RALPH

3

El camino de Drogheda no le traía recuerdos de su juventud, pensó el padre Ralph de Bricassart, entornados los párpados bajo el fulgor del sol, mientras su nuevo «Daimler» se bamboleaba siguiendo las rodadas marcadas entre altas hierbas plateadas. Nada se parecía aquí a la adorable, brumosa y verde Irlanda. ¿Y Drogheda? No era un campo de batalla, ni una sede de poder. ¿O era estrictamente así? Más disciplinado en estos días, pero agudo como siempre, su sentido del humor evocó mentalmente la imagen de una Mary Carson cromwelliana, ejercitando su marca particular de malicia imperial. Y la comparación no era tan desacertada; la dama ostentaba sin duda tanto poder y gobernaba tantos individuos como cualquier poderoso señor de la guerra de tiempos pasados.

La última verja se irguió entre unas matas de bojes y unas plantas fibrosas; el coche se detuvo, jadeando. Calándose un raído sombrero gris de ala ancha para resguardarse del sol, el padre Ralph se apeó, descorrió el cerrojo de acero de su armella de madera, tiró de la manija y abrió la puerta con cansada impaciencia. Había veintisiete puertas desde la casa parroquial de Gillanbone hasta la mansión de Drogheda, y cada una de ellas significaba que tenía que pararse, bajar del coche, abrir la puerta, subir al automóvil, detenerse, apearse, cerrar la puerta, subir de nuevo al automóvil y continuar su camino hasta la puerta siguíente. Muchísimas veces había pensado en saltarse al menos la mitad del ritual y seguir adelante dejando las puertas abiertas a su espalda, como una serie de bocas asombradas, pero ni siquiera la aureola imponente de su estado habría impedido que los dueños de las verjas se le echasen encima y le emplumasen. Lamentaba que los caballos no fuesen tan veloces como los automóviles, pues las puertas podían abrirse y cerrarse sin apearse de la montura.

– Nada se nos da de balde -dijo, dando unas palmadas en el tablero del «Daimler» nuevo y poniendo éste en marcha, después de haber cerrado bien la puerta a su espalda, para recorrer el último kilómetro a través del herboso prado desnudo de árboles.

Incluso para un irlandés acostumbrado a los castillos y palacios, aquella mansión australiana era imponente. Drogheda era la finca más grande y antigua del distrito, y su último y amante dueño la había dotado de una residencia adecuada. Construida de bloques de piedra arenisca amarilla, tallados a mano en unas canteras situadas a una distancia de ciento cincuenta kilómetros al Este, la casa tenía dos pisos y había sido edificada siguiendo un severo estilo georgiano, con grandes ventanales y una galería con pilares alrededor del piso bajo. Todas las ventanas tenían negros postigos de madera, no sólo ornamentales, sino también útiles; en el calor del verano, se cerraban para mantener fresco el interior.

Ahora corría el otoño y la enredadera de largos tallos aparecía verde; pero, en primavera, la wistaria, plantada el mismo día que se terminó la casa, cincuenta años atrás, era una sólida masa de plumas de color lila, que cubría todas las paredes exteriores de la vivienda y el techo de la galería. Varios acres de césped meticulosamente segado rodeaban la mansión, alternando con jardines que, incluso ahora, resplandecían con los colores de las rosas, los alhelíes, las dalias y las caléndulas. Una serie de eucaliptos de blancos troncos y finas hojas colgantes alzaban sus copas a veinte metros del suelo y resguardaban la casa del implacable sol, adornadas sus ramas con flores de color magenta en aquellos puntos donde las bugan-villas se entrelazaban con ellas. Incluso los monstruosos depósitos de agua del exterior aparecían revestidos de enredaderas indígenas, rosales y wistarias, y con ello parecían más decorativos que funcionales. Dada su pasión por la mansión de Drogheda, el difunto Michael Carson se había mostrado pródigo en los depósitos de agua; según rumores, Drogheda podía conservar sus prados verdes y sus macizos floridos, aunque no lloviese en diez años.

Al acercarse uno por el prado, lo primero que llamaba la atención era la casa y sus eucaliptos; pero, después advertía la existencia de otras muchas casas de piedra arenisca, de un solo piso, que se levantaban detrás y a ambos lados de aquélla, enlazadas con la estructura principal mediante pasadizos cubiertos y adornados con plantas trepadoras. Un ancho paseo enarenado sucedía a las rodadas del camino, desviándose hacia una zona circular de aparcamiento, a un lado de la mansión, pero continuando hasta perderse de vista en dirección al lugar donde estaba el verdadero negocio de Drogheda: los corrales, el cobertizo de esquilar los corderos y los heniles. Aunque no lo decía, el padre Ralph prefería los pimenteros gigantes que daban sombra a estos edificios exteriores y sus actividades, a los eucaliptos de la casa principal. Los pimenteros tenían tupidas hojas de un verde pálido, y en ellos zumbaban las abejas; exactamente el follaje que convenía a una instalación en pleno campo.

Mientras el padre Ralph estacionaba su coche y avanzaba sobre el verde césped, la doncella esperaba en la galería delantera, deshecha en sonrisas su cara pecosa.

– Buenos días, Minnie -saludó él.

– ¡Oh, padre, cuánto me alegro de verle en esta espléndida mañana! -contestó ella, con fuerte acento irlandés, manteniendo la puerta abierta con una mano y estirando la otra para coger el raído y poco clerical sombrero del sacerdote.

Este esperó en el oscuro vestíbulo, embaldosado de mármol, con su gran escalera de barandillas metálicas, hasta que Minnie le indicó con un ademán que podía pasar al salón.

Mary Carson estaba sentada en su poltrona, junto al ventanal abierto, por lo visto indiferente al aire frío que entraba por él. Su mata de cabellos rojos era casi tan brillante como lo había sido en su juventud, y, aunque la edad había añadido nuevas manchas a su tosca piel pecosa, tenía, en cambio, pocas arrugas para una mujer de sesenta y cinco años; era más bien una finísima cuadrícula de surcos diminutos que daban a su piel el aspecto de un cobertor acolchado. Los únicos signos de su intratable carácter eran dos profundas fisuras que descendían desde los lados de su nariz romana hasta las comisuras de los labios, y la mirada fría de sus pálidos ojos azules.

El padre Ralph avanzó en silencio sobre la alfombra «Aubusson» y besó la mano de la dama; este ademán resultó muy adecuado en un hombre alto y bien plantado como él, y más vistiendo una sotana negra que le daba cierto aire cortesano. Súbitamente dulcificados y animados sus ojos inexpresivos, Mary Car-son casi sonrió.

– ¿Tomará un poco de té, padre? -preguntó.

– Depende de si quiere usted oír misa -dijo él, sentándose en un sillón delante de ella y cruzando las piernas, de modo que la sotana se alzó lo suficiente para mostrar que, debajo de ella, llevaba pantalones de montar y botas altas hasta la rodilla, como concesión al carácter rural de su parroquia-. Le traigo la Eucaristía, pero si desea oír misa, puedo decirla dentro de un momento. No me importa ayunar un poco más.

– Es usted demasiado bueno para mí, padre -dijo ella, taimadamente, sabiendo muy bien que, como todos los demás, él no la apreciaba por sí misma, sino por su dinero-. Tome té, por favor -siguió diciendo-. Me basta con la Comunión.

Él consiguió que el resentimiento no se reflejase en su cara; esta parroquia le había enseñado a dominarse.

Si una vez había desdeñado la oportunidad de salir de la oscuridad en que le había sumido su mal genio, no volvería a cometer el mismo error. Y, si jugaba bien sus cartas, aquella vieja podía ser la respuesta a sus oraciones.

– Debo confesar, padre, que en este último año ha sido muy agradable -declaró ella-. Es usted un sacerdote mucho más satisfactorio que el viejo padre Kelly, a quien Dios confunda.

Al pronunciar la última frase, su voz se había vuelto súbitamente dura, vengativa.

Él la miró a la cara, pestañeando.

– ¡Mi querida señora Carson! Ese sentimiento no es muy cristiano.

– Es la pura verdad. Era un viejo borrachín, y estoy segura de que Dios castigará su alma tanto como el alcohol castigó su cuerpo. ^Se inclinó hacia delante-. Ahora le conozco a usted muy bien, y creo que tengo derecho a hacerle algunas preguntas, ¿no? A fin de cuentas, puede usted emplear Drogheda como su campo de juego particular, aparte de aprender ganadería, mejorar su equitación y escapar a las vicisitudes de la vida en Gilly. Todo por invitación mía, desde luego; p"ero me creo autorizada a preguntarle, ¿no?

A él no le gustaba que le recordasen que debía sentirse agradecido, pero sabía, desde hacía tiempo, que llegaría un día en que ella se creería con derecho a pedirle algo.

– Desde luego, señora Carson. Jamás podré agradecerle bastante que me abra las puertas de Drogheda, además de todos sus regalos…, mis caballos, mi coche.

– ¿Cuántos años tiene? -preguntó ella, sin más preámbulos.

– Veintiocho -respondió él.

– Más joven de lo que pensaba. Pero aun así, no suelen enviar sacerdotes como usted a sitios como Gilly. ¿Qué hizo usted, para que le enviasen a este último rincón del mundo?

– Insulté al obispo -declaró' él, sonriendo tranquilamente.

– ¡Sin duda tenía sus razones! Pero no comprendo que un sacerdote de su talento pueda sentirse dichoso en un lugar como Gillanbone.

– Es la voluntad de Dios.

– ¡Tonterías! Usted está aquí por culpa de las flaquezas humanas, las suyas propias y las del obispo. Sólo el Papa es infalible. Todos sabemos que está usted completamente fuera de su ambiente natural en Gilly, y no es que no nos alegremos de tener a alguien como usted, para variar, en vez de los parásitos que suelen enviarnos. Pero su elemento natural está en algún sector del poder eclesiástico, no aquí, entre caballos y ovejas. La púrpura cardenalicia le sentaría magníficamente.

– No es probable que la obtenga. Greo que Gillanbone no es exactamente el epicentro del mapa del arzobispo legado del Papa. Y podría ser peor. Aquí, la tengo a usted y a Drogheda.

Ella aceptó la deliberadamente ostensible adulación en el sentido en que él la había pronunciado, gozando en su apostura, de su cortesía, de su mentalidad afilada y sutil; ciertamente, sería un estupendo cardenal. No recordaba haber visto en toda su vida un hombre tan guapo y que emplease su apostura como lo hacía él. Por fuerza tenía que saber cuál era su aspecto: la estatura y las perfectas proporciones de su cuerpo, las finas y aristocráticas facciones, la manera en que habían sido combinados todos sus elementos físicos para lograr un resultado perfecto y acabado que Dios no solía prodigar en Sus criaturas. Desde el cabello negro y ondulado y el azul sorprendente de sus ojos, hasta la delicada pequenez de sus manos y sus pies, todo era perfecto en él. Sí; no podía ignorar cómo era realmente. Y, sin embargo, había algo en él que respiraba indiferencia, que daba la impresión de que jamás se había dejado esclavizar por su belleza, ni nunca se dejaría dominar por ella. La emplearía sin remilgos, si le ayudaba a obtener lo que quería, pero no como si estuviese enamorado de ella; más bien como si desdeñase a sus inferiores por dejarse influir por ello. Y ella habría dado cualquier cosa por saber qué cosas del pasado de su vida le habían hecho así.

Era curioso que muchos sacerdotes fuesen bellos como Adonis y tuviesen el magnetismo sexual de Don Juan. ¿Abrazaban el celibato como refugio contra las consecuencias?

– ¿Cómo puede soportar Gillanbone? -preguntó ella-. ¿Por qué no abandona el sacerdocio, en vez de seguir aguantando? Con su talento, podría hacerse rico y poderoso en muchos campos, y no me diga que no le atrae la idea del poder.

Él arqueó la ceja izquierda.

– Mi querida señora Carson, usted es católica. Sabe que mis votos son sagrados. Seré sacerdote hasta la muerte. No puedo renegar de mi estado.

Ella lanzó una carcajada burlona.

– ¡Oh, vamos! ¿Cree que, si renunciase a sus votos, le perseguirían con rayos y centellas, y le echarían los perros?

– Claro que no. Y también la creo a usted lo bastante inteligente para no pensar que es el miedo al castigo lo que me mantiene dentro del sacerdocio.

– ¡Oh, no sea petulante, padre De Bricassart! Entonces, ¿qué le mantiene atado? ¿Qué le obliga a soportar el polvo, el calor y las moscas de Gilly? Por lo que sé, la sentencia puede ser a perpetuidad.

Una sombra oscureció un momento los ojos azules del hombre, pero sonrió con aire compasivo.

– Me sirve usted de gran consuelo, ¿eh? -Abrió los labios, miró al techo y suspiró-. Yo fui destinado al sacerdocio desde la cuna, pero hay mucho más. ¿Cómo podría explicarlo a una mujer? Soy como un vaso, señora Carson, y a veces estoy lleno de Dios. Si fuese un sacerdote mejor, no pasaría por períodos de vacío. Pero aquella plenitud, aquella unión con Dios, no está en función del lugar. Se produce, tanto si se está en Gillanbone como en un palacio episcopal. Pero es algo difícil de definir, porque incluso para los sacerdotes constituye un gran misterio. Es decir, quizás. ¿Abandonarlo? No podría.

– Entonces, es una fuerza, ¿no? Pero, por qué les es concedida a los sacerdotes? ¿Qué les hace pensar que la simple unción con el crisma, durante una ceremonia insoportablemente larga, confiere al hombre aquella fuerza?

Él meneó la cabeza.

– Escuche: tienen que pasar muchos años antes de que uno esté preparado para la ordenación. Es el cuidadoso desarrollo de un estado mental lo que hace que el vaso se abra para Dios. ¡Es algo ganadol Que se gana todos los días. ¿No comprende cuál es el objeto de los votos? Que las cosas terrenas no se interpongan entre el sacerdote y su estado mental; ni el amor a una mujer, ni el amor al dinero, ni la resistencia a obedecer los dictados de otros hombres. La pobreza no es nueva para mí, porque no procedo de familia rica. Acepto la castidad, y no me resulta difícil mantenerla. Para mí, la obediencia es lo más difícil. Pero obedezco, porque, si me considero más importante que mi función como receptáculo de Dios, estoy perdido. Obedezco. Y, si no hay más remedio, estoy dispuesto a soportar Gillanbone como una sentencia a cadena perpetua.

– Entonces, es usted tonto -dijo ella-. También yo creo que hay cosas más importantes que los amantes, pero ser un receptáculo de Dios no es una de ellas. Es raro. No me había dado cuenta de que creía usted tan ardientemente en Dios. Pensaba que tal vez tenía dudas.

– Y las tengo. ¿Qué hombre que piense no las tiene? Por esto a veces estoy vacío. -Miró a lo lejos, a algo que ella no podía ver-. Creo que renunciaría a todas mis ambiciones, a todos mis deseos, por una posibilidad de ser un sacerdote perfecto.

– La perfección, en lo que sea -dijo ella-, es terriblemente aburrida. Yo prefiero un matiz de imperfección.

Él se rió, mirándola con una admiración teñida de envidia. Era una mujer notable.

Llevaba treinta y tres años de viuda, y su único hijo, un varón, había muerto en la infancia. Debido a su peculiar posición en la comunidad de Gillanbone había rechazado todas las insinuaciones de los más ambiciosos varones del círculo de sus amistades; como viuda de Michael Carson, era una reina indiscutible, pero, como esposa de cualquiera, habría tenido que pasar a este cualquiera la administración de todo lo que poseía. Y Mary Carson no estaba dispuesta a representar un segundo papel. Por consiguiente, había renunciado a la carne, prefiriendo el poder; en cuanto a tener un amante, habría sido inconcebible, a que Gillanbone era tan sensible a los chismes como un alambre a una corriente eléctrica. Mostrarse humana y débil, no era precisamente su obsesión.

Pero ahora era lo bastante vieja para estar oficialmente al margen de los impulsos del cuerpo. Si el nuevo y joven sacerdote se mostraba asiduo en sus deberes con respecto a ella, y si ella le recompensaba con pequeños regalos, tales como un coche, esto no era ninguna incongruencia. Firme pilar de la Iglesia durante toda su vida, Mary Carson había ayudado a la parroquia y a su jefe espiritual como era debido, incluso cuando el padre Kelly hipaba durante la misa. Y no era la única que se sentía piadosamente inclinada en favor del sucesor del padre Kelly; el padre Ralph de Bricassart era merecidamente popular entre todos los miembros de su rebaño, ricos o pobres. Si sus feligreses más alejados no podían ir a Gilly para verle, él iba a verlos a ellos, y, antes de que Mary Carson le regalara un coche, lo hacía a caballo. Su paciencia y su amabilidad le habían granjeado el aprecio de todos y el amor sincero de algunos; Martin King, de Bugela, había equipado pródigamente la parroquia, y Dominic O'Rourke, de Dibban-Dibban, pagaba el salario de una buena ama de llaves.

Así, desde el pedestal de su edad y de su posición, Mary Carson se sentía completamente segura en compañía del padre Ralph; le agradaba medir su ingenio contra un cerebro tan inteligente como el suyo propio, y le gustaba superarle, porque nunca estaba se gura de haberle superado.

– Volviendo a lo que decía sobre que Gilly no es el epicentro del mapa del arzobispo legado del Papa -dijo ella, arrellanándose en su sillón-, ¿qué cree usted que haría falta para que ese reverendo caballero convirtiese a Gilly en el eje de su mundo?

el cura sonrió con tristeza.

– Imposible saberlo. ¿Un acontecimiento extraordinario? La súbita salvación de un millar de almas, la súbita facultad de curar a los inválidos o a los ciegos… Pero el tiempo de los milagros ha pasado.

– ¡Oh, vamos! ¡Lo dudo! Más bien es que Él ha cambiado Su técnica. Actualmente, emplea el dinero.

– ¡Qué cínica es usted! Tal vez por eso la aprecio tanto, señora Carson.

– Mi nombre es Mary. Llámeme Mary, por favor.

Minnie entró con el carrito del té en el momento en que el padre De Bricassart decía:

– Gracias, Mary.

Después de comer unas tortitas recién tostadas con anchoas, Mary Carson suspiró.

– Mi querido padre, quiero que esta mañana rece por mí con un fervor especial.

– Llámeme Ralph -dijo él, y prosiguió, con picardía-: Dudo de que me sea posible rezar por usted con más fervor del que empleo normalmente, pero lo intentaré.

– ¡Oh, es usted encantador! ¿Oh ha sido su observación una indirecta? Por lo general, me gustan las cosas claras, pero, con usted, nunca estoy segura de si la claridad es-una capa que oculta algo más profundo. Como una zanahoria delante de un borrico.

¿Qué piensa usted exactamente de mí, padre De Bri-cassart? No puedo saberlo, porque nunca será lo bastante descortés para decírmelo, ¿verdad? Fascinante, fascinante… Pero debe usted rezar por mí. Soy vieja, y he pecado mucho.

– La edad es un mal que nos ataca a todos, y también yo he pecado.

Ella soltó una risita seca.

– ¡Daría cualquier cosa por saber cuáles fueron sus pecados! Sí, daría cualquier cosa. -Guardó un momento de silencio y cambió de tema-. En este momento, me falta un mayoral para el ganado.

– ¿Otra vez?

– Cinco en el pasado año. Se está haciendo muy difícil encontrar un hombre decente.

– Bueno, según dicen los rumores, no es usted precisamente un patrono muy generoso y considerado.

– ¡Habráse visto! -gritó ella, y se echó a reír-. ¿Quién le compró a usted un «Daimler» nuevo, para que no tuviese que cabalgar?

– Sí, ¡pero ya ve lo caro que lo estoy pagando!

– Si Michael hubiese tenido la mitad de su ingenio y de su carácter, podría haberle querido -declaró bruscamente. Su semblante cambió y se hizo desdeñoso-. Cree usted que no tengo parientes y que debo dejar mi dinero y mis tierras a la madre Iglesia, ¿no?

– No tengo la menor idea -replicó él, tranquilamente, sirviéndose más té.

– En realidad, tengo un hermano que es padre de familia numerosa.

– La felicito -dijo él, con gazmoñería.

– Cuando me casé, yo no tenía nada. Sabía que nunca haría una buena boda en Irlanda, donde las mujeres deben tener una buena educación y ser de noble estirpe para cazar un marido rico. Por consiguiente, me harté de trabajar para recoger el dinero del pasaje hacia un país donde los hombres ricos son menos remilgados. Todo lo que tenía, cuando llegué aquí, era un buen palmito y buena figura, y una inteligencia superior a la que suele atribuirse a las mujeres; lo preciso para cazar a Michael Carson, que era un tonto cargado de dinero. Me colmó de atenciones hasta el día en que murió.

– ¿Y su hermano? -preguntó él, al ver que ella se desviaba del tema.

– Mi hermano tiene once años menos que yo, lo cual quiere decir que tendrá ahora cincuenta y cuatro. No tenemos más hermanos vivos. Casi no le conozco, pues era muy pequeño cuando yo salí de Gal-way. En la actualidad, vive en Nueva Zelanda, aunque, si emigró para hacer fortuna, fracasó rotundamente.

«Pero la roche pasada, cuando un mozo me dio la noticia de que Arthur Teviot había hecho los bártulos y se había marchado, pensé de pronto en Padrais. Yo me estoy haciendo vieja, y no tengo familia que me acompañe. Y se me ocurrió pensar que Paddy tiene experiencia en la tierra, aunque carece de medios para poseerla. ¿Por qué no escribirle, pensé, y pedirle que venga aquí con sus hijos? Cuando yo muera, él heredará Drogheda y «Michar Limited», pues es mi único pariente próximo, ya que, aparte de él, sólo tengo unos primos en Irlanda a los que ni siquiera conozco.

Sonrió.

– Parece tonto esperar, ¿verdad? Igual puede venir ahora que más tarde, y acostumbrarse a criar corderos en estas tierras negras, que supongo muy distintas de las de Nueva Zelanda. Así, cuando yo me vaya, podrá ocupar mi lugar sin contratiempos.

Con la cabeza agachada, observó atentamente al padre Ralph.

– Me extraña que no lo pensara antes -dijo él.

– ¡Oh, ya lo había pensado! Pero, hasta hace poco, creí que no quería tener a mi alrededor una bandada de buitres esperando que exhalase mi último suspiro. Sin embargo, últimamente, veo mucho más cerca el día de mi partida, y pienso que…, bueno, no lo sé. Creo que me gustará encontrarme entre gente de mi propia sangre.

– ¿Acaso se siente enferma? -preguntó en seguida él, visiblemente alarmado.

La anciana se encogió de hombros.

– Estoy perfectamente. Sin embargo, hay algo ominoso en el hecho de cumplir sesenta y cinco años: De pronto, la vejez deja de ser un fenómeno que tiene que ocurrir; ya ha ocurrido.

– Sé lo que quiere decir, y tiene razón. Será muy agradable para usted oír voces jóvenes en la casa.

– ¡Oh, no vivirán aquí! -se apresuró a decir ella-. Pueden vivir en la casa del mayoral, junto al torrente, lejos de mí. No me gustan los niños ni sus voces.

– ¿No es una manera un poco descortés de tratar a su único hermano, Mary, aunque haya tanta diferencia de edad entre ustedes?

– Él heredará… ¡Que se lo gane! -replicó ella secamente.

Fiona Cleary dio a luz otro varón seis días después del noveno cumpleaños de Meggie, y se consideró afortunada de haber sufrido sólo dos abortos con anterioridad. Meggie, a sus nueve años, podía ser ya una verdadera ayuda para ella. Fee tenía cuarenta anos, demasiados para parir hijos sin padecer agotadores dolores. El niño, al que llamaron Harold, era una criatura muy delicada; por primera vez, en el recuerdo de todos, el médico tenía que pasar regularmente a visitarle.

Y, como suele ocurrir con los'disgustos, los de los Cleary se multiplicaron. La guerra no fue seguida de un auge, sino de una depresión en el campo. Ei trabajo escaseó cada día más.

Un día, el viejo Angus MacWhirter les trajo un telegrama cuando estaban acabando de tomar el té, Paddy lo abrió con dedos temblorosos; los telegramas nunca traían buenas noticias. Los chicos se agolparon a su alrededor, todos menos Frank, que cogió su taza de té y se alejó de la mesa. Fee le siguió con la mirada, pero se volvió al oír gruñir a Paddy.

– ¿Qué pasa? -le preguntó.

Paddy contemplaba el pedazo de papel como sí contuviese la noticia de una muerte.

– Archibald no nos quiere.

Bob descargó un furioso puñetazo sobre la mesa; había esperado con ilusión el día en que iría con su padre, como aprendiz de esquilador, y el corral de Archibald había de ser el primero para él.

– ¿Por qué nos hace una marranada así, papá? Teníamos que empezar allí mañana.

– No dice la razón, Bob. Supongo que un esquirol me habrá segado la hierba bajo los pies.

– ¡Oh, Paddy! -suspiró Fee.

El pequeño Hal empezó a llorar en la cuna colocada cerca del horno; pero, antes de que Fee tuviese tiempo de moverse, Meggie se había levantado ya; Frank había vuelto a entrar y, con la taza de té en la mano, observaba fijamente a su padre.

– Bueno, creo que iré a ver a Archibald -decidió Paddy, al fin-. Es demasiado tarde para buscar otro corral en vez del suyo, pero creo que me debe una explicación. Tendremos que confiar en encontrar trabajo de ordeño, hasta que Willoughby empiece el esquileo en julio.

Meggie cogió una toalla cuadrada y blanca de un montón colocado junto a la cocina, la calentó y la extendió cuidadosamente sobre la mesa de trabajo; después, sacó a la llorosa criatura de su cuna de mimbre. El cabello de los Cleary brilló débilmente sobre el pequeño cráneo, mientras Meggie le cambiaba rápidamente los pañales, con la misma eficacia con que lo habría hecho su madre.

– La madrecita Meggie -dijo Frank, para pin charla.

– ¡No lo soy! -respondió ella, indignada-. Sólo ayudo a mamá.

– Lo sé -dijo amablemente él-. Eres una buena chica, pequeña Meggie.

Y tiró de la cinta de tafetán con que se sujetaba los cabellos, hasta deshacerle el lazo.

Los grandes ojos grises de la niña le miraron con adoración; vista sobre la bamboleante cabeza del pe-queñín, habría podido tener los años de Frank o ser aún mayor que él. A Frank le dolía el corazón al pensar que esta carga había caído sobre los hombros de la pequeña cuando sólo habría tenido que cuidar de Agnes, ahora relegada y olvidada en su habitación. Si no hubiese sido por ella y por su madre, se habría marchado hacía tiempo. Miró hoscamente a su padre, causa de este nuevo caos en la casa. Si le habían quitado su trabajo, le estaba bien empleado.

Por alguna razón, los otros chicos e incluso Meggie le habían dado mucho menos que pensar que Hal; pero cuando, esta vez, empezó a hincharse la cintura de Fee, era ya lo bastante mayor para estar casado y ser padre. Todos, excepto la pequeña Meggie, se habían sentido inquietos, y, en especial, la madre. Las miradas furtivas de los muchachos la hacían encogerse como un conejo; no podía cruzar su mirada con la de Frank ni borrar la vergüenza de sus ojos. Ninguna mujer debería pasar una cosa así, se dijo Frank por milésima vez, recordando los horribles gritos y lamentos que salían de su habitación la noche en que nació Hal. A pesar de que ya era mayor de edad, le habían enviado a otra parte con sus hermanos. A papá le estaba bien empleado el haber perdido su trabajo. Un hombre decente habría dejado a mamá en paz.

La cabeza de su madre, bajo la luz eléctrica recién instalada, estaba nimbada de oro, y su perfil, mientras contemplaba a Paddy desde el otro extremo de la mesa, era indeciblemente hermoso. ¿Cómo había podido, una mujer tan adorable y refinada, casarse con un esquilador ambulante de los fangales de Galway? Se había echado a perder, junto con su porcelana de Spode y su mantelería de damasco y las alfombras persas del salón que nadie veía, porque ella no congeniaba con las mujeres de los semejantes de Paddy. Les hacía sentir demasiado la vulgaridad de sus voces fuertes, su desconcierto cuando se encontraban con más de un tenedor delante.

De vez en cuando, un domingo, entraba en el solitario salón, se sentaba frente a la espineta, junto a la ventana, y tocaba, aunque había perdido su habilidad por falta de práctica y sólo podía ya tocar las piezas más sencillas. Él se sentaba al pie de la ventana, entre las lilas y los lirios, y cerraba los ojos para escuchar. Entonces, él tenía una especie de visión, la visión de su madre vistiendo un largo traje de blonda de un rosa palidísimo, sentada frente a la espineta, en un gran salón ornado de marfil, con enormes candelabros a su alrededor. Entonces sentía ganas de llorar, pero no lo hacía; no había llorado desde aquella noche en el henil, después de que la Policía lo trajese a casa.

Meggie había vuelto a dejar a Hal en la cuna y estaba ahora en pie junto a su madre. Otro ser malgastado. El mismo perfil orgulloso y sensible; algo de Fiona en sus manos y en su cuerpo infantil. Cuando fuese mujer, se parecería mucho a su madre. ¿Y quién se casaría con ella? ¿Otro tosco esquilador irlandés, o un ilusionado patán de cualquier granja de Wahine? Ella valía mucho más, pero no había nacido para más. No había salida; todos lo decían, y cada año que pasaba parecía confirmarlo más y más.

Sintiendo de pronto la mirada de él, Fee y Meggie se volvieron al mismo tiempo, y le sonrieron con esa ternura peculiar que reservan las mujeres para el hombre más amado de sus vidas. Frank dejó la taza sobre la mesa y salió a dar de comer a los perros. Ojalá hubiese podido llorar… o matar. Cualquier cosa que borrase su dolor.

A los tres días de haber perdido Paddy su trabajo en los corrales de Archibald, llegó la carta de Mary Carson. Él la había abierto en la oficina de Correos, al recoger su correspondencia, y volvió a casa brincando como un chiquillo.

– ¡Nos vamos a Australia! -gritó, agitando las caras cuartillas de papel tela ante los asombrados rostros de su familia.

Se hizo un silencio, mientras todos los ojos se clavaban en él. Los de Fee estaban asustados, lo mismo que los de Meggie; en cambio, los de los varones brillaban gozosos, y los de Frank echaban chispas.

– Pero, Paddy, ¿cómo se ha acordado de pronto de nosotros, después de tantos años? -preguntó Fee, después de leer la carta-. Siempre ha tenido dinero, y no se encuentra aislada. No recuerdo que nunca nos ofreciese su ayuda.

– Parece que tiene miedo de morir sola -dijo Paddy, para tranquilizarse él mismo, tanto como a Fee-. Ya has visto lo que dice: «Ya no soy joven, y tú y tus hijos sois mis herederos. Creo que deberíamos yernos antes de que yo muera, y conviene que aprendas a gobernar tu herencia. Tengo el propósito de nombrarte mayoral, y aquellos de tus chicos que estén en edad de trabajar podrían hacerlo a tus órdenes. Drogheda se convertiría en una empresa familiar, regida por la familia sin ayuda de nadie de fuera.»

– ¿Dice algo sobre mandarnos dinero para el viaje a Australia? -preguntó Fee.

Paddy irguió la espalda.

– ¡Líbreme Dios de importunarla con esto! -saltó-. Podemos ir a Australia sin pedirle el dinero; tengo ahorrado lo suficiente para el viaje.

– Yo creo que debería pagarlo ella -replicó tercamente Fee, para asombro de todos, pues no solía expresar sus opiniones-. ¿Por qué habías de renunciar a tu vida aquí e ir a trabajar para ella, confiando sólo en una promesa hecha por carta? Jamás había levantado un dedo para ayudarnos, y no me fío de ella. Siempre te oí decir que es la mujer más avara que se puede imaginar. A fin de cuentas, Paddy, sabes muy poco de ella; te aventaja mucho en edad y, cuando se marchó a Australia, todavía no habías empezado a ir a la escuela.

– No sé qué tiene que ver esto ahora; cuanto más avara sea, más heredaremos. No, Fee; iremos a Australia, y nos pagaremos el viaje.

Fee no habló más. Era imposible adivinar, por su cara, si estaba ofendida por el poco caso que le había hecho su marido.

– ¡Hurra! ¡Iremos a Australia! -gritó Bob, agarrando a su padre de los hombros.

Jack, Hughie y Stu saltaban desaforadamente, y Frank sonreía, perdida la mirada en la lejanía. Sólo Fee y Meggie estaban preocupadas y temerosas, deseando que todo aquello quedase en nada, pues su vida no sería más fácil en Australia, donde se hallarían, además, en un ambiente extraño.

– ¿Dónde está Gillanbone? -preguntó Stuart.

Sacaron el viejo atlas; por muy pobres que fuesen los Cleary, tenían varios estantes de libros detrás de la mesa de la cocina. Los muchachos hojearon las páginas amarillentas hasta encontrar Nueva Gales del Sur. Acostumbrados a las pequeñas distancias de Nueva Zelanda, no se les ocurrió consultar la escala que había en un rincón de la izquierda del mapa. Presumieron, naturalmente, que Nueva Gales del Sur tenía la misma extensión que la isla del Norte de Nueva Zelanda. Y allí estaba Gillanbone, arriba, a la izquierda; aproximadamente a la misma distancia de Sydney que la que había desde Auckland a Wanganui, aunque los puntos indicadores de poblaciones eran muchos menos que en el mapa de la isla del Norte.

– Es un atlas muy viejo -dijo Paddy-. Australia es como América, que crece a saltos y muy de prisa. Estoy seguro de que, actualmente, hay allí muchos más pueblos.

Tendrían que viajar en los compartimientos peores del barco; pero, a fin de cuentas, sólo eran tres días. No las semanas y semanas que se empleaban para ir de Inglaterra a los antípodas. Sólo podrían llevarse la ropa, la vajilla y los cubiertos, los utensilios de cocina y los preciosos libros. En cuanto a los muebles, habría que venderlos para pagar el transporte de las pocas piezas que tenía Fee en el salón: su espineta, las alfombras y las sillas.

– No quiero en modo alguno que las dejes -le dijo Paddy, con firmeza.

– ¿Estás seguro de que podremos pagarlo?

– Seguro. En cuanto a los otros muebles, dice Mary que está preparando la casa del mayoral y que tendremos allí cuanto necesitemos. Me alegro de no tener que vivir en la misma casa que Mary.

– También yo -replicó Fee.

Paddy fue a Wanganui a reservar un camarote de ocho literas en el sollado del Wahine; era curioso que el barco llevase el nombre de la población más próxima a ellos. Zarparían a finales de agosto; por consiguiente, al comenzar dicho mes, todos empezaron a darse cuenta de la gran aventura que iban a emprender. Había que regalar los perros, vender los caballos y el calesín, cargar los muebles en la carreta del viejo Angus MacWhirter y llevarlos a Wanganui para ser subastados, embalar las pocas piezas de Fee, junto con la vajilla, la ropa, los libros y los utensilios de cocina.

Frank encontró a su madre de pie junto a la hermosa y antigua espineta, acariciando su madera de un rosa pálido y mirando vagamente las empolvadas puntas de sus dedos.

– ¿La has tenido siempre, mamá? -preguntó.

– Sí. Cuando me casé, no pudieron quitarme lo que era mío. La espineta, las alfombras persas, el sofá y las sillas Luis XV, el escritorio Regencia. No muchas cosas, pero que me pertenecían en derecho.

Los grises y anhelantes ojos miraron, por encima del hombro de él, el cuadro al óleo de la pared, un poco oscurecido por el tiempo, pero mostrando todavía claramente una mujer de cabellos de oro, vistiendo un traje de blonda rosa pálido adornado con ciento siete volantes.

– ¿Quién era? -preguntó Frank, con curiosidad, volviendo la cabeza-. Siempre he querido saberlo.

– Una gran dama.

– Bueno, debes tener algún parentesco con ella; te pareces un poco a ella.

– ¿Ella? ¿Pariente mía? -Sus ojos dejaron de contemplar el cuadro y miraron irónicamente la cara de su hijo-. Vamos, ¿tengo yo aspecto de haber tenido alguna vez una pariente como ella?

– Sí.

– Tienes teralañas en los sesos; quítatelas.

– Quisiera que me lo dijeses, mamá.

Ella suspiró y cerró la espineta, sacudiéndose el polvillo dorado de los dedos.

– No hay nada que contar; nada en absoluto. Vamos, ayúdame a poner esas cosas en el centro de la habitación, para que papá pueda embalarlas.

El viaje fue una pesadilla. Antes de que el Wahine saliera del puerto de Wellington, todos estaban ya mareados, y siguieron estándolo a lo largo de los casi dos mil doscientos kilómetros de mar agitado por el viento. Paddy llevó los chicos a cubierta y los retuvo allí, a pesar del fuerte viento y de las constantes rociadas de espuma, bajando sólo a ver a las mujeres y al pequeño cuando alguna alma caritativa se ofrecía a vigilar a los cuatro desdichados y mareados chicos. Por mucho que deseara el aire fresco, Frank había decidido permanecer abajo, cuidando a las mujeres. El camarote era muy pequeño, sofocante y olía a petróleo, pues estaba debajo de la línea de flotación y cerca de la proa, donde el movimiento del barco era más violento.

A las pocas horas de salir de Wellington, Frank y Meggie pensaron que su madre iba a morir; el médico, al que un preocupado camarero fue a buscar a primera clase, meneó la cabeza, con aire pesimista.

– Menos mal que el viaje es corto -dijo, y ordenó a su enfermera que fuese en busca de leche para el pequeño.

A pesar del mareo, Frank y Meggie consiguieron dar el biberón a Hal, que lo aceptó de mala gana. Fee no trataba ya de vomitar y había caído en una especie de coma, del que no había manera de sacarla. El camarero ayudó a Frank a subirla a la litera superior, donde el aire estaba un poco menos viciado, y, aplicando una toalla a su boca, para enjugar la bilis acuosa que seguía brotando de ella, Frank se quedó encaramado en el borde de la litera, apartando de la frente de su madre los rubios mechones desvaídos. Hora tras hora continuó en su puesto, a pesar del mareo que sentía; cada vez que entraba Paddy, lo encontraba con su madre, acariciándole los cabellos, mientras Meggie permanecía acurrucada en una litera inferior con Hal, tapándose la boca con una toalla.

A tres horas de Sydney, el mar se calmó y el viejo barco se vio envuelto en una niebla llegada furtivamente del Antartico. Meggie revivió un poco y se imaginó que la nave lanzaba intermitentes gritos de dolor, ahora que había terminado el horrible vendaval. Avanzaron despacio entre aquella pegajosa masa gris, como animales perseguidos, hasta que volvió a sonar un profundo y monótono bramido, procedente de no se sabía dónde, sobre la superestructura del barco; un sonido desolado, indeciblemente triste. Después, todo el aire se llenó a su alrededor de lúgubres aullidos, mientras se deslizaban sobre el agua fantásticamente vaporosa y entraban en el puerto. Meggie no olvidaría nunca el sonido de aquellas sirenas que la habían recibido a su llegada a Australia.

Paddy sacó en brazos a Fee del Wahine, seguido de Frank con el pequeño, de Meggie con una cesta, y de los pequeños, que se tambaleaban bajo el peso de algún otro paquete. Habían llegado a Pyrmont, un nombre que nada les decía, en una brumosa mañana de invierno de finales de agosto de 1921. Una larguísima hilera de taxis esperaba al otro lado de la verja de hierro del muelle, y Meggie se quedó boquiabierta y abrió unos ojos como platos, pues nunca había visto tantos coches juntos. De alguna manera, Paddy consiguió meterles a todos en un solo taxi, cuyo conductor se ofreció a llevarles al «People's Palace».

– Es el lugar que le conviene, amigo -dijo a Paddy-. Es un hotel para trabajadores, administrado por las Sallies.

Las calles estaban atestadas de automóviles que parecían correr en todas direcciones; había muy pocos caballos. Todos ellos contemplaban extasiados, a través de las ventanillas del taxi, los altos edificios de ladrillo, las estrechas calles serpenteantes, la rapidez con que las multitudes parecían surgir y disolverse, en un extraño ritual urbano. Wellington les había asombrado, pero Sydney hacía que Wellington pareciese una pequeña población rural.

Mientras Fee descansaba en una de las innumerables habitaciones de aquel hormiguero llamado cariñosamente «People's Palace» por el Ejército de Salvación, Paddy fue a la estación central del ferrocarril, para enterarse de cuándo salla un tren para Gillan-bone. Completamente recuperados, los chicos quisieron ir con él, pues les habían dicho que la estación no quedaba muy lejos y que el trayecto estaba lleno de tiendas, en una de las cuales vendían unos caramelos especiales. Papá accedió, envidiando su juventud y no muy seguro de sus propias piernas después de tres días de mareo. Frank y Meggie se quedaron con Fee y el pequeño, deseando ir también, pero más preocupados por la salud de su madre. Desde luego, ésta pareció recuperar fuerzas rápidamente una vez fuera del barco, y había tomado una taza de sopa y mordisqueado una tostada que le había traído uno de los ángeles del lugar.

– Si no salimos esta noche, Fee -dijo Paddy, al regresar-, no tendremos un tren hasta dentro de una semana. ¿Crees que podrás soportar el viaje esta noche?

Fee se incorporó, temblando.

– Lo aguantaré.

– Creo que deberíamos esperar -dijo Frank bruscamente-. Me parece que mamá no está en condiciones de viajar.

– Lo que no pareces entender, Frank, es que, si perdemos el tren de esta noche, tendremos que esperar toda una semana, y no tengo dinero para pagar una estancia tan larga en Sydney. Éste es un país muy grande, y el lugar adonde nos dirigimos no tiene tren diario. Podríamos tomar mañana uno de los tres trenes para Dubbo, pero allí tendríamos que esperar un enlace local, y me han dicho que sería mucho más pesado viajar de esta manera que tomando el expreso de esta noche.

– Podré soportarlo, Paddy -repitió Fee-. Frank y Meggie me ayudarán, y todo irá bien.

Y miró a Frank, pidiéndole que no dijese nada.

– Entonces, voy a telegrafiar a Mary, diciéndole que llegaremos mañana por la noche.

La estación central era el edificio más grande donde habían estado los Cleary en su vida: un enorme cilindro de cristal que parecía reflejar y absorber al mismo tiempo la algarabía de miles de personas que esperaban junto a gastadas maletas con correas y observaban atentamente una gigantesca pizarra indicadora, en la que unos hombres provistos de largas pértigas, cambiaban a mano los anuncios de los trenes. En la creciente oscuridad de la tarde, se encontraron mezclados en aquella multitud, mirando las enrejadas puertas del andén número cinco; aunque estaban cerradas, había en ellas un gran rótulo escrito a mano que decía Gillanbone Mail. En los andenes número uno y dos, una tremenda actividad anunciaba la inminente salida de los expreáos nocturnos de Brisbane y de Melbourne, y los pasajeros se apretujaban ante las barreras. Pronto les llegó también el turno a ellos, al abrirse las puertas del andén número cinco y empezar la gente a moverse ansiosamente.

Paddy encontró un departamento vacío de segunda clase; colocó a los chicos mayores junto a las ventanillas, y a Fee, Meggie y el pequeño, junto a la puerta corredera que daba al largo pasillo que unía los compartimientos. Las caras que se asomaban, en busca de un asiento desocupado, se echaban atrás horrorizadas al ver tantos chiquillos. A veces, el ser familia numerosa tiene sus ventajas.

La noche era lo bastante fría para justificar la utilización de las mantas de viaje sujetas a las maletas; aunque el vagón no tenía calefacción, había braseros en el suelo que proporcionaban calor. Además, nadie esperaba encontrar allí calefacción, porque ésta no se utilizaba nunca en Australia o en Nueva Zelanda.

– ¿Está muy lejos, papá? -preguntó Meggie cuando el tren se puso en marcha, rechinando y meciéndose suavemente entre una infinidad de puntos luminosos.

– Mucho más de lo que parecía en nuestro atlas, Meggie. Unos mil kilómetros. Llegaremos mañana por la tarde.

Los chicos lanzaron una exclamación de susto, pero lo desterraron en seguida, al ver surgir un paisaje luminoso de cuento de hadas en el exterior; todos se arracimaron en las ventanillas y observaron durante unos kilómetros, sin que disminuyese el número de casas circundantes. La velocidad aumentó, las luces se hicieron más escasas y se apagaron al fin, siendo sustituidas por ráfagas de chispas arrastradas por el viento. Cuando Paddy se llevó los chicos al pasillo, para que Fee pudiese amamantar a Hal, Meggie les miró con envidia. Parecía que ya no podía ir con los muchachos; así era desde el día en que el pequeño había venido a trastornar su vida, atándola a la casa lo mismo que a su madre. En realidad, no le importaba, se dijo a fuer de sincera. El niño era un encanto, la alegría de su vida, y era estupendo que mamá la tratase como a una chica mayor. No tenía idea de lo que hacía mamá para tener tantos hijos, pero el resultado era delicioso. Entregó Hal a Fee; el tren se detuvo poco después y pareció estarse horas allí, jadeando para recobrar aliento. La niña sentía unas ganas enormes de abrir la ventanilla para mirar, pero el compartimiento se estaba enfriando mucho, a pesar de los braseros del suelo.

Paddy entró desde el pasillo, trayendo una humeante taza de té para Fee, quien dejó al pequeño Hal sobre el asiento, satisfecho y adormilado.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Fee.

– En un lugar llamado Valley Heights. Van a poner otra máquina para subir a Lithgow. Al menos, así me lo ha dicho la chica de la cantina.

– ¿Cuánto tiempo tengo para beberme esto?

– Quince minutos. Frank ha ido a buscaros unos bocadillos, y yo me encargaré de que coman los chicos. La próxima cantina está en un lugar llamado Blayney, adonde tardaremos mucho en llegar.

Meggie compartió la taza de té caliente y azucarada de su madre, súbitamente muy excitada, y se comió un bocadillo cuando se lo trajo Frank. Éste la instaló en el largo asiento, junto al pequeño Hal; la envolvió bien con una manta, e hizo lo propio con Fee, tumbada a lo largo en el asiento de enfrente. Stuart y Hughie fueron acostados en el suelo, entre los dos asientos, y Paddy dijo a Fee que se llevaba a Bob, Frank y Jack, a otro compartimiento, donde hablaría con otros esquiladores, y que pasarían la noche allí. El tren era mucho más agradable que el barco, traqueteando a los rítmicos bufidos de las dos locomotoras, mientras silbaba el viento en los hilos del telégrafo y chirriaban ocasionalmente las ruedas de acero al resbalar sobre los raíles, tratando frenéticamente de agarrarse a ellos cuesta arriba. Y Meggie se durmió.

Por la mañana, contemplaron, asombrados y hambrientos, un paisaje tan extraño que no habrían podido soñar con nada parecido en el mismo planeta al que-pertenecía Nueva Zelanda. También había onduladas colinas, pero éstas eran lo único que guardaba cierto parecido con su país. Todo era pardo y gris, ¡incluso los árboles! El sol había dado ya un tono de plata amarillenta a los trigales de invierno, que se extendían millas y más millas, doblándose y ondeando bajo el viento, salpicados de arbolitos altos, delgados y de hojas azuladas, y de polvorientos matorrales de arbustos tristes y grises. Los ojos estoicos de Fee observaban el escenario sin cambiar de expresión, pero la pobre Meggie tenía los suyos llenos de lágrimas. Era algo horrible, vasto y sin vallas, sin una pizca de verdor.

La fría noche se trocó en día abrasador, al subir el sol hacia su cénit, y el tren siguió avanzando ruidosamente, deteniéndose de vez en cuando en un pueblo lleno de bicicletas y de vehículos de tracción animal, pues, por lo visto, los automóviles eran aquí muy escasos. Paddy abrió las dos ventanillas, a pesar del hollín que entraba por ellas y se posaba en todas partes. Hacía tanto calor, que todos jadeaban, y su gruesa ropa neocelandesa de invierno se pegaba al cuerpo y escocía. Parecía imposible que, salvo en los antros infernales, pudiese hacer tanto calor en invierno.

Llegaron a Gillanbone cuando se ponía el sol. Una extraña y pequeña colección de destartalados edificios de madera y de plancha ondulada de hierro, que se levantaba a ambos lados de una calle ancha y polvorienta, sin árboles y triste. El sol abrasador había derramado una fina capa de barniz dorado sobre todas las cosas, y dado a la ciudad un fugaz esplendor que se desvaneció en cuanto ellos se colocaron en el andén y la miraron. Volvía a ser la típica colonia en la frontera del país de Irás y No Volverás, la última avanzada en el cinturón de humedad decreciente; no lejos de allí, hacia el Oeste, empezaban los casi cuatro mil kilómetros de tierras desiertas, donde no llovía nunca.,

Un lujoso coche negro esperaba en el patio de la estación, y un sacerdote avanzó tranquilamente a su encuentro, sobre una capa de polvo de varios centímetros de espesor. Su larga sotana le daba el aspecto de un personaje del pasado, como si no caminase sobre los pies como los hombres corrientes, sino deslizándose como en un sueño; el polvo se elevaba y giraba a su alrededor, teñido de rojo por el sol poniente.

– Hola. Soy el padre De Bricassart -se presentó, tendiendo la mano a Paddy-. Usted debe de ser el hermano de Mary, pues es su vivo retrato. -Se volvió a Fee y le besó la mano, sonriendo con verdadero asombro. Nadie podía distinguir a una dama con la rapidez del padre Ralph-. ¡Caramba, es usted guapísima! -dijo, como si fuese éste el comentario más natural en labios de un sacerdote, y después miró a los chicos, que estaban situados muy juntos.

Por fin, sus ojos se posaron un momento en Frank, con asombrosa curiosidad, y Frank, que cargaba con el pequeño, fue presentando a sus hermanos por orden decreciente de estatura. Detrás de éstos, Meggie miraba boquiabierta al cura, como si estuviese contemplando al mismo Dios. Sin parecer advertir que su delicada ropa se arrastraba sobre el polvo, pasó por delante de los chicos, se plantó frente a Meggie y la asió de los hombros, con manos firmes y amables.

– Bueno, ¿quién eres tú? -preguntó, sonriendo.

– Meggie -respondió ella.

– Se llama Meghann -gruñó Frank, a quien disgustaba aquel hombre apuesto y de imponente estatura.

– Mi nombre predilecto. Meghann. -Se irguió, pero asiendo a Meggie de la mano-. Será mejor que se queden en la rectoría esta noche -dijo, conduciendo a Meggie hacia el coche-. Les llevaré a Drog-heda por la mañana; está demasiado lejos, después de un viaje en tren desde Sydney.

Aparte del «Hotel Imperial», la iglesia, la escuela, el convento y la casa rectoral católicos, eran los únicos edificios de ladrillo de Gillanbone; incluso la gran escuela pública tenía que contentarse con una estructura de madera. Ahora que había caído la noche, el aire se había vuelto increíblemente frío; pero, en la sala de la rectoría, ardía una gran hogera de leña y un tentador olor a comida llegaba de alguna parte. El ama de llaves, una seca y vieja escocesa de sorprendente energía, fue de un lado a otro, mostrándoles sus habitaciones, charlando sin cesar con fuerte acento de las Highlands.

Acostumbrados a la reserva de mírame y no me toques de los curas de Wahine, la campechanía alegre y natural del padre Ralph chocó no poco a los Cleary Sólo Paddy correspondió a ella de buen grado, pues recordaba todavía el buen talante de los sacerdotes de su Galway nativa, y el afecto con que trataban a sus feligreses. Los demás comieron en silencio y echaron a correr escaleras arriba en cuanto pudieron, seguidos de mala gana por Paddy. Para él, su religión era calor y consuelo; en cambio, para el resto de su familia, era algo fundado en el temor, una norma imperativa, so pena de condenación.

Cuando se hubieron marchado, el padre Ralph se arrellanó en su sillón predilecto, de cara al fuego, fumando un cigarrillo y sonriendo. Pasó revista men talmente a los Cleary, tal como les había visto en el patio de la estación. El hombre, muy parecido a Mary» pero doblado bajo el peso de un trabajo duro y, sin duda alguna, carente de la malicia de su hermana; su cansada y bella esposa, que más bien parecía que hubiese debido apearse de un lando tirado por caballos blancos; el moreno y hosco Frank, de ojos negros, muy negros; los hijos, en su mayoría como el padre, aunque el más pequeño, Stuart, se pareciese mucho a la madre y sería un guapo mozo cuando fuera mayor; el pequeño, del que nada podía decirse aún; y Meggie. La niña más dulce y más adorable que jamás hubiese visto; sus cabellos, de un color indescriptible, ni rojos ni dorados, sino una mezcla perfecta de ambos tonos. Y sus ojos purísimos, de un gris plateado, como joyas fundidas. Se encogió de hombros, arrojó la colilla al fuego y se levantó. Por lo visto, se volvía imaginativo con los años. ¡Joyas fundidas! Sin duda el sol y la arena le hacían ver visiones.

Por la mañana, llevó a sus invitados a Drogheda, y, como se había acostumbrado ya al paisaje, le hacían mucha gracia los comentarios de ellos. La última colina estaba a trescientos kilómetros al Este; era la tierra de las llanuras negras, explicó él. Vastos pastizales, con muy pocos árboles, lisos como un tablero. Hacía tanto calor como el día anterior, pero el «Daimler» era mucho más cómodo que el tren para viajar en él. Y habían salido temprano, en ayunas, con los ornamentos del padre Ralph y el Santísimo Sacramento cuidadosamente guardado en una caja negra.

– ¡Los corderos están sucios! -se lamentó Meg-gie, contemplando los centenares de bultos rojizos que mordisqueaban la hierba.

– ¡Ah! Ya veo que hubiese debido elegir Nueva Zelanda -dijo el sacerdote-. Debe de ser como Irlanda, llena de lindos y blancos corderos.

– Sí; es como Irlanda en muchos aspectos -respondió Paddy, que simpatizaba mucho con el padre Ralph-. Tiene la misma hierba verde, tan hermosa. Pero es más salvaje, mucho menos amansada.

En aquel momento, un grupo de emús se plantó delante de ellos, y empezaron a correr, ligeros como el viento, agitando sus largas patas y con los cuellos estirados. Los niños gritaron y se echaron a reír, encantados de ver cómo unos pájaros gigantes corrían en vez de volar.

– Es una gran cosa no tener que apearme para abrir esas malditas puertas -dijo el padre Ralph, cuando se cerró la última detrás de ellos, y Bob, que le había prestado este servicio, volvió corriendo al coche.

Después de las impresiones que les había causado Australia con asombrosa rapidez, la mansión de Drogheda volvía a tener un matiz más parecido al de su tierra, con su graciosa fachada georgiana y sus wista-rias floridas y sus miles de rosales.

– ¿ Vamos a vivir aquí? -exclamó Meggie.

– No exactamente -se apresuró a aclarar el sacerdote-. Vuestra casa está a un kilómetro aproximadamente de aquí junto al torrente.

Mary Carson les esperaba en el gran salón y no se levantó a saludar a su hermano, sino que le obligó a acercarse al sillón donde estaba sentada.

– Bueno, Paddy -dijo en un tono bastante amable, mirando detrás de él, donde estaba el padre Ralph con Meggie en brazos.

La niña se le había abrazado al cuello. Mary Carson se levantó majestuosamente, sin saludar a Fee ni a los chicos.

– Oiremos misa inmediatamente -decidió-. Estoy segura de que el padre De Bricassart tiene prisa por continuar su camino.

– En absoluto, mi querida Mary -dijo él, riendo y orillándole los ojos azules-. Diré la misa; después tomaremos un buen desayuno, y luego le he prometido a Meggie que le enseñaré dónde va a vivir.

– Meggie -dijo Mary Carson.

– Sí; ésta es Meggie. Lo cual significa empezar las presentaciones por la cola, ¿no? Déjeme empezar por la cabeza, Mary. Ésta es Fiona.

Mary Carson le dedicó una breve inclinación de cabeza y prestó poca atención a los muchachos; estaba demasiado ocupada en observar al sacerdote y a Meggie.

4

La casa del mayoral estaba construida sobre pilotes, a unos nueve metros por encima de una angosta quebrada flanqueada de altos y delgados eucaliptos y de muchos sauces llorones. Comparada con el esplendor de Drogheda, resultaba más bien pobre y utilitaria, pero sus dependencias no eran muy distintas de las de la casa que había dejado en Nueva Zelanda. Sólidos muebles Victorianos, cubiertos de un fino polvillo rojo, llenaban las habitaciones.

– Tienen ustedes suerte, porque disponen de cuarto de baño -dijo el padre Ralph, subiendo delante de ellos la escalera de tablas que daba a la galería delantera; era toda una escalada, pues los pilotes que sustentaban la casa tenían cinco metros de altura-. Esto es por si el torrente experimenta una crecida -explicó el padre Ralph-. Están justo encima de él, y he oído decir que puede subir más de quince metros en una noche.

Desde luego, tenían cuarto de baño: una vieja bañera de metal y un calentador de agua a base de leña, en un cuartito instalado en la galería posterior. En cambio, según descubrieron con disgusto las mujeres el retrete no era más que un agujero en el suelo, a unos doscientos metros de la casa, y apestaba. Algo muy primitivo, en comparación con lo de Nueva Zelanda.

– Los que vivían aquí no debían ser muy aseados -dijo Fee, pasando un dedo sobre el polvo del apa rador.

El padre Ralph se echó a reír.

– No tardará usted en saber que tratar de librarse de esto es una batalla perdida de antemano -dijo-. Aquí estamos en el fin del mundo, y hay tres cosas de las que no podrá librarse nunca: el calor, el polvo y las moscas. Haga lo que haga, siempre estarán con usted.

Fee miró al sacerdote.

– Es usted muy amable con nosotros, padre.

– ¿Por qué no había de serlo? Son ustedes los únicos parientes de mi buena amiga Mary Carson.

Ella se encogió de hombros, con indiferencia.

– No suelo llevarme muy bien con los curas. En Nueva Zelanda, sólo miran por ellos mismos.

– No es usted católica, ¿verdad?

– No. Paddy sí que lo es. Naturalmente, los chicos han sido todos ellos educados en la religión católica, si es esto lo que le preocupa.

– No había pensado en ello. ¿Le desagrada?

– En realidad, no me importa.

– ¿No se convirtió usted?

– No soy hipócrita, padre De Bricassart. Había perdido la fe en mi propia Iglesia, y no deseaba profesar otra creencia igualmente sin significado para mí.

– Comprendo. -Miró a Meggie, que estaba asomada a la galería de delante, observando el camino que conducía a la mansión de Drogheda-. Su hija es muy bonita. Tengo debilidad por los cabellos anaranjados, ¿sabe? De haberlos visto, Tiziano habría corrido en busca de sus pinceles. Nunca había visto un color exactamente igual que el suyo. ¿Es su única hija?

– Sí. Los varones abundan tanto en la familia de Paddy como en la mía; las niñas son raras.

– ¡Pobrecilla! -dijo vagamente él.

Cuando llegaron los bultos de Sidney y la casa empezó a tomar un aspecto más familiar, con los libros, la porcelana, los objetos decorativos y los muebles de Fee llenando el salón, las cosas empezaron a marchar mejor. Paddy y los chicos mayores estaban casi siempre fuera, con los dos mozos encargados por Mary Carson de enseñarle la diferencia entre la ganadería del noroeste de Nueva Gales del Sur y la de Nueva Zelanda. Fee, Meggie y Stu descubrieron la diferencia entre gobernar una casa en Nueva Zelanda y vivir en la residencia del mayoral de Drogheda; existía un tácito acuerdo según el cual no debían molestar nunca a Mary Carson, pero el ama de llaves y las doncellas estaban tan dispuestas a auxiliar a las mujeres como lo estaban los mezos a ayudar a los hombres.

Pronto se enteraron de que Drogheda era un mundo cerrado, tan aislado de la civilización exterior que, al cabo de un tiempo, incluso Guillanbone no fue más que un nombre que evocaba antiguos recuerdos. Dentro de los límites de la gran hacienda, había establos, una herrería, garajes, innumerables barracones donde se guardaba desde comida hasta maquinaria, perreras, un laberinto de corrales, un gigantesco departamento para esquilar los corderos, con nada menos que veintiséis compartimientos y, detrás de él, otra complicada serie de corrales. Había gallineros, pocilgas, corrales de vacas y una granja, habitaciones para veintiséis esquiladores, pequeñas cabanas para los peones dos casas como la suya, pero más pequeñas, para los capataces, un matadero y una leñera.

Todo se hallaba aproximadamente en el centro de un círculo de terreno desprovisto de árboles y de un diámetro de cinco kilómetros: era el Home Pad-dock. Sólo en el punto donde estaba la casa del mayoral se acercaban los edificios al bosque exterior. Sin embargo, había muchos árboles alrededor de los pabellones y de los corrales, para hacerlos más agradables y darles la sombra necesaria; en su mayor parte, pimenteros, grandes, frondosos, densos y soñolientos. Más allá, los caballos y las vacas lecheras pastaban perezosamente entre las altas hierbas del Home Paddock.

Por la profunda quebrada de detrás de la casa del mayoral, discurría una corriente superficial de agua fangosa, y nadie dio crédito a la historia del padre Ralph de que podía crecer quince metros en una noche; parecía imposible. El agua del torrente era bombeada a mano para el servicio de la cocina y del cuarto de baño, y las mujeres tardaron bastante en acostumbrarse a lavarse, y a lavar los platos y la ropa con aquel agua de color pardo verdoso. Seis grandes depósitos de hierro ondulado, colocados sobre torres de madera, recogían el agua de lluvia del tejado, la cual se podía beber, pero escatimándola al máximo y no empleándola para lavar, pues nadie sabía cuándo llegarían las próximas lluvias para llenar de nuevo los depósitos.

Las ovejas y las vacas bebían agua de pozos arte sianos, no extraída de un fácil caudal superficial, sino a casi mil metros de profundidad. Brotaba de una tu bería a punto de ebullición y se vertía en una alberca, desde la que se distribuía en diminutos canales flanqueados de verdes hierbas venenosas, a todas las dehesas de la propiedad. El agua sulfurosa y rica en minerales que discurría por estos canalillos no era apta para el consumo humano.

AI principio, las distancias les asustaron; Drogheda tenía una extensión de doscientos cincuenta mil acres. Su linde más larga tenía ciento veinticinco kilómetros. La casa solariega estaba a sesenta kilómetros y a veintisiete puertas de Gillanbone, y no había ninguna otra población a menos de ciento sesenta kilómetros. El límite oriental, que era el más corto, estaba formado por el río Barwon, que era como llamaban los lugareños al curso septentrional del río Darling, fangosa corriente de mil seiscientos kilómetros que iba a desembocar en el río Murray, el cual vertía sus aguas en el océano meridional, a dos mil quinientos kilómetros de allí, en el sur de Australia. El torrente Gillan, que discurría por la quebrada junto a la casa del mayoral, desembocaba en el Barwon tres kilómetros más allá del Home Paddock.

A Paddy y a los chicos les gustaba esto. A veces, se pasaban días enteros a caballo, a muchos kilómetros de la casa, acampando por la noche bajo el claro cielo, tan inmenso y lleno de estrellas que parecía formar parte del mismo Dios.

La tierra parda y gris era un hervidero de vida. Manadas de miles de canguros sallar de entre los árboles y saltaban las vallas, delicioso espectáculo de gracia, libertad y número; los emús construían sus nidos en medio de la llanura herbosa y andaban majestuosamente por sus límites territoriales, asustándose ante cualquier presencia extraña y corriendo a más velocidad que los caballos, dejando en el nido unos huevos de color verde oscuro y del tamaño de balones de fútbol; las termitas construían torres orinientas que parecían pequeños rascacielos, y enormes hormigas, de mordedura cruel, se hundían como ríos en agujeros abiertos en el suelo.

El reino de las aves era tan rico y variado que siempre se descubrían nuevas especies, y no vivían solas o en parejas, sino en bandadas de miles y miles: diminutos periquitos a los que la gente del lugar llamaban budgerigars; loros pequeños, de color escarlata y azul, llamados rosellas; grandes loros de un gris pálido y con brillantes manchas purpúreas en el pecho, la cabeza y debajo de las alas, llamados ga-lahs; y los grandes pájaros blanquísimos con descaradas crestas amarillas, llamados cacatúas de cresta de azufre. Pinzones diminutos aleteaban y giraban en el aire, lo mismo que los gorriones y los estorninos; y los vigorosos y pardos guardarríos, llamados kooka-burras, reían y cloqueaban alegremente, o se sumergían en el agua para pescar culebras, que son su alimento predilecto. Todos aquellos pájaros tenían algo de humano, no conocían el miedo y permanecían posados a centenares en los árboles, mirando a su alrededor con ojos brillantes e inteligentes, chillando, parloteando, riendo, imitando todos, los ruidos.

Audaces lagartos de más de un metro de longitud corrían por el suelo y se encaramaban ágilmente a las ramas altas de los árboles, sintiéndose tan a guste en el suelo como en las alturas: eran las iguanas. Y había otras muchas clases de lagartos, más pequeños, pero no menos imponentes, adornados con córneas protuberancias alrededor del cuello, o de lengua hinchada y de un azul brillante. La variedad de las serpientes era casi infinita, y los Cleary aprendieron pronto que las más grandes y de aspecto más amenazador eran, a menudo, las más inofensivas, mientras que una pequeña criatura de un palmo y medio de longitud podía ser un enemigo mortal; serpientes cobra, serpientes arbóreas, serpientes negras de vientre rojo, serpientes pardas, las serpientes-tigre, de mordedura mortal.

¡Y los insectos: Saltamontes, langostas, grillos, abejas, moscas de todas clases y tamaños, cigarras, mosquitos, libélulas, alevillas, ¡y cuántas mariposas! Las arañas eran horribles, grandes y peludas, de largas patas, o bien engañosamente pequeñas y mortales, agazapadas en el lavabo; algunas vivían en grandes telarañas tendidas entre los árboles; otras se mecían en tupidas hamacas de hilos finísimos, prendidas en briznas de hierba, y otras se sumergían en pequeños agujeros del suelo, provistos de tapas que la araña cerraba cuando había entrado.

También había predadores: jabalíes que nada temían, fieros, carnívoros, negros y peludos, del tamaño de terneros; dingos, perros indígenas salvajes, que casi se arrastraban por el suelo y se confundían con la hierba; centenares de cuervos que croaban tristemente, posados en los blancos esqueletos de los árboles muertos; halcones y águilas, cerniéndose inmóviles en las corrientes de aire.

Las ovejas y el ganado tenían que ser protegidos de algunos de estos animales, sobre todo cuando tenían crías. Los canguros y los conejos comían la preciosa hierba; los cerdos y los perros salvajes comían ovejas, terneros y animales enfermos; los cuervos saltaban los ojos. Los Cleary tuvieron que aprender a disparar, y, después, llevaban sus rifles cuando salían a caballo, para abreviar los sufrimientos de algún animal enfermo o, a veces, para matar un jabalí o un dingo.

Esto era vida, pensaban los chicos, entusiasmados. Ninguno de ellos añoraba Nueva Zelanda; cuando las moscas se arracimaron pegajosas en los bordes de sus párpados, en su nariz, en su boca o en sus orejas, aprendieron el truco australiano de colgar tapones de corcho en sus sombreros de ala ancha. Para evitar que los bichitos trepadores subiesen por sus piernas, se ataban correas de piel de canguro, llamadas bow-yangs, debajo de las rodillas, riéndose del extraño nombre, pero apremiados por la necesidad. Comparada con esto, Nueva Zelanda era un país tranquilo; pero esto era vida.

Ligadas a la casa y a sus alrededores inmediatos, las mujeres encontraban la vida mucho menos de su gusto, porque no tenían ocasión ni pretexto de montar a caballo, ni el estímulo de actividades variadas. Y resultaba más pesado hacer las tareas que siempre realizaban las mujeres: cocinar, limpiar, lavar, planchar, cuidar de los pequeños. Tenían que combatir el calor, el polvo, las moscas, los peldaños demasiado numerosos, el agua fangosa, la casi perenne ausencia de hombres que trajesen y partiesen la leña, bombeasen el agua o mataran las aves de corral. Lo más duro de soportar era el calor, y sólo estaban en primavera; aun así, el termómetro de la sombreada galería marcaba diariamente los treinta y ocho grados. Dentro de la cocina, cuando funcionaba el horno, pasaba de los cuarenta.

Sus abundantes prendas de vestir eran muy ajustadas, adecuadas para Nueva Zelanda, donde casi siempre hacía fresco dentro de casa. Mary Carson, que se dignó visitar a su cuñada, contempló desdeñosamente el vestido de percal de Fee, de cuello alto y largo hasta los pies. Ella vestía, según la nueva moda, un traje de seda de color crema que sólo le llegaba a mitad de las pantorrillas, con mangas sueltas hasta el codo, sin cinturón y muy escotado.

– Realmente, Fiona, eres anticuada hasta el máximo -dijo, mirando el salón recién pintado, las alfombras persas y los ahusados e inapreciables muebles.

– No tengo tiempo para cambiar -dijo Fee, con sequedad impropia de su papel de anfitriona.

– Ahora dispondrás de más tiempo, con los hombres a menudo fuera de casa y teniendo que hacer menos comida. Acórtate las faldas y deja de llevar enaguas y corsés, o te morirás de calor cuando llegue el verano. El termómetro subirá cinco o diez grados, ¿sabes? -Su mirada se detuvo en el retrato de la hermosa rubia de falda ahuecada al estilo de la emperatríz Eugenia-. ¿Quién era? -preguntó, señalando el cuadro.

– Mi abuela.

– ¿De veras? ¿Y los muebles, y las alfombras?

– Míos. También fueron de mi abuela.

– ¿Ah, sí? Mi querida Fiona, parece que has bajado bastante de categoría, ¿no?

Fee no se enfadaba nunca y tampoco lo hizo ahora, pero sus labios se adelgazaron.

– No lo creo, Mary. Tengo un buen marido; tú debes saberlo.

– Pero sin un penique. ¿Cuál es tu apellido de soltera?

– Armstrong.

– ¿De veras? ¿De los Roderick Armstrong Armstrong?

– Roderick es mi hermano mayor. Lleva el mismo nombre que mi bisabuelo.

Mary Carson se levantó, oxeando con el sombrero las moscas, que no sabían respetar las personas.

– Bueno, tu linaje es mejor que el de los Cleary, aunque me esté mal decirlo. ¿Tanto querías a Paddy, como para renunciar a todo aquello?

– Mis motivos son cuenta mía, Mary -replicó Fee, sin alterarse-. No voy a discutir sobre mi marido, ni siquiera con su hermana.

Las arrugas se hundieron más a ambos lados de la nariz de Mary Carson, que abrió un poco más los ojos.

– Orgullosa, ¿eh?

No volvió más, pero la señora Smith, el ama de llaves, acudió a menudo y repitió los consejos de Mary Carson sobre la manera de vestir.

– Mire -le dijo-, yo tengo una máquina de coser que nunca empleo. Haré que un par de mozos la traigan aquí. Ya vendré, si la necesito. -Miró al pequeño Hal, que se revolcaba alegremente en el suelo-. Me encantan los niños, señora Cleary.

Cada seis semanas, llegaba una carreta que traía el correo de Gillanbone; era el único contacto con el mundo exterior. Drogheda poseía una camioneta «Ford», otra camioneta de la misma marca construida especialmente con un depósito de agua en la parte de atrás, un coche «Ford» modelo T y una limusina «Rolls-Royce», pero nadie parecía usarlo para ir a Gilly, salvo Mary Carson, de tarde en tarde. Recorrer sesenta kilómetros era casi tanto como ir a la luna.

Bluey Williams tenía la concesión del servicio de correos en el distritto y tardaba seis semanas en recorrer su territorio. Su carreta de grandes ruedas era arrastrada por un magnífico tiro de doce caballos, y cargaba con todo lo que le confiaban los establecimientos de la comarca. Además del correo de Su Majestad, transportaba comestibles, gasolina en bidones de cuarenta y cuatro galones, petróleo en latas de cinco galones, sacos de azúcar y de harina, cajas de té, bolsas de patatas, maquinaria agrícola, baratijas y ropa de la tienda de Anthony Hordern, de Sydney, y cualquier otra cosa que pudiese llevarse de Gilly o del mundo exterior. Moviéndose a la máxima velocidad de treinta kilómetros al día, Bluey era bien recibido dondequiera que se detuviese, le pedían noticias sobre el tiempo y los sucesos en las regiones remotas, le confiaban notas garrapateadas sobre trozos de papel, con las que envolvían cuidadosamente el dinero para comprar artículos en Gilly, y le entregaban cartas laboriosamente escritas, que él introducía en el saco de lona rotulado «Correo Real GVR».

Al oeste de Gilly, sólo hacía dos paradas en la carretera: Drogheda, que era la más próxima, y Buge-la, que estaba mucho más lejos; más allá de Bugela, se extendía un territorio que sólo recibía el correo una vez cada seis meses. La carreta de Bluey recorría un gran arco en zigzag, pasando por todas las estafetas del Sudoeste, el Oeste y el Noroeste, y volvía a Gilly antes de partir hacia el Este en un trayecto más corto, puesto que Booroo quedaba sólo a cien kilómetros. A veces, traía personas sentadas junto a él, en el pescante descubierto tapizado de cuero: visitantes o ilusionados pasajeros que iban en busca de trabajo. Otras veces, las transportaba en dirección contraria: visitantes o mozos o doncellas descontentos de su trabajo, y sólo muy de tarde en tarde, un ama de llaves. Los amos tenían coches para ir de un lado a otro, pero los que trabajaban para los amos dependían de Bluey para su transporte y para el de sus cosas y sus cartas.

Cuando llegaron las telas que había encargado Fee, ésta se sentó frente a la máquina de coser que le habían prestado y empezó a confeccionar vestidos holgados de algodón ligero para ella y para Meggie, pantalones finos y monos para los hombres, blusas para Hal y cortinas para las ventanas. Era indudable que se estaba más fresco y cómodo con menos ropa interior y con vestidos menos voluminosos.

La vida era solitaria para Meggie, pues Stuart era el único chico que se quedaba en casa. Jack y Hughie salían con su padre para aprender ganadería, para ser jackaroos, como llamaban a los jóvenes aprendices. Stuart no acompañaba a su hermana como solían hacerlo Jack y Hughie. Vivía en un mundo propio, era un niño sosegado que prefería observar el comportamiento de una procesión de hormigas a trepar a los árboles, mientras que Meggie adoraba subirse a los árboles y pensaba que los eucaliptos australianos eran maravillosos, infinitamente variados y llenos de dificultades. Aunque, en realidad, no sobraba mucho tiempo para trepar a los árboles ni para observar las hormigas. Meggie y Stuart trabajaban de firme. Cortaban y transportaban la leña, cavaban hoyos para la basura, cultivaban el huerto y cuidaban de las gallinas y de los cerdos. También habían aprendido a matar serpientes y arañas, aunque seguían teniéndoles miedo.

Llovía poco desde hacía varios años; el torrente llevaba poca agua, pero los depósitos estaban llenos hasta la mitad. La hierba se conservaba bastante bien, pero sin la lozanía de otros años.

– Y se pondrá peor -decía Mari Carson.

Pero habían de conocer lo que era una inundación antes de experimentar una sequía total. A mediados de enero, la comarca fue alcanzada por el borde meridional de los monzones del Noroeste. Caprichosos en extremo, los fuertes vientos soplaban como se les antojaba. A veces, sólo las zonas septentrionales del continente sufrían las copiosas lluvias de verano; otras, éstas se extendían mucho más y proporcionaban un estío húmedo a los ciudadanos de Sydney. Aquel mes de enero negras nubes cruzaron el cielo, desgarradas en líquidos jirones por el viento, y empezó a llover; no en fuertes chaparrones, sino en un continuo y ensordecedor diluvio que no acababa nunca.

Les habían advertido; Bluey Williams se había presentado con su carreta cargada hasta los topes y seguida de doce caballos de repuesto, pues viajaba de prisa para terminar su circuito antes de que la lluvia le impidiese seguir aprovisionando a las diversas haciendas.

– Viene el monzón -dijo, liando un cigarrillo y señalando con el látigo los paquetes de provisiones extra que llevaba-. El Cooper y el Barcoo y el Diamantina bajan muy llenos, y el Overflow está a punto de desbordarse. Toda la región más apartada de Queensland tiene tres palmos de agua, y los pobres infelices tienen que buscar elevaciones del terreno para poner a salvo sus ganados.

De pronto, cundió el pánico, aunque todos procuraron dominarlo; Paddy y los chicos trabajaron como locos, para trasladar los corderos de los prados bajos y alejarlos el máximo posible del torrente y del Barwon. El padre Ralph se presentó, montando su caballo, y salió con Frank y los mejores perros hada dos poblados prados de la orilla del Barwon, mientras Paddy y los dos capataces iban, cada cual con un muchacho, en otras direcciones.

El padre Ralph era también un excelente ganadero. Montaba una yegua castaña de pura raza que le había regalado Mary Carson y vestía unos impecables pantalones de montar, brillantes botas hasta la rodilla y una inmaculada camisa blanca con las mangas arremangadas sobre sus nervudos brazos y desabrochado el cuello, dejando ver su liso y moreno pecho. Con sus viejos pantalones grises de sarga y su camiseta de franela también gris, Frank se sentía como un pariente pobre. Montaba un caballo pío duro de boca, resabiado y terco, y que sentía un odio feroz por los otros caballos. Los perros ladraban y saltaban excitados, gruñendo y peleándose, hasta que el padre Ralph los separó con su látigo de ganadero, enérgicamente manejado. Habríase dicho que aquel hombre sabía hacerlo todp; conocía el código secreto de los silbidos que dirigían el trabajo de los perros y manejaba el látigo mucho mejor que Frank, todavía novato en este exótico arte australiano.

El gran bruto azul de Queensland que conducía el grupo de perros le había tomado un cariño sumiso al sacerdote y le seguía incondicionalmente, dando a entender que sabía que Frank era el segundo en el mando. En parte, esto no le importaba a Frank; era el único de Jos hijos de Paddy que no se había aficionado a la vida de Drogheda. Había deseado más que nada salir de Nueva Zelanda, pero no para venir a un lugar como éste. Odiaba la incesante vigilancia de los prados, la tierra dura en la que tenía que dormir la mayor parte de las noches, los perros furiosos que no podían tratarse con mimos y a los que mataban si no hacían bien su trabajo.

Pero la galopada bajo las nubes que se acumulaban tenía un elemento de aventura; incluso los árboles, doblados y crujientes, parecían bailar con gozo extraño. El padre Ralph trabajaba como bajo el impulso de una obsesión, azuzando los perros detrás de los incautos rebaños de corderos, provocando los saltos y balidos de aquellos tontos y asustados animales lanudos, hasta q^ue las sombras que se arrastraban entre la hierba hacían que se agrupasen estrechamente y corrieran al unísono. Sólo gracias a los perros podía un reducido puñado de hombres gobernar una propiedad tan grande como Drogheda; criados para cuidar ganado, eran asombrosamente inteligentes y necesitaban muy pocas indicaciones.

Al anochecer, el padre Ralph y los perros, con Frank tratando de ayudarle lo mejor que podía, habían limpiado de corderos toda una dehesa, trabajo que, normalmente, habría requerido varios días. El padre Ralph desensilló su yegua junto a una pequeña arboleda próxima a las puertas de la segunda dehesa, afirmando, optimista, que era 'capaz de sacar también de esta última los rebaños!, antes de que empezaran las lluvias. Los perros se habían tumbado en la hierba, con la lengua fuera y jadeando, y el gran Queensland, cariñoso y adulador, lo hizo a los pies del padre Ralph. Frank sacó de la mochila unas repulsivas porciones de carne de canguro y las arrojó a los perros, que cayeron sobre ellas, gruñendo y mordiéndose entre ellos.

– ¡Brutos sanguinarios! -exclamó-. No se comportan como perros; son como chacales.

– Yo creo que se parecen más que los otros al primitivo modejo creado por Dios -replicó suavemente el padre Ralph-. Despiertos, inteligentes, agresivos y casi salvajes., Los prefiero a los mansos perritos domésticos. -Sonrió-. Lo propio ocurre con los gatos. ¿Los has visto rondar alrededor de los corrales? Salvajes y crueles como panteras; ningún ser humano puede acercarse a ellos. Pero son excelentes cazadores y no necesitan que nadie vaya a proveerles de comida.

Sacó un pedazo de cordero frío de la mochila, así como pan y mantequilla, y cortándose un trozo de carne, ofreció el resto a Frank. Puso el pan y la mantequilla sobre un leño, entre los dos, e hincó los dientes en la carne con evidente satisfacción. Apagaron la sed con agua de una bolsa de lona y, después, liaron sendos cigarrillos.

Cerca de ellos, había un árbol solitario de los llamados wilga, y el padre Ralph lo señaló con el cigarrillo.

– Dormiremos allí -dijo, cogiendo su manta y la silla de montar.

Frank le siguió hasta el árbol, cuya especie era tenida por la más hermosa en aquella parte de Australia. Sus hojas eran muy tupidas, de un pálido verde amarillento y de forma casi perfectamente redondeada. El follaje llegaba tan cerca del suelo que los corderos podían alcanzarlo fácilmente, con el resultado de que los pies de los wilga quedaban tan desnudos como postes de cera. Si empezaba a llover estarían allí más resguardados que en cualquier otra parte, pues, generalmente, los otros árboles australianos eran menos frondosos que éstos.

– No eres feliz, ¿verdad, Frank? -preguntó el padre Ralph, tumbándose en el suelo, suspirando y encendiendo luego otro cigarrillo.

Frank, sentado a tres palmos de él, se volvió a mirarle, receloso.

¿ Quién es feliz?

– De momento, tu padre y tus hermanos. Pero no tú-, ni tu madre, ni tu hermana. ¿No te gusta Australia?

– No esta parte de ella. Quiero ir a Sydney. Tal vez allí podría hacer algo de mi persona.

– Sydney, ¿eh? Un pozo de iniquidades -declaró el padre Ralph, y sonrió.

– ¡No me importa! Aquí estoy amarrado como lo estaba en Nueva Zelanda; no puedo apartarme de él.

– ¿De él?

Frank no había querido decir esto, y no diría más. Se tumbó en el suelo y contempló las hojas.

– ¿ Cuántos años tienes, Frank?

– Veintidós.

– ¡Ah, sí! ¿Has estado alguna vez lejos de los tuyos?

– No.

– ¿Has ido alguna vez al baile? ¿Has tenido novia?

– No.

Frank se negaba a darle el tratamiento.

– Entonces, no te retendrá mucho más tiempo.

– Me retendrá hasta que yo me muera.

El padre Ralph bostezó y se dispuso a dormir.

– Buenas noches -dijo.

Por la mañana, las nubes eran aún más baias, pero no llovió en todo el día y pudieron despejar la segunda dehesa. Una ligera elevación cruzaba Drogheda del Noroeste al Sudoeste; allí concentraron el ganado, para que estuviese a salvo si las aguas desbordaban las escarpas del torrente y del Barwon.

Empezó a llover poco antes del anochecer, mientras Frank y el cura cabalgaban al trote largo en dirección al vado del torrente, más abajo de la casa del mayoral.

– ¡Tenemos que darnos prisa! -gritó el padre Ralph-. ¡Espolea tu montura, muchacho, si no quieres perecer ahogado en el barro!

En pocos segundos quedaron empapados, lo mismo que el calcinado suelo. La tierra fina, impermeable, quedó pronto convertida en un mar de fango, donde se atascaban y vacilaban los caballos. Mientras hubo hierba, pudieron seguir cabalgando; pero, cerca del torrente, donde el suelo pisoteado estaba limpio xle vegetación, tuvieron que desmontar. Los caballos, aliviados de su peso, avanzaron sin dificultad; en cambio, a Frank le resultaba imposible el equilibrio. Aquello era peor que una pista de patinar. Reptando sobre las manos y pies, llegaron a lo alto de la ribera del torrente, y resbalaron desde allí como proyecta-tiles. El vado de piedra, normalmente cubierto por un palmo de agua mansa, tenía ahora más de un metro de alborotada espuma; Frank oyó reír al sacerdote. Hostigados a gritos y a golpes de los mojados sombreros, los caballos consiguieron trepar por la ribera opuesta y ponerse a salvo; pero no así Frank y el sacerdote. Cada vez que intentaban subir, resbalaban de nuevo hacia atrás. El sacerdote acababa de sugerir que trepasan a un sauce, cuando Paddy, advertido por la llegada de los caballos sin jinete, llegó con una cuerda y los sacó de allí.

El padre Ralph, sonriendo y meneando la cabeza, rehusó la hospitalidad que le brindaba Paddy.

– Me esperan en la casa grande -declaró.

Mary Carson oyó su llamada antes que cualquiera de los servidores, pues se dirigía a su habitación por 4a parte delantera de la casa, pensando que era el camino más corto.

– No va usted a entrar así -dijo ella, plantada en la galería.

– Entonces, tenga la bondad de darme unas toallas y mi maleta.

Ella le observó tranquilamente, apoyada en el balcón entreabierto, mientras él se quitaba la camisa, las botas y los pantalones, y trataba de limpiarse el barro lo mejor posible.

– Es usted el hombre más guapo que jamás he visto, Ralph de Bricassart -dijo-. ¿Por que hay tantos sacerdotes guapos? ¿Porque son irlandeses? Es un don muy frecuente en Irlanda. ¿O es porque los hombres guapos encuentran en el sacerdocio una manera de evitar las consecuencias de su belleza? Apuesto a que todas las chicas de Gilly están enamoradas de usted.

– Hace tiempo que aprendí a no fijarme en las chicas enfermas de amor -replicó él, riendo-. Cualquier cura de menos de cincuenta años es un objetivo para algunas de ellas, y un cura de menos de treinta y cinco suele serlo de muchas. Pero sólo las protestantes tratan de seducirme.

– Nunca contesta directamente mis preguntas, ¿verdad? -Se irguió y apoyó la palma de una mano en el pecho de él-. Es usted un sibarita, Ralph; le gusta tomar baños de sol. ¿Es todo su cuerpo igualmente moreno?

Él sonrió, inclinó la cabeza hacia delante, rió y empezó a desabrocharse los calzoncillos de algodón; al caer éstos al suelo, los apartó de una patada -y se quedó como una estatua de Praxíteles, mientras ella giraba a su alrededor, contemplándole sin prisa.

Los dos últimos días habían aumentado la euforia del sacerdote, y ahora pensó que tal vez ella era más vulnerable de lo que había imaginado, pero la conocía bien, y no vio ningún peligro en preguntar:

– ¿Desea que le haga el amor, Mary?

Ella soltó una carcajada.

– ¡No se me ocurriría ponerle en tal aprieto, Ralph! ¿Necesita usted las mujeres, Ralph?

El echó desdeñosamente la cabeza hacia atrás.

– ¡No!

– ¿Los hombres?

– No. Son peores que las mujeres. No, no los necesito.

– ¿Y a usted mismo?

– Menos que a nadie.

– Interesante. -Acabó de abrir la ventana y volvió a meterse en el salón-. ¡Ralph, cardenal de Bri-cassart! -se burló.

Pero, a salvo ya de su escrutadora mirada, se dejó caer en el sillón y cerró los puños, el mejor ademán para combatir la inconsecuencia del destino.

El padre Ralph, desnudo, salió de la galería y se plantó en el prado, levantados los brazos sobre la cabeza, cerrando los ojos; dejó que la lluvia corriese sobre su cuerpo en tibios y curiosos riachuelos; una sensación deliciosa sobre la piel desnuda. La noche era muy oscura. Pero él estaba tranquilo.

El torrente creció, el agua adquirió cada vez más altura en los pilotes de la casa de Paddy y fue inundando el Home Paddock en dirección a la casa.

– Mañana empezará a bajar -dijo Mary Carson, cuando Paddy fue a informarla, preocupado.

Como de costumbre, acertó; durante la semina siguiente, el agua decreció hasta alcanzar su nivel normal. Salió el sol, la temperatura subió a cuarenta y ocho grados a la sombra, y la hierba pareció estirarse hacia el cielo, hasta la altura de los muslos, blanquecida y brillante hasta dañar la vista. Lavados y libres de polvo, los árboles resplandecían, y las bandadas de loros volvieron de los lugares adonde habían ido a protegerse de la lluvia, agitando sus irisados cuerpos entre las ramas, más locuaces que nunca.

El padre Ralph había vuelto a socorrer a sus olvidados feligreses, tranquilo al saber que no le picarían los dedos; bajo la pulcra camisa blanca, sobre el corazón, llevaba un cheque de mil libras. El obispo estaría encantado.

Las ovejas fueron devueltas a sus pastos normales, y los Cleary tuvieron que acostumbrarse a dormir la siesta. Se levantaban a las cinco, hacían todo lo que había que hacer antes del mediodía y, después, se derrumbaban, sudorosos, y dormían hasta las cinco de la tarde. Esto se aplicaba tanto a las mujeres como a los hombres en los prados. Las labores que no podían hacerse temprano se realizaban después de las cinco, y la cena se despachaba, cuando el sol se había ocultado ya, en una mesa colocada en la galería. También todas las camas habían sido trasladadas al exterior, porque el calor persistía durante toda la noche. Parecía que el mercurio no había bajado de los cuarenta grados en varias semanas, ni de día ni de noche. La carne de buey era un recuerdo olvidado; sólo podían comer corderillos lo bastante tiernos para conservarse hasta el momento de comerlos. Sus paladares ansiaban desesperadamente un cambio, comer algo que no fuesen las eternas chuletas de cordero a la brasa, el estofado de cordero, los pasteles de picadillo de cordero, el cordero con salsa picante, lá pata de cordero asada, el cordero cocido y la cacerola de cordero.

Pero, a principios de febrero, la vida cambió de pronto para Meggie y Stuart. Ingresaron como internos en el convento de Gillanbone, pues no había ningún colegio más cerca. Paddy dijo que Hal podría aprender por correspondencia del colegio de los padres dominicos de Sydney, cuando tuviese edad para ello; pero, mientras tanto, habida cuenta de que Meggie y Stuart estaban acostumbrados a tener maestro, Mary Carson había ofrecido generosamente pagar su pensión y su enseñanza en el convento de la Santa Cruz. Además, Fee estaba demasiado ocupada para revisar las lecciones por correspondencia. En cuanto a Jack y Hughie, se había convenido tácitamente desde el principio que no seguirían estudiando; Drog-heda los necesitaba en el campo, y el campo era precisamente lo que querían ellos.

Meggie y Stuart encontraron una extraña y pacífica existencia en la Santa Cruz, después de Drogheda y, sobre todo, del Sagrado Corazón de Wahine. El padre Ralph había indicado sutilmente a las monjas que aquella pareja de niños eran protegidos suyos y que su tía era la mujer más rica de Nueva Gales del Sur. Por esto, la timidez de Meggie dejó de ser defecto y se convirtió en virtud, y el extraño retraimiento de Stuart, su costumbre de pasarse horas enteras con la mirada perdida en la lejanía, le valieron el calificativo de «santito».

Ciertamente, aquello era muy pacífico, pues había pocos internos; los moradores del distrito lo bastante ricos para enviar a sus hijos a un internado, preferían, invariablemente, las de Sydney. El convento olía a barniz y a flores, y en los oscuros y altos corredores se respiraba silencio y santidad. Las voces eran apagadas, la vida transcurría detrás de un fino velo negro. Nadie les pegaba, nadie les gritaba, y, además, tenían al padre Ralph.

Iba a verles a menudo, y les invitaba a la rectoría con tanta regularidad que decidió pintar el dormitorio que utilizaba Meggie de un delicado color verde manzana, y comprar cortinas nuevas para las ventanas y una colcha nueva para la cama. Stuart dormía en una habitación que había sido de colores crema y castaño en dos decoraciones sucesivas; al padre Ralph nunca se le ocurrió preguntarse si Stuart era feliz. Si también le invitaba, era para que no pudiese sentirse menospreciado.

El padre Ralph no sabía por qué le había tomado tanto afecto a Meggie, y, en realidad, no perdía mucho tiempo en tratar de averiguarlo. Había empezado con un sentimiento de compasión, aquel día en el polvoriento patio de la estación,, al verla caminar detrás de los otros, apartada del resto de la familia debido a su sexo, según había adivinado astutamente. En cambio, no le intrigaba ei hecho de que Frank se moviese también en un perímetro exterior, ni le compadecía por ello. Había algo- en Frank que mataba las emociones tiernas: un corazón oscuro, un alma carente de luz interior. Pero, ¿y Meggie? Le había conmovido profundamente, sin que supiese realmente por qué. Estaba el color de su cabello, que le gustaba; el color y la forma de sus ojos, hermosos como los de su madre, pero mucho más dulces, mas expresivos; y su carácter, que él consideraba como el carácter femenino perfecto, pasivo, pero enormemente vigoroso. Meggie no era rebelde, sino todo lo contrario. Durante toda su vida obedecería, se movería dentro de los límites de su destino de mujer.

Sin embargo, todos estos factores no daban el total. Tal vez, si se hubiese observado más profundamente él mismo, habría visto que lo que sentía por ella era el curioso resultado de tiempo, lugar y persona. Nadie consideraba a Meggie importante, y esto quería decir que había un sitio en su vida que él podría llenar; era una niña y, por consiguiente, no era un peligro para su norma de vida ni para su prestigio sacerdotal; era hermosa, y a él le gustaba la belleza, y, aunque no quisiera reconocerlo, le daba algo que Dios no podía darle, porque tenía calor y solidez humanos. Como no podía molestar a la familia haciéndole regalos, le daba toda la compañía que podía, y dedicaba tiempo y reflexión de ella como para crear un estuche adecuado para su joya. Meggie se merecía lo mejor.

A primeros de mayo, llegaron los esquiladores a Drogheda. Mary Carson sabía perfectamente todo lo que se hacía en Drogheda, desde el traslado de los corderos hasta la simple rotura de un látigo; unos días antes de que llegasen los esquiladores, llamó a Paddy a la casa grande y, sin moverse de su sillón, le dijo exactamente lo que había que hacer, hasta los -menores detalles. Acostumbrado al trabajo de Nueva Zelanda, Paddy se había quedado asombrado ante las dimensiones del cobertizo y sus veintiséis compartimientos; ahora, después de la entrevista con su hermana, datos y cifras hervían en su cabeza. No sólo se esquilarían en Drogheda los corderos de la propia finca, sino los de Bugela, de Dibban-Dibban y de Beel-Beel. Esto quería decir un trabajo agotador para todos los hombres y mujeres del lugar. El esquileo comunal había sido implantado por la costumbre, y las instalaciones que se beneficiaban de las facilidades de Drogheda ayudarían naturalmente en el trabajo, pero el peso de las labores incidentales recaerían sobre la gente de Drogheda.

Los esquiladores traerían su propio cocinero y comprarían la comida en el almacén de la hacienda, pero había que buscar la enorme cantidad de alimentos necesarios; los barracones, con sus cocinas y baños anejos, tenían que fregarse, limpiarse y proveerse de colchones y mantas. No todas las haciendas eran tan generosas como Drogheda con los esquiladores, pero Drogheda se enorgullecía de su hospitalidad y de su fama de «casa de esquileo de primera». Como era ésta la única actividad en la que participaba Mary Carson, no escatimaba en ella su dinero. Sin ser una de las más grandes casas de esquileo de Nueva Gales del Sur, empleaba los mejores hombres disponibles, hombres de la talla de Jackie Howe; más de trescientos mil corderos serían esquilados allí antes de que los esquiladores cargasen sus herramientas en un viejo «Fordc y desapareciesen en el camino para dirigirse a la siguiente hacienda.

Frank había estado dos semanas ausente de casa. Con el viejo Beerbarrel Pete, unos cuantos perros, dos caballos y un calesín tirado por un jamelgo, para llevar sus modestas provisiones, se había dirigido a las dehesas occidentales para traer los corderos, reuniéndolos y empujándolos por atajos y cañadas. Era un trabajo lento y aburrido, muy diferente de aquella furiosa recogida de antes de las inundaciones. Cada dehesa tenía sus propios corrales, donde se realizaban algunos trabajos preparatorios y se retenía a los rebaños hasta que les tocaba el turno de pasar al esquileo. Los patios de esquileo sólo tenían capacidad para diez mil corderos; por eso, la tarea no sería fácil mientras estuviesen allí los esquiladores, con el continuo trasiego de rebaños esquilados y por esquilar.

Cuando Frank entró en la cocina de su madre, ésta se hallaba de pie junto al fregadero entregada a una tarea interminable: mondar patatas.

– ¡Ya estoy aquí, mamá! -dijo alegremente.

Al volverse ella, Frank observó su vientre, con percepción agudizada por las dos semanas de ausencia.

– ¡Dios mío! -exclamó.

Se borró la alegría de los ojos de ella y su cara enrojeció de vergüenza; cruzó las manos sobre el hinchado delantal, como si pudiese disimular con ellas lo que no podía ocultar la ropa.

Frank estaba temblando.

– ¡Puerco y viejo cabrón! -gritó.

– No quiero que digas estas cosas, Frank. Ya eres un hombre y debes comprender. Es lo mismo que cuando tú viniste al mundo, y debe merecerte igual respeto. No es ninguna porquería. Y me insultas a mí, al insultar a papá.

– ¡No tenía derecho! Debía haberte dejado en paz! -silbó Frank, enjugándose una espumilla de la comisura de sus temblorosos labios.

– No es ninguna porquería -repitió, mirándole con sus ojos claros y cansados, como si hubiese je-suelto de pronto olvidar la vergüenza para siempre-. No lo es, Frank, como tampoco el acto que lo produjo.

Ahora, fue él quien enrojeció. No "podía resistir la mirada de su madre; por consiguiente, dio media vuelta y se dirigió a la habitación que compartía con Bob, Jack y Hughie. Sus paredes desnudas y las estrechas camas individuales parecían burlarse de él, burlarse de él, que captaba aquello como algo estéril y amorfo, desprovisto del calor de una presencia, de un fin que lo santificase. Y la cara de ella, su hermosa cara fatigada, con su primorosa corona de cabellos de oro, arrebolada por culpa de lo que ella y el peludo y viejo cabrón habían hecho bajo el terrible calor del verano.

No podía apartarlo'de su mente, no podía dejar de pensar en ella, ni borrar las ideas que bullían en el fondo de su mente, fruto de las ansias naturales de su edad y de su virilidad. A veces, conseguía enterrarlo bajo su conciencia, pero, cuando volvía a ver la prueba tangible de su lujuria, su misteriosa actividad con aquel bestia libidinoso, por fuerza había de rechinar los dientes… ¿Cómo podía pensar en ello, consentirlo, soportarlo? Habría querido poder imaginársela como un ser inmaculado, todo pureza, y santidad, como la Santísima Virgen; un ser que estuviese por encima de estas cosas, aunque todas sus hermanas del mundo fuesen culpables de ellas. La comprobación de que había tenido un concepto equivocado de ella, sólo podía llevarle a la locura. Para su cordura, había necesitado imaginar que ella yacía con aquel hombre viejo y feo en perfecta castidad, dejándole un sitio para dormir, pero sin volverse nunca hacia él, sin tocarle. ¡Oh, Dios mío!

Un chasquido estridente le hizo bajar los ojos, y vio que acababa de torcer un barrote de metal de la cama hasta formar con él una S.

– ¡Ojalá fuese papá! -bramó.

– Frank -dijo su madre, desde la puerta.

Él levantó la mirada, brillante y húmedos los ojos como brasas mojadas por la lluvia.

– ¡Le mataré! -exclamó.

– Si lo hicieses, me matarías a mí -replicó Fee, acercándose a él, para sentarse en la cama.

– No. ¡Te liberaría! -replicó él, salvajemente esperanzado.

– Yo nunca podré ser libre, Frank, y no quiero serlo. Quisiera saber de dónde procede tu ceguera, pero no lo sé. No de mí, ni de tu padre. Sé que no eres feliz, pero, ¿por qué nos lo haces pagar a mí y a tu papá? ¿Por qué te empeñas en hacer tan difíciles las cosas? ¿Por qué? -Se contempló las manos y, después, le miró a él-. No quisiera hablarte de esto, pero creo que debo hacerlo. Ya es hora de que te busques una chica, Frank, y te cases con ella y tengas familia propia. En Drogheda hay sitio de sobra. Nunca me han preocupado los otros chicos, a este respecto; parecen tener un carácter completamente distinto del tuyo. Pero tú necesitas una esposa, Frank. Si la tuvieses, no te quedaría tiempo para pensar en mí.

Frink le había vuelto la espalda, y se negaba a volverse de nuevo. Ella siguió sentada en la cama, tal vez cinco minutos, esperando que él dijese algo; después, suspiró, se levantó y salió de la habitación.

5

Cuando los esquiladores se hubieron marchado y volvió a sumirse el distrito en la semiinercia del invierno, llegaron la Fiesta anual de Gillanbone y las Carreras Campestres. Era el acontecimiento más importante del calendario social, y duraba dos días. Fee no se sentía en condiciones de ir; por consiguiente, Paddy llevó a Mary Carson a la ciudad en el «Rolls-Royce», sin poder contar con su mujer para ayudarle o para hacer callar a Mary. Había advertido que, por alguna misteriosa razón, la sola presencia de Fee aplacaba a su hermana, como si la pusiera en una situación de desventaja.

Todos los demás fueron también. Bajo pena de muerte si no se portaban bien, los chicos fueron en el camión con Beerbarrel Pete, Jim, Tom, la señora Smith y la doncella; en cambio, Frank salió solo, más temprano, en el «Ford» modelo T. Todos los adultos del grupo se quedarían para la carrera del segundo día; por razones que sólo ella conocía, Mary Carson había declinado el ofrecimiento del padre Ralph de alojarla en la rectoría, pero había presionado a Paddy para que aceptase en su propio nombre y en el de Frank. En cuanto a los dos capataces y Tom, el hortelano, nadie sabía dónde se hospedarían, pero la señora Smith, Minnie y Cat, tenían amigas en Gilly que cuidarían de ellas.

Eran las diez de la mañana cuando Paddy dejó a su hermana en la mejor habitación del «Hotel Imperial»; después, se dirigió al bar y encontró allí a Frank, con una jarra de cerveza en la mano.

– Yo pago la ronda siguiente, viejo -dijo alegremente Paddy a su hijo-. Tengo que llevar a tía Mary al lunch de las Carreras Campestres y necesito darme ánimo, ya que tendré que pasar la dura prueba sin mamá.

El hábito y el respeto son mucho más difíciles de vencer de lo que suele imaginarse, cuando se trata de romper una conducta de muchos años; y Frank descubrió que no podía hacer lo que estaba deseando, que no podía arrojar el contenido de su jarra de cerveza a la cara de su padre, y menos delante de tanta gente como había en el bar. Por consiguiente, apuró de un trago el resto de su cerveza, sonrió forzadamente y dijo:

– Lo siento, papá, pero he quedado en encontrarme con unos muchachos en la feria.

– Entonces, vete. Pero toma esto y diviértete, y, si te emborrachas, procura que tu madre no se entere.

Frank contempló el pulcro billete de cinco libras que tenía en la mano, deseando rasgarlo en mil pedazos y arrojarlo a la cara de su padre, pero la costumbre triunfó una vez más; lo dobló, se lo guardó en el bolsillo y dio las gracias a su padre. Y le faltó tiempo para salir del bar.

Con su mejor traje azul, abrochado el chaleco, asegurado el reloj de oro con una cadena de oro y un contrapeso hecho de una pepita de los campos de Lawrence, Paddy pasó un dedo por su cuello de celuloide y miró a su alrededor, por si veía alguna cara conocida. Había estado pocas veces en Gilly desde que llegara a Drogheda, nueves meses atrás, pero su posición como hermano y presunto heredero de Mary Carson significaba que había sido tratado muy cor-tésmente siempre que había venido a la ciudad y que su cara era muy conocida. Varios hombres le saludaron y le invitaron a tomar una cerveza, y pronto se encontró en medio de una simpática v pequeña multitud, y se olvidó de Frank.

Ahora, Meggie llevaba trenzas, pues ninguna monja estaba dispuesta (a pesar del dinero de Mary Car-son) a cuidar de sus rizos, y los cabellos le caían sobre los hombros como dos gruesos cables atados con cintas de color azul marino. Vistiendo el serio uniforme, también azul marino, del colegio de la Santa Cruz, fue acompañada desde el convento hasta la rectoría por una monja y confiada al ama de llaves del padre Ralph, que la adoraba.

– ¡Oh, mire lo que han hecho con sus cabellos;

– le dijo al sacerdote, al interrogarla éste, divertido.

En general, a Annie no le gustaban las niñas pequeñas, y lamentaba que la rectoría estuviese tan próxima a la escuela.

– ¡Vamos, Annie! El cabello es inanimado; las personas no deben gustar por el color de sus cabellos -dijo él, para pincharla.

– ¡Oh! Ahora parece una niña pequeña… una skeggy, ¿sabe?

Él no lo sabía, ni le preguntó qué significaba skeggy, ni hizo ninguna observación sobre el hecho de que esto rimaba con Meggie. A veces, era mejor no saber lo que quería decir Annie, ni animarla prestando demasiada atención a sus palabras; era, según decía, un poco adivina, y, si compadecía a la niña, no quería que le dijesen que era más por su futuro que por su pasado.

Entonces llegó Frank, todavía tembloroso después del encuentro con su padre en el bar, y totalmente desorientado.

– Vamos, Meggie, te llevaré a la feria -dijo, tendiendo una mano.

– ¿Por qué no os llevo yo a los dos? -preguntó el padre Ralph, tendiendo la suya.

Caminando entre los dos hombres a quienes adoraba, agarrada a sus manos, Meggie estaba en el séptimo cielo.

La feria de Gillanbone estaba en la orilla del río Barwon, y más allá, se hallaba el hipódromo. Aunque habían pasado seis meses desde la inundación, el barro no se había secado aún del todo, y los inquietos pies de los madrugadores lo habían convertido ya en un cenagal. Más allá de las casetas de corderos y ganado vacuno, de cerdos y cabras, flor y nata de los animales que optaban a los premios, había tenderetes de comida y de artículos de artesanía. Y ellos contemplaron el ganado, los pasteles, los chales de ganchillo, las prendas de punto para niños, los manteles bordados, los gatos, perros y canarios en venta.

Al final de todo esto, se extendía el picadero, donde jóvenes jinetes y amazonas mostraban sus habilidades sobre jamelgos rabones, delante de unos jueces que, a los ojos de la alegre Meggie, tenían también aspecto de caballos. Amazonas con magníficos trajes de sarga montaban de lado sobre caballos de gran alzada, mientras flotantes e incitantes velos ondeaban en sus altos sombreros. Meggie no podía com prender cómo alguien tan ensombrerado y precariamente montado podía permanecer sin descomponer su figura sobre un caballo que marchase más de prisa que el paso; hasta que vio una espléndida criatura asaltando una serie de difíciles obstáculos y terminando tan impecable como antes de empezar. Después, la dama espoleó su montura y trotó sobre el fangoso suelo, deteniéndose delante de Meggie, Frank y el padre Ralph. Sacó la brillante bota negra del estribo y, serttada realmente en el borde de la silla, extendió imperiosamente las enguantadas manos.

– ¡Padre! ¿Tiene la bondad de ayudarme a de's-montar?

Él la tomó por la cintura, mientras la joven apoyaba las manos en sus hombros, y la bajó sin el menor esfuerzo; en cuanto los tacones de la amazona tocaron el suelo, la soltó, asió las riendas y echó a andar, y la dama caminó a su lado, acompasando su paso al de él.

– ¿Va usted a ganar la prueba de caza, señorita Carmichael? -preguntó, en tono de absoluta indiferencia.

Ella hizo un mohín; era joven y muy hermosa, y le había molestado aquel tono indiferente.

– Espero ganar, pero no estoy segura. También compiten la señorita Hopeton y la señora de Anthony King. Pero ganaré la prueba de doma; por consiguiente, si no gano la de caza, tendré este consuelo.

Hablaba pronunciando las vocales con mucha claridad y con la delicada fraseología de una joven instruida y bien educada, sin una pizca de acento que no fuese del más puro idioma. Al hablar con ella, el padre Ralph mejoraba también su lenguaje, que perdía su seductor acento irlandés; como si volviese a unos tiempos en que también él pertenecía a este mundo. Meggie frunció el ceño, intrigada y afectada por sus ligeras pero medidas palabras, sin saber qué cambio se había producido en el padre Ralph, pero sí que había habido un cambio y que éste no le gustaba. Soltó la mano de Frank; en realidad, se había hecho difícil caminar todos de frente.

Cuando llegaron a un gran charco, Frank se había rezagado. El padre Ralph observó el agua, que era casi una laguna poco profunda; se volvió a la niña, a la que seguía asiendo fuertemente de la mano, y se inclinó sobre ella, con una ternura especial que no pasó inadvertida a la dama, pues había faltado por completo en las corteses frases que le había dirigido a ella.

– No llevo capa, mi querida Meggie; por consiguiente, no puedo ser su Sir Walter Raleigh. Le ruego que me disculpe, mi querida señorita Carmichael -dijo, pasando las riendas a la dama-, pero no puedo permitir que mi niña predilecta se ensucie los zapatos, ¿eh? Levantó a Meggie, cargándola fácilmente sobre su cadera, y dejó que la señorita Carmichael se recogiese la larga falda con una mano y llevase las riendas con la otra, y cruzase el charco sin ayuda. La risotada que lanzó Frank detrás de ellos no mejoró el humor de la damita, que se alejó bruscamente una vez cruzado el charco.

– Creo que, si pudiese, le mataría -dijo Frank, mientras el padre Ralph dejaba a Meggie en el suelo.

Le fascinaba este encuentro y la deliberada crueldad del padre Ralph. Aquella mujer le había parecido a Frank tan hermosa y tan altiva que nadie, ni siquiera un cura, sería capaz de contrariarla; y sin embargo, el padre Ralph había querido destruir su fe en sí misma, en una violenta femineidad que esgrimía como un arma. Como si el sacerdote la odiase por lo que ella representaba, pensó Frank, el mundo femenino y misterioso que no había tenido posibilidad de conocer. Alertado por las palabras de su madre, Frank había deseado que la señorita Carmichael se hubiese fijado en él, en el hijo mayor del heredero de Mary Carson, pero ella no se había dignado siquiera darse por enterada de su existencia. Toda su atención se había centrado en el cura, un ser sin sexo, asexual.

– No te preocupes, pues volverá a por más -dijo cínicamente el padre Ralph-. Es rica; por consiguiente, el próximo domingo pondrá ostentosamente un billete de diez libras en la bandeja. -Se echó a reír al ver la expresión de Frank-. No soy mucho más viejo que tú, hijo mío, pero, a pesar de mi vocación, conozco mucho el mundo. No me lo tomes a mal, y cárgalo a la experiencia.

Habían dejado atrás el picadero y llegado al lugar de las atracciones. Algo estupendo, tanto para Meggie como para Frank. El padre Ralph había dado cinco chelines a Meggie, y Frank tenía sus cinco libras; poder pagar el precio de todas aquellas curiosas atracciones era algo maravilloso. Había allí muchísima gente, chicos que corrían de un lado a otro, mirando boquiabiertos los abigarrados y no muy bien pintados rótulos de las desvencijadas casetas: La Mujer Más Gorda del Mundo; La Princesa Houri, La Bailarina Serpiente (¡Vedla Llamear como una Cobra Enfurecida!); El Hombre de Caucho; Goliat, el Hombre Más fuerte del Mundo; Tetis, la Sirena. Y ellos pagaban sus peniques y observaban asombrados, sin advertir las desvaídas escamas de Tetis, ni la sonrisa desdentada de la Cobra.

Al final, había una tienda gigantesca que ocupaba todo un lado del recinto, con una alta plataforma de madera y una especie de cortina con figuras pintada detrás y a lo largo de todo el tablado, que parecían amenazar a la multitud. Un hombre, con un altavoz en la mano, arengaba al público que empezaba a formarse.

– ¡Vean, señoras y caballeros, el famoso equipo de boxeadores de Jimmy Sharman! ¡Ocho campeones mundiales, y una bolsa que puede ganar el valiente que se atreva a desafiarles!

Las mujeres y las niñas empezaron a alejarse con la misma rapidez con que acudían los hombres y muchachos de todas direcciones, apretujándose al pie del tablado. Solemnes como gladiadores desfilando en el Circus Maximus, ocho hombres se plantaron en la plataforma, apoyadas sus manos vendadas en las caderas, separadas las piernas, contoneándose ante las admiradas exclamaciones de la multitud. Meggie pensó que iban en ropa interior, pues todos llevaban ceñidas calzas negras, y blusa y pantalones grises que les llegaban de la cintura a la mitad de los muslos. Sobre el pecho, una inscripción en grandes letras mayúsculas blancas: Jimmy Sharman's Troupe. Ninguno de ellos era de la misma estatura; los había altos, bajos y medianos, pero todos tenían un físico magnífico. Charlaban y reían entre ellos, con naturalidad reveladora de que esto era el pan de cada día para ellos, contraían los músculos y fingían que les divertía aquella exhibición.

– Vamos, muchachos, ¿quien quiere unos guantes? -gritaba el speaker-*-. ¿Quién quiere probar? ¡Pónganse unos guantes y ganen cinco libras! -siguió gritando, mientras redoblaba un tambor.

– ¡Yo! -gritó Frank-. ¡Yo quiero!

Se libró de la mano del padre Ralph, mientras algunos de los que les rodeaban, al observar su baja estatura, se echaban a reír y le empujaban bonacho-namente hacia delante.

Pero el hombre del altavoz estaba muy serio cuando uno de los boxeadores tendió amablemente una mano y ayudó a subir la escalera a Frank, que se colocó al lado de los ocho que estaban en el tablado.

– No se rían, caballeros. No es muy alto, ¡pero es nuestro primer voluntario! Y, en una lucha, no es el tamaño lo que cuenta, sino el ardor. Bueno, este pequeño se atreve a probar. ¿Qué dicen los grandullones? Pónganse los guantes y ganen cinco libras, ¡si aguantan hasta el final, con uno de los hombres de Jimmy Sharman!

La fila de los voluntarios aumentó gradualmente, y los jóvenes sujetaban jactanciosos sus sombreros, mirando a los profesionales -seres de elección- plantados a su lado. Aunque se moría de ganas de quedarse y ver lo que ocurría, el padre Ralph decidió a regañadientes que ya era hora de llevarse a Meggie de allí; por consiguiente, la levantó y dio media vuelta para marcharse. Meggie empezó a gritar, y, cuanto más se alejaba él, más fuerte chillaba; hasta que la gente empezó a mirarles, cosa muy embarazosa, ya que eran muchos los que le conocían.

– Oye, Meggie, no puedo llevarte ahí. Tu padre me despellejaría vivo, ¡y con razón!

– ¡Quiero estar con Frank! ¡Quiero estar con Frank! -chillaba ella, pataleando y tratando de morder.

– ¡Oh, qué latal -exclamó el padre Ralph.

Cediendo a lo inevitable, buscó en el bolsillo las monedas necesarias y se dirigió a la puerta de la tienda, mirando de reojo por si descubría a alguno de los chicos Cleary, pero no se les veía por ninguna parte, por lo que presumió que estarían probando suerte con las herraduras o atracándose de pastelillos de carne y de helados.

– ¡Ella no puede entrar, padre! -dijo el encargado, sorprendido.

El padre Ralph levantó los ojos al cielo.

– Si usted me dice cómo podemos sacarla de aquí, sin que toda la Policía de Gilly se nos eche encima por maltratar a una niña, ¡me marcharé de buen grado! Pero su hermano se ofreció para luchar, y ella no abandonará a su hermano sin armar una pelea que hará palidecer a sus muchachos.

El encargado se encogió de hombros.

– Bueno, padre, no puedo discutir con usted. Pasen, pero manténgala apartada del jaleo…, por el amor de Dios. No, no, padre; guárdese su dinero; a Jimmy no le gustaría.

La tienda parecía llena de hombres y muchachos, rebullendo alrededor de un círculo central; el padre Ralph encontró un sitio detrás de la multitud, junto a la pared de lona, y se colocó allí, sin soltar a Meggie por nada del mundo. El aire era espeso a causa del humo de tabaco, y olía al aserrín que habían arrojado para secar el suelo. Frank, que se había puesto ya los guantes, era el primer challenger del día.

Aunque no solía ocurrir, se habían dado casos de hombres que habían aguantado el tiempo reglamentario contra uno de los boxeadores profesionales. Desde luego, no había ningún campeón del mundo, pero sí algunos de los mejores pugilistas de Australia. Enfrentado a un peso mosca, por su poca estatura, Frank lo derribó al tercer puñetazo y se brindó a luchar con otro. Cuando se enfrentaba a su tercer contrincante, había circulado ya el rumor y la tienda se había llenado hasta el punto de no caber un solo espectador más.

Casi no le habían tocado con los guantes, pero los pocos golpes que había recibido habían aumentado su rabia feroz. Tenía los ojos desorbitados, chispeantes de pasión, pues todos sus adversarios tenían la cara de Paddy, y los gritos y aclamaciones de la multitud retumbaban en su cabeza como una sola voz que corease: ¡Duro! ¡Duro! ¡Duro! ¡Oh! ¡Cuánto había ansiado una ocasión de pelear que le había sido negada desde que estaba en Drogheda! Pues la lucha era la única manera que conocía de librarse de la rabia y del dolor, y, al descargar sus puñetazos, pensaba que la sorda voz que sonaba en sus oídos cambiaba la letra de la canción y le decía: ¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!

Entonces le enfrentaron a un verdadero campeón, un peso ligero al que ordenaron que mantuviese a Frank a distancia y averiguase si era tan bueno boxeando como pegando. A Jimmy Sharman le brillaban los ojos. Siempre andaba en busca de campeones, y estos pequeños espectáculos campesinos le habían proporcionado algunos. El peso ligero hizo lo que le habían mandado, teniendo que esforzarse a pesar de su mayor envergadura, mientras Frank, poseído por su afán de matar a aquella móvil y escurridiza figura, no veía nada más y le acometía furiosamente. Pero aprendía en cada clinch y en cada cambio de golpes, pues tenía la rara cualidad de poder pensar incluso estando acometido del más terrible furor. Y aguantó el tiempo prefijado, a pesar del castigo que le infligieron aquellos puños expertos; tenía los ojos hinchados, y abiertos un labio y una ceja. Pero se había ganado veinte libras y el respeto de todos los presentes.

Meggie se desprendió del ahora más flojo apretón de la mano del padre Ralph y salió corriendo de la tienda, antes de que él pudiese agarrarla. Cuando la encontró, la niña había vomitado y estaba tratando de limpiarse los zapatos manchados con un pequeño pañuelo. Él le dio su propio pañuelo y acarició la brillante y afligida cabecita de la niña. La atmósfera de la tienda tampoco había sentado bien a su garganta, y lamentó que la dignidad de su estado no le permitiese aliviarla en público.

– ¿Quieres esperar a Frank, o prefieres que nos marchemos en seguida?

– Quiero esperar a Frank -murmuró ella, apoyándose en él, agradecida a su serenidad y simpatía.

– Me pregunto por qué habrás calado tan hondo en mi inexistente corazón -susurró el sacerdote, pensando que ella estaba demasiado mareada y turbada para oírle, pero necesitando expresar en voz alta sus pensamientos, como suele ocurrirles a los que llevan una vida solitaria-. No me recuerdas a mi madre, y nunca tuve ninguna hermana, y ojalá supiese algo más de ti y de tu desdichada familia… ¿Ha sido dura tu vida, pequeña Meggie?

Frank salió de la tienda, pon* un trozo de esparadrapo en una ceja y enjugándose el labio partido. Por primera vez, desde que le conocía el padre Ralph, parecía feliz; como suelen parecerlo la mayoría de los hombres después de haber pasado la noche con una mujer, pensó el sacerdote.

– ¿Qué hace Meggie aquí? -gruñó Frank, conservando todavía parte de su excitación del ring.

– La única manera de impedirle entrar habría sido atarla de manos y de pies y amordazarla -contestó agriamente el padre Ralph, reacio a justificarse, pero temiendo que Frank no la emprendiese también con él. No le tenía miedo a Frank, pero sí a dar un espectáculo en público-. Ella temía por ti, Frank; quería estar cerca de ti y asegurarse de si estabas bien. No.la riñas, pues ya está bastante trastornada.

– Líbrate de decirle a papá que has estado a una milla de este lugar -recomendó Frank a Meggie.

– ¿Qué os parece si damos por acabado nuestro paseo? -preguntó el sacerdote-. Creo que nos conviene un poco de descanso y una taza de té en la rectoría. -Pellizcó la punta de la nariz de Meggie-. Y a ti, señorita, no te vendría mal un buen lavado.

Paddy había pasado un día muy fastidioso con su hermana, siempre a sus órdenes -era mucho más exigente que Fee-, ayudándola a cruzar el barrizal de Gilly para no mancharse sus zapatos importados de guipur y manteniéndose a su lado cuando entregó el brazalete de esmeraldas -el Trofeo de Gi-llanbone- al vencedor de la carrera principal. Él no entendía que tuviesen que gastarse todo el dinero del premio en un brazalete de mujer, en vez de entregar una copa de plata sobredorada y un buen fajo de billetes, porque no conocía el carácter puramente deportivo de la carrera ni sabía que los que participaban en ella desdeñaban el dinero vulgar y podían ceder despreocupadamente sus ganancias a las damas. Horry Hopeton, cuyo caballo bayo, King Edward, había ganado el brazalete de esmeraldas, poseía ya otros de rubíes, diamantes y zafiros, de otros años; tenía esposa y cinco hijas, y decía que no pararía hasta haber ganado seis brazaletes.

La camisa almidonada y el cuello de celuloide ahogaban a Paddy; el traje azul le daba demasiado calor, y los exóticos mariscos de Sydney, que habían servido con el champaña, no habían sentado muy bien a su estómago acostumbrado a digerir cordero. Y se había sentido como un tonto, había pensado que parecía un tonto. Su traje, aunque de buena calidad, olía a sastre barato y estaba pasado de moda. Ellos no eran como toda esa otra gente: fanfarrones ganaderos de chaqueta de tweed, altivas matronas, jóvenes dentudas y caballunas, la flor y nata de lo que el Bulletin llamaba la «colonocracia». Pues hacían todo lo posible por olvidar los días del pasado siglo, cuando habían caído sobre estas tierras y se habían apropiado de grandes extensiones, y habían hecho que les fuesen reconocidas como propias al producirse la federación e implantarse las leyes del país. Se habían convertido en el grupo más envidiado del continente, tenían su propio partido político, enviaban a sus hijos a distinguidos colegios de Sydney, se codeaban con el Príncipe de Gales cuando éste venía de visita. En cambio, él, Paddy Cleary, era un trabajador. No tenía nada en común con aquellos aristócratas coloniales, que le recordaban demasiado la familia de su esposa.

Y así, cuando llegó al salón de la rectoría y se encontró con Frank, Meggie y el padre Ralph, tranquilamente sentados alrededor del fuego, como si hubiesen pasado un día estupendo y divertido, esto le irritó. Había echado terriblemente en falta el delicado apoyo de Fee, y todavía sentía por su hermana la misma antipatía de los tiempos de su primera infancia en Irlanda. Entonces advirtió el parche en la ceja de Frank y su cara hinchada: un pretexto caído del cielo.

– ¿Cómo vas a presentarte delante de tu madre con esa facha? -gritó-. Basta que te pierda un momento de vista para que vuelvas a las andadas, ¡para que armes una pelea con el primero que te mira de reojo!

El padre Ralph, sorprendido, se puso en pie de un salto y farfulló unas palabras apaciguadoras, pero Frank fue más rápido.

– ¡He ganado dinero con esto! -dijo, en voz muy suave, señalando el esparadrapo-. Veinte libras en unos pocos minutos, ¡más de los que nos paga la tía Mary a los dos juntos en un mes! Esta tarde, he no-queado a tres buenos boxeadores y he aguantado hasta el fin un combate con un campeón del peso ligero de Jimmy Sharman. Y me he ganado veinte libras. Puede que esto no coincida con lo que tú piensas qué debería hacer, pero, esta tarde, ¡me he ganado el respeto de todos los presentes!

– ¿Te enorgulleces de haber vencido a unos cuantos aporreados y viejos pugilistas en un espectáculo rural? ¡Despierta, Frank! Sé que no vas a crecer más en estatura, pero, aunque sólo sea por tu madre, ¡debes esforzarte en hacer crecer, tu inteligencia!

¡Qué palidez la de la cara de Frank! Como de huesos calcinados. Era el más terrible insulto que podían lanzarle, y lo había hecho su padre, y no podía replicarle a puñetazos. Empezó a jadear por el esfuerzo de mantener las manos quietas.

– No son viejos, papá. Sabes quién es Jimmy Shar-man, tan bien como yo. Y el propio Jimmy Sharman ha dicho que puedo hacer una espléndida carrera como boxeador; quiere incorporarme a su equipo y enseñarme. ¡Y pagarme! Tal vez no creceré más, pero puedo darle una paliza al más pintado… y esto va también por ti, ¡viejo sátiro!

La intención del epíteto no pasó inadvertida a Paddy, que palideció tanto como su hijo.

– ¡No te atrevas a llamarme eso!

– ¿Acaso no lo eres? Eres asqueroso, ¡eres peor que un carnero en celo! ¿No puedes dejarla en paz? ¿No puedes dejar de tocaría?

– ¡No, no, no! -chilló Meggie, y las manos del padre Ralph se hincaron en sus hombros como garras, sujetándola con fuerza. Las lágrimas fluyeron sobre las mejillas de la niña, que se debatía en vano para soltarse-. ¡No, papá, no! ¡Frank, por favor! ¡Por favor, por favor! -gritó.

Pero el único que la oía era el padre Ralph. Frank y Paddy estaban frente a frente, admitiendo al fin el odio y el miedo recíprocos que sentían. Habían saltado la valla de su mutuo amor por Fee, y ambos reconocían su rivalidad.

– Soy su marido -dijo Paddy, más sereno, tratando de dominarse-. Y nuestros hijos son una bendición de Dios.

– ¡No eres mejor que un perro viejo que persigue a todas las perras que se ponen a su alcance!

– Y tú no eres mejor que el perro viejo que te engendró, ¡quienquiera que fuese! ¡Gracias a Dios, no tuve arte ni parte en eso! -gritó Paddy, y se interrumpió de pronto-. ¡Oh, Dios mío! -La furia le abandonó como una ráfaga de viento; se doblegó, tembló y se llevó las manos a la boca, como si quisiera arrancarse la lengua por haber dicho lo indecible-. ¡No quise decir esto! ¡No quise decirlo! ¡No quise decirlo!

En el momento en que pronunció aquellas palabras, el padre Ralph soltó a Meggie y agarró a Frank. Doblándole el brazo derecho detrás de la espalda, le pasó el suyo izquierdo alrededor del cuello, ahogándole. El padre Ralph era vigoroso, y su llave, paralizadora; Frank luchó para librarse de él, pero cedió de pronto y meneó la cabeza en ademán de sumisión. Meggie había caído al suelo de rodillas y lloraba, mirando alternativamente a su hermano y a su padre, con impotente y suplicante angustia. No comprendía lo que había pasado, pero sabía que perdería a uno de los dos.

– ¡Lo dijiste! -gruñó Frank-. ¡Tenía que haberlo sabido! ¡Tenía que haberlo sabido! -Trató de volver la cabeza hacia el padre Ralph-. Suélteme, padre. No le tocaré, lo juro por Dios.

– ¿Lo juras por Dios? ¡Que Él os confunda a los dos! Si habéis arruinado a esa criatura, ¡soy capaz de mataros! -rugió el sacerdote, ahora el único realmente furioso-. ¿Os dais cuenta de que tuve que retenerla aquí, oyendo esto, por miedo de que, si me la llevaba, os matarais durante mi ausencia? Tendría que haber dejado que lo hicieseis, ¡miserables y egoístas cretinos!

– Está bien; me marcho -dijo Frank, con una voz extraña, vacía-. Voy a incorporarme al equipo de Sharman, y no volveré.

– ¡Tienes que volver! -susurró Paddy-. ¿Qué voy a decirle a tu madre? Para ella significas más que todos los demás juntos. ¡Nunca me lo perdonaría!

– Dile que me he ido con Jimmy Sharman porque quiero ser alguien. Es la verdad.

– Lo que dije antes… no era verdad, Frank.

Los ojos negros de Frank chispearon desdeñosos. La primera vez que el cura los había visto, se había preguntado: ¿cómo tenía Frank los ojos negros, si Fee los tenía grises, y Paddy, azules? El padre Ralph conocía las leyes mendelianas, y no creía que el color gris de los ojos de Fee lo explicasen suficientemente.

Frank tomó su chaqueta y su sombrero.

– ¡Oh, era verdad! Debí de haberlo adivinado. ¡Los recuerdos de mamá, tocando la espineta de un salón que tú no habrías podido tener nunca! La impresión de que yo estaba antes que tú en su corazón, de que ella era mía antes que tuya. -Rió sin ganas-. ¡Y pensar que todos estos años te había culpado a ti de rebajarla, cuando había sido yo. ¡Había sido yo!

– No había sido nadie, Frank, ¡nadie! -gritó el cura, tratando de retenerle-. Fue parte de los designios inescrutables de Dios, ¡piénsalo así!

Frank apartó la mano que trataba de detenerle y se dirigió a la puerta con su forma de andar ligera, resuelta, caminando sobre las puntas de los pies. Había nacido para boxeador, pensó el padre Ralph en un rincón aislado de su cerebro, de su cerebro de cardenal.

– ¡Los designios inescrutables de Dios! -le escarneció el joven desde la puerta-. ¡No es usted mejor que un loro cuando hace de sacerdote, padre De Bricassart! ¡Que Dios le ayude, porque es el único de nosotros que no tiene idea de lo que realmente es!

Paddy se había sentado en un sillón, con el rostro ceniciento, mirando con sus ojos hundidos a Meggie, que, sentada sobre las rodillas delante del fuego, se mecía adelante y atrás. Se levantó para acercarse a ella, pero el padre Ralph le empujó bruscamente.

– Déjela en paz. ¡Ya basta con lo que ha hecho! Hay whisky en la alacena; sírvase una copa. Yo iré a acostar a la niña, pero volveré para que hablemos; por consiguiente, no se vaya. ¿Me ha entendido?

– Le esperaré, padre. Vaya a acostarla.

En el lindo dormitorio pintado de verde manzana del piso de arriba, el sacerdote desabrochó el vestido y la camisa de la niña e hizo sentar a ésta en el borde de la cama para poder quitarle los zapatos y las medias. Su camisa de dormir estaba sobre la almohada, donde la había dejado Annie; él se la puso por la cabeza y la bajó hasta los pies, pudorosamente, antes de que ella se quitase el pantalón. Y, mientras tanto, le habló de naderías, de tonterías sobre botones que no querían soltarse y cordones de zapatos que se enredaban y nudos que no se deshacían. Imposible saber si ella le oía; mudos cuentos de tragedias infantiles, de penas y dolores, permanecían escondidos detrás de unos ojos que miraban, tristemente, más allá de los hombros del sacerdote.

– Ahora, acuéstate querida niña, y procura dormir. Volveré dentro de un rato para ver cómo estás; por consiguiente, no te preocupes, ¿oyes? Después hablaremos de todo.

– ¿Está bien? -preguntó Paddy, al volver él al salón.

El padre Ralph tomó la botella de whisky que había en la alacena y se sirvió medio vaso.

– Sinceramente, no lo sé. Le aseguro, Paddy, que quisiera saber cuál es el peor defecto de los irlandeses, si la bebida, o el mal genio. ¿Qué le llevó a decir aquello? No, no hace falta que me conteste. El mal genio. Desde luego, era verdad. Supe que no era suyo desde el primer momento en que le vi.

– No se le escapan muchas cosas, ¿eh?

– Supongo que no. Sin embargo, me basta con unas dotes corrientes de observación para saber cuan do alguno de mis feligreses sufre penas o tribulaciones. Y, cuando lo veo, mi deber es ayudarle en lo que pueda.

– En Gilly le quieren mucho, padre.

– Lo cual debo agradecer sin duda a mi cara y a mi figura -comentó amargamente el sacerdote, sin conseguir dar a su voz el tono ligero que había pretendido.

– ¿Lo cree usted así? No estoy de acuerdo, padre. Le queremos porque es usted un buen pastor.

– Bueno, sea como fuere, parece que me veo metido en sus embrollos -dijo, penosamente, el padre Ralph-. Será mejor que se desahogue, hombre.

Paddy miró fijamente el fuego, al que había dado las dimensiones de una hoguera mientras el sacerdote acostaba a Meggie, en un exceso de remordimiento y en el frenesí de hacer alguna cosa. El vaso vacío que tenía en la mano se movió en una serie de rápidas sacudidas; el padre Ralph fue a buscar la botella de whisky y volvió a llenarlo. Después de un largo trago, Paddy suspiró y se enjugó unas lágrimas olvidadas sobre el rostro.

– No sé quién es el padre de Frank. La cosa ocurrió antes de que yo conociese a Fee. Ésta pertenece, prácticamente, a la primera familia de Nueva Zelanda, socialmente hablando, y su padre tenía una gran propiedad, dedicada a trigales, y a ganadería lanar, en las afueras de Ashburton, en la isla del Sur. El dinero no era ningún problema, y Fee era su única hija. Según tengo entendido, él había hecho planes para su vida: un viaje a la madre patria, presentación en la Corte, y un marido adecuado. Naturalmente, ella no había hecho nunca nada en la casa. Tenían doncellas y criados y caballos y grandes carruajes; vivían como príncipes.

»Yo era mozo de la granja y, a veces, veía a Fee desde lejos, llevando un niño de unos dieciocho meses. Un día, el viejo James Armstrong fue a buscarme. Su hija, me dijo, había deshonrado a la familia; no estaba casada y tenía un hijo. Se había echado tierra al asunto, naturalmente; pero, cuando trataban de sacarla de allí, su abuela armaba tanto jaleo que no había más remedio que dejar las cosas como estaban, por muy embarazosa que fuese la situación. Ahora, la abuela se estaba muriendo y, por tanto, nada les impedía ya librarse de Fee y de su hijo. Yo era soltero, me dijo James; si me casaba con ella y le aseguraba que me la llevaría de la isla del Sur, pagaría nuestros gastos de viaje y, además, nos daría quinientas libras.

»Bueno, padre, aquello era una fortuna para mí, y estaba cansado de la vida de soltero. Pero era muy tímido y no se me daban bien las chicas. La propuesta me pareció buena, y, sinceramente, no me importaba demasiado lo del hijo. La abuela se olió la cosa y me mandó llamar, aunque estaba muy enferma. Creo que había sido muy despota en sus buenos tiempos, pero era una verdadera dama. Me habló un poco de Fee, pero no me dijo quién era el padre de la criatura, ni yo me atreví a preguntárselo. En definitiva, me hizo prometer que sería bueno con Fee… Sabía que echarían de allí a Fee en cuanto ella hubiese muerto, y, por consiguiente, había aconsejado a James que le buscase un marido. La pobre vieja me dio pena; quería entrañablemente a Fee.

»¿Me creería usted, padre, si le digo que la primera vez que pude saludar a Fee fue el día que nos casamos?

– Sí, lo creo -repuso el sacerdote, casi sin aliento. Miró el líquido que quedaba en su vaso, lo apuró de un trago, tomó la botella y llenó los dos vasos-. Así, se casó usted con una dama de condición muy superior a la suya, ¿eh, Paddy?

– Sí. Y al principio estaba mortalmente asustado. Era tan hermosa en aquellos tiempos, padre, y tan…, no sé cómo decirlo. Como si estuviera ausente, como si todo aquello le ocurriese a otra persona.

– Todavía es hermosa, Paddy -dijo amablemente el padre Ralph-. Creo ver en Meggie lo que debió de ser ella cuando era niña.

– La vida no ha sido fácil para ella, padre, pero no sé qué otra cosa habría podido hacer yo. Al menos estaba segura conmigo, y nadie la ultrajaba. Necesité dos años para reunir el valor necesario para, bueno…, para ser un verdadero esposo. Tuve que enseñarle a cocinar, a barrer, a lavar y planchar la ropa. Ella no sabía hacerlo.

»Y ni una sola vez, en todos los años que llevamos de matrimonio, se quejó, ni rió, ni lloró. Solo en los momentos más íntimos de nuestra vida juntos muestra algún sentimiento, y aun entonces, sin palabras. Ojalá hablase; pero, por otra parte, no deseo que lo haga, porque siempre me imagino que, si lo hiciese, pronunciaría el nombre de él. ¡Oh! No quiero decir que no nos quiera, a mí y a nuestros hijos. Pero la amo tanto, que me parece que ella no puede tener un sentimiento tan grande. Salvo para Frank. Siempre he sabido que quiere a Frank más que a todos los demás. Debió de amar mucho a su padre. Pero no sé nada acerca de este hombre, ni quién fue, ni por qué no pudieron casarse.

El padre Ralph se miró las manos, pestañeando.

– ¡Oh, Paddy! ¡La vida es un infierno! Gracias a Dios, yo no he tenido valor para vivirla plenamente.

Paddy se levantó, tambaleándose un poco.

– Bueno, ahora ya está hecho, padre. He echado a Frank de aquí, y Fee no me lo perdonará jamás.

– No debe decírselo, Paddy. No, no debe saberlo nunca. Dígale solamente que Frank se ha ido con los boxeadores, sin más. Ella sabe lo inquieto que estaba Frank, y le creerá.

– ¡No podría hacer esoj padre!

Paddy estaba despavorido.

– Pues tiene que hacerlo, Paddy. ¿No ha sufrido ella bastante? No aumente sus tribulaciones.

Y pensó: ¿Quién sabe? Tal vez os dará al fin, a ti y a los pequeños, el amor que ahora profesa a Frank.

– ¿De veras lo cree así, padre?

– Sí. Lo de esta noche debe quedar entre nosotros.

– Pero, ¿y Meggie? Lo ha oído todo.

– No se preocupe por Meggie. Yo me encargaré de ella. No creo que haya entendido nada, salvo que usted y Frank se han peleado. Le haré comprender que, habiéndose marchado Frank, su madre sufriría aún más si ella le contase la disputa. Además, tengo la impresión de que Meggie le cuenta muchas cosas a su madre -se levantó-. Vayase a la cama, Paddy. Mañana tiene que aparecer normal cuando acompañe a Mary, recuérdelo.

Meggie no dormía. Yacía con los ojos abiertos, a ¡a débil luz de la lamparita de la mesita de noche. El sacerdote se sentó a su lado y advirtió que la niña llevaba aún las trenzas. Cuidadosamente, deshizo los lazos de las cintas azules y tiró suavemente de los cabellos hasta que éstos formaron una capa ondulada de oro fundido sobre la almohada.

– Frank se ha ido, Meggie -le dijo.

– Lo sé, padre.

– ¿Sabes por qué lo ha hecho, querida?

– Se ha peleado con papá.

– ¿Y qué vas a hacer tú?

– Me iré con Frank. Me necesita.

– No puedes hacerlo, Meggie.

– Sí que puedo. Quería ir a buscarle esta noche, pero las piernas no me sostenían, y no me gusta la oscuridad. Pero, por la mañana, iré a buscarle.

– No, Meggie, no debes hacerlo. Mira, Frank tiene que forjarse un porvenir, y es hora de que se vaya. Sé que tú no quieres que se marche, pero hace mucho tiempo que él deseaba hacerlo. No debes ser egoísta; tienes que dejarle vivir su propia vida. -La monotonía de la repetición, pensó, haría que fuese comprendiendo-. Cuando nos hacemos mayores, es natural y justo que queramos vivir fuera del hogar donde nos criamos, y Frank es ya un hombre de verdad. Debería tener su propio hogar, una esposa y una familia propia. ¿No lo comprendes, Meggie? La pelea entre tu papá y Frank no ha sido más que una señal de que Frank quería marcharse. No ha sido porque ellos no se quieran. Ha sido ún pretexto que suelen emplear los jóvenes, cuando desean marcharse de casa. Ha sido la excusa que ha encontrado Frank, para hacer lo que deseaba desde hacía mucho tiempo, para marcharse. ¿Lo entiendes ahora, Meggie?

Ella levantó los ojos y le miró a la cara. Unoí ojos cansados, doloridos, viejos.

– Lo sé -dijo-. Lo sé. Frank quiso ya marcharse una vez, cuando yo era pequeñita, y no pudo. Papá lo trajo de nuevo a casa y le obligó a quedarse con nosotros.

– Pero, esta vez, papá no le hará volver, porque no podría hacer que se quedase. Frank se ha marchado definitivamente, Meggie. No volverá.

¿Y no volveré a verle?

– No lo sé -respondió él sinceramente-. Quisiera decirte que sí, pero nadie puede predecir el futuro, Meggie, ni siquiera los curas. -Suspiró-. No debes contarle a tu mamá que se pelearon, Meggie, ¿lo oyes bien? Esto la trastornaría muchísimo, y ella no se encuétra bien.

– ¿Porque va a tener otro niño?

– ¿Qué sabes tú de esto?

– A mamá le gusta criar niños; ha tenido muchos. Y tiene unos niños tan lindos, padre, incluso cuando no se encuentra bien… Yo también tendré uno como Hal, y entonces, no echaré tanto en falta a Frank, ¿verdad?

– Partenogénesis -dijo él-. Te deseo suerte, Meggie. Pero, ¿y si no lo tuvieses?

– Siempre me quedaría Hal -dijo ella, soñolienta, acurrucándose en la cama. Después, añadió-: Padre, ¿se marchará usted también?

– Algún día, Meggie. Pero no creo que sea pronto; así que no te preocupes. Tengo la impresión de que me quedaré mucho, muchísimo tiempo en Gilly -respondió el sacerdote, y había una gran amargura en sus ojos.

6

No hubo nada que hacer: Meggie tuvo que volver a casa. Fee no podía estar sin ella, y, cuando Stuart se quedó solo en el convento de Gilly, inició una huelga de hambre y tuvieron que devolverlo también a Drogheda.

Corría el mes de agosto, y el frío era intenso. Hacia exactamente un año que habían llegado a Australia, pero aquel invierno era más crudo que el anterior. No llovía, y el aire helado se clavaba en los pulmones. En las cimas de la Gran Divisoria, a quinientos kilómetros al Este, la capa de nieve era más gruesa que en muchos años anteriores, pero no había llovido al oeste de Burren Junction desde el monzón del verano pasado. La gente de Gilly temía otra sequía; en realidad, se había retrasado, tenía que venir, tal vez sería ahora.

Cuando Meggie vio a su madre, sintió como si acabasen de cargarle un enorme peso; tal vez la despedida de la infancia, presentimiento de lo que era ser mujer. Exteriormente, no se advertían cambios en su madre, salvo el mayor abultamiento del vientre; pero, interiormente, Fee marchaba con retraso, como un viejo reloj cansado, agotando el tiempo antes de pararse para siempre. La vivacidad que Meggie había observado siempre en su madre no existía ya. Fee levantaba los pies y volvía a bajarlos, como si ya no estuviese segura de cómo debía dar los pasos, como si una especie de tambaleo espiritual se hubiese contagiado a su andadura; y ya no mostraba alegría por el hijo que iba a nacer; ni siquiera la rígida y disimulada alegría que había sentido por Hal.

El pequeño pelirrojo se arrastraba por toda la casa, metiendo las narices en todas partes pero Fee no trataba de corregirle, ni siquiera de vigilar sus actividades. Continuaba sus perpetuas idas y venidas de la cocina a la mesa y al fregadero, como si no existiese nada más. Por consiguiente, Meggie no tenía alternativa: llenó simplemente el vacío producido en la vida del pequeño, y se convirtió en su madre. No era ningún sacrificio para ella, poque le quería entrañablemente y encontraba en él un objetivo desvalido y bien dispuesto a recibir todo el amor que ella tenía necesidad de prodigar en alguna criatura humana. El la llamaba, aprendió a decir su nombre antes que los de los demás, levantaba los bracitos para que ella le cogiese, y esto llenaba a Meggie de alegría. A pesar de todo el tráfago, de la costura y los zurcidos, del lavado y el planchado de la ropa, de las gallinas y de todas sus demás tareas, Meggie encontraba muy agradable su vida.

Nadie mencionaba a Frank, pero, cada seis semanas, Fee, levantaba la cabeza al oír la llamada del cartero y se animaba durante un rato. Entonces la señora Smith traía la correspondencia que había para ellos, y, al ver que no había ninguna carta de Frank, se extinguía la pequeña ráfaga de doloroso interés.

Había dos nuevas vidas en la casa. Fee había tenido gemelos, otros dos varones Cleary, pelirrojos, a los que pusieron los nombres de James y Patrick. Los dos pequeñines, gracias a la alegre disposición y tierno carácter de su padre, se convirtieron en propiedad común desde el momento de nacer, pues, aparte de amamantarlos, Fee se tomaba poco interés por ellos. Pronto fueron abreviados sus nombres, que quedaron en Jims y Patsy, y los dos niños gozaron de la predilección de las mujeres de la casa grande, las dos doncellas solteras y el ama de llaves viuda y sin hijos, que se perecían por los pequeños. De este modo resultó sumamente fácil para Fee olvidarse de ellos -tenían tres madres abnegadas-, y, con el paso del tiempo, se dio por cosa aceptada que pasaran la mayor parte del tiempo en la casa principal. Meggie no tenía tiempo de acogerlos bajo sus alas protectoras sin desatender a Hal, que era extraordinariamente posesivo v no gustaba de las torpes e inexpertas zalamerías de la señora Smith, de Minnie y de Cat. Meggie era el núcleo amoroso del mundo de Hal; él sólo amaba a Meggie, no quería a nadie que no fuese Meggie.

Bluey Williams cambió sus deliciosos caballos de tiro y su maciza carreta por un camión, con lo que el correo llegaba ahora cada cuatro semanas, en vez de cada seis, pero nunca traía noticias de Frank. Y, gra dualmente, empezó a borrarse un poco su recuerdo, como suele ocurrir incluso con el de aquellos que han sido muy amados; como si se produjese en la mente un proceso de cicatrización inconsciente, a pesar de nuestros desesperados esfuerzos de no olvidar jamás. Para Meggie, fue un doloroso desvanecimiento de la apariencia de Frank, una confusa conversión de sus amadas facciones en una imagen divinizada que parecía tanto al verdadero Frank como podía parecerse una santa imagen de Cristo a lo que debió ser el Hombre. Y para Fee, una sustitución nacida de las silenciosas profundidades donde había destilado la evolución de su alma.

Se produjo tan disimuladamente que nadie se dio cuenta. Pues Fee siguió envuelta en su quietud y en una inexpresividad total; la sustitución fue algo interior que nadie tuvo tiempo de observar, salvo el nuevo objeto de su amor, que no dio señales externas de haberlo advertido. Era algo tácito y oculto entre los dos, algo para amortiguar su soledad.

Tal vez era inevitable, porque, de todos sus hijos, Stuart era el único que se parecía a ella. A sus catorce años era, para su padre y sus hermanos, un misterio tan grande como había sido Frank; pero, a diferencia de éste, no provocaba hostilidad ni irritación. Hacía lo que le decían sin quejarse nunca; trabajaba tan duro como los demás, y no producía ondas en el estanque de la vida de los Cleary. Aunque también era pelirrojo, el color de sus cabellos era más oscuro que el de los otros chicos, tiraba a caoba y sus ojos eran tan claros como el agua remansada bajo una sombra, como si se remontasen en el tiempo hasta los orígenes y lo viese todo como realmente era. También era el único de los hijos de Paddy que prometía ser un guapo mozo, aunque Meggie pensaba, sin decirlo, que Hal le superaría cuando se hiciese mayor. Nadie sabía lo que pensaba Stuart; como Fee, hablaba poco y nunca daba una opinión. Y tenía la curiosa habilidad de permanecer absolutamente quieto, tanto dentro de sí mismo como en el exterior, y Meggie, que era la más próxima a él en edad, tenía la impresión de que era capaz de ir a sitios donde nadie podría seguirle jamás. El padre Ralph expresaba lo mismo en otros términos:

– ¡Ese chico no es humano! -había exclamado el día en que había llevado al hambriento Stuart a Dro-gheda, después de haberse quedado sin Meggie en el convento-. ¿Dijo que quería volver a casa? ¿Dijo que añoraba a Meggie? ¡No! Sólo dejó de comer y esperó a que sus motivos calasen en nuestros torpes cerebros. Ni una sola vez abrió la boca para lamentarse, y, cuando me acerqué a él y le pregunté gritando si quería volver a casa, se limitó a sonreír y asentir con la cabeza.

Con el tiempo, se convino tácitamente en que Stuart no iría a la dehesa a trabajar con papá y los otros chicos, aunque, por su edad, habría podido hacerlo. Stu se quedaría de guardia en casa, cortaría leña, cultivaría el huerto, ordeñaría las vacas… todas las labores que las mujeres no tenían tiempo de hacer, con tres niños pequeños en la casa. Era prudente tener un hombre en el lugar, aunque fuese sólo un hombre de su edad; era una prueba de que había otros hombres por allí. Porque había visitantes; sonaban pisadas extrañas en las tablas de la galería de atrás, y decía la voz de un desconocido:

– ¡Eh, señora! ¿Podría darme algo de comer?

La región abundaba en esta clase de hombres, vagabundos que iban de hacienda en hacienda, bajando de Queensland o subiendo de Victoria; tipos que habían tenido mala suerte o que no gustaban de empleos regulares, prefiriendo recorrer a pie miles de kilómetros, en busca de algo que sólo ellos sabían. En su mayoría, eran hombres honrados, que aparecían, se atracaban de comida, se guardaban un poco de té y de azúcar y de harina que les daban, y se alejaban por el camino de Barcoola o de Narrengang, con sus viejos y mellados botes de hojalata colgados del cinto, y seguidos por unos perros flacos que casi se arrastraban por el suelo. Los vagabundos australianos raras veces montaban a caballo; iban a pie.

De vez en cuando, aparecía algún malvado, buscando sitios donde sólo hubiese mujeres; no para violarlas, pero sí para robar. Por esto tenía Fee una escopeta cargada en un rincón de la cocina donde los pequeños no pudiesen alcanzarla, pero procurando siempre que estuviese más cerca de ella que del visitante, hasta que sus ojos expertos definían su carácter. Cuando Stuart fue destinado oficialmente al cuidado de la casa, Fee le pasó la escopeta de buen grado.

No todos los visitantes eran vagabundos, aunque sí la mayoría; por ejemplo, estaba el hombre de Watkins, que viajaba en su viejo «Ford T». Llevaba de todo, desde linimento para los caballos hasta jabón de olor, muy diferente del jabón duro que hacía Fee en el cubo de la colada, a base de grasa y sosa cáustica; y también traía agua de lavanda y agua de Colonia, y polvos y cremas, para las caras resecas por el sol. Había cosas que nadie soñaba en comprar, salvo al hombre de Watkins; como un ungüento, mucho mejor que cualquier producto droguería o de farmacia, pues lo curaba todo, desde un desgarrón en el costado de un perro hasta una úlcera en la espinilla de un hombre. Y las mujeres se agolpaban en las cocinas que visitaba, esperando ansiosamente que abriese sus grandes baúles llenos de piezas de loza.

Y había otros vendedores, que recorrían aquellos remotos parajes con menos regularidad que el hombre de Watkins, pero que eran igualmente bien recibidos, pues vendían de todo, desde cigarrillos y pipas de fantasía hasta piezas enteras de tela, e incluso, a veces, seductoras prendas de ropa interior y lujosos corsés. Y es que aquellas mujeres carecían de todo, teniendo que contentarse con uno o dos viajes al año al pueblo más próximo, lejos de las brillantes tiendas de Sydney, lejos de la'moda y de los adornos femeninos.

La vida parecía estar hecha de moscas y de polvo. No había llovido en mucho tiempo, ni siquiera un chaparrón para fijar el polvo y ahogar las moscas; porque, cuanto menos llovía, más moscas y más polvo había.

Todos los techos aparecían festoneados de largas tiras colgantes de papel engomado, que en sólo un día quedaba negro de moscas. Nada podía descubrirse un solo instante sin que se convirtiese en una orgía o en un cementerio de moscas, y los excrementos de estos insectos salpicaban los muebles, las paredes y el calendario del Almacén General de Gi-llanbone.

¡Y el polvo! No había manera de librarse de él; un polvo finísimo y pardo, que se filtraba en los recipientes mejor cerrados, daban un tono mate a ios cabellos recién lavados, hacía que la piel pareciese áspera, se posaba en los pliegues de la ropa y de las cortinas, y formaba, sobre las barnizadas mesas, una película que reaparecía en el mismo momento de ser limpiada. Se depositaba en gruesas capas en el suelo, sacudido descuidadamente de las botas o arrastrado por el viento a través de las puertas y ventanas abiertas. Fee se vio obligada a guardar las alfombras persas y a pedir a Stuart que clavase una lámina de linóleo que había comprado disimuladamente en el almacén de Gilly.

La cocina, que era la pieza que recibía más visitantes del exterior, tenía las tablas de ceca del suelo del color de huesos viejos, de tanto fregarlas con un cepillo de alambre y jabón de lejía. Fee y Meggie vertían sobre ellas aserrín recogido cuidadosamente por Stuart en la leñera, lo rociaban con preciosas gotas de agua y barrían la olorosa mezcla fuera de la puerta, arrojándola de la galería al huerto, donde se descomponía en humus.

Pero nada era capaz de desterrar el polvo por mucho tiempo, y llegó un momento en que el torrente se secó, convirtiéndose en un rosario de pequeños charcos, y ya no se pudo extraer agua de él para la cocina y el cuarto de baño. Stuart. llevó el coche cuba al.manantial, lo llenó y lo yació en una de las cisternas auxiliares, y las mujeres tuvieron que acostumbrarse a un agua diferente y horrible para lavar los platos, la ropa y los cuerpos, un agua aún peor que la fangosa del torrente, que olía a azufre y tenía que ser escrupulosamente eliminada de los platos, y que dejaba los cabellos mates y ásperos, como si fuesen de paja. La escasa agua de lluvia que quedaba la reservaban estrictamente para beber y para cocinar.

El padre Ralph observaba cariñosamente a Meggie. Ésta cepillaba la roja y rizada cabeza de Patsy, mientras Jims esperaba sumisamente su turno, aunaue con cierta impaciencia, y los dos pares de brillantes ojos azules la miraban con devoción. Era una verdadera madrecita. Esta peculiar obsesión de las mujeres por los niños, murmuró él para sus adentros, debía de ser algo innato en ellas, pues, de no ser así, Meggie lo habría considerado, a sus años, más como un deber que como una satisfacción, y habría procurado darse prisa para cambiar esta tarea por otra más llevadera. Pero lo cierto era que prolongaba deliberadamente la operación, retorciendo los mechones de Patsy entre sus dedos, para sacar ondas de aquella maraña. Durante un rato, el sacerdote estuvo como hechizado contemplando la actividad de la niña; después, se sacudió el polvo de una bota con el látigo y contempló enfurruñado, desde la galería, la casa grande oculta detrás de los eucaliptos y las enredaderas, y la profusión de dependencias y de pimenteros que se levantaban entre el caserón aislado y este pedazo de finca que era la residencia del mayoral. ¿Qué intriga estaba urdiendo la vieja araña desde el centro de su vasta tela?

– Padre, ¡no nos mira usted! -le acusó Meggie. -Perdona, Meggie. Estaba pensando. -Se volvió a ella en el momento en que acababa con Jims, y los tres se le quedaron mirando, con expectación, hasta que se inclinó y cargó con los dos gemelos-. Iremos a ver a vuestra tía Mary, ¿eh?

Meggie le siguió por el sendero, llevando el látigo y tirando de la yegua castaña. Él transportaba los niños sin parecer sentir su peso, aunque había más de un kilómetro desde el torrente a la casa grande. En la cocina, entregó los gemelos a la embelesada señora Smith y siguió paseo arriba, en dirección a la casa principal, con Meggie caminando a su lado.

Mary Carsoii estaba sentada en su sillón. Estos días casi no se movía, pues ya no necesitaba hacerlo, dada la eficacia con que Paddy manejaba las ¿osas. Al entrar el padre Ralph, llevando a Meggie de la mano, fijó en ésta una mirada maligna; el padre Ralph sintió que se aceleraba el pulso de la niña y le apretó la muñeca para darle ánimos. Meggie hizo una torpe reverencia a su tía y murmuró un saludo inaudible.

– Ve a la cocina, pequeña, y toma el té con la señora Smith -indicó secamente Mary Carson.

– ¿Por qué no la quiere? -pregunto el padre Ralph, dejándose caer en el sillón que consideraba casi como propio.

– Porque la quiere usted -respondió ella.

– ¡Oh, vamos! -Por una vez, se sintió confuso-. No es más que una chiquilla, Mary.

– Pero usted rfo la ve como tal, y lo sabe.

Él la miró irónicamente, con sus bellos ojos azules. Ahora estaba más tranquilo.

– ¿Se imagina que abuso de los niños? A fin de cuentas, ¡soy sacerdote!

– Ante todo, es usted hombre, Ralph de Bricassart. El hecho de ser sacerdote le hace sentirse seguro, y nada más.

Él rió, sobresaltado. Por alguna razón, no podía batirse hoy con ella; como si la anciana_ hubiese descubierto una rendija en su armadura, introduciendo por ella su veneno de araña, Y él estaba cambiando; tal vez se hacía viejo, o aceptaba la oscuridad en Gillanbone. El fuego se estaba apagando, ¿o acaso ardía él ahora por otras cosas?

– No soy un hombre -dijo-. Soy un sacerdote… Tal vez es el calor, el polvo, las moscas… Pero no soy un hombre, Mary. Soy un cura.

– ¡Cómo ha cambiado, Ralph! -se burló ella-. ¿Estoy oyendo realmente al cardenal De Bricassart?

– Eso es imposible -replicó él, mientras una fugaz expresión de tristeza pasaba por sus ojos-. Y creo que ya no deseo ser cardenal.

Ella se echó a reír y se meció en su sillón, mirándole fijamente.

– ¿No lo desea, Ralph? ¿De veras? Bueno, le dejaré cocerse un poco más en su propia salsa, pero ya le llegará el día de saldar cuentas, no lo dude. Todavía no, quizá pasarán aún dos o tres años, pero llegará. Yo haré de diablo, y le ofreceré… ¡Ya he dicho bastante! Pero no dude de que le haré retorcerse. Es usted el hombre más fascinante que he conocido. Nos arroja su belleza a la cara, despreciando nuestra tontería. Pero yo le clavaré en la pared por su punto más flaco; haré que se venda como una ramera pintarrajeada. ¿Acaso lo duda?

Él se retrepó en el sillón y sonrió.

– No dudo de que lo intentará. Pero no creo que me conozca tan bien como se imagina.

– ¿No? El tiempo lo dirá, Ralph, sólo el tiempo. Yo soy ya vieja, y nada me queda, salvo el tiempo.

– ¿Y qué cree usted que tengo yo? -preguntó él-. Tiempo, Mary, sólo tiempo. Tiempo, y polvo, moscas.

Las nubes se agolparon en el cielo, y Paddy empezó a confiar en que llovería.

– Tormentas secas -dijo Mary Carson-. Eso no nos traerá agua. No va a llover en mucho tiempo.

Si los Cleary pensaban que habían visto lo peor que podía ofrecer Australia en cuanto a rudeza del clima, era porque todavía no habían experimentado las tormentas secas en las resecas llanuras. Despojados de toda humedad lubrificante, la tierra y el aire se frotaban ásperamente, y ésta era una fricción irritante que aumentaba y aumentaba hasta que sólo podía terminar en una gigantesca dispersión de energía acumulada. El cielo descendió y se oscureció tanto que Fee tuvo que encender la luz dentro de casa; en los corrales, los caballos se estremecían y piafaban al menor ruido; las gallinas se encaramaban en sus perchas y escondían la cabeza bajo el ala temblorosa; los perros gruñían y se peleaban; los cerdos que hozaban entre los escombros hundían el hocico en el polvo y atisbaban con sus brillantes ojitos. La fuerzas latentes en los cielos infundían pánico en los huesos de todos los seres vivos, como si las grandes y espesas nubes se hubiesen tragado el sol y se dispusieran a escupir fuego solar sobre la tierra.

El trueno avanzó desde la lejanía a velocidad creciente, las chispas del horizonte dieron vivo relieve a las rugientes ondas, crestas de sorprendente blancura espumearon y rompieron sobre profundidades que tenían un azul de medianoche. Entonces, con un viento ululante que absorbía el polvo y lo lanzaba contra los ojos, las orejas y la boca, llegó el cataclismo. Nadie tuvo ya que imaginarse la ira bíblica de Dios, porque la vivieron todos. Ninguno de los hombres podía abstenerse de saltar cuartüo retumbaba el trueno -estallaba con el ruido y la furia de un mundo en desintegración-, pero, al cabo de un rato, la familia reunida se acostumbró a ello y salió a la galería y contempló las dehesas del otro lado del torrente. Grandes relámpagos zigzagueantes trazaban vetas de fuego en todo el cielo, y los rayos caían por docenas a cada instante; saltaban cadenas de destellos sulfurosos entre las nubes, entrando y saliendo de ellas como en un juego del escondite. Los árboles fulminados crujían y humeaban sobre la hierba, y ahora comprendieron al fin los Cleary la razón de que aquellos solitarios centinelas de los prados estuviesen muertos.

Un resplandor fantástico flotaba en el aire, ún aire que ya no era invisible, sino que tenía fuego dentro, rosado y lila, fosforescente, o de un amarillo de azufre, y que exhalaba un olor dulzón, evasivo, imposible de reconocer. Los árboles resplandecían débilmente, los rojos cabellos de los Cleary aparecían aureolados de lenguas de fuego, y todos tenían erizado el vello de los brazos. Y esto duró toda la tarde, y sólo se extinguió poco a poco por el Este al anochecer, librándoles de su espantoso hechizo, pero dejándoles excitados, nerviosos, intranquilos. No había caído una gota de lluvia. Pero haber sobrevivido, sanos y salvos, en aquel delirio atmosférico, era como morir y volver a la vida; no pudieron hablar de otra cosa en toda una semana.

– Tendremos mucho más -dijo, agorera, Mary Carson.

Y tuvieron mucho más. El segundo invierno seco trajo mucho más frío del que cabía esperar si no nevaba; la escarcha formaba capas de varios centímetros sobre el suelo, y los perros se acurrucaban en sus perreras y conservaban el calor atracándose de carne de canguro y de montones de grasa de las reses sacrificadas en la hacienda. Al menos, el mal tiempo significaba comer carne de buey y de cerdo, en vez de la eterna carne de cordero. Encendían grandes fogatas dentro de casa, y los hombres se refugiaban en ella siempre que podían, pues, sobre todo de noche, se habrían helado en la dehesa. En cambio, cuando llegaban los esquiladores, éstos estaban de buen humor, porque podían trabajar más de prisa, sudando menos. En el compartimiento de cada hombre en el gran cobertizo, había un círculo más claro en el suelo de tablas, que correspondía al sitio donde el sudor de los esquiladores, durante cincuenta años, había blanqueado la madera.

Todavía quedaba hierba de la última y lejana inundación, pero disminuía fatídicamente. Día tras día, el cielo estaba encapotado y había poca luz, pero no llovía nunca. El viento aullaba tristemente sobre, los prados, levantando grandes remolinos de polvo que parecían de lluvia, atormentando la mente con fantasías de agua.

A los niños les salieron sabañones en los dedos; procuraban no sonreír, porque tenían los labios agrietados; cuando se quitaban los calcetines, se arrancaban piel de los talones y de las espinillas. Era completamente imposible conservar el calor con aquel viento crudo y fuerte, tanto más cuanto que las casas habían sido proyectadas para captar todas las ráfagas de aire, no para impedir su entrada. Se acostaban en dormitorios helados y se levantaban en dormitorios helados, esperando pacientemente que mamá íes guardase un poco de agua caliente de la olla del fogón, para que el acto de lavarse no fuese una terrible y dolorosa tarea.

Un día, el pequeño Hal empezó a toser y a estornudar, y empeoró rápidamente. Fee confeccionó un emplasto de polvo de carbón y lo extendió sobre el pecho enfermo de la criatura, pero no pareció proporcionarle ningún alivio. Al principio, ella no se alarmó demasiado, pero, al avanzar el día, el niño se agravó tanto que ya no supo qué hacer, y Meggie se sentó a su lado, estrujándose las manos y rezando en silencio una letanía interminable de padrenuestros y avemarias. Cuando llegó Paddy, a las seis, la respiración del niño se oía desde la galería, y tenía los labios amoratados.

Paddy se dirigió inmediatamente a la casa grande para telefonear, pero el médico estaba a sesenta kilómetros de distancia y había salido para atender a otro enfermo. Encendieron azufre en un cuenco y sostuvieron al niño sobre él, en un intento de hacerle expulsar la membrana que le ahogaba lentamente; pero no pudo contraer la caja torácica lo suficiente para expulsarla. Su color era cada vez más amoratado, y su respiración se había hecho ahora convulsiva. Meggie estaba sentada junto a él, sosteniéndole y rezando, encogido el corazón por el dolor, al ver cómo luchaba el pequeñín por respirar. De todos los niños, Hal era el hermano a quien más quería; era su madrecita. Nunca deseó tan desesperadamente ser una madre mayor; pensando que, si fuese, como Fee, podría hacer algo para curarle. Confusa y aterrorizada, sostenía el cuerpecito cerca de ella, tratando de ayudar a Hal a respirar.

Nunca se le ocurrió pensar que podía morir, ni siquiera cuando Fee y Paddy se hincaron de rodillas y rezaron, no sabiendo qué otra cosa hacer. A medianoche, Paddy separó los brazos de Meggie de la criatura inmóvil, y depositó tiernamente a Hal sobre las almohadas.

Meggie abrió los ojos; se había quedado medio dormida, porque Hal había dejado de debatirse.

– ¡Oh, papá! ¡Está mejor! -exclamó.

Paddy meneó la cabeza; parecía encogido y viejo, y la lámpara arrancaba destellos de escarcha de sus cabellos y de su barba de ocho días.

– No, Meggie; Hal no está mejor en el sentido en que tú lo dices, pero descansa en paz. Se ha ido junto a Dios, y ya no sufre.

– Papá quiere decir que ha muerto -declaró Fee, con voz monótona.

– ¡Oh, no, papá! ¡No puede estar muerto!

Pero la criatura estaba muerta en su nido de almohadas. Meggie lo supo en cuanto miró a Hal, aunque era la primera vez que veía un muerto. Parecía un muñeco, no un niño. Ella se levantó y salió para reunirse con los chicos, que velaban inquietos alrededor del fuego de la cocina, mientras la señora Smith, sentada en una silla, vigilaba a los mellizos, cuya cuna había sido trasladada allí para que estuviesen más calientes.

– Hal acaba de morir -anunció Meggie.

Stuart pareció despertar de un sueño lejano.

– Es lo mejor para él -dijo-. Descansa en paz. -Se levantó al entrar Fee y se acercó a ella, pero sin tocarla-. Estarás cansada, mamá. Ve a acostarte. Encenderé fuego en tu habitación. Vamos, ve a acostarte.

Fee se volvió y le siguió sin decir palabra. Bob se levantó y salió a la galería. Los demás chicos se quedaron un rato sentados y, después, fueron a reunirse con él. Paddy no apareció. La señora Smith, sin decir palabra, sacó el cochecito de un rincón de la galería y depositó cuidadosamente en él a los dormidos Jims y Patsy. Miró a Meggie, y las lágrimas surcaron sus mejillas.

– Vuelvo a la casa grande, Meggie, y me llevo a Jims y a Patsy. Volveré por la mañana, pero es mejor que los pequeños, de momento, se queden con Min-nie, Cat y yo. Dísélo a tu madre.

Meggie se sentó en una silla y cruzó las manos sobre la falda. ¡Oh! ¡Hal era suyo, y había muerto! El pequeño Hal, al que tanto quería y al que había hecho de madre. El espacio que había ocupado en Su mente aún no estaba vacío; todavía podía sentir su cálido peso sobre su pecho. Era terrible saber que nunca volvería a descansar allí, donde ella lo había sentido durante cuatro largos años. No; no debía llorar por esto; las lágrimas debían ser sólo para Agnes, por las heridas en la frágil coraza de su amor propio, por su niñez perdida para siempre. Csta era una carga que tendría que llevar hasta el fin de sus días, y seguir viviendo a pesar de ella. La voluntad de supervivencia es muy fuerte en ciertas personas, y menos en otras. En Meggie, era refinada y tensa como un cable de acero.

Así la encontró el padre Ralph cuando llegó con el médico. Ella señaló el pasillo, sin decir nada ni brindarse a acompañarles. Y pasó mucho rato antes de que el sacerdote pudiese hacer al fin lo que había querido hacer desde que Mary Carson le había telefoneado a la rectoría: acercarse a Meggie, estar con ella, darle algo de sí mismo. Dudaba de que alguien más comprendiese lo que Hal había significado para ella.

Pero pasó mucho rato. Tenía que practicar los últimos ritos, para el caso de que el alma no hubiese abandonado aún el cuerpo, y ver a Fee y a Paddy, y darles unos consejos prácticos. El médico se había marchado, afligido, pero acostumbrado a unas tragedias que las enormes distancias hacían inevitables. Por lo que decían, poco habría podido hacer de todos modos, tan lejos de su hospital y de sus expertos ayudantes. Aquella gente se arriesgaba, plantaba cara a sus demonios y seguía adelante. Pondría «difteria» en el certificado de defunción. Probablemente había sido eso.

Por fin, al padre Ralph nada le quedó por hacer. Paddy había ido a reunirse con Fee; Bob y los muchachos se habían marchado a la carpintería á construir el pequeño ataúd. Stuart estaba sentado en el suelo, en la habitación de Fee, y su puro perfil, tan parecido al de ella, se recortaba sobre el cielo nocturno a través de la ventana; y Fee, reclinada en la almohada, asiendo una mano de Paddy con la suya, no dejaba de mirar aquella sombra acurrucada sobre el frío suelo. Eran las cinco de la mañana y los gallos empezaban a agitarse adormilados, pero todavía tardaría bastante en amanecer.

Todavía con la estola morada alrededor del cuello, porque había olvidado que la llevaba puesta, el padre Ralph se inclinó sobre el fuego de la cocina y reanimó las brasas, apagó la lámpara de encima de la mesa y se sentó en una banqueta de madera, delante de Meggie, y observó a la niña. Había crecido; se había puesto unas botas de siete leguas que amenazaban con dejarle atrás; y entonces, mientras la observaba, sintió más agudamente que nunca su insuficiencia, en una vida roída siempre por una duda obsesiva sobre su propio valor. Pero, ¿qué temía? ¿Qué era lo que pensaba que no podría resistir, cuando se presentase? Podía ser fuerte frente a los demás; no temía a los demás. Pero sentía miedo dentro de sí mismo, esperando que aquel algo anónimo se deslizara en su conciencia cuando menos lo esperase. Mientras tanto, Meggie, que había nacido dieciocho años después que él, crecía y le dejaba atrás.

Y no era que ella fuese una santa, o que lo fuera más que la mayoría. Pero nunca se quejaba; tenía el don -¿o la desgracia?- de la aceptación. Pasara lo que pasase, le hacía frente y lo aceptaba, lo guardaba para alimentar el horno de su ser. ¿Quién se lo había' enseñado? ¿Podía enseñarse ésto? ¿O acaso la imagen que se había forjado de ella era una ficción de su propia fantasía? ¿Qué importaba en realidad? ¿Qué era más importante: lo que era realmente ella, o lo que él pensaba que era?

– ¡Oh, Meggie! -dijo, desalentado.

Ella se volvió a mirarle y, sacándola de su dolor, le dirigió una sonrisa de amor inmenso y absoluto, sin reservas, porque los tabúes y las inhibiciones de la feminidad no formaban todavía parte de su mundo. Sentirse tan amado le conmovió, le consumió, le hizo lamentarse, ante aquel Dios de cuya existencia dudaba a veces, de no ser cualquier otra persona, distinta de Ralph de Bricassart. ¿Era esto la cosa desconocida? ¡Oh, Dios!, ¿por qué la quería tanto? Pero, como de costumbre, nadie le respondió, y Meggie siguió sentada inmóvil, sonriéndole.

Al amanecer, Fee se levantó para preparar el desayuno, ayudada por Stuart, y entonces volvió la señora Smith, con Minnie y Cat, y las cuatro mujeres permanecieron juntas delante del fuego, hablando en voz baja y monótona, ligadas en una especie de comunidad doliente que ni Meggie ni el sacerdote comprendían. Después del desayuno, Meggie se dispuso a forrar la cajita de madera construida, pulida y barnizada por sus hermanos. Fee le había dado una bata blanca de satén, que había adquirido un color marfileño con el paso de los años, y Meggie la rasgó y resistió con los trozos los duros contornos del interior de la caja. Mientras el padre Ralph colocaba unas toallas en el fondo, ella dio forma a los retazos de satén, cosiéndolos a máquina, y sujetó el forro en la madera con chinchetas. Después, Fee vistió al niño con su mejor traje de terciopelo, le peinó y lo colocó en el blanco nido que olía a ella, a Fee, y no a Meggie, que había sido su madre. Paddy cerró la tapa y lloro: era el primer hijo que perdía.

Desde hacía años el salón de Drogheda hacía las veces de capilla; habían construido un altar al fondo, y éste aparecía ahora cubierto con un mantel bordada en oro por Jas monjas de Santa María de Urso, a quienes Mary Carson había pagado mil libras por su labor. La señora Smith había adornado la sala y el altar con flores de invierno de los jardines de Drogheda, alhelíes dobles, flores de mostaza tempranas y rosas tardías, formando con todas ellas una especie de pintura rosada y orinienta que hubiese" encontrado mágicamente la dimensión del olor. El padre Ralph, revestido con un alba sin encajes y una casulla i^egra sin bordados, dijo la misa de difuntos.

Como la mayor parte de las grandes haciendas de la región, Drogheda enterraba sus muertos en su propia tierra. El cementerio estaba más allá de los jardines, junto a la orilla poblada de sauces del torrente, cercado por una verja de hierro pintada de blanco y tapizado de verde hierba, incluso en este tiempo de sequía, porque era regada con agua de los depósitos de la casa\ Michael Carson y su pequeño hijo estaban enterrados allí, en un imponente sepulcro de mármol, sobre el cual un ángel del tamaño de un hombre, con una espada desenvainada, velaba su descanso. Pero tal vez una docena de tumbas menos ostentosas circundaban el mausoleo, marcadas solamente por sencillas cruces blancas de madera y por aros blancos de croquet para determinar sus límites; en algunas de ellas, no figuraba siquiera el nombre: un esquilador sin parientes conocidos, que había muerto en upa riña en los corrales; dos o tres vagabundos cuya última visita en este mundo había sido Drogheda; unos huesos sin sexo y completamente anónimos, encontrados en una de las dehesas; el cocinero chino de Michael Carson, sobre cuyos restos se erguía una' sombrilla escarlata, cuyas tristes campanillas parecían pregonar continuamente su nombre: Hi Sing, Hi Sing, Hi Sing; un carretero, en cuya cruz se leía solamente: El carretero Char-lie era un buen tipo; y otras, algunas de ellas de mujeres. Pero tanta sencillez era indigna de Hal, sobrino de la propietaria; depositaron el ataúd de confección casera en una repisa del interior del mausoleo, y cerraron la complicada puerta de bronce.

Al cabo de cierto tiempo, todos dejaron de hablar de Hal, salvo de pasada. Meggie guardaba su dolor exclusivamente para sí; su aflicción tenía la irreflexiva desolación propia de los niños, exagerada y misteriosa, pero su propia juventud hacía que la enterrase bajo los sucesos de la vida cotidiana, reduciendo su importancia. Los chicos se afectaron poco, a excepción de Bob, que era ya lo bastante mayor para haber querido a su hermano pequeño. Paddy sufrió profundamente; en cambio, nadie supo si Fee había sufrido mucho. Parecía que cada día se alejaba más 'de su marido y de sus hijos, de todo sentimiento. Debido a esto, Paddy agradecía mucho a Stu la manera en que cuidaba de su madre, la seria ternura con que la trataba. Sólo Paddy sabía cuál había sido la expresión de Fee, el día en que él había vuelto de Gilly sin Frank. Ni un destello de emoción en sus dulces ojos grises; ni dureza, ni acusación, ni odio, ni desesperación. Como si hubiese esperado sencillamente recibir el golpe, como espera el perro condenado la bala mortal, conociendo su destino, incapaz de evitarlo.

– Sabía que no volvería -había dicho ella.

– Tal vez lo hará, Fee, si le escribes en seguida -había dicho Paddy.

Ella había meneado la cabeza, pero, como correspondía a Fee, no había dado ninguna explicación. Era mejor que Frank se forjase una nueva vida, lejos de Drogheda y de ella. Conocía lo bastante a su hijo para estar convencida de que una sola palabra de ella le haría volver; por consiguiente, no debía decir nunca esta palabra. Si los días se le hacían largos y amargos, con un sentimiento de fracaso, lo soportaría en silencio. Ella no había elegido a Paddy, pero no había en el mundo un hombre mejor que Paddy. Ella era de esas personas de sentimientos tan intensos que se hacen insufribles, imposibles, y su lección había sido muy dura. Durante casi veinticinco años, había tratado de ahogar la emoción, y estaba convencida dé que, al fin, su perseverancia triunfaría.

La vida siguió el ciclo rítmico e infinito de la tierra; el verano siguiente llegaron las lluvias, no mon-zónicas, pero si algo parecido, llenando el torrente y los depósitos, refrescando las sedientas raíces de las hierbas, eliminando el polvo pegajoso. Casi llorando de alegría, los hombres se entregaron a las tareas de los prados, con la Seguridad de que ya no tendrían que alimentar a mano a los corderos. La hierba había durado exactamente lo necesario, completada con el desmoche de los árboles más jugosos, pero no en todas las haciendas de Gilly había ocurrido lo mismo. La cantidad de reses de cada explotación dependía enteramente dfil ganadero que la regía. En relación con su gran extensión, Drogheda tenía pocas reses, y esto significaba que la hierba duraba mucho más.

La época de parir las ovejas y las semanas siguientes eran las de mayor actividad del calendario ganadero. Había que recoger cada oveja recién nacida y marcarla en la oreja; los machos no necesarios para la reproducción eran, además, castrados. Un trabajo sucio y repugnante, que les dejaba empapados en sangre hasta la piel, pues sólo había una manera de capar a miles de machos en el breve tiempo disponible. El castrador sujetaba los testículos entre los dedos, los cortaba con los dientes y los escupía al suelo. Los rabos de los machos y de las hembras, atados con delgadas tiras rígidas, perdían poco a poco el riego sanguíneo vital, se hinchaban, se secaban y acababan por caer.

Éste era el ganado lanar mejor del mundo, criado a una escala desconocida en cualquier otro país y con un mínimo de mano de obra. Todo estaba orientado a una producción perfecta de una lana perfecta. Por tanto, había también el afeitado; la lana alrededor del ano de la res se ensuciaba de excrementos, se llenaba de moscas y se apelotonaba en negros grumos a los que llamaban cazcarrias. Esta zona tenía que estar siempre afeitada o cortada al rape. Era un sencillo trabajo de esquileo, pero muy desagradable, a causa del mal olor y de las moscas, y por esto se pagaba mejor. Asimismo se llevaba a cabo la desinsectación: miles y miles de animales que balaban y saltaban eran conducidos a través de un laberinto de pasillos, donde eran bañados con fenol, que los libraba de garrapatas y otros parásitos. Y la purga: administración de medicamentos, con grandes jeringas introducidas en la garganta del animal, para eliminar los parásitos intestinales.

Pues el trabajo con los corderos no terminaba nunca; cuando se acababa de una tarea, había que empezar otra. Las reses eran reunidas y clasificadas, trasladadas de una dehesa a otra, criadas y destetadas, esquiladas y afeitadas, desinsectadas y purgadas, muertas y embarcadas para la venta. Drogheda tenía un millar de cabezas de ganado bovino de primera calidad, además de los corderos; pero éstos rendían mucho más, y así, en sus buenos tiempos, Drogheda criaba aproximadamente un cordero por cada dos acres de tierra, o sea un total de 125.000. Como eran merinos, no se vendían nunca para carne sino que, cuando terminaban sus años de producción de lana, eran vendidos para la fabricación de pieles, lanolina, sebo y cola, a las fábricas de curtidos y demás productos.

Y así fue como la literatura clásica de aquellos parajes australianos fue adquiriendo gradualmente significado. La lectura era ahora más importante que nunca para los Cleary, aislados del mundo en Drogheda; su único contacto con él era a través de la mágica palabra escrita. Pero en las cercanías no había ninguna biblioteca donde se prestasen libros, como la había habido en Wahine, ni hacían un viaje semanal a la ciudad para recoger la correspondencia y los periódicos, y cambiar sus libros como habían hecho en Wahine. El padre Ralph llenó esta laguna entrando a saco en la biblioteca de Gillanbone, en la del convenio y en la suya propia, y descubrió, con asombro, que, sin darse cuenta, había organizado toda una biblioteca circulante, vía Bluey Williams y su camión de reparto del correo. Éste iba siempre cargado de libros: volúmenes gastados y manoseados, que viajaban entre Drogheda y Bugela, Dibban-Dibban y Braich y Pwll, Cunnamutta y Each-Uisge, y eran siempre recibidos con agradecimiento por mentes ansiosas de alimento y evasión. Los grandes relatos eran siempre devueltos a regañadientes, pero el padre Ralph y las monjas llevaban un minucioso registro de los libros que tardaban más en ser devueltos, y entonces, el padre Ralph encargaba nuevos ejemplares a través de la agencia de noticias de Gilly y los cargaba tranquilamente en la cuenta de Mary Car-son, como donativos a la Sociedad Bibliófila de la Santa Cruz.

Eran los tiempos en que los libros contenían, como máximo, un beso casto, en que los sentidos no eran nunca excitados por pasajes eróticos, de modo que la línea de demarcación entre los libros destinados a los adultos y los dirigidos a los chicos mayores era mucho menos severa, y no era vergonzoso que un hombre de la edad de Paddy prefiriese los libros que también adoraban sus hijos: Dot and the Kan-garoo, los episodios Bülabong sobre Jim y Norah y Wally, y el inmortal We of the Never-Never, de la señora Aeneas Gunn. Por la noche, en la cocina, se turnaban para leer en voz alta los poemas de Banjo Paterson y de C. J. Dennis, emocionándose con las galopadas de «El Hombre del Río Nevado» o riendo con «El Patán Sentimental» y su Doreen, o secándose disimuladamente una lágrima con la «Riente Mary» de John O'Hara:

Una carta le había escrito, porque ignoraba sus señas, Al Lachlan, donde, hace años, le había conocido

[yo;

Esquilando estaba entonces, y así puse, por las bue-

[nas, La siguiente dirección: «A Clancy, del Overflow.»

Y me llegó la respuesta en rara caligrafía

(Yo diría que de un dedo sumergido en alquitrán); Era de otro esquilador y textualmente decía:

«A Queensland se marchó Clancy; no sabemos

[dónde está.»

En mi loca fantasía, vi a Clancy con el ganado Marchando «Cooper abajo», donde va el occidental;

Lento avance de las reses, y Clancy detrás, cantando, Pues el ganadero goza más que los de la ciudad.

Y halla amigos en los prados y voces de bienvenida En el murmullo del viento y del río en sus riberas,

Y ve el paisaje soleado de la llanura extendida,

Y por la noche el fulgor de las estrellas eternas.

«Clancy del Overflow» era su poesía predilecta, y el Banjo su poeta predilecto. Tal vez los versos eran un poco vulgares, pero no habían sido escritos para eruditos refinados; eran del pueblo para el pueblo, y, en aquellos tiempos, eran muchos australianos los que se los sabían de memoria mejor que los poemas de Tennyson y de Wordsworth, pues sus toscas aleluyas habían sido escritas pensando en Inglaterra. Las plantaciones de narcisos y los campos de asfódelos no significaban nada para los Cleary, que vivían en un clima donde aquéllos no podían existir.

Los Cleary comprendían a los poetas de la región mejor que la mayoría de sus lectores, pues el Overflow era su telón de fondo, y el traslado de los corderos, una realidad en la TSR. La «Traveling Stock Route», o TSR, era una ruta oficial que serpenteaba cerca del río Barwon, una tierra libre de la Corona destinada al traslado de mercancías vivas de la mitad oriental del continente a la occidental. En los viejos tiempos, los pastores y sus hambrientas manadas, que destruían los pastos, eran muy mal recibidos, y odiados los bueyes que, en grandes rebaños de veinte a ochenta cabezas, asolaban los mejores pastos de los colonos. Ahora, con las rutas oficiales para pastores y ganados convertidas en leyenda, las relaciones entre nómadas y sedentarios eran más amistosas.

Los ocasionales pastores en tránsito eran bien recibidos cuando se acercaban para charlar o beber una cerveza o comer un bocado. A veces, traían mujeres con ellos, conduciendo viejas y destartaladas carretas tiradas por jamelgos, con ollas y latas y botellas oscilando y repicando en una especie de cenefa a su alrededor. Eran las mujeres más alegres y broncas conocidas que viajaban de Kynuna al Paroo, de Goondiwindi a Gundagai, del Katherine al Curry. Extrañas mujeres: no sabían lo que era un techo sobre sus cabezas, ni un colchón debajo de sus duras espaldas. Ningún hombre las aventajaba; eran tan duras y resistentes como la tierra que hollaban con sus inquietos pies. Salvajes como los pájaros de los árboles empapados de sol, sus hijos pequeños se escondían tímidamente detrás de las ruedas del calesín o buscaban la protección de la leñera, mientras sus padres tomaban té y contaban largas historias, prometían transmitir vagos mensajes a Hoopiron Collins o a Gnarlunga Waters, o referían el fantástico cuento del jackaroo Pommy de Gnarlunga. Y, de algún modo, uno podía tener la seguridad de que aquellos vagabundos sin hogar habían cavado una fosa, habían enterrado un hijo o una esposa, un marido o un compañero, al pie de un coolibah que nunca olvidarían, a orillas de algún punto de la TSR, y que no se distinguiría de los otros a los ojos de quienes no sabían cómo pueden los corazones marcar un árbol como singular y especial entre una espesura de árboles.

Meggie ignoraba incluso el significado de una expresión tan manida como «los hechos de la vida», pues las circunstancias habían conspirado para cerrarle todos los caminos que habrían podido facilitarle su conocimiento. Su padre trazaba una línea inflexible entre los varones y las hembras de la familia; temas como la cría o el apareamiento nunca se discutían en presencia de mujeres, y los hombres sólo podían aparecer completamente vestidos delante de aquéllas. Los libros que habrían podido darle una clave no entraban nunca en Drogheda, y Meggie no tenía amigas de su edad que pudiesen instruirla. Su vida estaba absolutamente limitada a las tareas del hogar, y, alrededor de la casa, no había la menor actividad sexual. Los animales del Home Paddock eran casi literalmente estériles. Mary Carson no criaba caballos, sino que los compraba a Martin King, de Bugela, que sí tenía criadero. Si uno no tenía cría de caballos, los garañones eran un engorro; por consiguiente, no los había en Drogheda. Había un toro, sí, un animal fiero y salvaje, cuyo corral estaba en sitio apartado, pero Meggie le tenía tanto miedo que nunca se acercaba a él. Los perros permanecían encerrados en la perrera y encanedados, y su apareamiento era un ejercicio científico realizado bajo la experta dirección de Paddy o de Bob, lejos de la casa. Y Meggie tampoco tenía tiempo de observar a los cerdos, a los que aborrecía y alimentaba de mala gana. En realidad, Meggie no tenía tiempo de observar a nadie, salvo a sus dos hermanos pequeños. Y la ignorancia engendra ignorancia; un cuerpo y una mente dormidos pasan durmiendo por sucesos que, en estado de vigilia, son inmediatamente catalogados.

Poco antes de cumplir los quince años, cuando el calor del estío estaba llegando a su punto culminante, Meggie advirtió unas manchas pardas en su pantalón. Al cabo de un par de días, desaparecieron, aunque volvieron a aparecer a las seis semanas, y su vergüenza se convirtió en terror. La primera vez había pensado que se había ensuciado, y de aquí su vergüenza, pero vio señales inconfundibles de sangre al repetirse. No sabía de dónde podía proceder la sangre, y presumió que debía de ser del ano. La lenta hemorragia desapareció tres días después y no volvió a repetirse hasta dos meses más tarde; las furtivas lavaduras de sus pantalones habían pasado inadvertidas, porque, a fin de cuentas, ella lavaba casi toda la ropa. El ataque siguiente le produjo dolor, los primeros rigores no biliosos de su vida. Y la hemorragia era peor, mucho peor. Hurtó algunos pañales viejos de los gemelos y se los sujetó dentro del pantalón, temiendo que la sangre se filtrase a través de éste.

La muerte que se había llevado a Hal había sido como una visita tempestuosa de algo del otro mundo, pero esta desintegración de su propio ser resultaba aterradora. ¿Cómo podía presentarse a Fee o a Paddy y darles la noticia de que se estaba muriendo de una terrible y sucia enfermedad de su trasero? Sólo a Frank le habría confiado su tormento, pero Frank estaba tan lejos que era inútil pensar en buscarle. Había oído a las mujeres hablar de tumores y de cáncer mientras tomaban el té, de la lenta y dolorosa muerte de una amiga, de la madre o de una hermana, y Meggie estaba segura de que algo la roía por dentro, subiendo en silencio hasta su aterrorizado corazón. ¡Y no quería morir!

Sus ideas sobre el carácter de la muerte eran muy vagas; ni siquiera veía claramente cuál sería su condición en aquel incomprensible otro mundo. Para Meggie, la religión era un conjunto de leyes más que una experiencia espiritual, y no la ayudaba en absoluto. En su espantada conciencia, se mezclaban palabras y frases pronunciadas por sus padres, los amigos de éstos, las monjas, los curas en sus sermones y los autores de libros anunciadores de venganza. No había manera de que pudiese entenderse con la muerte; yacía noche tras noche en un terror confuso, tratando de imaginar si la muerte era una noche perpetua, o un abismo de- llamas sobre el que había que saltar para llegar a los campos dorados del otro lado, o una esfera parecida al interior de un globo gigantesco, lleno de cánticos y de una luz atenuada por los cristales de unas ventanas ilimitadas.

Se volvió muy callada, pero de una manera completamente distinta del pacífico y soñador aislamiento de Stuart; era más bien la inmovilidad petrificada de un animal hipnotizado por la mirada de basilisco de una serpiente. Si le hablaban cuando no lo esperaba, se sobresaltaba; si los pequeños la llamaban, corría a ellos con la angustia expiatoria de su negligencia; y, cuando tenía uno de sus raros momentos de ocio, se escapaba e iba al cementerio, a visitar a Hal, que era el único muerto al que había conocido.

Todos advirtieron un cambio en ella, pero lo aceptaron pensando que Meggie se hacía mayor y sin preguntarse lo que este desarrollo podía significar para ella; disimulaba su aflicción demasiado bien. Había aprendido las viejas lecciones; su autodominio era fenomenal, y su orgullo, formidable. Nadie debía saber jamás lo que pasaba en su interior; la fachada debía permanecer incólume hasta el fin; ahí estaban los ejemplos de Fee, de Frank y de Stuart, y ella llevaba la misma sangre, era su herencia y parte de su naturaleza.

Pero, como el padre Ralph visitaba con frecuencia Drogheda, y como el cambio de Meggie se acentuó, pasando de una bella metamorfosis femenina a la extinción de toda vitalidad, su interés por ella se convirtió en preocupación y, después, en miedo. Un desgaste físico y espiritual se estaba produciendo ante sus ojos; ella se les escapaba, y él no podía resignarse a verla convertida en otra Fee.,La carita afilada era toda ojos, que observaban fijamente alguna horrible perspectiva, y la piel opaca y lechosa, que jamás se ponía morena ni pecosa, se estaba haciendo más translúcida. Si esto continuaba, pensó él, el día menos pensado desaparecería dentro de sus propios ojos, como una serpiente tragándose la cola, y vagaría en el universo como una ráfaga casi invisible de pálida luz verde, de esas que sólo pueden verse en el borde del campo visual, donde acechan las sombras y bajan cosas negras por una pared blanca.

Bueno, él averiguaría su secreto, aunque tuviese que arrancárselo por la fuerza. Aquellos días, Mary Carson estaba más exigente que nunca, celosa de cada momento que pasaba él en la casa del mayoral; sólo la infinita paciencia de un hombre sutil y tortuoso podía ocultarle su rebelión contra un carácter tan dominador. Ni siquiera su extraña preocupación por Meggie podía dominar siempre su sabiduría política, el solapado contento que sentía al observar cómo actuaba su hechizo sobre una persona tan pendenciera y refractaria como Mary Carson. Mientras el latente interés por el bienestar de otra persona única acampaba en su mente y la recorría de arriba abajo, él reconocía la existencia de otra condición que cohabitaba allí: la fría crueldad felina de explotar, de tomarle el pelo a una mujer orgu-llosa y dominante. ¡Era algo que siempre le había gustado! La vieja araña no podría dominarle nunca.

Por fin, consiguió librarse un día de Mary Carson y hacer que Meggie tocase de pies en el suelo en el pequeño cementerio, bajo la sombra del pálido y nada belicoso ángel vengador. Ella estaba contemplando la cara plácida de éste, con el miedo pintado en su propio semblante; un exquisito contraste entre lo sensible y lo insensible, pensó él. Pero, ¿qué estaba haciendo él aquí, persiguiéndola como una gallina clueca, cuando en realidad no debía ser él, sino su padre y su madre, quienes procurasen averiguar lo que le pasaba? Pero ellos no habían advertido nada inquietante, tal vez porque se preocupaban de ella menos que él. Y él era sacerdote, y debía consolar a los espíritus solitarios o afligidos. Verla desgraciada se le hacía intolerable, y, sin embargo, le atemorizaba la manera en que se estaba atando a ella por la concurrencia de los acontecimientos. Estaba acumulando un arsenal de hechos y recuerdos de ella, y esto le espantaba. El cariño que sentía por la niña y su instinto sacerdotal de ofrecerse en cualquier ocasión espiritual que lo exigiese así, se mezclaban con el pánico obsesivo de hacerse absolutamente necesario a otro ser humano y de que otro ser humano llegase a ser absolutamente necesario para él.

Cuando Meggie le oyó andar sobre la hierba, se volvió en su dirección, cruzando las manos sobre la falda y mirándose los pies. El cura se sentó cerca de ella, abrazándose las rodillas, mientras su sotana formaba unos pliegues menos graciosos que las largas piernas que cubría. Era inútil andarse por las ramas, decidió; ella se le escaparía, por poco que pudiese.

– ¿Qué te pasa, Meggie?

– Nada, padre.

– No te creo.

– Por favor, padre, por favor. ¡No puedo decírselo!

– ¡Oh, Meggie! ¡Niña de poca fe! Puedes contármelo todo, todo lo que sea. Por eso estoy aquí, y por eso soy sacerdote. Nuestro Señar me eligió para representarle en la Tierra, para escuchar por Él e incluso, para perdonar por Él. Y no hay nada en el mundo, pequeña Meggie, que Él y yo no podamos perdonar de buen grado. Debes decirme lo que te pasa, querida, porque, si nadie puede ayudarte, yo sí que puedo. Mientras viva, te ayudaré, velaré por ti. Si quieres, seré una especie de ángel de la guarda, mucho mejor que ese pedazo de mármol de ahí arriba. -'Respiró profundamente y se inclinó hacia delante-. Meggie, si me quieres, ¡dímelo!

Ella se estrujó las manos.

– ¡Me estoy muriendo, padre! ¡Tengo cáncer!

Él sintió primero unas enormes ganas de reír, un regocijado impulso libeíador de su tensión; después, miró la fina piel azulada, los bracitos delgados y tuvo ganas de llorar y de gritar, de protestar a voces contra tamaña injusticia. No; esto no podía ser una vana fantasía de Meggie; debía de tener algún motivo válido.

– ¿Cómo lo sabes, querida?

Ella tardó mucho tiempo en responder, y, cuando lo hizo, inclinó la cabeza en una inconsciente parodia de la confesión, tapándose la cara con la mano y mostrando sólo la orejita para oír la reprimenda.

– Hace.seis meses que empezó, padre. Tuve horribles dolores en el vientre, pero no como en los ataques de bilis, y… ¡oh, padre!, ¡me sale mucha sangre del culito!

Él echó la cabeza atrás, cosa que nunca hacía en el confesionario; miró la cabeza inclinada de la niña, y fueron tales las emociones que le asaltaron que apenas si podía ordenar sus pensamientos. Un absurdo y delicioso alivio; un enojo tari grande contra Fee que sintió ganas de matarla; asombro y admiración por la pequeña, que tanto y tan bien había aguantado, además de una confusión extraña y que lo abarcaba todo.

Él era prisionero de los tiempos, igual que ella. Las chicas vulgares de todas las ciudades por las que había pasado, desde Dublín hasta Gillanbone, acudían deliberadamente al confesionario a murmurarle sus fantasías como si fuesen sucesos reales, impulsadas por la única faceta de él que les intersaba, su hombría, y no queriendo reconocer su impotencia para despertarla. Hablaban de violaciones, de juegos prohibidos con otras chicas, de lujuria y de adulterio, v un par de ellas, más imaginativas, habían llegado a confesar relaciones sexuales con un cura. Y él las escuchaba impertérrito, con sólo un poco de asco y de desdén, pues había pasado por los rigores del seminario y esta lección particular era fácil para un hombre como él. Pero las chicas no mencionaban nunca aquella actividad secreta que las aislaba, que las rebajaba.

A pesar del esfuerzo que hacía, no pudo evitar la ola de calor bajo su piel; el padre Ralph de Bricas-sart volvió la cara y se la cubrió con una mano, para disimular la humillación de su primer rubor.

Pero con esto no ayudaría a Meggie. Cuando estuvo seguro de que el rubor se había desvanecido, se puso en pie, levantó a la niña y la sentó en un plano pedestal de mármol, de modo que su cabeza quedó al mismo nivel que la de él.

– Mírame, Meggie. Vamos, ¡mírame!

Ella levantó unos ojos asustados y vio que él sonreía, e, inmediatamente, una enorme alegría inundó su alma. Él no sonreiría si ella se estuviese muriendo; sabía bien lo mucho que significaba para él, porque no se lo había ocultado nunca.

– Meggie, no te vas a morir, ni tienes cáncer. No soy yo el más adecuado para decirte lo que te pasa, pero creo que debo hacerlo. Tu madre hubiese debido contártelo hace años, prepararte, y no comprendo por qué no lo hizo.

Contempló el inescrutable ángel de mármol que se erguía sobre él, y lanzó una risita extraña y ahogada.

– ¡Dios mío! ¡Qué cosas me mandas hacer! -Y, yol-viéndose a la expectante Meggie-: En años venideros, cuando seas mayor y sepas más de las cosas del mundo, podrías sentirte inclinada a recordar el día de hoy con confusión e incluso con vergüenza. Pero no debes recordarlo así, Meggie. En esto no hay nada vergonzoso ni inquietante. Ahora, como siempre, yo no soy más que un instrumento de Nuestro Señor. Es mi única función en la Tierra, y no debo admitir otra. Tú estabas muy asustada, necesitabas ayuda, y Nuestro Señor te envía ésta ayuda por mi mediación. Recuerda solamente esto, Meggie. Soy sacerdote de Nuestro Señor, y hablo en Su nombre.

»Esto que te pasa, Meggie, les ocurre a todas las mujeres. Una vez al mes, expulsan sangre durante unos días. Esto suele empezar a los doce o los trece años. ¿Cuántos tienes tú ahora?

– Tengo quince, padre.

– ¿Quince? ¿Tú? -meneó la cabeza, creyéndola sólo a medias-. Bueno, si tú lo dices, tendré que aceptar tu palabra. En tal caso, vas más retrasada que la mayoría de las chicas. Pero esto se repite todos los meses hasta, más o menos, los cincuenta años; en algunas mujeres, es tan regular como las fases de la luna, y en otras, no eg tan exacto. Algunas mujeres sienten dolores, y otras, no. Nadie sabe a qué se deben estas diferencias. Pero expulsar sangre todos los meses es señal de madurez. ¿Sabes lo que significa «madurez»?

– ¡Claro, padre! ¡Lo he leído! Quiere decir que una es mayor.

– Está bien. Mientras persiste esta hemorragia, la mujer puede tener hijos. Es parte del ciclo de la procreación. Se dice que, antes de la caída, Eva no menstruaba. Porque esto se llama menstruación, mens-truar. Pero, cuando Adán y Eva pecaron. Dios castigó a la mujer más que al hombre, porque ella había sido la causante del pecado. Ella había tentado al hombre. ¿Recuerdas las palabras de la Biblia? «Parirás los hijos con dolor.» Dios quiso decir que los hijos producirían dolor a la mujer. Muchas alegrías, pero también grandes dolores. Es vuestro destino, Meggie, y debes aceptarlo.

Ella no lo sabía, pero el padre Ralph hubiera ofrecido el mismo consuelo y la misma ayuda a cualquiera de sus feligreses; con exquisita amabilidad, pero sin identificarse nunca con la aflicción. Precisamente por esto, y tal vez no debería parecer extraño, el consuelo y la ayuda que brindaba eran más eficaces. Como si él estuviera de vuelta de estas pequeneces, que eran cosas que tenían que pasar. Y él tampoco lo hacía deliberadamente; nadie que acudiese a él en busca de socorro tenía la impresión de que le mirase de arriba abajo, de que le culpase de sus flaquezas. Muchos sacerdotes hacían que la gente se sintiese culpable, inútil o bestial; pero él, no. Porque les daba a entender que también él tenía sus penas y sus luchas; tal vez penas distintas y luchas incomprensibles, pero no por ello menos reales. Él tampoco sabía, y nunca lo habría comprendido, que la mayor parte de su simpatía y de su atractivo no estaba en su persona, sino en algo singular, casi divino, pero muy humano, de su alma.

En cuanto a Meggie, le hablaba como lo había hecho Frank; como si fuese su igual. Pero él era más viejo, más inteligente y mucho más educado que Frank y, por tanto, un confidente más satisfactorio. Y qué bonita era su voz, con su inglés perfecto, pero con ligero acento irlandés. Todo su miedo y toda su angustia se desvanecieron. Pero era joven, llena de curiosidad, ansiosa ahora de saber todo lo que había que saber, y sin verse turbada por la desonentadora filosofía de los que constantemente se interrogan, no sobre el quién que llevan dentro, sino sobre el porqué. Él era su amigo, el ídolo adorado de su corazón, el nuevo sol en su firmamento.

– ¿Por qué no debía decírmelo usted, padre? ¿Por qué ha dicho que hubiese debido hacerlo mi madre?

– Es un tema que las mujeres consideran reservado. Hablar de la menstruación o del período en presencia de hombres o muchachos no es correcto, Meg-gie. Es algo que queda estrictamente entre las mujeres.

– ¿Por qué?

Él meneó la cabeza y se echó a reír.

– Si he de serte sincero, no sé realmente por qué. Incluso preferiría que no fuese así. Pero debes confiar en mi palabra de que así es. No hables nunca a nadie de esto, excepto a tu. madre, y no le digas que lo has discutido conmigo.

– Está bien, padre; no lo haré.

Eso de hacer de madre resulta endiabladamente difícil. ¡Cuántas consideraciones prácticas a recordar!

– Meggie, debes ir a casa y decirle a tu madre que has estado perdiendo sangre, y pregúntale cómo debes arreglarte.

– ¿Le pasa también a mamá?

– Les pasa a todas las mujeres sanas. Pero, cuando esperan un niño, esto se interrumpe hasta que ha nacido la criatura. Por eso saben las mujeres cuándo van a tener un niño.

– ¿Por qué dejan de sangrar cuando esperan un niño?

– Francamente, no lo sé. Lo siento, Meggie.

– ¿Y por qué sale la sangre del culito, padre?

Él lanzó una mirada furiosa al ángel, que se la devolvió serenamente, porque a él no le preocupaban las tribulaciones femeninas. La cosa se estaba poniendo demasiado espinosa para el padre Ralph. Era sorprendente tanta insistencia, en una niña en general tan reservada. Sin embargo, se dio cuenta de que él se había convertido para ella en la fuente de conocimiento de todo lo que no encontraría en los libros, y la conocía demasiado bien para permitir que descubriese su inquietud o la incomodidad de su situación. En este caso, ella se encerraría dentro de su concha y nunca volvería a preguntarle nada.

Por tanto, se armó de paciencia y respondió:

– No sale del culito, Meggie. Delante de éste, hay un pasadizo oculto, que tiene que ver con los hijos.

– ¡Oh! Quiere decir que es por donde salen -dijo ella-. Siempre me había preguntado cómo salían.

Él sonrió y la bajó del pedestal.

– Ahora ya lo sabes. ¿Y sabes cómo se hacen los niños, Meggie?

– ¡Oh, sí! -dijo ella, dándose importancia-. Crecen dentro de una, padre.

– ¿Y qué hace que empiecen a crecer?

– Una los desea.

– ¿Quién te ha contado esto?

– Nadie. Lo descubrí yo misma -declaró ella.

El padre Ralph cerró los ojos y se dijo que nadie podría llamarle cobarde por dejar las cosas como estaban. Podía compadecerla, pero no ayudarla más. Ya era suficiente.

7

Mary Carson iba a cumplir setenta y dos años, y estaba proyectando la fiesta más grande que se hubiese dado en Drogheda desde hacía cincuenta. Su cumpleaños era a primeros de noviembre, cuando el calor era todavía soportable…, al menos para los nativos de Gilly.

– ¡Mire lo que le digo, señora Smith! -murmuró Minnie-. ¡Mire lo que le digo! ¡Ella nació el tres de noviembre!

– ¿De qué estás hablando, Min? -preguntó el ama de llaves.

Los misterios célticos de Minnie le atacaban los templados nervios ingleses.

– Digo que esto significa que es una mujer Escorpión, ¿no? ¡Una mujer Escorpión!

– No tengo la menor idea de lo que estás diciendo, Min.

– El signo peor bajo el que puede nacer una mujer, querida señora Smith -dijo Cat, abriendo mucho los ojos y santiguándose-. ¡Son hijas del Diablo! ¡Vaya si lo son!

– Francamente, Minnie, tú y Cat estáis locas perdidas -dijo la señora Smith, sin impresionarse en absoluto.

Pero la excitación iba en aumento y crecería todavía más. La vieja araña, en su sillón y en el centro exacto de su telaraña, dictaba una serie interminable de órdenes; había que hacer esto y aquello, había que guardar esto y sacar lo de más allá. Las dos doncellas irlandesas no paraban de limpiar la plata y lavar la mejor porcelana de Haviland, y de transformar de nuevo la capilla en salón de recepción y de preparar los comedores contiguos.

Estorbados más que ayudados por los pequeños Cleary, Stuart y un equipo de mozos segaban el prado, escarbaban los macizos de flores, vertían aserrín mojado en las galerías para absorber el polvo de las junturas de los azulejos, y yeso seco en el piso del salón de recepción, para que fuese apto para el baile. La orquesta de Clarence O'Toole vendría de Sydney, y de allí llegarían también ostras y camarones, centollos y langostas; varias mujeres de Gilly serían contratadas como asistentas temporales. Todo el distrito, desde Rudna Hunish hasta Inishmurray y Bu-gela y Narrengang, estaba en plena efervescencia.

Mientras resonaban en los pasillos de mármol los desacostumbrados ruidos de muebles cambiados de lugar y de gente que gritaba, Mary Carson se levantó del sillón, se dirigió al escritorio, sacó una hoja de pergamino, mojó la pluma en el tintero y empezó a escribir. Sin la menor vacilación, sin hacer una pausa para considerar la colocación de una coma. Durante los últimos cinco años, había forjado mentalmente cada intrincada frase, hasta que la redacción fue perfecta. No tardó mucho en terminar; sólo había empleado dos hojas, y aún le había sobrado una cuarta parte de la segunda. Concluida la última frase, permaneció un momento sentada en su silla. El escritorio estaba colocado al lado de uno de los grandes ventanales, de modo que, con sólo volver la cabeza, podía ella contemplar los prados. Una risa en el exterior provocó que así lo hiciese, distraída al principio y, después, con rabia creciente. ¡Al diablo con él y su obsesión!

El padre Ralph había enseñado a Meggie a montar a caballo; hija de una familia campesina, nunca había montado a horcajadas, hasta que el padre Ralph remedió este defecto. Pues, aunque parezca extraño, las hijas de las familias campesinas pobres no solían montar a menudo. La equitación era un pasatiempo para jóvenes ricas, tanto de la ciudad como del campo. Las chicas como Meggie sabían conducir una ca-rreia o una yunta de caballos de tiro, incluso un tractor y a veces un automóvil; pero eran raras las que sabían montar a caballo. Resultaba demasiado caro.

El padre Ralph había traído de Gilly un par de botas con cinta elástica en los lados y unos pantalones de montar, y lo había depositado ruidosamente sobre la mesa de la cocina de los Cleary. Paddy había interrumpido la lectura de su libro, ligeramente sorprendido.

– Bueno, ¿qué trae usted ahí, padre? -preguntó.

– Prendas de equitación para Meggie.

– ¿Qué? -tronó la voz de Paddy.

– ¿Qué? -chilló la voz de Meggie.

– Artículos de equitación para Meggie. Francamente, Paddy, ¡es usted un idiota de primera clase! Heredero de la hacienda más grande y más rica de Nueva Gales del Sur, ¡y nunca ha dejado que su hija montase a caballo! ¿Cómo cree usted que podrá codearse con la señorita Carmichael, la señorita Hopeton y la señora de Anthony King, todas ellas buenas amazonas? Meggie tiene que aprender a montar, a la amazona y a horcajadas, ¿lo oye? Ya sé que está usted muy ocupado; por consiguiente, yo mismo enseñaré a montar a Meggie, tanto si le gusta a usted como si no. Y si esto entorpece sus tareas domésticas, tanto peor. Durante unas horas a la semana, Fee tendrá que apañarse sin Meggie, y no hay más que hablar.

Una de las cosas que Paddy no podía hacer era discutir con un cura; por consiguiente, Meggie aprendió a montar. Hacía años que lo deseaba y, en una ocasión, se había atrevido a preguntar tímidamente a su padre si podría hacerlo; pero éste no le había contestado y ella lo había olvidado en seguida, y nunca se lo había vuelto a preguntar, pensando que el silencio de Paddy equivalía a una negativa. Aprender bajo la dirección del padre Ralph le produjo una alegría que tuvo buen cuidado en ocultar, pues, en aquel tiempo, su veneración del padre Ralph se había convertido en una ardiente y muy infantil pasión. Sabiendo que era completamente imposible, se permitía el lujo de soñar en él, de preguntarse lo que sentiría si él la abrazaba y le daba un beso. Sus sueños no podían ir más lejos, porque no tenía la menor idea de lo que venía después, ni siquiera de que algo viniese después. Y si sabía que estaba mal soñar así en un sacerdote, no veía la manera de obligarse a no hacerlo. Lo único que podía hacer era asegurarse de que él no percibiese el menor indicio del tortuoso rumbo que habían tomado sus pensamientos.

Mientras Mary Carson observaba a través de la ventana del salón, el padre Ralph y Meggie salían de la caballeriza, que estaba en el lado de la casa grande más alejado de la residencia del mayoral. Los mozos de la hacienda montaban huesudos caballos de labor que nunca habían estado en el interior de una caballeriza, sino que sólo andaban alrededor de los corrales cuando tenían que hacer algún trabajo o retozaban en la hierba del Home Paddock cuando descansaban. Pero había caballerizas en Drogheda, aunque ahora sólo las usaba el padre Ralph. Mary Carson tenía allí dos caballos de pura raza para uso exclusivo del padre Ralph; nada de jamelgos para él. Y, cuando él le había preguntado si Meggie podía usar también sus monturas, ella no había podido negárselo. La muchacha era sobrina suya, y él tenía razón: debía aprender a montar decentemente.

En lo más profundo de su hinchado y viejo cuerpo, Mary Carson habría querido poder negarse, o, al menos, montar con ellos. Pero ni podía hacer lo primero, ni podía ya encaramarse a lomos de un caballo. Y ahora la amargaba verlos a los dos, cruzando juntos el prado, él con sus breeches, sus botas y su camisa blanca, ágil como un bailarín, y ella con sus pantalones de montar, esbelta e infantilmente hermosa. Irradiaban una amistad natural, y Mary Carson se preguntó, por millonésima vez, por qué era ella la única que deploraba su estrecha y casi íntima relación. Paddy lo encontraba maravilloso; Fee -¡que era un zoquete!- no decía nada, como de costumbre, y los chicos le trataban a él como a un hermano. ¿Era porque ella amaba a Ralph de Bricassart, por lo que veía lo que no veía nadie más? ¿O acaso eran figuraciones suyas, y no había más que una amistad de un hombre de treinta y pico años por una jovencita que no era todavía del todo una mujer? ¡Bah! Ningún hombre de treinta y cinco años, aunque se llamase Ralph de Bricassart, podía dejar de ver la rosa que se abría. ¿Ni siquiera Ralph de Bricassart? ¡Ah! ¡Especialmente Ralph de Bricassart! Nada escapaba a la mirada de este hombre.

Le temblaban las manos; la pluma salpicó de man-chitas azules el pie de la página. Los nudosos dedos sacaron otra hoja de un compartimiento del escritorio, mojaron otra vez la pluma en el tintero y trazaron de nuevo las palabras con la misma seguridad que la primera vez. Después, se puso en pie y se acercó a la puerta.

– ¡Minnie! ¡Minnie! -gritó.

– ¡Que Dios nos ayude! ¡Es ella! -dijo claramente la doncella en el salón de recepción. Su cara pecosa y sin edad se asomó a la puerta-. ¿Qué desea usted, mi querida señora Carson? -dijo, preguntándose por qué no habría llamado la vieja a la señora Smith, como solía hacer.

– Ve a buscar al cercador y a Tom. Diles que vengan en seguida.

– ¿Debo decírselo antes a la señora Smith?

– ¡No! ¡Haz lo que te he dicho, chica!

Tom, el hortelano, era un tipo viejo y arrugado que había llegado por los caminos con la mochila al hombro y había aceptado un trabajo temporal… hacía diecisiete años; se había enamorado de los huertos de Drogheda y no se había resignado a abandonarlos. Al cercador, un vagabundo como todos los de su estirpe, le habían cambiado la tarea de tender alambres entre los postes de los prados por la de reparar las estacas blancas de la mansión para la fiesta. Asombrados por la llamada, llegaron a los pocos minutos y se quedaron plantados, en pantalones de trabajo y camiseta de franela, dando nerviosamente vueltas a sus sombreros entre las manos.

– ¿Sabéis escribir? -preguntó la señora Carson.

Ambos asintieron y tragaron saliva.

– Bien. Quiero que seáis testigos de que firmo esta hoja de papel, y que, después, pongáis vuestros nombres y direcciones debajo de mi firma. ¿Lo habéis comprendido?

Ellos asintieron con la cabeza.

– Aseguraos de firmar como lo hacéis siempre, y poned claramente vuestra dirección. No me importa que sea una lista de Correos o lo que fuere, con tal de que podáis ser localizados por medio de ella.

Los dos nombres observaron cómo estampaba ella su nombre; por una vez, su escritura no era abreviada. Después, Tom avanzó y garrapateó dificultosamente en el papel, y el cercador escribió «Chas. Haw-kins» en grandes letras redondas, y una dirección en Sydney. Mary Carson les observaba con gran atención, y, cuando hubieron terminado, les entregó un rojo billete de diez libras a cada uno y les despidió, no sin antes ordenarles rudamente que mantuviesen cerrada la boca.

Meggie y el sacerdote habían desaparecido hacía rato. Mary Carson se sentó pesadamente delante de su escritorio, cogió otra hoja de papel y empezó a escribir de nuevo. Esta comunicación no era tan tá-cil y fluida como la otra. Una y otra vez, se interrumpió para pensar, y prosiguió, frunciendo los labios en una sonrisa desprovista de humor. Al parecer, tenía mucho que decir, pues apretaba las palabras y comprimía las líneas, e incluso necesitó una segunda hoja. Por fin, leyó lo que había escrito, reunió las hojas, las dobló y las introdujo en un sobre, sellando éste con lacre rojo.

Sólo Paddy, Fee, Bob, Jack y Meggie asistirían a la fiesta; Hughie y Stuart habían sido encargados de cuidar a los pequeños, para gran alivio suyo. Por una vez en su vida, Mary Carson aireó su bolsa, para que todos lucieran ropa nueva, de la mejor que podía encontrarse en Gilly.

Paddy, Bob y Jack, parecían inmovilizados por sus pecheras almidonadas, altos cuellos y blancas corbatas de pajarita, y sus chaqués, pantalones negros y chalecos olancos. Iba a ser una fiesta de gran gala, con traje de etiqueta para los hombres y vestido largo para las mujeres.

El vestido de Fee era de crespón, de un tono azul grisáceo muy lindo, y le caía muy bien, Con delicados pligues que llegaban hasta el suelo, escotado pero con mangas largas hasta la muñeca y con muchos abalorios, al estilo Queen Mary. Como esta- imperiosa dama, llevaba un peinado alto y con bucles cayendo sobre la espalda, y el almacén de Gilly le había proporcionado un collar y unos pendientes de perlas capaces de engañar a cualquiera que no los observase muy de cerca. Un precioso abanico de plumas de avestruz, teñidas del mismo color que su vestido, completaba el conjunto, menos ostentoso de lo que parecía a primera vista; el tiempo era anormalmente caluroso, y, a. las siete de la tarde, el termómetro marcaba más de treinta y ocho grados.

Cuando Fee y Paddy salieron de su habitación, los muchachos se quedaron pasmados. En su vida habían visto a sus padres ataviados con tal magnificencia, tan diferentes de lo normal. Paddy aparentaba sus sesenta y un años, pero tenía un aire tan distinguido que parecía un estadista; Fee, por su parte, parecía tener diez años menos de sus cuarenta y ocho, y estaba guapa, llena de vida, mágicamente sonriente. Jims y Patsy empezaron a berrear, negándose a mirar a mamá y a papá hasta que recobrasen su aspecto normal, y en medio de aquella confusión, se olvidó la etiqueta: mamá y papá se comportaron como siempre, pronto se granjearon la admiración de los gemelos.

Pero fue Meggie quien atrajo más tiempo las miradas de todos. Tal vez recordando su propia adolescencia, e irritada por el hecho de que las otras jóvenes invitadas habían encargado sus trajes a Sydney, la modista de Gilly había puesto los cinco sentidos en el vestido de Meggie. Era sin mangas y con escote pronunciado y drapeado; Fee había tenido sus dudas, pero Meggie le había suplicado y la modista le había asegurado que todas las chicas llevarían trajes parecidos. ¿Acaso quería que se burlasen de su hija, por vestir como una cursi lugareña? Y Fee se había dejado convencer. El vestido, de crespón Georgette o gasa gruesa, se ceñía ligeramente a la cintura, pero realzaba las caderas con adornos del mismo material. Era de un rosa pálido y mate, del «color que en aquella época se llamaba de cenizas de rosas; y la modista y la propia Meggie habían bordado todo el vestido de pequeños capullos de rosa. Y Meggie se había cortado el pelo como la mayoría de las chicas de Gilly. Desde luego, lo tenfa demasiado rizado en relación con los dictados de la moda, pero le sentaba mejor corto que largo.

Paddy abrió la boca para soltar una carcajada, pues aquélla no era su pequeña Meggie, pero volvió a cerrarla inmediatamente. Desde aquella escena con Frank, en la rectoría, había aprendido a callarse. No; no podía conservar para siempre a su niña pequeña; ahora era una joven y estaba desconcertada por la transformación que había visto en el espejo. ¿Por qué hacerle a la pobrecilla más difíciles las cosas?

Le tendió la mano, sonriendo cariñosamente.

– ¡Oh, Meggie! ¡Estás encantadora! Vamos, yo te acompañaré, y Bob y Jack acompañarán a tu madre.

Dentro de un mes, Meggie cumpliría diecisiete años, y, por primera vez en su vida, Paddy se sintió realmente viejo. Pero era era su tesoro más querido; nada estropearía su primera fiesta de chica mayor.

Se dirigieron despacio a la mansión, y antes de la hora en que debían llegar los primeros invitados; tenían que cenar con Mary Carson y ayudarla a recibir a aquéllos. Nadie quería llevar los zapatos sucios, pero una milla sobre el polvo de Drogheda exigía una parada en las dependencias exteriores para limpiarse el calzado y sacudirse el polvo de los pantalones, los caballeros, y del orillo de los trajes, las señoras.

El padre Ralph vestía sotana, como de costumbre; ningún traje masculino le habría sentado tan bien como aquella ropa talar severamente cortada, de línea sobria, con una serie de innumerables botones desde el cuello hasta el suelo, y la faja purpúrea de monseñor.

Mary Carson había elegido un vestido de seda blanco, con encajes y plumas blancas de avestruz. Fee se la quedó mirando estúpidamente, impresionada hasta perder su indiferencia habitual. Parecía un traje de novia incongruente, nada adecuado para ella… ¿Cómo se le había ocurrido vestirse como una pintarrajeada y vieja solterona que hiciese prácticas para una boda imaginaria? Últimamente, había engordado mucho, y esto empeoraba aún más las cosas.

Pero Paddy parecía encontrarlo todo bien; se adelantó para asir las manos de su hermana y se inclinó ante ella. Era un buenazo, pensó el padre Ralph, observando la pequeña escena, medio divertido, medio indiferente.

– ¡Bueno, Mary! ¡Estás estupenda! ¡Como una jp-vencita!

En realidad, se parecía muchísimo a aquella famosa fotografía de la reina Victoria tomada poco antes de su muerte. Las dos profundas arrugas a los lados de su imperiosa nariz seguían en su sitio; los tercos labios conservaban su indomable energía; los ojos, ligeramente saltones y glaciales, se fijaban en Meggie sin pestañear. Y los bellos ojos del padre Ralph pasaron de la sobrina a la tía y de nuevo a la sobrina.

Mary Carson sonrió a Paddy y apoyó una mano en su brazo.

– Tú me acompañarás al comedor, Padraic. El padre De Bricassart dará escolta a Fiona, y los muchachos llevarán a Meghann entre los dos. -Miró a Meggie por encima del hombro-. ¿Bailarás esta noche, Meghann?

– Es demasiado joven, Mary; todavía no tiene diecisiete años -dijo rápidamente Paddy, recordando otro defecto de la familia: ninguno de sus hijos había aprendido a bailar.

– ¡Qué lástima! -exclamó Mary Carson.

Fue una fiesta espléndida, suntuosa, brillante; al menos fueron éstos los calificativos más prodigados. Royal O'Mara había Venido de Inishmurray, que estaba a trescientos kilómetros, con su esposa, sus hijos y su hija única; era el que había hecho el trayecto más largo, aunque no por mucha diferencia. La gente de Gilly no se lo pensaba demasiado para recorrer trescientos kilómetros para asistir a un partido de criquet, y mucho menos para acudir a una fiesta. También estaba Duncan Gordon, de Each-Isge; nadie había podido conseguir que explicase por qué había dado a su hacienda, tan alejada del océano, el nombre de un caballito de mar en gaélico escocés. Y Martin King, su esposa, su hijo Anthony y la señora de Anthony; era el colono más antiguo de Gilly, ya que Mary Carson, por ser mujer, no podía disfrutar de este título. Y Evan Pugh, de Braich y Pwll, que los de la región pronunciaban Brakeypull. Y Dominic O'Rourke, de Dibban-Dibban. Y Horry Hopeton, de Beel-Beel. Y muchísimos más.

Casi todas las familias presentes eran católicas, y pocas de ellas llevaban nombres anglosajones; había una proporción casi igual de irlandeses, escoceses y galeses. No, no podían esperar autonomía en el viejo país, y, si eran católicos en Escocia o País de Gales, tampoco mucha simpatía de los indígenas protestantes. Pero aquí, en muchos miles de kilómetros cuadrados alrededor de Gillanbone, podían desentenderse en absoluto de los señores ingleses, como dueños de cuanto poseían; y Drogheda, la propiedad más grande, tenía una extensión superior a la de varios principados europeos. ¡Al tanto, principitos monegas-cos y duques de Licchtenstein! Mary Carson era más importante. Hoy bailaban todos ellos a los acordes de la melosa orquesta de Sydney o se retiraban complacientes para ver a sus hijos bailando el charles-tón, o para comer pastelillos de langosta y ostras heladas, y beber champaña francés de quince años o whisky escocés de veinte. Si hubiese podido decirse la verdad, habrían preferido comer pierna de cordero asada o carne de buey en conserva y beber el barato y fuerte ron de Bundaberg o el bitter de Graf-ton a granel. Pero era agradable saber que los mejores artículos estaban allí a su disposición.

Sí, había muchos años de vacas flacas. El dinero producido por la lana era cuidadosamente atesorado en los años buenos, para protegerse de las depredaciones de los malos, pues nadie podía predecir cuándo llovería. Pero ahora se pasaba un período bueno, que venía durando desde hacía tiempo, y había pocas ocasiones de gastar dinero en Gilly. ¡Oh! Cuando uno se acostumbraba a las tierras llanas y negras del Gran Noroeste, no había para él mejor lugar en el mundo. No hacían nostálgicas peregrinaciones al viejo país; éste no había hecho nada por ellos, salvo someterles a discriminación por sus convicciones religiosas, mientras que Australia era un país demasiado católico para discriminar. Y el Gran Noroeste era su hogar.

Además, Mary Carson pagaba aquella noche la cuenta. Y bien podía permitirse este lujo. Se decía que habría podido comprar y vender al rey de Inglaterra. Tenía dinero en acero, en plata y plomo y cinc, en cobre y en oro y en mil cosas diferentes, sobre todo en aquellas que, literal y metafóricamente, producían más dinero. Hacía tiempo que Drogheda había dejado de ser la fuente principal de sus ingresos; no era más que un pasatiempo provechoso.

El padre Ralph no habló directamente a Meggie durante la cena, ni después de ésta; a lo largo de toda la velada, actuó deliberadamente como si ella no existiese. Meggie, afligida, le seguía con la mirada en el salón de recepciones, y él, que lo advertía, habría querido detenerse junto a su silla y explicarle que no beneficiaría a su reputación (ni a la suya propia) si le prestaba más atención que, por ejemplo, a la señorita Carmichael, a la señorita Gordon y a la señorita O'Mara. Él tampoco bailaba, y, como Meg-gie, era blanco de muchas miradas; pues, sin duda alguna, eran las dos personas más atractivas de la fiesta.

Una parte de él aborrecía el aspecto de Meggie aquella noche: sus cabellos cortos, el lindo vestido, los elegantes zapatos de seda de color de cenizas de rosas, con sus tacones altos; la niña había crecido y estaba desarrollando una figura muy femenina. Pero otra parte de él sentía un tremendo orgullo al ver que eclipsaba a todas las demás jóvenes presentes. La señorita Carmichael tenía nobles facciones, pero carecía del atractivo especial de los cabellos rojos; la señorita King tenía unas trenzas rubias exquisitas, pero le faltaba flexibilidad en el cuerpo; la señorita Mackail poseía un cuerpo asombroso, pero su cara recordaba la de un caballo comiendo una manzana a través de una valla de alambre. Sin embargo, su reacción dominante era de inquietud, acompañada de un angustioso deseo de poder dar marcíia atrás al calendario. No quería que Meggie creciese; prefería la niña a la que podía tratar como a su pe-quéñina predilecta. Sorprendió, en la cara de Paddy, una expresión que reflejaba sus propios pensamientos, y sonrió débilmente. Sería estupendo que, por una vez, pudiese también él manifestar sus sentimientos. Pero el hábito, la educación y la discreción estaban demasiado arraigados en él.

A medida que fue transcurriendo la velada, el baile se hizo menos cohibido, la bebida cambió del champaña y el whisky al ron y la cerveza, y todo adquirió un aspecto más popular. A las dos de la madrugada, sólo la total ausencia de peones y de chicas trabajadoras distinguía aquella fiesta de las acostumbradas diversiones del distrito de Gilly, que eran estrictamente democráticas.

Paddy y Fee seguían al pie del cañón, mientras que Bob y Jack se habían marchado a medianoche, junto con Meggie. Ni Fee ni Paddy lo habían advertido; se estaban divirtiendo. Si sus hijos no sabían bailar, ellos sí que sabían, y lo demostraban. Casi siempre lo hacían los dos juntos, y el observador padre Ralph tuvo la impresión de que, de pronto, estaban más unidos que de costumbre, tal vez porque eran raras las oportunidades que tenían de relajarse y divertirse. No recordaba haberles visto nunca sin que al menos un hijo rondase a su alrededor, y pensó que debía de ser muy duro, para los padres de familia numerosa, no poder estar a solas nunca, salvo en el dormitorio, donde, comprensiblemente, otras cosas predominaban sobre la conversación. Paddy estaba siempre alegre y animado, pero Fee resplandecía literalmente aquella noche, y, cuando Paddy sacaba a bailar a la esposa de algún colono, no eran pocos los que estaban ansiosos de hacerlo con ella; muchas mujeres jóvenes, sentadas alrededor del salón, eran menos solicitadas.

Sin embargo, el padre Ralph tenía poco tiempo para observar al matrimonio Cleary. Sintiéndose diez años más joven cuando vio que Meggie abandonaba la fiesta, se animó y dejó asombradas a las señoritas Hopeton, Mackail, Gordon y O'Mara, bailando el black bottom -estupendamente bien- con la señorita Carmichael. Después de esto, sacó a bailar por turno a todas las chicas que estaban sin pareja, incluso a la pobre y vulgar señorita Pugh, y, como todo el mundo estaba contento y respirando buena voluntad, nadie censuró en absoluto al sacerdote. En realidad, su celo y su amabilidad fueron muy comentados y admirados. Nadie podía decir que su hija no hubiese tenido oportunidad de bailar con el padre De Bricassart. Naturalmente, si no hubiese sido una fiesta particular, se habría guardado muy bien de salir a la pista de baile; pero en estas circunstancias, era agradable ver cómo un hombre tan simpático se divertía, al menos por una vez.

A las tres de la mañana, Mary Carson se levantó y bostezó.

– No, ¡que siga la fiesta! Yo estoy cansada y me voy a dormir. Pero ahí tienen comida y bebida de sobra, la orquesta ha sido contratada para seguir tocando mientras alguien tenga ganas de bailar, y un poco de ruido me ayudará a conciliar rápidamente el sueño. ¿Quiere usted ayudarme a subir la escalera, padre?

Una vez fuera del salón de recepciones, no se dirigió a la gran escalinata, sino que condujo al sacerdote a su cuarto de estar particular, apoyándose pesadamente en su brazo. La puerta estaba cerrada, y ella esperó a que él la abriese con la llave que acababa de entregarle; después, entró la primera.

– Ha sido una fiesta estupenda, Mary.

– Mi última fiesta.

– No diga eso, querida.

– ¿Por qué no? Estoy cansada de vivir, Ralph, y voy a terminar. -Sus ojos duros le miraron burlones-. ¿Lo duda usted? Desde hace más de setenta años, he hecho siempre lo que he querido y cuando he querido; por consiguiente, si la muerte se imagina que va a elegir el momento de mi partida, está muy equivocada. Me moriré cuando yo quiera, y conste que no voy a suicidarme. Es nuestra voluntad de vivir la que nos mantiene en pie, Ralph; no es difícil interrumpir la vida, si se desea de veras. Y yo lo deseo, porque estoy cansada. Ya ve si es sencillo.

Él también estaba cansado; no precisamente de la vida, sino del eterno escenario, del clima, de la falta de amigos con intereses comunes, de sí mismo. La habitación estaba débilmente iluminada por una alta lámpara de petróleo con un globo de cristal purpúreo de valor incalculable y que proyectaba transparentes sombras carmesíes sobre el rostro de Mary Carson, dándole un aspecto más diabólico. A él le dolían los pies y la espalda; hacía mucho tiempo que no había bailado tanto, aunque se enorgullecía de estar al corriente de las últimas modas. Treinta y cinco años de edad, monseñor rural… ¿Y como jerarquía de la Iglesia? Esto había terminado antes de empezar. ¡Oh, los sueños de la juventud! Y el descuido de la lengua juvenil, y el ardor del genio de los jóvenes. No había sido lo bastante fuerte para superar la prueba. Pero no volvería a cometer el mismo error. Nunca, nunca…

Rebulló inquieto y suspiró. ¿Para qué pensar en esto? La oportunidad no volvería a presentarse. Ya era hora de reconocerlo, ya era hora de dejar de soñar y de esperar.

– ¿Recuerda, Ralph, que le dije que le vencería con sus propias armas?

La voz seca y vieja restalló y le sacó de la ensoñación en que le había sumido su cansancio. Miró a Mary Carson y sonrió.

– Querida Mary, nunca olvido nada de lo que usted dice. Sin usted, no sé lo que habría hecho en estos últimos siete años. Su ingenio, su malicia, su percepción…

– Si hubiese sido más joven, le habría cazado de un modo diferente, Ralph. Nunca podrá imaginar cuánto deseé arrojar treinta años por la ventana. Si se me hubiese aparecido el diablo y me hubiera ofrecido comprar mi alma a cambio de devolverme la juventud, se la habría vendido al instante, y no hubiera lamentado estúpidamente el trato como el viejo idiota del doctor Fausto. Pero el diablo no vino. En realidad, no consigo creer en Dios ni en el diablo, ¿sabe? Nunca he visto una prueba tangible de su existencia. ¿Y usted?

– No. Pero la creencia no se apoya en pruebas de existencia, Mary. Descansa en la fe, y la fe es la piedra de toque de la Iglesia. Sin fe, no hay nada.

– Un principio muy efímero.

– Tal vez. Yo creo que la fe nace con el hombre o con la mujer. Para mí, es una lucha constante, lo confieso; pero nunca me rindo.

– Quisiera destruirle.

Rieron los ojos azules del hombre, más grises bajo aquella luz.

– ¡Oh, mi querida Mary! Esto ya lo sabía.

– Pero, ¿sabe usted por qué?

Una terrible ternura le asaltó, casi penetró en su interior, pero él la rechazó furiosamente.

– Sé por qué, Mary, y créame que lo lamento.

– Aparte de su madre, ¿cuántas mujeres le han amado?

– Me pregunto si mi madre me amó alguna vez. En todo caso, terminó odiándome. Como la mayoría de las mujeres. Hubiese debido llamarme Hipólito.

– ¡Ooooh! ¡Esto me dice muchas cosas!

– En cuanto a otras mujeres, creo que sólo Meg-gie… Pero Meggie es una niña. Probablemente no es exagerado decir que cientos de mujeres me han deseado, pero, ¿amarme…? Lo dudo mucho.

– Yo le he amado -declaró la anciana en tono patético.

– No, no es verdad. Yo soy el aguijón de sus años viejos, y nada más. Cuando me mira, le recuerdo lo que no puede hacer, a causa de la edad.

– Se equivoca. Yo le he amado. ¡Y cuánto, Dios mío! ¿Cree que mis años lo impiden automáticamente? Bueno, padre De Bricassart, permítame que le diga una cosa. Dentro de este estúpido cuerpo, soy todavía joven; todavía siento, todavía deseo, todavía sueño, todavía pataleo y maldigo las restricciones que me atan, como mi cuerpo mismo. La vejez es la peor venganza con que nos aflige un Dios vengativo. ¿Por qué no hace que también envejezcan nuestras mentes? -Se echó atrás en el sillón y cerró los ojos, mostrando unos dientes crueles-. Yo iré al infierno, desde luego. Pero espero que antes tendré la oportunidad de decirle a Dios lo que pienso de Él!

– Ha estado usted viuda durante demasiado tiempo. Dios le dio la oportunidad de elegir, Mary. Podía haberse casado de nuevo. Si prefirió no hacerlo y permanecer en su intolerable soledad, usted tuvo la culpa, no Dios.

Durante unos momentos, ella no dijo nada; sus manos sujetaban con fuerza los brazos del sillón. Des pues, empezó a relajarse y abrió los ojos. Éstos brillaron rojizos a la luz de la lámpara, pero no con lágrimas, sino con algo más duro, más centelleante. Él contuvo el aliento, sintió miedo. Parecía una araña.

– Encima del escritorio hay un sobre. Ralph. ¿Tiene la bondad de traérmelo?

Dolorido y asustado, el sacerdote se levantó y se dirigió al escritorio, levantó la carta y la miró con curiosidad. El sobre estaba en blanco, pero el dorso había sido debidamente sellado con lacre rojo y con una D mayúscula. El se lo tendió, pero ella no lo tomó y le indicó con un ademán que se sentara.

– Es para usted -dijo, y rió entre dientes-. El instrumento de su destino, Ralph; eso es lo que es. Mi última y más eficaz estocada en nuestro largo desafío. ¡Qué lástima que yo no pueda estar aquí para ver lo que ocurre! Pero lo que pasará, porque le conozco, le conozco mucho mejor de lo que se imagina. ¡Una arrogancia insoportable! Dentro de este sobre está el destino de su cuerpo y de su alma. Yo puedo haberlo perdido a causa de Meggie, pero me he asegurado de que ella tampoco lo consiga.

– ¿Por qué odia tanto a Meggie?

– Ya se lo dije una vez. Porque usted la quiere.

\No como usted supone! Es la hija que nunca podré tener, la rosa de mi vida. Meggie es una idea, Mary, ¡una idea!

Pero la vieja gruñó:

– ¡No quiero hablar de su preciosa Meggie! Nunca volveré a verle a usted; por consiguiente, no quiero perder el tiempo hablando de ella. Hablemos de la carta. Quiero que me jure, por sus votos de sacerdote, que no la abrirá hasta que haya visto con sus ojos mi cadáver, pero que, después, la abrirá inmediatamente, antes de que me entierren. ¡Júrelo!

– No hace falta jurarlo, Mary. Lo haré.

– ¡Júrelo, o devuélvame la carta!

Él se encogió de hombros.

– Está bien. Lo juro por mis votos de sacerdote. No abriré la carta hasta que haya visto su cadáver; después, la abriré antes de que la entierren.

– ¡Bien! ¡Muy bien!

– Pero no se preocupe, Mary. Esto no es más que una fantasía suya. Por la mañana, se reirá de ella.

– No veré la mañana. Moriré esta noche; no soy tan débil como para esperar el placer de volver a verle. Qué anticlímax, ¿eh? Ahora iré a acostarme. ¿Quiere ayudarme a subir la escalera?

Él no la creyó, pero comprendió que de nada le serviría discutir y que ella no estaba de humor para dejarse convencer. Sólo Dios decidía cuándo una persona tenía que morir, salvo que ésta, usando del libre albedrío que Él le había dado, quisiera quitarse la vida. Y ella había dicho que no se suicidaría. Por consiguiente, la ayudó a subir la escalera y, al llegar arriba, le tomó las manos y se inclinó para besárselas.

Ella las retiró bruscamente.

– No; esta noche, no. ¡En la boca, Ralph! ¡Bésame en la boca como si fuésemos amantes!

A la brillante luz de la araña encendida, con sus cuatrocientas velas de cera, ella observó la repugnancia en su rostro, un retroceso instintivo; y quiso morir, un deseo tan furioso de morir que no le permitía esperar un momento más.

– ¡Soy sacerdote, Mary! ¡No puedo hacerlo!

Ella lanzó una risa aguda, fantasmagórica.

– ¡Oh, Ralph, qué farsante eres! ¡Un hombre farsante, y un cura farsante] ¡Y pensar que una vez tuviste la audacia de brindarte a hacerme el amor! ¿Tan seguro estabas de que rehusaría? ¡Ojalá no lo hubiese hecho! ¡Daría mi alma por ver cómo salías del apuro, si pudiese repetirse aquella noche! ¡Farsante, farsante, farsante! Eso es lo que eres, Ralph. ¡Un impotente e inútil farsante! ¡Un nombre impotente y un cura impotente! ¿Has tenido alguna vez una erección, padre De Bricassart? ¡Farsante!

Fuera, no había llegado todavía la aurora, ni sus luces precursoras. La oscuridad se extendía blanda, espesa y cálida, sobre Drógheda. Los trasnochadores se estaban volviendo sumamente ruidosos; si la mansión hubiese tenido vecinos próximos, haría rato que éstos habrían llamado a la Policía. Alguien vomitaba, copiosa y asquerosamente, en la galería, y, bajo una genciana, dos formas vagas yacían enlazadas. El padre Ralph esquivó al que vomitaba y a los amantes, y cruzó en silencio el prado recién segado, con la mente atormentada hasta el punto de que no sabía ni le importaba adonde iba. Solo quería alejarse de ella, de la horrible y vieja araña, convencida de que tejía su capullo mortal en esta noche exquisita. A una hora tan temprana, el calor no era asfixiante; flotaba un débil y denso estremecimiento en el aire, y lánguidos perfumes de alboronía y de rosas, y la celeste quietud exclusiva de las latitudes tropicales y subtropicales. ¡Oh, Dios, estar vivo, estar realmente vivo! ¡Abrazar la noche, y vivir, y ser libre!

Se detuvo en el otro extremo del prado y se quedó contemplando el cielo, como en una búsqueda instintiva de Dios. Sí; allí, en alguna parte, entre aquellos titilantes puntos luminosos, puros y alejados de la Tierra. ¿Qué había en el cielo nocturno? ¿Acaso al levantarse la tapa azul del día, podía el hombre atisbar la eternidad? Sólo la contemplación del inmenso panorama de las estrellas podía convencer al hombre de la existencia de Dios y de la eternidad.

Desde luego, ella tenía razón. Un farsante, un farsante total. Ni sacerdote, ni hombre. Sólo alguien que habría querido saber la manera de ser ambas cosas. ¡No! \No ambas cosas! El hombre y el sacerdote no pueden coexistir; el que es hombre no puede ser sacerdote. ¿Por qué permití que mis pies se enredasen en su tela de araña? Su veneno es fuerte, tal vez más fuerte de lo que me imagino. ¿Qué dice la carta? El hecho de ponerme sobre ascuas es muy propio de Mary. ¿Qué es lo que sabe, y qué lo que adivina? Pero, ¿hay algo que saber o adivinar? Sólo vanidades… y soledad. Duda, dolor. Siempre dolor. Y, sin embargo, te equivocas, Mary. Yo puedo sentir como un hombre. Lo único que pasa es que no quiero hacerlo, que me he pasado muchos años demostrándome que puedo controlar, dominar, subyugar mis instintos. Porque aquello es una actividad propia del hombre, y vo soy sacerdote.

Alguien estaba llorando en el cementerio, Meggie, naturalmente. Era la única a quien podía ocurrírsele una cosa así. Se levantó los faldones de la Sotana y saltó la verja de hierro forjado, sintiendo que era inevitable que no hubiese terminado aún con Meggie aquella noche. Si se había enfrentado con una de las mujeres de su vida, justo era que lo hiciese con la otra. Su divertido desprendimiento volvía a él, la vieja araña no podía tenerlo alejado por más tiempo. La maligna y vieja araña. ¡Que Dios la confunda!, ¡que Dios la confunda!

– No llores, querida Meggie -dijo, sentándose en la hierba mojada de rocío-. Vamos, apuesto a que no llevas ningún pañuelo limpio. Las mujeres siempre se olvidan de esto. Toma el mío y sécate los ojos como una buena chica.

Ella tomó el pañuelo y se enjugó los ojos.

– No te has cambiado el vestido de baile. ¿Has estado sentada aquí desde la medianoche?

– Sí.

– ¿Saben Bob y Jack dónde estás?

– Les dije que me iba a la cama.

– ¿Qué te pasa, Meggie?

– ¡No me ha hablado usted en toda la noche!

– ¡Ah! Ya me imaginaba que debía de ser esto. Vamos, Meggie, ¡mírame!

A lo lejos, por oriente, se iniciaba un reflejo ambarino, un desvanecimiento de la oscuridad total, y los gallos de Drogheda gritaban su temprana bienvenida a la aurora. Por eso pudo ver que ni las lágrimas reprimidas podían marchitar la belleza de los ojos de la jovencita.

– Meggie, tú eras, sin comparación, la chica más linda de la fiesta, y sabido es que yo vengo a Dro-gheda, más a menudo de lo necesario. Soy sacerdote y, por consiguiente, debería estar exento de toda sospecha, un poco a la manera de la mujer del César; pero temo que no todo el mundo está libre de malicia. Comparado con la mayoría dé los curas, soy joven, y no del todo feo. -Hizo una pausa, pensando en cómo se habría burlado. Mary Carson de su modestia, y se rió sin ganas-. Si te hubiese prestado la más mínima atención, el rumor habría circulado en toda Gilly inmediatamente. En todas las fiestas del distrito se habría hablado de ello. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Ella sacudió la cabeza, y los cortos rizos brillaron más bajo la luz naciente.

– Bueno, eres aún muy joven para saber cómo anda el mundo, pero tienes que aprenderlo, y parece que siempre me toca a mí instruirte, ¿no? Quiero decir que la gente pensaría que me interesas como hombre, no como sacerdote.

¡Padre!

– Horrible, ¿no? -Sonrió-. Pero esto es lo que diría la gente, te lo aseguro. Tú no eres ya una niña, Meggie, sino una señorita. Pero todavía no has aprendido a disimular el afecto que sientes por mí; por tanto, si me hubiese detenido a hablar contigo, con toda aquella gente observando a nuestro alrededor, me habrías mirado de una manera que habría sido mal interpretada.

Ella le miraba ahora de una manera extraña, con una súbita expresión inescrutable velando sus ojos, y, de pronto, volvió la cabeza y le ofreció su perfil.

– Sí, ya veo. Fui una tonta al no comprenderlo.

– Bueno, ¿no crees que ya es hora de que vuelvas a casa? Sin duda estarán todos durmiendo, pero, si alguien se hubiese despertado a la hora acostumbrada, te verías en un lío. Y no podrías decir que has estado conmigo, Meggie; ni siquiera a tu propia familia.

Ella se levantó y le miró fijamente.

– Me marcho, padre. Pero quisiera que le conociesen mejor, que nunca pensaran esas cosas de usted. Porque usted no es así, ¿verdad?

Por alguna razón, esto le hirió, le hirió en el alma, como no habían podido hacerlo antes las crueles insinuaciones de Mary Carson.

– No, Meggie; tienes razón. No soy así. -Se levantó y sonrió maliciosamente-. ¿Te extrañaría si te dijese que tal vez desearía serlo? -Se llevó una mano a la cabeza-. No, ¡no lo deseo en absoluto! Vete a casa, Meggie, ¡vete a casa!

Ella tenía el semblante triste.

– Buenas noches, padre.

Él le asió las manos, se inclinó y las besó.

– Buenas noches, querida Meggie.

La observó mientras se alejaba entre las tumbas y saltaba la valla; con su vestido de capullos de rosa, su silueta era graciosa, muy femenina y un poco irreal. Cenizas de rosas.

– Muy adecuado -le dijo al ángel.

Los automóviles se alejaban rugiendo de Drogheda cuando él cruzó el prado en sentido contrario; por fin había terminado la fiesta. Dentro de la casa, los músicos de la orquesta estaban guardando sus instrumentos, sudorosos de ron y de fatiga, y las cansadas doncellas y los servidores ocasionales empezaron a poner las cosas en orden. El padre Ralph menee la cabeza, mirando a la señora Smith.

– Mándelos todos a la cama, querida señora. Les será mucho más fácil arreglar todo esto cuando hayan descansado. Yo me cuidaré de que la señora Carson no les riña.

– ¿Quiere usted comer algo, padre?

– ¡No, por Dios! Voy a acostarme.

Avanzada ya la tarde, una mano le tocó en el hombro. El sacerdote buscó a tientas aquella mano, sin fuerza para abrir los ojos, y trató de apoyarla en su mejilla.

– Meggie -susurró.

– ¡Padre! ¡Padre! Por favor, ¡despierte!

Al oír la voz de la señora Smith, se despertó del todo en un instante.

– ¿Qué pasa, señora Smith?

– La señora Carson, padre. ¡Ha muerto!

El reloj le dijo que eran más de las seis de la tarde; confuso y mareado, al salir del profundo sopor en que le había sumido el terrible calor del día, se quitó el pijama y se puso los hábitos sacerdotales, se colgó la estola morada alrededor del cuello, tomó los óleos de la extremaunción, el agua bendita, la cruz de plata y el rosario de cuentas de ébano. Ni por un instante se le ocurrió dudar de las palabras de la señora Smith; sabía que la araña había muerto. ¿Habría tomado algo, a fin de cuentas? Quisiera Dios, si lo había hecho, que no hubiesen quedado rastros en la habitación, ni los sospechase el médico. ¿De qué podía servir la extremaunción? Seguramente, de nada. Pero tenía que administrársela. Si se negaba, practicarían la autopsia y habría complicaciones. Sin embargo, su súbita sospecha de suicidio era lo de mepos; lo que le parecía obsceno era depositar cosas sagradas sobre el cuerpo de Mary Carson.

¡Vaya si estaba muerta! Debió de morir a los pocos minutos de retirarse a su habitación, hacía más de quince horas. Las ventanas estaban herméticamente cerradas, y remaba en el cuarto la humedad de las cubetas planas de agua que ella hacía poner disimuladamente en todos los rincones para mantener fresca su piel. Había un ruido peculiar en el aire, y, después de un estúpido momento de incertidumbre, comprendió que era producido por las moscas, por enjambres de moscas que zumbaban como locas, mientras se alimentaban de ella, se apareaban sobre ella, ponían sus huevos en su piel.

– ¡Por el amor de Dios, señora Smith, abra las ventanas! -jadeó, acercándose a la cama, con el rostro palidísimo.

Había pasado ya la rigidez cadavérica, y volvía a estar flaccida, asquerosamente flaccida. Sus ojos aparecían mates como el mármol, y tenía negros los labios, y toda ella estaba cubierta de moscas. El padre Ralph pidió a la señora Smith que las oxease mientras él administraba los santos óleos y murmuraba las viejas letanías. ¡Qué farsa, para una mujer maldita! ¡Y cómo olía! Peor que un caballo muerto en la frescura de un prado. Le repugnaba tocarla, tanto muerta como cuando estaba viva, especialmente aquellos labios hinchados por las moscas. Dentro de unas horas, sería una gusanera.

Por fin terminó y se irguió.

– Vaya a avisar a los Cleary inmediatamente, señora Smith, y, por el amor de Dios, dígales que ordenen a los chicos que construyan ahora mismo un ataúd. No hay tiempo de enviar a buscar uno a Gilly; se está descomponiendo ante nuestros ojos. ¡Dios mío! Me siento mareado. Iré a tomar un baño y dejaré la ropa delante de mi puerta. Quémela. Nunca podría quitarle el mal olor.

De nuevo en su habitación, en mangas de camisa y pantalón de montar -pues no se había traído sotana de repuesto-, recordó la carta, y su promesa. Habían dado ya las siete; podía oír el apagado ruido de las doncellas y del personal contratado para la fiesta mientras limpiaban la mesa del festín y volvían a transformar el gran salón en capilla, preparando la casa para el entierro de mañana. No había más remedio; tendría que volver a Gilly esta noche, en busca de otra sotana y de los ornamentos para la misa de difuntos. Había cosas que llevaba siempre consigo cuando salía de la rectoría para ir al campo, cuidadosamente distribuidas en compartimientos de su pequeña maleta, como las materias para administrar los sacramentos del bautismo y de la extremaunción, para bendecir y para decir misa, en cualquier época del año. Pero era irlandés, y llevar los ornamentos negros de la misa de difuntos habría sido tentar a! destino. Oyó la voz de Paddy a lo lejos, pero ahora no quería enfrentarse con Paddy; sabía que la señora Smith haría lo que le había ordenado.

Sentado junto a la ventana, ante la que se extendía el paisaje de Drogheda bajo la luz del sol poniente, con sus dorados eucaliptos y sus masas de rosas blancas, rosadas y rojas, teñidas ahora de púrpura, sacó la carta de Mary Carson de la maleta y la sostuvo entre los dedos. Ella había insistido en que la leyese antes de ser ella enterrada, y una vocecilla le murmuraba en su mente que debía hacerlo ahora, no más tarde, cuando hubiese visto a Paddy y a Meggie, sino ahora, antes de ver a nadie que no fuese la propia Mary Carson.

El sobre contenía cuatro hojas de papel; las hojeó y vio inmediatamente que las dos últimas eran el testamento de la difunta. Las dos primeras iban dirigidas a él y estaban escritas en forma de carta.


Queridísimo Ralph:

Ya habrá visto usted que el segundo documento contenido en este sobre es mi testamento. Tenía otro testamento, perfectamente válido, firmado y sellado, en el despacho de Harry Gough, en Gilly; el que incluyo aquí es muy posterior y, naturalmente, anula el que tiene Harry…

En realidad, lo redacté el otro día, y Tom y el cercador firmaron como testigos, pues tengo entendido que ningún beneficiario puede firmar como testigo en un testamento. Es perfectamente legal, aunque no haya sido redactado por Harry. Le aseguro que ningún tribunal del mundo le negaría validez.

Pero, ¿por qué no quise que Harry redactase este testamento, si quería alterar las disposiciones del anterior? Muy sencillo, mi querido Ralph. Quería que absolutamente nadie conociese su existencia, aparte de usted y de mí. Éste es el único ejemplar, y usted lo tiene. Y nadie lo sabe más que usted. Una parte muy importante de mi plan.

¿Recuerda aquel fragmento del Evangelio en que Satanás lleva a Nuestro Señor Jesucristo a la cima de un monte, y le tienta ofreciéndole todo el mundo? Es agradable saber que tengo un poco del poder de Satanás y que puedo tentar a mi amado (¿duda usted de que Satanás amaba a Cristo? Yo, no). La contemplación de su dilema ha alegrado considerablemente mis pensamientos durante los últimos años, y, cuanto más me acerco a la muerte, más deliciosas son mis visiones.

Cuando haya leído el testamento, comprenderá lo que quiero decir. Mientras yo esté ardiendo en el infierno, más allá de las fronteras de esta vida, usted seguirá viviendo en ella, pero arderá en un infierno de llamas más abrasadoras que las que cualquier dios podría fabricar. ¡Oh, mi querido Ralph, lo he calibrado a usted con minuciosa exactitud! Y siempre he sido maestra en el arte de hacer sufrir a los que amo. Y usted es una pieza mucho mejor de lo que nunca fue mi querido y difunto Michael.

Cuando nos conocimos, usted quería Drogheda y mi dinero, ¿no es verdad, Ralph? Lo consideró un medio de comprar la categoría que naturalmente le corresponde. Pero entonces llegó Meggie, y usted renunció a su primitivo plan de cultivarme, ¿no es cierto? Me convertí en un pretexto para visitar Drogheda y poder estar con Meggie. Me pregunto si habría cambiado tan fácilmente de bando, de haber conocido la verdadera cuantía de mi fortuna. ¿Sabe a cuánto asciende, Ralph? Supongo que no es muy elegante mencionar el importe exacto de la fortuna en un testamento, pero se lo voy a decir, sólo para estar segura de que posee toda la información necesaria para tomar su decisión. Aproximadamente, mi fortuna asciende a trece millones de libras.

Estoy llegando al final de la segunda página, y no quiero que esto se convierta en una tesis. Lea mi testamento, Ralph, y, cuando lo haya hecho, decida lo que va a hacer con él. ¿Lo llevará a Harry Gough, para ser protocolizado, o lo quemará y nunca dirá a nadie que existió? Ésta es la decisión que deberá tomar. Debo añadir que el testamento que se conserva en el despacho de Harry lo hice un año después de la llegada de Paddy y que, en él designo a éste heredero universal. Sólo para que sepa usted lo que se juega.

Le amo, Ralph, tanto, que habría sido capaz de matarle por su desdén; pero esta venganza es Mucho mejor. No soy de noble condición; le amo, pero quiero hacerle gritar de angustia. Porque, créame, cuál será su decisión. Lo sé con tanta seguridad como si lo estuviese viendo. Gritará, Ralph, con gritos de agonía. Y ahora, mi bello y ambicioso sacerdote, ¡siga leyendo! Lea mi testamento, y decida su destino.

No estaba firmado ni rubricado. Él notó cómo el sudor le corría por la frente, y lo sintió deslizarse también sobre la nuca. Y quiso levantarse en el mismo instante y quemar ambos documentos, sin leer el contenido del segundo. Pero la vieja y monstruosa araña había calibrado bien su presa. ¡Claro que seguiría leyendo! Era demasiado curioso para desistir. ¡Dios mío! ¿Qué había hecho él, para que aquella mujer quisiera hacerle tanto daño? ¿Por qué se empeñaban las mujeres en hacerle sufrir? ¿Por qué no había nacido enano, jorobado, feo? De haber sido así, habría podido ser feliz.


Yo, Mary EHzabeth Carson, en pleno uso de mis facultades mentales y corporales, declaro que éste es mi último y válido testamento, por el cual anulo y revoco cuantos actos de última voluntad hubiese otorgado anteriormente.

Salvo los legados especiales que se consignan al final, nombro heredero universal de todos mis bienes, derechos y acciones, a la Santa Iglesia Católica y Romana, en las condiciones que se expresan a continuación:

Primera: Que la dicha Santa Iglesia Católica y Romana, que en lo sucesivo denominaré la Iglesia, conozca la estimación y afecto que siento por su sacerdote, el padre Ralph de Bricassart. Sólo 5M bondad, su guía espiritual y su inquebrantable apoyo, me han llevado a disponer de este modo de mis bienes.

Segunda: Que, para conservar esta herencia, la Iglesia deberá reconocer la valía y las dotes del susodicho padre Ralph de Bricassart.

Tercera: Que el mencionado padre Ralph de Bricassart se encargará de la administración y del empleo de todos mis bienes, derechos y acciones, como primera autoridad en el manejo de mi herencia.

Cuarta: Que, al fallecer el susodicho padre Ralph de Bricassart, su último y válido testamento será de obligado cumplimiento en lo concerniente a la ulterior administración de mi herencia. A saber, la Iglesia seguirá ostentando su plena propiedad, pero sólo el padre Ralph de Bricassart podrá nombrar su sucesor en la administración, y no estará obligado a designar como tal sucesor a un miembro, eclesiástico o laico, de la Iglesia.

Quinta: la finca de Drogheda no será nunca vendida ni dividida.

Sexta: Mi hermano, Padraic Cleary, conservará su cargo de mayoral de Drogheda, con derecho a vivir en mi casa, y con el salario que libremente determine el padre Ralph de Bricassart.

Séptima: En caso de fallecimiento de mi hermano, el susodicho Padraic Cleary, su viuda y sus hijos podrán permanecer en la hacienda de Drogheda, y el cargo de mayoral pasará sucesivamente a sus hijos Robert, John, Hugh, Stuart, James y Patrick, pero no a Francis.

Octava: A la muerte de Patrick o del último hijo superviviente, con exclusión de Francis, los mismos derechos pasarán a los nietos de Padraic Cleary.

Legados especiales:

A Padraic Cleary, el contenido de mis casas de la hacienda de Drogheda.

A Eunice Smith, mi ama de llaves, la suma de cinco mil libras, y ordeno, además, que se le pague un salario justo mientras desee seguir trabajando, y una pensión equitativa cuando decida retirarse.

A Minerva O'Brien y Catherine Donnelly, la suma de mil libras a cada una, ordenando, además, que se les pague un salario justo mientras deseen permanecer al servicio de la casa, y una pensión equitativa cuando se retiren

Al padre Ralph de Bricassart, la pensión vitalicia de diez mil libras anuales, de la que dispondrá sin restricciones.


Estaba debidamente fechado, firmado y autentificado por los testigos.

La habitación del padre Ralph daba al Oeste. El sol se estaba poniendo. El sudario de polvo que traían todos los veranos llenaba el aire silencioso, y el sol introducía los dedos entre las finas partículas, de modo que todo el mundo parecía haberse vuelto de oro y de púrpura. Nubes listadas nimbaban de encendidos gallardetes de plata la gran esfera de sangre suspendida sobre los árboles de los prados lejanos.

– ¡Bravo! -dijo él-. Confieso, Mary, que me has vencido. Una estocada de maestro. Yo fui el estúpido, no tú.

Las lágrimas le impedían ver las páginas que tenía en las manos, por lo que tuvo que secárselas para no manchar las hojas. Trece millones de libras. ¡Trece millones de libras! Era, ciertamente, lo que había estado deseando antes de que llegase Meggie. Y, al llegar ésta, había renunciado, porque era incapaz de desarrollar a sangre fría una campaña para arrebatarle su herencia. Pero, ¿qué habría hecho de haber conocido el valor de la fortuna de la vieja araña? /Qué habría hecho entonces? En realidad, no creía que llegase ni a una décima parte de esta cifra. ¡Trece millones de libras!

Durante siete años, Paddy y su familia habían vivido en la casa del mayoral y trabajado con ahínco para Mary Carson. ¿Por qué? ¿Por los mezquinos sueldos que pagaba ella? Que supiese el padre Ralph, Paddy no se había quejado nunca de ser tratado con mezquindad, pensando sin duda que, cuando muriese su hermana, vería ampliamente recompensado su tra bajo de regir la propiedad con un sueldo de mayoral, y el de sus hijos con sueldos de peón. Había hecho prosperar Drogheda y había llegado a quererla, presumiendo lógicamente que sería suya.

– ¡Bravo, Mary! -repitió el padre Ralph, mientras las primeras lágrimas que vertía desde su infancia caían sobre el dorso de sus manos, pero no sobre el papel.

Trece millones de libras, y todavía la posibilidad de convertirse en cardenal De Bricassart. En perjuicio de Paddy Cleary, de su esposa, de sus hijos y…, de Meggie. ¡Con qué astucia diabólica le había interpretado ella! Si hubiese despojado totalmente a Paddy, él sólo habría podido hacer una cosa: bajar a la cocina y arrojar el testamento al horno, sin vacilar un instante. Pero se había asegurado de que nada faltase a Paddy; de que, cuando ella hubiese muerto, estaría más cómodo en Drogheda de lo que había estado en toda su vida, y de que nunca podrían arrancarle del todo las tierras. Sí los beneficios y el título de propiedad, pero no la tierra misma. No; no sería dueño de aquellos fabulosos trece millones de libras, pero sería respetado y viviría holgadamente. Meggie no pasaría hambre, ni andaría descalza por el mundo. Pero tampoco sería Miss Cleary, capaz de rayar a la altura de Miss Carmichael y las de su clase. Respetable, socialmente admisible, pero no en la cima. Nunca en la cima.

Trece millones de libras. La oportunidad de salir de Gillanbone y de la oscuridad perpetua, la posibilidad de ocupar el puesto que le correspondía dentro de la jerarquía eclesiástica, la seguridad de. contar con la consideración de sus iguales y de sus superiores. Y cuando era todavía joven para recuperar el terreno perdido. Con su venganza, Mary Carson había convertido Gillanbone en el epicentro del mapa del arzobispo legado del Papa; el eco llegaría hasta el Vaticano. Por muy rica que fuese la Iglesia, trece millones de libras eran trece millones de libras. Algo que no podía ser desdeñado, ni siquiera por la Iglesia. Y él era la mano que se lo ofrecía, la mano reconocida en tinta azul por la propia Mary Carson. Sabía que Paddy no impugnaría el testamento; como lo había sabido Mary Carson, ¡a quien Dios confundiese! Bueno, Paddy se pondría furioso, no querría-verle ni hablarle nunca más, pero su enfado no le llevaría a entablar un pleito.

¿Era esto una decisión? ¿Acaso no había sabido lo que iba a hacer, desde el instante de leer el testamento? Las lágrimas se habían secado. Con su gracia acostumbrada, se puso en pie, se aseguró de llevar bien puesta la camisa y se" dirigió a la puerta. Debía ir a Gilly, a recoger la sotana y los ornamentos. Pero primero quería ver, una vez más, a'Mary Carson.

A pesar de las ventanas abiertas, el hedor se había convertido en un vaho apestoso; ni un soplo de brisa agitaba las cortinas. Con paso firme, se acercó a la cama y miró hacia abajo. Los huevos de las moscas empezaban a producir gusanos en las partes húmedas de la cara de la muerta; los gases hinchaban sus gruesos brazos y sus manos, pintando ampollas verdosas, y la piel se estaba agrietando. ¡Oh, Dios! Has vencido, asquerosa y vieja araña, ¡pero qué victoria la tuya! El triunfo de una podrida caricatura de ser humano sobre otra. Pero no podrás derrotar a Meggie, no podrás quitarle lo que nunca fue tuyo. Quizá yo arda contigo en el infierno, pero sé el infierno que te espera a ti: ver que siento por ti la misma indiferencia, mientras nos pudrimos juntos por toda la eternidad…

Paddy le esperaba en el vestíbulo; parecía asombrado y trastornado.

– ¡Oh, padre! -dijo, saliendo a su encuentro-. ¿No es horrible? ¡Qué sacudida! Nunca había pensado que podía morir así, ¡y con lo bien que se encontraba anoche! Dios mío, ¿qué voy a hacer?

– ¿La ha visto?

– ¡Cielo santo, sí!

– Entonces, ya sabe lo que hay que hacer. Nunca había visto descomponerse un cadáver tan de prisa. Si no la encierran bien dentro de una caja en unas pocas horas, tendrán que meterla en un bidón de petróleo. Hay que enterrarla mañana temprano. No pierdan el tiempo embelleciendo su ataúd; cúbranlo con rosas del jardín o con alguna otra cosa. ¡Pero muévase, hombre! Yo voy a Gilly a buscar los ornamentos.

– ¡Vuelva lo antes que pueda, padre! -suplicó Paddy.

Pero el padre Ralph permaneció ausente bastante más tiempo del que requería una simple visita a la casa rectoral. Antes de llevar su coche en aquella dirección, lo condujo a una de las calles más distinguidas de Gillanbone y lo detuvo ante una elegante mansión rodeada de un bien cuidado jardín.

Harry Gough se disponía a cenar, pero acudió inmediatamente al salón al decirle la doncella quién era el visitante.

– ¿Quiere usted acompañarnos a comer, padre? Tenemos buey en conserva, con coles y patatas hervidas y salsa de perejil, y, por una vez, la carne no está demasiado salada.

– No, Harry, no puedo quedarme. Sólo he venido a decirle que Mary Carson ha muerto esta mañana.

– ¡Santo Dios! Yo estuve allí la noche pasada. ¡Y parecía gozar de muy buena salud, padre!

– Lo sé. Estaba perfectamente cuando la acompañé hasta su habitación a eso de las tres; pero debió morir casi en el mismo momento de retirarse. La señora Smith la ha encontrado a las seis de esta tarde. Pero debía de llevar mucho tiempo muerta, porque su aspecto era espantoso; la habitación estaba cerrada como una incubadora, y con este calor tan fuerte… ¡Dios mío! Quisiera olvidar aquella visión. Algo inenarrable, Harry, espantoso.

– ¿La enterrarán mañana?

– Forzosamente.

– ¿Qué hora es? ¿Las diez? Con este calor, tenemos que cenar tan tarde como los españoles, pero no lo será demasiado para empezar a telefonear a Ja gente. ¿Quiere que me ocupe de esto, padre?

– Gracias, le agradecería mucho que lo hiciese. Sólo he venido a Gilly a buscar mis ornamentos. Al salir, no podía pensar que tendría que celebrar una misa de difuntos. Debo volver a Drogheda lo antes posible; me necesitan. La misa se celebrará a las nueve de la mañana.

– Dígale a Paddy que llevaré el testamento, para leerlo después del entierro. También usted es beneficiario, padre, y por ello le estimaré que esté presente.

– Temo que ha surgido un pequeño problema, Harry. Mary hizo otro testamento, ¿sabe? La noche pasada, cuando abandonó la fiesta, me entregó un sobre sellado, y me hizo prometer que lo abriría cuando ella hubiese muerto. Así lo hice, y vi que contenía un testamento recién redactado.

– ¿Mary hizo un nuevo testamento? ¿Sin contar conmigo?

– Por lo visto, sí. Creo que lo había estado meditando desde hacía tiempo, pero ignoro por qué lo tuvo tan reservado.

– ¿Lo trae usted, padre?

– Sí.

El sacerdote introdujo una mano debajo de su camisa y sacó las hojas de papel, dobladas en pequeños pliegues.

El abogado no tuvo el menor reparo en leer inmediatamente el documento. Cuando hubo terminado, levantó la cabeza, y había en sus ojos muchas cosas que el padre Ralph, hubiese preferido no ver nunca. Sorpresa, enojo y un cierto desprecio.

– Bueno, le felicito, padre. A fin de cuentas, se lleva el montón.

Podía hablar así, porque no era católico.

– Créame, Harry, que mi sorpresa fue tan grande como la suya.

– ¿Sólo hay un ejemplar?

– Que yo sepa, sí.

– ¿Y no se lo dio a usted hasta la noche pasada?

– Exacto.

– Entonces, ¿por qué no lo destruye, permitiendo que el pobre y viejo Paddy tenga lo que legítimamente le corresponde? La Iglesia no tiene ningún derecho a los bienes de Mary Carson.

Los bellos ojos del cura eran inexpresivos.

– ¡Oh! Ahora, esto ya no sería justo, Harry. Mary podía disponer de sus bienes como mejor le careciese.

– Aconsejaré a Paddy que impugne el testamento.

– Lo suponía.

Tras estas palabras, se despidieron. Cuando llegasen, por la mañana, los asistentes al entierro de Mary Carson, toda Gillanbone y sus alrededores sabrían adonde iba a parar el dinero. La suerte estaba echada; ya no podía volverse atrás.


Eran las cuatro de la mañana cuando el padre Ralph cruzó la última puerta y entró en el Home Paddock, porque no se había apresurado en el viaje de regreso. Durante el mismo, había corrido un velo sobre su mente; no había querido pensar. Ni en Paddy ni en Fee, ni en Meggie ni en aquella cosa gorda y apestosa que (al menos asi lo esperaba) habían metido en el ataúd. En vez de esto, había abierto sus ojos y su mente a la noche, al fantástico esqueleto plateado de los árboles muertos que se erguían solitarios sobre la hierba brillante, a las oscuras sombras proyectadas por los montones de leña, a la luna llena que surcaba los cielos como una ingrávida burbuja. En una ocasión, había detenido el coche y se había apeadp, para acercarse luego a una valla de alambre y apoyarse en sus hilos tensos, mientras respiraba el olor de los eucaliptos y el enervante aroma de las flores silvestres. La tierra era tan hermosa, tan pura, tan indiferente al destino de las criaturas que presumían de gobernarla… Podían agarrarla con las manos, pero, a la larga, era ella quien mandaba.

Mientras ellos no pudiesen regir el tiempo y mandar en la lluvia, la tierra tendría Tas de ganar.

Aparcó el coche a cierta distancia detrás de la casa, y caminó despacio en dirección a ésta. Todas las ventanas estaban iluminadas; desde las habitaciones del ama de llaves, llegaba el eco débil de la voz de la señora Smith, rezando el rosario con las dos doncellas irlandesas. Una sombra osciló en la oscuridad de las enredaderas; y él se detuvo en seco, sintiendo que se le erizaban los cabellos. La vieja araña le tenía dominado en más de un aspecto. Pero sólo era Meggie, que esperaba pacientemente su regreso. Llevaba botas y pantalón de montar, y estaba llena de vida.

– Me has asustado -dijo bruscamente él.

– Lo siento, padre; ha sido sin querer. Pero no quería estar allí con papá y los chicos, y mamá se encuentra todavía en nuestra casa con los pequeños. Supongo que yo debería estar rezando con la señora Smith y Minnie y Cat, pero no tengo ganas de rezar por ella. Es un pecado, ¿no?

Él no estaba de humor para disimular en favor de Mary Carson.

– No creo que sea pecado, Meggie; en cambio, sí que lo es la hipocresía. Yo tampoco tengo ganas de rezar por ella. No era… una buena persona. -Sonrió-v Por tanto, si tú has pecado, también lo he hecho yo, y más gravemente. Yo tengo el deber de amar a todo el mundo, una carga que no gravita sobre ti.

– ¿Se encuentra usted bien, padre?

– Sí, estoy perfectamente. -Contempló la casa y suspiró-. Sólo que no deseo estar allí. No quiero permanecer donde está ella hasta que sea de día y se hayan alejado los demonios de la noche. Si ensillo mi caballo, ¿querrás acompañarme hasta que amanezca?

Ella apoyó una mano en la manga negra de la sotana.

– Yo tampoco quiero entrar.

– Espera un momento a que deje la sotana en el coche.

– Iré a la caballeriza.

Por primera vez, se enfrentaba con él en su terreno, un terreno de adultos; él podía percibir la diferencia que se había producido en la joven con la misma seguridad con que olía las rosas de los hermosos jardines de Mary Carson. Rosas. Cenizas de rosas. Rosas, rosas por todas partes. Pétalos en la hierba. Rosas de verano, rojas y blancas y amarillas. Perfumes de rosas, fuerte y dulce en la noche. Rosas de color de rosa, blanqueadas de ceniza por la luna. Cenizas de rosas, cenizas de rosas. Te he traicionado, Meggie. Pero, ¿no lo comprendes? Te habías convertido en una amenaza. Por consiguiente, he tenido que aplastarte bajo la bota de mi ambición; para mí, no tienes más sustancia que una rosa pisoteada sobre la hierba. Olor a rosas. El olor de Mary Carson. Rosas y cenizas, cenizas de rosas.

– Cenizas de rosas -dijo, montando a caballo-. Alejémonos del olor de las rosas, tanto como la misma luna. Mañana, la casa estará llena de ellas.

Espoleó a la yegua castaña y cabalgó delante de Meggie por el sendero del torrente, sintiendo ganas de llorar, porque, hasta que había olido los futuros adornos del ataúd de Mary Carson, no había penetrado realmente en su cerebro la realidad de un hecho inminente: pronto se marcharía lejos de aquí. Demasiadas emociones, demasiados pensamientos, todos ellos ingobernables. No le dejarían estar un momento más en Gilly, cuando se enterasen de los términos del increíble testamento; le llamarían a Sydney inmediatamente. ¡Inmediatamente! Trató de huir de su dolor, pues jamás había sentido un dolor como éste; pero él le siguió sin dificultad. No era algo en un vago futuro; ocurriría inmediatamente. Y, después de esto, ya no sería bien venido en Drogheda, y nunca volvería a ver a Meggie.

Entonces empezó la disciplina, martilleada por los cascos del caballo, en una sensación de huida. Era mejor así, mejor, mejor. Galopar y seguir galopando. Sí, seguramente entonces le dolería menos, recluido sano y salvo en una celda de un palacio episcopal; cada vez menos, hasta que, al fin, se desvanecería el dolor en su conciencia. Así sería mejor. Mejor que permanecer en Gilly para ver cómo se transformaba ella en una criatura distinta de como la quería él y a la que un día tendría que casar con un desconocido. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Entonces, ¿qué estaba haciendo ahora, galopando con ella entre los arbustos, al otro lado del torrente? Parecía no poder comprender la razón, sólo sentir el dolor. No el dolor de la traición, pues no había sitio para esto. Sólo el dolor de separarse de ella.

– ¡Padre! ¡Padre! ¡No puedo seguirle! Vaya más despacio, padre, ¡por favor!

Era la llamada del deber y de la realidad. Como en una película en movimiento retardado, frenó su montura, la hizo girar y la retuvo hasta que la yegua se hubo calmado. Y esperó a que Meggie le alcanzara. Y esto era lo malo: que Meggie le alcanzaba.

Cerca de ellos se oía rugir el manantial, una gran charca humeante que olía a azufre, con una tubería como el ventilador de un barco, arrojando agua hirviente en sus profundidades. Alrededor del perímetro del pequeño lago elevado, los tubos de desagüe, parecidos a los radios de una rueda, se extendían sobre el llano, entre una hierba de un color esmeralda incongruente. Las orillas de la charca eran de un fango pegajoso y gris, y unos cangrejos de agua dulce, llamados yabbies, vivían en el barro.

El padre Ralph se echó a reír.

– Huele como el infierno, Meggie, ¿no te parece? Azufre y pedernal, aquí, en su misma propiedad, en su propia tierra. Debería reconocer el olor, cuando la entierren envuelta en rosas, ¿no crees? ¡Oh, Meggie…!

Los caballos se detuvieron, al soltarles las riendas; no se veía por allí ninguna valla, ni árboles en menos de un kilómetro. Pero había un leño en el lado opuesto a la boca del manantial, donde el agua era más fresca. Era un asiento colocado allí para los bañistas de invierno, para que se secasen las piernas y los pies.

El padre Ralph se sentó, y Meggie lo hizo a cierta distancia, vuelta de lado para observarle.

– ¿Qué le pasa, padre?

Era curioso que ella le formulase la misma pregunta que él se hacía a menudo. Sonrió.

– Te he vendido, Meggie; te he vendido por trece millones de monedas de plata.

– ¿Que me ha vendido?

– Es una manera de hablar. No importa. Ven, siéntate más cerca. Es posible que no volvamos a tener otra ocasión de hablar.

– ¿Quiere decir mientras yo lleve luto por mi tía? -Se deslizó sobre el tronco, acercándose a él-. ¿Qué tiene que ver el luto con esto?

– No me refiero al luto, Meggie.

– Entonces, ¿quiere decir que me estoy haciendo mayor y que la gente podría murmurar?

– Tampoco es exactamente eso. Quiero decir que voy a marcharme-

Ya estaba; había que hacer frente a otro disgusto, aceptar una nueva carga. Ni un grito, ni una lágrima, ni una protesta airada. Sólo un pequeño encogimiento, como si la carga, atravesada, no quisiera repartirse bien para que pudiese llevarla con más facilidad. Y un aliento contenido, que no llegaba a suspiro.

– ¿Cuándo?

– Cuestión de días.

– ¡Oh, padre! Será peor que lo de Frank.

– Y para mí, lo peor de toda mi vida. Yo no tengo quien me consuele. Tú, al menos, tienes a tu familia.

– Y usted tiene a su Dios.

– ¡Bien dicho, Meggie!!Estás creciendo!

Pero, como hembra tenaz, su mente había vuelto a la pregunta que no había podido hacer en cinco kilómetros de carrera. Él se marchaba, y la vida serla difícil sin él, pero la pregunta tenía una importancia propia.

– Padre, en la caballeriza, mencionó usted «cenizas de rosas». ¿Se refería al color de mi vestido?

– Quizás, en cierto modo. Pero creo que, en realidad, me refería a otra cosa.

– ¿Cuál?

– No lo comprenderías, Meggie. La muerte de una idea que no tenía derecho a nacer, y menos a ser alimentada.

– No hay nada que no tenga derecho a nacer, ni siquiera las ideas.

El volvió la cabeza para observarla.

– Sabes de lo que estoy hablando, ¿no?

– Creo que sí.

– No todo lo que nace es bueno, Meggie.

– No. Pero, si nació, fue para existir.

– Razonas como un jesuíta. ¿Cuántos años tienes?

– Cumpliré diecisiete dentro de un mes, padre.

– Y has trabajado diecisiete años. Bueno, el trabajo duro nos hace envejecer más pronto. Dime, Meggie, ¿en qué piensas, cuando tienes tiempo de pensar?

– ¡Oh! En Jims y en Patsy y en los otros chicos, en papá y mamá, en Hal y en la tía Mary. A veces, en tener hijos. Me gustaría mucho. Y en montar a caballo, en los corderos. En todas las cosas de que hablan los hombres. El tiempo, la lluvia, el huerto, las gallinas, lo que voy a hacer mañana.

– ¿Sueñas en tener un marido?

– No, aunque supongo que deberé casarme, si quiero tener hijos. Para los niños, es mala cosa no tener padre.

El sonrió, a pesar de su dolor. ¡Había en ella una mezcla tan extraña de ignorancia y moralidad! Después, se puso de lado, le asió el mentón con una mano y la miró fijamente. ¿Qué debía hacer y cómo hacerlo?

– Hace un momento, Meggie, me he dado cuenta de una cosa que debía haber advertido antes. No fuiste completamente sincera cuando me dijiste en qué pensabas, ¿verdad?

– Yo… -empezó a decir ella, y se calló.

– No dijiste que también pensabas en mí, ¿eh? Y, si no hubiese habido culpa en ello, habrías mencionado mi nombre junto con el de tu padre. Me parece que tal vez conviene que me marche, ¿no crees? Eres un poco mayor para los arrebatos de colegiala, pero no muy mayor para tus casi diecisiete años, ¿verdad? Me gusta tu poco conocimiento del mundo, pero sé cuan dolorosos pueden ser los arrebatos de las colegialas; yo tuve que soportar bastantes.

Pareció que la joven iba a decir algo, pero, al fin, sus párpados se cerraron sobre unos ojos lacrimosos, y sacudió la cabeza.

– Mira, Meggie, esto no es más que una fase, un hito en el camino de la feminidad. Cuando seas toda una mujer, conocerás al hombre destinado a ser tu marido, y estarás demasiado ocupada en vivir tu vida para pensar en mí, salvo como en un viejo amigo que te ayudó a superar alguno de los terribles espasmos de la adolescencia. Lo que no debes hacer jamás es acostumbrarte a pensar en mí de una manera más o menos romántica. Yo nunca podría mirarte como lo haría un marido. No te contemplo desde ese aspecto, Meggie, ¿lo comprendes? Cuando digo que te quiero, no pretendo que creas que te amo como on hombre. Soy un sacerdote, no un hombre. Por consiguiente, no sueñes en mí. Me marcho, y dudo mucho de que tenga tiempo para volver, aunque sólo sea de visita.

Ella tenía los hombros caídos, como si la carga fuese demasiado pesada, pero levantó la cabeza para mirarle a la cara.

– No tema que sueñe con usted. Sé que es un sacerdote.

– No creo que me equivocase al elegir mi vocación. Satisface en mí una necesidad, como no podría hacerlo ningún ser humano, ni siquiera tú.

– Lo sé. He podido verlo cuando dice misa. Tiene usted poder. Supongo que debe sentirse como Nuestro Señor.

– ¡Puedo sentir todas las respiraciones contenidas en la iglesia, Meggie! Así como muero cada día, renazco cada mañana al decir la misa. Pero, ¿es porque soy un sacerdote elegido de Dios, o porque oigo aquellas respiraciones contenidas y sé el poder que tengo sobre todas las almas presentes?

– ¿Importa esto? Es así.

– Probablemente, a ti no te importe, pero a mí, sí. Dudo, dudo.

Ella cambió de tema, pasando a lo que más le interesaba.

– No sé lo que haré sin usted, padre. Primero, Frank, y ahora, usted. Lo de Hal es diferente; sé que está muerto y que nunca volverá. ¡Pero usted y Frank siguen vivos! Siempre me estaré preguntando cómo están, lo que hacen, si están bien, si podría yo hacer algo para ayudarles. Incluso tendré que preguntárme si continúan -vivos, ¿no?

– Yo sentiré lo mismo, Meggie, y estoy seguro de que lo propio le ocurre a Frank.

– No. Frank nos ha olvidado… Y usted también nos olvidará.

– Nunca podré olvidarte, Meggie, mientras viva. Y, para mi castigo, voy a vivir muchos, muchos años. -Se levantó, hizo que ella se pusiera en pie y la abrazó, ligera y afectuosamente-. Creo que esto es la despedida, Meggie. Ya no volveremos a estar solos.

– Si no fuese usted sacerdote, padre, ¿se casaría conmigo?

El tratamiento le molestó.

– ¡No me llames siempre así! Mi nombre es Ralph.

Con lo que dejó su pregunta sin contestación.

Aunque la sujetaba con sus brazos, no tenía la menor intención de besarla. La cara levantada hacia él era casi invisible, porque la luna se había ocultado y estaba muy oscuro. Pudo sentir el contacto de los pequeños senos sobre la parte baja de su propio pecho; una sensación curiosa, turbadora, aumentada por el hecho de que ella, como si estuviese acostumbrada a abrazar a los hombres, se había asido a su cuello y lo estrechaba.

Él no había besado nunca a nadie como amante, ni quería hacerlo ahora; y tampoco Meggie lo deseaba, pensó. Un beso cariñoso en la mejilla, un corto abrazo, como los que pediría a su padre si éste se marchara. Era una niña sensible y orgullosa; el desapasionado examen de sus sueños debió dolerle en lo más profundo. Sin duda estaba tan ansiosa como él de acabar con esta despedida. ¿Le consolaría saber que su dolor era mucho más amargo que el de ella? Al inclinar la cabeza para acercarla a su mejilla, ella se puso de puntillas y, más por accidente que por intención deliberada, sus labios se rozaron. Él se echó atrás, como si hubiese probado el veneno de una serpiente, y después, adelantó la cabeza para decir algo ante la boca cerrada de la joven, que se entreabrió al querer ésta contestar. El cuerpo de ella pareció perder todos sus huesos, hacerse fluido, derretirse en la oscuridad; él la tenía asida por la cintura con un brazo, y, con la otra mano, le sujetaba la nuca, obligándola a tener la cabeza alta, como temeroso de que se alejase en este instante, antes de que él pudiese captar y catalogar la presencia inverosímil que era Meggie. Meggie, y no Meggie, demasiado extraña para ser familiar, pues su Meggie no era una mujer, no sentía como una mujer, no podría ser nunca una mujer para él. Como él no podía ser un hombre para ella.

Este pensamiento se impuso a sus embotados sen tidos; desprendió los brazos de ella de su cuello, la apartó y trató de ver su cara en la oscuridad. Pero, ahora, la joven tenia la cabeza baja y no quería mirarle.

– Ya es hora de que nos vayamos de a quí, Meggie -dijo.

Sin decir palabra, Meggie se volvió a su caballo, montó en él y le esperó; en realidad, era él quien la esperaba.

El padre Ralph había tenido razón. En aquella época del año, Drogheda estaba llena de rosas, y, ahora, éstas inundaban la casa. A las ocho de la mañana, casi no quedaba un capullo en el jardín. Los primeros asistentes al entierro empezaron a llegar poco después de que la última rosa hubiese sido arrancada de la planta; en el comedor pequeño, se hallaba preparado un ligero desayuno, a base de café y de panecillos recién salidos del horno y untados con mantequilla. Cuando hubiesen depositado a Mary Car-son en el panteón, se serviría una comida más sólida en el gran comedor, para fortalecer a los invitados antes de emprender el largo viaje de regreso. El rumor había circulado; la eficacia del servicio de información de Gilly era indudable. Mientras los labios urdían frases convencionales, las mentes y los ojos especulaban, deducían, sonreían taimadamente.

– He oído decir que vamos a perderle, padre -dijo la señorita Carmichael, con malévola intención.

Él no había parecido nunca tan remoto, tan desprovisto de sentimientos humanos, como aquella mañana, con su alba sin encajes y su triste casulla negra con una cruz de plata. Como si actuase sólo con su cuerpo y su alma estuviese muy lejos de allí. Pero miró distraídamente a la señorita Carmichael, pareció salir de su ensimismamiento y sonrió, con auténtico regocijo.

– Los caminos del Señor son imprevisibles, señorita Carmichael -contestó, y se volvió para hablar a otra persona.

Nadie habría podido imaginar lo que pasaba por su mente; era el próximo enfrentamiento con Paddy a raíz del testamento, su miedo de ver la ira de Paddy y su necesidad de la ira y el desprecio de Paddy.

Antes de empezar la misa de difuntos, se volvió a sus feligreses; el lugar estaba atestado de gente, y olía tanto a rosas que las ventanas abiertas no lograban disipar su penetrante fragancia.

– No voy a hacer un largo panegírico -empezó, con su clara dicción, casi de Oxford, ligeramente matizada de acento irlandés-. Todos ustedes conocían bien a Mary Carson. Fue un pilar de la comunidad, un pilar de la Iglesia, a la que amaba más que nadie.

Algunos juraban después que, al llegar a este punto, los ojos del cura tenían una expresión burlona, mientras otros afirmaban, con igual energía, que estaban velados por un auténtico y profundo dolor.

– Un pilar de la Iglesia, a la que amaba más que nadie -repitió, todavía con más claridad, pues no era de los que se echaban atrás-. En sus últimos momentos, estuvo sola, y, sin embargo, no lo estuvo. Porque, en la hora de la muerte, Nuestro Señor Jesucristo está con nosotros, dentro de nosotros, llevando la carga de nuestra agonía. Ni los más grandes ni los más humildes mueren solos, y la muerte es dulce. Hoy nos hemos reunido aquí para rezar por su alma inmortal, para que aquella a la que amamos en vida obtenga la recompensa eterna que merece. Oremos.

El ataúd de confección casera estaba tan cubierto de rosas que no se veía en absoluto, y descansaba sobre una carretilla construida por los chicos con varias piezas del equipo de la finca. Pero, aun así, con las ventanas abiertas de par en par y con el intenso aroma de las rosas, los presenten olían a cadaverina. El médico se había ido también de la lengua.

– Cuando llegué a Drogheda, estaba tan corrompida que se me revolvió el estómago -le había dicho a Martin King, antes de llegar-. Nunca había compadecido a nadie como compadecí entonces a Paddy Cleary, no sólo porque le han birlado Drogheda, sino también porque tenía que meter en el ataúd aquel montón de podredumbre.

– Entonces, no seré yo quien lleve el ataúd a hombros -había dicho Martin, con voz tan débil que el médico tuvo que hacérselo repetir tres veces antes de comprenderle.

Esto justificaba la carretilla; nadie estaba dispuesto a cargar con los restos de Mary Carson a través del prado hasta el sepulcro. Y nadie lo lamentó, cuando las puertas de éste se cerraron y todos pudieron volver a respirar con normalidad.

Mientras los invitados se apretujaban en el gran comedor, para comer o fingir que comían, Harry Gough condujo a Paddy, a su familia, al padre Ralph, a la señora Smith y a las dos doncellas, a la sala. Ninguno de los que había venido al entierro tenía ganas de marcharse a casa, y por esto fingían comer. Querían estar aquí para ver la cara que pondría Paddy al volver, después de la lectura del testamento. Había que reconocer que ni él ni su familia se habían comportado, duiante el entierro, como personas conscientes de su elevada posición. Bondadoso como siempre, Paddy había llorado por su hermana, y Fee había mostrado su aspecto de costumbre, como si no le importara lo que fuese de ella.

– Paddy, quiero que impugne este testamento -dijo Harry Gough, después de leer, con voz dura e indignada, el asombroso documento.

– ¡La vieja bruja! -exclamó la señora Smith, que, aunque apreciaba al sacerdote, quería más a los Clea-ry, porque habían traído niños a su vida.

Pero Paddy meneó la cabeza.

– ¡No, Harry! No puedo hacerlo. La propiedad era de ella, ¿no? Tenía derecho a disponer de ella como quisiera. Si quiso que fuese para la Iglesia, que sea para la Iglesia. No le negaré que esto me ha contrariado un poco, pero yo soy un hombre corriente, y tal vez haya sido para bien. Creo que no me gustaría la responsabilidad de poseer una hacienda tan grande como Drogheda.

– ¡No lo comprende, Paddy! -dijo el abogado, en voz pausada y clara, como si diese la explicación a un niño-. No estoy hablando solamente de Drogheda. Drogheda es el capítulo menos importante de la herencia de su hermana. Ésta era accionista de un centenar de prósperas compañías, poseía fábricas de acero y minas de oro, era dueña de «Michard Limited», que tiene, para sus oficinas, un edificio de diez pisos en Sydney. ¡Era la mujer más rica de toda Australia! Es curioso que, hace menos de cuatro semanas, quiso que me pusiera en contacto con los directores de «Michard Limited», en Sydney, para saber el valor exacto de sus bienes. Al morir, ha dejado algo más de trece millones de libras.

– ¡Trece millones de libras! -exclamó Paddy, en el tono en que se cita la distancia de ja Tierra al Sol, como algo totalmente incomprensible-. Esto decide la cuestión, Harry. No quiero la responsabilidad de manejar tanío dinero.

– ¡No es ninguna responsabilidad, Paddy! ¿Todavía no lo comprende? ¡Estas grandes sumas de dinero se conservan por sí solas! No tendrá usted que cultivarlo ni recoger sus frutos; hay cientos de empleados que lo administran por usted. Impugne el testamento, Paddy, ¡por favor! Buscaré al mejor abogado de todo el país y lucharemos por usted, hasta llegar al Consejo Privado, si es preciso.

Comprendiendo de pronto que la cosa interesaba a su familia tanto como a él, Paddy se volvió a Bob y a Jack, que estaban sentados juntos, muy asombrados, en un banco de márbol florentino.

– ¿Qué decís vosotros, chicos? ¿Queréis reclamar los trece millones de libras de la tía Mary? Sólo si vosotros lo queréis, impugnaré el testamento.

– En todo caso, podremos seguir viviendo en Drog-heda. ¿No es eso lo que dice el testamento? -preguntó Bob.

Harry respondió:

– Nadie podrá echaros de Drogheda, mientras viva el último nieto de vuestro padre.

– Viviremos aquí, en la casa grande, tendremos a la señora Smith y a las doncellas para que cuiden de nosotros, y percibiremos un salario justo -dijo Pad-dy, como si le costase más creer en su buena suerte que en su mala fortuna.

– Entonces, ¿qué más queremos? ¿Estás de acuerdo, Jack? -preguntó Bob a su hermano.

– Por mí, conforme -repuso Jack.

El padre Ralph rebulló inquieto. No se había quitado los ornamentos de la misa de difuntos, ni se había sentado; como un negro y apuesto hechicero, permanecía de pie en la penumbra del fondo de la estancia, aislado, con las manos ocultas debajo de la negra casulla y el semblante inmóvil, latiendo en el fondo de sus remotos ojos azules un resentimiento horrorizado, asombrado. Ni siquiera tendría el anhelado castigo del furor o del desprecio; Paddy se lo entregaría todo en una bandeja de plata de buena voluntad, y aún le daría las gracias por librar a los Cleary de una carga tan pesada.

– ¿Y qué dicen Fee y Meggie? -preguntó el sacerdote a Paddy, con voz ronca-. ¿En tan poco aprecia a sus mujeres que no quiere preguntarles su opinión?

– ¿Fee? -preguntó ansiosamente Paddy.

– Lo que tú decidas estará bien, Paddy. A mí me da lo mismo.

– ¿Meggie?

– Yo no quiero sus trece millones de monedas de plata -dijo Meggie, mirando fijamente al padre Ralph.

Paddy se volvió al abogado.

– Bien, ya está decidido, Harry. No queremos impugnar el testamento. Que la Iglesia se quede con el dinero de Mary, y que le aproveche.

Harry se restregó las manos.

– ¡Maldita sea! ¡Me indigna ver cómo les estafan!

– Pues yo agradezco a Mary mi buena estrella -dijo amablemente Paddy-. Si no hubiese sido por ella, todavía estaría viviendo a duras penas en Nueva Zelanda.

Mientras salían de la estancia, Paddy detuvo al padre Ralph y le tendió la mano, en presencia de los fascinados invitados que se agolpaban en la puerta del comedor.

– Padre, le ruego que no piense que le guardamos el menor resentimiento. Mary no se dejó influir por nadie en toda su vida, fuese cura, hermano o marido. Le aseguro que siempre hizo su santa voluntad. Usted fue muy bueno con ella v también lo ha sido con nosotros. Nunca lo olvidaremos.

La culpa. La carga. El padre Ralph casi no se atrevía a aceptar aquella mano nudosa y manchada, pero el cerebro del cardenal triunfó. Asió febrilmente aquella mano y sonrió… angustiado.

– Gracias, Paddy. Puede tener la seguridad de que velaré para que nunca carezcan de nada.

Se marchó aquella misma semana, sin aparecer por Drogheda. Pasó los últimos días de su estancia empaquetando sus escasas pertenencias y visitando las casas del distrito donde vivían familias católicas; todas, menos Drogheda.

El padre Watkin Thomas, de origen gales, llegó para hacerse cargo de la parroquia del distrito de Gillanbone, mientras el padre Ralph de Bricassart se convertía en secretario particular del arzobispo Cluny Dark. Pero el trabajo del padre Ralph era ligero; tenía dos subsecretarios. Empleaba la mayor parte de su tiempo averiguando qué era exactamente lo que había poseído Mary Carson, y empuñando las riendas de su gobierno en interés de la Iglesia.

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