13

El palazzo de Bruncardo era un majestuoso edificio del siglo ski situado en el via le Giovanni Mariotti, a unas cuantas manzanas de la catedral y con vistas al río. Rick se acercó dando un paseo de diez minutos. Había dejado aparcado el coche en una calle lateral después de encontrar un sitio inmejorable al que se resistía a renunciar.

Era la tarde del domingo posterior a la gran victoria contra los Briganti, y aunque no tenía planes para la noche, lo que menos le apetecía era lo que estaba a punto de hacer. Mientras deambulaba arriba y abajo por el via le Giovanni Mariotti intentando estudiar el palazzo sin parecer estúpido y buscando desesperadamente la puerta de entrada, volvió a preguntarse cómo había acabado arrinconado en aquella esquina.

Sam. Sam lo había presionado, con la ayuda de Franco.

Por fin dio con el timbre y enseguida apareció un mayordomo entrado en años, muy serio, que lo dejó pasar a regañadientes. El mayordomo, vestido de frac, miró a Rick de arriba abajo y no pareció aprobar su atuendo. Rick creía que iba bastante bien: chaqueta azul marino, pantalones de sport oscuros, calcetines, mocasines negros, camisa blanca y corbata, todo comprado en una de las tiendas que le había sugerido Sam. Casi se sentía italiano. Siguió al carcamal a través de un gran vestíbulo con techos altos decorados con frescos y relucientes suelos de mármol. Se detuvieron en un gran salón y la signora Bruncardo, que hablaba un inglés muy seductor, enseguida se adelantó a recibirlo. Se llamaba Silvia. Era atractiva, iba muy pintada, se había hecho algún retoque facial apenas perceptible y estaba muy delgada, una delgadez que acentuaba el vestido negro y centelleante que lucía y que casi parecía una segunda piel. Tendría unos cuarenta y cinco años, veinte menos que su marido, Rodolfo Bruncardo, quien no tardó en aparecer y estrecharle la mano a su quarterback. Rick tuvo la inmediata impresión de que no la dejaba demasiado tiempo a solas, y con razón. Era una mujer imponente.

En un inglés con fuerte acento italiano, Rodolfo le dijo que sentía mucho no haberle conocido antes, pero que los negocios lo habían mantenido alejado de la ciudad, etcétera. Era un hombre muy ocupado y llevaba muchos contratos entre manos. Silvia los observaba con unos ojazos castaños en los que era fácil perderse. Por fortuna, Sam apareció con Anna y la conversación se hizo más fluida. Hablaron sobre la victoria del día anterior y, más importante aún, sobre el artículo del domingo en la página de deportes. La estrella de la NFL, Rick Dockery, había conducido a los Panthers hacia una victoria aplastante en el partido de inicio de temporada en campo propio y la foto a color era la de Rick cruzando la línea de gol con el primer touchdown de carrera que conseguía en una década.

Rick estuvo correcto en todo momento. Dijo que adoraba Parma, que el apartamento y el coche eran perfectos, que el equipo era la bomba y que estaba ansioso por ganar la Super Bowl. Franco y Antonella entraron en la habitación y se llevó a cabo el ritual de los abrazos. Un camarero se detuvo junto a ellos con copas de prosecco muy frío.

Se trataba de una fiesta muy privada: los Bruncardo, Sam y Anna, Franco y Antonella y Rick. Tras las bebidas y los aperitivos, se pusieron en camino. Las mujeres iban de largo, con tacones altos y visones, y los hombres vestían de traje. Todo el mundo hablaba en italiano y a la vez. Rick iba calentándose poco a poco, maldiciendo a Sam, a Franco y al viejo Bruncardo por la absurda velada.

Había encontrado un libro en inglés sobre la región de la Emilia Romagna, y aunque en gran parte hacía referencia a la gastronomía y el vino, también había una amplia sección dedicada a la ópera, cuya lectura se le hizo pesada.

El Teatro Regio había sido construido a principios del siglo XIX a petición de una de las primeras mujeres de Napoleón, María Luisa, quien prefería vivir en Parma porque así se mantenía alejada del emperador. Cinco pisos de palcos privados daban al patio de butacas, la orquesta y el extenso escenario. Los parmesanos están convencidos de que es el mejor teatro de ópera del mundo y consideran la ópera un derecho inalienable. Tienen muy buen oído y no escatiman críticas. Un cantante que abandona el escenario entre aplausos está preparado para enfrentarse al mundo. Una actuación mediocre o un falsete conducen a una clamorosa desaprobación.

El palco de los Bruncardo estaba en la segunda planta. El escenario quedaba a la izquierda y las butacas eran excelentes. Mientras el grupo se acomodaba, Rick se sintió intimidado por el ornamentado interior y la seriedad de la velada. Desde allí se oía el animado rumor del público, también vestido de gala, del patio de butacas. Alguien los saludó. Era Karl Korberg, el enorme danés que enseñaba en la universidad y que intentaba jugar de tackle izquierdo, aunque había fallado cinco bloqueos limpios como mínimo contra los Briganti. Karl lucía un elegante esmoquin y su mujer italiana estaba deslumbrante. Rick contempló a las señoras desde arriba.

Tenía a Sam al lado, deseoso de ayudar al inexperto en su primera representación.

– A esta gente le chifla la ópera -le susurró el entrenador-. Son unos fanáticos.

– ¿Y usted? -preguntó Rick en voz baja.

– En ningún sitio se vive como aquí. Lo creas o no, la ópera es más popular en Parma que el fútbol americano.

– ¿Más que los Panthers?

Sam se rió y saludó con un gesto de cabeza a una morena despampanante que pasaba por debajo.

– ¿Cuánto dura esto? -preguntó Rick, quedándose embobado.

– Un par de horas.

– ¿No podemos escaparnos en el intermedio e ir a cenar?

– Me temo que no, pero la cena será soberbia.

– No lo dudo.

El signor Bruncardo les tendió el programa.

– He encontrado uno en inglés -dijo.

– Gracias.

– No iría mal que le echaras un vistazo -le aconsejó Sam-. La ópera a veces es un poco difícil de seguir, al menos en cuanto al argumento.

– Creía que solo era un grupo de gordos cantando a voz en grito.

– ¿ Cuántas veces fuiste a la ópera en Iowa?

Las luces fueron difuminándose y el público acabó de tomar asiento. Rick y Anna ocupaban las dos pequeñas butacas de terciopelo de la primera línea del palco, muy cerca del antepecho, con excelentes vistas al escenario. Los demás se apretujaban detrás de ellos.

Anna sacó una linterna diminuta y la enfocó al programa de Rick.

– Es una representación de Otello, una ópera muy famosa de Giuseppe Verdi, un paisano, de Busseto.

– ¿Está aquí?

– No -contestó, con una sonrisa-. Verdi murió hace siglos. En sus tiempos, fue el mejor compositor del mundo. ¿Has leído a Shakespeare?

– Por supuesto.

– Bien. -Las luces se hicieron más tenues. Anna ojeó el programa y alumbró la página cuatro con la linterna-. Este es el resumen de la historia. Échale un vistazo. La ópera será en italiano y puede que te resulte un poco difícil seguirla.

Rick aceptó la linternita, consultó la hora e hizo lo que le habían dicho. Mientras leía, el público, bastante bullicioso a causa de los nervios, acabó de acomodarse y de encontrar su asiento. Cuando el teatro estuvo completamente a oscuras, apareció el director de orquesta, quien recibió una calurosa ovación. La orquesta se preparó y empezó a tocar.

Se alzó el telón poco a poco ante un público que ahora guardaba completo silencio. El escenario estaba profusamente decorado. La acción se desarrollaba en la isla de Chipre, donde había un grupo de gente a la espera del barco en el que iba Otelo, su gobernador, quien había estado alejado de su hogar luchando en otras tierras y cosechando victorias. De repente, Otelo apareció en el escenario cantando algo como «Celebrémoslo, celebrémoslo» y toda la ciudad se unió al coro.

Rick iba leyendo deprisa, intentando no perderse el espectáculo que se desarrollaba ante él. El vestuario era elaborado, los cantantes iban muy maquillados, lo que les daba un aspecto muy dramático, y las voces eran realmente sensacionales. Intentó recordar la última vez que había asistido a una función de teatro. Hacía unos diez años, cuando iba a Davenport South, tenía una novia que estaba en el grupo de teatro del instituto. Había pasado mucho tiempo.

La joven esposa de Otelo, Desdémona, apareció en la tercera escena y el espectáculo dio un giro. Desdémona era toda una belleza: cabello largo y oscuro, rasgos perfectos y unos ojos castaños que Rick veía con claridad a veinticinco metros de distancia. Era bajita y delgada y por suerte llevaba un vestido muy ajustado que revelaba unas curvas pronunciadas.

Repasó el programa y encontró cómo se llamaba: Gabriella Ballini, soprano.

Como era de esperar, Desdémona pronto atrajo la atención de otro hombre, Rodrigo, y a partir de ahí se desencadenaron todo tipo de traiciones y conspiraciones. Hacia el final del primer acto, Otelo y Desdémona cantaron un dueto, una impresionante réplica y contrarréplica romántica que a Rick y a los ocupantes del palco les sonó perfecta, aunque no todo el mundo parecía estar de acuerdo. En el quinto piso, donde se ubicaban las butacas baratas, varios espectadores los abuchearon.

A Rick lo habían abucheado muchas veces, en muchos lugares, y nunca le había costado abstraerse a las críticas, algo a lo que sin duda había contribuido el tamaño imponente de los estadios de fútbol. Unos cuantos miles de seguidores protestando formaba parte del juego, pero en un teatro abarrotado de solo un millar de localidades, cinco o seis asistentes ruidosos y efusivos parecían un centenar. ¡Qué crueldad! Rick quedó muy sorprendido y, al bajar el telón en el primer acto, vio a Desdémona aguantando estoicamente de pie con la cabeza alta, como si fuera sorda.

– ¿Por qué la abuchean? -le preguntó Rick a Anna en un susurro al tiempo que las luces se encendían.

– Aquí la gente es muy crítica. Ha llegado un poco forzada.

– ¿Forzada? Pues a mí me ha gustado.

Y ella aún más. ¿Cómo podían abuchear a una mujer tan guapa?

– Consideran que no ha llegado a un par de notas. Son unos maleducados. Vamos. -Se pusieron en pie mientras el público se levantaba para estirar las piernas-. ¿Qué tal hasta ahora? -preguntó.

– Muy bien -contestó Rick, con sinceridad.

La producción era muy elaborada y jamás había escuchado unas voces como aquellas, pero le fastidiaban las críticas del piso superior.

– Solo hay un centenar de butacas disponibles para el público en general -le explicó Anna- y están ahí arriba -dijo, señalando hacia lo alto-. Son incondicionales muy duros. Se toman la ópera muy en serio y no vacilan a la hora de demostrar su entusiasmo, pero también su desagrado. Esta Desdémona ha sido una elección controvertida y no ha conseguido ganarse a la audiencia.

Habían salido del palco, tenían una copa de prosecco en la mano y saludaban a gente que Rick no volvería a ver jamás. El primer acto había durado cuarenta minutos y el descanso duró otros veinte. Rick empezó a preguntarse a qué hora iban a cenar.

En el segundo acto, Otelo empezó a sospechar que su esposa estaba engañándolo con un hombre llamado Casio, lo que causó un gran conflicto que, por supuesto, quedó reflejado en una actuación deslumbrante. Los malos convencieron a Otelo de que Desdémona estaba siéndole infiel y Otelo, de sangre caliente, finalmente juró matar a su esposa.

Telón y otros veinte minutos de descanso entre actos. ¿Es que aquello iba a durar cuatro horas?, se preguntó Rick, aunque lo cierto era que deseaba volver a ver a Desdémona. Un abucheo más y subiría allí arriba a pegar a alguien.

En el tercer acto, Desdémona hizo varias apariciones, las cuales no provocaron ninguna crítica. Había tramas secundarias por todas partes mientras Otelo continuaba haciendo caso a los malos y cada vez estaba más convencido de que debía matar a su esposa. Tras nueve o diez escenas, se acabó el acto y llegó el momento de un nuevo descanso.

El cuarto acto se desarrollaba en la alcoba de Desdémona. Su marido la asesinaba y no tardaba en comprender que, después de todo, su esposa le había sido fiel. Desesperado, fuera de sí, aunque todavía capaz de cantar portentosamente, Otelo extrajo un puñal impresionante y se lo clavó en el estómago. Cayó sobre el cuerpo de su esposa, la besó tres veces y murió de forma dramática. Rick consiguió seguir casi toda la trama, pero sus ojos pocas veces se apartaron de Gabriella Ballini.

Cuatro horas después de ocupar su butaca por primera vez, Rick se levantó junto al público y aplaudió con educación cuando los cantantes salieron a saludar. Cuando apareció Desdémona, los abucheos regresaron con fuerza, lo que provocó respuestas airadas por parte de muchos de los que estaban en el patio de butacas y en los palcos privados. Se alzaron varios puños en señal de protesta, la gente gesticulaba, el público se volvió hacia los seguidores descontentos que ocupaban las butacas baratas del último piso. El griterío aumentó y la pobre Gabriella Ballini se vio obligada a saludar con una inclinación y una sonrisa forzada, como si no oyera nada.

Rick reconoció su valor y admiró su belleza.

Pensó que los seguidores de Filadelfia eran duros.

El comedor del palazzo era una estancia más grande que todo el apartamento de Rick. Una media docena de amigos se unieron al festín posterior a la ópera y los invitados seguían visiblemente emocionados después de la representación. Charlaban animadamente, todos al mismo tiempo y en un italiano meteórico. Incluso Sam, el único otro estadounidense, parecía tan excitado como los demás.

Rick intentó sonreír y comportarse como si estuviera tan emocionado como ellos. Un amable camarero no dejaba de llenarle la copa de vino, y antes de terminar el primer plato ya estaba bastante más sosegado. Seguía pensando en Gabriella, la bella soprano a quien no habían sabido valorar.

Debía de sentirse como un guiñapo, frustrada y con ganas de suicidarse. Cantar de aquella manera tan perfecta y emotiva y que no supieran apreciarla… Joder, él se había merecido todos los abucheos que había recibido, pero Gabriella no.

Habría dos funciones más y luego acabaría la temporada. Rick, bastante achispado y sin poder pensar en otra cosa que n0 fuera ella, decidió lo impensable: compraría una entrada como fuera e iría a ver otra función de Otello.

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