresión de estar siempre temblando bajo los sar-cásticos comentarios de la hermana Agatha, o de ruborizarse intensamente porque el resto de la clase se reía de ella. Porque era siempre su pizarra la que exhibía la hermana Agatha para burlarse de ella, o sus hojas de papel laboriosamente escritas, para demostrar la fealdad de un trabajo descuidado. Algunos niños ricos tenían la suerte de poseer gomas de borrar, pero Meggie no tenía más goma que la punta del dedo, que lamía y frotaba sobre sus errores, hasta que la escritura se convertía en un borrón y el papel se deshacía en diminutas morcillas. Como esto agujereaba el papel, estaba severamente prohibido, pero ella era capaz de todo para evitar las reprimendas de la hermana Agatha.
Hasta su ingreso, Stuart había sido el blanco principal de la vara y del veneno de la hermana Agatha. Pero Meggie era un blanco mucho mejor, porque la serena tranquilidad de Stuart y su imperturbabilidad de santurrón eran unos huesos duros de roer, incluso para la hermana Agatha. Por otra parte, Meggie temblaba y se ponía colorada como un tomate, a pesar de sus esfuerzos de seguir enérgicamente la línea de comportamiento de los Cleary, tal como la había definido Frank. Stuart compadecía muchísimo a Meggie y trataba de facilitarle las cosas, atrayendo deliberadamente las iras de la monja sobre su propia cabeza. Ella comprendía en seguida el truco y se enfadaba aún más, al ver que el espíritu de clan de los Cleary era tan manifiesto con la niña como lo había sido entre los chicos. Si alguien le hubiese preguntado por qué se ensañaba tanto con los Cleary, no habría sabido qué decir. Pero, para una monja vieja y amargada por el rumbo de su vida como la hermana Agatha, una familia orgullosa y susceptible como la de los Cleary no era fácil de tragar.
El peor pecado de Meggie era que era zurda. Cuando cogió cuidadosamente el pizarrín para su primera lección de escritura, la hermana Agatha se le echó encima como César sobre los galos.
– Meghann Cleary, ¡suelta el pizarrín! -tronó.
Así empezó la gran batalla. Meggie era irremediablemente zurda. Cuando la hermana Agatha le doblaba como era debido los dedos de la mano derecha sobre el pizarrín y apoyaba éste en la pizarra, a Meggie empezaba a darle vueltas la cabeza y no tenía la menor idea de lo que había que hacer para que el miembro inútil se moviese como decía la hermana Agatha que podía hacerlo. Se volvía mentalmente sorda, muda y ciega; aquel apéndice inservible estaba tan poco ligado a sus procesos mentales como los dedos de los pies. Trazaba una linea recta hasta salirse de la pizarra, porque no podía desviarla; soltaba el pizarrín, como paralizada; por más que se empeñase la hermana Agatha, la mano derecha de Meggie era incapaz de dibujar una A. Después, disimuladamente, pasaba el pizarrín a su mano izquierda y, doblando extrañamente ésta sobre tres lados de la pizarra, escribía una hilera de aes que parecían de molde.
La hermana Agatha ganó la batalla. Una mañana, al pasar lista, ató el brazo izquierdo de Meggie a su cuerpo con un cuerda y no lo desató hasta que la campana dio las tres de la tarde. Incluso tuvo que comer, pasear y jugar, con el brazo izquierdo inmovilizado. Esto duró tres meses, pero, al fin, aprendió a escribir correctamente según las normas de la hermana Agatha, aunque su caligrafía no fue nunca buena. Para asegurarse de que nunca volvería a emplearlo, la hermana Agatha siguió atándole el brazo izquierdo durante otros dos meses; después de lo cual, reunió a toda la escuela para rezar un rosario de gracias al Todopoderoso, por haber hecho, en Su sabiduría, comprender a Meggie el error de que se había librado. Los niños buenos empleaban la derecha; los zurdos eran hijos del demonio, sobre todo si eran pelirrojos.
Aquel primer año de escuela, Meggie perdió su lozanía de niña pequeña y adelgazó mucho, aunque creció un poco. Empezó a roerse las uñas hasta la carne, y tuvo que soportar que la hermana Agatha la hiciese desfilar delante de todos los pupitres de la escuela y mostrar las manos, para que todos los niños viesen lo feas que eran las uñas mordidas. Y esto, aunque la mitad de los niños de cinco a quince años se mordían las uñas igual que Meggie.
Fee sacó el frasco de acíbar y untó las puntas de los dedos de Meggie con el horrible producto. Todos los miembros de la familia se comprometieron a no darle la menor oportunidad de quitarse el acíbar, y, cuando las otras niñas de la escuela advirtieron las delatoras manchas pardas en los dedos, se burlaron de ella. Si se llevaba los dedos a la boca el sabor era verdaderamente horripilante; entonces, desesperada, escupía en el pañuelo y se frotaba las puntas de los dedos hasta casi despellejarlas, para que supiesen menos amargas. Paddy sacó su varilla, un instrumento mucho menos cruel que el palo de la hermana Aga-tha, y la persiguió alrededor de la cocina. Era enemigo de pegar a los niños en las manos, en la cara o en las nalgas; sólo en las piernas. Las piernas dolían igual que otras partes del cuerpo, decía, y no se lesionaban. Sin embargo, a pesar del acíbar, de las burlas, de la hermana Agatha y de la varilla de Paddy, Meggie siguió royéndose las uñas.
Su amistad con Teresa Annunzio era el gozo de su vida, lo único que le hacía la escuela llevadera. Durante la clase, ansiaba que llegase la hora del recreo para sentarse con Teresa al pie de la gran higuera, enlazadas las dos por la cintura, y hablar y hablar y hablar. Hablaban de la extraordinaria y exótica familia de Teresa, de sus numerosas muñecas, de su juego de té de auténtica porcelana con dibujos chinos.
Cuando Meggie vio aquel juego de té, se quedó pasmada. Se componía de ciento ocho piezas, tazas y platos y fuentes diminutos, una tetera y una azucarera y una jarrita de leche y una jarrita de crema, con cuchillos y cucharas y tenedores de tamaño proporcionado a una muñeca. Teresa tenía innumerables juguetes; además de ser mucho menor que la hermana que la precedía en edad, pertenecía a una familia italiana, lo cual significaba que la querían apasionadamente y que la mimaban con todos los recursos monetarios de su padre. Cada niña miraba a la otra con respeto y envidia, aunque Teresa nunca ambicionó la educación estoica y calvinista de Meggie. ¿No podía correr hacia su madre y abrazarla y cubrirla de besos? ¡Pobre Meggie!
En cuanto a Meggie, no podía comparar la cortés y distinguida madrecita de Teresa con la suya, siempre erguida y seria; por lo que nunca pensó: Quisiera que mamá me besara y abrazara. En cambio, sí que pensó: Quisiera que la mamá de Teresa me abrazase y me besase. Aunque las imágenes de besos y abrazos estaban mucho menos en su mente que las del juego de té de porcelana. ¡Tan delicado, tan fino y transparente, tan hermoso! ¡Oh, si ella pudiese tener un juego como aquél y servirle el té a Agnes en una tacHa azul y blanca, colocada sobre un platito azul y blanco!
Durante la bendición del viernes en la vieja iglesia, con sus deliciosas y grotescas tallas maoríes y su techo pintado al estilo maorí, Meggie se arrodillo y pidió un juego de té de porcelana pintada que fue-sp sólo suyo. Cuando el padre Hayes levantó la custodia, la Hostia miró a través de la ventanita de cristal, circundada de rayos con gemas incrustadas, y bendijo las cabezas inclinadas de la congregación. Todas, menos la de Meggie, pues ésta no vio siquiera la Eucaristía; tan enfrascada estaba tratando de recordar el número de platos que había en el juego de té de Teresa. Y, cuando los maoríes del coro entonaron un cántico de gloria, a Meggie le rodaba la cabeza en una bruma azul de ultramar, que nada tenía que ver con el catolicismo ni con Polinesia.
El año escolar estaba tocando a su fin, y diciembre y el cumpleaños de Meggie empezaba a anunciar los rigores del verano, cuando Meggie aprendió lo caros que pueden costar los más grandes deseos. Estaba sentada en un alto taburete, cerca del horno, mientras Fee la peinaba como de costumbre antes de ir a la escuela; era un asunto complicado. El cabello de Meggie tendía naturalmente a rizarse, lo cual consideraba su madre como una gran suerte. Las niñas que tenían el pelo lacio las pasaban moradas cuando se hacían mayores y trataban de obtener una ondula-lada mata de cabellos de linas hebras débiles y lisas. Por la noche, Meggie dormía con sus largos mechones que casi le llegaban a las rodillas enrollados doloro-samente en pedazos de tela blanca arrancados de sábanas viejas, y todas las mañanas tenía que encaramarse en ej taburete para que Fee deshiciese los nudos y le peinase los rizos.
Fee empleaba para esto un viejo cepillo Masón Pearson; tomaba un largo y enmarañado mechón en la mano izquierda y cepillaba hábilmente los cabellos alrededor del dedo índice, hasta que quedaban enrollados como una gruesa y brillante salchicha; entonces, extraía cuidadosamente el dedo del centro del rollo y sacudía éste, que formaba un grueso, largo y envidiable rizo. Esta maniobra se repetía una docena de veces, y los rizos de la frente eran entonces recogidos sobre la coronilla de Meggie y sujetados con una cinta blanca de tafetán recién planchada, y la niña quedaba lista para el día. Todas las demás niñas llevaban trenzas para ir a la escuela, reservando los rizos para ocasiones especiales, pero Fee era inflexible en esta cuestión: Meggie llevaría siempre rizos, aunque ella tuviese que perder unos minutos preciosos todas las mañanas, Fee no se daba cuenta de que su cuidado era inútil, pues los cabellos de su hija eran, con mucho, los más hermosos de toda la escuela. Añadir a esto los rizos diarios, valía a Meggie mucha envidia y muchas burlas.
La operación le dolía, pero Meggie estaba tan acostumbrada que ya no lo advertía; en realidad, no recordaba un solo día en que no hubiese sido practicada. El brazo musculoso de Fee tiró implacablemente del cepillo, deshaciendo nudos y marañas, hasta que a Meggie se le humedecieron los ojos y tuvo que agarrarse con ambas manos al taburete para no caerse. Era el lunes de la última semana de escuela, y sólo faltaban dos días para su cumpleaños; agarrada al taburete, soñó en el juego de té de porcelana pintada. Había uno en el almacén general de Wahine, pero sabía lo bastante de precios para comprender que su coste estaba muy lejos del alcance de los escasos medios de su padre.
De pronto, Fee emitió un sonido tan extraño que hizo salir a Meggie de su ensimismamiento y volver la cabeza con curiosidad a los varones sentados alrededor de la mesa del desayuno.
– ¡Santo Dios! -exclamó Fee.
Paddy se puso en pie de un salto, con rostro estupefacto; jamás había oído a Fee tomar el nombre de Dios en vano. Ella se había quedado inmóvil, con un rizo de Meggie en una mano, quieto el cepillo y contraídas las facciones en una expresión de horror y de asco. Paddy y los chicos se agruparon a su alrededor; Meggie trató de ver lo que pasaba y se ganó un revés con el lado de las cerdas del cepillo, que hizo que se le humedecieran los ojos.
– ¡Mira! -murmuró Fee, levantando el rizo hasta un rayo de sol para que Paddy pudiese verlo.
El mechón era una masa de oro brillante bajo el sol, y al principio, Paddy no vio nada. Después, advirtió que un bichito caminaba por el dorso de la mano de Fee. Cogió él mismo otro rizo y, entre sus reflejos, vio más bichitos que iban de un lado a otro muy atareados. Unas cositas blancas aparecían arracimadas en los cabellos separados, y los bichitos producían eficazmente nuevos grumos de cositas blancas. Los cabellos de Meggie eran como una industriosa colmena.
– ¡Tiene piojos! dijo Paddy.
Bob, Jack, Hughie y Stu echaron un vistazo y como su padre, se apartaron a prudencial distancia; sólo Frank y Fee se quedaron mirando la cabellera de Meggie, como hipnotizados, mientras Meggie se encogía, compungida, preguntándose lo que había hecho. Paddy se sentó pesadamente en su silla Windsor, mirando el fuego y pestañeando con fuerza.
– ¡Ha sido esa maldita niña dago -dijo al fin, y se volvió a Fee echando chispas por los ojos-. Malditos bastardos! ¡Sucio hatajo de cerdos asquerosos!
– ¡Paddy! -jadeó Fee, escandalizada.
– Perdona mis palabrotas, mamá; pero, pensando que esa maldita dago ha llenado de piojos a Meggie, ¡soy capaz de ir a Wahine ahora mismo y destrozar su pringoso y sucio café! -estalló, golpeándose furiosamente las rodillas con los puños.
– ¿Qué es, mamá? -pudo preguntar Meggie al fin.
– ¡Mira, pequeña marrana! -respondió su madre, poniendo la mano delante de los ojos de Meggie-. Tus cabellos están llenos de estos bichos, ¡y te los ha regalado esa morenita a la que quieres tanto! ¿Qué voy a hacer ahora contigo?
Meggie miró boquiabierta el diminuto animalito que corría ciegamente sobre la piel de Fee buscando un territorio más hirsuto; después, se echó a llorar.
Sin que nadie se lo dijese, Frank fue a preparar el caldero, mientras Paddy paseaba arriba y abajo por la cocina, gruñendo y enfureciéndose más cada vez que miraba a Meggie. Por último, se acercó al colgadero de detrás de la puerta, se caló el sombrero y agarró el largo látigo allí colgado.
– Iré a Wahine, Fee, y le diré a ese maldito dago dónde puede meterse su puerco pescado y sus patatas fritas. Después, iré a ver a la hermana Agatha y le diré lo que pienso de ella, ¡por aceptar niños piojosos en su escuela!
– ¡Ten cuidado, Paddy! -suplicó Fee-. ¿Y si no fuera esa niña? Aunque tenga piojos, puede haberlos cogido de otra persona lo mismo que Meggie.
– ¡Y un cuerno! -declaró Paddy, despectivamente.
Bajó la escalera de atrás y, al cabo de unos minutos, todos pudieron oír las pezuñas de su caballo ruano repicando en el camino. Fee suspiró y miró a Frank, con resignación.
– Bueno, creo que tendremos suerte si no acaba en la cárcel. Frank, será mejor que traigas los niños aquí. Hoy no hay escuela.
Uno a uno, Fee examinó minuciosamente la pelambrera de sus hijos, y después, inspeccionó la cabeza de Frank y dijo a éste que hiciese lo propio con la de ella. No había señales de que nadie se hubiese contagiado de aquella plaga, pero Fee no quería correr el menor riesgo. Cuando hirvió el agua del caldero, Frank descolgó la artesa de lavar los platos, la llenó de agua hirviendo hasta la mitad y acabó de llenarla con agua fría. Después, fue al cobertizo y buscó una lata de petróleo de cinco galones sin abrir, cogió una pastilla de jabón del lavadero e inició su tarea, empezando por Bob. Cada cabeza era metida un momento en la artesa, rociaba después con varias tazas de petróleo y lavada finalmente con jabón. El petróleo y la lejía del jabón escocían, y los chicos aullaban y se frotaban los ojos, y se rascaban los enrojecidos cráneos y amenazaban a los dagos con las más terribles venganzas.
Fee se dirigió a su cesta de costura y tomó las tijeras grandes. Volvió junto a Meggie, que no se había atrevido a moverse de su taburete, a pesar de que había pasado más de una hora, y se quedó mirando un momento la hermosa mata de pelo, con las tijeras en la mano. Después, empezó a cortar -¡zas!, ¡zas!-, hasta que los largos rizos formaron brillantes montoncitos en el suelo y la blanca piel de Meggie empezó a aparecer, en manchas irregulares, por toda su cabeza. Se volvió a Frank y le dirigió una mirada vacilante.
– ¿Debería afeitarle la cabeza? -preguntó, apretando los labios.
Frank levantó una mano, en ademán de protesta.
– ¡Oh, no, mamá! ¡Claro que no! Con una buena dosis de petróleo, será suficiente. Por favor, no la afeites.
Por consiguiente, Meggie fue llevada a la mesa auxiliar y sujetada sobre la artesa, donde vertieron varias tazas de petróleo sobre su cabeza, frotando después con el jabón corrosivo lo que quedaba de su pelo. Cuando al fin quedaron satisfechos, la niña estaba casi ciega de tanto frotarse los irritados ojos, y habían aparecido hileras de diminutas ampollas en su cara y en su cráneo. Frank barrió los rizos cortados, amontonándolos en una hoja de papel y arrojándolos al horno. Después, cogió la escoba y la sumergió en un cubo lleno de petróleo. Tanto él como Fee se lavaron los cabellos, boqueando por el escozor de la lejía, y, por último, Frank tomó un cubo y fregó el suelo con agua y líquido insecticida.
Cuando la cocina estuvo tan esterilizada como un hospital, pasaron a los dormitorios, quitaron las sábañas y las mantas de todas las camas, y pasaron el resto del día hirviendo, restregando y poniendo a secar la ropa blanca de la familia. Los colchones y las almohadas fueron colocados sobre la valla de atrás y rociados con petróleo, y las alfombras fueron batidas hasta casi deshacerlas. Todos los chicos tuvieron que ayudar, a excepción de Meggie, que quedó exenta para vergüenza suya. La niña se deslizó hasta detrás del henil, y lloró. Le dolía la cabeza a causa del frotamiento, de las quemaduras y de las ampollas, y estaba tan avergonzada que ni siquiera pudo mirar a Frank cuando éste fue a buscarla, negándose rotundamente a entrar en la casa.
Al final, su hermano tuvo que arrastrarla al interior a viva fuerza, mientras la pequeña pataleaba y se debatía. Cuando Paddy regresó de Wahine, a última hora de la tarde, la encontró acurrucada en un rincón. Miró la cabeza rapada de Meggie y no pudo contener las lágrimas; se meció en su silla Windsor, cubriéndose la cara con las manos, mientras su familia se agitaba inquieta, deseando encontrarse en cualquier otra parte. Fee preparó té y sirvió una taza a Paddy, al empezar éste a recobrarse.
– ¿Qué ha pasado en Wahine? -preguntó-. Has estado fuera mucho tiempo.
– Para empezar, la emprendí a latigazos con el maldito dago y lo arrojé al abrevadero. Después, vi que MacLeod estaba observando desde la puerta de su tienda, y le conté lo que había pasado. MacLeod llamó a unos muchachos que estaban en la taberna, y entre todos metimos a los otros dagos en el abrevadero, incluidas las mujeres, y echamos allí unos cuantos galones de insecticida. Después me fui a la escuela y hablé con la hermana Agatha, y podéis creerme si os digo que juró que ella no había visto nada. Sacó a la niña dago de su pupitre, le miró los cabellos, y los tenía llenos de piojos. En vista de lo cual, mandó la chica a casa y le dijo que no volviese hasta que tuviera limpia la cabeza. Ella, la hermana Declan y la hermana Catherine examinaron las cabezas de todos los alumnos de la escuela, y resultó que tenían piojos muchos de ellos. Las tres monjas se rascaban como locas, cuando creían que nadie las miraba. -Sonrió al recordar aquello, pero, al ver de nuevo la cabeza de Meggie, se puso serio y la miró tristemente-. En cuanto a ti, jovencita, se acabaron los dagos y todos los demás, a excepción de tus hermanos. Si no te basta con ellos, tanto peor. Bob, tú te encargarás de que Meggie no se reúna con nadie en la escuela, salvo contigo y tus hermanos, ¿lo entiendes?
Bob asintió con la cabeza.
– Sí, papá.
A la mañana siguiente, Meggie se horrorizó al enterarse de que tenía que ir a la escuela como de costumbre.
– ¡No, no… no puedo ir! -gimió, llevándose las manos a la cabeza-. Mamá, mamá, no puedo ir así a la escuela, y menos estando allí la hermana Agatha.
– Sí que puedes -respondió su madre, haciendo caso omiso de la mirada suplicante de Frank-. Esto te servirá de lección.
Y Meggie fue a la escuela, arrastrando los pies y cubierta la cabeza con un pañuelo. La hermana Agatha no le hizo el menor caso; pero, a la hora del recreo, otras niñas la sorprendieron y le arrancaron el pañuelo para ver lo que parecía. Su cara estaba sólo ligeramente desfigurada, pero su cabeza, una vez descubierta, era horrible de mirar, pringosa e irritada. En cuanto vio lo que pabasa, Bob se acercó corriendo y se llevó a su hermana a un apartado rincón del campo de criquet.
– No les hagas caso, Meggie -dijo bruscamente, atándole con poca maña el pañuelo a la cabeza y dándole palmadas en la rígida espalda-. ¡Son unas sabandijas! Ojalá se me hubiese ocurrido guardar alguno de aquellos bichitos de tu cabeza; seguro que se habrían conservado. Y, cuando todos lo hubiesen olvidado, habría rociado unas cuantas cabezas con ellos.
Los otros chicos Cleary se colocaron a su alrededor y montaron guardia hasta que sonó la campana.
Teresa Annunzio llegó a la escuela a la hora de almorzar, con la cabeza afeitada. Trató de atacar a Meggie, pero los chicos la tuvieron fácilmente a raya. Al retirarse, levantó el brazo derecho, con el puño cerrado, y se golpeó el bíceps con la mano izquierda, en un fascinador y misterioso ademán que nadie comprendió, pero del que tomaron ávida nota los muchachos para su ulterior empleo.
– ¡Te odió! -chilló Teresa-. ¡Mi papá tendrá que mudarse de barrio, por culpa de lo que le hizo el tuyo!
Dio media vuelta y se alejó del patio de recreo, corriendo y aullando.
Meggie mantuvo la cabeza erguida y los ojos secos. Estaba aprendiendo. No importaba lo que pensasen los demás, ¡no importaba en absoluto! Las otras niñas se apartaban de ella, en parte porque les tenían miedo a Bob y a Jack, y en parte porque sus padres se habían enterado de lo ocurrido y les habían dicho que se mantuviesen alejadas; meterse con los Cleary solía acarrear disgustos. Por consiguiente, Meggie pasó sus últimos días de escuela «en Coventry», según decían ellos, lo cual significaba que la tenían totalmente aislada. Incluso la hermana Agatha respetaba la nueva política y prefería descargar sus iras en Stuart.
Como solía hacerse cuando el cumpleaños de los pequeños caía en día de escuela, la celebración del de Meggie se trasladó al domingo, día en que recibió el ansiado juego de té de porcelana pintada al estilo chino. Lo habían colocado en una hermosa mesa azul ultramar, confeccionada por Frank en sus ratos libres, junto con un par de sillas, en una de las cuales estaba sentada Agnes, con un nuevo vestido azul que le había hecho Fee en sus inexistentes ratos de ocio. Meggie contempló lúgubremente los dibujos azules y blancos distribuidos alrededor de las pequeñas piezas: los árboles fantásticos con sus graciosas e hinchadas flores; la pequeña pagoda adornada; la extraña pareja de pájaros y las diminutas figuras que cruzaban eternamente el puente curvo. Había perdido todo su encanto. Pero ella comprendió vagamente por qué se había preocupado tanto su familia en satisfacer el que creían su mayor anhelo. Por consiguiente, hizo té para Agnes en la pequeña tetera cuadrada y siguió todo el rito como extasiada. Y continuó haciéndolo durante años, sin romper ni descantillar una sola pieza. Nadie sospechó jamás que odiaba aquel juego de té, la mesa y las sillas azules, y el vestido azul de Agnes.
Dos días antes de la Navidad de 1917, Paddy trajo a casa su semanario y un nuevo montón de libros de la biblioteca. Sin embargo, por una vez, el periódico fue preferido a los libros. Sus directores habían concebido una nueva idea, fundada en las lujosas revistas americanas que llegaban ocasionalmente a Nueva Zelanda; toda la sección central estaba dedicada a la guerra; había borrosas fotografías de los anzacs tomando por asalto los terribles riscos de Gallípoli; largos artículos ensalzando la bravura del soldado de los antípodas; listas de todos los australianos y neocelandeses que habían ganado la Victoria Cross desde su creación, y un magnífico dibujo a toda página de un soldado australiano de caballería ligera, con el sable desenvainado y las sedosas plumas de su sombrero ondeando al viento.
A la primera oportunidad, Frank agarró el periódico y leyó con ansiedad el artículo de fondo, paladeando su agresiva prosa y bollándole febrilmente los ojos.
– Papá, ¡yo quiero ir! -dijo, dejando respetuosamente ¿periódico sobre la mesa.
Fee giró en redondo, derramando salsa del estofado sobre el horno, y Paddy se irguió en su silla Windsor, olvidando su libro.
– Eres demasiado joven, Frank -replicó.
– ¡No! Tengo diecisiete años, papá, ¡soy un hombre! Mientras los hunos y los turcos matan a nuestros hombres como cerdos, ¿puedo estarme aquí sentado tan tranquilo? Ya es hora de que un Cleary haga algo.
– No tienes edad, Frank; no te admitirían.
– Me admitirán si tú no te opones -replicó inmediatamente Frank, fijos sus negros ojos en la cara de Paddy.
– Pero me opongo. Tú eres el único que trabaja en este momento, y necesitamos el dinero que traes a casa, ya lo sabes.
– ¡También me pagarán en el Ejército!
Paddy se echó a reír.
– El «chelín del soldado», ¿eh? Hacer de herrero en Wahine rinde más que ser soldado en Europa.
– Pero, si voy allí, tal vez tendré ocasión de ser algo mejor que herrero. Es mi única salida, papá.
– ¡Tonterías! ¡Dios mío, chico, no sabes lo que estás diciendo! La guerra es terrible. Yo vengo de un país que ha estado en guerra desde hace mil años; por consiguiente, sé lo que me digo. ¿No has oído hablar a los muchachos de la guerra de los Bóers? Como vas con frecuencia a Wahine, la próxima vez, escucha. Y, de todos modos, me huelo que los malditos ingleses emplean a los anzacs como carne de cañón, colocándolos en lugares donde no quieren malgastar sus preciosas tropas. ¡Mira cómo ese belicoso Chur-chill envió a nuestros hombres a una empresa tan inútil como la de Gallípoli! Diez mil muertos, de cincuenta mil. El doble del diez por ciento.
¿Por qué tienes que ir a luchar por la madre Inglaterra? ¿Qué ha hecho ella por ti, salvo chupar la sangre de sus colonias? Si fueses a Inglaterra, te mirarían de arriba abajo, porque eres un colonial. En Zed no hay peligro; ni en Australia. No le vendría mal una derrota a la madre Inglaterra; ya es hora de que alguien le haga pagar todo lo que le hizo a Irlanda. Yo no me echaría a llorar si el Kaiser acabase desfilando por el Strand.
– Pero, papá, ¡yo quiero alistarme!
– Puedes querer lo que te parezca, Frank, pero no vas a ir; por consiguiente, puedes quitarte esa idea de la cabeza. No has crecido lo bastante para ser sol* dado.
Frank enrojeció y apretó los labios; su pequeña estatura era su punto más doloroso. En la escuela, siempre había sido el más bajito de la clase, y había reñido el doble que los otros a causa de ello. Recientemente, le había asaltado una terrible duda, pues a los dieciséis años tenía la misma estatura que a los catorce: tal vez había dejado de crecer. Sólo él sabía los tormentos que imponía a su cuerpo y a su alma, los estirones, los ejercicios, las vanas esperanzas.
Sin embargo, el trabajo en la fragua le había dado un vigor desproporcionado a su estatura; Paddy no había podido elegir una profesión mejor para un chico del temperamento de Frank. Con toda la fuerza concentrada en su pequeña estructura, nadie le había vencido en una pelea a sus diecisiete años, y era ya famoso por ello en toda la península de Ta-ranaki. Toda su ira, su frustración y sus sentimientos de inferioridad, participaban en la lucha, y esto era más de lo que podían resistir los más corpulentos y vigorosos mozos del lugar, tanto más cuanto que se aliaba a una condición física soberbia, a una excelente inteligencia, a un frío rencor y a una voluntad indomable.
Cuanto más voluminosos y rudos eran sus rivales, más deseaba él humillarles en el polvo. Los mozos daban un rodeo para no tropezarse con él, pues su agresividad era famosa. Últimamente, había desdeñado las filas de los más jóvenes, buscando otros rivales, y los hombres del lugar hablaban todavía de una vez que había hecho papilla a Jim Collins, a pesar de que Jim tenía veintidós años, medía un metro noventa sin zapatos y era capaz de levantar un caballo. Con el brazo izquierdo roto y varias costillas hundidas, Frank había seguido luchando hasta que Jim Collins quedó convertido en un montón de carne sangrante a sus píes, y todavía tuvieron que sujetarle para que no le chafase la cara a patadas. En cuanto le hubo sanado el brazo y le hubieron quitado el vendaje de las costillas, Frank bajó aJ pueblo y levantó un caballo, para demostrar que Jim no era el único que podía nacerlo y que esto no dependía del tamaño del hombre.
Como progenitor de este fenómeno, Paddy conocía muy bien la reputación de Frank y comprendía que éste luchara por hacerse respetar, aunque esto no impedía que se enfadara cuando la pelea entorpecía el trabajo de la fragua. Como él era también bajito, Paddy había peleado igualmente para demostrar su valor; pero, en su Irlanda natal, no se le podía llamar enano, y, cuando llegó a Nueva Zelanda, donde los hombres eran más altos, era ya un varón adulto. Por esto, el problema de su estatura no le había obsesionado nunca como a Frank.
Ahora observaba atentamente al chico, tratando de comprenderle, pero sin conseguirlo; nunca le había querido tanto como á los otros, aunque se había esforzado en no establecer diferencias entre sus hijos. Sabía que esto disgustaba a Fee, que ella se preocupaba por el tácito antagonismo existente entre ellos, pero ni siquiera su amor por Fee podía vencer la irritación que Frank le producía.
Frank tenía las cortas y finas manos extendidas sobre el periódico abierto, en actitud defensiva, y miraba a Paddy a la cara con una curiosa mezcla de súplica y orgullo, aunque su orgullo era demasiado fuerte para hacerle suplicar. Su cara parecía la de un extraño. No tenía nada de los Cleary ni de los Armstrong, salvo, quizás, un pequeño parecido en los ojos con Tos de Fee, si Fee los hubiese tenido negros y hubiese podido echar por ellos rayos y centellas, como hacía Frank a la menor provocación. Porque, si carecía de algo, no era precisamente de valor.
La discusión terminó bruscamente con la observación de Paddy sobre la estatura de Frank. La familia comió conejo estofado en un desacostumbrado silencio, e incluso Hughie y Jack andaban con pies de plomo en una lenta y deliberada conversación puntuada con risitas entre dientes. Meggie no quiso comer y mantuvo la mirada fija en Frank, como si éste fuese a desaparecer en el momento menos pensado. Frank consumió su yantar en un tiempo prudencial y, en cuanto pudo, se excusó y se levantó de la mesa. Un minuto más tarde, oyeron los sordos golpes del hacha en la leñera: Frank estaba partiendo los troncos que había traído Paddy como reserva para el invierno.
Cuando todos se imaginaban que estaba acostada, Meggie se deslizó por la ventana de su habitación y se escabulló hasta la leñera. Era ésta una zona muy importante para la vida de la casa; unos mil quinientos palmos cuadrados de tierra apisonada y cubierta con una gruesa capa de astillas y cortezas; grandes montones de troncos a un lado, en espera de ser reducidos de tamaño, y, al otro lado, unas paredes que parecían de mosaico, formadas de leños ya cortados al tamaño adecuado para el horno de la cocina. En medio del espacio abierto, tres tocones, todavía arraigados en el suelo, servían de tajos para cortar leña de diferentes tamaños.
Frank no estaba en uno de los tajos, sino que trabajaba en un macizo tronco de eucalipto, cortándolo para reducirlo lo bastante y poder colocarlo en el tocón más ancho y más bajo. Ahora el tronco se hallaba en el suelo, con sus sesenta centímetros de diámetro, inmovilizado por un clavo largo de hierro en cada extremo, y Frank estaba en pie encima de él cortándolo por la mitad entre sus pies separados. El hacha se movía con tal rapidez que silbaba en el aire, y el mango susurraba, a su vez, al deslizarse por las resbaladizas palmas de las manos. Resplandecía sobre su cabeza y caía como una opaca lámina de plata, produciendo un corte angulado en la dura madera, con la misma facilidad que si hubiese sido de pino o de un árbol caduco. Saltaban astillas en todas direcciones; el sudor corría a raudales sobre el pecho y la espalda desnudos de Frank, que se había atado un pañuelo a la frente para que el sudor no le cegase. Este trabajo era peligroso, pues un golpe a destiempo o mal dirigido podía costarle un pie. Llevaba muñequeras de cuero para atajar el sudor de los brazos, pero no guantes en las manos, que agarraban el mango del hacha con delicadeza y excelente puntería.
Meggie se acurrucó junto a la camisa y la camiseta tiradas en el suelo, y observó, asombrada. Había allí tres hachas de repuesto, pues la madera de eucalipto mellaba el hacha más afilada en un santiamén. Cogió una de ellas por el mango y se la puso sobre las rodillas, lamentando no poder cortar madera como Frank. El hacha era tan pesada que casi no podía levantarla. Las hachas coloniales sólo tenían una hoja, sumamente afilada, pues las de doble hoja eran demasiado ligeras para los eucaliptos. La cabeza era pesada y de dos centímetros y medio de grueso, y el mango pasaba a través de ella, firmemente sujeto con cuñas de madera. Si se soltaba la cabeza de un hacha, podía volar por el aire como una bala de cañón y matar a alguien.
Frank trabajaba casi instintivamente a la luz menguante de la tarde; Meggie cazaba las astillas con facilidad de una larga práctica y esperaba pacientemente a que Frank se fijase en ella. El tronco estaba ya medio cortado, y el joven volvió del otro lado, jadeando; después, levantó de nuevo el hacha y empezó a cortar el lado opuesto. Abría una hendidura profunda y estrecha, para ahorrar madera y acelerar la operación; cuando se aproximó al centro del tronco, la cabeza del hacha desapareció enteramente en la hendidura, y las grandes astillas saltaron más cerca de su cuerpo. Pero no reparaba en ellas, sino que seguía golpeando con rapidez creciente. El tronco se partió de pronto, y, en el mismo momento, él dio un salto en el aire, comprendiendo lo que iba a pasar casi antes de que el hacha diese el último golpe. Al doblarse el madero hacia dentro, Frank se dejó caer a un lado, sonriendo, pero su sonrisa no era alegre.
Se volvió para coger otra hacha y vio a su hermana apaciblemente sentada, con su limpio camisón de dormir, abrochado de arriba abajo. Todavía le extrañaba ver su cabello convertido en una masa de cortos ricitos, en vez de la acostumbrada mata de pelo, pero decidió que aquel estilo «a lo chico» le sentaba bien, y deseó que continuara así. Se acercó a ella y se agachó, con el hacha cruzada sobre las rodillas.
– ¿Cómo has salido, picaruela?
– Salté por la ventana cuando Stu se hubo dormido.
– Si no andas con cuidado, te volverás como un chico.
– No me importa. Prefiero jugar con chicos a tener que hacerlo sola.
– Supongo que sí. -Se sentó, apoyando la espalda en un leño y volviendo cansadamente la cabeza hacia ella-. Bueno, ¿qué pasa, Meggie?
– ¿Verdad que no vas a marcharte, Frank?
Apoyó las manos de uñas roídas sobre el muslo de él y se lo quedó mirando ansiosamente, con la boca abierta, porque las lágrimas que pugnaban por brotar le obstruían la nariz y no podía respirar bien.
– Es posible, Meggie -contestó él, amablemente.
– ¡Oh, Frank, no puedes hacerlo! ¡Mamá y yo te necesitamos*. En serio, no sé lo que haríamos sin ti.
Él sonrió a pesar de su aflicción, ante su inconsciente imitación de la manera de hablar de Fee.
– A veces, Meggie, las cosas no ocurren como uno quisiera. Ya deberías saberlo. A los Cleary, nos han enseñado a trabajar juntos por el bien de todos, y a no pensar antes que nada en uno mismo. Pero yo no estoy de acuerdo; creo que deberíamos poder pensar primero en nosotros mismos. Quiero marcharme, porque tengo diecisiete años y ya es hora de que empiece a labrarme un porvenir. Pero papá dice que no, que hago falta en casa, para el bien de toda la familia. Y, como no he cumplido los veintiún años, tengo que hacer lo que dice papá.
Meggie asintió gravemente con la cabeza, tratando de comprender la explicación de Frank.
– Bueno, Meggie, he pensado mucho en esto. Voy a marcharme, y se acabó. Sé que mamá y tú me echaréis en falta; pero Bob está creciendo de prisa, y papá y los pequeños no me añorarán en absoluto. A papá sólo le interesa el dinero que traigo a casa.
– ¿Ya no nos quieres, Frank?
Él se volvió para tomarla en brazos, apretándola y acariciándola con un afán torturado, mezcla de dolor, de angustia y de amor.
– ¡Oh, Meggie! Os quiero, a ti y a mamá, más que a todos los otros juntos. ¡Dios mío! Si fueses mayor, te llevaría conmigo. Pero tal vez es mejor que seas pequeña, tal vez es mejor…
La soltó bruscamente, luchando por dominarse, golpeando el leño con la cabeza, tragando saliva. Después, la miró.
– Cuando seas mayor, Meggie, lo entenderás mejor.
– Por favor, no te vayas, Frank -repitió ella.
y se echó a reír, y su risa casi era un sollozo.
– ¡Oh, Meggie! ¿No has oído nada de lo que he dicho? Bueno, en realidad no importa. Lo principal es que no cuentes a nadie que me has visto esta noche, ¿entendido? No quiero que piensen que eres mi cómplice.
– Te he oído, Frank; lo he oído todo -dijo Meggie-. No diré una palabra a nadie, te lo prometo. ¡Pero quisiera que no tuvieses que marcharte!
Era demasiado pequeña para poder contarle algo que no era más que un sentimiento irracional de su corazón: ¿a quién tendría, si Frank se marchaba? Frank era el único que le mostraba un cariño abierto, el único que la tomaba en brazos y la estrechaba. Cuando era más pequeña, papá solía hacerlo también; pero, desde que iba a la escuela, ya no la dejaba subirse a sus rodillas, ni echarle los brazos al cuello, y le decía «Ya eres una chica mayor, Meggie.» Y mamá estaba siempre tan atareada, tan atribulada con los hermanos y la casa… Era Frank quien estaba más cerca de su corazón, quien brillaba como una estrella en su limitado cielo. Era el único que parecía disfrutar hablando con ella, y que le explicaba cosas de manera que pudiese comprenderlas. Desde el día en que Agnes había perdido el cabello, Frank había estado con ella, y, a pesar de sus amargos contratiempos, nada había vuelto a herirla en lo más vivo. Ni la vara, ni la hermana Agatha, ni los piojos, porque Frank estaba allí para tranquilizarla y consolarla.
Pero se levantó y consiguió sonreír.
– Si tienes que marcharte, Frank, no hay más que hablar.
– Deberías estar en la cama, Meggie, y harás muy bien en volver a ella antes de que mamá se dé cuenta. Vamos, ¡de prisa!
Esta advertencia borró todo lo demás de su cabeza; se agachó, cogió el borde del camisón y lo pasó entre las piernas, sosteniéndolo como una cola del revés, y echó a correr, levantando astillas y piedre-citas con los pies descalzos.
Por la mañana, Frank se había marchado. Cuando entró Fee para levantar a Meggie, estaba triste y nerviosa; Meggie saltó de la cama como un gato escaldado y se vistió sin pedir siquiera ayuda para abrocharse todos los botoncitos.
En la cocina, los chicos estaban sentados alrededor de la mesa con aspecto malhumorado, y la silla de Paddy aparecía vacía. También lo estaba la de Frank. Meggie ocupó su sitio y se sentó, castañetean-de los dientes de miedo. Después del desayuno, Fee les echó fuera bruscamente, y, detrás del henil, Bob dio la noticia a Meggie.
– Frank se ha escapado -susurró.
– Tal vez sólo ha ido a Wahine -dijo Meggie.
– ¡No seas tonta! Ha ido a alistarse en el Ejército. ¡Ojalá fuese yo lo bastante mayor para irme con él! ¡Es un pillo con suerte!
– Bueno, yo preferiría que se hubiese quedado en casa.
Bob se encogió de hombros.
– No eres más que una niña, y era de esperar que una niña dijese esto.
Meggie hizo caso omiso de la normalmente incendiaria observación y entró en la casa para hablar con su madre y ver lo que podía hacer.
– ¿Dónde está papá? -preguntó a Fee, que le había mandado planchar unos pañuelos.
– Ha ido a Wahine.
– ¿Traerá a Frank con él?
– En esta familia, es imposible guardar un secreto -gruñó Fee-. No… no alcanzará a Frank en Wahine, y él lo sabe. Ha ido a telegrafiar a la Policía y al Ejército en Wanganui. Ellos nos lo traerán.
– ¡Óh, mamá! ¡Espero que lo encuentren! ¡No quiero que Frank se marche!
Fee extendió el contenido de la batidora de mantequilla encima de la mesa y atacó la blanda masa amarilla con dos paletas de madera.
– Nadie quiere que Frank se marche. Por eso va a procurar papá que nos lo devuelvan. -Su boca tembló ligeramente, atacó con más fuerza la mantequilla-. ¡Pobre Frank! ¡Pobre, pobre Frank! -suspiró, no para Meggie, sino para sí misma-. No sé por qué tienen los hijos que pagar nuestros pecados. Mi pobre Frank, que no toca de pies en el suelo…
Entonces advirtió que Meggie había dejado de planchar, y apretó los labios y no dijo más.
Tres días después, la Policía trajo a Frank. Según dijo a Paddy el sargento de guardia de Wanganui, había opuesto una feroz resistencia.
– ¡Tiene usted un buen luchador! Cuando vio que los chicos del Ejército habían sido alertados, salió disparado como una flecha por la escalera y calle abajo, perseguido por dos soldados. Si no hubiese tenido la mala suerte de tropezar con un guardia que estaba patrullando, creo que se habría escapado. Y se resistió como un diablo; se necesitaron cinco hombres para ponerle las esposas.
Dicho lo cual, quitó las pesadas cadenas a Frank y le empujó rudamente, haciéndole entrar; Frank tropezó con Paddy y se echó atrás, como si el contacto le lastimase.
Los niños remoloneaban junto a la casa, a seis o siete metros detrás de los adultos, observando y esperando. Bob, Jack y Hughie permanecían rígidos, aguardando a que Frank iniciase una nueva pelea; Stuart no hacía más que mirar con sus ojos tranquilos y llenos de bondad; Meggie se apretaba las mejillas con las manos, temerosa de que alguien quisiera lastimar a Frank.
Él miró primero a su madre, fijando sus ojos negros en los grises de ella, en una amarga comunión que nunca había sido expresada ni lo sería jamás. La fiera mirada azul de Paddy cayó sobre él, desdeñosa e hiriente, y, como si lo hubiese estado esperando, Frank bajó los ojos, reconociendo su derecho a sentirse enojado. A partir de aquel día, Paddy no volvió a hablar con su hijo mayor más de lo requerido por la urbanidad corriente. Pero más difícil le resultaba a Frank enfrentarse con los niños, avergonzado y confuso, como un brillante pájaro traído a casa con las alas recortadas y ahogado su canto en el silencio.
Meggie espero a que Fee hubiese hecho su ronda nocturna, y, entonces, se deslizó por la ventana abierta y cruzó el patio de atrás. Sabía dónde estaba Frank; en el henil, a salvo de su padre y de las miradas curiosas.
– Frank, Frank, ¿dónde estás? -preguntó, en un apagado murmullo, penetrando en la silenciosa oscuridad del henil y tanteando con las puntas de los pies el suelo desconocido, como un animal sensitivo.
– Estoy aquí, Meggie -respondió él con voz cansada, con una voz que no parecía la de Frank, carente de vida y de pasión.
Ella se orientó por el sonido y se acercó al lugar donde se hallaba su hermano, tendido sobre el heno, y se acurrucó a su lado, rodeándole el pecho con los bracitos, hasta donde éstos alcanzaban.
– ¡ Oh, Frank! ¡Me alegro tanto de que hayas vuelto! -le dijo.
Él gruñó y se deslizó sobre la paja, hasta que es tuvo más bajo que ella, y reclinó la cabeza en su cuer-pecito. Meggie le acaricio los tupidos y lacios cabellos. Estaba demasiado oscuro para que él pudiese verla, y la sustancia invisible de su simpatía le destrozó. Empezó a llorar, encogido el cuerpo por lentas y lacerantes oleadas de dolor, mojando con sus lágrimas el camisón de la niña. Meggie no lloraba. Había en su almita algo lo bastante viejo y femenino para infundirle el irresistible y egoísta gozo de sentirse necesaria; y siguió sentada, meciendo la cabeza de su hermano, una y otra vez, hasta que el dolor de él se consumió en el vacío.