El curso de la marcha empieza al límite de la ciudad y va hacia el oeste, alejándose del centro, hacia el laberinto suburbano. Los que marchan —por lo menos mil personas— caminan con grandes, vigorosos pasos a pesar del calor opresivo y húmedo que les envuelve. Van adelante, cruzando frente al parque, que aparece denso con las hojas verde-oscuras del verano tardío; frente al cruce de trébol de la carretera, frente a una fila de moteles y gasolineras incendiados, frente al depósito de agua bombardeado, frente a los cementerios, camino al vertedero municipal.
Gifford, encabezando la procesión larga y solemne, viste ropa corriente de dar clase: un par de gastados pantalones color caqui, una ancha camisa gris y viejas sandalias de cuero. Originalmente, se había hablado de que deberían ir los discernidores más importantes vestidos con sus togas académicas, pero Gifford lo vetó alegando que no estaría en armonía con el espíritu de la ceremonia. Hoy iban a dar sepultura a todas las viejas supersticiones y pomposidades; ¿por qué entonces, adornar a los principales iconoclastas con vestuario hierático como si fueran sacerdotes, como si este nuevo credo fuera a estar tan lleno de mojiganga como las religiones anticuadas que esperaba reemplazar?
Como los que marchan van vestidos de forma tan sencilla, es aún más llamativo el contraste entre las prendas modestas que llevan y los objetos eclesiásticos de opulenta textura que transportan. Nadie va con las manos vacías: cada uno tiene alguna vestimenta, algún artefacto sagrado, alguna obra de escritura. Colgada del brazo izquierdo Gifford lleva una gran alba blanca, trabajosamente bordada, de la que pende un cíngulo sedoso. El hombre que va detrás de él porta una dalmática de diácono; el tercero, una hermosa casulla; el cuarto, una capa consistorial espléndida. El resto de los aparejos sacerdotales viene inmediatamente detrás: amito, estola, manípulo, griñón. Una mujer de ojos escarchados, ya de edad bien avanzada, blande en el aire un báculo; el hombre de al lado lleva una mitra en la cabeza, puesta formando un ángulo gallardamente burlesco. He aquí sotanas, sobrepellices, capuchos, solideos, sobrepellices cortas, roquetes, mucetas, manteletes, sobrepellices de obispo, y mucho más; prácticamente todo, excepto la misma tiara papal. He aquí cálices, crucifijos, turíbulos, pilas de agua bendita; tres hombres se esfuerzan bajo el peso de un fragmento maravillosamente tallado de un pulpito; una pequeña banda de caminantes exhibe los pertrechos de la Ortodoxia Griega: rhasa, sticharia, epitrachelia y epimanikia, skkoi, epigonatia, zonas, omophoria; blanden iconos y enkolpia, dikerotrikera y dikanikion. Se ven austeras sotanas presbiterianas y yarmulkes y tallithim y tfilin rabínicos. Más atrás, en la procesión, se pueden observar objetos santos más exóticos: molinillos de oraciones y tonkas, sudras y kustis, ídolos de cincuenta clases, cosas sagradas de los confucionistas, shintoístas, parsis, budistas de la rama mahayana e hinayana, jainas, sikhs, animistas sin rito formal, y otros. Los que marchan tienen shofroth, mezuzuzoth, candelabros, patenas e incluso platillos para colectas; no se ha pasado por alto ningún elemento portátil de la fe. Y, por supuesto, los libros sagrados del mundo están bien representados: una infinidad de Antiguos y Nuevos Testamentos, el Corán, el Bhagavad-Gita, los Upanishads, el Tao Te Ching, los Vedas, el Vedanta Sutra, el Talmud, el Libro de los Muertos y más. Gifford ha tenido el estómago algo revuelto a causa de la destrucción de libros; porque es un acto con feas resonancias; pero éstos son tiempos extremos y se requieren medidas extremas. Por lo tanto, él ha dado su permiso incluso para hacer esto.
Muchos objetos que llevan los caminantes fueron donados libremente, en su mayor parte por malhumorados miembros de congregaciones; recibieron algunas cosas de los mismos clérigos enemistados. Otra materia vino principalmente de iglesias o de museos saqueados durante los disturbios civiles. Pero los discernidores no hicieron ningún saqueo propio; simplemente han aceptado donaciones y recogido algunos artefactos que los amotinados arrojaron a las calles. En este punto Gifford es muy rígido: está prohibida la adquisición de materiales por fuerza. Así se ven hoy escasos ejemplos de las vestiduras y los emblemas de los credos recién fundados, puesto que esperadores y propiciadores y sus semejantes apenas estarían dispuestos a contribuir al festival de destrucción de Gifford.
Ya han llegado al vertedero municipal. Es un vasto y llano erial, de una sorprendente apariencia aséptica: hay grandes zonas de prado, y los terrenos incultos del vertedero están nivelados y cubiertos de abono, en preparación para la proyectada siembra otoñal de hierba. Los caminantes dejan sus cargas y los principales discernidores se presentan a coger palas y azadas de un camión que les ha acompañado. Gifford mira hacia arriba; helicópteros dan vueltas y cámaras de televisión se erizan en el cielo. Este acontecimiento tendrá cobertura extensa. Gifford da la vuelta y mira hacia los otros y entona:
—Que esta ceremonia señale el fin de todas las ceremonias. Que este rito introduzca una época sin ritos. Que reine la razón para siempre.
Gifford mismo levanta la primera palada de tierra. Ahora los demás cavadores empiezan a trabajar, a preparar una zanja de tres metros de profundidad, de tres o cuatro metros de ancho. El mantillo se desprende fácilmente, revelando estratos de latas, juguetes rotos, televisores deshechos, llantas de automóvil y rastrillos de jardinería. Un montón de escombros empieza a crecer mientras el equipo de cavadores sigue su tarea; pronto se abre un hoyo poco profundo. Aunque es una hora avanzada de la tarde, no ha disminuido el calor; los que cavan están sudando copiosamente. Descansan con frecuencia y jadean, apoyados en las herramientas. Mientras tanto, los que no cavan están quietos, sin dejar en el suelo lo que llevan en las manos.
El crepúsculo está cerca antes de que Gifford decida si la zanja es adecuada. Otra vez mira hacia arriba, a las cámaras, otra vez se vuelve, para mirar a sus seguidores.
Dice:
—En este día enterramos cien mil años de superstición. Damos sepultura a los viejos ídolos, las viejas fantasías, los viejos errores, las viejas mentiras. La edad de la fe se ha acabado, está terminada; la época de la seguridad se abre. Ya no tenemos necesidad de teólogos para especular sobre la manera apropiada de adorar al Señor; ya no tenemos necesidad de sacerdotes para mediar entre nosotros y Él; ya no tenemos necesidad de escrituras hechas por el hombre que pretendan interpretar Su naturaleza. Todos hemos sentido Su mano sobre nuestro mundo, y ha llegado la hora de acercarnos a Él con ojos lúcidos y con la mente serena y abierta. Por lo tanto, devolvemos a la tierra estas reliquias de épocas pasadas y llamamos a todos los hombres y mujeres discernientes en todas partes a que se reúnan con nosotros en esta ceremonia de renuncia.
Hace una señal. Uno a uno los discernidores avanzan al borde del foso. Uno a uno lanzan hacia adentro sus cargas: albas, casullas, capas, mitras, Coranes, Upanishads, yarmulkes, crucifijos. Nadie se da prisa: el Entierro de la Fe es un asunto serio. Mientras sigue, un redoblar de tambor de apagados truenos distantes retumba a lo largo del horizonte. ¿Una tormenta en camino? Sólo relámpagos de calor, tal vez, decide Gifford. Continúa la ceremonia. Adentro el manípulo. Adentro el shofar. Adentro la sotana. Truenos otra vez: más fuertes, más concretos. Se oscurece el cielo. Gifford intenta acelerar el ritmo de la ceremonia, llamando con señas a los discernidores que se adelanten a dejar caer su botín. Una espada de relámpago taja los cielos y esta vez el trueno en responso llega casi instantáneamente, ca-doc. Unas cuantas gotas de lluvia. El pronóstico del tiempo estaba equivocado. Una molestia, pero sin daño verdadero. Otra ráfaga de relámpago. Un estrépito tremendo. Ése habrá caído sólo a unos cientos de metros. Hay algunas risas nerviosas.
—Hemos fastidiado a Zeus —dice alguien—. Está echando rayos.
No le hace gracia a Gifford; le gustan las ironías, pero ahora, no; ahora, no. Y se da cuenta de que se ha hecho lo bastante crédulo desde el seis de junio como para estar preocupado, al menos en forma marginal, por si el Todopoderoso podría estar a punto de castigar a esta sacrílega banda de discernidores. Un fogonazo otra vez. ¡Ca-doc! Ahora las nubes se rajan por completo y torrentes de lluvia descienden de golpe. En unos momentos las camisas están pegadas a la piel, el fondo del foso se vuelve barro, riachuelos empiezan a correr por el vertedero.
Y entonces, como si hubieran proyectado la tormenta para sus propios fines, una multitud de gentes con caras feroces, con vestiduras chillonas irrumpen a la vista. Esgrimen porras, horquillas, mangos de rastrillos, cuchillas de carnicero y otras armas improvisadas; gritan refranes incoherentes e ininteligibles; se lanzan hacia el grupo de discernidores repartiendo vigorosos golpes a diestra y siniestra.
—¡Muerte a los blasfemos ateos! —es lo que chillan, y frases semejantes.
¿Quiénes son?, se pregunta Gifford. Tal vez una coalición de todos los cultistas. Los helicópteros de la televisión descienden para mejor captar la refriega, y están allí colgados, fuera del alcance, a ocho o diez metros por encima de la lucha. Sus poderosos proyectores dan iluminación apocalíptica. Gifford encuentra unas manos en su cuello: una mujer enloquecida, aullando, grotesca. Él la empuja a un lado y ella cae dentro de la fosa; aterriza sobre una pila de biblias con costra de barro. Una frenética estampida ha comenzado; su gente corre por todas partes, perseguidos por los vengativos siervos del Señor, que esgrimen sus armas con jubileo vindicativo. Gifford ve caer a sus amigos, heridos, golpeados, tal vez asesinados. ¿Dónde está la policía? ¿Por qué no dan protección?
—¡A matar a todos los blasfemos! —una voz maniática chilla cerca de él.
Gira rápido, listo para defenderse. Una horquilla. Siente una extraña y fría claridad mental, y se acerca velozmente haciendo fintas, agarra el mango de la horquilla y lo arrebata a su enemigo. La lluvia redobla su fuerza; una cortina de agua cae entre Gifford y el otro, y cuando logra ver de nuevo, está solo, al borde de la fosa. Arroja la horquilla a la fosa y al instante desea haberla guardado, porque tres de los de las vestiduras se le acercan. Arranca con un cauteloso trote, intenta alejarse de ellos, corre ya en un rápido arranque de velocidad, y da un resbalón en el barro. Aterriza en un charco; tiene el sabor del barro en la boca; está falto de aliento, aterrado, sin poder levantarse. Se tiran encima de él.
—Espera —dice—. ¡Es una locura! —Uno de ellos tiene una porra—. No —murmura Gifford—. No. No. No. No.