CAPITULO IV

La comida de Navidad empezó a las dos de la tarde y fue un verdadero banquete. Unos enormes troncos chisporroteaban alegremente en la gran chimenea y el chispoporroteo quedaba sofocado por la babel de lenguas hablando al mismo tiempo. Había sido consumida la sopa de ostras y dos enormes pavos habían hecho su aparición, volviendo a la cocina convertidos en esqueletos de sí mismos. El momento supremo había llegado. El pudding de Navidad fue llevado al comedor con toda la pompa. El viejo Peverell, temblándole las manos y las rodillas con la debilidad de sus ochenta años, no consintió que nadie lo llevara sino él. La señora Lacey se apretaba las manos, llena de ansiedad. ¡Un día de Navidad, seguro, Peverell caería difunto! Teniendo que escoger entre el riesgo de que cayera muerto o herir sus sentimientos de tal modo que prefiriera caer muerto a estar vivo, la señora Lacey había escogido hasta entonces la primera de las dos alternativas. En una bandeja de plata, el pudding de Navidad reposaba en toda su gloria. Un pudding enorme, con una ramita de acebo prendida en él como una bandera triunfal y rodeado de gloriosas llamas azules y rojas. Se oyeron gritos de alegría y de pasmo.

Una cosa había conseguido la señora Lacey: persuadir a Peverell de que colocara el pudding frente a ella, en lugar de pasarlo alrededor de la mesa. Al verlo frente a ella, sano y salvo, la señora Lacey lanzó un suspiro de alivio. Fueron pasándole rápidamente los platos, con las llamas lamiendo todavía las porciones de pudding.

—Pida algo, monsieur Poirot —exclamó Bridget— Pida algo antes de que la llama se apague. ¡Corre, abuelito, corre!

La señora Lacey se echó hacia atrás, lanzando un suspiro de satisfacción. La Operación Pudding había resultado un éxito. Delante de cada comensal había una ración rodeada de llamas. Se produjo un breve silencio alrededor de la mesa, mientras todo el mundo hacía su petición.

Nadie pudo observar la expresión extraña del rostro de monsieur Poirot, mientras miraba la ración de pudding de su plato. «No coma nada del pudding de ciruela.» ¿Qué podría querer decir aquella advertencia siniestra? ¡No podía haber ninguna diferencia entre su ración de pudding y la de cualquier otro! Suspirando, tuvo que reconocer que estaba desconcertado; y a Hércules Poirot nunca le gustaba reconocer que estaba desconcertado. Cogió la cuchara y el tenedor.

—¿Un poco de salsa de mantequilla, monsieur Poirot?

Poirot se sirvió salsa de mantequilla, mostrando su aprobación.

—Has cogido otra vez mi mejor coñac, ¿verdad, Em? —dijo el coronel de buen humor desde el otro extremo de la mesa.

La señora Lacey le sonrió.

—La señora Ross insiste en usar el mejor coñac, querido —dijo—. Dice que en eso consiste todo lo notable del plato.

—Bueno, bueno —dijo el coronel Lacey—. Sólo es Navidad una vez al año y la señora Ross es una excelente cocinera.

—Ya lo creo que lo es —dijo Colin—. Menudo pudding de ciruelas. ¡Ummm!

Se metió en la boca un gran bocado.

Suavemente, casi con cautela, Poirot atacó su ración de pudding. Comió un bocado. Estaba delicioso! Probó otro bocado. En su plato había un objeto brillante. Investigó con un tenedor. Bridget, sentada a su izquierda, acudió en su ayuda.

—Tiene usted algo, monsieur Poirot —dijo—. ¿Qué será?

Poirot apartó las pasas que rodeaban un pequeño objeto de plata.

—¡Ah! —dijo Bridget—. ¡Es el botón de soltero! ¡Monsieur Poirot tiene el botón de soltero!

Poirot sumergió el pequeño botón de plata en el agua que tenía en su plato para enjugarse las manos y le quitó las migas de pudding.

—Es muy bonito —observó.

—Eso significa que se va a quedar soltero, monsieur Poirot —explicó.

—Eso es de suponer —repuso Poirot con gravedad—. Llevo muchísimos años de soltero y es improbable que vaya a cambiar ahora de estado.

—No pierda las esperanzas —dijo Michael—. Leí en el periódico el otro día que un hombre de noventa y cinco se casó con una chica de veintidós.

—Me das ánimos —contestó sonriendo Hércules Poirot.

De pronto, el coronel Lacey lanzó una exclamación. Con el rostro amoratado, se llevó la mano a la boca.

—Maldita sea, Emmeline! —bramó—. ¿Cómo le consientes a la cocinera poner un cristal en el pudding?

—¡Cristal! —exclamó la señora Lacey, atónita.

El coronel Lacey sacó de la boca la ofensiva sustancia.

—Me podía haber roto una muela —gruñó—. O habérmela tragado sin advertirlo y producirme una apendicitis.

Dejó caer el trozo de vidrio en la vasija de enjugarse los dedos, lo limpió y lo contempló unos segundos.

—¡Válgame Dios! —exclamó—. Es una piedra roja de uno de los broches de los petardos.

Lo sostuvo en alto.

—¿Me permite?

Con mucha habilidad, monsieur Poirot se extendió por detrás de su vecino de mesa, cogió la piedra de los dedos del coronel Lacey y la examinó con atención. Como había dicho el señor de la casa, era una enorme piedra roja, color rubí. Al darle vueltas en la mano, sus facetas lanzaban destellos. Uno de los comensales apartó vivamente su silla y en seguida la volvió a su sitio.

—¡Ahí va! —exclamó Michael—. ¡Qué imponente, si fuera de verdad!

—A lo mejor es de verdad —dijo Bridget, esperanzada.

—No seas bruta, Bridget. Un rubí de ese tamaño valdría miles y miles de libras. ¿Verdad, monsieur Poirot?

—Verdad, verdad —confirmó Poirot.

—Pero lo que yo no comprendo —dijo la señora Lacey— es cómo fue a parar al pudding.

—¡Ay! —exclamó Colin, concentrando su atención en el pudding que tenía en la boca—. Me ha tocado el cerdo. No es justo.

Bridget empezó a canturrear:

—¡Colin tiene el cerdo! ¡Colin tiene el cerdo! ¡Colin es el cerdito tragón!

—Yo tengo el anillo —dijo Diana con voz alta y clara.

—Suerte que tienes, Diana. Te casarás antes que ninguno de nosotros.

—Yo tengo el dedal —se lamentó Bridget.

—Bridget se va a quedar solterona —canturrearon los dos chicos—. Bridget se va a quedar solterona.

—¿A quién le ha tocado el dinero? —preguntó David—. En el pudding hay una auténtica moneda de oro de diez chelines. Me lo dijo la señora Ross.

—Creo que soy yo el afortunado —dijo Desmond Lee-Wortley.

Los dos vecinos de mesa del coronel Lacey le oyeron murmurar:

—¡Cómo no!

—Yo tengo el anillo —dijo David. Miró a Diana—. Qué coincidencia, ¿verdad?

Continuaron las risas. Nadie se dio cuenta de que monsieur Poirot, con descuido, como si estuviese pensando en otra cosa, había deslizado la piedra roja en uno de sus bolsillos.

Después del pudding vinieron las empanadillas de frutas secas y la tarta de Navidad. Luego, las personas mayores se retiraron a echar una bien merecida siesta antes de la ceremonia de encender el árbol de Navidad, a la hora del té. Hércules Poirot, sin embargo, no se echó, sino que se dirigió a la enorme y antigua cocina.

Mirando a su alrededor y sonriendo, dijo:

—¿Me está permitido felicitar a la cocinera por la maravillosa comida que acabo de saborear?

Después de corta vacilación, la señora Ross se adelantó majestuosamente a saludarle. Era una mujer voluminosa, con la dignidad de una duquesa de teatro. En la cocina, dos mujeres delgadas, de pelo gris, estaban fregando los cacharros, y una muchacha de pelo rubio pálido hacía viajes entre las dos habitaciones. Pero se veía claramente que esas mujeres no eran sino pinches. La señora Ross era indudablemente la reina de la cocina.

—Me alegro de que le haya gustado, señor —dijo con gracia.

—¡Gustado! —exclamó Hércules Poirot. Con un gesto extranjero muy extravagante, se llevó la mano a los labios, la besó y lanzó un beso al techo—. ¡ Pero si es usted un genio, señora Ross! ¡ Un genio! ¡Nunca había saboreado una comida tan maravillosa! La sopa de ostras... —hizo un ruido expresivo con los labios—, y el relleno... El relleno de castañas del pavo no puede igualarse.

—Vaya, me sorprende que diga eso, señor—respondió la señora Ross, halagada—. El relleno es una receta muy especial. Me la dio un cheff australiano con quien trabajé muchos años. Pero todo lo demás —añadió— no es más que buena cocina inglesa de tipo casero.

—¿Y existe algo mejor que eso? —preguntó Hércules Poirot.

—Vaya, es usted muy amable, señor. Claro que siendo usted un caballero extranjero puede que hubiera preferido el estilo continental. No es que no sepa hacer platos continentales también...

—¡Estoy seguro, señora Ross, de que usted sabe hacer lo que sea! Pero debe usted saber que la cocina inglesa, la buena cocina inglesa, no lo que le dan a uno en los hoteles y restaurantes de segunda categoría, es muy apreciada por los gourmets del continente y creo que no me equivoco al decir que a principios del siglo XVIII vino a Londres una misión especial y que esta misión mandó a Francia un informe sobre las excelencias de los puddings ingleses. «En Francia no tenemos nada parecido», escribieron. «Vale la pena hacer el viaje a Londres sólo para probar la variedad y las excelencias de los puddings ingleses.» Y, por encima de todos los puddings —continuó Poirot lanzando una especie de rapsodia— está el pudding de ciruelas de Navidad como el que hemos comido hoy. Era un pudding hecho en casa, ¿verdad? No comprado, hecho, quiero decir.

—Sí, señor; hecho en casa. Hecho por mí, con una receta mía, tal como lo llevo haciendo desde hace muchos años. Cuando vine, la señora Lacey dijo que encargaría un pudding a una tienda de Londres para ahorrarme trabajo. Pero yo le dije: «No, señora, se lo agradezco mucho, pero no hay pudding de tienda que pueda compararse con el hecho en casa.» Claro —dijo después la señora Ross, animándose con el tema, como una artista que era—, que fue hecho demasiado cerca del día. Un pudding de Navidad como es debido tenía que ser hecho con varias semanas de anticipación y dejarlo descansar. Cuanto más tiempo se conservan, siempre dentro de lo razonable, mejor están. Me acuerdo ahora de que cuando era niña estábamos esperando que en la iglesia, en determinado domingo, se recitase cierta oración, porque esa oración era, como si dijéramos, la señal de que había que hacer los puddings aquella semana. Y siempre los hacíamos. Oíamos la oración del domingo y aquella semana era seguro que mi madre hacía los puddings de Navidad. Y aquí, este año, debía haber sido lo mismo. Pero no se hizo hasta tres días antes, la víspera de llegar usted, señor. Ahora que, en lo demás, seguí con la costumbre antigua. Todos los de la casa tuvieron que venir a la cocina a batir una vez y pedir una cosa. Es una vieja costumbre, señor, y la he conservado.

—Sumamente interesante —dijo Hércules Poirot—. Sumamente interesante. ¿De modo que todos vinieron a la cocina?

—Sí, señor. Los señoritos más jóvenes, la señorita Bridget, el caballero de Londres que ha venido a pasar las fiestas, su hermana, el señorito David y la señorita Diana..., la señora Middleton, mejor dicho... Todos le dieron una vuelta al pudding.

—¿Cuántos puddings hizo usted? ¿Fue éste el único que hizo?

—No, señor. Hice cuatro. Dos grandes y dos más pequeños. El otro grande pensaba ponerlo el día de Año Nuevo y los dos más pequeños para el coronel y la señora Lacey cuando estén, como quien dice, solos, sin tanta familia.

—Comprendo, comprendo.

—En realidad, señor —continuó la señora Ross—, el que comieron ustedes hoy no era el que estaba dispuesto.

—¿Que no era el que estaba dispuesto? —Poirot frunció el entrecejo— ¿Cómo es eso?

—Pues verá, señor. Tenemos un molde grande para Navidad. Un molde de porcelana, con un dibujo de acebo y de muérdago en la parte de arriba, y siempre cocemos el pudding del día de Navidad en ese molde. Pero nos ocurrió una desgracia. Esta mañana, cuando Annie estaba bajándolo del estante de la despensa, resbaló y se le cayó el molde de la mano y se rompió. Como es natural, no podía ponerlo en la mesa. Podía tener dentro trocitos de porcelana. De modo que tuvimos que poner el otro, el del día de Año Nuevo, que estaba hecho en un molde sin dibujo. Sale de muy buen tamaño, pero no es tan decorativo como el molde de Navidad. La verdad es que no sé dónde vamos a encontrar otro molde como aquél. Ahora no hacen cosas de ese tamaño. Sólo hacen cositas como de juguete. Si ni siquiera puede uno comprar un plato de desayuno como es debido, donde quepan de ocho a diez huevos y el tocino. ¡Ah, las cosas no son como eran!

—No, es verdad —dijo Poirot—. Pero hoy no ha sido así. Este día de Navidad ha sido como los antiguos, ¿no es cierto?

—Me alegra oírselo decir, señor, pero no tengo la ayuda que solía tener. No tengo gente eficiente. Las chicas de ahora —bajó ligeramente la voz— tienen muy buena intención y muy buena voluntad, pero no tienen preparación, señor; no sé si me entiende.

—Sí, los tiempos cambian —dijo Hércules Poirot—. A mí también me da pena algunas veces.

—Esta casa, señor, es demasiado grande para los señores —explicó la señora Ross—. La señora bien se da cuenta. El vivir en una esquina como hacen ellos no es lo mismo. Sólo viven, como si dijéramos, por Navidad, cuando vienen todos los de la familia.

—Creo que es la primera vez que ese señor Lee-Wortley y su hermana han venido aquí, ¿no?

La voz de la señora Ross se hizo entonces un poco reservada.

—Sí, señor. Un caballero muy agradable, pero... vaya, no parece un amigo muy apropiado para la señorita Sarah, según nuestras ideas. ¡Claro que en Londres hay otras costumbres! Es una pena que su hermana esté tan mal de salud. Le han hecho una operación. El primer día que estuvo aquí parecía que estaba bien, pero aquel mismo día, después de batir los puddings, se volvió a poner mala y desde entonces ha estado siempre en la cama. ¡Seguro que se habrá levantado demasiado pronto, después de la operación! ¡Ay, estos médicos de ahora le echan a uno del hospital cuando casi no puede uno sostenerse en pie! La mujer de mi sobrino...

Y la señora Ross se metió en una larga y animada relación del tratamiento recibido por sus parientes en los hospitales, comparándolo desfavorablemente con la consideración que habían tenido con ellos en otros tiempos.

Poirot hizo los oportunos comentarios de condolencia.

—Sólo me queda —dijo— darle las gracias por esta exquisita y suculenta comida. ¿Me permite una pequeña muestra de mi agradecimiento?

Un billete nuevo de cinco libras pasó de su mano a la de la señora Ross, que dijo por pura fórmula:

—No debía usted hacer esto, señor.

—Insisto. Insisto.

—Bueno, señor, pues muchas gracias —La señora Ross aceptó el tributo como homenaje merecido—. Le deseo, señor, unas felices Pascuas y próspero Año Nuevo.



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