CAPITULO II

En el largo salón de Kings Lacey se disfrutaba una agradable temperatura de veinte grados. Poirot estaba hablando allí con la señora Lacey, junto a una de las grandes ventanas provistas de parteluces. La señora estaba entretenida con una labor. No hacía petit point ni bordaba flores en seda, sino que se dedicaba a la prosaica tarea de bastillar unos paños de cocina. Mientras cosía, hablaba con una voz suave y reflexiva que Poirot encontraba muy atractiva.

—Espero que disfrute con nuestra reunión de Navidad, monsieur Poirot. Sólo la familia. Mi nieta, un nieto, un amigo del chico, Bridget, mi sobrina nieta, Diana, una prima, y David Welwyn, un viejo amigo nuestro. Una reunión de familia nada más. pero Edwina Morecombe dijo que eso era precisamente lo que usted quería ver: unas Navidades a la antigua usanza. No podría encontrar más a propósito que nosotros. Mi marido está completamente sumergido en el pasado. Quiere que todo siga exactamente igual a como estaba cuando él era un chiquillo de doce años y venía a pasar aquí sus vacaciones —sonrió para sí—. Las mismas cosas de siempre: el árbol de Navidad, las medias colgadas; la sopa de ostras, el pavo..., dos pavos, uno cocido y uno asado, y el pudding de ciruela, con el anillo, el botón de soltero y demás... No podemos meter en el pudding monedas de seis peniques porque ya no son de plata pura. Pero sí las golosinas de siempre: las ciruelas de Elvas y de Carlsbad, las almendras, las pasas, las frutas escarchadas y el jengibre. ¡Oh, perdón, parezco un catálogo de Fortnum y Mason!

—Está usted excitando mis jugos gástricos, señora.

—Supongo que mañana por la noche sufriremos todos una indigestión espantosa. No está uno acostumbrado a comer tanto en estos tiempos, ¿verdad que no?

La interrumpieron unos gritos y carcajadas procedentes del exterior, junto a la ventana. La señora Lacey echó una ojeada.

—No sé qué es lo que están haciendo ahí fuera. Estarán jugando a algo. Siempre he tenido mucho miedo de que la gente joven se aburra con nuestras Navidades. Pero nada de eso; todo lo contrario. Mis hijos y sus amigos solían mostrarse displicentes con nuestro modo de celebrar la Navidad. Decían que era una tontería, que armábamos demasiados barullo, y que era mucho mejor ir a un hotel a bailar. Pero la nueva generación parece que encuentra todo esto de lo más atractivo. Además —añadió con sentido común— los colegiales siempre tienen hambre, ¿no le parece? Yo creo que en los internados los deben tener a dieta. Todos sabemos que un chiquillo de esa edad come aproximadamente tanto como tres hombres fuertes.

Poirot se rió y dijo:

—Han sido muy amables, tanto usted como su marido, al incluirme a mí en su reunión de familia.

—¡Pero si estamos encantados! —le aseguró la señora Lacey—. Y si le parece que Horace se muestra poco afectuoso, no se preocupe, pues es su temperamento.

Lo que su marido el coronel Lacey, había hecho en realidad era muy distinto:

—No comprendo por qué quieres que uno de esos condenados extranjeros venga a fastidiar la Navidad. ¿Por qué no le invitamos en otra ocasión? No trago a los extranjeros. ¡Ya sé, ya sé! Edwina Morecombe quería que lo invitáramos. Me gustaría saber qué tiene esto que ver con ella. ¿Por qué no le invita ella a pasar las Navidades en su casa?

—Porque sabes muy bien que Edwina va siempre al Claridge —había dicho la señora Lacey. Su marido le había dirigido una mirada suspicaz.

—No estarás tramando algo, ¿verdad, Em? —preguntó.

—¿Tramando algo? —Em le miró abriendo mucho sus ojos de un azul intenso—. ¡Qué cosas dices! ¿Qué quieres que esté tramando?

El anciano coronel Lacey se rió, con una risa profunda y retumbante.

—Te creo muy capaz, Em —dijo—. Cuando pones esa expresión tan inocente es que estás tramando algo.

Dando vueltas a estas cosas en su cabeza, la señora Lacey se dirigió de nuevo a Poirot.

—Edwina dijo que quizá pudiera usted ayudarnos... La verdad es que no veo cómo va a poder hacerlo, pero dijo que unos amigos suyos habían encontrado en usted una gran ayuda en un... en un caso parecido al nuestro. Es... a lo mejor no sabe usted de qué estoy hablando.

Poirot la alentó con la mirada. La señora Lacey se acercaba a los setenta. Su figura aún era esbelta y tenía el cabello blanquísimo, mejillas rosadas, ojos azules, una nariz ridícula y una barbilla voluntariosa.

—Si en algo puede ayudar, sería para mí un gran placer el hacerlo —dijo Poirot—. Tengo entendido que se trata de una joven que se ha enamorado locamente de un hombre que no le conviene en absoluto.

La señora Lacey hizo un movimiento de cabeza afirmativo.

—Sí. Me resulta rarísimo el... bueno, el hablar con usted de esto. Después de todo, usted es completamente un desconocido para nosotros...

—Y soy extranjero —añadió Poirot, en actitud comprensiva.

—Sí, pero puede que eso haga que, en cierto modo, resulte más fácil. Bueno, el caso es que Edwina cree que es posible que sepa usted algo...., ¿cómo diría yo?, algo útil acerca de ese joven Desmond Lee-Wortley.

Poirot se paró un momento a admirar la habilidad del señor Jesmond y la facilidad con que se había servido de lady Morecombe para conseguir sus fines.

—Ese joven, según tengo entendido, no goza de muy buena reputación —empezó con cuidado.

—¡No, desde luego que no! ¡Tiene una fama espantosa! Pero eso no supone nada para Sarah. Nunca sirve de nada el decirles a las muchachas que los hombres tienen mala fama, ¿no cree? Sólo sirve para incitarles más.

—Tiene usted muchísima razón asintió Poirot.

—En mi juventud —continuó la señora Lacey—. (¡ Ay, Dios mío, qué lejos está todo eso!), solían ponernos en guardia contra ciertos jóvenes y, naturalmente, eso aumentaba nuestro interés por ellos y si podíamos agenciárnoslas para bailar o estar a solas con ellos en un invernadero oscuro... —se rió—. Por eso no consentí que Horace hiciera nada de lo que se proponía llevar a cabo.

—Dígame exactamente qué es lo que la preocupa —dijo Poirot.

La señora Lacey se mostraba comunicativa.

—A nuestro hijo lo mataron en la guerra. Mi nuera murió al nacer Sarah, de modo que la niña ha estado siempre con nosotros. Puede que la hayamos educado mal, no lo sé. Pero nos pareció que debíamos darle la mayor libertad posible.

—Me parece una actitud muy prudente —dijo Poirot—. No se puede ir contra los tiempos.

—No es lo que yo siempre he pensado. Y, naturalmente, las chicas de hoy hacen esas cosas.

Poirot la miró interrogante.

—Creo que la mejor manera de expresarlo —dijo la señora Lacey— es decir que Sarah se ha mezclado con los que llaman tipos de café. No quiere ir a bailes, ni ser presentada en sociedad ni nada de eso. Tiene dos habitaciones bastante desagradables en Chelsea, junto al río; va vestida con esa ropa rara que les gusta llevar y con medias negras o verde vivo, unas medias muy gruesas (¡con lo que pican!), y anda por ahí sin lavarse ni peinarse.

—Ça c'est tout a fait naturel —murmuró Poirot—. Es la moda del momento. Más adelante se les pasa.

—Sí, ya lo sé —dijo la señora Lacey—. Eso no me preocuparía. Pero se va exhibiendo por ahí con ese Desmond Lee-Wortley, que la verdad, tiene una reputación de lo más desagradable. Puede decirse que vive de las chicas ricas. Parece ser que se vuelven locas por él. Estuvo a punto de casarse con la chica de Hope, pero la familia de ella se la encomendó a un tribunal o algo así. Y, naturalmente, eso es lo que Horace quiere hacer. Dice que tiene que hacerlo para protegerla. Pero a mí no me parece que sea una buena idea, monsieur Poirot. Quiero decir que se escaparían juntos y se irían a Escocia, a Irlanda, a la Argentina o a donde fuera y se casarían allí o vivirían juntos sin casarse. Y aunque eso suponga un desacato al tribunal y todo eso... en resumidas cuentas no sirve para nada, ¿no le parece? Sobre todo si viene un niño. Entonces uno tiene que dejarlos que se casen. Y después, al cabo de uno o dos años, casi siempre acaban divorciándose. Luego la chica vuelva a casa y, después de uno o dos años, suele casarse con un muchacho que de puro bueno resulta aburrido y sienta cabeza. Pero es muy triste, sobre todo si hay un niño, porque no es lo mismo ser criado por un padrastro, por bueno que sea. No, yo creo que era mucho mejor como lo hacíamos en mi juventud. Nuestro primer amor era siempre un muchacho indeseable... vaya, ¿cómo se llamaba? ¡Qué extraño, no puedo acordarme de su nombre de pila! El apellido era Tibbitt. Naturalmente, mi padre casi llegó a prohibirle la entrada en casa, pero solían invitarle a los mismos bailes que a mí y bailábamos juntos. Algunas veces nos escapábamos del salón y nos sentábamos fuera y otras veces algún amigo organizaba una excursión al campo a la que íbamos los dos. Naturalmente, todo esto era emocionantísimo y disfrutábamos una barbaridad con esos encuentros a hurtadillas. Pero no... vaya, no llegábamos a los extremos a que llegan las chicas de hoy. Y, después de algún tiempo, Tibbitt y los demás como él iban desvaneciéndose. Y, ¿sabe usted?, cuando le volví a ver, cuatro años después, me preguntaba qué habría podido ver en él. ¡Me pareció tan aburrido! Muy superficial; incapaz de una conversación interesante.

—Uno siempre cree que los tiempos de su juventud eran los mejores —dijo Poirot, en tono un poco sentencioso.

—Ya lo sé. Es un tema muy aburrido. No quiero que Sarah, que es un encanto de chica, se case con Desmond Lee-Wortley. Ella y David Welwyn, que ha venido también a pasar las Navidades con nosotros, fueron siempre tan buenos amigos y se tenían tanto cariño que Horace y yo teníamos esperanzas de que cuando llegara la edad se casarían. Pero, naturalmente, ahora lo encuentra aburrido y está completamente obcecada con ese Desmond.

—No comprendo bien, señora —quiso aclarar Poirot—. ¿Dice usted que ese Desmond Lee-Wortley está aquí ahora, en esta casa?

—Eso ha sido obra mía —dijo la señora Lacey—. Horace estaba empeñado en prohibir a Sarah que lo viera. Claro, en tiempos de Horace el padre o tutor se hubiera presentado con una fusta en casa del joven. Horace estaba empeñado en prohibirle a él la entrada en esta casa y en prohibir a la chica que lo viera. Yo le dije que esa actitud era completamente equivocada. «No —le dije—, invítales a venir aquí. Le invitaremos a pasar las Navidades en familia.» Como es natural, mi marido dijo que estaba loca. Pero yo me mostré firme: «Por lo menos, querido, vamos a probar. Que Sarah le vea en nuestro ambiente, en nuestra casa; estaremos con él muy amables y muy atentos y puede que entonces ella lo encuentre menos interesante.»

—Creo que, como usted dice, hay algo en eso, señora —asintió Poirot—. Me parece muy inteligente su punto de vista. Más que el sostenido por su marido.

—Bueno, espero que lo sea —dijo la señora Lacey, no muy convencida—. Por ahora no parece que esté dando mucho resultado. Claro que sólo lleva aquí un par de días —en sus mejillas surcadas de arrugas apareció de pronto un hoyuelo—. Le voy a confesar una cosa, monsieur Poirot: yo misma no puedo evitar que me guste el chico. No es que me guste de verdad, con la cabeza, pero veo perfectamente su atractivo. Sí, sí, veo lo que Sarah ve en él. Pero soy lo bastante vieja y tengo experiencia suficiente para saber que es un completo desastre. Aunque su compañía me resulte agradable. Sin embargo —continuó, pensativa—, tiene algunas bellas cualidades. Nos preguntó si podía traer aquí a su hermana. Le habían hecho una operación y estaba en el hospital. Dijo que sería muy triste para ella pasar las Navidades en un sanatorio y me preguntó si sería demasiada molestia el traerla aquí con él. Sugirió que él podría encargarse de llevarle todas las comidas a su habitación. A mí me parece que estuvo muy bien, ¿no lo cree usted así igualmente, monsieur Poirot?

—Es una muestra de consideración hacia los demás que no parece encajar con el tipo —respondió Poirot, pensativo.

—No sé. Puede uno sentir afecto por su familia y al mismo tiempo aprovecharse de una muchacha rica. Sarah será muy rica algún día; no sólo con lo que nosotros le dejamos... eso, desde luego, no será mucho, porque la mayor parte del dinero irá a parar a Colin, mi nieto, junto con la casa... Pero su madre era una mujer muy rica y Sarah heredará todo su dinero cuando cumpla veintiún años. Ahora sólo tiene veinte. Yo creo que estuvo muy bien el que Desmond se preocupara de su hermana. Y no le dio importancia, como si no estuviera haciendo algo estupendo. Creo que ella es taquimecanógrafa; trabaja en una oficina en Londres. Desmond ha cumplido su palabra y le sube las bandejas con la comida. No siempre, claro, pero sí muchas veces. De modo que creo que algunas buenas cualidades, sí las tiene. Pero de todos modos —añadió con gran energía— no quiero que Sarah se case con él.

—Por todo lo que me han dicho de él sería un desastre completo.

—¿Cree usted que podría hacer algo por ayudarnos? —preguntó ansiosamente la dama.

—Creo que sí, que es posible, pero no quiero prometer demasiado, porque los tipos como Desmond Lee-Wortley son inteligentes. Pero no desespere. Es posible que pueda ayudar un poquito. De todos modos, haré todo lo que esté en mi mano, aunque sólo fuera en agradecimiento a su bondad al invitarme a pasar con ustedes las fiestas navideñas —miró a su alrededor—. Y que no será fácil en estos tiempos organizar festejos.

—No es fácil, no —la señora Lacey suspiró. Se inclinó hacia delante—. ¿Sabe usted, monsieur Poirot, con lo que sueño, lo que de verdad me gustaría tener?

—No, dígame.

—Lo que deseo de verdad es tener una casita moderna, de un solo piso. Bueno, puede que de un solo piso no, pero pequeña y que fuese fácil de gobernar, construida en algún rincón del parque, con una cocina provista de todos esos adminículos que ahora se estilan y sin pasillos largos.

—Es una idea muy factible.

—Para mí no lo es —dijo la señora Lacey—. Mi marido está enamorado de esta casa. Le encanta vivir aquí. No le importa estar un poco incómodo, no le importan los inconvenientes y odiaría, sí, odiaría vivir en una casita moderna en el parque.

—¿De modo que se sacrifica usted a sus deseos?

La señora Lacey se enderezó.

—No lo considero un sacrificio, monsieur Poirot —dijo—. Me casé con mi marido decidida a hacerle feliz. Ha sido un buen marido y me ha hecho muy dichosa durante todos estos años y quiero que él también lo sea.

—De modo que continuarán viviendo aquí —dijo Poirot.

—No es tan sumamente incómoda —advirtió la señora Lacey.

—No, no —se apresuró a decir Poirot—. Al contrario, es de lo más confortable. La calefacción central y el agua caliente del baño son perfectas.

—Hemos gastado mucho dinero en hacer los arreglos necesarios. Vendimos unas parcelas de terreno para urbanización. Afortunadamente no se ve nada desde la casa; al otro extremo del parque. Era un terreno bastante feo, sin vista ninguna, pero nos lo pagaron muy bien. Con eso hemos podido hacer muchas mejoras.

—¿Y el servicio?

—Sí, bueno, pero no nos arreglamos tan mal como parece. Naturalmente, no se puede pretender estar atendido y servido como estaba uno acostumbrado a estarlo. Del pueblo vienen varias personas. Dos mujeres por la mañana, otras dos para hacer la comida de mediodía y el fregado, y varias más por la tarde. Hay mucha gente dispuesta a venir a trabajar unas horas al día. Por Navidad tenemos mucha suerte. La señora Ross viene siempre. Es una cocinera estupenda, de verdadera categoría. Se retiró hace unos diez años, pero viene a ayudar siempre que hace falta. Luego tenemos a nuestro querido Peverell.

—¿Su mayordomo?

—Sí. Lo hemos jubilado, con una pensión, y vive en la casita que está cerca de la casa del guarda, pero nos quiere tanto que se empeña en venir a servirnos por Navidad. La verdad es, monsieur Poirot, que me tiene asustadísima, porque es tan viejo y está tan tembloroso que estoy segura que si lleva algo pesado lo va a dejar caer. Es un verdadero suplicio el verle. Además, no está muy bien del corazón y tengo miedo de que trabaje demasiado. Pero le dolería mucho el que no le permitieran venir. Tuerce el gesto y hace una serie de ruiditos de desaprobación al ver cómo está la plata y, cuando lleva aquí tres días, todo vuelve a estar de maravilla. Sí. Es un amigo leal y muy querido —sonrió a Poirot—. Conque ya lo ve usted, estamos todos dispuestos para pasar unas felices Pascuas. Y con nieve, además —añadió mirando hacia la ventana—. ¿Ve? Está empezando a nevar. Ah, aquí vienen los niños. Voy a presentárselos, monsieur Poirot.

Poirot fue presentado Con la debida ceremonia. Primero a Colin y Michael, el nieto y su amigo, dos colegiales de quince años, agradables y corteses, uno moreno y otro rubio. Luego a la prima de los niños, Bridget, una chiquilla morena de la misma edad aproximadamente y con una vitalidad enorme.

—Y ésta es mi nieta, Sarah —terminó la señora Lacey.

Poirot miró con cierto interés a Sarah, atractiva muchacha de melena roja. Le pareció un poco nerviosa y su actitud algo retadora, pero mostraba verdadero cariño por su abuela.

—Y éste es el señor Lee-Wortley.

El señor Lee-Wortley llevaba un jersey de punto inglés y pantalones negros de dril, muy ceñidos; tenía el pelo bastante largo y no parecía que se hubiera afeitado aquella mañana. Contrastaba con él el joven presentado como David Welwyn, macizo y silencioso, con una sonrisa agradable y al parecer muy aficionado al agua y al jabón. Había otra persona más, una muchacha guapa, de mirada intensa, presentada como Diana Middleton.

Trajeron el té, una comida fuerte a base de tortas, bollos, bocadillos y tres clases de cake. La gente menuda hizo a todo los debidos honores. El coronel Lacey llegó el último, observando con voz indiferente:

—¿Qué, té? ¡Ah, sí, té!

Cogió la taza de té de manos de su mujer, se sirvió dos tortas, dirigió una mirada de odio a Desmond Lee-Wortley y se sentó tan lejos de él como le fue posible. Era un hombre voluminoso, de cejas pobladas y rostro rojo y curtido. Parecía un campesino, más que el señor de la casa.

—Ha empezado a nevar —dijo—. Tendremos unas Navidades blancas.

Después del té, la reunión se disolvió.

—Supongo que ahora irán a jugar con sus cintas magnetofónicas —explicó la señora Lacey a Poirot, mirando con indulgencia a su nieto, que salía de la habitación. Igual tono habría empleado de decir: «Los niños van a jugar con sus soldaditos de plomo»—, se sienten muy atraídos por la técnica y se dan mucha importancia con todo eso.

Sin embargo, los chicos y Bridget decidieron ir al lago a ver si podían patinar sobre el hielo.

—Yo creo que podíamos haber patinado esta mañana —dijo Colin—, pero el viejo Hodgkins dijo que no. ¡Es de una prudencia!

—Vamos a dar un paseo, David —propuso Diana Middleton suavemente.

David titubeó un momento, con la vista fija en la cabeza pelirroja de Sarah; ésta se hallaba junto a Desmond Lee-Wortley, con una mano apoyada en su brazo y la mirada levantada hacia él.

—Está bien —dijo seguidamente David Welwyn—. Sí, vamos.

Diana deslizó una mano por el brazo de David y se volvieron hacia la puerta del jardín. Sarah dijo

—¿Vamos también nosotros, Desmond? Aquí está el aire viciadísimo.

—¿A quién se le ocurre andar? —dijo Desmond—. Sacaré el coche. Vamos al Speckley Boar a tomar una copa.

Sarah vaciló un momento antes de decir:

—Vamos a Market Ledbury, al White Hart. Es mucho más divertido.

Aunque no lo hubiera reconocido por nada del mundo, Sarah sentía una repugnancia instintiva a ir con Desmond a la cervecería local. No estaba dentro de la tradición de Kings Lacey. Las mujeres de Kings Lacey nunca habían frecuentado el Speckley Boar... Tenía la sensación de que ir allí sería ofender al coronel Lacey y a su mujer. ¿Y por qué no?, habría dicho Desmond Lee-Wortley. Exasperada, Sarah pensó que debía saber por qué no. No había por qué disgustar a unas personas tan buenas como el abuelo y la querida Em, sin necesidad. La verdad era que habían sido muy buenos al dejarla vivir su vida, sin comprender en lo más mínimo por qué querría vivir en Chelsea como vivía; pero aceptándolo. Eso, desde luego, se lo debía a Em. El abuelo hubiera armado un alboroto de miedo.

Sarah no se hacía ilusiones respecto a la actitud de su abuelo. El invitar a Desmond a Kings Lacey no había sido idea suya, sino de Em. Em, que era un cielo y siempre lo había sido.

Mientras Desmond iba a sacar el coche, Sarah volvió a asomar la cabeza en el salón.

—Nos vamos a Market Ledbury —dijo— Vamos a tomar una copa al White Hart.

—Está bien, hijita —dijo—; me parece muy buena idea. Ya veo que David y Diana se han ido a dar un paseo. ¡Me alegro tanto! Creo que he tenido una idea verdaderamente genial al invitar a Diana. ¡Es tan triste quedarse viuda tan joven! Veintidós años nada más... Espero que se vuelva a casar pronto.

Sarah la miró vivamente.

—¿Qué te traes entre manos, Em?

—Tengo un pequeño plan —dijo la señora Lacey, alegremente—. Me parece la persona más indicada para David. Ya sé que él estaba enamoradísimo de ti, Sarah, pero tú no quieres saber nada de él y comprendo que no es tu tipo. No quiero que siga sufriendo y creo que Diana le va muy bien.

—¡Qué casamentera te has vuelto, Em! —exclamó Sarah.

—Ya lo sé. Todas las viejas lo somos. Me parece que a Diana le cae ya muy bien. ¿No te parece que es la mujer indicada para él?

—No creo... Me parece que Diana es... no sé, demasiado intensa, demasiado seria. Creo que David se aburriría muchísimo, si se casara con ella.

—Bueno, ya veremos. De todos modos a ti no te interesa, ¿verdad, hijita?

—¡No, qué me va a interesar! —respondió Sarah muy rápidamente. Y añadió con precipitación—: Te gusta Desmond, ¿verdad que sí, Em?

—Es un muchacho de lo más agradable.

—Al abuelo no le gusta.

—Bueno, eso era de esperar, ¿no te parece? —dijo la señora Lacey, con sentido común—, pero creo que llegará a ceder, cuando se haga a la idea. Sarah, hijita, no debes apresurarle. Los viejos somos muy lentos en cambiar de manera de pensar y tu abuelo es muy testarudo.

—No me importa lo que el abuelo piense o diga —afirmó Sarah—. ¡Me casaré con Desmond, cuando me parezca!

—Ya lo sé, hijita, ya lo sé. Pero procura ser realista. Tu abuelo puede dar mucha guerra. Todavía no eres mayor de edad. Dentro de un año puedes hacer lo que se te antoje. Espero que Horace cederá mucho antes de ese tiempo.

—Tú estás de mi parte, ¿verdad, abuela? —dijo Sarah.

Rodeó con sus brazos el cuello de la señora Lacey y le dio un beso cariñoso.

—Quiero que seas feliz —dijo la abuela—. Ahí está tu amigo con el coche. ¿Sabes que me gustan esos pantalones tan estrechos que llevan estos chicos modernos? Resultan tan elegantes..., lo malo es que su estrechez hace que se noten más las piernas torcidas.

Sí, pensó Sarah. Desmond tenía las piernas torcidas. Nunca se había fijado hasta aquel momento...

—Anda, hijita; diviértete —dijo la señora Lacey.

Se quedó observándola mientras se dirigía al coche. Luego, recordando a su invitado extranjero, se encaminó a la biblioteca. Al llegar a la biblioteca vio a Hércules Poirot echando una agradable siestecita y, sonriéndose, cruzó el vestíbulo y entró en la cocina a conferenciar con la señora Ross.

—Vamos, preciosa —dijo Desmond—. ¿Qué, tu familia se ha puesto de malas porque vas a una cervecería? Llevan muchos años de retraso.

—No han hecho ningún aspaviento —replicó Sarah vivamente, entrando en el coche.

—¿A qué viene eso de invitar a ese tipo extranjero? Es detective, ¿verdad? ¿Qué falta hace aquí un detective?

—Pero si no está aquí profesionalmente... —dijo Sarah—. Edwina Morecombe, mi madrina, nos pidió que le invitáramos. Creo que hace mucho que se ha retirado de la profesión.

—Parece tan pasado de moda como un penco de simón.

—Quería ver unas Navidades inglesas a la antigua, creo —explicó Sarah, vagamente.

Desmond se rió con desprecio.

—¡Cuánta patochada! —exclamó—. No me explico cómo puedes resistirlo.

Sarah echó hacia atrás sus cabellos rojos y alzó su barbilla agresiva.

—¡Me encanta! —dijo, retadora.

—Imposible, muñeca. Vamos acabar con todo esto mañana. Vámonos a Scarborough o a cualquier sitio.

—No puedo hacer eso.

—¿Por qué no?

—Les dolería mucho.

—¡Bah, monsergas! Sabes muy bien que no te gusta toda esa sensiblería infantil.

—Bueno, puede que no me guste, pero...

Sarah se calló de pronto. Se dio cuenta, con un sentimiento de culpabilidad, de que estaba deseando celebrar la Navidad. Le encantaba todo aquello, pero le daba vergüenza confesárselo a Desmond. No se estilaba disfrutar de las fiestas navideñas y de la vida familiar. Por un momento deseó que Desmond no hubiera ido a Kings Lacey a pasar las Navidades. En realidad, casi hubiera sido mejor que no viniera ni entonces ni nunca. Era mucho más divertido ver a Desmond en Londres que allí, en casa.

Entretanto, los chicos y Bridget volvían del lago, discutiendo todavía con mucha seriedad los problemas del patinaje. Habían caído algunos copos y, mirando al cielo, era fácil profetizar que no tardaría mucho en caer una gran nevada.

—Va a nevar toda la noche —dijo Colin—. Te apuesto algo a que el día de Navidad por la mañana tenemos dos pies de nieve.

Era una perspectiva muy agradable para ellos.

—Vamos a hacer un muñeco de nieve —dijo Michael.

—¡Dios mío! —exclamó Colin—. Hace que no hago un muñeco de nieve desde..., bueno, desde que tenía cuatro años.

—A mí no me parece nada fácil hacerlo —se lamentó Bridget—. Hay que tener cierta práctica.

—Podíamos hacer una estatua de monsieur Poirot —dijo Colin-—. Ponerle un gran bigote negro. Hay uno en la caja de disfraces.

Michael dijo, pensativo:

—Yo no comprendo cómo monsieur Poirot ha podido ser en su vida un buen detective. No comprendo cómo podía disfrazarse.

—Es cierto —dijo Bridget, no puede uno imaginárselo corriendo por ahí con un microscopio y, buscando pistas o midiendo pisadas.

—Tengo una idea —dijo Colin—. Vamos a representar una comedia para él.

—¿Una comedia? ¿Qué quieres decir? —preguntó Bridget.

—Sí, prepararle un asesinato.

—¡Qué idea más genial! —dijo Bridget—. ¿Quieres decir poner un cadáver en la nieve...?

—Sí. Eso le haría sentir confianza, ¿no os parece?

Bridget soltó una risita.

—No creo que me atreva a ir tan lejos.

—Si nieva —dijo Colin— tendremos el escenario perfecto. Un cadáver y unas pisadas..., tendremos que pensarlo muy bien todo y coger una de las dagas del abuelo y verter un poco de sangre.

Se separaron y, sin darse cuenta de que empezaba a nevar copiosamente, se metieron en una animada discusión.

—Hay una caja de pintura en la antigua sala de estudios. Podríamos hacer una mezcla para la sangre..., creo que carmesí iría bien.

—Yo creo que el carmesí es demasiado rosado —dijo Bridget—. Habría de ser un poco más castaño.

—¿Quién va a ser el cadáver? —preguntó intrigado Michael.

—Yo —se ofreció Bridget rápidamente.

—Oye, que yo fui el de la idea —dijo Colin.

—No, no —volvió a insistir Bridget—. Tengo que ser yo. Tiene que ser una chica. Es más emocionante. Hermosa muchacha yace sin vida en la nieve...

—¡Hermosa muchacha! Ja, ja —se burló Michael.

—Además, tengo el pelo negro —dijo Bridget.

—¿Y eso que tiene que ver?

—Resaltaría mucho en la nieve; y me pondría mi pijama rojo.

—Si te pones un pijama rojo no se notarán las manchas de sangre —advirtió Michael, empleando un tono práctico.

—¡Pero resultaría de tanto efecto contra la nieve! —dijo Bridget—. Y además tiene listas blancas, de modo que podríamos verter la sangre en ellas. ¡Ay, sería bárbaro! ¿Creéis que le engañaremos?

—Si lo hacemos bien, sí —dijo Michael—. En la nieve sólo se verán tus pisadas y las de otra persona, acercándose al cadáver y luego marchándose..., pisadas de hombre, claro. No querrá estropear las pisadas, de modo que no sabrá que no estás muerta de verdad. ¿Oíd, creéis que...? —se detuvo, asaltado por una idea repentina. Los otros dos le miraron—. ¿Creéis que se enfadará, verdad?

—No, no creo —repuso Bridget con optimismo—. Estoy segura que comprenderá que lo hemos hecho para entretenerle. Una especie de regalo de Navidad.

—Me parece que no estaría bien hacerlo el día de Navidad —dijo Colin, reflexivo—. No creo que al abuelo le gustara mucho.

—Pues el veintiséis, entonces —dijo Bridget.

--Sí, el veintiséis será estupendo —dijo Michael.

—Así además nos dará más tiempo —prosiguió Bridget—. Hay que tener en cuenta que es necesario preparar un montón de cosas. Vamos a ver los trastos.

Entraron precipitadamente en la casa.



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