CAPITULO III

La tarde fue muy movida. Habían traído grandes cantidades de acebo y de muérdago y en un extremo del comedor fue instalado un árbol de Navidad. Todo el mundo contribuyó a decorarlo, a poner ramas de acebo detrás de los cuadros y a colgar el muérdago en lugar conveniente en el vestíbulo.

—No tenía idea de que se practicaran todavía estas costumbres tan arcaicas —le dijo Desmond a Sarah en voz baja, sonriendo con desprecio.

—Siempre lo hemos hecho —respondió Sarah, a la defensiva.

—¡Vaya razón!

—¡Por favor, Desmond, no te pongas pesado! Yo lo encuentro muy divertido.

—¡Sarah, cariño, no es posible!

—Bueno, no..., puede que en el fondo no..., pero sí, en cierto modo, sí.

—¿Quién va a desafiar la nieve para ir a la misa de medianoche? —preguntó la señora Lacey a las doce menos veinte.

—Yo, no —respondió con presteza Desmond—. Vamos, Sarah.

Poniéndole una mano en el brazo, la condujo a la biblioteca, al lugar donde estaba el álbum de los discos.

—Todo tiene un límite, querida —gruñó Desmond—. ¡Misa de medianoche!

—Sí —repuso Sarah—. Sí, claro.

Con muchas risas y pateando el suelo para entrar en calor, casi todos los demás se pusieron los abrigos y salieron. Los dos chicos, Bridget, David y Diana emprendieron el paseo de diez minutos hasta la iglesia, bajo la nieve. Sus risas se fueron perdiendo a lo lejos.

—¡Misa de medianoche! —dijo el coronel Lacey con un bufido—. Nunca fui a una misa de medianoche en mi juventud. ¡Ah, usted perdone, monsieur Poirot!

Poirot agitó una mano en el aire.

—Nada, nada. No se preocupe por mí.

—En mi opinión, a todo el mundo debería gustarle el servicio de mañana —añadió el coronel—. Un buen servicio dominical. «Escucha, los ángeles cantan» y todos los viejos himnos cristianos. Y luego vuelta a casa, a la comida de Navidad. Es así como debe ser, ¿no te parece, Em?

—Sí, querido —repuso la señora Lacey—. Eso es lo que nosotros hacemos. Pero a la juventud le gusta el servicio de medianoche. Y, realmente, es una buena cosa que quieran ir.

—Sarah y ese individuo no quieren ir.

—En eso, querido, creo que te equivocas —dijo la señora Lacey—. Sarah sí quería ir, pero no le gustó decirlo.

—No comprendo que le importe la opinión de ese individuo.

—Es muy joven todavía —comentó su esposa plácidamente—. ¿Se va usted a la cama, monsieur Poirot? Buenas noches. Espero que duerma bien.

—¿Y usted, señora? ¿No se acuesta todavía?

—Todavía no. Aún tengo que llenar las medias. Ya sé que todos ellos casi son personas mayores, pero les gusta eso de las medias. Se ponen dentro cosas de broma, objetos sin importancia. Pero resulta muy divertido.

—Trabaja usted mucho para que reine la alegría en esta casa en Navidad —-dijo Poirot—. Merece usted mi respeto.

Se llevó galantemente a los labios la mano de la señora Lacey.

—¡Hum! —gruñó el coronel Lacey después que se hubo marchado Poirot—. Un tipo muy florido. Pero se ve que te aprecia.

La dama le sonrió.

—¿Te has dado cuenta, Horace, de que estoy debajo del muérdago? —preguntó con gazmoñería de una muchacha de diecinueve años[2].

Hércules Poirot entró en la habitación. Era un dormitorio grande, con abundancia de radiadores. Al acercarse a la gran cama de columnas vio un sobre encima de la almohada. Lo abrió y sacó de él un trozo de papel. En él, con letras mayúsculas, decía:

NO COMA NADA DEL PUDDING DE CIRUELAS.

UNA QUE LE QUIERE BIEN.

Hércules Poirot se quedó mirando el trozo de papel.

—Un jeroglífico —murmuró, alzando las cejas—, y completamente inesperado.



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