CAPITULO V

EL final del día de Navidad fue muy parecido al final de la mayoría de los días de Navidad. Se encendió el árbol y a la hora del té se sirvió una espléndida tarta de Navidad, que fue recibida con elogios, pero de la que se comió moderadamente. A última hora se sirvió una cena fría.

Poirot y sus anfitriones se fueron temprano a la cama.

—Buenas noches, monsieur Poirot —dijo la señora Lacey—. Espero que se haya divertido.

—Ha sido un día maravilloso, señora. Maravilloso.

—Parece que está usted muy pensativo —añadió la señora Lacey.

—Estoy pensando en el pudding de Navidad.

—¿A lo mejor lo encontró usted un poco pesado? —preguntó la dama con delicadeza.

—No, no. No hablo gastronómicamente. Estoy pensando en su significado.

—Desde luego, es una tradición —dijo la señora Lacey—. Bueno, buenas noches, monsieur Poirot, y no sueñe demasiado con puddings de Navidad y empanadas de frutas secas.

—Sí —murmuró Poirot para sí, mientras se desnudaba—. Ese pudding es un problema. Hay algo aquí que no comprendo en absoluto —meneó la cabeza con irritación—. Bueno, ya veremos.

Después de algunos preparativos, Poirot se acostó, pero no se durmió.

Unas dos horas más tarde, su paciencia fue recompensada. La puerta de su dormitorio se abrió muy suavemente. Sonrió para sí. Estaba sucediendo lo que él esperaba que sucediera. Recordó fugazmente la taza de café que Desmond Lee-Wortley le había ofrecido con tanta cortesía. Poco después, aprovechando que Desmond estaba de espaldas, Poirot había dejado la taza unos segundos sobre la mesa. Luego, al parecer, había vuelto a cogerla y Desmond había tenido la satisfacción de verle beber hasta la última gota de café. Una sonrisita subió al bigote de Poirot al pensar que no era él, sino otra persona, quien estaba durmiendo profundamente aquella noche.

«David, ese joven tan agradable —se dijo Poirot— está muy preocupado, es desgraciado. No le vendrá mal dormir bien de verdad una noche. Y ahora vamos a ver qué pasa.»

Se quedó muy quieto, respirando rítmicamente y lanzando de cuando en cuando un ronquido ligero, ligerísimo.

La puerta se entornó.

Una persona se acercó a su cama y se inclinó sobre él. Satisfecha, esa persona se volvió y se dirigió hacia el tocador. A la luz de una linterna pequeñísima, el visitante examinaba los objetos personales de Poirot, colocados ordenadamente sobre el tocador. Los dedos examinaron la cartera, abrieron con suavidad los cajones y continuaron después la búsqueda por los bolsillos de la ropa de Poirot. Por último, el visitante se acercó a la cama y, con mucha precaución, deslizó la mano bajo la almohada. Retiró la mano y permaneció un momento como si no supiera qué hacer a continuación. Anduvo por la habitación, mirando dentro de los objetos de adorno, y se dirigió al cuarto de baño contiguo, de donde regresó poco después. Luego, lanzando una débil exclamación de descontento, salió de la habitación.

—¡Ah! —susurró Poirot—. Te has llevado una desilusión. Sí, sí, una desilusión muy grande. ¡Bah! ¿Cómo pudiste imaginar siquiera que Poirot iba a esconder algo donde tú pudieras encontrarlo?

Luego, dándose la vuelta sobre el otro lado, se durmió plácidamente.

A la mañana siguiente le despertaron unos golpecitos suaves, pero urgentes, dados en su puerta.

Qui est la? Pase, pase.

La puerta se abrió. Colin estaba en el umbral, jadeando y con el rostro encendido. Detrás de él se hallaba Michael.

—¡Monsieur Poirot, monsieur Poirot!

—¿Sí? —Poirot se sentó en la cama—. ¿Es el té de la primera hora? Pero si eres tú, Colin. ¿Qué ha ocurrido?

Colin quedó sin habla durante un momento. Parecía hallarse dominado por una emoción muy fuerte. En realidad, era el gorro de dormir que tenía puesto Hércules Poirot lo que le afectaba los órganos de la palabra. Se dominó pronto y dijo:

—Creo..., monsieur Poirot... ¿Podría usted ayudarnos? Ha ocurrido una cosa horrible.

—¿Qué ha ocurrido algo? Pero, ¿qué?

—Es... es Bridget. Está ahí fuera, en la nieve. Creo que... no se mueve ni habla y... será mejor que venga y lo vea por sí mismo. Tengo un miedo terrible de que... de que esté muerta.

—¿Qué? —Poirot echó a un lado la ropa de la cama—. ¡Mademoiselle Bridget... muerta!

—Creo que... creo que la han asesinado. Hay... hay sangre y... ¡ay, venga, venga, por favor!

—Naturalmente. Naturalmente. Voy en seguida.

Poirot metió los pies en los zapatos y se puso un abrigo de forro de piel sobre el pijama.

—Voy —dijo—. Voy al momento. ¿Habéis despertado a la familia?

—No, no. No se lo he dicho a nadie todavía más que a usted. Me pareció mejor. Los abuelos no se han levantado todavía. Están poniendo la mesa para el desayuno abajo; pero no le he dicho nada a Peverell. Ella... Bridget está al otro lado de la casa, cerca de la terraza y de la ventana de la biblioteca.

—¡Ah! Id delante. Yo os sigo.

Volviendo la cara hacia otro lado para ocultar su sonrisa satisfecha, Colin bajó las escaleras delante de los demás. Salieron por la puerta lateral. Era una mañana clara y el sol todavía no estaba muy alto. Había nevado mucho durante la noche y todo estaba cubierto por una alfombra ininterrumpida de espesa nieve. El mundo parecía muy puro, blanco y hermoso.

—¡Allí! —dijo Colin conteniendo la respiración—. ¡Allí es!

Señaló dramáticamente con el dedo.

La escena era de lo más dramática. A unos metros de distancia, yacía Bridget sobre la nieve. Llevaba puesto un pijama rojo y una estola de lana blanca alrededor de los hombros. La estola blanca estaba manchada de rojo. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado y oculta bajo la masa extendida de sus cabellos negros. Uno de los brazos estaba debajo del cuerpo y el otro extendido, con los dedos apretados.

Del centro de la mancha carmesí sobresalía el puño de un cuchillo curdo que el coronel Lacey había mostrado a sus invitados la noche anterior.

—Mon Dieu! —dijo Poirot—. ¡Parece de teatro!

Michael hizo un pequeño ruido, como si se asfixiara. Colin acudió inmediatamente en su ayuda.

—Es cierto —dijo—. Tiene algo que no... parece real, ¿verdad? ¿Ve usted esas pisadas? Supongo que no podremos tocarlas...

—Ah, sí; las pisadas. No, tenemos que tener cuidado de no tocar esas pisadas.

—Eso es lo que yo pensé —dijo Colin—. Por eso no he dejado que nadie se acercara hasta que viniera usted. Pensé que usted sabría lo que había de hacer.

—De todos modos —repuso Poirot vivamente— primero tenemos que ver si está viva. ¿No es cierto?

—Bueno..., sí..., claro —respondió Michael, un poco indeciso—, pero pensamos que... no queríamos...

—¡Ah, posees la virtud de la prudencia! Has leído muchas novelas policíacas. Es importantísimo no tocar nada y dejar el cadáver como está. Pero no tenemos la seguridad de que haya un cadáver, ¿no crees? Después de todo, aunque la prudencia es admirable, los sentimientos humanitarios deben prevalecer. Tenemos que pensar en el médico antes que en la policía.

—Sí, sí. Claro —dijo Colin, todavía un poco desconcertado.

—Creíamos que..., pensamos que era mejor que fuéramos a buscarle a usted antes de hacer nada —Intervino Michael rápidamente.

—Quedaos aquí los dos —les advirtió Poirot—. Yo me acercaré por el otro lado para no tocar esas pisadas. Unas pisadas tan estupendas, tan sumamente claras... Las pisadas de un hombre y de una muchacha que se dirigen juntas al lugar donde está ella. Luego las pisadas del hombre vuelven..., pero las de la muchacha no.

—Tienen que ser las pisadas del asesino —sugirió Colin, conteniendo la respiración.

—Exactamente —dijo Poirot—. Las pisadas del asesino. Un pie largo y estrecho, con un zapato bastante raro. Muy interesante. Creo que serán fáciles de identificar. Sí, esas pisadas van a ser muy importantes.

En aquel momento, Desmond Lee-Wortley salía con Sarah de la casa y se acercó a ellos.

—Pero, ¿qué están haciendo ahí todos ustedes? —preguntó en actitud un poco teatral—. Les vi desde la ventana de mi cuarto. ¿Qué pasa? Dios mío, ¿qué es eso? Pa... parece...

—Exactamente —le interrumpió Poirot—. Parece un asesinato, ¿verdad?

Sarah dejó escapar un sonido entrecortado y luego miró a los dos chicos con gran desconfianza.

—¿Quiere usted decir que han matado a... cómo se llama..., a Bridget? —preguntó Desmond—. ¿Quién diablos iba a querer matarla? ¡Es increíble!

—Hay muchas cosas que son increíbles —dijo Poirot—. Sobre todo antes del desayuno, ¿no? Eso dice uno de sus clásicos. Seis cosas imposibles antes del desayuno —añadió—. Por favor, esperen juntos aquí todos.

Cuidadosamente, dando un rodeo, se acercó a Bridget y se inclinó un momento sobre el cadáver. Colin y Michael estaban temblando con los esfuerzos por contener la risa. Sarah se acercó a ellos y murmuró:

—¿Qué habéis estado haciendo hasta ahora vosotros dos?

—Hay que ver a Bridget —susurró Colin—. Es estupenda. ¡Ni un parpadeo!

—Nunca he visto nada con tanto aspecto de muerte como Bridget —susurró Michael.

Hércules Poirot se enderezó de nuevo.

—Es terrible —dijo. Y en su voz se apreciaba una emoción que antes no existía.

Sin poder contenerse la risa, Michael y Colin se dieron la vuelta.

Con voz estrangulada, Michael dijo:

—¿Qué... qué hacemos?

—Sólo hay una cosa que podamos hacer —dijo Poirot—. Hay que llamar a la policía. ¿Va a llamar uno de ustedes o prefieren que lo haga yo?

—Creo —dijo Colin—, creo..., ¿qué te parece, Michael?

—Sí —respondió Michael—. Creo que ya está bien la broma.

Dio un paso al frente. Por primera vez, parecía un poco inseguro.

—Lo siento muchísimo —empezó a decir—. Espero que no lo tome demasiado a mal. Humm..., todo... todo fue una especie de broma de Navidad. Se nos ocurrió... bueno, prepararle un asesinato.

—¿Se os ocurrió prepararme un asesinato? Entonces esto... entonces esto...

—Es una escena que preparamos nosotros —explicó Colin— para... bueno... para que se sintiera usted a gusto.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. Comprendo. Me habéis dado una inocentada. Pero hoy es veintiséis de diciembre y el Día de los Inocentes es dos días después, el veintiocho.

—No debíamos haberlo hecho —dijo Colin—. pero..., ¿no está usted muy enfadado, verdad, monsieur Poirot? Vamos, Bridget —gritó—, levántate. Debes estar ya medio helada.

La figura echada en la nieve no se movió.

—Es extraño —dijo Hércules Poirot—, parece que no te ha oído —les miró pensativo—. ¿Dices que es una broma? ¿Estáis bien seguros que es una broma?

—Sí, claro que sí —aseguró Colin, incómodo—. No... no queríamos hacer daño a nadie.

—Pero entonces, ¿por qué no se levanta mademoiselle Bridget?

—No tengo ni idea —-dijo Colin.

—Vamos, Bridget —gritó Sarah, impaciente—. Déjate de hacer el idiota, ahí tirada.

—De verdad, monsieur Poirot, lo sentimos muchísimo —Colin hablaba con aprensión—. Le pedimos mil perdones.

—No tenéis por qué —repuso Poirot con voz extraña.

—¿Qué quiere decir? —Colin le miró fijamente. Luego se volvió hacia Bridget—. ¡Bridget! ¡Bridget! ¿Qué pasa? ¿Por qué no se levanta? ¿Por qué sigue ahí tirada?

Poirot hizo una seña a Desmond.

—Usted, señor Lee-Wortley. Venga aquí.

Desmond acudió a su lado.

—Tómele el pulso —le ordenó Poirot.

Desmond Lee-Wortley se inclinó. Tocó el brazo, la muñeca.

—No tiene pulso... —se quedó mirando a Poirot—. El brazo está rígido. ¡Dios santo, está muerta de verdad! ¡Está muerta!

Poirot asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí, está muerta —dijo—. Alguien ha convertido la comedia en tragedia.

—Alguien..., ¿quién?

—Hay una serie de pisadas que se acercan aquí y luego se alejan. Una serie de pisadas que se parecen muchísimo a las pisadas que acaba usted de hacer, señor Lee-Wortley, al venir desde el camino.

Desmond Lee-Wortley giró en redondo.

—¿Qué diablos...? ¿Está usted acusándome a mí? ¿A mí? ¡Está usted loco! ¿Por qué diablos iba yo a querer matar a la chica?

—Ah... ¿por qué? No lo sé... Vamos a ver.

Se inclinó, muy suavemente, apartó los dedos contraídos de la chica. Desmond contuvo el aliento. En sus ojos había una expresión de incredulidad. En la palma de la mano de la muerta había algo que parecía un gran rubí.

—¡Es aquella maldita cosa que estaba en el pudding! —gritó.

—¿Sí? —dijo Poirot—. ¿Está usted seguro?

—Claro que lo estoy.

Con un movimiento rápido, Desmond se inclinó y arrancó la piedra roja de la mano de Bridget.

—No debía haber hecho eso —dijo Poirot en tono de reproche—. Tenía que dejarse todo como estaba.

—No he tocado el cadáver. Pero esto podía... podía perderse y es una prueba. Lo que hay que hacer es avisar a la policía lo antes posible. Voy en seguida a telefonear.

Giró en redondo y corrió en dirección a la casa. Sarah acudió vivamente al lado de Poirot.

—No comprendo—susurró—. ¿Qué quería usted decir con... con eso de las pisadas?

—Véalo usted por sí misma, mademoiselle.

Las pisadas que se acercaban y se alejaban del cadáver eran iguales a las que Lee-Wortley acababa de hacer.

—¿Quiere usted decir... que fue Desmond? ¡Es absurdo!

De pronto, a través del aire puro llegó el ruido de un coche. Se volvieron y vieron que un coche bajaba la avenida a velocidad vertiginosa. Sarah reconoció el coche.

—Es Desmond —dijo—. Es el coche de Desmond. Debe... debe haber ido a buscar a la policía en lugar de telefonear.

Diana Middleton salió corriendo de la casa y se reunió con ellos.

—¿Qué ha pasado? —exclamó jadeante--. Desmond entró corriendo en la casa. Dijo no sé qué de que habían asesinado a Bridget y luego quiso llamar por teléfono, pero estaba estropeado. No consiguió comunicar. Dijo que debían haber cortado los hilos y que lo único que se podía hacer era coger un coche e ir inmediatamente a buscar a la policía. Porque la policía...

Poirot hizo un gesto.

—¿Bridget? —Diana se quedó mirándole—. Pero..., ¿seguro que no es broma o algo por el estilo? He oído algo... anoche... Creí que iban a jugarle a usted una broma, monsieur Poirot.

—Sí —dijo Poirot—, ése era el plan, jugarme una broma. Pero vamos a la casa, vamos todos. Aquí nos vamos a morir de frío y no se puede hacer nada hasta que el señor Lee-Wortley vuelva con la policía.

—Pero, oiga —suplicó Colin—, no podemos..., no podemos dejar a Bridget aquí sola.

—No puedes hacer nada por ella con quedarte —respondió Poirot suavemente—. Vamos; es una tragedia, una gran tragedia, pero no podemos hacer nada por ayudar a mademoiselle Bridget. De modo que vamos a calentarnos y a tomar una taza de té o café.

Le siguieron obedientemente a la casa. Peverell iba a tocar el batintín en aquel momento. Si le pareció extraordinario que casi todo el mundo viniera de fuera y que Poirot se presentara en pijama por debajo del abrigo, no mostró el menor asombro. Peverell, a pesar de sus años, seguía siendo el perfecto mayordomo. Sólo veía lo que le pedían que viera. Se dirigieron al comedor y se sentaron. Cuando todos tuvieron ante ellos una taza de café, Poirot empezó a hablar.

—Tengo que contarles una pequeña historia —exclamó—. No puedo darles todos los detalles, eso no. Pero puedo contarles lo principal. Trata de un joven príncipe que vino a este país. Trajo consigo una joya famosa, para montarla de nuevo para la dama con quien iba a casarse, pero, por desgracia, primero hizo amistad con una señorita muy bonita. A esta señorita no le gustaba mucho el hombre, pero sí le gustaba la joya... tanto, que un día desapareció con esta prenda, que había pertenecido a la familia del príncipe a través de muchas generaciones. El pobre joven, como ven ustedes, se encuentra en un aprieto. Por encima de todo tiene que evitar el escándalo. Imposible acudir a la policía. Entonces acude a mí, Hércules Poirot. «Recupéreme mi histórico rubí», me dice. Eh bien!, la señorita tiene un amigo, y el amigo ha hecho negocios muy dudosos. Ha estado complicado en chantajes y en venta de joyas en el extranjero. Siempre ha sido muy hábil. Se sospecha de él, sí, pero no se le puede probar nada. Llega a mi conocimiento que este caballero tan hábil está pasando las Navidades en esta casa. Es importante que la bonita señorita, una vez conseguida la joya, desaparezca de la circulación por una temporada, para que no puedan ejercer presión sobre ella, ni la puedan interrogar. Por lo tanto, se las arreglan de modo que venga a esta casa, a Kings Lacey, pasando ante los demás por hermana de nuestro hábil caballero...

Sarah contuvo la respiración.

—¡No puede ser! ¡No! ¡Aquí, conmigo!

—Pues así es —dijo Poirot—. Y, valiéndonos de una pequeña estratagema, se me invita a mí también a pasar las Navidades en Kings Lacey. Aquí, en la casa, dicen que la señorita acaba de salir del hospital. Está mucho mejor al llegar. Pero entonces se corre la voz de que voy a venir yo, un detective, un detective famoso. Y a la señorita, según el dicho popular, «no le llega la camisa al cuerpo». Esconde el rubí en el primer sitio que se le ocurre y luego sufre una recaída y se vuelve a la cama. No quiere que yo la vea, porque es seguro que tengo una fotografía de ella y que la reconocería. Es muy aburrido para ella, desde luego, pero tiene que quedarse en su habitación y su «hermano» le sube la comida.

—¿Y el rubí? —preguntó Michael.

—Creo —dijo Poirot— que en el momento en que se mencionó mi llegada, la señorita estaba en la cocina con los demás, riéndose, hablando y batiendo los puddings de Navidad. Meten los puddings en los moldes y la señorita esconde el rubí en uno de ellos, hundiéndolo bien. No en el que vamos a comer el día de Navidad. No, no; ése sabe ella que está en un molde especial. Lo pone en el otro, el que está destinado para el día de Año Nuevo. Antes de que llegase ese día podrá marcharse de aquí y al marcharse, el pudding aquél se iría con ella. Pero vean en qué forma interviene el Destino. El pudding de Navidad, dentro de su elegante molde, se cae al suelo de piedra y el molde se hace añicos. ¿Qué se podía hacer? La buena señora Ross coge el otro pudding y lo manda a la mesa.

—¡Qué barbaridad! —dijo Colin—. ¿Quiere usted decir que lo que tenía el abuelo en la boca el día de Navidad, cuando estaba comiendo el pudding, era un rubí de verdad?

—Exactamente —repuso Poirot—, y pueden ustedes imaginar el nerviosismo del señor Lee-Wortley al ver aquello. Eh bien, ¿qué ocurre entonces? El rubí va pasando de mano en mano, alrededor de la mesa. Al examinarlo yo, me las arreglo para deslizarlo disimuladamente en un bolsillo. Con indiferencia, como si no me interesara la piedra. Pero una persona por lo menos vio lo que yo había hecho. Estando yo en cama, esa persona registra mi habitación. Me registra a mí. Pero no encuentra el rubí. ¿Por qué?

—Porque —dijo Michael, conteniendo la respiración— se lo había dado usted a Bridget. Es lo que está usted queriéndonos decir. Y fue por eso por lo que..., pero no comprendo bien. Oiga, ¿qué es lo que ocurrió de verdad?

Poirot le sonrió.

—Vamos a la biblioteca —dijo—, miren por la ventana y les mostraré algo que puede que explique el misterio.

Abrió la marcha y los demás le siguieron.

—Contemplen de nuevo la escena del crimen —les invitó Poirot.

Señaló con el dedo por la ventana. De todos los labios salieron sonidos entrecortados. No había ningún cadáver sobre la nieve; no quedaba ninguna huella de la tragedia, a excepción de una buena masa de nieve revuelta.

—No habrá sido un sueño, ¿verdad? —preguntó Colin en voz muy baja—. ¿Se... se han llevado el cadáver?

—¡Ah! —repuso Poirot—. Ahí lo tienes: «El misterio del cadáver desaparecido.»

Hizo un movimiento con la cabeza y sus ojos chispearon.

—¡Dios mío! —exclamó Michael—. Monsieur Poirot, está usted..., no habrá usted..., ¡pero si nos está tomando el pelo a todos!

Los ojos de Poirot chispearon aún más.

—Es cierto, hijo mío, yo también he preparado una contratreta. ¡Ah, voilá, mademoiselle Bridget! ¿Espero que no te habrá hecho daño el estar tumbada en la nieve? No me perdonaría nunca si cogieras une fluxión de poitrine.

Bridget acababa de entrar en la habitación. Llevaba una falda gruesa y un jersey de lana. Estaba riéndose.

—He hecho que te subieran una tisane a tu habitación —dijo Poirot con severidad—. ¿Te la has tomado?

—¡Un sorbito me bastó! —dijo Bridget—. Estoy muy bien. ¿Lo he hecho bien, monsieur Poirot? ¡Qué horror, todavía me duele el brazo del torniquete que me hizo usted poner!

—Estuviste espléndida, hija mía —dijo Poirot—. Espléndida. Pero oye, todos los demás siguen en ayunas. Anoche fui a hablar con mademoiselle Bridget. Le dije que estaba enterado de su pequeño complot y le pregunté si estaba dispuesta a interpretar un pequeño papel. Lo hizo muy bien. Marcó las pisadas con un par de zapatos del señor Lee-Wortley.

Sarah dijo con voz áspera:

—Pero, ¿a qué viene todo eso, monsieur Poirot? ¿A qué viene mandar a Desmond a buscar a la policía? Se pondrá furioso cuando vea que todo era un engaño.

Poirot meneó la cabeza suavemente.

—Es que yo no creo ni por un instante que el señor Lee-Wortley haya ido a buscar a la policía, mademoiselle —dijo—. El señor Lee-Wortley no quiere verse mezclado en asesinatos. Perdió la cabeza por completo, Lo único que vio fue la oportunidad de coger el rubí. Lo cogió, fingió que el teléfono estaba estropeado y salió corriendo con el coche, pretendiendo que iba a buscar a la policía. En mi opinión, no le va a volver usted a ver por una temporada. Tengo entendido que tiene su sistema para salir de Inglaterra. Tiene avión propio, ¿no es así, mademoiselle?

Sarah asintió con la cabeza..

—Sí —dijo—. Estábamos pensando en...

Se calló.

—Quería que se fugara usted con él por ese medio, ¿no es cierto? Eh bien, es un sistema muy bueno para sacar una joya del país. Cuando un hombre se fuga con una chica y se da publicidad al hecho, no se sospecha que el hombre esté al mismo tiempo sacando del país, de contrabando, una joya histórica. Ya lo creo; hubiera sido un buen camuflaje.

—No lo creo —repuso Sarah—. ¡No creo ni una palabra de todo eso!

—Pregúntele entonces a su hermana —sugirió Poirot, haciendo una indicación con la cabeza.

Sarah se volvió rápidamente.

Una rubia platino estaba de pie en el umbral. Llevaba puesto un abrigo de piel y miraba con ceño. Se veía que estaba furiosa.

—¡Qué hermana ni qué narices! —exclamó soltando una risita desagradable—. ¡Ese canalla no es hermano mío! ¿De modo que se ha largado y me ha dejado a mí con el muerto? ¡Todo fue idea suya! ¡Él fue el que me metió en esto! Dijo que era tirado. Nunca nos denunciarían, por miedo al escándalo. En último caso, podía amenazar con decir que Alí me había regalado la joya. Desmond y yo nos íbamos a repartir el dinero en París y ahora el muy canalla me deja plantada. ¡Le mataría! —cambió bruscamente de tema—. Cuanto antes salga de aquí... ¿Puede alguno de ustedes pedirme un taxi?

—Hay un coche esperando en la puerta principal, para llevarla a usted a la estación, mademoiselle —dijo Poirot.

—Está usted en todo, ¿eh?

—En casi todo —corrigió Poirot, visiblemente complacido.

Pero Poirot no iba a salir del paso tan fácilmente. Cuando volvió al comedor, después de ayudar a la falsa señorita Lee-Wortley a subir al coche, Colin estaba esperándole.

Su cara juvenil mostraba una expresión preocupada.

—Pero, oiga, monsieur Poirot. ¿Qué ha pasado con el rubí? ¿Nos quiere hacer creer que dejó que se escapara con él?

Poirot puso una cara muy triste. Se atusó los bigotes. Parecía estar incómodo.

—Todavía lo recuperaré —dijo débilmente—. Hay otros medios. Todavía...

—¡Vamos! —exclamó Michael—. ¡Dejar que ese canalla se marche con el rubí!

Bridget fue más aguda.

—Está otra vez tomándonos el pelo —sugirió—. ¿Verdad que sí, monsieur Poirot?

—¿Hacemos un último truquillo? Mira en mi bolsillo de la izquierda.

Bridget metió la mano en el bolsillo. Dando un grito de triunfo la volvió a sacar y sostuvo en lo alto un gran rubí resplandeciente.

—¿Entendéis ahora? —explicó Poirot—. El que agarrabas tú con la mano era una imitación. Lo traje de Londres por si era necesario hacer una sustitución. ¿Comprendéis? No queremos escándalo. Monsieur Desmond tratará de desembarazarse del rubí en París, en Bélgica o donde tenga sus cómplices, ¡y entonces se descubrirá que la piedra no es auténtica! ¿Qué mejor solución? Todo termina bien. Se evita el escándalo; mi joven príncipe recupera su rubí, vuelve a su país, se casa y esperemos que sea muy feliz. Todo termina bien.

—Menos para mí —murmuró Sarah para sí.

Lo dijo en voz tan baja, que sólo Poirot lo oyó. El detective meneó la cabeza suavemente.

—Se equivoca usted al decir eso, mademoiselle Sarah. Ha ganado usted experiencia. Toda experiencia es valiosa. Le profetizo que le espera una vida de completa felicidad.

—Eso lo dice usted —dijo Sarah.

—Pero oiga, monsieur Poirot —Colin tenía el entrecejo fruncido—. ¿Cómo se enteró usted de la comedia que íbamos a representar?

—Mi profesión consiste en enterarme de las cosas —repuso Hércules Poirot, retorciéndose el bigote.

—Sí, pero no veo cómo pudo enterarse. ¿Se chi... se lo dijo alguien?

—No, no; nadie me lo dijo.

—¿Entonces cómo? Díganoslo.

—No, no —protestó Poirot—. No, no. Si os digo cómo llegué a esa conclusión, no le vais a dar ninguna importancia. ¡Es como cuando un prestidigitador muestra cómo hace sus trucos!

—¡Díganoslo, monsieur Poirot! ¡Ande! ¡ Díganoslo, díganoslo!

—¿De verdad queréis que os resuelva este último misterio?

—Sí, ande. Díganoslo.

—¡Ay, creo que me es imposible! ¡ Os vais a llevar una desilusión tan grande!

—Vamos, monsieur Poirot, díganoslo. ¿Cómo se enteró usted?

—Pues veréis. Estaba sentado el otro día en una butaca, junto a la ventana de la biblioteca, reposando después de tomar el té. Me quedé dormido y, cuando me desperté, estabais discutiendo vuestros planes por el lado de fuera de la ventana, muy cerca de mí, y la ventana estaba abierta.

—¿Eso es todo? —exclamó Colin, decepcionado— ¡Qué fácil!

—¿Verdad que sí? —dijo Hércules Poirot, sonriendo—. ¿Lo veis? Estáis decepcionados.

—Bueno —se consoló Michael—. Por lo menos ya lo sabemos todo.

—¿Sí? —murmuró Poirot, como para sí—. Yo no. Yo, que tengo que saber cosas, no lo sé todo.

Salió al vestíbulo, meneando ligeramente la cabeza. Quizá por vigésima vez, sacó del bolsillo un trozo de papel bastante sucio. «No coma nada del pudding de ciruelas. Una que le quiere bien.»

Hércules Poirot meneó la cabeza en actitud pensativa. Él, que podía explicarlo todo, ¡no podía explicar aquello! Era humillante. ¿Quién lo había escrito? ¿Por qué lo había escrito? Hasta que lo averiguara, no tendría un momento de tranquilidad. De pronto salió de su ensimismamiento y percibió un extraño sonido entrecortado. Bajó vivamente la vista. En el suelo, atareada con un aspirador de polvo y un cepillo, estaba una criatura de pelo rubio muy pálido, con una bata de flores. Miraba fijamente el papel, con unos ojos muy grandes y muy redondos.

—¡Ay, señor! —-dijo esta aparición—. ¡Ay, señor! ¡Por favor, señor!

—¿Y usted quién es, mon enfant? —preguntó Poirot alegremente.

—Annie Bates, señor, para servirle. Vengo a ayudar a la señora Ross. No quería, señor, no quería hacer... hacer nada que no debiera hacer. Lo hice por su bien, señor. Por su bien.

En el cerebro de Poirot se hizo la luz. Extendió el brazo que sostenía el sucio trozo de papel.

—¿Escribió usted esto, Annie?

—No quería hacer ningún daño, señor. De verdad que no.

—Claro que no, Annie —Poirot le sonrió—. Pero cuénteme. ¿Por qué escribió usted eso?

—Pues, señor, fueron esos dos. El señor Lee-Wortley y su hermana. Claro que no era su hermana, estoy segura. ¡Ninguna de nosotras lo creyó! Y no estaba nada enferma. Todas nos dimos cuenta. Pensamos... pensamos todas, que allí había algo raro. Se lo voy a decir en dos palabras, señor. Estaba yo en el baño de ella, poniendo las toallas limpias, y escuché en la puerta. Él estaba en la habitación de ella y estaban hablando. Oí lo que decían como le oigo ahora a usted. «Ese detective», estaba diciendo él, «ese tal Poirot que va a venir. Tenemos que hacer algo. Tenemos que quitarle de en medio lo antes posible.» Y entonces él, de un modo desagradable y siniestro, bajando la voz, le dijo: «Dime, ¿dónde lo has puesto?» Y ella le contestó: «En el pudding.» Ay, señor, el corazón me dio un salto tan grande que creí que nunca más me iba a volver a latir. Creí que querían envenenarle con el pudding. ¡No sabía lo que hacer! La señora Ross no se para a escuchar a las de mi condición. Entonces se me vino a la cabeza la idea de escribirle un aviso. Y lo escribí y se lo puse en la almohada, para que lo viera al ir a acostarse.

Annie se calló sin aliento. Poirot la observó gravemente durante unos momentos.

—Me parece, Annie, que ve usted demasiadas películas sensacionalistas —dijo por último—. ¿O es la televisión la que la afecta? Pero lo importante es que tiene usted buen corazón y cierto ingenio. Cuando vuelva a Londres le mandaré a usted, un regalo.

—Ay, gracias, señor. Muchas gracias, señor.

—¿Qué quiere usted que le regale, Annie?

—Cualquier cosa que quiera el señor. ¿Puedo pedir cualquier cosa?

—Dentro de unos límites razonables, sí—repuso Hércules Poirot con prudencia.

—Ay, señor, ¿me podría regalar una polvera? Una polvera elegante, de esas que se cierran de golpe, como la que tenía la hermana del señor Lee-Wortley, que no era su hermana.

—Sí —concedió Poirot—. Sí. Creo que eso podrá arreglarse.

Quedó pensativo un instante y después musitó:

—Es interesante. Estaba el otro día en un museo, observando unos objetos de Babilonia o de uno de esos sitios, de hace miles de años, y entre ellos había unos estuches para cosméticos. El corazón de la mujer no cambia.

—¿Cómo dice, señor? —preguntó con gran interés Annie.

—Nada —dijo Poirot—. Estaba reflexionando. Tendrá usted su polvera, hija mía.

—¡Ay, muchas gracias, señor! ¡Muchísimas gracias, señor!

Annie se alejó, extática. Poirot la miró, meneando la cabeza con satisfacción.

«¡Ah! —se dijo—. Ahora me voy. Ya no queda nada que hacer aquí.»

Un par de brazos le rodearon los hombros inesperadamente.

—Si se pone usted justo debajo del muérdago... —dijo Bridget.

Hércules Poirot se divirtió. Se divirtió muchísimo. Pasó unas Navidades estupendas.


[1] Especie de petardos, envueltos en papel de color y que contienen un pequeño regalo, como un sombrero de papel.

[2] Alusión a la creencia popular de que los que se besan debajo del muérdago se casan.

Загрузка...