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El entrenador Russo leía la GazzettadiParma mientras esperaba pacientemente sentado en un asiento de plástico duro en la estación de tren de Parma. No le gustaba tener que admitir que estaba un poco nervioso. Su nuevo quarterback y él habían charlado una sola vez por teléfono mientras él, el quarterback, estaba en un campo de golf en Florida, y la conversación había dejado bastante que desear. No parecía que a Dockery le apeteciera demasiado jugar en Parma, aunque encontraba atractiva la idea de vivir en el extranjero durante unos meses. En realidad, parecía que a Dockery no le apetecía jugar en ningún sitio. El tema del «Mayor asno de todos los tiempos» había trascendido y el quarterback seguía siendo la puntilla de muchos chistes. Era un jugador de fútbol americano y necesitaba jugar, aunque no estaba seguro de que quisiera probar otra forma de entender el fútbol.

Dockery había dicho que no hablaba ni una palabra de italiano, pero que había estudiado español en el instituto. Genial, pensó Russo. No habría problema.

Sam nunca habla entrenado a un quarterback profesional. El último había jugado, aunque muy poco, en la Universidad de Delaware. ¿Cómo encajaría Dockery? El equipo estaba encantado de contar con alguien con tanto talento como él, pero ¿lo aceptarían? ¿Podría ser que su actitud creara mal ambiente en el vestuario? ¿Se dejaría entrenar?

El Eurostar procedente de Milán entró en la estación puntualmente, como siempre. Las puertas se abrieron de golpe y los pasajeros se apearon de los vagones. Estaban a mitad de marzo y la mayoría de la gente se protegía del frío con pesados y oscuros abrigos, todavía envuelta en ropa para resguardarse del invierno, a la espera de la llegada del buen tiempo. Y luego estaba Dockery, recién llegado del sur de Florida con su llamativo bronceado y ataviado para ir a tomar unos refrescos al club de campo: americana de lino de color crema, camisa de color amarillo limón con un estampado tropical, pantalones de sport blancos que terminaban en unos tobillos bronceados y desnudos y mocasines de piel de cocodrilo que tiraban más a granate que a marrón. Estaba peleándose con dos monstruosas maletas a juego con ruedas, tarea casi imposible por culpa del abultado juego de palos de golf que llevaba colgado a la espalda.

El quarterback ya estaba allí.

Sam observó la escena y adivinó al instante que Dockery nunca había subido antes a un tren.

– Rick, soy Sam Russo -se presentó, acercándose al fin.

Rick esbozó media sonrisa mientras recogía sus cosas con brusquedad y conseguía volver a echarse los palos de golf a la espalda.

– Eh, entrenador -contestó Rick.

– Bienvenido a Parma. Deja que te eche una mano.

Sam cogió una maleta y se dirigieron hacia la salida de la estación.

– Gracias. Hace bastante frío por aquí.

– Más que en Florida. ¿Qué tal el vuelo?

– Bien.

– Por lo que veo juegas bastante al golf.

– Sí. ¿Cuándo sube la temperatura?

– De aquí a un mes, más o menos.

– ¿Hay muchos campos por la zona?

– No, que yo sepa ni uno.

Habían salido y se habían detenido frente al pequeño y cuadrado coche de Sam.

– ¿Vamos en eso? -preguntó Rick, echando un vistazo a su alrededor y fijándose en el diminuto tamaño de los demás coches.

– Mete eso en el asiento de atrás -dijo Sam.

Abrió el maletero y encajó una de las maletas en el reducido espacio. No había sitio para la otra, así que acabó en el asiento trasero, encima de los palos de golf.

– Menos mal que no hice más equipaje -musitó Rick.

Subieron al coche. Rick rozaba el uno noventa, por lo que las rodillas tocaban el salpicadero y el asiento se negaba a deslizarse hacia atrás por culpa de los palos de golf.

– Los coches de por aquí no son muy grandes, ¿eh? -observó.

– Y que lo digas. La gasolina cuesta un dólar con veinte el litro.

– ¿Y el galón?

– Aquí no se usan los galones, se usan los litros.

Sam encendió el motor y se alejaron de la estación.

– Vale, ¿cuánto es eso en galones? -insistió Rick.

– Bueno, un litro no llega a un cuarto de galón.

Rick le dio un par de vueltas a la ecuación mientras contemplaba los edificios de la Strada Garibaldi por la ventanilla, con la mirada perdida.

– Ya, ¿cuántos cuartos hay en un galón?

– ¿A qué universidad fuiste?

– ¿Y usted?

– A Bucknell.

– No he oído hablar de ella. ¿Juegan al fútbol americano?

– Sí, pero a un nivel muy modesto, nada que ver con los Diez Grandes. Cada galón se compone de cuatro cuartos, así que un galón aquí vale cinco dólares.

– Esos edificios son muy viejos -comentó Rick.

– Por algo lo llaman el Viejo Continente. ¿Qué estudiabas en la universidad?

– Educación física. Animadoras.

– ¿Estudiaste historia?

– Odiaba la historia. ¿Por qué?

– Parma tiene más de dos mil años y posee una historia interesante.

– Parma -dijo Rick en un suspiro y se hundió varios centímetros, como si la mera mención del lugar significara fracaso. Rebuscó algo en un bolsillo de la americana y sacó el móvil, aunque no lo abrió-. ¿Qué cono estoy haciendo en Parma, Italia? -comentó, aunque más que una pregunta fue una especie de declaración.

Sam no supo qué responder, así que decidió recurrir a su oficio de guía.

– Esto es el centro, la parte más antigua. ¿Es la primera vez que visitas Italia?

– Sí, ¿qué es eso?

– Es el Palazzo della Pilotta. Se empezó a construir hace cuatrocientos años, pero nunca lo acabaron. Los aliados lo bombardearon de lo lindo en mil novecientos cuarenta y cuatro.

– ¿Bombardeamos Parma?

– Lo bombardeamos todo, incluso Roma, pero dejamos en paz al Vaticano. Los italianos, como recordarás, tenían a un gobernante llamado Mussolini, quien se alió con Hitler. No fue una buena decisión, aunque a los italianos nunca les entusiasmó la idea de la guerra. Se les da mucho mejor la cocina, el vino, los coches deportivos, la moda y el sexo.

– Puede que me guste este lugar.

– Te gustará. Y les encanta la ópera. Allí, a la derecha, tienes el teatro Regio, el famoso teatro de la ópera. ¿Has ido a alguna?

– Sí, claro, en Iowa es lo que hacemos todos los días. Me pasé la mayor parte de mi infancia en la ópera. ¿Está de guasa? ¿Qué hago yo en la ópera?

– Ahí está el duomo -dijo Sam.

– ¿El qué?

– El duomo, la catedral. Ya sabes, como el Superdome, el Carrier Dome.

Rick no respondió. Guardó silencio unos instantes, como si le incomodara el recuerdo de aquellas bóvedas y estadios y los partidos con que estaban relacionados. Habían llegado al centro de Parma, donde había peatones por todas partes y los coches estaban aparcados pegados.

– La mayoría de las ciudades italianas están dispuestas alrededor de una especie de plaza central llamada piazza -se decidió a continuar Sam-. Esta es la piazza Garibaldi. Aquí hay muchas tiendas, cafeterías y peatones. Los italianos pasan mucho tiempo sentados en las terrazas de las cafeterías saboreando un café y leyendo. Es una costumbre que no está mal.

– No bebo café.

– Siempre hay una primera vez para todo.

– ¿Qué piensan los italianos de los estadounidenses?

– Supongo que les gustamos, aunque no es un tema que les quite el sueño. Si les preguntas en profundidad, creo que desaprueban nuestro gobierno, pero en general les trae sin cuidado. Les chifla nuestra cultura.

– ¿Incluso el fútbol americano?

– Hasta cierto punto. Allí hay un bar pequeñito que está muy bien. ¿Quieres tomar algo?

– No, es demasiado temprano.

– No me refiero a alcohol. Aquí un bar es como una pequeña tasca o una cafetería, un sitio donde se reúne la gente.

– Paso.

– De todos modos, la marcha está en el centro de la ciudad. Tu piso queda a unas calles de aquí.

– Qué emoción. ¿Le importa si hago una llamada?

– Prego.

¿Qué?

Prego. Significa que adelante.

Rick aporreó los números mientras Sam conducía el coche a través del tráfico de última hora de la tarde. Cuando Rick miró por la ventanilla, Sam apretó el botón de la radio y una ópera a bajo volumen empezó a oírse en la parte de atrás. La persona con quien Rick deseaba hablar no estaba disponible. El quarterback no dejó ningún mensaje de voz. Cerró el móvil y lo devolvió al bolsillo.

Sam pensó que seguramente se trataría de su agente. O tal vez de una novia.

– ¿Tienes novia? -preguntó Sam.

– Nadie en concreto. Muchas seguidoras de la NFL, pero son más cortas que las mangas de un chaleco. ¿Y usted?

– Llevo once años casado, sin hijos.

Cruzaron un puente llamado el Ponte Verdi.

– Este es el río Parma. Divide la ciudad.

– Precioso.

– Ante nosotros está el Parco Ducale, el mayor parque de la ciudad. Es muy bonito. A los italianos se les dan muy bien los parques, la jardinería y esas cosas.

– No está mal.

– Me alegro de que te guste. Es un lugar perfecto para pasear, llevar a una chica, leer un libro o tumbarse a tomar el sol.

– No suelo pasar mucho tiempo en los parques.

Qué sorpresa.

Dieron media vuelta, volvieron a cruzar el puente y no tardaron en cruzar las estrechas calles de una sola dirección a toda velocidad.

– Pues ya has visto la mayor parte del centro de Parma -dijo Sam.

– Qué bien.

Doblaron hacia una calle ventosa, unas cuantas manzanas al sur del parque, hacia via Linati.

– Es allí -dijo Sam, señalando una larga hilera de edificios de cuatro plantas, pintados cada uno de un color distinto-. El segundo, el que tiene un color así como amarillo dorado. Tu apartamento está en la tercera planta. Esta parte de la ciudad es bonita. El signor Bruncardo, el dueño del equipo, también es el propietario de varios de esos edificios. Por eso vives en el centro, que es más caro.

– ¿Y esos tipos de verdad juegan sin cobrar? -preguntó Rick, meditando sobre algo que había quedado pendiente de una conversación anterior.

– Los estadounidenses cobran, tú y otros dos más, este año solo tres, pero nadie cobra más que tú. Sí, los italianos juegan por amor al fútbol. Y por la pizza de después del partido. -Se hizo un breve silencio-. Te gustarán -añadió.

Era su primer intento de cohesionar el espíritu de equipo. Si el quarterback no estaba contento, habría muchos problemas.

Consiguió encajar el coche en un espacio que era la mitad de su tamaño y descargaron el equipaje y los palos de golf. No había ascensor, pero la escalera era más ancha de lo normal. El apartamento estaba amueblado y tenía tres habitaciones: un dormitorio, un cuarto de estar y una cocina pequeña. Teniendo en cuenta que el nuevo quarterback venía de la NFL, el signor Bruncardo se había apresurado a darle una nueva capa de pintura a las paredes y a comprar alfombras nuevas, cortinas y muebles para la sala de estar. Incluso habían colgado algunos cuadros ostentosos de arte contemporáneo.

– No está mal -opinó Rick.

Russo suspiró aliviado. Conocía muy bien cómo estaba el mercado inmobiliario urbano en Italia: la mayoría de los apartamentos eran pequeños, viejos y caros. Si el quarterback quedaba decepcionado, el signor Bruncardo también lo estaría y las cosas se complicarían.

– En el mercado, esto costaría unos dos mil euros al mes -dijo Sam, intentando impresionarlo.

Rick dejó los palos de golf con cuidado en el sofá.

– Bonito lugar -dijo.

Había perdido la cuenta de la cantidad de apartamentos por los que había pasado en los últimos seis años. Las constantes mudanzas, a menudo apresuradas, lo habían inmunizado ante cualquier apreciación sobre el espacio, la decoración o los muebles.

– ¿Qué tal si te cambias y nos vemos abajo? -propuso Sam.

Rick echó un vistazo a los pantalones blancos y los morenos tobillos y estuvo a punto de decir que ya iba bien así, pero enseguida captó el mensaje.

– Vale, tardaré cinco minutos -acabó diciendo.

– Hay una cafetería a dos manzanas de aquí, a la derecha -dijo Sam-. Estaré fuera, en una mesa, tomando un café.

– Muy bien, entrenador.

Sam pidió un café y abrió el periódico. Estaba húmedo y el sol se había posado tras los edificios. Los estadounidenses siempre pasaban por un breve período de complicada adaptación cultural. El idioma, los coches, las calles estrechas, los alojamientos reducidos, el confinamiento de las ciudades… Era abrumador, especialmente para los chicos de clase media o baja que apenas habían viajado. En los cinco años que llevaba como entrenador de los Panthers de Parma, Sam solo había conocido a un jugador estadounidense que hubiera estado en Italia antes de unirse al equipo.

Dos de los tesoros nacionales de Italia solían aclimatarlos: la gastronomía y las mujeres. El entrenador Russo no se inmiscuía en lo segundo, pero conocía el poder de la cocina italiana. El señor Dockery no tenía ni idea de lo que se avecinaba: iba a enfrentarse a una cena de cuatro horas.

Llegó diez minutos después, con el móvil en la mano, por descontado, y con mejor aspecto: blazer azul marino, téjanos descoloridos, calcetines oscuros y zapatos.

– ¿Un café? -preguntó Sam.

– Un refresco.

Sam se dirigió al camarero.

– ¿Así que usted habla el idioma? -dijo Rick, metiendo el móvil en el bolsillo.

– Llevo cinco años viviendo aquí y, como ya te he dicho, mi mujer es italiana.

– ¿Los otros yanquis han aprendido la lengua?

– Algunas palabras, sobre todo lo que aparece en el menú.

– Solo tenía curiosidad por saber cómo debo comunicar las jugadas en el agrupamiento.

– Lo hacemos en inglés. A veces los italianos entienden las jugadas y a veces no.

– Como en la universidad -comentó Rick, y ambos se echaron a reír. Le dio un trago a su refresco y añadió-: No pienso preocuparme por el idioma, demasiadas molestias. Cuando jugaba en Canadá, muchos hablaban francés, pero eso nunca entorpeció el juego porque todo el mundo también hablaba inglés.

– Aquí no todo el mundo habla inglés, te lo aseguro.

– Ya, pero todo el mundo entiende la American Express y los dólares.

– Puede. No es mala idea aprender la lengua. La vida será más fácil y tus compañeros te adorarán.

– ¿Que me adorarán? ¿Ha dicho que me adorarán? No he adorado a un compañero de equipo desde que estaba en la universidad.

– Esto es como la universidad, una gran fraternidad con tipos a los que les gusta lanzarse de cabeza, darse de bofetadas durante un par de horas y luego irse a beber cerveza. Si te aceptan, y estoy seguro de que lo harán, estarán dispuestos a matar por ti.

– ¿Saben lo de, esto… ya sabe, mi último partido?

– No se lo he preguntado, pero estoy seguro de que algunos sí. Les encanta el fútbol americano y ven muchos partidos. Pero no te preocupes, Rick, están encantados de que estés aquí. Estos tipos no han ganado nunca la Super Bowl italiana y están convencidos de que este es su año.

Tres signorine que pasaban por la calle llamaron su atención. Cuando las perdió de vista, Rick miró alrededor y creyó encontrarse perdido en otro mundo. A Sam le gustaba el muchacho y sintió lástima por su quarterback. El joven había tenido que soportar un alud de ridículo público jamás visto antes en el fútbol americano profesional y allí estaba, en Parma, solo y desconcertado. Parma era el lugar ideal para él, al menos por el momento.

– ¿Quieres ver el campo? -preguntó Sam.

– Claro, entrenador.

Por el camino, Sam le señaló otra calle.

– Hay una tienda de ropa de hombre al final de la calle que está muy bien. Deberías pasarte por allí.

– Tengo de sobra.

– Hazme caso, deberías pasarte por allí. Los italianos cuidan mucho su imagen y te mirarán de arriba abajo, hombres y mujeres. Aquí uno nunca va demasiado elegante.

– El idioma, la ropa, ¿algo más, entrenador?

– Sí, un pequeño consejo: intenta pasártelo bien. Es una ciudad maravillosa y estarás poco tiempo por aquí.

– Claro, entrenador.

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