Durante las últimas horas de la tarde, todos los días, una banda de apocalipsistas se reúne junto a la pestilente ribera del lago Erie para bailar con la puesta del sol. Sus caras están pintadas con rayas grotescas, de pesadilla, su aspecto es bárbaro; bailan agitando brazos y piernas, con pasos espasmódicos, tambaleándose, torpes, convulsivos: la clásica danza de los muertos. Dos enormes altavoces dorados, montados como ídolos encima de astas metálicas clavadas en la tierra empapada braman ritmos abstractos desde ambos extremos. El líder del grupo está hundido hasta los muslos en las aguas contaminadas, cantando, llamándoles por señas, dirigiéndoles con ráfagas de cortos gritos:
—Pueblo... pueblo santo... pueblo escogido... pueblo bendito... pueblo perseguido. ¡Bailad!... ¡Bailad!... El fin... llega pronto... —Y ellos bailan. Dedos estirados, electrizados en el aire, codos empujando el vacío, rodillas levantadas, se lanzan hacia el lago, se retiran, avanzan, se retiran, avanzan, tres pasos adelante y dos atrás, un sí lo harás-no lo harás-sí lo harás-no lo harás, tipo de acercamiento a la salvación.
Han hecho esto siete veces por semana desde principios del año —este ominoso año terminal— pero sólo desde el Día de la Señal han atraído a un público importante. Al comienzo, durante el helado enero, nadie se preocupaba de venir a observar a una docena de locos haciendo cabriolas sobre el hielo barrido por el viento. Luego el culto empezó a tener cobertura esporádica por la televisión, y eso atrajo a unos pocos que buscaban curiosidades. Durante las noches más templadas de abril, se podía encontrar en el lago quizá treinta bailarines y veinte mirones. Pero ahora estamos en junio, el junio apocalíptico, cuando se reveló el Señor en toda Su Majestad, y los bailes de todas las noches son un acontecimiento que atrae a miles desde las afueras de Cleveland. Los cordones de policía mantienen la muchedumbre a una distancia prudente de los que bailan. Un circuito cerrado de video transmite la acción a los del público que están alejados, demasiado lejos para verlo directamente. Helicópteros de la red radiotelevisora dan vueltas encima, con las cámaras listas para el caso de que suceda algo inusual: La muerte de un bailarín, la erupción de la muchedumbre, conversiones en masa, otro milagro, cualquier cosa. Esta noche el aire es fresco. Delicadamente borrado y empurpurado por la humosa neblina que perpetuamente torna espeso el cielo de esta región, el sol cae hacia el seno del lago. Los bailarines se mueven formando figuras frenéticas, los que están en primera línea se acercan al agua, meten los dedos, se retiran. Su líder, dando palmadas en el lago, levantando fuentes de espuma, sigue exhortándoles con la voz aguda y forzada.
—Pueblo... pueblo santo... pueblo escogido...
—¡Aleluya! ¡Aleluya!
—¡Venid y sed señalados! Pueblo bendito... pueblo perseguido... ¡Venid! ¡Sed! ¡Señalados! ¡Para! ¡El! ¡Señor!
—¡Aleluya!
Los espectadores se mueven inquietos. Algunos se dan suaves codazos, ríen tontamente. Algunos, la mirada fija, encajan los brazos cruzados y arrugan la frente. Algunos mueven los labios, rezando o maldiciendo en silenció. Algunos parecen estar tentados a arrojarse hacia adelante y unirse al baile. Algunos lo harán. Cada noche hay unos pocos que deciden tomar parte. Cada noche, también, hay algunos que intentan romper los cordones de la policía y atacar a los bailarines. Sólo en el mes de junio, siete espectadores han sufrido ataques de corazón durante el festival nocturno: cinco muertos.
—¡Siervos de Dios! —grita el hombre del agua.
—¡Aleluya! —contestan los bailadores.
—¡El año se va rápido! ¡La hora se acerca!
—¡Aleluya!
—¡La trompeta sonará! ¡Y nos salvaremos!
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
¡Oh, el fervor de la danza! ¡La ferocidad de las caras! Las rayas pintadas se revuelven y corren mientras el sudor invade la espesa pintura grasienta. Ahora se podrían echar brasas sobre la playa y los bailadores avanzarían de todas formas, inconscientes, dichosos. La coreografía de su fe ya les absorbe totalmente y no deja lugar a distracciones. Al fin y al cabo, queda tan poco tiempo, y se les requiere una producción tan grande de esfuerzo sagrado antes del final. Casi la mitad de junio ha pasado. Casi la mitad del año ha pasado. Se acerca enero: el amanecer del nuevo milenio, el día de la trompeta final, el momento del Apocalipsis. El primero de enero, del año 2000: quedan seis meses y medio. Y ya Él ha dado la Señal de que el fin de los días está cerca. Bailan. Por los movimientos de éxtasis viene la salvación.
—¡Temed a Dios y dadle honra, porque la hora de su Juicio ha llegado!
—¡Aleluya! ¡Amén!
—¡Y adorad a Aquél que ha hecho el cielo y la tierra, y el mar y las fuentes de las aguas!
—¡Aleluya! ¡Amén!
Bailan. La música se vuelve más intensa; espinosos estallidos de tonos ásperos tiemblan en el aire. Los espectadores empiezan a batir palmas y oscilar. Ya viene el primer converso de la noche, ahora, una mujer de edad madura, regordeta, rogando que le abran paso por el cordón de la policía. Un mecanismo eléctrico la inspecciona buscando armas escondidas y explosivos; la encuentra inocente; pasa el control y corre, tropezando, a unirse al baile.
—Porque ha llegado el gran día de Su ira ¿y quién podrá estar?
—Amén.
—¡Siervos de Dios! Sed señalados para Él y salvaos.
—Señalados... señalados. Seremos señalados... seremos salvados...
—Y vi cuatro ángeles que estaban sobre los cuatro ángulos de la tierra, deteniendo los cuatro vientos de la tierra, para que no soplase viento sobre la tierra, ni sobre la mar, ni sobre ningún árbol —el hombre del agua brama—. Y vi otro ángel que subía del nacimiento del sol, teniendo el sello de Dios vivo: y clamó con gran voz a los cuatro ángeles, a los cuales era dado hacer daño a la tierra y a la mar, diciendo: No hagáis daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que señalemos a los siervos de nuestro Dios en sus frentes.
—¡Señalados! ¡Aleluya! ¡Amén!
—Y oí el número de los señalados; ciento cuarenta y cuatro mil señalados de todas las tribus de los hijos de Israel.
—¡Señalados! ¡Señalados!
—¡Venid hacia mí y sed señalados! ¡Bailad y sed señalados!
El sol cae en el lago. La mancha violeta de la puesta de sol se extiende por el horizonte. Los bailadores chillan extasiados y se lanzan hacia el agua. Se salpican unos a otros; ofrecen bautismos frenéticos; beben, arrojan lo que han bebido; beben otra vez. Rodeando a su líder. Pidiendo su bendición. Un espeso, airado susurro de los observadores. Están asqueados por esta turbulenta exhibición de fe. Un zoológico, dicen. Un espectáculo de circo. Estos fenómenos. Estos píos fenómenos. A quienes hemos venido a observar, para poder despreciarles.
¿Y si tienen razón? ¿Y si el mundo sí acaba el primero de enero y vamos al fuego del infierno? Imposible. Disparatado. Absurdo. Pero, sin embargo, ¿quién lo puede decir? Apenas la semana pasada, la Tierra se quedó quieta un día entero. Vivimos ahora bajo Su mano. Siempre ha sido así, pero ya no tenemos la libertad para dudarlo. Ya no podemos negar que está allá arriba, observándonos, escuchándonos, pensando en nosotros. Y si se acerca el fin de veras, como creen los locos bailarines, ¿qué debo hacer para prepararme? ¿Debo unirme al baile? Dios me ayude. Que Dios nos ayude a todos. Ahora cae la oscuridad. Mira a los locos fanáticos revolcándose en el lago.
—¡Aleluya! ¡Amén!