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Se reunieron triunfantes en el Mario, una vieja pizzería al norte de Milán, a veinte minutos del estadio. El signor Bruncardo había alquilado todo el local para la celebración, una cara idea de la que se habría arrepentido en el caso de haber perdido, pero no era así. Llegaron en autobuses y taxis, armando jaleo mientras entraban por la puerta y pedían cerveza. Había dispuestas tres largas mesas en el centro del local para los jugadores, quienes no tardaron en verse rodeados por sus admiradores: esposas, novias y seguidores de Parma.

Pusieron una cinta y unas pantallas gigantescas proyectaron el partido mientras los camareros acarreaban con decenas de pizzas y litros de cerveza.

Todo el mundo tenía cámara y se tomaron miles de fotos. Rick era el objetivo favorito y recibió abrazos, apretones y palmaditas hasta que empezaron a dolerle los hombros. Fabrizio también era el centro de atención, sobre todo de las adolescentes. La recepción ya había alcanzado proporciones legendarias.

Rick tenía el cuello, la barbilla, la mandíbula y la frente muy doloridos y seguían pitándole los oídos. Matteo, el masajista, le dio calmantes que no podía mezclar con alcohol, así que el quarterback dejó a un lado la cerveza. Además, no tenía apetito.

Se saltaron las imágenes de las agrupaciones, los tiempos muertos y la primera parte y, a medida que se acercaba el final del partido, el ruido fue acallándose considerablemente. Quien manipulaba el aparato puso la cámara lenta y cuando Rick salió de la bolsa e inició la carrera, la pizzería estaba en completo silencio. El placaje de Maschi había sido espectacular y en Estados Unidos habría hecho las delicias de los comentaristas. Los programas del lunes por la mañana lo anunciarían como el «Golpe del día» y lo pasarían cada diez minutos. Sin embargo, en el Mario se hizo por un momento un silencio sepulcral en el instante en que su quarterback decidía mantener su posición, sacrificar su integridad y lanzar aquella bomba. Se oyeron algunos gruñidos apagados cuando Maschi lo dejó inconsciente. Todo limpio, legal y asombrosamente brutal.

Sin embargo, en el otro extremo todo era alegría.

La recepción había quedado recogida espléndida y permanentemente en vídeo y verla por segunda vez, y luego por tercera, era casi tan excitante como haberla visto en directo. Fabrizio, muy poco habitual en él, se comportó como si no tuviera importancia, como si solo se tratara de un día más en la oficina. Como si todavía le quedara demostrar mucho más en el futuro.

Cuando se acabó la pizza y quitaron el partido, los asistentes se prepararon para los formalismos de rigor. Tras el largo discurso del signor Bruncardo y el escueto de Sam, ambos posaron con el trofeo de la Super Bowl para inmortalizar el momento más importante de la historia de los Panthers. Al inicio de los cánticos animados por la bebida, Rick supo que había llegado el momento de partir. La larga noche estaba a punto de prolongarse mucho más. Salió de la pizzería sin que nadie lo viera, pidió un taxi y regresó al hotel.

Dos días después se encontró con Sam para comer en un restaurante de su barrio, el Sorelle Picchi, en la strada Farini. Tenían algunos asuntos que tratar, aunque primero repasaron el partido. Sam no trabajaba ese día, así que compartieron una botella de lambrusco con un plato de pasta rellena.

– ¿Cuándo vuelves a casa? -preguntó Sam.

– Todavía no he hecho planes. No tengo prisa.

– No es lo más habitual. Por lo general los estadounidenses se sacan un billete al día siguiente del último partido. ¿No echas de menos aquello?

– Necesito ver a mi gente, pero lo de «casa» es un concepto un poco difuso ahora mismo.

Sam saboreó lentamente una cucharada de pasta.

– ¿Has pensado en el año que viene?

– La verdad es que no.

– ¿Podemos hablar de ello?

– Podemos hablar de lo que quiera. Usted paga la comida.

– El signor Bruncardo es1 quien paga la comida y últimamente está de muy buen humor. Le encanta ganar, le encanta la publicidad, las fotos, los trofeos… Y quiere repetir el año que viene.

– Lógico.

Sam rellenó ambas copas.

– ¿Cómo se llamaba tu agente?

– Arnie.

– Arnie. ¿Sigue llevando tus asuntos?

– No.

– Bien, entonces ¿podemos hablar de negocios?

Por supuesto.

– Bruncardo te ofrece veinticinco mil euros al mes, durante doce meses, además del apartamento y el coche durante un año.

Rick le dio un largo trago a su copa de vino y se quedó mirando fijamente el mantel a cuadros rojos.

– Prefiere darte a ti el dinero que gastárselo en más estadounidenses -prosiguió Sam-. Me ha preguntado si podríamos ganar el año que viene con el mismo equipo y le he dicho que sí. ¿Estás de acuerdo? -Rick asintió con una sonrisita-. Por eso intenta mejorar tu contrato.

– El contrato no está mal -dijo Rick, pensando menos en el salario y más en un apartamento que ahora, por lo visto, necesitaban dos personas.

También pensó en Silvio, que trabajaba en la granja familiar, y en Filippo, que conducía un camión de cemento. Aquella gente mataría por un contrato como aquel, y entrenaba y jugaba tan duro como Rick.

Aunque no eran quarterbacks, ¿verdad? Un nuevo trago de vino y Rick pensó en los cuatrocientos mil dólares que le pagaba el Buffalo hacía seis temporadas, y pensó en Randall Framer, un compañero de Seattle, a quien le habían dado ochenta y cinco millones por lanzar pases durante siete años más. Todo es relativo.

– Mire, Sam, hace seis meses me sacaron en camilla del campo de Cleveland. Me desperté veinticuatro horas después en un hospital, tras mi tercera conmoción cerebral. El médico me sugirió que dejara el fútbol y mi madre me suplicó que hiciera otro tanto. El pasado domingo me desperté en el vestuario. Me puse en pie, salí al campo y supongo que lo celebré con los demás, pero no lo recuerdo, Sam, volvía a estar grogui. La cuarta. No sé cuántas más podré soportar. -Te entiendo.

– Esta temporada me he llevado unos cuantos golpes. No deja de ser fútbol, y Maschi me golpeó con tanta fuerza como cualquiera de la NFL. -¿Vas a dejarlo?

– No lo sé. Déme un tiempo para pensarlo, para aclarar las ideas. Me voy a la playa unas semanas. -¿Adonde?

– Mi agente de viajes ha decidido que a Apulia, en el sur, en el tacón de la bota italiana. ¿Ha estado allí? -No. ¿Es cosa de Livvy?

– Sí.

– ¿Y lo del visado?

– No le preocupa.

– ¿Vas a raptarla?

– Es un rapto conjunto.

Subieron al tren temprano y ocuparon sus asientos mientras los demás pasajeros se apresuraban a subir en medio de un calor sofocante. Livvy se sentó delante de él, se descalzó y apoyó los pies en el regazo de Rick. Esmalte de uñas naranja. Minifalda. Kilómetros de pierna.

Livvy desdobló un horario de trenes del sur de Italia. Le había preguntado por sus preferencias, por lo qué tenía pensado y le apetecía. La escueta respuesta de Rick dejó a Livvy más que satisfecha. Pasarían una semana en Apulia, luego tomarían un ferry hasta Sicilia, donde pasarían diez días más, y a continuación cogerían un barco hasta la isla de Cerdeña. A medida que se acercara agosto, se dirigirían hacia el norte, lejos de los veraneantes y el calor, y explorarían las montañas del Véneto y Friuli. Quería ver las ciudades de Verona, Vicenza y Padua. Quería verlo todo.

Se alojarían en hostales y hoteles baratos y utilizarían el pasaporte solo cuando el pequeño problema del visado estuviera resuelto. Franco se estaba empleando a fondo para salvar aquel escollo.

Tomarían trenes y ferrys, pero taxis solo cuando fuera necesario. Tenía planes, planes alternativos y más planes. La única condición de Rick había sido el límite de iglesias por día: dos. Livvy intentó negociar la cifra, pero claudicó al final.

Sin embargo, la joven no tenían planes para después de agosto. La sola mención de su familia hacía que Livvy se pusiera de mal humor, por lo que intentaba olvidar la complicada situación que tenía en casa. Cada vez hablaba menos de su familia y más de retrasar el último año de universidad.

Rick estaba conforme. Mientras le masajeaba los pies, se dijo que seguiría aquellas piernas a donde fuera. El tren iba medio vacío. Los hombres que pasaban por el lado no podían evitar que se les fueran los ojos detrás de aquellas piernas. Livvy estaba ausente estudiando el sur de Italia, maravillosamente ajena a la atención que sus pies desnudos y sus piernas bronceadas despertaban.

Al tiempo que el Eurostar partía del andén, Rick miró por la ventanilla y esperó. Pronto pasaron junto al Stadio Lanfranchi, a menos de sesenta metros de la zona de anotación norte o como lo llamaran en el rugby.

Se permitió una sonrisa de profunda satisfacción.

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