Sentado en su despacho de Bonn, ante la taza de café de la mañana, Rainer se enteró por el periódico de la muerte del cardenal De Bricassart. La tormenta política de las pasadas semanas estaba amainando al fin; por consiguiente, se había sentado a leer tranquilamente, con la perspectiva de ver pronto a Justine para sentirse mejor, y nada preocupado por su reciente silencio. Esto era muy propio de ella, y Justine no estaba todavía dispuesta a reconocer hasta qué punto se hallaba comprometida con él.
Pero la noticia de la muerte del cardenal hizo que dejara de pensar en Justine. Diez minutos después, estaba detrás del volante de un «Mercedes 280 SL» y se dirigía a la autopista. El pobre y viejo Vittorio debía sentirse muy solo, y su carga era pesada incluso en los mejores tiempos. El automóvil era lo más rápido; entre el tiempo que pasaría esperando un vuelo y el que emplearía yendo y viniendo de los aeropuertos, tardaría má,s que yendo en coche al Vaticano. Y así tendría algo que hacer, algo que podría controlar, consideración siempre importante para un hombre como él.
El cardenal Vittorio le contó toda la historia, sin darle tiempo a preguntarse por qué no se habría puesto Justine en contacto con él.
– Él vino a verme y me preguntó si sabía que Dane era hijo suyo -dijo aquella voz amable, mientras las suaves manos acariciaban el lomo gris azul de Natacha.
– ¿Y qué le dijo usted?
– Le dije que lo sospechaba. No pude decirle más. Pero, ¡oh, su cara! ¡Su cara! Me hizo llorar.
– Esto le mató, sin duda alguna. La última vez que le vi, pensé que no se encontraba bien, pero él se echó a reír cuando le aconsejé que se hiciese reconocer por un médico.
– Ha sido voluntad de Dios. Creo que Ralph de Bricassart era el hombre más atormentado que he conocido en mi vida. En la muerte, encontrará la paz que nunca conoció en el mundo.
– Y el hijo, Vittorio. ¡Qué tragedia!
– ¿De veras lo cree así? Yo prefiero pensar que fue una muerte hermosa. Creo que Dane debió de recibirla de buen grado, y no es de extrañar que Nuestro Señor quisiera llamarte pronto a Su seno. Lo siento, sí, pero no por él. Lo siento por su madre, ¡que debe sufrir tanto! Y por su hermana, por sus tíos, por su abuela. No, no lloro por él. El padre O'Neill vivió en una pureza casi total de mente y de espíritu. ¿Qué pudo ser la muerte para él, si no la entrada a la vida eterna? Para nosotros, el paso no es tan fácil.
Desde su hotel, Rainer envió un telegrama a Londres, disimulando todo enojo, resentimiento o disgusto. Sólo decía: DEBO VOLVER A BONN PERO ESTARÉ FIN DE SEMANA EN LONDRES STOP POR QUÉ NO ME LO DIJISTE STOP CON TODO MI AMOR RAIN.
Sobre la mesa de su despacho de Bonn, había una carta urgente de Jüstine y un paquete certificado que, según le informó su secretaria, procedía de los abogados del cardenal De Bricassart en Roma. Abrió primero éste y se enteró de que, según el testamento de Ralph de Bricassart tendría que añadir otra compañía a la larga lista de aquellas cuya dirección ejercía. «Michar Limited». Y Drogheda. Contrariado, pero curiosamente conmovido, comprendió que de esta manera quería decirle el cardenal que, en definitiva, confiaba en él, y que las oraciones de los años de guerra habían dado fruto. Ponía en manos de Rainer el futuro bienestar de Meggie O'Neill y su familia. Al menos, así lo interpretó Rainer, porque los términos del testamento del cardenal eran muy impersonales. No podían ser de otra manera.
Dejó el paquete en la cesta de correspondencia no secreta, para su contestación inmediata, y abrió la carta de Jüstine. Ésta empezaba mal, sin ninguna clase de saludo.
Gracias por el telegrama. No tienes idea de lo mucho que me alegré de que no estuviésemos en contacto estas dos últimas semanas, pues no habría podido soportar tenerte cerca de mí. Lo único que se me ocurría pensar, cuando me acordaba de ti, era que debía dar gracias a Dios de que no lo supieses. Tal vez te cueste comprenderlo, pero no quiero que estés conmigo. El dolor no tiene nada de agradable. Rain, y el hecho de que presenciases el mío no podría aliviarlo. Desde luego, tal vez dirás que esto demuestra lo poco que te amo. Porque, si te amase de veras, me volvería instintivamente a ti, ¿no es cierto? En cambio, lo que hago es apartarme.
Por consiguiente, quisiera que lo dejásemos correr de una vez para siempre, Rain. No tengo nada que darte, ni quiero nada de ti. Esto me ha enseñado lo que significa una persona con la que se ha convivido durante veintiséis años. No podría soportarlo otra vez, y tú mismo lo dijiste, ¿recuerdas? O matrimonio, o nada. Pues bien, yo elijo nada.
Mi madre me dice que el viejo cardenal murió a las pocas horas de salir yo de Drogheda. Es curioso. Mamá está muy trastornada por su muerte. No es que me lo haya dicho, pero yo la conozco. No entiendo por qué ella y Dane y tú le apreciabais tanto. Yo nunca pude hacerlo. Pensaba que se pasaba de listo. Y no voy a cambiar de opinión porque se ha muerto.
Y esto es todo. Te lo digo en serio, Rain. Puesta a elegir, me quedo con nada. Cuídate mucho.
Firmaba como siempre: «Justine», en trazos negros y firmes, y había escrito la carta con la nueva pluma de punta de fieltro que había recibido con tanta satisfacción cuando él se la había regalado, como instrumento grueso, negro y lo bastante rotundo para ella.
No dobló la carta ni la metió en la cartera, ni la quemó; hÍ2o con ella lo que hacía con toda la correspondencia que no requería contestación: rasgarla en cuanto acabó de leerla y tirarla al cesto de los papeles. Mientras tanto, pensaba que la muerte de Dane había interrumpido definitivamente su despertar emocional, y se sentía muy desgraciado. No había derecho. Aunque quizás él había esperado demasiado.
De todos modos voló a Londres el fin de semana, pero no para verla, aunque la vio. En el escenario, como Desdémona, la adorada esposa del Moro. Formidable. Nada podía hacer por ella que no pudiese hacerlo el escenario, al menos por ahora. ¡Buena chica! Viértelo todo en la escena.
Sólo que ella no podía verterlo todo en la escena, porque era demasiado joven para representar a Hécuba. El escenario era simplemente el único lugar que la brindaba paz y olvido. Sólo podía decirse: «El tiempo cura todas las heridas»; pero no lo creía. Y se preguntaba por qué seguían doliéndoie tanto. Cuando Dane vivía, no había pensado realmente mucho en él, salvo cuando estaban juntos, y, cuando se habían hecho mayores, estos momentos se habían visto limitados por sus vocaciones casi opuestas. Pero la muerte de él había creado un vacío tan enorme que desesperaba de poder llenarlo algún día.
La impresión de tener que sobreponerse a esta reacción espontánea: «Tengo que hablarle de esto a Dane; él sabrá lo que he de hacer», era lo que le dolía más. Y, como ocurría tan a menudo, prolongaba su dolor. Si las circunstancias que habían rodeado su muerte hubiesen sido menos' horribles, tal vez se habría recobrado más rápidamente, pero la pesadilla de aquellos pocos días permanecía vivida. Le encontraba a faltar de un modo insoportable; su mente volvía una y otra vez al hecho inverosímil de la muerte de Dane, del Dane que nunca volvería.
Además, tenía la convicción de que no le había ayudado como debía. Todos, menos ella, parecían creer que Dane era perfecto, que no experimentaba las angustias que sentían otros hombres, pero Justi-ne sabía que le habían afligido las dudas, que se había atormentado con su propia indignidad, que se había preguntado qué podía ver la gente en él, aparte de su cara y de su cuerpo. ¡Pobre Dane, que nunca parecía comprender que la gente le quena por su bondad! Era terrible pensar que ahora era demasiado tarde para ayudarle.
Y también se afligía por su madre. Si esta muerte la apenaba tanto a ella, ¿qué debía ser para mamá? Esta idea hacía que quisiera alejarse, gritando y llorando, de los recuerdos, del conocimiento. La imagen de los tíos en Roma, el día de la ordenación, sacando el pecho como palomos orgullosos. Esto era lo peor de todo: imaginar la desolación vacía de su madre y de los otros seres de Drogheda.
Sé sincera, Justine. Sinceramente, ¿era esto lo peor? ¿No había algo que las trastornaba mucho más? No podía borrar de su mente el recuerdo de Rain, ni lo que ella consideraba como una traición a Dane. Para satisfacer sus propios deseos, había dejado que Dane se marchase solo a Grecia, cuando, si le hubiese acompañado, tal vez le habría salvado la vida. No había alternativa. Dane había muerto por culpa de su pasión egoísta por Rain. Ahora era tarde para recobrar a su hermano, pero, si el no volver a ver a Rain podía atenuar un poco su culpa, el ansia y la soledad valdrían la pena.
Y fueron pasando las semanas, y los meses. Un año, dos años. Desdémona, Ofelia, Porcia, Cleopatra. Desde el primer momento se jactó de comportarse exteriormente como si no hubiese ocurrido nada capaz de arruinar su mundo; tenía un cuidado exquisito en hablar, reír y relacionarse con la gente con toda normalidad. Si mostraba algún cansancio, era que ahora se portaba más amablemente que antes, pues las penas de la gente la afectaban como si fuesen propias. Pero, en general, era exteriormente, la misma Justine de siempre: impertinente, exuberante, impetuosa, despegada, agria.
Dos veces quiso hacer una visita a Drogheda, y la segunda, pagando incluso el pasaje en avión de su bolsillo. Pero cada vez se lo impidió una razón terriblemente importante, surgida en el último momento; sin embargo, ella sabía que la verdadera razón era una mezcla de culpabilidad y de cobardía. Sencillamente, no se atrevía a enfrentarse con su madrfe; de hacerlo, toda la historia saldría a la luz, quizás en medio de una ruidosa tormenta de dolor que, hasta el momento, había logrado evitar. La gente de Drogheda, y en particular su madre, debía seguir absolutamente convencida de que Justine estaba bien, que Justine había sobreviyido relativamente incólume. Por consiguiente, era mejor mantenerse apartada de Drogheda. Mucho mejor.
Meggie iba a suspirar, pero se contuvo. Si los huesos no le hubiesen dolido tanto, tal vez habría montado a caballo y dado un paseo; pero, hoy, sólo el pensarlo le producía dolor. Lo dejaría para otro día, cuando el artritismo se dejase sentir menos cruelmente.
Oyó el ruido de un coche y el golpe de la aldaba en la puerta principal, y un murmullo de voces, entre ellas la de su madre, y pisadas. No era Justine; por tanto, ¿qué importaba?
– Meggie -dijo Fee; desde la entrada de la galería-. Tenemos una visita. ¿Quiere usted pasar?
El visitante era un hombre distinguido y de edad madura, aunque tal vez era más joven de lo que parecía. Muy diferente dejo? hcmbres que ella conocía, aunque mostraba la misma energía y el mismo aplomo que había tenido Ralph. Que había tenido. El' más remoto de los tiempos pasados, y, ahora, realmente definitivo.
– Meggie, éste es el señor Rainer Hartheim -dijo Fee, plantándose junto al sillón de aquélla.
– ¡Oh! -exclamó involuntariamente Meggie, muy sorprendida al ver a aquel Rain que tanto figuraba en las cartas de Justine de los viejos tiempos. Después, recordando sus buenos modales-: Siéntese, señor Hartheim, por favor.
Él también la miraba sorprendido.
– ¡Justine no se le parece en nada! -dijo, en tono bastante casual.
– No; en nada.
Se sentó delante de él.
– Te dejaré a solas con el señor Hartheim, Meggie, pues dice que desea hablarte en privado. Llama, cuando quieras que traigan el té -ordenó Fee, y se marchó.
– Es usted el amigo alemán de Justine, naturalmente -dijo Meggie, desconcertada.
Él sacó su pitillera.
– ¿Me permite?
– Desde luego.
– ¿Quiere usted uno, señora O'Neill?
– No, gracias; no fumo. -Se alisó el vestido-. Está usted muy lejos de su casa, señor Hartheim. ¿Tiene negocios en Australia?
Él sonrió, preguntándose lo que diría ella si supiese que él era, en efecto, quien mandaba en Drog-heda. Pero no tenía la menor intención de decírselo, pues prefería que todos los de Drogheda creyesen que su bienestar estaba enteramente en las manos impersonales del caballero que empleaba como intermediario.
– Llámeme Rainer, señora O'Neill, se lo ruego -dijo, dando a su nombre la misma pronunciación que le daba Justine, y convencido de que aquella mujer acabaría llamándole así en un futuro próximo, pues no era de las que se andaba con remilgos con los desconocidos-. No, no tengo ningún asunto oficial en Australia, pero sí una buena razón para venir. Quería verla a usted.
– ¿Verme a mí? -preguntó ella, sorprendida. Y, para disimular su súbita confusión, cambió de tema-: Mis hermanos hablan con frecuencia de usted. Fue muy amable con ellos, cuando estuvieron en Roma para la ordenación de Dane. -Y pronunció el nombre de Dane sin tristeza, como si acostumbrase citarlo a menudo-. Espero que pueda quedarse unos días, y así podrá verlos.
– Lo haré -dijo él, con naturalidad.
Para Meggie, la entrevista iba resultando inesperadamente incómoda; él era un extraño, acababa de decir que había viajado veinte mil kilómetros sólo para verla, y, por lo visto, no tenia prisa en ilustrarla sobre el motivo. Pensó que acabaría simpatizando con él, pero le daba un poco de miedo. Quizás era la primera vez que veía un hombre como Rainer, y era esto lo que la intimidaba. De pronto, vio a Justine bajo una luz completamente nueva: ¡su hija podía relacionarse fácilmente con hombres como Rainer Moerling Hartheim! Y al fin pensó en Justine como en una mujer que podía ser su compañera.
Aunque de edad avanzada y cabellos blancos, era todavía muy hermosa, pensaba él, mientras ella le miraba cortésmente; todavía estaba sorprendido de que no se pareciese en absoluto a Justine, mientras Dane se había parecido tanto al cardenal. ¡Debía encontrarse terriblemente sola! Sin embargo, no podía compadecerla como compadecía a Justine; saltaba a la vista que sabía lo que se hacía.
– ¿Cómo está Justine? -preguntó ella.
Él encogió de hombros.
– No lo sé. No la he visto desde antes de la muerte de Dane.
Ella no pareció asombrada.
– Yo tampoco la he visto desde el entierro de Dane -dijo, y suspiró-. Al principio, esperé que volvería a casa; pero empiezo a creer que no lo hará jamás.
Él murmuró algo a modo de consuelo; pero ella no pareció oírle, pues siguió hablando, aunque en tono diferente, como si lo hiciese consigo misma.
– Actualmente, Drogheda parece un asilo de ancianos -dijo-. Necesita sangre joven, y Justine es la única que la tiene.
Él dejó de sentir compasión; se inclinó rápidamente hacia delante, brillándole los ojos.
– Habla usted de ella como si fuese un pedazo de Drogheda -dijo, ahora con voz dura-. Y puedo decirle, señora O'Neill ¡que no lo es!
– ¿Qué derecho tiene usted a juzgar lo que es o deja de ser Justine? -preguntó ella con irritación-. A fin de cuentas, usted mismo ha dicho que no la ha visto desde antes de la muerte de Dane, ¡y de esto hace dos años!
– Sí, tiene usted razón. Todo pasó hace dos años. -Su tono era ahora más amable, comprendiendo de nuevo lo que debía ser la vida, de aquella mujer-.
Lo soporta usted muy bien, señora O'Neill.
– ¿Lo cree usted así? -preguntó ella, tratando de sonreír y sin dejar de mirarle a los ojos.
De pronto, él empezó a comprender lo que debió ver en ella el cardenal para amarla tanto. Algo que no tenía Justine; pero él no era el cardenal Ralph; buscaba otras cosas.
– Sí, lo soporta usted muy bien.
Ella captó en seguida la intención oculta y vaciló.
– ¿Cómo sabe usted lo de Dane y Ralph? -preguntó, con voz temblorosa.
– Lo adiviné. Pero no tema, señora O'Neill, pues nadie más lo supo. Yo lo adiviné porque conocía al cardenal desde mucho tiempo antes de conocer a Dane. En Roma, todo el mundo pensaba que el cardenal era hermano de usted, tío de pane; pero Justine me desengañó el día que la conocí.
– ¿Justine? ¡No! -exclamó Meggie.
El le sujetó la mano con que golpeaba frenéticamente su rodilla.
– ¡No, no, no, señora O'Neill! Justine no tiene la menor idea de esto, y quiera Dios que no lo sepa nunca. Su indiscreción fue totalmente fortuita, puede creerme.
– ¿Está seguro?
– Sí; lo juro.
– Entonces, por el amor de Dios, ¿por qué no viene a casa? ¿Por qué no quiere venir a verme? ¿Por qué evita mirarme a la cara?
No sólo sus palabras, sino también la angustia de su voz, le dijeron por qué había atormentado tanto a la madre de Justine la ausencia de ésta en los dos últimos años. La importancia de su propia misión disminuyó; ahora tenía otra: calmar los temores de Meggie.
– Yo tengo la culpa de esto -declaró con firmeza.
– ¿Usted? -preguntó, asombrada, Meggie.
– Justine había proyectado ir a Grecia con Dane, y está convencida de que, si lo hubiese hecho, Dane estaría vivo.
– ¡Tonterías! -replicó Meggie.
– De acuerdo. Pero, aunque nosotros sepamos que es una tontería, Justine no lo sabe. Es usted quien debe hacérselo ver.
– ¿Yo? Usted no lo comprende, señor Hartheim. Justine no me ha escuchado en toda su vida, y, en la actualidad, cualquier influencia que pudiese tener sobre ella ha desaparecido por completo. Ni siquiera quiere verme.
Su tono era desolado, pero no abyecto.
– Yo caí en la misma trampa que mi madre -si-
Ció diciendo, sin ambages-. Drogheda es mi vida… casa, los libros… Aquí soy necesaria; aquí, mi I vida tiene un objeto. Hay personas que confían en mí. Mis hijos no confiaron nunca, ¿sabe? Nunca.
– Esto no es verdad, señora O'Neill. Si lo fuese, Justine podría venir a usted sin ningún escrúpulo. Menosprecia usted la calidad del amor que ella le tiene. Cuando digo que yo tengo la culpa de lo que le pasa a Justine, es porque ella se quedó en Londres por mi causa, para estar conmigo. Pero sufre por usted, no por mí.
Meggie se irguió.
– ¡Ella no tiene derecho a sufrir por mí! Que sufra por ella misma, si tiene motivos, pero no por mí. ¡Nunca por mi!
– Entonces, ¿me cree cuando le digo que ella no sabe nada de lo de Dane y el cardenal?
La actitud de ella cambió, como si hubiese recordado que otras cosas estaban en juego y que la estaba perdiendo de vista.
– Sí -dijo-, le creo.
– Yo he venido a verla porque Justine necesita su ayuda y no puede pedírsela -declaró él-. Debe convencerse de que ella necesita empuñar de nuevo las riendas de su vida…, no de una vida en Drogheda, sino de la vida que le es propia y que nada tiene que ver con Drogheda.
Se retrepó en el sillón, cruzó las piernas y encendió otro cigarrillo.
– Justine se ha puesto una especie de cilicio, pero por razones equivocadas. Si alguien puede hacérselo ver, es usted. Sin embargo, quiero advertirle que, si lo nace, ella no volverá nunca a casa, mientras que, si sigue como ahora, es posible que acabe volviendo aquí para siempre.
»El escenario no es suficiente para una persona como Justine -siguió diciendo-, y llegará un día en que ella se dará cuenta de esto. Entonces querrá tener compañía y optará, bien por su familia y Drogheda, bien por mí. -Le sonrió, con profunda comprensión-. Pero las personas tampoco son suficientes para Justine, señora O'Neill. Si Justine opta por mí, podrá tener también el escenario, cosa que Drogheda no puede ofrecerle. -Ahora la miraba severamente, casi como un adversario-. He venido a pedirle que haga que ella me elija a mí. Puedo parecerle cruel al decir esto, pero la necesito más de lo que podría necesitarla usted.
Meggie volvió a adoptar una actitud envarada. -Drogheda no es una alternativa tan mala -replicó-. Habla usted como si esto tuviese que ser el fin de su vida; pero no lo sería en modo alguna, ¿sabe? Podría continuar en el teatro. Ésta es una verdadera comunidad. Aunque se casara con Boy King, como el abuelo de éste y yo deseamos desde hace muchos años, sus hijos estarían tan bien cuidados en su ausencia como podrían estarlo si se casara con usted. ¡Ésta es su casa! Conoce y comprende esta clase de vida. Si la eligiese, sabría muy bien lo que esto entrañaría. ¿Puede usted decir lo mismo de la clase de vida que le ofrecería?
– Ño -dijo él, impasible-. Pero a Justine le gustan las sorpresas. En Drogheda, se quedaría estancada.
– Quiere usted decir que sería desgraciada.
– No, no exactamente. No me cabe duda de que, si optase por regresar aquí y se casara con ese Boy King… A propósito, ¿quién es ese Boy King?
– El heredero de una propiedad vecina, Bugela, y. un viejo amigo de la infancia que quisiera ser más que amigo de ella. Su abuelo desea este matrimonio por razones dinásticas; yo lo deseo porque creo que es lo que le conviene a Justine.
– Comprendo. Bueno, si ella volviese y se casara con Boy King, aprendería a ser feliz. Pero la felicidad es un estado relativo. No creo que tuviese nunca la clase de satisfacción que encontraría conmigo. Porque Justine me ama a mí, señora O'Neill, no a Boy King.
– Entonces, tiene una manera muy rara de demostrarlo -dijo Meggie, tirando del cordón de la campanilla para que trajesen el té-. Además, señor Har-theim, creo que, como le dije antes, calcula usted en más de lo que vale mi influencia cerca de Justine. Esta no ha hecho nunca el menor caso de lo que le he dicho, ni quiere que le diga nada.
– Usted no es tonta -replicó él-. Sabe que, si quiere, puede hacerlo. Ahora, sólo quiero pedirle que piense en lo que le he dicho. Tómese tiempo, pues no hay prisa. Soy un hombre paciente.
Meggie sonrió.
– Entonces, es usted una rareza -dijo.
Rainer no volvió a tocar el tema, y tampoco lo hizo ella. Durante la semana de su estancia se portó como un invitado cualquiera, aunque Meggie tuvo la impresión de que trataba de mostrarle qué clase de hombre era. Estaba claro que sus hermanos le habían tomado simpatía; en cuanto se enteraron de su llegada, estando en la dehesa, volvieron en seguida y se quedaron en la casa hasta que él partió para Alemania.
A Fee también le gustó; su nsta se había deteriorado hasta el punto de que ya no podía llevar los libros, pero, por lo demás, estaba muy lejos de la senectud. La señora Smith había muerto mientras dormía, el invierno pasado, a edad muy avanzada, y, para no imponer una nueva ama de llaves a Minnie y Cat, viejas las dos pero todavía fuertes, Fee había traspasado los libros a Meggie y ocupaba, más o menos, el sitio de la señora Smith. Fue Fee la primera en advertir que Rainer era un eslabón directo en aquella parte de la vida de Dane que nadie había tenido nunca, en Drogheda, la oportunidad de compartir, y le pidió que le hablase de ella. Él accedió gustoso, pues en seguida se había dado cuenta de que nadie en Drogheda rehuía hablar de Dane, antes se alegraban de oír nuevas cosas de él.
Detrás de su máscara cortés, Meggie pensaba continuamente en lo que Rainer le había dicho, no podía dejar de reflexionar sobre el dilema que él le había planteado. Hacía tiempo que había renunciado a toda esperanza en el regreso de Justine, y, ahora, él casi se lo aseguraba y, además, confesaba que Justine sería feliz si volvía. Aparte de esto, le estaba profundamente agradecida por otra cosa: había alejado el fantasma de su miedo de que, de alguna manera, hubiese descubierto Justine el lazo que había existido entre Dane y Ralph.
En cuanto a casarla con Rain, Meggie no sabía qué podía hacer para empujar a Justine a hacer algo que, por lo visto, se negaba a hacer. ¿O era que no quería saberlo? Había acabado por tomarle muchísima simpatía a Rain, pero la felicidad de éste no podía importarle tanto como el bien de su hija, de la gente de Drogheda y de la propia Drogheda. La cuestión crucial era ésta: ¿hasta qué punto era Rain vital para la futura felicidad de Justine? A pesar de la afirmación de él de que Justine le amaba, Meggie no recordaba que su hija hubiese dicho nunca nada que pudiese indicar que Rain tenía para ella la misma importancia que Ralph había tenido para Meggie.
A mediados de abril, hacía dos años y medio que había muerto Dane, y Justine experimentó el ardiente deseo de ver algo que no fuese hileras de casas y montones de gente malhumorada. De pronto, aquel hermoso día de primavera, de aire templado y sol frío, la ciudad de Londres le resultó insoportable. Por consiguiente, tomó un tren de cercanías hasta Kew Gardens, contenta de que fuese martes y tuviese el vagón casi para ella sola. Además, aquella noche no trabajaba, por lo que no importaría si se cansaba correteando por los caminos.
Desde luego, conocía bien el parque. Londres era estupendo para cualquier persona de Drogheda, por sus copiosos y bien cuidados macizos de flores; pero Kew tenía algo especial. En los viejos tiempos, ella solía pasear por él desde abril hasta finales de octubre, pues cada mes le brindaba una exhibición floral distinta.
Mediados de abril era su tiempo predilecto, el período de los narcisos y las azaleas, y los árboles en flor. Y aquél era un sitio que ella creía que podía jactarse de ser uno de los más bellos del mundo, en una pequeña e íntima escala; y por esto se sentó en el húmedo suelo, para absorber el paisaje. Hasta donde alcanzaba la vista, se extendía una sábana de narcisos; a media distancia, la horda oscilante de campanillas amarillas se agrupaba alrededor de un gran almendro florido, cuyas ramas, grávidas de capullos Mancos, se inclinaba en cascadas arqueadas tan perfectas y quietas como una pintura japonesa. La paz. Esto tan difícil de conseguir.
Y entonces, cuando ella echaba la cabeza atrás para grabarse en la memoria la belleza absoluta del almendro cargado en medio de su rizado mar de oro, apareció algo mucho menos hermoso. Nada menos que Rainer Moerling Hartheim, andando cuidadosamente entre las matas de narcisos, protegiéndose de la fresca brisa con la inevitable chaqueta alemana de cuero, mientras el sol arrancaba destellos de sus cabellos de plata.
– Vas a enfriarte los ríñones -dijo, quitándose la chaqueta y extendiéndola en el suelo, con el forro hacia arriba, para que pudiesen sentarse en ella.
– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó ella, deslizándose sobre un rinconcito de satén.
– La señora Kelly me dijo que habías ido a Kew. Lo demás ha sido fácil. Sólo tenía que andar hasta encontrarte.
– Supongo que debería dar saltos de satisfacción, ¿no crees?
– ¿Lo crees tú?
– El viejo Rain de siempre, contestando a la pregunta con otra pregunta. No, no me alegro de verte. Creía que había conseguido que te encerrases para siempre en tu madriguera.
– Es difícil que un buen hombre se resigne a vivir siempre encerrado. ¿Cómo estás?
– Muy bien.
– ¿Has lamido lo bastante tus heridas?
– No.
– Bueno, supongo que era de esperar. Pero observé que, desde que me despediste, tu orgullo no te permitió hacer el primer movimiento hacia la reconciliación. En cambio, yo, herzchen, soy lo bastante avisado para saber que el orgullo es un mal compañero de cama.
– Pues no pienses en echarle de una patada para hacer un sitio para ti, Rain; porque, te lo advierto, no te quiero para esto.
– Tampoco yo.
La rapidez de la respuesta la irritó, pero adoptó un aire de alivio y dijo:
– ¿De veras?
– Si no fuese así, ¿crees que habría podido estar tanto tiempo alejado de tí? En este aspecto, fuiste para mí una ilusión fugaz, pero todavía pienso en ti como en una amiga muy querida, y te añoro como a tal.
– ¡Oh, Rain! ¡A mí me pasa lo mismo!
– ¡Bravo! Entonces, ¿me aceptas como amigo?
– Naturalmente.
Él se tumbó de espaldas sobre la chaqueta, cruzó los brazos detrás de la cabeza y sonrió perezosamente.
– ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta? Con esa horrible ropa que ilevas, pareces más bien una colegiala desharrapada. Si no para otras cosas, Justina, me necesitas al menos como tu personal arbitro de la elegancia.
Ella se echó a reír.
– Confieso que, cuando pensaba que podías presentarte en el momento menos pensado, cuidaba un poco más de mi apariencia. Tengo treinta años, pero tú tampoco eres un pollito. Al menos debes tener cuarenta. Pero esto ya no parece mucha diferencia, ¿verdad? Has perdido peso. ¿Te encuentras bien,
– Nunca fui gordo; sólo vigoroso. Por esto, al estar siempre sentado detrás de una mesa, me he encogido en vez de dilatarme.
Ella se volvió sobre el estómago y, sonriendo, acercó más su cara a la de él.
– ¡Me alegro mucho de verte, Rain! Nadie más me lleva de paseo, si no es por mi dinero.
– ¡Pobre Justine! Y ahora tienes mucho, ¿no?
– ¿Dinero? -asintió con la cabeza-. Es extraño que el cardenal me dejase todo esto. Bueno, la mitad a mí y la mitad a Dane; pero como yo era la única heredera de Dane… -Su cara se contrajo a pesar suyo. Volvió la cara y fingió contemplar un narciso entre un mar de ellos, hasta que pudo dominar su voz lo suficiente para decir-Mira, Rain, daría los colmillos por saber lo que era el cardenal para mi familia. ¿Sólo un amigo? Era algo más, y algo misterioso. Pero no sé qué. Ojalá lo supiera.
– ¿Para qué? -Se puso en pie y le tendió una mano-. Vamos, herzchen, te llevaré a comer a algún sitio donde creas que habrá ojos que vean que el abismo entre la pelirroja actriz australiana y cierto miembro del gabinete alemán se ha cerrado. Mi fama de playboy se ha deteriorado mucho desde que tú me diste la patada.
– Cuidado con lo que dices, amigo mío. Ya no me llaman pelirroja actriz australiana; ahora sov la brillante y magnífica actriz británica, de cabellos dignos de Tiziano, gracias a mi inmortal interpretación de Cleopatra. No me digas que no sabes que los críticos me llaman la Cleo más exótica de los últimos tiempos -y torció los brazos y las manos en la actitud de un jeroglífico egipcio.
El pestañeó.
– ¿Exótica? -expuso, en tono de duda.
– Exótica, sí -afirmó ella, con firmeza.
El cardenal Vittorio había muerto, y por esto Rain no iba ya a Roma con frecuencia. En cambio, venía a Londres. Al principio, Justine estaba tan contenta que no buscaba más que la amistad que él le ofrecía; pero, al transcurrir los meses y no aludir nunca él, directa o indirectamente, a su relación pasada, su débil resentimiento se convirtió en algo más inquietante. Ella no quería reanudar aquella antigua relación, se decía constantemente; había terminado por completo con esta clase de cosa; no la necesitaba ni la deseaba. Ni permitía que su mente volviese a una imagen de Rain tan eficazmente enterrada que sólo aparecía en algunos sueños traidores.
Los primeros meses después de la muerte de Dane habían sido horribles, y ella había resistido su impulso de ir a Rain, de sentir su contacto corporal y esniritual, sabiendo muy bien que éste no dejaría de acudir si le dejaba. Pero no podía permitirlo, porque la cara de Dane se sobrepondría a la de él. Tenía que eliminarle, luchar por apagar la última chispa de deseo por él. Y, al pasar el tiempo y parecer que él iba a quedar definitivamente apartado de su vida, su cuerpo se sumió en una especie de letargo y su mente se impuso el deber de olvidar.
Pero, ahora que Rain había vuelto, la cosa se hacía mucho más difícil. Ella ardía en deseos de preguntarle si recordaba aquella otra relación, si había podido olvidarla. Cierto que ella había terminado en absoluto con esto, pero le habría gustado saber que no había terminado para él; es decir, siempre que la cosa se llamase Justine, y sólo Justine.
Sueños vanos. Rain no era hombre capaz de derrochar un amor no correspondido, fuese mental o físico, y nunca mostraba el menor deseo de reanudar aquella fase de sus vidas. La quería como amiga, y disfrutaba de ella como amigo. ¡Magnífico! Era precisamente lo que quería ella. Sólo que…, ¿podía él haberlo olvidado? No; era imposible… ¡y que Dios le confundiese si lo había hecho!
La noche en que los procesos mentales de Justine llegaron a este punto, su representación de Lady Macbeth tuvo una intensidad salvaje muy distinta de su interpretación acostumbrada. Después, durmió mal, y la mañana siguiente le trajo una carta de su madre que la llenó de vaga inquietud.
Mamá ya no le escribía a menudo, secuela de una larga separación que las afectaba a ambas, y las cartas que llegaban eran superficiales, anémicas. Ésta era diferente: contenía un murmullo lejano de vejez, un cansancio subyacente que asomaba en algunos pasajes sobre las trivialidades de la superficie, como un iceberg. A Justine no le gustó. Vieja. ¡Mamá se hacía vieja!
¿Qué pasaba en Drogheda? ¿Trataba mamá de ocultar algún contratiempo grave? ¿Estaría enferma la abuelita? ¿O alguno de los tíos? ¿O la propia mamá. Dios no lo quería? Hacía tres años que no había visto a ninguno de ellos, y podían pasar muchas cosas en tres años, aunque no fuese precisamente a Justine O'Neill. Por el hecho de que su vida fuese opaca y triste, no debía presumir que también lo era la de todos los demás.
Justine tenía «libre» aquella noche, antes de la última representación de Macbeth. Las horas diurnas habían transcurrido insoportables, y ni siquiera la idea de cenar con Rain le había producido la ilusión acostumbrada. Su amistad era inútil, fútil, estática, se dijo, mientras se ponía el vestido de color naranja, que era él que menos le gustaba a él. ¡Viejo y anticuado conservador! Si a Rain no le gustaba cómo era ella, podía dejarla cuando quisiera. Después, arreglándose las chorreras del corpino sobre el magro pecho, captó su propia mirada en el espejo y rió tristemente. ¡Oh, qué tempestad en un vaso de agua! Actuaba lo mismo que las mujeres a quienes más despreciaba. Probablemente, todo era muy sencillo. Estaba agotada y necesitaba un descanso. ¡Gracias a Dios que se acababa Lady M! Pero, ¿qué le pasaba a mama?
Ültimamente, Rain pasaba cada vez más tiempo en Londres, y Justine se extrañaba de la facilidad con que viajaba entre Bonn e Inglaterra. Sin duda el hecho de tener un avión particular facilitaba la cosa, pero tenía que ser muy fatigoso.
– ¿Por qué vienes a verme tan a menudo? -le preguntó saliendo de su ensimismamiento-. Todos los gacetilleros de Europa lo encuentran estupendo, pero te confieso que a veces me pregunto si me utilizas únicamente como un pretexto para visitar Londres.
– Es verdad que te empleo como pantalla de vez en cuando -confesó él con toda tranquilidad-. En realidad, has sido como polvo en los ojos de algunos, en bastantes ocasiones. Pero esto no quiere decir que no me guste estar contigo, porque me gusta de veras. -Sus ojos negros la miraron a la cara, reflexivamente-. Hoy estás muy callada, herzchen. ¿Te preocupa algo?
– No; en realidad, no. -Jugueteó con el postre y lo apartó, sin comerlo-. Sólo una cosita sin importancia. Mamá y yo dejamos de escribirnos todas las semanas; hace tanto tiempo que no nos venios, que no sabemos qué decirnos; pero hoy he recibido una carta suya muy extraña. Diferente de las otras.
A él se le encogió el corazón; por lo visto, Meggie se había tomado tiempo para reflexionar, pero el instinto le decía que esto era el principio de su maniobra, y que ésta no era favorable a él. Iniciaba su juego para hacer que su hija volviese a Drogheda, a perpetuar la dinastía.
Estiró el brazo sobre la mesa para asir la mano de Justine; pensaba que ésta parecía más guapa en su madurez, a pesar del horrible vestido. Unos surcos diminutos daban dignidad a su cara de pilludo, cosa que le hacía mucha falta, y carácter, de lo cual tenía en abundancia la persona que se ocultaba detrás de aquélla. Pero, ¿a qué profundidad llegaba su madurez superficial? Esto era lo malo de Justine; no lo mostraba nunca.
– Tu madre está muy sola, herzchen -dijo él, quemando sus naves.
Si esto era lo que quería Meggie, ¿cómo podía él seguir pensando que tenía razón y que ella estaba equivocada? Justine era hija suya; ella debía de saber mejor que él lo que le convenía.
– Tal vez sí -replicó Justine, frunciendo el ceño-, pero no puedo dejar de sentir que hay algo más en el fondo de esto. Quiero decir que debió de sentirse sola desdo hace muchos años; entonces, ¿a qué viene ahora esto, sea lo que fuere? Pondría!a mano en el fuego, Rain, y quizás es esto lo que más me preocupa.
– Me parece que olvidas que se está haciendo vieja. Es posible que empiecen a pesar sobre ella cosas que en el pasado le parecían fáciles de soportar. -Sus ojos tenían una expresión lejana, como si, de pronto, el cerebro se hubiese concentrado en algo distinto de lo que estaba diciendo-. Justine, hace tres años perdió a su único hijo varón. ¿Crees que el dolor disminuye con el paso del tiempo? Yo pienso que debe aumentar. Él se fue, y ahora tu madre debe de tener la impresión de que también tú te has ido. A fin de cuentas, no vas nunca a visitarla.
Ella cerró los ojos.
– Lo haré, Rain, ¡lo haré! Te prometo que lo haré, ¡y pronto! Tienes razón, sí; pero tú siempre la tienes. Nunca había pensado que llegaría a añorar Dro-gheda; pero, últimamente, parece que le estoy tomando afecto. Al fin y al cabo, soy parte de ella.
Él miró bruscamente su reloj y sonrió con tristeza.
– Temo que esta noche es una de las ocasiones en que he abusado de ti, herzcken. Lamento tener que pedirte que vuelvas sola a casa; pero, antes de una hora, tengo que reunirme con un caballero muy importante en un lugar secreto, al que debo ir en mi propio coche, conducido por el fidelísimo Fritz.
– ¡Una novela de capa y espada! -exclamó Justine, disimulando su agravio-. Ahora comprendo la razón de esos taxis. Puedes confiarme a un taxista, pero no comprometer el futuro del Mercado Común, ¿eh? Bueno, sólo para que veas que no me hace ninguna falta al taxi ni tu fidelísimo Fritz, tomaré el Metro para volver a casa. Es muy temprano. -Los dedos de él se apoyaban flaccidos en los suyos; ella levantó la mano de su amigo, la llevó a su mejilla y, después, la besó-;. ¡Oh, Rain! ¡No sé lo que voy a hacer sin ti!
Él se metió la mano en el bolsillo, se puso en pie, dio la vuelta a la mesa y apartó con la otra mano la silla de ella.
– Soy tu amigo -dijo-. Y los amigos son para esto, para echarlos en falta.
Pero, cuando se hubo separado de él, Justine se marchó a casa muy pensativa, para caer rápidamente en una profunda depresión. Aquella noche era la vez que habían estado más cerca de una discusión personal, y la causa había sido que ella pensaba que su madre se sentía terriblemente sola, que se hacía vieja, y que ella debería acudir a su lado. Visitarla, había dicho él; pero no podía dejar de preguntarse si había querido decir para quedarse. Lo cual parecía indicar que, fuera lo que fuese lo que había sentido por ella en el pasado, pertenecía realmente al pasado y él no quería resucitarlo.
Nunca se le había ocurrido pensar, antes de ahora, que él consideraba tal vez un engorro, una parte de su pasado que querría ver enterrada en digna oscuridad, en algún lugar como Drogheda; pero quizás era lo cierto. En cuyo caso, ¿por qué se había introducido de nuevo en su vida, nueve meses atrás? ¿Porque sentía compasión por ella? ¿Porque creía que le debía algo y que tenía que pagarlo? ¿Porque pensaba que ella necesitaba que alguien la empujase hacia su madre, a causa de lo de Dane? Él quería mucho a Dane, y vete a saber de lo que habrían hablado en aquellas largas visitas a Roma, cuando ella no estaba presente. Tal vez Dane le había pedido que no la perdiese de vista, y esto era nrecisamenté lo que hacía. Había esperado un tiempo.prudencial, para asegurarse de que ella no le daría con la puerta en las narices, y después, se había presentado de nuevo en su vida, para cumplir alguna promesa que le hiciera a Dane. Sí, ésta era probablemente la respuesta. Lo seguro era que yá no la amaba. La atracción que hubiese podido ejercer sobre él se había extinguido hacía tiempo; a fin de cuentas, ella le había tratado de un modo abominable. Sólo podía culparse a sí misma.
Después de pensar esto, lloró desconsoladamente, consiguió sobreponerse lo suficiente para decirse que era una estúpida, se volvió en la cama, golpeó la almohada en un esfuerzo inútil para conciliar mejor el sueño y, al no lograrlo, trató de leer en su libro. A las pocas páginas, las palabras se hicieron borrosas y se confundieron traidoramente, y, por más que se esforzó en realizar el viejo truco de encerrar su aflicción en un oscuro rincón de su mente, acabó sintiéndose abrumada por ello. Por último al filtrarse por las ventanas la triste luz de la tardía aurora londinense, se sentó a su mesa escritorio, sintiendo el frío de la mañana, oyendo el zumbido lejano del tráfico, oliendo la humedad y gustando la acritud del ambiente. De pronto, la idea de Drogheda le pareció maravillosa. Aire suave y puro, un silencio sólo interrumpido por causas naturales. Paz.
Cogió una de sus plumas con punta de fieltro y empezó a escribir una carta a su madre, secándose las lágrimas a medida que escribía.
Espero que comprendas por qué no he estado en casa desde que murió Dane
– decía-; pero, pienses lo que pienses, sé que te alegrará saber que voy a rectificar mi omisión de un modo permanente.
Sí, eso es. Voy a volver a casa para siempre, mamá. Tenías razón; ha llegado el día en que añoro Drogheda. He campado por mis respetos y he descubierto que esto no significa nada para mí. ¿Qué sacaré de rondar de un escenario a otro durante el resto de mi vida? ¿Y qué más tengo aquí, aparte del escenario? Quiero algo seguro, permanente, duradero, y por eso yol-veré a Drogheda, que tiene todas estas cualidades. Basta de sueños vanos. ¡Quién sabe! Tal vez me case con Boy King, si todavía me quiere, y haré algo que valga la pena en mi vida, como tener una tribu de hombrecillos de las llanuras del Noroeste. Estoy cansada, mamá, tan cansada que no sé lo que me digo; ojalá pudiese escribir lo que siento.
Bueno, trataré de poner esto en claro en otro momento Dady Macbeth ha terminado, y aún no había decidido lo que haría en la temporada próxima; por consiguiente, no perjudicaré a nadie si dejo de actuar. Londres es un hormiguero de actiices. Clyde puede remplazarme adecuadamente en dos segundos, y tú no puedes, ¿verdad? Lástima que haya necesitado treinta y un años para darme cuenta.
Si Rain no me hubiese ayudado, aún habría tardado más; pero él es un tipo muy perspicaz. No te ha visto nunca y, sin embargo, parece conocerte mejor que yo. Cierto que dicen que las cosas se ven mejor desde fuera. Y esto es sin duda lo que le pasa a él. Estoy harta de él: siempre inspeccionando mi vida desde las alturas de su Olimpo. Parece pensar que le debe algo a Dane, o tal vez le prometió algo, y siempre me está incordiando y queriendo verme, pero al fin me he dado cuenta de que soy yo la engorrosa. Si estoy a salvo en Drogheda, su deuda, o lo que sea, quedará cancelada, ¿verdad? Al menos, deberá estarme agradecido por los viajes en avión que se ahorrará.
En cuanto me haya organizado, volveré a escribirte y te diré cuándo debes esperarme. Mientras tanto, recuerda que, a mi extraña manera, te quiero.
Firmó con su nombre, sin la rúbrica acostumbrada; más bien como la «Justine» que solía poner al pie de las cartas respetuosas que escribía en el pensionado bajo la mirada vigilante de una monja censora. Después, dobló las hojas, las introdujo en un sobre de correo aéreo y estampó en éste la dirección. De paso para el teatro, donde se daba la última representación de Macbeíh, la echó a un buzón.
Siguió adelante con sus planes de marcharse de Inglaterra. A Clyde le dio un berrinche y lanzó tales gritos que ella se echó a temblar; después, de la noche a la mañana, cambió por completo y cedió, con tosca amabilidad. No hubo ninguna dificultad en disponer la cuestión de arrendamiento del díso, pues éste era de una categoría muy solicitada; en realidad, en cuanto circuló la voz, el teléfono sonó cada cinco minutos, hasta que ella descolgó el auricular. La señora Kelly, que tanto había «hecho» por ella desde los lejanos días en que había venido a Londres por primera vez, andaba dolorida entre una selva de bultos y de virutas de madera, lamentándose de su destino y colgando disimuladamente el teléfono, con la esperanza de que llamase alguien con poder suficiente para disuadir a Justiné de su propósito.
En medio de este torbellino, llamó alguien que tenía aquel poder, pero no lo hizo para persuadirla de cambiar de idea; Rain no sabía siquiera que iba a marcharse. Tan sólo le "pidió que hiciese los honores en un banquete que iba a dar en su casa de Park Lañe.
– ¿Qué quieres decir con esto de tu casa de Park Lañe? -chilló Justine, con asombro.
– Bueno, con la nueva participación inglesa en la Comunidad Económica Europea, paso tanto tiempo en Inglaterra que me resulta más práctico tener aquí una especie de pied-á-terre, por lo cual he alquilado una casa en Park Lañe
– explicó él.
– ¡Dios mío, Rain! ¡Qué reservado eres! ¿Cuánto tiempo hace que la tienes?
– Cosa de un mes.
– ¿Y dejaste que la otra noche me armase un lío, sin decirme nada? ¡Maldito seas!
Estaba tan enojada que no podía hablar debidamente.
– Iba a decírtelo, pero me impresionó tanto que pensaras que estaba volando continuamente que no pude resistir la tentación de simular un poco más de tiempo -dijo él, conteniendo la risa.
– ¡Te mataría por esto! -r-gruñó ella entre dientes, pestañeando para expulsar las lágrimas.
– ¡No, herzchen, por favor! ¡No te enfades! Ven y sé mi anfitriona, y podrás inspeccionar el lugar cuanto te venga en gana.
– Naturalmente, con cinco millones de otros kvvi-tados haciendo de carabina, ¿en? ¿Qué te pasa, Rain? ¿No confías lo bastante en ti mismo para estar a solas conmigo? ¿0 es en mí en quien no confías?
– No serás una invitada -dijo él, respondiendo a la primera parte de su invectiva-. Serás la anfi-triona, y esto es muy diferente. ¿Aceptas?
Elia se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y contestó ásperamente:
– Sí.
Aquello resultó más divertido de lo que ella se había atrevido a esperar, pues la casa de Rain era realmente magnífica, y él estaba de tan buen humor que hubo de contagiársele. Ella se presentó vestida de forma adecuada, aunque un poco demasiado llamativa para el gusto de él; pero, después de una mueca involuntaria al ver sus zapatos rojos de satén, la asió del brazo y la llevó a ver el lugar antes de que llegasen los invitados. Después, durante la velada, Rain se comportó perfectamente, tratándola delante de los otros con una intimidad natural que la hizo sentirse útil y apreciada. Los invitados eran tan importantes, políticamente, que ella no quería pensar en la clase de decisiones que habrían de tomar. Además, eran gente normal. Y esto empeoraba la cosa. -Me habría sentido menos violenta si uno de ellos hubiese dado señales de figurar entre los «Pocos Escogidos» -dijo a Rain, cuando todos se hubieron marchado, contenta de poder estar al fin a solas con él y* preguntándose con qué rapidez la mandaría a casa-. Ya sabes, como Napoleón o como Churchill. Aunque son muchos los estadistas que se consideran rectores del destino. ¿Te consideras tú uno de ellos. Rain?
Él dio un respingo.
– Tienes que elegir mejor tus preguntas cuando quieras burlarte de un alemán, Justine. No; no me considero tai cosa, y no es bueno que los políticos se imaginen serlo. A algunos puede darles resultado, aunque lo dudo; pero, en general, estos hombres se perjudican a sí mismos y causan grandes daños a su país.
Ella no deseaba discutir sobre este punto. Le había servido para iniciar una línea de conversación, y podía cambiar de tema sin que se advirtiese demasiado.
– Las mujeres formaban una mezcla abigarrada, ¿no? -dijo, candidamente-. La mayoría de ellas estaban mucho menos presentables que yo, a pesar de mis zapatos rojos. La señora Whatsi no estaba mal, y la señora Hoojar se confundía simplemente con el papel de la pared, pero la señora Gumfoozler es abominable. ¿Cómo puede soportarla su marido? ¡Oh! ¡Los hombres son tontos, cuando se trata de elegir esposa!
– ¡Justine! ¿Cuándo aprenderás a recordar los nombres? Hiciste bien en darme calabazas, pues, como esposa de un político, habrías sido una calamidad. Te oí farfullar cuando no podías recordar quiénes eran. Muchos hombres con esposas abominables se han desenvuelto bien, y otros con esposas perfectas han fracasado en absoluto. A la larga, esto no importa, pues es el calibre del hombre el que se pone a prueba. Pocos hombres se casan por iazones puramente políticas.
La antigua habilidad de ponerla en su sitio todavía la impresionaba; hizo una burlona reverencia para ocultar el rostro y se senió en la alfombra.
– ¡Oh! ¡Levántate, Justine!
En vez de hacerlo, ella encogió los pies, se apoyó en la pared, a un lado de la chimenea, y acarició a Natacha. Al llegar había descubierto que, al morir el cardenal Vittorio, Rain había adoptado a su gata; parecía quererla mucho, aunque era vieja y bastante chiflada.
– ¿Te he dicho que me voy a Drogheda para siempre? -/preguntó de pronto.
Él estaba sacando un cigarrillo del paquete; sus grandes manos no vacilaron ni temblaron, sino que continuaron tranquilamente su tarea.
– Sabes muy bien que no me lo has dicho -replicó.
– Entonces, te lo digo ahora.
– ¿Cuándo tomaste esta decisión?
– Hace cinco días. Confío en partir a finales de esta semana. Cuanto antes, mejor.
– Comprendo.
– ¿Es cuanto se te ocurre decir?
– ¿Qué puedo decirte, sino desearte suerte en todo Jo que hagas?
Lo dijo con tanta tranquilidad que ella dio un respingo.
– Bueno, ¡gracias! -dijo, vivamente-. ¿No te alegras de que no pueda seguir dándote la lata?
– No me das la lata, Justine -contestó él.
Ella soltó a Natacha, cogió el atizador y empezó a hurgar furiosamente en los leños, que se habían quemado hasta convertirse en cortezas vacías; se hundieron hacia dentro, levantando un breve surtidor de chispas, y el calor del fuego decreció bruscamente.
– Debe de ser el demonio destructor que llevamos dentro el que nos impulsa a destripar una fogata. Sólo sirve para acelerar el fin. Pero eS un final hermoso, ¿verdad, Rain?
Por lo visto, a él no le interesaba lo que le ocurría al fuego, porque se limitó a decir:
– Este fin de semana, ¿eh? No pierdes el tiempo.
– ¿Para qué retrasarlo?
– ¿Y tu carrera?
– Estoy harta de mi carrera. Y, después de Lady Macbeth, ¿qué me queda por hacer?
– ¡Oh, no seas niña, Justine! ¡Te sacudiría cuando me vienes con estas gansadas de colegiala! ¿Por qué no dices simplemente que el teatro ya no te interesa y que añoras tu casa?
– Está bien, está bien, ¡está bien! ¡Tómalo como quieras! No fue más que una de mis acostumbradas impertinencias. ¡Perdona si te he ofendido! -Se levantó de un salto-. ¡Maldita sea! ¿Dónde están mis zapatos? ¿Dónde está mi abrigo?
Fritz apareció con ambas prendas y la llevó a casa en el coche. Rain se excusó por no acompañarla, diciendo que tenía cosas que hacer; pero, cuando ella se hubo marchado, se sentó junto a la nueva fogata, con Natacha sobre sus rodillas y sin dar señales de tener trabajo alguno.
– Bueno -dijo Meggie a su madre-, confío en que hemos hecho lo que debíamos.
Fee la miró y asintió con la cabeza.
– ¡Oh, sí! Estoy segura de ello. Lo malo de Justine es que es incapaz de tomar una decisión como ésta; por consiguiente, era lo único que podíamos hacer: tomarla por ella.
– No me gusta hacer de Providencia. Creo que sé lo que ella quiere realmente, pero, aunque pudiese decírselo cara a cara, ella no lo aceptaría.
– El orgullo de los Cleary -dijo Fee, sonriendo débilmente-. Surge en las personas más inesperadas.
– Vamos, ¡el orgullo de los Cleary no lo es todo! Siempre pensé que también el de los Armstrong tenía algo que ver.
Fee movió la cabeza.
– No. El orgullo nada tuvo que ver con lo que yo hice. Esto es cosa de la vejez, Meggie. Conseguir un poco de espacio para respirar antes de morir, en el que podamos ver por qué hicimos lo que hicimos.
– Suponiendo que la senilidad no nos lo impida -dijo secamente Meggie-. Aunque tú no corres este peligro, y creo que yo tampoco.
– Tal vez la senilidad es una merced que se otorga a los que no podrían enfrentarse con la retrospección. En todo caso, no eres lo bastante vieja para decir que has evitado la senilidad. Espera a ver dentro de veinte años.
– ¡Dentio de veinte años\ -repitió Meggie, desalentada-. Es mucho tiempo, ¿no?
– Bueno, podrías haber hecho que estos veinte años fuesen menos solitarios, ¿no crees? -preguntó Fee, continuando su labor de punto.
– Sí, habría podido. Pero no habría valido la pena, mamá. -Golpeó la carta de Justine con la cabeza de una vieja aguja de hacer media, con sólo un ligerísi-mo matiz de duda en su tono-. Ya había vacilado bastante. Sentada aquí, desde que vino Rainer, esperando que no tendría necesidad de hacer nada en absoluto, confiando en que no sería yo quien tuviese que tornar la decisión. Pero él tenía razón. Al fin, yo he tenido que hacerlo.
– Bueno, debes confesar que también yo he hecho algo -protestó Fee, amoscada-. Es decir, cuando doblegaste tu orgullo lo bastante para explicarme lo que pasaba.
– Sí, me ayudaste -reconoció amablemente Meggie.
El viejo reloj desgranaba su tictac; los dos pares de manos revoloteaban moviendo las agujas de concha.
– Dime una cosa, mamá -dijo Meggie de pronto-. ¿Por qué te derrumbaste cuando ocurrió lo de Dane, siendo así que habías resistido lo de papá, lo de Frank y lo de Stu?
– ¿Derrumbarme? -Las manos de Fee se detuvieron, dejaron las agujas: todavía podía hacer punto de media tan bien como cuando tenía buena vista-. ¿Qué quieres decir con esto?
– Como si hubieses recibido un golpe mortal.
– Todos fueron golpes mortales, Meggie. Pero, en los tres primeros casos, yo era más joven y podía disimularlo mejor. Y también razonaba mejor. Como tú ahora. Pero Ralph sabía lo que sentí cuando murieron papá y Stu. Tú eras demasiado joven para verlo. -Sonrió-. Yo adoraba a Ralph, ¿sabes? Era… algo especial. Terriblemente parecido a Dane.
– Sí, lo era. Yo nunca me di cuenta de que lo hubieses advertido… Me refiero a sus caracteres. Es curioso. Para mí eres tan misteriosa como el África negra. Hay muchas cosas en ti que desconozco.
– ¡Mejor es así! -dijo Fee, con una risa burlona. Sus manos se inmovilizaron.
– Volviendo a lo que decíamos: si ahora puedes hacer esto por Justine, Meggie, diré que has sacado más provecho de tus pesares que yo saqué de los míos. Yo no quise hacer lo que me pedía Ralph, velar por ti. Quería mis recuerdos…, sólo mis recuerdos. Pero tú no tienes opción. Sólo te quedan los recuerdos.
– Bueno, no dejan de ser un consuelo, cuando se mitiga el dolor, ¿no crees? Yo gocé veintiséis años de Dane, y he aprendido a decirme que lo que pasó debió ser para bien, que él debió librarse de alguna terrible prueba que quizá no habría podido soportar. Como Frank, tal vez…, pero de otro modo. Las dos sabemos que hay cosas peores que la muerte.
– ¿No estás amargada? -preguntó Fee.
– ¡Oh! Al principio lo estaba; pero, por ellos, he aprendido a no estarlo.
Fee reanudó su labor.
– Así, cuando nosotras nos vayamos, no quedará nadie -dijo, suavemente-. Drogheda dejará de existir. Bueno, le dedicarán una línea en los libros de historia, y algún joven diligente vendrá a Gilly para interrogar a los que recuerden algo, para el libro que escribirá sobre Drogheda. La última de las grandes haciendas de Nueva Gales del Sur. Pero ninguno de sus lectores sabrá nunca cómo fue en realidad, porque les será imposible. Habrían tenido que formar parte de ella.
– Sí -dijo Meggie, que había interrumpido su labor-. Habrían tenido que formar parte de ella.
Despedirse de Rain por carta, anonadada por el dolor y la aflicción, había sido fácil; en realidad, había sido una satisfacción cruel, porque había golpeado como debía: yo sufro, luego tú debes sufrir también. Pero, esta vez, Rain no estaba dispuesto a contentarse con una simple carta. Debían cenar en su restaurante predilecto. No había propuesto su casa de Park Lañe, que la había inquietado, pero no sorprendido. Sin duda pretendía decirle el adiós definitivo bajo la mirada benévola de Fritz. Indudablemente, no quería correr ningún riesgo.
Por una vez en su vida, cuidó ella de vestirse a gusto de él; el diablillo que generalmente la impulsaba a los vestidos de color naranja se había retirado lanzando maldiciones. Ya que a Rain le gustaban los estilos sobrios, se puso un vestido largo de punto de seda, de un rojo borgoña' mate, cerrado hasta eí cuello y con mangas largas y ceñidas. Añadió una gargantilla plana de oro, con perlas y granates engastados, y brazaletes haciendo juego en ambas muñecas. Pero, ¡qué horribles eran sus cabellos! Nunca podía domarlos lo bastante para el gusto de él. Más maquillaje que de costumbre, para disimular las huellas de su depresión. Así. Ya procuraría que no la mirase desde demasiado cerca.
Él no pareció hacerlo; al menos, no hizo ningún comentario sobre cansancio o una posible indisposición, y ni siquiera aludió a las molestias de hacer el equipaje. Lo cual era extraño en él. Y, al cabo de un rato, ella empezó a tener la sensación de que debía acabarse el mundo, tan- diferente era él de lo que solía ser.
Rain no contribuía al éxito de la cena, a hacer de ésta una cosa a la que pudiesen referirse en sus cartas con regocijo y satisfacción. Si Justine hubiese podido convencerse de que él estaba simplemente trastornado por su partida, le habría parecido bien. Pero no podía. Era un estado de ánimo distinto. Más bien parecía tan distante que ella tenía la impresión de estar sentada delante de una efigie de papel, sólo ansiosa de desvanecerse en la brisa y alejarse de ella para siempre. Como si ya se hubiesen despedido anotes y esta reunión fuese superflua.
¿Has recibido ya carta de tu madre? -preguntó cortésmente Rain.
– No; aunque, en realidad, no la esperaba. Probablemente se ha quedado sin palabras.
– ¿Quieres que Fritz te lleve mañana al aeropuerto?
– Gracias, puedo tomar un taxi -respondió ella, con acritud-. No quiero privarte de sus servicios.
– Tengo reuniones todo el día. Te aseguro que no me causaría ninguna extorsión.
– ¡He dicho que tomaré un taxi!
Él arqueó las cejas.
Ya no la llamaba herzchen; últimamente, había advertido que cada vez empleaba menos el viejo término cariñoso, y esta noche no lo había empleado ni una vez. ¡Oh, qué horrible y deprimente cena! ¡Ojalá terminase pronto! Se miró las manos y trató de recordar lo que le parecían, pero no pudo. ¿Por qué no era la vida una cosa clara y bien organizada? ¿Por qué tenían que ocurrir cosas como lo de Dane? Tal vez porque pensó en Dane, su ánimo se derrumbó de pronto hasta el punto de que no pudo aguantar más y apoyó las manos en los brazos de su silla.
– ¿Te importa que nos marchemos? -preguntó-. Me está dando un terrible dolor de cabeza.
En la encrucijada de High Road con la calleja de la casa de Justine, Rain la ayudó a bajar del coche, dijo a Fritz que diese la vuelta a la manzana, y puso una mano debajo del codo de ella para guiarla cortésmente, en un contacto enteramente impersonal. En la fría humedad de una llovizna londinense, caminaron despacio sobre el empedrado, envuelto en los ecos de sus pisadas. Unas pisadas lúgubres, solitarias.
– Bueno, Justine, tenemos que despedirnos -decidió él.
– Al menos, por ahora -respondió vivament'e ella-, pero no será para siempre. Yo vendré de vez en cuando, y espero que tú encuentres una ocasión para venir a Drogheda.
Él meneó la cabeza.
– No. Esto es una despedida, Justine. Creo que ya nada podemos hacer el uno por el otro.
– Quieres decir que ya no te sirvo para nada -dijo ella, y consiguió soltar una risa bastante convincente-. Está bien, Rain. No te preocupes, ¡puedo soportarlo!
Él le tomó la mano, la besó, se irguió, sonrió mirándola a los ojos, y se alejó.
Había una carta de su madre sobre la esterilla. Justine se detuvo a recogerla, dejó el bolso y el chai donde había estado la carta, se quitó los zapatos y se dirigió al cuarto de estar. Se sentó pesadamente en uno de los bultos, chupándose el labio y contemplando un momento, con interrogadoras y pasmadas conmiseraciones, un magnífico apunte del busto de Dane, realizado para conmemorar su ordenación. Después sorprendió a los dedos de sus pies descalzos en el acto de acariciar la enrollada piel de canguro; hizo una mueca de repugnancia y se levantó rápidamente.
Un corto paseo hasta la cocina era lo que necesitaba. Por consiguiente, fue a la cocina, donde abrió el frigorífico, sacó la jarrita de crema, abrió la puerta del congelador y extrajo un bote de café molido. Con una mano en la espita del agua para el café, miró con ojos muy abiertos a su alrededor, como si nunca hubiese visto esta cocina. Miró los desperfectos del papel de las paredes, el pulido filodendro en su castillo colgado del techo, el negro reloj en forma de gatito que meneaba el rabo y movía los ojos, ante el espectáculo de un tiempo malgastado alegremente. GUARDAR EL CEPILLO DE LOS CABELLOS, decía la pizarra en letras mayúsculas. Sobre la mesa, un apunte a lápiz de Rain, hecho por ella hacía unas semanas. Y un paquete de cigarrillos. Tomó uno de éstos y lo encendió, puso la cafetera sobre el hornillo y recordó la carta de su madre, que llevaba aún en una mano. Podía leerla mientras se calentaba el agua. Se sentó en la mesa de la cocina, tiró el dibujo de Rain al suelo y plantó un pie encima de él. ¡Ahora te toca a ti, Rainer Moerling Hartheim! Mira lo que me importas, dogmático Kraut de chaqueta de cuero.
No te sirvo para nada, ¿eh? Bueno, ¡tampoco tú me sirves a mí!
Mi querida Justine (decía Meggie). Sin duda te estás comportando con tus prisas impulsivas; por esto espero que esta carta llegue a tiempo. Si algo de- lo que te dije en mis cartas anteriores provocó tu súbita decisión, te ruego que me perdones. No quería producir una reacción tan drástica. Creo que sólo buscaba un poco de simpatía, pero siempre me olvido de que, bajo tu dura piel, eres muy blanda.
Sí, me siento sola, terriblemente sola. Sin embargo, esto no lo remediarías viniendo a casa. Si te detienes a pensarlo un momento, verás que es verdad lo que te digo. ¿Qué esperas conseguir viniendo a casa? Tú no puedes devolverme lo que perdí, ni puedes repararlo. La pérdida no es sólo mía, sino también tuya, de la abuelita y de todos los demás. Pareces pensar, y es una idea totalmente equivocada, que fuiste responsable de aquello. Tu actual impulso me parece que es, en cierto modo, como un acto de contrición. Y esto es orgullo y presunción, Justine. Dane era un hombre mayor, no un niño indefenso. Yo le dejé marchar, ¿no es cierto? Si me hubiese dejado llevar por un sentimiento como el tuyo, me estaría volviendo loca de arrepentimiento, por haberle dejado vivir su vida. Pero yo no me considero culpable. Ninguno de nosotros puede representar el papel de Dios, y creo que tengo más razones que tú para saberlo.
Al venir a casa, me entregas tu vida como en sacrificio. Y yo no lo quiero. Nunca lo quise. Y ahora me niego a aceptarlo. Tú no eres de Drogheda, ni lo fuiste nunca. Si todavía no has averiguado dónde te corresponde estar, te sugiero que te sientes y' empieces inmediatamente a pensar en serio. A veces, eres terriblemente obtusa. Rainer es un hombre muy simpático, pero todavía no conozco a nadie que pueda ser tan altruista como tú pareces creer que es él. Por el amor de Dane, ¡no seas niña, Justine!
Se ha apagado una luz, queridísima mía. Se ha apagado una luz para todos nosotros. Y nada puedes hacer para remediarlo, ¿no comprendes? No voy a insultarte queriendo hacerte creer que soy completamente feliz. No sería propio de la condición humana. Pero si te imaginas que en Drogheda pasamos los días gimiendo y llorando, estás equivocada. Gozamos de nuestros días, y una de las razones de ello es que tu vela sigue encendida para nosotros. La de Dane se apagó para siempre. Por favor, querida Jus-tine, trata de aceptarlo.
Ven a Drogheda siempre que quieras; nos alegraremos de verte. Pero no para siempre. Si estuvieses permanentemente aquí, nunca serías feliz. No sólo sería un sacrificio innecesario, sino también inútil. En tu carrera, incluso un solo año de ausencia te costaría muy caro. Quédate donde te corresponde, sé una buena ciudadana de tu mundo.
El dolor. Era como los primeros días después de la muerte de Dane. La misma clase de dolor inútil, malgastado, inevitable. La misma angustia impotente. No; desde luego, nada podía hacer. No había manera, no había manera.
¡Grita! La cafetera empezaba a silbar. ¡Cállate, cafetera, cállate! ¡Hazlo por mamá! ¿Qué se siente, cafetera, cuando se es el hijo.único de mamá? Pregúntalo a Justine; ella lo sabe. Sí, Justine sabe lo que es ser hija única. Pero yo no soy la hija que necesita ella, la pobre viejecita que se consume en el rancho. ¡Oh, mamá! Oh, mamá… ¿Crees que, si humanamente pudiese, no lo haría? Cambio de velas, ¡mi vida por la de él! No es justo que fuese Dane el que tenía que morir… Ella tiene razón. Mi vuelta a Drogheda no alteraría el hecho de que él nunca podrá hacerlo. Aunque yace allí para siempre, nunca podrá hacerlo. Se ha apagado una luz, y no puedo encenderla de nuevo. Pero ya veo lo que ella quiere decir. Mi luz sigue encendida en ella. Pero no en Drogheda.
Fritz abrió la puerta, no luciendo su elegante uniforme de chófer, sino el elegante traje de mañana del mayordomo. Pero, cuando sonrió, hizo una rígida reverencia y juntó los tacones, al viejo estilo alemán, a Justine se le ocurrió pensar: ¿ejercía también esta doble función en Bonn?
– Fritz, ¿es usted simplemente un humilde servidor de Herr Hartheim, o es, en realidad, su perro guardián? -le preguntó, entregándole el abrigo.
Fritz permaneció impasible.
– Herr Hartheim está en su despacho, señorita O'Neill.
Rain estaba sentado contemplando el fuego, un poco inclinado hacia delante. Natacha dormía acurrucada delante de la chimenea. Cuando se abrió la puerta, é!. levantó la cabeza, {tero no dijo nada; no pareció alegrarse de verla.
Justine cruzó la estancia, se arrodilló en el suelo y apoyó la frente sobre las rodillas de él.
– Rain, siento lo ocurrido en todos estos años; no tengo perdón -murmuró.
Él no se levantó, sino que se arrodilló a su lado y la atrajo hacia sí.
– Un milagro -dijo.
Ella le sonrió.
– Nunca dejaste de quererme, ¿verdad?
– No, herzchen, nunca. ~^©ebí hacerte mucho daño.
– No como tú piensas. Sabía que me querías, y podía esperar. Siempre creí que el hombre paciente gana al final.
– Por consiguiente, decidiste dejarme actuar por mi cuenta. No te preocupó en absoluto cuando te dije que me marchaba a Drogheda, ¿verdad?
– ¡Oh, sí! Si se hubiese tratado de otro hombre, no me habría preocupado. Pero, ¿Drogheda? Un formidable adversario. Sí; estaba preocupado.
– Supiste que me iba antes de que te lo dijese, ¿verdad?
– Clyde me reveló el secreto. Me llamó a Bonn para preguntarme si había manera de detenerte, y yo le dije que te siguiese la corriente durante un par de semanas, mientras veía lo que podía hacer. No por él, herzchen. Por mí. No soy tan altruista.
– Así lo dijo mamá. Pero, ¡esta casa! ¿La tenías hace un mes?
– No, y no es mía. Sin embargo, como necesitaremos una casa en Londres, si vas a continuar con tu carrera, veré si puedo comprarla. Es decir, si a ti te gusta. Incluso dejaré que la decores a tu gusto, si me prometes solemnemente que no la pintarás de rojo o de naranja.
– Nunca me había dado cuenta de lo tortuoso que eres. ¿Por qué no me dijiste simplemente que me amabas? ¡Estaba deseando oírlo!
– No; las pruebas estaban a la vista; tenías que verlas por ti misma.
– Temo que mi ceguera es crónica. Necesité ayuda para verlas. Mi madre me obligó al fin a abrir los ojos. Recibí una carta suya, la noche pasada, dicién-dome que no debía volver a casa.
– Tu madre es una persona maravillosa.
– Sé que os visteis, Rain. ¿Cuándo fue?
– Fui a verla hace cosa de un año. Drogheda es magnífico, pero no es para ti, herzchen. Entonces fui para tratar de hacérselo comprender a tu madre. No sabes cuánto me alegro de que lo haya comprendido, aunque nada de lo que le dije debió de ser muy ilustrativo.
Ella le tapó la boca con los dedos.
– Yo también dudaba, Rain. Siempre he dudado. Y tal vez dudaré siempre.
– ¡Oh, herzchen, espero que no! Nunca podrá haber nadie más para mí. Sólo tú. Todo el mundo lo sabe desde hace años. Pero las palabras de amor no significan nada. Podría habértelas gritado mil veces al día, sin desvanecer tus dudas en absoluto. Por consiguiente, no te confesé mi amor, Justine; lo viví. ¿Cómo puedes dudar de los sentimientos de tu más fiel galán? -Suspiró-. Bueno, al menos no he tenido que decirlo yo. Tal vez seguirá bastándote la palabra de tu madre.
– ¡Por favor, no hables así! Pobre Rain, creo que estuve a punto de acabar incluso con tu paciencia. No te sientas dolido si lo debemos a mamá. ¡Qué importa esto! ¡Me he arrodillado humildemente a tus pies!
– Por suerte, será una humillación de una noche -dijo él alegremente-. Mañana volverás a saltar.
La tensión de Justine empezaba a aflojarse; había pasado lo peor.
– Lo que me gusta…, no, lo que adoro, en ti, es que me soltaste tanto las riendas que no sé si podré pararme.
Él se encogió de hombros.
– Entonces, mira al futuro de este modo, herzchen. Viviendo conmigo en la misma casa, tal vez verás cómo puedes lograrlo. -Le besó las cejas, las mejillas, los párpados-. Te quiero tal como eres, Justine. Hasta tu última peca y hasta la última célula de tu cerebro.
Ella le rodeó el cuello con los brazos, hundió los dedos en sus tupidos cabellos.
– ¡Oh, si supieras cuánto he deseado hacer esto! -dijo-. Nunca pude olvidarlo.
El cablegrama decía: ACABO DE CONVERTIRME EN SEÑORA RAINER MOERLING HARTHEIM STOP CEREMONIA PRIVADA EN VATICANO STOP BENDICIÓN PAPAL PARA TODOS STOP ESTO ES CASARSE DEFINITIVAMENTE STOP IREMOS A ESA EN LUNA DE MIEL ATRASADA LO ANTES POSIBLE PERO VIVIREMOS EN EUROPA STOP ABRAZOS PARA TODOS TAMBIÉN DE RAIN STOP JUS TINE
Meggie dejó el papel sobre la mesa y contempló con ojos muy abiertos, a través de la ventana, el tesoro de rosas de otoño del jardín. Perfumes de rosas, abejas de rosas. Y los hibiscos, las campanillas, los eucaliptos, las buganvillas encaramadas a gran altura sobre el mundo, los pimenteros. ¡Qué hermoso era el jardín! ¡Qué vivo! Ver crecer sus pequeños habitantes, y cambiar, y marchitarse; y surgir otros nuevos, en un ciclo continuo y eterno.
Ya era hora de que Drogheda terminase. Sí; ya era hora. Dejemos que el ciclo se renueve con gente desconocida. Yo me lo hice todo; no puedo culpar a nadie. Y no puedo lamentar un solo instante del pasado.
El pájaro con la espina en el pecho sigue una ley inmutable; algo desconocido le impulsa a empalarse, y muere cantando. Cuando penetra la espina, no siente llegar la muerte; simplemente, canta y canta hasta que no le queda vida para emitir otra nota. En cambio, nosotros, cuando nos clavamos la espina en el pecho, sabemos lo que hacemos. Lo comprendemos. Pero lo hacemos. Lo hacemos a pesar de todo.