Metamorfosis

Uno

En la estación oscura, vacía y cerrada, resonó el distante silbato del tren que estaba iniciando la marcha. Bajo la luz grisácea del crepúsculo, el sonido era húmedo y frío, como si la nube de vapor que exhalaba hubiera transmitido su personalidad al silbato. Las montañas, cubiertas de una hilera de árboles tupida y oscura, absorbieron el ruido como un paño grueso que se traga la lluvia, para dejar volver al más débil de los ecos reflejado desde el lugar donde los peñascos y los barrancos rompían la homogeneidad del bosque.

Cuando el sonido del silbato murió completamente, me quedé allí de pie, durante un rato, observando la estación desértica, reticente a volverme hacia el callado carruaje que tenía detrás. Escuché con atención, intentando captar un último suspiro del sonido de la máquina mientras se adentraba en el profundo valle; quería oír su resuello rítmico, el estruendo de su corazón de pistones y el parloteo de sus válvulas. Pero, a pesar de la ausencia de cualquier otro sonido en la silenciosa atmósfera del valle, ya no podía escuchar al tren. Se había alejado. Arriba, los tejados inclinados de la estación y sus gruesas chimeneas se alzaban hacia un nublado cielo gris. Espirales de humo y vapor ascendían para disiparse lentamente en el aire frío y húmedo del valle, que envolvía las tejas de pizarra y las paredes oscurecidas por el hollín. Un intenso olor a carbón quemado y a vapor desgastado se adhirió a mi ropa.

Me volví a mirar el carruaje. Estaba cerrado por fuera y unas gruesas bandas de cuero reforzaban la puerta. Estaba pintado de negro. Delante, dos yeguas inquietas pateaban sobre el camino alfombrado de hojas secas que salía de la estación. Los enganches chirriaban y el carruaje se balanceaba tras ellas. De sus hocicos salían nubes de vapor, como una versión equina del tren que había partido.

Inspeccioné las ventanas y las puertas del carruaje. Cerradas. Solté la banda de cuero y tiré del picaporte metálico, para saltar sobre el asiento del conductor y tomar las riendas. Eché un vistazo a la profunda pista que llevaba al bosque. Indeciso, cogí la fusta, pero volví a dejarla. No quería perturbar la atmósfera silenciosa del valle. Agarré la palanca de freno. En una extraña inversión orgánica, tenía las manos húmedas y la boca seca. El carruaje dio una sacudida, tal vez por culpa de los movimientos inquietos de los caballos.

El cielo tenía un tono gris espeso. Por encima de las hileras de árboles, las cimas más altas quedaban emborronadas por una inmensa nube infinita. Las afiladas cumbres y las agudas cadenas parecían nivelarse gracias a la masa de niebla. La luz era tenue, pero uniforme. Eché un vistazo a mi reloj y me di cuenta de que, por bien que fuesen las cosas, mi viaje no terminaría de día. Palpé el bolsillo que contenía un pedernal y una yesca, así podría fabricar luz propia cuando la natural fallase. El carruaje dio otra sacudida, mientras los caballos pateaban y se removían, estirando el cuello, con los ojos fuera de las órbitas.

No podía esperar más. Solté el freno, tomé la fusta e insté a los animales a trotar. El carruaje empezó a tambalearse entre chirridos, abriéndose paso ruidosamente desde la estación oscura hacia el bosque, más oscuro todavía.


El camino discurría entre hileras de árboles y pequeños claros, y sobre puentes huecos de madera. En la oscuridad y el silencio del bosque, los torrentes que fluían bajo los puentes eran tramos veloces de luz blanca y ruido caótico.

A medida que ascendíamos, el aire fue volviéndose más frío. El aliento de las yeguas formaba una espiral a mi alrededor, que se mezclaba con el intenso olor a transpiración de animal. Mi propio sudor, en manos y frente, era helado. Busqué los guantes en el abrigo y mi mano topó con el revólver que guardaba en el bolsillo. Me enfundé los guantes, me abroché el abrigo y, mientras me apretaba el cinturón, sentí la necesidad de volver a comprobar los enganches y las correas que sujetaban el carruaje tras de mí. No obstante, en la penumbra, resultaba difícil distinguir si las tiras cumplían con su cometido.

El camino entre los árboles era empinado. Las yeguas se esforzaban con ahínco para avanzar por el angosto sendero hacia la planta baja del cielo nublado, emitiendo hélices de un vaho fantasmagórico que se fundía con la neblina. El valle aparecía como un foso hondo sin forma definida, sin una sola luz, sin un solo movimiento y sin un solo sonido procedente de las profundidades. Oí un leve quejido procedente del carruaje mientras me adentraba en las nubes envolventes. El vehículo se tambaleó cuando una de sus ruedas pasó por encima de una piedra del camino. Busqué a tientas el revólver de mi abrigo, aunque advertí que el gemido era simplemente el sonido de dos juntas de madera rozándose entre ellas. La nube se hizo más espesa. Los árboles que se veían a los lados del sendero parecían los centinelas enanos de alguna fortaleza fantasma.

Me detuve en medio de un desnivel en el camino. Cuando se estabilizaron sus llamas, las luces emitidas por el carruaje eran como dos conos luminosos que apenas alumbraban más allá de las cabezas tambaleantes de las yeguas, aunque el siseo de las lámparas reconfortaba un poco. Bajo esa luz, volví a examinar los enganches del carruaje. Algunas tiras se habían aflojado, sin duda a causa del balanceo que provocaba el camino escarpado. Tras la inspección, volví a dirigir la luz al frente, pero sus rayos difusos produjeron un efecto de espejo contra la niebla y acentuaron aún más la penumbra.


El carruaje ascendió a través de la niebla e iba dejándola atrás a medida que avanzaba por la superficie cada vez más escarpada del sendero, cuya pendiente se fue estabilizando hasta perfilar un barranco hondo donde la masa de nubes se desvanecía progresivamente. El siseo de las lámparas parecía menos intenso y los rayos de luz se tornaron más afilados. Nos acercamos al desfiladero desde donde se veía la meseta.

Las últimas briznas de niebla desaparecieron al pasar junto a los flancos lustrosos de los caballos y a los lados del carruaje, como dedos nebulosos que se resistían a dejarnos marchar. En el cielo, las estrellas brillaban.

Las cimas grisáceas se erguían a los lados en la oscuridad, afiladas y lejanas. La meseta seguía gris bajo el cielo estrellado, y unas sombras oscuras surgían desde las rocas que nos rodeaban cuando las luces las iluminaban. Las nubes que quedaron atrás formaban un océano difuso, que chocaba contra las islas de las lejanas montañas que nacían de él. Miré hacia atrás y vi las cumbres a lo lejos, al otro lado del valle. Cuando volví a dirigir la vista al frente, solo pude ver las luces del carruaje que venía directamente hacia mí.


Mi reacción inicial perturbó a las yeguas, que se detuvieron bruscamente. Volví a conducirlas hacia delante, intentando calmarme y reprochándome mi nerviosismo infundado. El otro carruaje, con dos luces como el mío, aún se encontraba a cierta distancia, al final del crisol formado por la cumbre del camino.

Puse el revólver en el bolsillo interior de mi abrigo y sujeté las riendas con firmeza, forzando a las exhaustas yeguas a un trote lento que les costó mantener a pesar de que el camino ya no era ascendente. Las luces que venían de frente eran como dos estrellas doradas que cada vez se encontraban más cerca.

Hacia el centro de la llanura, en medio de un pedregal, nuestros carruajes redujeron la marcha. La anchura del camino solo permitía el paso de un vehículo, a pesar de que las piedras de mayor tamaño habían sido apartadas para trazar el recorrido del sendero. Había una pequeña zona de paso ovalada, más ancha que el resto del camino, a igual distancia entre mi carruaje y el otro. En aquel momento ya podía distinguir a los dos caballos blancos que tiraban del vehículo y, a pesar de las luces, pude vislumbrar una silueta sentada en la cabina. Tiré de las riendas para reducir la marcha, de forma que los dos carruajes se cruzasen en el tramo ensanchado. Mi semejante pareció pensar lo mismo porque también aminoró la velocidad.

Justo en aquel instante, un miedo terrible se apoderó de mí. Un temblor repentino me invadió, como si una descarga eléctrica se hubiera adueñado de mi cuerpo, una especie de rayo invisible y silencioso que había caído del cielo gris. Los dos carruajes llegaron a los extremos de la zona de paso. Viré bruscamente a la derecha y el otro carruaje hizo lo mismo hacia su izquierda, con lo que nos bloqueamos el paso el uno al otro. Los vehículos se detuvieron antes de que el otro conductor y yo tirásemos de las riendas. Chasqueé la lengua para que los animales reculasen. El otro carruaje también retrocedió. Empecé a hacer señas a la sombría silueta del otro carruaje, intentando indicarle que mi intención era dirigirme hacia la izquierda, para permitirle rebasarme por mi derecha. Él se puso a hacer aspavientos al mismo tiempo que yo. Los carruajes volvieron a detenerse. No supe interpretar si aquellos gestos eran de aprobación. Dirigí a las yeguas hacia mi izquierda. Y, de nuevo, el otro carruaje se movió hacia su izquierda, bloqueándome otra vez el paso. Pero, en realidad, nos habíamos movido simultáneamente, igual que antes.

Vencido de nuevo, detuve a las yeguas, que se encontraban justo frente a sus pálidos semejantes, separados solamente por el espacio donde se mezclaban los vahos de sus respiraciones. Entonces decidí que, en lugar de volver a retroceder, mantendría la posición de mi carruaje y esperaría a que el otro se apartase y me dejase pasar.

El otro vehículo también se quedó quieto. Una inquietud creciente se adueñó de todo mi ser. Me levanté del asiento. Entorné los ojos para distinguir al conductor que tenía delante, a una distancia corta, pero infranqueable. Vi como él también se ponía de pie, como si fuera mi imagen reflejada en un espejo. Habría jurado que él también se llevaba la mano a los ojos para intentar evitar el deslumbramiento de las luces, lo mismo que yo.

Me quedé inmóvil. El corazón me latía a toda velocidad dentro del pecho. Sentí de nuevo aquella extraña sensación en las manos, aun con los guantes puestos. Me aclaré la garganta y grité al hombre del carruaje de enfrente:

—¡Oiga! Si pudiera apartarse...

Callé. El otro hombre había hablado (y dejado de hablar) justo al mismo tiempo que yo. Empezó cuando empecé y calló cuando callé. Su voz no era un eco; no había pronunciado las mismas palabras que yo. Ni siquiera estoy seguro de que hablase mi mismo idioma, pero el tono era similar al mío. Una furia nerviosa se apoderó de mí. Moví rápidamente el brazo hacia la derecha y él hizo lo mismo, al mismo tiempo, hacia su izquierda. Di un grito y él también.

Permanecí quieto durante un momento, sin intenciones de convencerme a mí mismo de que el temblor que invadía todo mi cuerpo era una especie de reacción a la temperatura ambiente. Temblaba, no tiritaba. Con las piernas flaqueándome, me senté rápidamente, para intentar llevar a cabo lo que se me acababa de ocurrir. Sin mirar directamente a mi oponente (ya lo veía como un adversario, porque parecía claramente empeñado en impedirme el paso) agarré la fusta y azucé a las yeguas, dirigiéndolas hacia la izquierda. No escuché el sonido de otra fusta, pero los dos caballos blancos del otro carruaje se encabritaron como los míos y se movieron como los míos, precipitándose a toda velocidad contra ellos antes de erguirse sobre las patas traseras, tirar de los arreos, y casi colisionar. Volví a gritar, me levanté y volví a golpear a las yeguas con la fusta para incitarlas a recular. Había intentado pasar por un lado del carruaje, pero mis planes volvieron a verse frustrados. El otro parecía reflejar todas mis acciones.

Conseguí dominar a las nerviosas yeguas, que no dejaban de agitar la cabeza, lo mismo que los otros dos animales del otro lado del espacio ovalado. Mis manos temblaban y un sudor frío resbalaba por mi frente. Entorné de nuevo los ojos, en un intento desesperado de poder ver a mi extraño adversario, pero por encima del resplandor de las luces solo se distinguía una silueta imprecisa de rostro invisible.

No había ningún espejo, eso estaba claro (aunque, en aquellos momentos, tan absurda posibilidad parecía lo más aceptable) y, además, los otros caballos eran blancos, no oscuros como los de mi carruaje. Intenté decidir qué hacer a continuación. No había camino alternativo, ya que las rocas que se habían limpiado para dar forma al camino estaban apiladas y creaban una pared de más de un metro de altura a cada lado del sendero. Incluso aunque encontrase un orificio, el terreno contiguo sería tan abrupto que seguiría siendo infranqueable.

Dejé la fusta en su sitio y me apeé del carruaje. El otro hombre hizo exactamente lo mismo. Vacilé cuando lo vi. Aquella sensación de terror infundado pero intenso volvió a adueñarse de mí. Casi de forma involuntaria, me volví y miré hacia atrás, más allá del carruaje cerrado, siguiendo con la vista el camino que había recorrido. Volver de nuevo sobre mis pasos y recorrer todo el sendero era inviable. Incluso en otras circunstancias más corrientes, si hubiera sido un viajero en busca de una posada o una aldea al otro lado del camino, me hubiera negado a volver atrás. De hecho, no había visto ningún sendero alternativo desde que inicié mi ruta en la estación, ahora tan lejana en el valle. Estaba claro que mi única opción, dada la carga que llevaba y la urgencia de mi misión, era continuar por el camino que había elegido. Fingí ceñirme el abrigo y sujeté el revólver que ocultaba en él contra mi pecho. Me armé de valor e intenté aferrarme a cualquier posible reserva de racionalidad y coraje que me quedase, pero no pude sino reparar en que la silueta que se dibujaba entre las luces del otro carruaje imitaba mis movimientos y colocaba las solapas de su abrigo antes de dar un paso hacia delante.

El tipo llevaba una ropa similar a la mía. En realidad, cualquier otro atuendo en ambiente tan gélido hubiera significado un rápido desenlace. Tal vez su abrigo fuera algo más largo, y su cuerpo algo más grueso que el mío. Los dos avanzamos hasta las cabezas de los caballos. Mi corazón latía a una velocidad y con una fuerza desconocidas para mí hasta aquel momento. Una sensación extraña se apoderó de mí y me obligó a avanzar hacia aquella silueta aún invisible. Era como si una especie de repulsión magnética, la misma que antes había impedido que nuestros carruajes pudieran cruzarse, se hubiese invertido y me atrajese de forma inexorable hacia algo que, sin duda, me hacía sentir pánico —o me haría sentir pánico más tarde—, de la misma forma en que algunas personas se sienten atraídas hacia un abismo cuando se encuentran en su frontera.

Me detuve. Él se detuvo. Sentí una repentina sensación de alivio cuando vi que el hombre no tenía mi mismo rostro. Su cara era más cuadrada que la mía, tenía los ojos más juntos y saltones, y lucía un oscuro bigote. Me miró, de pie frente a las luces de mi carruaje, mientras yo me encontraba de pie frente a las del suyo. Estudió mi rostro con la misma intensidad y la misma expresión, supuse, con las que yo escrutaba el suyo. Empecé a hablar, pero no había pronunciado ni media palabra y ya me había detenido. El hombre había empezado a hablar al mismo tiempo que yo, aparentemente una palabra o una mínima frase dirigida a mí, exactamente igual que había hecho yo. Entonces tuve claro que hablaba una lengua extranjera que no supe identificar. Esperé a que volviese a hablar, pero no dijo nada.

Sacudimos la cabeza al mismo tiempo.

—Esto es un sueño— dije con voz pausada mientras él hablaba calmosamente en su idioma—. No puede estar sucediendo de verdad. Esto no es posible. Estoy soñando y todo está en mi cabeza. —Nos callamos al unísono.

Miré su carruaje mientras él miraba el mío. Parecían del mismo estilo, pero no podría decir si aquel estaba cerrado con el mismo celo por contener mercancías tan terribles e importantes como las de mi vehículo.

Di un paso rápido hacia un lado. Él hizo lo mismo en el mismo instante, como si quisiera cerrarme el paso. Ambos retrocedimos. Pude apreciar su olor, un extraño aroma a perfume almizclado combinado con notas rancias de alguna especia o planta foránea. Él arrugó ligeramente la expresión, como si estuviera oliendo mi propia fragancia, que pareció encontrar inquietante o desagradable. Movió una ceja de forma extraña, justo en el momento en que recordé mi pistola. Por un momento, visualicé de forma efímera una imagen de los dos sacando los revólveres y disparando dos proyectiles que impactaban en el aire, formando una perfecta esfera metálica. Mi doble imperfecto sonrió, lo mismo que yo. Sacudimos la cabeza. Al menos ese movimiento no necesitaba traducción, aunque supongo que con un ligero asentimiento hubiéramos resuelto airosamente la situación. Dimos un paso atrás y observamos el silencioso e inhóspito paisaje que ofrecía aquella cima, como si entre tal desolación fuésemos a encontrar algún elemento inspirador, para uno o para ambos.

No se me ocurrió nada.

Nos volvimos, caminamos hacia nuestros carruajes y ocupamos de nuevo nuestros asientos.

Como una silueta imprecisa tras la luz irregular del carruaje (lo mismo que él veía en mí, sin duda), se sentó, permaneció inmóvil durante un momento y tomó las riendas —igual que hice yo— con una especie de gesto de resignación, mientras arqueaba la espalda y soltaba una mano. Sus movimientos eran lentos, como los de un anciano. Yo lo imité, sintiendo aquella especie de amargura rancia, de pesadez y de fragilidad, que se adueñó de mí con más intensidad que la del frío de las montañas.

Tiró suavemente de las riendas de sus caballos. Yo di la misma orden a los míos, de la misma forma. Empezamos a hacer volver nuestros carruajes y a ocupar nuestra parte de la zona de paso, mientras maniobrábamos adelante y atrás y silbábamos a los animales al unísono.

Cuando estemos a la misma altura, decidí, como los barcos en guerra cuando se alinean, sacaré el revólver y dispararé. No hay vuelta atrás. Lo mismo da si me cierra el paso, lo mismo dan sus intenciones. Debo hacerlo. No tengo alternativa.

Maniobramos lentamente con nuestros pesados vehículos hasta situarlos en paralelo. Su carruaje, al igual que el mío, estaba cerrado y bien asegurado con las correas de cuero. Me miró y metió la mano en su abrigo, con una lentitud casi satisfecha, al tiempo que yo recorría el mío en busca del bolsillo interior para coger la pistola con sumo cuidado. ¿Se quitaría el guante? Los dos dudamos un segundo, y luego él se desabrochó el guante, lo mismo que yo. Lo dejó sobre el asiento contiguo, alzó el arma y me apuntó.

Quitó el seguro al mismo tiempo que yo. Se escucharon dos pequeños clics, nada más.

Los dos alineamos las cámaras. A la luz del carruaje, observé que el percutor había golpeado justo en la base del cartucho y había producido una minúscula abolladura en el metal de color cobre. La bala se había humedecido o era defectuosa. Estas cosas pasan, de vez en cuando.

Me miró de nuevo y nos dedicamos una triste sonrisa. Guardamos las armas en los abrigos, dimos la vuelta completa a los carruajes y, confirmando mis temores, y también los suyos, nos fuimos por donde habíamos llegado, de regreso hacia los valles y las nubes de niebla.

—... Entonces disparamos los dos al mismo tiempo. Bueno, al menos los dos apretamos el gatillo a la vez, pero no ocurre nada. Los cartuchos son inservibles. Nos sonreímos con cierta resignación, creo, y terminamos dando la vuelta a los carruajes y marchándonos por donde vinimos. —Dejo de hablar.

El doctor Joyce me mira por encima de sus gafas redondas.

—¿Eso es todo? —pregunta.

Asiento.

—Entonces, me despierto.

—Así, ¿sin más? —El doctor Joyce parece preocupado—. ¿Nada más?

—Fin del sueño —respondo con un énfasis tajante.

No parece muy convencido (tampoco lo culpo porque todo es una sarta de mentiras) y agita la cabeza en un gesto que bien podría denotar exasperación.

Nos encontramos de pie, en el centro de una estancia con seis paredes negras, sin muebles. Es una pista de frontón doble y estamos llegando al final del partido. El doctor Joyce (cincuentón, con una aceptable forma física, pero algo fofo) es un gran aficionado a compartir las tribulaciones de sus pacientes en cualquier parte. Si los dos jugamos al frontón doble, en lugar de sentarnos en su consulta, venimos aquí a echar un partido. Entre punto y punto, le he ido contando mi sueño.

El doctor Joyce es todo él de color rosa y gris: tiene el pelo encrespado y gris, el rostro rosa y los brazos moteados de ambos colores, lo mismo que las piernas, que se descubren bajo sus pantalones cortos grises, del mismo color que su camiseta. Sin embargo, sus ojos, escondidos tras las gafas doradas con cadena dorada, son azules. De un azul intenso y penetrante, colocados en su rostro rosa como fragmentos de cristal emplastados en un plato de carne cruda. Su respiración es pesada (la mía no), transpira abundantemente (yo no suelto gota hasta el último punto) y tiene una expresión de recelo (como he dicho, con toda la razón).

—¿Se despierta? —pregunta.

Intento parecer todo lo preocupado posible:

—Maldita sea, no puedo controlar lo que sueño. —(Una burda mentira).

El doctor emite un suspiro muy profesional y usa su raqueta para recoger la pelota que ha perdido al final del último punto. Mira con insistencia la pared de saque.

—Usted sirve, Orr —dice en un tono avinagrado.

El frontón doble es un deporte para dos jugadores. Cada uno tiene dos raquetas, una para lanzar y otra para parar. Se juega en una pista hexagonal pintada de negro, con dos pelotas de color rosa. Este último detalle, reflejo del claro alótropo de humor que desfila por el puente, ha llevado a que este deporte sea conocido popularmente como «el juego de los hombres». El doctor Joyce lo conoce más que yo, pero es más bajito, más gordo y coordina peor los movimientos. Hace solo seis meses que lo práctico (por recomendación del fisioterapeuta), pero gano los puntos y los partidos con relativa facilidad, y paro una pelota mientras el doctor se pelea con la otra. Se queda de pie, jadeando, mirándome con rabia, de color rosa.

—¿Está seguro de que no hay nada más? —pregunta.

—Completamente —respondo.

El doctor Joyce es mi médico del sueño. Su especialidad es analizar los sueños y cree que, a través de los míos, podrá descubrir más sobre mí mismo de lo que yo soy capaz de contarle mediante un esfuerzo consciente (soy amnésico). Al utilizar todo el material que encuentra con este sistema, espera que, de alguna forma, mi mente delictiva vuelva al trabajo. ¡Hop! Un gran salto de mi imaginación me hará libre. Sinceramente, llevo más de medio año haciendo todo lo posible por cooperar con él en su noble propósito, pero mis sueños siempre han sido demasiado imprecisos como para recordarlos al detalle, o demasiado banales como para que su análisis merezca la pena. Total, que para no decepcionar al doctor, cuya frustración crece por momentos, he decidido inventarme un sueño. Esperaba que el sueño de los carruajes proporcionara un rato de reflexión al doctor Joyce, pero por su expresión, entre molesta y agresiva, me da la impresión de que no lo he conseguido. Me dice:

—Gracias por el partido.

—El placer ha sido mío —sonrío.


En las duchas, el doctor Joyce me lanza un golpe bajo.

—Y su... libido, Orr, ¿es normal? —Se enjabona la panza mientras yo dibujo círculos de espuma sobre mi pecho.

—Sí, doctor. ¿Y qué tal la suya? —El médico mira hacia otro lado.

—Era una pregunta profesional —aclara—. Habíamos pensado que tal vez tuviera algún problema, pero si no lo hay... —Su voz se aleja mientras se planta bajo el chorro de agua para aclararse el jabón.

¿Qué es lo que quiere este hombre? ¿Referencias?


Duchados y cambiados, tras tomar algo rápido en el bar, entramos en un ascensor que lleva a la planta donde el doctor Joyce tiene su consulta. Parece más cómodo con su traje gris y su corbata rosa, pero todavía está sudando. Yo estoy fresco y elegante con mis pantalones, mi camisa de seda, mi chaleco y mi levita (que ahora llevo sobre un brazo). El ascensor, moderno, con asientos de cuero y tiestos con plantas, emite un suave zumbido al subir. El doctor se sienta en un banco cercano al ascensorista, que lee el periódico. Saca un pañuelo para secarse el sudor de la frente.

—Entonces, ¿qué cree que significa su sueño, Orr?

Echo un vistazo al ascensorista del periódico. Estamos los tres solos en el ascensor, pero yo pensaba que cualquier presencia, incluso la de un botones, es suficiente como para reprimir una conversación presuntamente confidencial. Precisamente por eso nos dirigimos a la consulta del doctor. Empiezo a mirar distraídamente los paneles de madera del ascensor, los asientos de cuero y las poco originales láminas de paisajes marinos (y decido que me gustan más los ascensores con vistas al exterior).

—No tengo ni idea —respondo.

Creo recordar que una vez pensé que el significado de mis sueños era exactamente lo que el doctor debía aclararme, pero descarté la opción hace algún tiempo, mientras todavía luchaba por soñar cosas lo suficientemente reveladoras como para que el médico pudiese desempeñar su labor.

—Pero ahí no acaba todo —dice el doctor con aire cansino—. Posiblemente sí tiene alguna idea.

—¿Y no quiero decírsela? —sugiero.

El doctor Joyce niega con la cabeza:

—No. Posiblemente, no puede.

—Entonces, ¿para qué pregunta?

El ascensor está a punto de detenerse. La consulta del doctor se encuentra aproximadamente a media altura del puente, equidistante entre el siempre nebuloso andén de la estación y la cumbre de la construcción colosal, también envuelta en nubes. El médico es un hombre influyente, dado que su consulta se encuentraen la parte exterior de la estructura principal, en una de las zonas codiciadas con vistas al mar. Esperamos a que se abra la puerta.

—Lo que debe preguntarse a usted mismo, Orr —afirma el doctor Joyce—, es qué significa este tipo de sueño con relación al puente.

—¿El puente? —lo miro inquisitivamente.

—Sí —asiente.

—Ahora me he perdido —prosigo—. No veo ninguna conexión posible entre el puente y mi sueño.

Otro gesto cansino, al más puro estilo del doctor.

—Tal vez el sueño es un puente —musita mientras se cierran las puertas automáticas y enseña su pase al vigilante—. Tal vez el puente es un sueño.

(Vaya, menuda ayuda). Le enseño al vigilante el brazalete que me identifica como paciente de la clínica, y sigo al doctor a través de un amplio pasillo enmoquetado hasta su consulta.

El brazalete identificador que llevo en la muñeca derecha es una tira de plástico que contiene una especie de aparatito metálico que revela mi nombre y mi domicilio. También detalla la naturaleza de mi afección, el tratamiento al que me estoy sometiendo y la identidad de mi médico. Impreso en la propia tira está mi nombre: John Orr. En realidad no me llamo así: es como me bautizaron las autoridades de la clínica del puente cuando llegué. John, por ser un nombre común e inofensivo, y Orr, porque cuando me rescataron de las aguas que cubría el gran puente de granito, tenía un gran hematoma circular en el pecho, un círculo casi perfecto estampado en mi carne (y más adentro, tenía seis costillas rotas). Parecía una O. Y las enfermeras que me cuidaban decidieron añadirle un par de erres para hacerlo fácil de recordar. Normalmente, son ellas quienes se encargan de identificar a los pacientes, y como a mí me encontraron sin documentación, así decidieron llamarme.

Debo añadir que el pecho todavía me duele en ocasiones, como si aquella curiosa e inexplicable marca esférica siguiera en el mismo sitio, con todo su esplendor. Y también sufrí lesiones en la cabeza, que son las presuntas culpables de mi amnesia. El doctor Joyce se inclina a atribuir el dolor del pecho al mismo trauma que produjo mi pérdida de memoria. Cree que mi incapacidad para recordar mi vida anterior no viene provocada tanto por las lesiones de la cabeza como por algún otro trauma, pero de tipo psicológico, tal vez relacionado con el accidente. Y que la respuesta a la amnesia se esconde en mis sueños. Por eso ha decidido tratarme: soy un Caso Interesante. Un desafío. Descubrirá mi pasado y se tomará todo el tiempo que necesite.


En la antesala de la consulta del doctor se encuentra el terrible recepcionista. Es un joven despreocupado y feliz, siempre con un chiste o una broma a punto, ansioso por traer café o té y por ayudar a los pacientes a quitarse y ponerse los abrigos. Nunca está de mal humor, ni resulta maleducado o grosero. Y siempre se muestra interesado por lo que dicen los pacientes del doctor Joyce. Es de complexión delgada, viste de forma impecable, luce una perfecta manicura y lleva una colonia discreta, poco abundante pero eficaz, y su peinado es limpio y elegante, pero sin parecer artificial. ¿Cabe añadir que todos los pacientes del doctor Joyce con los que he hablado lo desprecian con toda su alma?

—¡Doctor! —exclama—. Cómo me alegro de verlo. ¿Ha ido bien el partido?

—Oh, sí—responde el médico sin excesivo entusiasmo, echando un vistazo por la sala de espera.

Solo hay dos personas más en la estancia, un policía y un hombre delgado y casposo, de aspecto preocupado. Está sentado, con los ojos cerrados, en uno de los seis o siete asientos de la sala. El policía está sentado encima de él, tomando una taza de café. Al doctor no parece llamarle la atención semejante estampa.

—¿Me ha llamado alguien? —pregunta al Terrible Recepcionista, que se encuentra de pie ligeramente inclinado, con las manos extendidas en perfecta simetría.

—Ninguna urgente, doctor. Le he dejado una lista cronológica sobre la mesa, con posibles prioridades de respuesta, en orden ascendente, en el margen izquierdo. ¿Quiere un café, doctor? ¿Tal vez un té?

—No, gracias. —El doctor saluda con la mano al Terrible Recepcionista y huye a su consulta.

Le entrego la chaqueta al TR mientras dice:

—¡Buenos días, señor Orr! ¿Me permite su... ¡oh, gracias! ¿Ha disfrutado del partido, señor Orr?

—No.

El policía sigue sentado encima del delgado casposo. Su mirada es ausente, con una expresión entre el mal humor y la vergüenza.

—Dios mío —exclama el recepcionista con aire desconsolado—. Cuánto lo siento, señor Orr. ¿Quiere tomar algo para animarse?

—No, gracias. —Me apresuro hacia la consulta. El doctor Joyce está examinando la lista de prioridades de respuesta que está bajo el pisapapeles de su enorme escritorio.

—Doctor Joyce —pregunto—, ¿qué hace un policía sentado encima de un hombre en la sala de espera?

El médico dirige la mirada hacia la puerta que acabo de cerrar.

—Ah —dice volviendo a la lista mecanografiada—, es el señor Berkeley. Sufre un trastorno no específico. Piensa que es parte del mobiliario. —Frunce el ceño y pone un dedo sobre un elemento de la lista. Yo me siento en una butaca vacía.

—¿En serio?

—Sí. El tipo de mueble en cuestión varía según el día. Pedimos a sus vigilantes que le sigan la corriente para que esté de buen humor, en la medida de lo posible.

—Ah, pensaba que tal vez formasen alguna especie de grupo radical de teatro minimalista. Veo que en este momento el señor Berkeley piensa que es una silla.

—No sea estúpido, Orr. —El doctor frunce el ceño de nuevo—. ¿Para qué poner una silla encima de otra? Debe de pensar que es un cojín.

—Ah, claro —asiento—. ¿Por qué necesita vigilancia?

—Bueno, puede ponerse algo difícil. De vez en cuando cree que es el bidé del baño de señoras. Normalmente no es violento, pero en ocasiones resulta algo... —El doctor Joyce mira distraídamente al techo de color rosa pastel de su consulta, en busca de la palabra adecuada. —... Persistente. —Vuelve a la lista.

La consulta del doctor Joyce tiene el suelo de teca en el que se ven varias alfombras de tonos suaves y diseños abstractos banales. A juego con el imponente escritorio hay un archivador y una estantería repleta de tomos. Junto a ellos, está la mesa baja y la cómoda butaca sobre la que estoy sentado. La mitad de una pared de la consulta está ocupada por una gran ventana, pero la vista queda oculta por unos estores traslúcidos, que dejan pasar la brillante luz del día.

El doctor arruga el folio escrito a máquina y lo lanza a la papelera. Arrastra su butaca hasta situarla frente a la mía, coge su libreta, la pone sobre su regazo y saca un portaminas plateado del bolsillo frontal de su americana.

—Bien, Orr, ¿por dónde íbamos?

—Creo que la última cosa supuestamente constructiva que dijo es que el puente podría ser un sueño.

El doctor Joyce emite una mueca de disconformidad.

—¿Cómo saber que no es así?

—¿Cómo saber que sí es así?

El doctor me mira con aire inquisitivo.

—¿Cómo sabe usted que no es un sueño, doctor? —pregunto con una sonrisa.

—Esa pregunta no tendría sentido —responde, encogiendo los hombros—. Porque, entonces, yo sería parte de ese sueño.

Se inclina hacia delante en su butaca y yo hago lo mismo, de forma que nuestras narices casi se tocan.

—¿Qué significan los carruajes cerrados? —pregunta.

—Creo que son una señal de que algo me asusta —musito.

—De acuerdo, pero, ¿qué es? —dice casi susurrando.

—Me rindo. Dígamelo usted.

Nos miramos fijamente a los ojos durante unos segundos. Entonces, el doctor vuelve a echarse hacia atrás y suspira con un sonido similar al del aire que se escapa del asiento de un sillón de cuero falso. Toma algunos apuntes.

—¿Cómo siguen sus investigaciones? —pregunta con aparente interés.

Presiento una trampa. Lo miro a los ojos.

—¿Qué investigaciones? —pregunto.

—Antes de dejar el hospital, y hasta hace relativamente poco, siempre me contaba las investigaciones que estaba llevando a cabo. Me decía que intentaba averiguar cosas sobre el puente. En aquel momento, parecía algo muy importante para usted.

—Intenté descubrir cosas, sí —respondo, apoyándome en el respaldo de nuevo—, pero...

—Pero se rindió. —El doctor asiente y apunta.

—Lo intenté. Mandé cartas a todos los despachos, oficinas, departamentos, bibliotecas y universidades que encontré. Me pasaba las noches en vela, escribiendo a toda esa gente, y estuve semanas esperando en antesalas, recepciones, pasillos y salas de espera. Terminé con calambres de tanto escribir, un resfriado terrible y una citación para comparecer ante el Comité de Subvención (Abuso) de Pacientes Externos del hospital. Les parecía enorme la cantidad de dinero que había gastado en sellos.

—¿Y qué descubrió? —El doctor parece divertirse con esto.

—Que es imposible intentar averiguar algo interesante sobre el puente.

—¿A qué llama «algo interesante»?

—Dónde está, qué hay a cada extremo, cuál es su antigüedad... Ese tipo de cosas.

—¿Y no ha habido suerte?

—No creo que la suerte tenga nada que ver con todo eso. Creo que nadie lo sabe y a nadie le importa. Todas mis cartas desaparecieron o me fueron devueltas sin abrir, o con respuestas anexas en idiomas que no pude entender y que ningún conocido llegó a descifrar.

—Bien —el doctor parece sopesar la situación—, tiene un problema con los idiomas, ¿verdad?

En realidad, sí lo tengo. En uno solo de los sectores del puente se hablan hasta doce idiomas distintos, jergas especializadas originadas por las diferentes profesiones y los grupos de trabajadores que conviven desde hace años en el puente. Con el tiempo, estas lenguas se han refinado, alterado y completado, hasta alcanzar un punto de incomprensión mutua. Y ahora nadie puede explicar cómo se desarrolló el proceso ni recordar la época en la que aún no se había iniciado. Cuando salí del coma, se descubrió que yo hablaba el idioma del Personal y la Administración: la lengua oficial y ceremonial del puente. Sin embargo, todos los demás hablan al menos un idioma más, normalmente relacionado con su posición social o con su oficio. Pero yo no. Cuando me encuentro en medio del bullicio de una de las calles del puente, más de la mitad de las conversaciones me resultan ininteligibles. Lo cierto es que la profusión de idiomas me fastidia un poco, pero supongo que para los pacientes más paranoicos del doctor, la plétora de idiomas debe deparecer casi conspirativa.

—Pero no es solo eso. Busqué información sobre la construcción del puente y su propósito original. Intenté encontrar libros, revistas, periódicos, documentales..., cualquier documento que hiciese referencia a cualquier lugar fuera del puente, o anterior a él, o ajeno a él. Y no hay nada. Todo se ha perdido, ha sido robado, destruido o traspapelado. ¿Sabía que solamente en este sector del puente han perdido (¡perdido!) una biblioteca entera? ¡Una biblioteca! ¿Cómo demonios se pierde una biblioteca?

—Bueno, los lectores suelen perder libros. —El doctor Joyce se encoge de hombros.

—¡Venga!, ¿y qué más? ¿Una biblioteca entera? Había decenas de miles de libros en ella. Lo comprobé. Libros, periódicos, documentos, mapas y...

Soy consciente de que mi tono empieza a sonar afectado.

—La Biblioteca de Archivos y Material Histórico de la Tercera Ciudad, desaparecida para siempre, está registrada en este sector delpuente. Hay numerosas noticias que aluden a ella, y referencias cruzadas a los libros y documentos que albergaba, e incluso recuerdos de eruditos que acudían allí a estudiar. Pero nadie sabe dónde está y nadie conoce otra cosa de ella que no sean referencias. Y ni siquiera la buscan. Dios mío, es como si hubiesen enviado a algunaespecie de pelotón de búsqueda de bibliotecarios o bibliófilos o algo así. No olvide su nombre, doctor, y me llama si por casualidad la encuentra. —Me acomodo en la butaca y cruzo los brazos. El doctor toma algunos apuntes más.

—¿Cree que toda esa información que busca se le ha ocultado a usted a propósito?

—Bueno, al menos eso me daría una razón para continuar la búsqueda. No, pero no creo que exista malicia detrás de todo esto; debe de ser una combinación de embrollo, incompetencia, apatía e ineficacia. Y no se puede luchar contra eso. Sería como dar palos de ciego.

—Bien, entonces. —El doctor esboza una sonrisa glacial, con los ojos de un azul helado alimentado por los años—. ¿Y qué ha descubierto? ¿En qué momento decidió dejarlo?

—He descubierto que el puente es muy grande, doctor — respondo.

Grande y muy largo; se pierde en el horizonte en ambas direcciones. Me he puesto de pie sobre una torre de radio, situada en una de las cumbres más altas del puente, y he llegado a contar unos doce picos más, pintados de rojo, que sobresalen entre la bruma azul que separa la Ciudad y el Reino (ambos invisibles, no he visto tierra firme desde que aterricé aquí, exceptuando las islitas que hay cada tres secciones del puente). También es muy alto, como poco, más de cuatrocientos metros. En cada uno de los sectores habrá unos seis o siete mil habitantes, aunque hay espacio (y fuerza de resistencia) para una densidad de población mucho mayor.

En cuanto a la forma, podría describirse con letras. La sección transversal, en la parte más gruesa, es similar a una «A», cuya barra horizontal conforma la plataforma. En alzado, la parte central de cada sección es una «H» superpuesta a una «X». De ahí, hacia los lados, salen seis «X» más, cuyo tamaño va menguando progresivamente hasta llegar a los arcos de unión (que tienen otras nueve «X» pequeñas cada uno). Al visualizar todas las «X» unidas por los laterales, aparece una silueta más que razonable de la estructura general. ¡Presto! ¡El puente!

—¿Eso es todo? —pregunta perplejo el doctor Joyce—, ¿«es muy grande» y nada más?

—Es lo único que necesitaba saber.

—Pero, aun así, lo dejó.

—Continuar me hubiera convertido en una persona obsesiva. Ahora solo busco divertirme. Tengo un apartamento muy agradable y una pensión razonable para gastarme en cosas que me gustan. Visito museos, voy al teatro y al cine, asisto a conciertos, disfruto de la lectura, he hecho algunos amigos (la mayoría pertenecientes al grupo de los ingenieros), practico deportes, como bien sabe usted, espero poder ingresar en un club náutico... Me busco ocupaciones. Yo no llamaría «dejarlo» a todo eso. Sigo aquí, y me lo paso bien.

El doctor Joyce se levanta, con una rapidez casi sorprendente, lanza el bloc de notas sobre su mesa y empieza a pasearse de un lado al otro, desde los estantes repletos de libros hasta los estores de las ventanas. Se golpea los nudillos. Yo me miro las uñas. Él niega con la cabeza.

—Me parece que no se está tomando demasiado en serio todo esto, Orr —afirma. Se acerca a la ventana y sube los estores, que dejan entrever un día soleado, con un cielo azul intenso—. Acérquese —me ordena.

Con un suspiro y una leve sonrisa de «bien, si le hace ilusión», me aproximo al doctor.

Justo delante, a poco más de trescientos metros más abajo, está el mar, azul grisáceo, algo revuelto. Algunos yates y botes pesqueros forman pequeñas motas sobre él, que las gaviotas sobrevuelan en círculos. El doctor señala hacia un lado (su consulta se encuentra ligeramente en voladizo, lo que permite observar uno de los lados del puente).

La clínica donde se encuentra la consulta del doctor se alza con majestuosidad sobre la estructura principal, prominente como un tumor en pleno desarrollo. Desde donde estamos, la elegancia del puente parece inexistente, desordenada, incluso excesivamente sólida.

Sus laterales inclinados, rojizos y corrugados, se elevan desde el pedestal de granito que nace del mar, a unos trescientos metros hacia abajo. La estructura entramada da lugar a diversas plataformas, huecos de ascensor, chimeneas, vigas, pasarelas, tuberías, antenas y banderas de todos los tamaños, formas y colores. Hay edificios pequeños y grandes, despachos, talleres, viviendas y tiendas, todos ellos fijados como lapas angulosas de metal, vidrio y madera, a los grandiosos tubos y listones entretejidos del propio puente, revueltos y apiñados entre los miembros de la estructura original, pintados de rojo, como si fueran hernias quebradizas nacientes de inmensos grupos musculares.

—¿Qué es lo que ve? —me pregunta el doctor Joyce. Me inclino hacia delante, como si me hubieran pedido un análisis exhaustivo de alguna acuarela famosa.

—Veo un puto puente enorme, doctor.

El doctor Joyce suelta la cuerda de los estores, dejándolos abiertos. Toma aire y vuelve a sentarse en su escritorio, mientras garabatea no sé qué en su bloc de notas. Lo sigo.

—Su problema, Orr —asegura mientras escribe—, es que no se hace las preguntas suficientes.

—Ah, ¿no? —inquiero inocentemente. ¿Será una opinión profesional o simplemente un insulto personal?

En la ventana, un andamio de limpiacristales aparece desde arriba. El doctor Joyce parece no darse cuenta. El hombre del andamio golpea la ventana.

—Creo que van a limpiarle la ventana, doctor —le advierto. El doctor echa un rápido vistazo. El limpiacristales golpea alternativamente la ventana y su reloj de muñeca. El doctor vuelve a su bloc de notas, negando con la cabeza.

—No, ese es el señor Johnson —me aclara. El hombre del andamio tiene la nariz pegada al cristal.

—¿Otro paciente?

—Sí.

—Déjeme adivinar. Cree que es un limpiador de ventanas.

—En realidad, lo es, Orr. Y muy bueno. Sencillamente, se niega a volver a entrar. Se ha pasado los últimos cinco años en ese andamio, y las autoridades están empezando a preocuparse por él.

Miro al señor Johnson con un recién adquirido respeto. Qué agradable es ver a un hombre tan feliz con su trabajo. Su andamio está viejo y desordenado. Tiene botellas, latas, una pequeña maleta, una lona y algo parecido a un catre plegable en uno de los extremos, todo ello contrapesado por una amplia variedad de material de limpieza en el otro extremo. Vuelve a golpear la ventana con la escobilla de goma.

—Y para sus sesiones, ¿entra él o sale usted? —le pregunto al doctor mientras me acerco a la ventana.

—Ni lo uno, ni lo otro. Hablamos a través de la ventana abierta —responde el doctor mientras guarda el bloc de notas en un cajón. Cuando me vuelvo a mirarlo, está de pie, mirando el reloj—. De todas formas, llega muy pronto. Ahora tengo una reunión con el comité. —Intenta explicarle eso mismo al señor Johnson con gestos, mientras este agita la muñeca y se acerca el reloj al oído.

—Y, ¿qué pasa con el pobre señor Berkeley, sentado a modo de asiento?

—También tendrá que esperar. —El doctor saca unos papeles de otro cajón y los coloca en una carpeta.

—Qué lástima que el señor Berkeley no crea ser una hamaca — observo, mientras el señor Johnson sube el andamio y desaparece de mi vista —, así podrían esperar juntos.

El doctor me lanza una mirada furiosa.

—Salga de aquí, Orr.

—Claro, doctor. —Me acerco a la puerta.

—Vuelva mañana si tiene más sueños.

—De acuerdo. —Abro la puerta.

—¿Sabe una cosa, Orr? —dice el doctor, muy serio, guardando el portaminas de nuevo en su bolsillo—. Se da usted por vencido con demasiada facilidad.

Pienso un segundo en sus palabras y asiento.

—Tiene razón, doctor.


En la antesala, el Terrible Recepcionista me ayuda a ponerme la chaqueta, que ha cepillado meticulosamente durante mi sesión con el doctor.

—Bien, señor Orr, ¿qué tal le ha ido hoy? Bien, espero. ¿Sí?

—Muy bien. Estoy progresando, a grandes pasos y con profundas conversaciones.

—Ah, fantástico. Parece entonces que vamos por muy buen camino, ¿no es así?

—Completamente insuperable.


Tomo uno de los ascensores principales que descienden de la clínica apie de calle, sobre la plataforma de rodaje. Allí, rodeado de gruesas alfombras, arañas de luces tintineantes y brillantes obras de grabado en madera de caoba, con un capuchino que he pedido en el bar, me pongo a escuchar al cuarteto de cuerda que está tocando, enmarcado en las ventanas externas de la inmensa habitación que sigue descendiendo poco a poco.

Detrás de mí, sentados a una mesa ovalada acordonada por un rectángulo, veintitantos burócratas y sus ayudantes discuten acaloradamente sobre un complicado punto del día surgido durante la reunión, relativo a la estandarización de especificaciones contractuales en convocatorias a concurso para vías de locomotoras de carbón de alta velocidad (de polvo de carbón, por aquello de la prevención de incendios), según informa una pancarta situada dentro de la zona acordonada.

El ascensor desemboca en una calle abierta, situada sobre la plataforma principal. Es una avenida para peatones y bicicletas, con el suelo metálico, que fragua un camino relativamente recto entre la propia estructura del puente y la caótica y desordenada proliferación de tiendas, cafés y quioscos que bullen en este nivel.

La calle, que ostenta el majestuoso nombre de Boulevard Queen Margaret, se extiende próxima al eje exterior del puente. Sus edificios interiores forman parte del borde inferior del zigurat de arquitectura secundaria erguido sobre la estructura original. Los bordes exteriores colindan con las vigas principales y, en espacios intermitentes, ofrecen vistas del mar y del cielo.

La calle, larga y estrecha, me recuerda a las de las ciudades antiguas, donde edificios emplazados sin criterio alguno, como caídos del cielo, encerraban la propia vía pública y al enjambre de personas que esta amparaba. Aquí la imagen no resulta excesivamente diferente: la gente se mueve a empujones, caminando, en bicicleta, empujando cochecitos de bebé o tirando de carritos de la compra, charlando en sus distintos idiomas, vestida de civil o luciendo uniforme, y formando una masa densa de movimiento confuso donde la circulación fluye en ambas direcciones a la vez, y también a través del torrente principal, como glóbulos rojos en una arteria enloquecida.

Me quedo de pie en la plataforma elevada que hay a la salida del ascensor.

Por encima del bullicio, los continuos siseos y sonidos metálicos, las bocinas y los silbatos de los trenes del andén inferior suenan como chillidos de un submundo mecánico, mientras, de vez en cuando, un estruendo y un traqueteo tembloroso anuncian la llegada de un tren que pasa por un nivel inferior, acompañado de grandes nubes de vapor blanco que ascienden por la calle.

Arriba, donde debería estar el cielo, se ven las vigas del puente alto, oscurecidas por las humaredas de vapor ascendente, y atenuadas por la luz de sus propios caparazones de despachos y habitaciones infestados de gente. Se erigen como observando la tosca irreverencia de estas construcciones poco meditadas, con la majestuosidad y el esplendor propios del techo de una gran catedral.

Un coro histérico de pitidos crece desde un lado: un cochecito propulsado por un hombre se adentra en la multitud. Es un taxi para ingenieros. Solo los cargos importantes y los representantes de gremios eminentes tienen acceso a este tipo de vehículos. Las personas de clase acomodada pueden utilizar turismos, aunque en realidad pocas lo hacen, porque los ascensores y los tranvías locales son más rápidos. La única alternativa restante es la bicicleta, pero como las ruedas pagan impuestos en el puente, el único transporte relativamente económico para la mayoría es el monociclo. Y los accidentes proliferan.

La metralla de pitidos que precede al taxi emana de los pies del chico uniformado que lo maneja. En los talones de sus zapatos hay sendas bocinas que advierten a los demás de su presencia.

Me detengo en un café para pensar qué puedo hacer después de comer. Podría ir a nadar (hay una piscina que está muy bien, con poca gente, un par de niveles por debajo de mi apartamento) o podría llamar por teléfono a mi amigo Brooke, el ingeniero. Él y sus colegas acostumbran a jugar a las cartas por las tardes, cuando no se les ocurre nada mejor que hacer. O tal vez podría tomar un tranvía local e ir en busca de nuevas galerías: hace más o menos una semana que no compro ningún cuadro.

Un agradable hormigueo de anticipación me recorre el cuerpo mientras contemplo formas de pasar el tiempo tan seductoras. Dejo el establecimiento tras tomar un café y un licor, y me vuelvo a mezclar entre la masa de gente.

Lanzo una moneda desde el tranvía que me conduce a mi sector del puente mientras lo recorremos. La tradición asegura que lanzar cosas desde el puente trae buena suerte.


Ya es de noche. Detrás de mí, una agradable tarde de natación, cena en el club de frontón y un paseo a pie por el puerto. Estoy un poco cansado, pero al ver los grandes yates balanceándose en el agua, en el tranquilo puerto deportivo, he tenido una idea.

Me tumbo en la chaise-longue de mi sala de estar y reflexiono sobre la forma exacta que debe tener el próximo sueño que contaré al doctor.

Decidido, preparo mi escritorio, y me dirijo a la pantalla de televisión empotrada en la pared que tendré justo detrás una vez sentado. Trabajo mejor con el televisor encendido, hablando suavemente para sí mismo. La mayoría de programas son malos, pensados para no pensar (concursos, culebrones y demás), pero los miro ocasionalmente, con la esperanza de ver algo que no esté en el puente. Sintonizo un canal que todavía emite. Ponen una obra que, aparentemente, tiene lugar en una comunidad minera de una de las pequeñas islas. Bajo el volumen hasta que me llega solamente un murmullo leve, lo suficientemente alto como para dejarse oír, pero no entender. Me siento en mi escritorio y cojo un bolígrafo.

La televisión empieza a emitir una especie de siseo. Me vuelvo. Una nieve gris ocupa la pantalla y un sonido blanco emerge del altavoz. Puede que se haya estropeado. Me dispongo a apagarla cuando aparece una imagen. No hay sonido. El siseo se ha esfumado.

En la pantalla, aparece un hombre tumbado en una cama de hospital, rodeado de máquinas. La imagen es en blanco y negro, y no completamente nítida. Subo el volumen al máximo, pero el único sonido que se oye es un suave silbido. De la nariz, la boca y el brazo del hombre salen tubos con cables. Sus ojos están cerrados. No puedo ver si respira, pero debe de estar vivo. Todos los canales de televisión emiten la misma imagen: el hombre, la cama, las máquinas...

La cámara enfoca todo el largo de la cama, y muestra parte de una pared y una pequeña silla vacía a un lado del lecho. El tipo se encuentra en el umbral de la muerte; incluso en imagen monocroma, su rostro resulta terriblemente pálido, y sus manos escuálidas (inertes sobre las sábanas blancas, una de ellas con un tubo en la muñeca) son casi transparentes. Su cara está llena de golpes, como si hubiera participado en una pelea violenta. Tiene el cabello castaño, escaso, con un claro en la coronilla. En conjunto, es un hombre de aspecto gris, del montón.

Pobre diablo. Sigo intentando cambiar de canal, pero la imagen sigue allí. Tal vez haya un cruce entre mi receptor y las cámaras que la clínica tiene para controlar a los pacientes en estado muy grave. Llamaré al servicio técnico por la mañana. Observo el fotograma silencioso durante un rato más, y apago el televisor.

Vuelvo a la mesa. Al fin y al cabo, debo preparar el siguiente sueño para el doctor. Escribo durante unos minutos, pero la ausencia de ruido de fondo resulta desconcertante, y siento una extraña sensación aquí sentado, dando la espalda al televisor muerto. Me llevo los papeles y el bolígrafo a la cama para diseñar mi próximo sueño allí, antes de dormir, cuando, si es que sueño, no recuerdo haber soñado.

En cualquier caso, esto es lo que escribo:

Dos

Habíamos combatido durante todo el día, bajo un cielo del color del topacio, que se había ido nublando como si el humo de nuestros disparos y nuestras armas lo hubieran ido cubriendo desde abajo. Las nubes empezaron a adquirir un tono rojo oscuro con la puesta de sol y, bajo nuestros pies, la cubierta se había teñido de sangre. Seguíamos luchando, ya desesperados, aunque la luz se estaba desvaneciendo y quedábamos una cuarta parte de los que éramos al principio. Los muertos y los que agonizaban estaban tirados en el suelo como esquirlas; el pan de oro de nuestro barco majestuoso estaba negro y quemado, los mástiles habían caído y las velas, antes erguidas gloriosas y ornadas, colgaban como harapos desgastados de los mástiles, o tapaban los restos tirados en las cubiertas, donde se desataban fuegos y gemían los moribundos. Nuestros oficiales habían muerto y nuestros barcos estaban quemados o destrozados.

Nuestro bajel se estaba hundiendo, envuelto en llamas. La forma de su destino inevitable dependía únicamente de la carrera entre el agua del mar y el fuego por alcanzar los polvorines. El navío enemigo, que se revolvía entre los restos que flotaban en el mar, parecía encontrarse en condiciones algo mejores que el nuestro; aún conservaba un mástil, aunque algo inclinado, y gran parte de la vela. Intentamos derribar las jarcias restantes, pero ya no teníamos artillería pesada. No quedaba casi nada de pólvora en cubierta.

El navío enemigo viró hacia nosotros y nos cerró el paso. Disparamos el último cañonazo y recurrimos a los sables y a las armas de fuego. Abandonamos a los heridos a su suerte. La distancia entre los dos barcos fue menguando y nos preparamos para saltar a bordo del buque enemigo en el momento de la colisión ya inminente. El otro barco también se quedó silencioso, mientras las últimas nubes de sus cañones se disolvían ante él, sobre el oleaje ceniciento del océano vacío. Nuestras dos humaredas se fundían a medida que los navíos se acercaban.

Los dos cascos malheridos se tocaron y nosotros saltamos de nuestra nave desahuciada.

La colisión tumbó el último mástil improvisado de nuestro enemigo y las dos embarcaciones se separaron de nuevo. Entramos a trompicones y gritamos y maldijimos, tambaleándonos sobre la cubierta del galeón enemigo, mientras nuestro navío se dejaba vencer por el mar, pero no encontramos hombres contra los que combatir. Solo muertos y heridos agonizantes. No encontramos pólvora ni armas, solo el agua que nos atrapaba y el fuego que quemaba la embarcación. Solo había madera carbonizada y restos de bajel.

Resignados y exhaustos, nos reunimos en la borda astillada. Bajo la luz tenue y tintineante de las hogueras, dirigimos la mirada a nuestro barco, sobre una porción de océano manchada y sangrienta.

Sus mástiles ardían entre las llamas, sus velas se habían transformado en humo. Su reflejo se quemaba sobre las aguas que nos separaban. Era como un fantasma lívido e invertido.

A través del humo, vimos que, desde nuestro barco, nuestros enemigos nos observaban en silencio.

Mi apartamento está en una zona alta de esta sección del puente, cercano a la cumbre y a uno de los ángulos del hexágono formado por este sector. Es como si mereciera ubicación tan privilegiada, puesto que soy uno de los pacientes estrella del doctor Joyce. Las habitaciones del apartamento son amplias, con techos altos, y las paredes del lado del mar son vigas de cristal del propio puente. A través de ellas, puedo ver a unos trescientos metros, siempre que la panorámica no quede oscurecida por las nubes grises que suelen envolver el puente desde el mismo cielo.

Las habitaciones de mi apartamento estaban prácticamente vacías cuando llegué del hospital. Ahora están mucho mejor, después de haberlas decorado con varios muebles y una modesta, pero cuidadosamente elegida, colección de pequeños cuadros, figuras y esculturas. Casi todas las pinturas exhiben detalles del puente o vistas del mar. También hay algunas de yates y botes pesqueros. En cuanto a las esculturas, la mayor parte son figuras de trabajadores del puente inmortalizados en bronce.

Acaba de empezar el día y me estoy aseando y vistiendo. Esto último lo hago pausadamente, en fases mesuradas. Tengo un armario generoso, me dieron mucha ropa buena, para causar buena impresión. Después de todo, las prendas hablan un idioma: no dicen demasiado de uno, pero son lo que ellas mismas quieren decir.

Los trabajadores del puente de menor categoría, naturalmente, deben llevar uniforme, y no tienen que preocuparse por qué ponerse cada mañana. Eso es lo único que les envidio, aunque ellos aceptan su parcela en la vida y su posición en la sociedad con una sumisión que me parece sorprendente a la par que decepcionante. Yo no me conformaría con trabajar en una estación depuradora o en una mina de carbón durante toda la vida, pero esta gente encaja en la estructura, como pequeños remaches felices que aceptan su colocación con la adhesión y la cohesión de las capas de pintura.

Me peino. Mi cabello es abundante, de color negro intenso, y tiene las suficientes ondas como para darle cuerpo y volumen. Elijo una corbata y un reloj de bolsillo esmaltado a juego. Admiro mi porte aristocrático durante un momento y compruebo que los puños de la camisa están alineados, el chaleco centrado, el cuello recto...

Ya estoy listo para desayunar. Hay que hacer la cama y lavar o guardar la ropa de ayer, pero la clínica, haciendo gala de una gran consideración, manda a gente para hacer ese tipo de cosas. Mientras me dirijo a escoger un sombrero, me detengo en seco.

El televisor se ha encendido solo. Empieza a emitir un siseo de nuevo. De entrada, cuando voy hacia la sala de estar, creo que estoy confundido, que el sonido debe de ser algún escape en alguna tubería de agua o gas. Pero no. La pantalla empotrada en la pared está encendida, y muestra la misma imagen de anoche: el hombre postrado en la cama, inmóvil y callado, en blanco y negro. Aprieto el botón del aparato y la imagen desaparece. Lo vuelvo a apretar y el enfermo regresa, y el mando a distancia parece no funcionar, porque intento cambiar de canal y no puedo. Pero ahora la luz es distinta. Parece que hay una ventana en la pared más alejada de la cama, más allá de las máquinas que rodean al paciente. Estudio la estampa con detenimiento, a ver si encuentro algo que pueda darme alguna pista. La imagen es demasiado granulosa como para poder leer los rótulos de las máquinas. Ni siquiera me es posible determinar el idioma utilizado en esa habitación de hospital. ¿Cómo ha podido encenderse solo el televisor? Lo apago y oigo un zumbido procedente de fuera.

Desde las ventanas de la habitación, veo un día luminoso, con el cielo muy azul. Una formación aérea sobrevuela el puente, desde la dirección donde se encuentra el Reino. Se trata de tres aviones, idénticos, de aspecto pesado y voluminoso. Son monoplanos monomotores, volando uno por encima del otro. El que se encuentra más abajo está prácticamente a mi altura, el siguiente a unos quince metros por encima, y este, a su vez, está quince metros por debajo del avión más alto. Pasan de largo, con los motores rugiendo y las hélices girando a toda velocidad, como si fueran discos de cristal brillantes. De cada una de sus colas emergen ráfagas aleatorias de humo oscuro. Las pequeñas nubes que forman se sostienen en el aire, ensartadas como un extraño código cifrado. Una larga estela de señales de humo marca el recorrido de los aviones y desaparece hacia el lado de la Ciudad, como una especie de cerco suspendido en el aire.

La situación me sorprende y me entusiasma. Desde que estoy en el puente, no había visto ni oído aviones. Ni siquiera había oído a nadie hablar de ellos, ni tampoco de barcos voladores, que los ingenieros y científicos del puente son obviamente capaces de diseñar, construir y hacer funcionar.

Los aviones no tenían tren de aterrizaje, al menos a la vista, ni flotadores. Y no parecían poder despegar desde el agua. Supongo que tendrían algún sistema retráctil de ruedas y que procedían de algún aeropuerto de tierra firme, lo cual resultaría cuando menos alentador.

Las nubes de humo se mezclan con el viento suave que sopla hacia la Ciudad. A medida que los aviones se alejan, se disipan en el gran cielo azul. El ruido de los motores va perdiendo intensidad hasta desaparecer también. Las bocanadas de humo parecen seguir un vago patrón; están agrupadas en líneas de tres, separadas entre ellas por un espacio similar. Observo el movimiento gradual de los grupos de nubes, como esperando que formen letras o números, o alguna otra forma identificable, pero a los pocos minutos, lo único que queda es una cortina tenue de aire que se dirige lentamente a la zona de la Ciudad, como una gigantesca bufanda de gasa deteriorada.

Agito la cabeza.

Ya en la puerta, recuerdo el extraño funcionamiento del televisor, pero cuando intento llamar a mantenimiento, el teléfono tampoco se encuentra operativo; transmite una serie de pitidos lentos, no del todo regulares. Es hora de irme. Aunque el mundo —el puente, en todo caso— se esté volviendo loco, un hombre no debe dejar de desayunar.


En la puerta del ascensor, reconozco a un vecino. Observa la aguja de latón que indica los pisos y golpea el suelo impacientemente con un pie. Lleva el uniforme de un directivo superior de programación de horarios. Da un respingo, asustado. La alfombra debe de haber silenciado mis pasos.

—Buenos días —lo saludo, mientras la aguja desciende lentamente. El tipo gruñe, saca su reloj de bolsillo y lo mira. Acelera los golpes con el pie—. Supongo que no ha visto los aviones, ¿no? —pregunto. Me mira con una extraña expresión.

—¿Perdón?

—Los aviones. Un grupo de aviones que ha pasado por... No hace ni diez minutos.

El hombre me mira, incrédulo. Parpadea repetidas veces mientras echa un vistazo rápido a mi muñeca. Ve el brazalete de la clínica. El ascensor llega.

—Ah, sí—dice el directivo—. Los aviones, claro. —Las puertas se abren lentamente, y el hombre mira en el interior del ascensor mientras le hago una seña para que entre él primero. Consulta de nuevo su reloj, masculla una disculpa y se aleja a toda prisa por el pasillo.

Bajo solo. En un banco circular, forrado de cuero, observo la superficie ondeante de un acuario situado en una esquina, mientras el ascensor desciende por el puente. Junto a la puerta, hay un teléfono. Lo descuelgo.

El aparato de metal es pesado. De entrada, no oigo nada, pero después suenan unos pitidos que me recuerdan a los que salían del teléfono de mi apartamento. Rápidamente, los tonos cesan para dar paso a la voz de un operador algo seco.

—¿Sí? ¿Qué desea? —Siento cierto alivio al escucharlo.

—¿Cómo dice?

El ascensor aminora la velocidad al acercarse a la planta a la que me dirijo.

—Nada, no importa. —Cuelgo el aparato.

Abandono el ascensor por un soportal de una de las plataformas superiores del puente. Comienzo a caminar a paso ligero por la calle, donde las tiendas empiezan a vender el género fresco, recién llegado en los trenes de mercancías de primera hora de la mañana. Me detengo en un pequeño puesto de flores y escojo un clavel que contraste armónicamente con el reloj y la corbata. Acto seguido, me dirijo al bar Inches para tomar el desayuno.

Las paredes están recubiertas de paneles y no tienen ventanas. Están pintadas con eficaces (pero poco convincentes) imágenes de verdes tierras de pasto. El bar es un lugar tranquilo y pequeño, con techos altos y luz tenue, alfombras gruesas y porcelana fina. Me acompañan a mi mesa habitual, en la parte de atrás. Sobre ella, me espera un periódico doblado, cuyo contenido consiste de forma casi íntegra en acontecimientos relativos al puente, como la regularización de las leyes, el mantenimiento de la estructura, el tráfico, las promociones y las muertes de los miembros de su administración, las reuniones sociales, notablemente aburridas y promovidas por las mismas personas, y los arcanos y escasos eventos deportivos, que no gozan de excesiva popularidad.

Pido un plato de pescado ahumado, riñones de cordero, una tostada y un café. Antes de hojear el periódico, echo un vistazo a la pintura de la pared de enfrente. En ella se ve un prado en la ladera de una montaña, bordeado con árboles de hoja perenne y cubierto de flores de colores vivos. Al otro lado del valle, se ven tres colinas lejanas, iluminadas por los rayos del sol.

¿Acaso aquellas escenas existían en algún lugar, o únicamente en la cabeza del pintor?

Me traen el café. Nunca he visto un cafetal, ni tan siquiera un cafeto, en el puente. Y los riñones de cordero también procederán de algún sitio, pero... ¿de dónde? En el puente, se hace referencia al lado en contra de la corriente, al lado a favor de la corriente, a la Ciudad y del Reino... O sea que debe de haber tierra firme (¿qué sentido tendría si no un puente?), pero ¿a qué distancia?

Yo investigué todo lo que me fue posible, teniendo en cuenta las limitaciones de idioma y acceso que la administración del puente impone al investigador aficionado, pero, en todos los meses de trabajo, ni me aproximé a descubrir la ubicación de la Ciudad o del Reino. Sigue siendo un completo enigma.

Mi búsqueda de información, abandonada hace algún tiempo, se está hundiendo indudablemente en las capas del miasma que rezuma la estructura organizativa de las autoridades del puente. Me da la impresión de que todas mis preguntas iniciales sobre el tamaño del puente, sobre los lugares que une y otros aspectos similares habrán pasado de un departamento a otro, se habrán replanteado, precisado, borrado, parafraseado, traspapelado y retransmitido con tanta frecuencia y entre tantos despachos y oficinas, que para cuando alguien haya podido (o querido) responderlas, ya habrán perdido todo el sentido o el significado... y si, por obra de algún milagro, han sobrevivido a semejante proceso sin contaminarse lo bastante como para resultar incomprensibles, toda respuesta, por muy pragmática y concisa que sea, generará con toda certeza una mayor incomprensión en el momento en que llegue a mis manos.

El proceso de investigación me pareció tan frustrante que, por un momento, me planteé seriamente la posibilidad de esconderme en un tren e ir a buscar en persona el maldito Reino o la dichosa Ciudad. Mi brazalete, que me identifica a nivel oficial e informa a los conductores ferroviarios sobre el departamento de la clínica al que deben cargar el importe de mi billete, limita los recorridos que puedo efectuar a dos términos; una docena de secciones del puente, o lo que es lo mismo, unos veinte kilómetros en ambos sentidos. No es una distancia menospreciable, pero es una restricción al fin y al cabo.

Decidí no convertirme en un polizón; creo que es más importante recuperar los territorios perdidos de mi cabeza antes que explorar las tierras lejanas de por aquí. Me quedaré donde estoy y tal vez me marche cuando esté curado.

—Buenos días, Orr.

Me reúno con el señor Brooke, un ingeniero que conocí en la clínica. Es un hombre de baja estatura, sombrío, que parece encontrarse bajo una presión constante. Se deja caer en la silla que está frente a mí, con el ceño fruncido.

—Buenos días, Brooke.

—¿Has visto esa mierda de...? —Su entrecejo se arruga aún más.

—¿Aviones? Sí, ¿y tú?

—No, solo el humo. Menuda gracia.

—Te molesta, veo.

—¿Molestarme? —Brooke parece sorprendido—. Yo no soy nadie para que me molesten las cosas, pero he llamado a un colega de Tráfico Marítimo y Programación de Horarios, y allí no sabían nada de esos... aviones. La maniobra estaba totalmente desautorizada. Rodarán cabezas, y si no me crees, al tiempo.

—¿Hay leyes en contra de lo que han hecho?

—Más bien es que no hay leyes que lo permitan, Orr, ahí está el tema. La gente no puede ir donde le dé la gana sin más. Hay que mantener una... estructura. —Niega con la cabeza, con un gesto desaprobatorio—. Orr, a veces tienes unas ideas muy raras.

—No sabes cuánta razón tienes.

Brooke pide un plato de pescado con arroz al curry. Estábamos en la misma planta de la clínica. Él también ha sido paciente del doctor Joyce. Brooke es ingeniero superior, especializado en el efecto del peso del puente sobre el fondo del mar. Sufrió una lesión importante en un accidente, en uno de los artesones que sostienen parte del granito herrado de la estructura de una de las pilas. Físicamente, ya está del todo recuperado, pero, desde entonces, sufre un cuadro agudo de insomnio. Es una persona algo apagada. Incluso bajo el sol directo, él parece encontrarse en plena penumbra.

—Me ha sucedido otra cosa rara esta mañana —le cuento. Me mira con cautela.

—¿En serio? —pregunta. Le cuento lo del hombre postrado en la cama de hospital, el televisor que se enciende solo y la avería del teléfono. Parece aliviado—. Ah, ese tipo de cosas ocurre a menudo. Supongo que habrá cruces de líneas en algún lugar. Llama a Reparaciones y Mantenimiento, y dales la lata hasta que te lo solucionen.

—Así lo haré.

—¿Y cómo está el doctor Joyce?

—Sigue perseverando en mi caso. He empezado a tener sueños, pero creo que son demasiado... estructurados para él. Se puede decir que prácticamente ignoró el primero de ellos. Y me ha criticado por abandonar mis investigaciones.

—Mira, Orr, él es el médico y todo lo que quieras, pero yo, en tu lugar, dejaría de perder el tiempo con todas esas... —hace una pausa, buscando el término ideal—... cuestiones. No creo que te lleven a ningún sitio. Desde luego, lo que no harán es que recuperes la memoria. —Hace un ademán desdeñoso hacia una de las pinturas pastorales de la pared, como si hubiera reparado en una mancha antiestética en los paneles decorados.

—Pero, Brooke, ¿no tienes ganas de ver algo que no sea el puente? ¿Montañas, bosques, desiertos? Piensa en...

—Amigo —dice contundentemente, observando cómo el camarero le sirve el café—, ¿sabes cuántos tipos distintos de roca reposan bajo los cimientos? —Su voz suena paciente, casi cansada. Me va a caer un discurso, ya lo veo, pero al menos podré comerme los riñones de cordero, que se están enfriando.

—No —reconozco.

—Te lo contaré —empieza Brooke—. Al menos existen siete tipos principales, sin contar las trazas de decenas de otras clases. Todos los estratos están representados: el sedimentario, el metamórfico y el de tipo ígneo intrusivo y extrusivo. Hay grandes depósitos de basalto, dolerita, arenisca cálcica y carbonífera, aglomerados basálticos, lavas basálticas, arenisca roja y terciaria, y cantidades considerables de gravilla; y todos ellos se hallan presentes en sistemas complejos cuyos antecedentes ya han...

No puedo tragar más piedras.

—Quieres decir —interrumpo mientras le traen su plato (que rocía con una nevasca de sal y pimienta, semejante a una capa de cenizas volcánicas)— que el puente ofrece material más que suficiente a las mentes inquietas y elimina la necesidad de recurrir a otros lugares.

—Exacto.

En mi opinión, eso es algo más aproximado que exacto, pero bueno. En todo caso, realmente hay algo más allá del puente. Algo que casi llego a recordar, pero no puedo. Parece que tengo abstracciones, ideas generales sobre cosas imposibles de encontrar en el puente, como glaciares, catedrales, automóviles... una lista prácticamente interminable. Pero no puedo acordarme de nada específico, mi mente no registra ningún tipo de imagen. Me defiendo con el idioma y con las costumbres del puente (supongo que pasé por algún tipo de formación en algún momento), pero no hay manera de que recuerde nada sobre mi infancia, los años de colegio... Estoy completo en todo, excepto en recuerdos. Donde las demás personas tienen el equivalente a una enciclopedia... yo tengo un diccionario de bolsillo.

—Mira, no puedo evitarlo, Brooke —afirmo—. Parece que aquí hay muchos temas sobre los que no se puede hablar, como el sexo, la religión o la política, para empezar.

Brooke hace una pausa, con el tenedor cargado de arroz a medio camino entre el plato y su boca.

—Bueno —dice con un tono ligeramente incómodo—, no hay nada malo en... Lo primero, si uno está casado o la chica tiene licencia o yo qué sé... Maldita sea, Orr —deja el tenedor de nuevo en el plato—, siempre sales con eso de «religión» o «política», ¿a qué te refieres exactamente?

Parece que habla en serio. ¿Dónde diablos me he metido? Primero esto y luego una sesión con el doctor Joyce. Y, por enésima vez, durante los siguientes diez minutos, intento exponer una definición convincente a un Brooke cada vez más perplejo y desconcertado. Cuando concluyo mi disertación, me dice:

—Mmmm... No sé para qué necesitas dos palabras. A mí me parece que las dos cosas son lo mismo.

Me apoyo con resignación en el respaldo de la silla.

—Brooke, tendrías que haber sido filósofo.

—¿Filo... qué?

—Da igual. Cómete el arroz, anda.


Un tranvía me conduce a la sección del puente donde pasa su consulta el doctor Joyce. La estrecha plataforma superior está plagada de trabajadores aposentados en asientos desgastados y leyendo el periódico, centrados en la sección deportiva y en los resultados de la lotería. Son trabajadores siderúrgicos o soldadores; sus chaquetas gruesas no llevan bolsillos exteriores y tienen muchas quemaduras. Hablan entre ellos y me ignoran completamente. De vez en cuando, pillo alguna palabra (¿estarán utilizando algún dialecto de mi lengua?), pero cuanto más escucho, menos comprendo. Definitivamente, debería haber esperado a un tren para clases acomodadas, pero hubiera llegado tarde a mi cita con el doctor Joyce. Y si creo en algo, es en la puntualidad.


Tomo un ascensor hasta el nivel donde el bueno del doctor tiene la consulta. Se oye una música enlatada, pero mí me suena como una recopilación aleatoria de notas y acordes embrollados y sin criterio, como si toda la música del puente fuese una especie de código cifrado. Ya he desistido de intentar escuchar algo que luego pueda recordar o tararear.

Comparto el ascensor con una mujer joven durante la mayor parte del trayecto. Es morena y delgada, y mira tímidamente al suelo. Tiene las pestañas negras y largas, y unos pómulos exquisitos. Lleva un traje de corte elegante, con falda larga y chaqueta corta. Sin apenas darme cuenta, me encuentro mirándole los pechos que se esconden bajo la blusa de seda blanca. Ni siquiera me mira cuando se baja del ascensor. Solo deja tras de sí un débil rastro de perfume.

Me centro en estudiar una fotografía colgada en uno de los paneles de madera de la puerta del ascensor. Es antigua, de color sepia, y muestra la construcción de tres de las secciones del puente. Están solas, inconexas entre ellas, excepto por su dentada e incompleta similitud. Tubos y vigas que sobresalen, engalanados con andamios, y pesadas grúas de vapor que se reparten por los cables oscuros de acero. Las tres secciones inacabadas casi forman un hexágono. No hay fecha a pie de foto.


Un intenso olor a pintura impregna la consulta del doctor. Dos trabajadores ataviados con mono blanco sacan una gran mesa por la puerta. La recepción está vacía, excepto por las sábanas blancas que cubren el suelo y la mesa, que los operarios han colocado en el centro de la estancia. Echo un vistazo a la consulta del doctor. También está vacía, con sábanas blancas en el suelo. El rótulo con el nombre del doctor Joyce ya no está en la puerta de cristal.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunto a los obreros. Me miran con los ojos vacíos.


De vuelta al ascensor. Me tiemblan las manos.

Por fortuna, el mostrador de recepción de la clínica continúa en su sitio. Espero mientras una pareja joven con un niño pequeño recibe indicaciones para alejarse después por un largo pasillo. Es mi turno.

—Estoy buscando la consulta del doctor Joyce —comunico a la tiesa recepcionista de detrás del mostrador—. Estaba en la habitación 3422; estuve allí ayer mismo, pero por lo visto, se ha trasladado.

—¿Es usted un paciente?

—Mi nombre es John Orr —aclaro, mientras le dejo leer los detalles en mi brazalete.

—Un momento. —Descuelga el teléfono. Me siento en un sofá que está en el centro de la recepción, rodeado de pasillos que emergen como radios de una rueda. Los más cortos llevan al exterior del puente, a través de unas cortinas finas que ondean con una suave brisa. A la recepcionista la transfieren de una persona a otra. Finalmente, cuelga el teléfono—. Señor Orr, el doctor se ha trasladado a la habitación 3704.

Saca un plano en el que me muestra el camino a la nueva consulta del doctor. Siento por un momento un eco de dolor circular en el pecho.


—El señor Brooke le manda recuerdos.

El doctor Joyce alza la mirada desde su bloc de notas, parpadeando. Ya le he contado el sueño sobre los galeones que intercambian los grupos de abordaje. Me escuchaba sin emitir comentario alguno, asentía de vez en cuando, fruncía el ceño ocasionalmente y tomaba notas. El silencio se hizo casi eterno.

—¿El señor...? —pregunta Joyce sorprendido, con su fino portaminas plateado suspendido sobre el bloc como si fuera una daga a punto de clavarse.

—El señor Brooke —le recuerdo—. Salió de Cirugía prácticamente al mismo tiempo que yo. Un ingeniero que sufría de insomnio. Usted lo estuvo tratando.

—Ah, sí —recuerda el doctor al cabo de unos segundos—. Ése. —Se inclina de nuevo sobre sus apuntes.

La nueva consulta del doctor Joyce es aún más amplia que la anterior. Está tres niveles más arriba, con más vistas y espacio. Parece que el doctor continúa avanzando. Ahora, además del recepcionista, también tiene una secretaria personal. Por desgracia, su ascenso no ha comportado la sustitución del TR. (Oh, oh, señor Orr, sin duda tiene usted un aspecto excelente. Qué alegría verlo. Permítame su abrigo. ¿Desea una taza de café? ¿Tal vez un té?)

El pequeño portaminas plateado ha regresado a su lugar, en el bolsillo frontal del doctor.

—Bien —dice, entrelazando las manos—. ¿A qué asocia este sueño, Orr?

—Pues, mire —respondo, intentando mosquearle—, no tengo la menor idea. No soy un experto en la materia. ¿Qué opina usted?

El doctor me mira fijamente durante unos instantes. Seguidamente, se levanta de su asiento y lanza el bloc de notas sobre el escritorio. Se acerca a la ventana y se queda allí, de pie; mira hacia fuera y niega con la cabeza.

—Le diré lo que pienso, Orr —prosigue. Se vuelve y me mira—. Creo que ambos sueños, el de hoy y el de ayer, no nos dicen nada.

—Ah —contesto. Y, tras mi convincente intervención, me aclaro la garganta, sin un ápice de alteración—. Bien, entonces, ¿qué hacemos ahora?

Los ojos azules del doctor Joyce brillan con fuerza. Abre un cajón de su escritorio y saca un gran libro con páginas plastificadas y un rotulador. Me los alarga. El libro contiene, en su mayor parte, ilustraciones incompletas y pruebas psiquiátricas de manchas de tinta.

—Vaya a la última página —me indica el doctor.

Obedientemente, paso todas las páginas hasta llegar a la última, que contiene dos dibujos.



—¿Qué tengo que hacer? —pregunto. La situación me resulta algo infantil.

—¿Ve las líneas cortas, cuatro en el dibujo superior y cinco en el inferior?

—Sí.

—Debe completarlas formando flechas que indiquen la dirección de la fuerza que las estructuras de la ilustración ejercen sobre esos puntos. —Levanta el brazo cuando abro la boca para formular una pregunta—. Es todo lo que puedo decirle. No se me permite dar pistas ni contestar a nada más.

Cojo el rotulador, completo las líneas como me ha solicitado y le alargo el libro de vuelta al doctor. Lo mira. Asiente. Pregunto:

—¿Y bien?

—Bien, ¿qué? —Saca un paño de un cajón y limpia el dibujo mientras dejo el rotulador sobre la mesa.

—¿Lo he hecho bien?

—¿Qué se entiende por «bien»? —dice con voz áspera mientras se encoge de hombros y vuelve a guardar todo el material en el cajón—. Si fuera una pregunta de examen, la habría contestado bien, de acuerdo, pero esto no es ningún examen. Se supone que debe decirnos algo sobre usted. —Anota algo en el bloc con el pequeño portaminas retráctil.

—¿Y qué es lo que nos dice sobre mí?

Vuelve a encogerse de hombros, mientras repasa atentamente sus apuntes.

—No lo sé —concluye, negando con la cabeza—. Algo debe de decir, pero no sé el qué. Aún.

Me asaltan unas ganas enormes de atizar un puñetazo a la nariz rosada del doctor Joyce.

—Ya veo —añado—. Espero hacer sido de utilidad para el progreso de la ciencia médica.

—Yo también —afirma el doctor Joyce, echando un vistazo a su reloj—. Bien, creo que es todo por hoy. En cualquier caso, pida hora para mañana, pero si no tiene ningún sueño, llame para cancelar la visita, ¿de acuerdo?


—Dios de mi vida, sí que ha ido rápido, señor Orr. ¿Qué tal? ¿Le apetece un té? —El recepcionista impecablemente aseado me ayuda a ponerme el abrigo—. Ha entrado y salido en menos que canta un gallo. ¿Prefiere una taza de café?

—No, gracias —contesto, mientras veo al señor Berkeley y a su policía esperando en la recepción. El señor Berkeley está tumbado en posición fetal, de costado, en el suelo, frente al policía sentado que apoya los pies sobre él.

—Hoy el señor Berkeley es un reposapiés —me aclara con orgullo el Terrible Recepcionista.


En las zonas de la estructura superior, aireadas y espaciosas, los techos son altos y la alfombra amplia y tupida de los pasillos desérticos desprende un olor regio y húmedo. Los paneles de madera de las paredes son de teca y caoba, y los cristales de las ventanas con marcos de aluminio (que revelan un día gris y un mar cubierto de neblina) lucen una tonalidad azulada, como la del cristal plomizo. En los huecos de las paredes oscuras, viejas estatuas de burócratas olvidados amenazan como fantasmas sombríos, y masas elevadas de banderas colgadas, como redes pesadas extendidas para secarse, se balancean al son de una brisa suave y helada que arrastra el polvo rancio a través de los pasillos altos y oscuros.

A una media hora desde la consulta del doctor, descubro un viejo ascensor frente a una ventana circular gigantesca que da al estrecho estuario, como un reloj analógico despojado de sus agujas. La puerta del ascensor está abierta, y dentro, un anciano canoso duerme sentado sobre un taburete alto. Lleva un abrigo largo de color burdeos con botones brillantes. Tiene los brazos cruzados sobre la barriga y su barbilla, con una impresionante barba, reposa sobre su pecho abotonado, mientras la cabeza plateada se mueve arriba y abajo, con el vaivén de su pesada respiración.

Toso. El viejo sigue durmiendo plácidamente. Golpeo un saliente de la puerta.

—¿Hola?

Se despierta sobresaltado, descruza los brazos y se pone de pie, junto a los controles del ascensor. Suena un clic y las puertas empiezan a cerrarse, chirriando y crujiendo, hasta que el hombre pone los brazos en las palancas metálicas para volver a abrirlas.

—Vaya. ¡Qué susto me ha dado, señor! Estaba echando una cabezadita. Pase, pase. ¿A qué piso se dirige?

El ascensor es considerablemente amplio y está lleno de sillas de todo tipo, colocadas de cualquier manera, de espejos desconchados y tapices polvorientos. A menos que sea una ilusión creada por los espejos, tiene forma de «L», cualidad única en un ascensor, al menos según mi experiencia.

—A la plataforma del tren, por favor.

—Enseguida, señor.

El anciano botones engancha su atrofiada mano a la palanca de control. Las puertas se cierran entre crujidos y chirridos, y tras varios codazos y golpes calculados sobre el disco de las palancas, el hombre consigue finalmente que el ascensor se ponga en marcha. Desciende, con un solemne estruendo, mientras los espejos vibran, la estructura traquetea y las sillas se balancean sobre la moqueta desgastada del suelo. El viejo se inclina con precariedad sobre su taburete y se agarra a uno de los raíles de las palancas de control. Sus dientes castañetean a un volumen audible. Me sujeto a un pasamanos brillante y ligeramente descolgado. Un ruido como de metal rasgado suena por encima de nuestras cabezas.

Con tranquilidad fingida, me pongo a leer una lista amarillenta colgada a la altura de mi hombro, que presenta los distintos pisos a los que accede el ascensor, así como los departamentos, secciones de alojamiento y otras instalaciones que se encuentran en dichos niveles. Uno de ellos, en la parte superior, llama mi atención. ¡Eureka! ¡La encontré!

—Disculpe —le espeto al anciano. El hombre vuelve la cabeza, como un paralítico, para mirarme. Señalo la lista colgada—. He cambiado de idea. Me gustaría ir al piso 52. A la Biblioteca de la Tercera Ciudad.

El viejo me mira con desesperación durante un instante y luego apoya una de sus manos temblorosas en los ruidosos controles, al tiempo que baja una palanca antes de apoyarse imperiosamente de nuevo en el raíl. Cierra los ojos.

El ascensor chirría, protesta, se agita y vibra de un lado al otro. Casi me caigo, lo mismo que el compañero del taburete. Las sillas se vienen abajo. Un espejo se resquebraja. Un aplique se descuelga del techo y rebota, como un ahorcado, deteniéndose entre balanceos en medio de una cascada de yeso, polvo y cables colgando.

Nos detenemos momentáneamente. El viejo ascensorista se sacude el polvo de los hombros, se recoloca la chaqueta y el sombrero, recoge el taburete y vuelve a accionar los controles. Ascendemos, con un movimiento mucho más suave en comparación.

—Lo siento —le grito al anciano. Me mira con furia y luego empieza a escudriñar el ascensor, como si intentase descubrir por qué crimen terrible me estoy disculpando—. No pensaba que parar y volver atrás iba a resultar tan... aparatoso —prosigo. El tipo parece completamente fuera de juego, y no deja de observar con detenimiento el interior damnificado del ascensor decrépito, como si no pudiera comprender de qué va todo este jaleo.

Paramos. Al llegar, no suena ninguna campana, sino un potente timbre cuyo estruendo debe de haberse escuchado a kilómetros. El ascensorista mira asustado hacia arriba.

—Ya hemos llegado, señor —grita.

A continuación, me abre las puertas a un panorama caótico y vuelve a entrar en el ascensor. Durante unos instantes, observo anonadado el lugar, mientras avanzo lentamente. El ascensorista se asoma con curiosidad para ver algo, pero sin moverse de su sitio.

Parece que hemos aterrizado en el escenario de una catástrofe terrible. El vestíbulo es inmenso y está lleno de escombros. Frente a nosotros hay fuego, vigas desplomadas, tuberías destrozadas, cables sueltos. Varios hombres uniformados se precipitan de un lado al otro equipados con mangueras de incendios, camillas y otros accesorios que no logro identificar. Una nube colosal de humo envuelve todo. El estruendo y el jaleo formado por los sonidos discordantes de alarmas y bocinas, explosiones y gritos de mando amplificados resultan atemorizantes, incluso para unos oídos ya prevenidos de alguna forma por el timbre escandaloso que ha anunciado nuestra llegada. ¿Qué diablos ha pasado aquí?

—Pues no es por nada —dice el anciano entre toses—, pero esto no parece una biblioteca, ¿verdad?

—No, lo cierto es que no —respondo, y observo que unos doce hombres transportan una especie de bomba inmensa entre los escombros que inundan el vestíbulo—. ¿Está seguro de que este era el piso?

—Completamente, señor —contesta, mientras comprueba el indicador del ascensor y golpea la esfera con su puño artrítico.

Una explosión repentina en una pila de tuberías y vigas emite un cilindro de humo negro y chispas en nuestra dirección. Unos hombres sofocan el conato. Uno de ellos, uniformado con un mono amarillo brillante y un sombrero alto, nos ve y agita un megáfono. Pasa por encima de unas camillas ocupadas y se acerca a nosotros.

—¡Oigan! —grita—. ¿Qué demonios creen que están haciendo? ¿Acaso son macabros o morbosos? ¿Es eso? Márchense por donde han llegado.

—Estoy buscando la Biblioteca de Archivos y Material Histórico de la Tercera Ciudad —respondo pausadamente. El hombre señala, con el megáfono, el panorama caótico que tiene detrás.

—¡Y nosotros también, imbécil! ¡Hay que joderse! ¡Largo de aquí! —Lanza el megáfono hacia mi pecho y se da la vuelta, furioso; tropieza con uno de los cuerpos de una camilla y corre hacia los hombres que manipulan la bomba gigante. El viejo ascensorista y yo nos miramos. Cierra las puertas.

—Qué tipo más descortés, ¿eh, señor?

—Parecía algo nervioso, sí.

—¿A la plataforma del tren, señor?

—Mmm... Ah, sí, por favor. —Vuelvo a sujetarme al pasamanos mientras descendemos—. Me pregunto qué le habrá pasado a la biblioteca.

—A saber, señor —añade el anciano, encogiéndose de hombros—. En estas zonas tan altas siempre pasan cosas curiosas. He visto cada caso... —Niega con la cabeza y murmura—: Se sorprendería, señor.

—Sí —reconozco a mi pesar—, probablemente sí.


Por la tarde, en el club de frontón, gano un partido y pierdo otro. Los aviones y sus extrañas señales son el único tema de conversación; la mayor parte de los socios del club (profesionales y burócratas) perciben el extraño vuelo no autorizado como una atrocidad injustificada frente a la que hay que tomar medidas. Pregunto a un periodista si se ha enterado de un terrible incendio en la planta que presuntamente alojaba la Biblioteca de la Tercera Ciudad, pero ni siquiera ha oído hablar de la biblioteca y, desde luego, no tiene noticias sobre ninguna catástrofe en la parte superior de la estructura del puente. Consultará con sus fuentes.

Desde el club, llamo a Reparaciones y Mantenimiento para dar parte de las averías de mi televisor y mi teléfono. Como algo en el club y voy al teatro por la noche, a ver una obra poco inspirada sobre la hija de un guardavía, enamorada de un turista que resulta ser el hijo de un jefe ferroviario que va a casarse y quiere tener una última aventura amorosa. Me marcho al finalizar el segundo acto.


En casa, mientras me desvisto, un trozo de papel arrugado se cae de uno de mis bolsillos. Es el diagrama que la recepcionista de la clínica me dibujó para mostrarme el camino hasta la nueva consulta del doctor Joyce. Es algo así:


Me quedo mirándolo, con cierta confusión. La cabeza me da vueltas mientras la estancia parece inclinarse, como si todavía me encontrase en el ascensor en forma de «L» con el viejo ascensorista, ejecutando otra maniobra no programada y peligrosa por el hueco del ascensor. Por un momento, mis pensamientos se revuelven, mezclados como las señales de humo emitidas por los extraños aviones de la mañana (y, por un instante, mareado y tambaleante, yo también me siento turbio e indefinido, como una masa caótica y amorfa similar a la neblina que se enrosca entre la enrevesada complejidad del puente y cubre las capas de pintura antigua de sus vigas y sus radios como una transpiración de la propia estructura).

Suena el teléfono, que me resucita bruscamente de mi extraño momento. Descuelgo el auricular, pero lo único que oigo son los mismos tonos regulares de antes.

—¿Hola? ¿Hola? —digo. Nada.

Cuelgo. Vuelve a sonar y se repite la escena. Esta vez lo dejo descolgado y tapo el auricular con un cojín. Ni siquiera intento poner en marcha el televisor. Ya sé lo que veré.

Mientras me dirijo a la cama, me doy cuenta de que aún sostengo el papel arrugado. Lo tiro a la papelera.

Tres

A mi espalda, el desierto. Al frente, el mar. Uno dorado y el otro azul, dos rivales y yo en el medio. Uno se movía aprisa, estallaba en crestas y ondas, se erguía en blanco y caía para vencer al anaquel de arena, con una especie de respiración regular... El movimiento del otro era más lento, pero inexorable; las inmensas olas de arena caerían también gracias al peine invisible de la mano del viento.

Entre ambos, medio sumergida por ellos mismos, reposaba la ciudad en ruinas.

Erosionadas por la arena y el agua, apresadas como una masa indefinida entre dos ruedas de acero, las piedras de la ciudad se entregaban sumisas a los caprichos del aire.

Yo estaba solo, y caminaba bajo el calor del mediodía, como un fantasma vagando entre las ruinas. Mi sombra yacía a mis pies, hacia atrás, invisible.

Las piedras rojizas se apiñaban en desorden. La mayoría de las calles había desaparecido tiempo atrás, enterrada bajo la invasión de las arenas. Arcos derrumbados, dinteles desplomados y muros derribados luchaban contra las invencibles dunas. En la costa escarpada, crinados por las aguas, más bloques de piedra hacían romper las olas. Algo más adentrados en el mar, torres inclinadas y un fragmento de un arco emergían desde las aguas, lamidos por las olas como huesos de cuerpos de náufragos ahogados.

Sobre las puertas vacías y las ventanas cubiertas de arena, había frisos cincelados con figuras y símbolos. Estudié atentamente aquellas curiosas imágenes, apenas legibles, en un intento de descifrar sus patrones lineales. La arena arrastrada por el viento había erosionado algunos muros hasta el punto de que el grosor de la piedra era menor que la profundidad de los símbolos. El cielo azul brillaba a través de las ruinas rojizas.

Conozco este lugar, me dije a mí mismo. «Te conozco», dije a lo que quedaba de ciudad.

Una colosal estatua se alzaba a cierta distancia del conjunto de ruinas. Representaba a un hombre, de un tamaño tres o cuatro veces superior al normal, mirando en diagonal entre la línea de la costa y el centro de las calladas ruinas. Sus brazos se habían caído tiempo atrás, se notaba por los muñones, redondeados por la erosión del viento y la arena. Por la espalda y uno de los costados, tanto el cuerpo como la cabeza mostraban los efectos de las inclemencias del entorno con el paso de los años. Pero de frente, y por el otro lado, todavía podían apreciarse los detalles de la escultura; un torso desnudo, con una considerable tripa, y el pecho cubierto de cadenas, joyas y gruesos collares. La cabeza era grande, con muy poco pelo, y llevaba pendientes y tachuelas en nariz y orejas. La expresión de aquel rostro desgastado por el tiempo me pareció intraducible, lo mismo que los símbolos cincelados en las ruinas; tal vez denotaba crueldad, tal vez amargura, tal vez una indiferencia insensible frente a todo, excepto quizá frente a la arena y el viento.

—¿Mofa? ¿Moca? —Sin apenas darme cuenta, de mi boca emanó un susurro dirigido a aquellos ojos de piedra. El gigante no respondió. Mi voz se perdió con el viento, despacio. Los nombres también desaparecen. Primero se alteran, después se reducen y al final se olvidan.

En la playa que se veía frente a la ciudad, a cierta distancia de la mirada pétrea de la estatua, vi a un hombre. Era de estatura baja, cojo y jorobado, y yacía de rodillas sobre las olas que morían en la arena, mojando sus harapos en el mar, mientras golpeaba la superficie del agua con una especie de látigo pesado, con cadenas, y reflexionaba en voz alta.

Su cabeza se hundía bajo el peso de su espalda deforme. Su cabello, largo y mugriento, se abatía enmarañado sobre las olas y, de vez en cuando, como un pelo grisáceo que irrumpía desde aquella imprecisa masa oscura, una larga hebra de saliva caía en el agua y se alejaba mar adentro.

No dejaba de levantar y dejar caer el brazo derecho, batiendo las olas con su mayal, un instrumento pesado, de escasa longitud, con una lustrosa asa de madera y una decena de cadenas de acero oxidadas. Las aguas que lo rodeaban formaban espuma y burbujas bajo su ataque firme e incesante, y se enturbiaban con los granos de arena de la orilla.

El jorobado detuvo los azotes durante un momento, se movió ligeramente hacia un lado (como un cangrejo), se limpió la boca con el puño y reanudó su actividad; mientras farfullaba sin cesar, las cadenas se levantaban, subían, caían y chocaban contra el agua. Me quedé de pie en la orilla, tras él, mirándolo durante un buen rato. Volvió a detenerse, se limpió la cara de nuevo, y dio otro paso hacia un lado. Una ráfaga de viento agitó su vestimenta andrajosa y su pelo grasiento y enredado. Mi propia ropa fue golpeada por la misma racha de aire y, posiblemente, el jorobado notó entonces mi presencia, porque no retomó su acción de inmediato. En lugar de ello, movió levemente la cabeza, como intentando localizar algún débil sonido. Me pareció que quiso enderezar su espalda retorcida, pero desistió al momento. Se volvió lentamente, mediante una sucesión de pequeños pasos laterales, como si tuviera los pies anclados a un eje. Finalmente, se detuvo cuando nos encontramos cara a cara. Elevó la cabeza muy despacio, hasta que pudo mirarme a los ojos. Entonces se levantó, con las olas aún rompiendo en sus rodillas y el mayal colgando de su mano contraída.

Apenas se le veía el rostro entre la embrollada masa de cabello que se dejaba caer hacia el agua, como si de otra cadena se tratase. Su expresión era inextricable. Esperé a que hablase, pero se quedó callado, pacientemente, hasta que al final dije:

—Perdóneme. Continúe, continúe.

No medió palabra durante un rato. Ni siquiera dio señales de haberme oído, como si una corriente de aire fluyese entre los dos. Pero entonces, contestó con una voz sorprendentemente cálida:

—Es mi trabajo, ¿sabe? Me han contratado para hacer esto.

—Ah, claro —asentí. Esperé alguna explicación adicional. De nuevo, pareció oír mis palabras bastante después de haberlas pronunciado. Al cabo de un rato, empezó a decir:

—Verá: una vez, un gran emperador...

Entonces su voz se desvaneció y guardó silencio durante unos instantes. Esperé. Después negó con la cabeza y volvió a arrastrarse en círculo hasta encontrarse de nuevo frente al azul horizonte. Le grité, pero no dio señales de haberme oído.

Empezó a pegar otra vez a las olas, a la vez que farfullaba y murmuraba de forma templada y continua.

Lo observé un rato más mientras golpeaba el mar y luego me di la vuelta y empecé a andar. Un brazalete de acero, parecido a la manilla de una esposa (cuya presencia no había notado hasta entonces), tintineaba rítmicamente en mi muñeca mientras caminaba de vuelta hacia las ruinas.

¿Realmente he soñado todo eso? La ciudad en ruinas junto al mar, el hombre con el látigo de cadenas... Por un momento, me siento confundido. ¿Acaso me acosté anoche con la intención de soñar algo para contárselo al doctor?

En la oscuridad de mi cama, grande y cálida, siento una especie de alivio. Río calmosamente, complacido conmigo mismo por haber logrado tener un sueño para poder trabajar con el doctor con plena conciencia de ello. Me levanto y le pongo un albornoz. Hace frío en el apartamento; la aurora gris resplandece suavemente a través de las grandes ventanas. Una minúscula luz parpadeante brilla a lo lejos, en el mar, tras un gran banco de nubes bajas, como si las nubes fuesen tierra firme y la boya parpadeante una señal de puerto.

Se oye un carillón lejano, seguido de las campanadas que anuncian que son las cinco de la mañana. El silbato de un tren sopla en la distancia, y un murmullo apenas perceptible atestigua el paso de un convoy de mercancías.

En la sala de estar, observo la imagen gris y estática del hombre en la cama de hospital. Las figuras de bronce situadas en diversos puntos de la estancia, que representan a trabajadores del puente, reflejan la luz tenue y monocroma en sus superficies toscas. De pronto, una mujer, enfermera, entra en silencio en la pantalla y se acerca a la cama del hombre. No puedo verle el rostro. Parece que le está tomando la temperatura.

No se oye otro sonido que el de un siseo distante. La enfermera rodea la cama para comprobar las máquinas. Desaparece de nuevo, detrás de la cámara, para regresar enseguida con una bandeja metálica. Coge una jeringuilla, la llena con un líquido procedente de una botellita, coloca la aguja e inyecta el fluido en el brazo pálido del hombre. Siento un ligero escalofrío; nunca me han gustado las inyecciones. Estoy seguro.

La imagen es demasiado granulosa como para permitirme apreciar cómo la aguja perfora la epidermis del paciente, pero con mi imaginación, veo el filo de la aguja penetrando en la pálida piel del enfermo... Se me escapa una mueca de dolor solidaria y apago el televisor.

Levanto el auricular del teléfono. Los pitidos continúan, tal vez algo más rápidos que antes. Vuelvo a colgar y el aparato suena al momento. Descuelgo de nuevo, pero en lugar del tono de línea...

—Ah, Orr, por fin te encuentro. Eres tú, ¿no?

—Sí, Brooke, soy yo.

—¿Dónde has estado? —pregunta arrastrando las palabras.

—Durmiendo.

—¿Dónde, dices? Lo siento, es que con este ruido... —Oigo muchos parloteos de fondo.

—En ningún sitio. Estaba durmiendo —repito.

—¿Durmiendo? —pregunta en voz muy alta—. Muy mal, Orr, pero que muy mal. Estamos en el bar Dissy Pitton's. Vente para acá, que te hemos guardado una botella.

—Brooke, estamos en plena noche.

—Madre de Dios, ¿en serio? Vaya horitas de llamar, las mías, ¿no?

—Está a punto de amanecer.

—¿De verdad? —la sorprendida voz de Brooke se aleja del teléfono. Se oye cómo grita algo, a lo que siguen unos vítores—. Entonces date prisa, Orr. Coge un tren o algo. Te esperamos.

—Brooke... —empiezo, pero vuelvo a oírle hablando lejos del teléfono y, a continuación, más gritos.

—Ah, sí —prosigue—. Tráete un sombrero. Tienes que traer sombrero. —Más gritos de fondo—. Y tiene que ser de ala ancha. ¿Tienes un sombrero de ala ancha?

—Yo... —Me interrumpen más gritos.

—¡Sí, tiene que ser de ala ancha! —grita Brooke—. No se te ocurra venir con un sombrero que no sea de ala ancha. ¿Lo tienes o no?

—Me parece que sí —respondo, con la sospecha de que mi afirmación es como un compromiso para acudir a la cita.

—Perfecto —concluye Brooke—. Nos vemos ahora, entonces. No olvides el sombrero.

Fin de la llamada. Cuelgo el teléfono, vuelvo a descolgar y oigo los tonos regulares otra vez. Miro de nuevo la luz parpadeante bajo el banco de nubes, me encojo de hombros y me dirijo al vestidor.


El bar Dissy Pitton's está dispuesto entre varios pisos asimétricos, en una zona poco elegante, a pocos niveles por encima de la plataforma del tren. Justo bajo la planta inferior hay una fábrica de cuerdas, donde grandes y estrechas bobinas sujetan metros de cuerdas y cables enrollados. Como para no desentonar con el entorno, el Dissy Pitton's es un local de cuerdas y cables, donde las mesas y las sillas cuelgan del techo, en lugar de reposar sobre el piso. Como Brooke observó en una ocasión, en uno de sus raros brotes de humor, en el Dissy Pitton's ni siquiera los muebles tienen los pies en el suelo.

El guardia de seguridad de la entrada se ha dormido de pie, apoyado contra la pared del local, con los brazos cruzados y la cabeza gacha. La visera de su gorra le protege los ojos de la luz del cartel de neón que cuelga sobre la puerta. Está roncando. Entro sin despertarlo y subo por dos pisos oscuros y desiertos, hacia donde suena el ruido indicador de que la fiesta continúa.

—¡Orr! ¡El mismo que viste y calza! —Brooke se acerca con pasos inestables entre la gente y el conjunto balanceante de mesas, sillas, butacas y pantallas suspendidas. Tropieza con un cuerpo tumbado en el suelo.

En el Dissy, los borrachos rara vez permanecen en las mesas durante mucho rato. Normalmente, terminan tumbados en algún rincón del bar, tentados por el interminable suelo de teca a gatear conducidos por un instinto hondamente arraigado de curiosidad infantil, o tal vez por el deseo de fingir ser babosas reptantes.

—Qué bien que hayas venido, Orr—exclama Brooke, cogiéndome del brazo. Le echa un vistazo al sombrero de ala ancha que he elegido para la ocasión—. Bonito sombrero —observa mientras me lleva a una mesa apartada.

—Sí—afirmo, extendiéndoselo—. ¿Quién lo quería? ¿Y para qué?

—¿Cómo? —se detiene, le da la vuelta al sombrero y mira dentro de la copa, atónito, como buscando alguna pista.

—Me dijiste que debía venir con un sombrero de ala ancha, ¿recuerdas? —le digo—. Antes, me pediste que lo trajera.

—Mmm... —murmura Brooke mientras me conduce a una mesa de tres o cuatro personas. Reconozco a Baker y a Fowler, dos ingenieros colegas de Brooke. Se encuentran en pleno proceso de intentar levantarse. Brooke aún parece perplejo. Estudia atentamente el sombrero.

—Brooke —apunto, intentando que no se delate la exasperación en mi voz—, tú me pediste que trajera el maldito sombrero, no hace ni media hora. No puedes haberlo olvidado.

—¿Estás seguro de que eso ha sido hoy? —pregunta Brooke con cierto escepticismo.

—Brooke, ¡me has llamado por teléfono! Me invitaste a venir aquí. Me dijiste...

—Ay, mira —prosigue Brooke, eructando e inclinándose por una botella—, tomemos un poco de vino y pensemos en ello. —Me planta una copa en las manos—. Tenemos que ponernos al día.

—Bueno, me temo que no hay nada que hacer.

—No estás enfadado, ¿verdad, Orr? —pregunta Brooke mientras me sirve el vino.

—No. Simplemente, estoy sobrio. Los síntomas son similares.

—Estás enfadado.

—No. No lo estoy.

—¿Por qué estás enfadado?

¿Por qué me da la impresión de que Brooke no me está escuchando? En ocasiones, me pasa. Hablo con una persona, pero una especie de vacío parece cernirse sobre ella, como si su rostro fuese realmente una máscara que oculta al verdadero interlocutor, que tiene la nariz pegada a la careta como un niño al escaparate de una tienda de dulces; pero, cuando le hablo sobre un asunto complicado o inaceptable, es como si la otra persona separase la cara de la máscara y se volviese hacia su interior y representara la acción mental equivalente a quitarse los zapatos y poner los pies en alto, tomarse una taza de café y descansar durante un rato, para volver solo en el momento en que esté preparada para asentir de forma inapropiada con la cabeza y emitir cualquier observación totalmente irrelevante, carente de fundamentos. Puede que sea cosa mía. Tal vez solo yo causo ese efecto en los demás. Quizá a nadie más le ocurre lo mismo.

En fin, supongo que esa idea resulta algo paranoica y posiblemente se trate de una de esas cosas que, cuando uno ostenta el valor suficiente como para comentarlas con otras personas, resultan ser extremadamente comunes, por no decir universales. (Ah, sí, también me ha sucedido. ¡Pensaba que esas cosas solo me pasaban a mí!)

Entretanto, los ingenieros Baker y Fowler han conseguido levantarse y ponerse los abrigos. Brooke está hablando con suma seriedad con el ingeniero Fowler, que parece tremendamente sorprendido. Pero entonces, este último parece iluminarse y emite una afirmación a la que Brooke asiente antes de volver conmigo.

—Bouch —me dice, justo antes de coger su chaqueta del respaldo de una silla.

—¿Qué? —pregunto.

—Tommy Bouch —dice Brooke mientras se pone la chaqueta—. Él era quien quería el sombrero.

—¿Para qué?

—No lo sé, Orr —admite Brooke.

—Bueno, ¿y dónde está? —pregunto, mirando por todo el bar.

—Se marchó hace un rato —contesta Brooke. Se abrocha la chaqueta. Fowler y Baker lo esperan a una distancia prudencial.

—¿Os marcháis los tres? —pregunto, más bien tontamente.

—Tenemos que hacerlo —dice Brooke, tras lo que me sujeta el brazo y me susurra en alto—. Tenemos cita urgente en casa de la señora Hanover.

—La señora... —empiezo. La casa de la señora Hanover es un burdel con licencia. Sé de buena tinta que Brooke y sus colegas lo visitan ocasionalmente, y sospecho que el lugar está frecuentado mayoritariamente por otros ingenieros (por diversos comentarios que los delatan). Me han invitado varias veces a ir con ellos, pero siempre he dejado claro que no tengo ningún interés en aceptar. Mi reticencia procede de la vanidad, no de ninguna clase de escrúpulo moral, ya se lo he aclarado a Brooke, pero sospecho que él sigue pensando que, detrás de mi discurso sobre el sexo, la política y la religión, no dejo de ser un mojigato.

—Supongo que no te apuntas, ¿verdad?

—No, gracias —contesto.

—Mmm, ya lo suponía —asiente Brooke. Me vuelve a sujetar por el brazo y se acerca a mi oído—. Lo cierto, Orr, es que es un poco embarazoso...

—¿El qué? —pregunto mientras observo al ingeniero Fowler hablando con un joven de pelo largo sentado detrás de él. Otro chico está desplomado sobre la mesa contigua.

—Es la hija de Arrol —susurra Brooke, mirando de reojo por encima de su hombro.

—¿Quién?

—La hija del ingeniero jefe Arrol —prosigue Brooke en voz baja—. Se nos ha agregado, ¿sabes?, y su hermano se ha quedado frito, y si nos marchamos ahora, no habrá nadie que... Mira, podrías... hablar con ella, ¿no?

—Brooke —espeto fríamente—, primero me llamas a las cinco de la madrugada, y luego... —Ya no me dejan continuar.

Baker, apoyado por un ansioso Fowler, se precipita hacia Brooke y le dice:

—Creo que deberíamos irnos, Brooke. No me siento demasiado... —El ingeniero Baker calla. Parece que va a vomitar. Sus mejillas se hinchan, traga, hace una mueca y asiente en dirección a la escalera que lleva al piso de abajo.

—Tenemos que marcharnos, Orr —dice Brooke precipitadamente, sujetando a Baker por un brazo mientras Fowler hace lo propio con el otro—. Nos vemos luego. Gracias por cuidar de la chica. Lo siento, pero tendréis que hacer vosotros mismos las presentaciones.

Los tres pasan por delante de mí y Brooke me devuelve el sombrero. Fowler arrastra a Baker hacia las escaleras, con Brooke a remolque del brazo de Baker.

—Le diré a Tommy Bouch lo del sombrero, si lo veo —me grita Brooke.

Se alejan dando tumbos entre la multitud. Cuando me vuelvo, me llama la atención el joven con el que hablaba Fowler momentos antes. Con los ojos algo idos, me mira y me sonríe.

Error. No es un joven. Es una joven. Lleva un traje oscuro de corte elegante, con pantalones anchos, un chaleco de brocado con una cadena cruzada de oro, algo ostentosa, y una camisa de algodón blanco. En el cuello abierto, luce una pajarita negra desabrochada. Zapatos negros. Su cabello es largo, hasta los hombros. Está sentada de costado sobre una silla, con una pierna encogida. Levanta una de sus cejas oscuras y yo sigo su mirada hasta donde el trío de ingenieros que acaban de abandonar la mesa intenta abrirse paso entre el mar de personas que tapan el acceso a la escalera.

—¿Cree que lo conseguirán? —pregunta, mientras inclina la cabeza hacia un lado y la apoya sobre el puño cerrado.

—Me parece que lo llevan un poco crudo—respondo. Ella asiente, pensativa, y bebe el vino restante de una copa grande.

—Sí, yo también —afirma—. Lo siento, no sé su nombre.

—Me llamo John Orr.

—Abberlaine Arrol.

—¿Qué tal está? —pregunto.

Abberlaine Arrol sonríe, divertida.

—Me va como quiero que me vaya, señor Orr. ¿Y a usted?

—Debe de ser la hija del ingeniero jefe Arrol. —Una respuesta irrelevante merece otra. Dejo el sombrero al final del banco (a ver si hay suerte y alguien se lo lleva).

—Efectivamente —responde—. ¿Es usted ingeniero, señor Orr? —inquiere mientras señala el asiento contiguo a ella, con una mano sin anillos. Me quito el abrigo y me siento junto a ella.

—No. Soy un paciente del doctor Joyce.

—Aaah —dice, mientras asiente lentamente. Me mira de una forma muy directa, con un modo de proceder muy inusual en el puente, como si yo fuera un mecanismo complicado que no termina de funcionar del todo. Su rostro es joven, pero de semblante sereno, como el de una mujer mayor, aunque sin arrugas en la piel. Tiene los ojos pequeños y las facciones marcadas. Su boca es grande y sonriente, pero no puedo apartar la mirada de las minúsculas líneas de expresión que reposan bajo sus ojos grises; pequeños pliegues que le otorgan una mirada sabia e irónica.

—¿Y cuál es su problema, según los médicos, señor Orr? —No puede evitar desviar los ojos hacia mi muñeca, pero mi identificación médica queda oculta por el puño de la camisa.

—Amnesia.

—Ah, ¿sí? ¿Y desde cuándo? —No pierde el tiempo en su interrogatorio.

—Hará unos ocho meses. Unos pescadores me rescataron con sus redes.

—Ah, sí, creo que leí algo sobre el asunto. Lo pescaron en el mar.

—Eso me han contado. Es una de tantas cosas que he olvidado.

—¿Todavía no han descubierto quién es?

—No. Nadie me ha reclamado, en todo caso. Mi descripción no concuerda con la de ningún desaparecido.

—Debe de resultar extraño —murmura mientras se lleva un dedo a los labios—. Pensaba que perder la memoria podía ser interesante y... romántico —determina mientras se encoge de hombros—, pero tal vez solo resulte... ¿frustrante?

Abberlaine tiene las cejas perfectas, muy negras.

—En gran parte, resulta frustrante, pero también tiene aspectos interesantes, como el propio tratamiento. Mi médico cree en la terapia de interpretación de los sueños.

—¿Y usted?

—No. Aún no.

—Creerá en ella si ve que funciona —afirma.

—Seguramente.

—Pero —objeta mientras levanta un dedo—, ¿qué pasa si tiene que creer en ella antes de que muestre resultados?

—No estoy seguro de que esa idea coincida con los principios del doctor.

—Pero, si funciona, ¿qué más da?

—Si uno cree sin fundamento en un procedimiento, puede terminar creyendo sin fundamento en el resultado.

Por fin hace una pausa, pero muy breve.

—O sea, que podría pensar que está curado, cuando en realidad no lo está —alega—. Pero habrá obtenido un resultado concreto, recupere o no la memoria.

—Pero podría no recuperarla. Podría inventarla.

—¿Inventarse su propio pasado? —inquiere con cierto escepticismo.

—Algunas personas lo hacen todo el tiempo. —La idea era bromear, pero al escuchar mis propias palabras, no puedo evitar pensarlo en serio.

—Solo para engañar a los demás. Pero saben que están mintiendo.

—No creo que sea algo tan sencillo. Pienso que las personas a quienes más podemos engañar somos nosotros mismos. Es más, puede que engañarnos a nosotros mismos sea una condición indispensable para engañar a otros.

—Ah, no —asegura firmemente—. Para ser un buen mentiroso, hay que tener muy buena memoria. Si quieres engañar a los demás, debes ser más inteligente que ellos.

—¿Piensa que la gente no termina creyéndose sus propias historias?

—Bueno, tal vez algunos pacientes de centros psiquiátricos, pero nadie más. Creo que muchos de los que afirman creer que son otras personas están jugando de alguna forma con el personal sanitario.

¡Qué gran verdad! A veces, me da la impresión de que recuerdo cosas con plena seguridad, incluso cuando no tengo claro qué era lo que tenía tan claro.

—Seguro que piensa que es fácil engañar a los médicos — afirmo.

Ella sonríe. Su dentadura es impecable. Soy consciente de que estoy evaluándola y analizándola. Es entretenida sin ser encantadora, absorbente sin ser cautivadora. Afortunadamente.

—Creo que es fácil engañarlos cuando tratan la mente como si fuera un músculo —apunta—. No es muy frecuente que sus pacientes intenten mentirles deliberadamente.

Para el doctor Joyce, no creer todo lo que le cuentan sus pacientes parece una cuestión de ética profesional.

—Bueno —respondo—, creo que un buen médico sabe distinguir al charlatán de turno. La mayoría de la gente carece de la imaginación necesaria para asumir un papel con la convicción suficiente.

—Tal vez —dice arqueando las cejas y mirando intencionadamente al vacío—. Es que recordaba la infancia, cuando...

En este momento, el hombre sentado al otro lado, con los brazos hundidos en la mesa y la cabeza hundida en los brazos, se remueve y bosteza, mirando a su alrededor con los ojos llorosos. Abberlaine Arrol se vuelve hacia él.

—Ah, te has vuelto a despertar —le espeta al joven desgarbado de ojos turbios y nariz grande—. Por fin has reunido un grupo aceptable de neuronas, ¿eh?

—No seas capulla, Abby —le dice, tras lanzarme una mirada cargada de desdén—. Tráeme un poco de agua.

—Puede que tú seas un animal, querido hermano —responde—, pero yo no soy tu cuidadora.

El tipo echa un vistazo por la mesa, en su mayor parte cubierta de platos sucios y copas vacías. Abberlaine Arrol me mira.

—Supongo que no tiene usted hermanos, ¿no?

—No, que yo sepa.

—Ajá...—Se levanta y se dirige a la barra. El hermano cierra los ojos y se apoya en el respaldo de la silla, balanceándola ligeramente. El bar se está vaciando. Solo se ven algunos pares de piernas asomando tras las mesas distantes, testigos de donde las incursiones alcohólicas de sus propietarios a los viejos tiempos del gateo han llegado a su fin. Abberlaine Arrol regresa con una jarra de agua. Está fumando un cigarro largo y fino. Se detiene frente al joven y le vierte un poco por encima de la cabeza, al tiempo que exhala una bocanada de humo.

El joven tropieza y cae al suelo. Suelta una palabrota y se levanta como puede. Ella le acerca la jarra para que beba y lo mira con una especie de desprecio divertido.

—¿Ha visto la famosa formación aérea de esta mañana, señor Orr? —pregunta la señorita Arrol sin dejar de mirar a su hermano.

—Sí. ¿Y usted?

—No —responde, negando con la cabeza—. Me lo han contado, pero al principio, pensaba que se trataba de alguna especie de broma.

—A mí me pareció muy real.

Su hermano se termina el agua y lanza la jarra hacia atrás, con un gesto muy teatral. El objeto se rompe contra una de las mesas del fondo, envueltas en oscuridad. Abberlaine Arrol mueve la cabeza con desaprobación. El joven bosteza.

—Estoy cansado. Vamos. ¿Dónde está papá?

—Se ha ido al club. Pero ya hace un buen rato de eso. Ya debe de estar en casa.

—Perfecto. Vamos, entonces. —Empieza a caminar hacia las escaleras. La señorita Arrol me mira y se encoge de hombros.

—Tengo que marcharme, señor Orr.

—No se preocupe.

—Me ha gustado hablar con usted.

—El placer ha sido mutuo.

Vuelve la mirada hacia al borde de las escaleras, donde el joven la espera con los brazos en jarras.

—Tal vez tengamos la oportunidad de continuar la conversación otro día —me dice.

—Eso espero.

Se queda allí de pie durante un momento; delgada, ligeramente despeinada, fumando; y emite una exagerada reverencia con un gesto de su mano, tras lo cual se retira, sosteniendo el cigarro en la boca. Una línea de humo gris se retuerce detrás de ella.


Muchos clientes se han marchado ya. La mayor parte de las personas que quedan en el Dissy Pitton's es parte del personal del local. Están apagando luces, limpiando mesas, barriendo el suelo, levantando cuerpos ebrios del mostrador... Me siento y termino mi copa de vino. Está caliente y amargo, pero odio dejar un vaso a medias.

Finalmente, me levanto y sigo el estrecho pasillo que todavía está iluminado, en dirección a las escaleras.

—¡Señor! —Me vuelvo. Un camarero armado con una escoba tiene el sombrero de ala ancha en sus manos—. ¡Su sombrero! — exclama mientras lo agita, no fuera a ser que yo lo confundiese con la escoba. Agarro el maldito sombrero, convencido de que, si hubiera sido un preciado objeto, lo hubiera vigilado constantemente y me hubiera asegurado de no perderlo, seguramente habría desaparecido para siempre.

En la puerta, el guardia de seguridad, que ya se ha despertado de su cabezadita, está interrogando a Tommy Bouch sobre su identidad y su destino. El ingeniero Bouch parece totalmente incapaz de emitir sonidos coherentes; su rostro muestra una tonalidad verdosa y el guarda tiene dificultad para mantenerlo en pie.

—¿Conoce a este caballero, señor? —me pregunta. Niego con la cabeza.

—No lo había visto nunca —respondo, mientras le planto el sombrero en las manos—. Pero se dejó esto dentro.

—Ah, gracias, señor —dice el guardia. Sostiene el sombrero frente al rostro del ingeniero para que pueda verlo (o verlos, porque seguramente vea doble)—. Mire, señor, su sombrero.

—Graciash —consigue pronunciar Bouch justo antes de transferir el contenido de su estómago a la copa del sombrero. Y gracias a su ala ancha, no salpica demasiado.

Me alejo caminando, con una extraña sensación de triunfo. Tal vez por eso lo quería con tanta insistencia.


—¿Que no está?

—Oh, Dios mío, cuánto lo siento, señor Orr. Estoy terriblemente desolado, pero no. No está.

—Pero si tengo...

—Sí, tenía visita, lo sé, señor Orr. Lo tengo aquí anotado, ¿ve?

—Bien, entonces, ¿cuál es el problema?

—Reunión urgente de la Junta Administrativa del Comité de Investigación del Subcomité Primario. De verdad lo siento, pero es muy importante. El doctor está muy ocupado estos días, señor. Tiene muchísimos compromisos. No se lo tome como algo personal, señor Orr.

—No, si yo no...

—Es que las cosas funcionan así, simplemente. A nadie le gustan estos asuntos administrativos, pero es un trabajo que debe hacerse.

—Sí, si yo...

—Podría haber sucedido en la hora de visita de cualquier paciente y, precisamente, le ha tocado a usted.

—Le agradezco...

—No se lo tome como algo personal. Son esas cosas que pasan.

—Sí, por supuesto...

—Y, por supuesto, esto no guarda relación alguna con el hecho de que no le notificásemos que habíamos trasladado la consulta el otro día. Ha sido una mera coincidencia. Podría haber ocurrido con cualquier persona del mundo. Simplemente, tuvo usted mala suerte. Le prometo que no se trata de nada personal.

—Yo...

—No debe tomárselo así.

—¡Que no me lo tomo así!

—Ay, señor Orr, no sea tan quisquilloso, que no es para tanto.


Fuera, recuerdo el accidentado viaje en ascensor de ayer y tomo la misma dirección, buscando la inmensa ventana circular opuesta a la entrada del ascensor decrépito en forma de «L».

Cada vez más frustrado e incrédulo, deambulo durante más de una hora entre la penumbra de techos altos de la estructura superior. Paso frente a las mismas estatuas de antiguos burócratas y bajo las mismas banderas, colgando como redes gruesas de barcos majestuosos, pero no encuentro la ventana circular ni al viejo ascensorista con su barba, ni el ascensor. Un recepcionista mayor, cuyos galones atestiguan que es un veterano de al menos treinta años de servicio, me mira atónito cuando le describo el ascensor y al anciano encargado de hacerlo funcionar.

Finalmente (el doctor no estaría nada contento si se enterase), me rindo.


Me paso las horas siguientes vagando por diversas galerías pequeñas de una sección lejana del puente, bastante apartada de las zonas que suelo frecuentar. Las galerías son oscuras y rancias, y los guardas parecen sorprendidos de que alguien quiera acudir a contemplar sus exposiciones. No encuentro nada que me satisfaga; todas las obras parecen desgastadas y pasadas; los cuadros, descoloridos y las esculturas, desinfladas. No obstante, todavía resulta más decepcionante la aparentemente enfermiza visión distorsionada de la forma humana que todos los artistas parecen compartir. Los escultores la han transformado en una imagen estrambótica semejante a la de las propias disposiciones del puente; los muslos parecen artesones, los torsos se convierten en tubos estructurales y las extremidades son vigas tensadas. Las articulaciones de los cuerpos están construidas con remaches pintados de rojo, y las vigas tubulares son miembros que emergen hacia grotescos conglomerados de metal y erupciones tumorosas de celdas veteadas. Las pinturas exhiben más o menos el mismo tipo de inquietud artística; una muestra el puente como una línea de enanos deformes en pie entre aguas residuales o sangre, con los brazos entrelazados; otra muestra una única formación tubular con serpenteantes venas azules que destacan bajo la superficie ocre, y pequeños hilos de sangre que emergen de cada uno de sus remaches.


Justo bajo esta parte del puente se encuentra una de las pequeñas islas que sirven de soporte a una de cada tres secciones.

Dichas islas son más o menos regulares en lo que respecta a la superficie y el tamaño aproximados, pero varían en la forma y en el uso. En algunas hay viejas minas y cuevas subterráneas, otras están cubiertas casi en su totalidad por trozos de hormigón que se desprenden de la estructura y por fosos circulares que parecen viejos emplazamientos de armas. Algunas son la base de edificios en ruinas, antiguas bocas de pozo o viejas fábricas derruidas. La mayoría de las islitas tiene un puerto en un extremo, y algunas no muestran signo alguno de vida humana, sin construcciones de ningún tipo, con simples extensiones verdes recubiertas de algas marinas.

No obstante, tienen en común un misterio: cómo pudieron llegar ahí. Parecen naturales, pero, juntas, vistas desde su lineal uniformidad, las islas comparten una especie de patrón, un orden innatural que las hace incluso más extrañas que el puente, al que, de forma intermitente, sirven de soporte.

Lanzo una moneda por la ventana del tranvía que me lleva a casa. Puedo ver cómo su brillo se adentra en el mar, no en una de las islas. Otros dos pasajeros también lanzan monedas, y por un momento, tengo la breve y absurda visión del aspecto del mar en el futuro: aguas repletas de monedas, rebosantes de los residuos monetarios de deseos pedidos, en torno a los huesos huecos de metal de un puente rodeado por un sólido desierto de dinero.


De nuevo en mi apartamento, antes de irme a la cama, observo durante un rato al hombre de la cama de hospital. Miro su imagen granulosa y gris con tanta atención y tanto tiempo que casi caigo hipnotizado por esa estampa quieta e inexpresiva. Arraigado en la oscuridad del anochecer, con la mirada fija, me parece que no estoy mirando una pantalla fosforescente de cristal, sino más bien una lámina de metal brillante, con un grabado lineal veteado en una resplandeciente tabla de acero.

Espero a que suene el teléfono.

Espero a que vuelvan los aviones.

Entonces, aparece una enfermera, la misma de antes, con la misma bandeja metálica. Se rompe el hechizo, se quiebra la ilusión de la pantalla de acero.

La enfermera prepara la jeringuilla otra vez y frota el brazo del hombre con un algodón. Me estremece un escalofrío, como si ese alcohol, ese néctar, recorriese mi cuerpo entero y me congelase la sangre.

Cuatro

Era el mago el que me lo dio, me dijo que era un familiar; sí, sí, un duende de esos que sirven para ayudar a los magos y eso, sentado en mi hombro dando el coñazo todo el rato. No se puede aguantar, pero no tengo más cojones, porque lo tengo ahí pegado y no para de hablar y hablar. El mago me dijo que me ayudaría; me dijo que me diría cosas, pero pensaba que eran cosas útiles y no mierdas, porque solo dice cosas raras y no calla. Quería sobornarme porque pensaba que lo iba a matar, y sí que iba a matarlo, y me dijo que si no lo mataba me daría a un familiar para vigilar por las noches y ayudarme y eso. Y le dije, bueno, vale, a ver qué hace el familiar ese, y el mago va a su armario y saca una caja pequeña y mete algo dentro y dice unas palabras o algo así (yo lo vigilaba de cerca, por si intentaba algo raro, tenía la espada en su cuello, por si intentaba convertirme en algún bicharraco o algo, pero no). Saca de la caja una cosa rara como un gato o un mono, todo peludo y negro, con dos alas negras en la espalda y los ojos bizcos, y me lo pone en el hombro y me dice: «toma, muchacho». Y a mí me acojonó un poco porque era una cosa rara sentada aliado de mi cabeza, pero yo aún tenía la espada en el cuello del mago, y miré a la cosa de ojos saltones y le pregunté: «entonces, ¿dónde está el puto oro?», y me contestó, «en el baúl detrás de la cortina, pero es un baúl mágico y parece que no tenga nada, pero tú podrás sentir el oro y se hará visible cuando lo saques». El mago podía sacar el oro como yo, así que le hice ir y cogerlo, y lo que dijo el familiar era verdad, así que le pregunté qué tenía que hacer entonces y me dijo: «Para empezar, mata a este viejo; es un cliente conflictivo». Así que me cargué al mago, pero la cosa peluda no dijo nada útil desde ese momento, está agobiando todo el día y eso.

—... por supuesto, según las normas preceptivas de la Nueva Simbología, y tal como se representa en la Gran Cábala francesa, la torre representa el refugio, la limitación de contacto con el mundo real, una extrospección filosófica. En resumen, no guarda relación alguna con la preocupación literalmente infantil por el simbolismo fálico que mencioné anteriormente. De hecho, excepto en el caso de las sociedades más opulentas de moralidad, cuando las personas quieren soñar con el sexo, sueñan con el sexo. En realidad, la combinación de las cartas La Toury La Mine en el juego menor se considera particularmente reveladora, y la preeminencia de la torre sobre el foso, ciertamente, denota una resonancia sexual de propósitos predictivos, que la simple combinación de refugio y miedo al fracaso no parece implicar de inmediato; no obstante...

Lo que decía, para volverse loco, joder. Y no puedo quitarme al puto bicho del hombro porque tiene las garras clavadas en mi carne y eso. Ahora no me duele, pero verás cuando me lo haya quitado... y ni siquiera puedo darle un golpe con una roca o clavarle la espada porque se pone a gritar como un loco y a saltar y no hay forma de darle, así que mejor no pierdo el tiempo y eso.

Igualmente, todo me ha ido bien desde que está conmigo, así que a lo mejor me da suerte y todo. Porque pensaba que las cosas serían fáciles sin el mago, pero no; yo soy un caballero de la espada, y no un puto brujo. Además, se conoce que se me ha dado todo bien desde que llevo al familiar en el hombro, y encima me ha enseñado palabras nuevas y eso, así que ahora soy mucho más culto y todo. Ah, sí, y me he olvidado de decir que si intento quitármelo del hombro o no le doy de comer, se pasa toda la noche hablando y no me deja dormir; pero no come mucho, así que se puede decir que es mejor que nos llevemos bien y eso. Espero que no se me cague por la espalda.

—Interesante observación. Es decir, poseo una seguridad plena en que no se habrá percatado, precisamente por ser tan monotemático (o más bien mononeuronal, si se me permitiese la franqueza), pero en las tierras de abajo la situación es precisamente la inversa a la de esta extraña altitud (¿se ha dado cuenta de que apenas puede respirar? No, probablemente, no). Aquí, en las campiñas cuya quintaesencia es el verde prado, las mujeres ostentan el mando y los hombres viven como párvulos durante todas sus vidas.

Ya está otra vez con su rollo, y ya me veo que lo vendré escuchando hasta arriba de esta puta torre, con la espada llena de sangre y dolor de brazo y eso, porque uno de los guardas me ha pillado antes en la puerta y me he perdido en este laberinto que tiene muchas habitaciones pequeñas, y además hay el fuego que he encendido antes, porque aquí huele a humo y no quiero quemarme vivo y eso, y el puto bicho no calla, para variar. A este paso nunca cogeré a la reina con sus poderes y eso. Otro guarda se me ha echado encima, pero me lo he cargado y he pasado por encima de él para seguir hasta arriba de la torre.

—Dios, estos zánganos resultan tediosos. Es cierto que su mentalidad colmenar resultaría de gran utilidad entre los vertebrados (etiqueta aplicable a usted, en mi opinión, únicamente en lo que a la estatura se refiere). ¿Sigue perdido? Me lo temía. ¿Preocupado por el humo? Naturalmente. Un tipo inteligente resolvería ambos inconvenientes de una vez simplemente mediante la observación de la dirección seguida por el humo, ya que este tiende a desplazarse hacia arriba y en este piso no proliferan las ventanas. No obstante, temo que existen pocas posibilidades de que usted pueda llegar a dicha conclusión, dado que su ingenio es tan vivaz como el de un haragán ahíto de tranquilizantes. Lástima que su flujo de conciencia no haya entrado aún en su era interglaciar, pero no todos podemos ser gigantes mentales. Imagino que todo se debe a una descodificación genética deficiente, posiblemente iniciada en el vientre materno, cuando todas las reservas sanguíneas fueron destinadas a la formación de los músculos y el cerebro se limitó al desarrollo de la parte reservada en casos normales para el dedo gordo del pie, o algo por el estilo.

Pensaba que ya estaba perdido y eso, pero miré para dónde iba el humo y vi la trampilla, así que pienso que se podrá salir por ahí o algo, pero es difícil intentar pensar algo cuando el familiar con los ojos bizcos me come la oreja todo el rato.

—Volviendo al tema de los niños, como decía antes, hemos hallado una salida hacia la planta superior, ¿no es así? Bien, felicidades. ¿Recordaremos cerrar la trampilla? Fantástico, allá vamos. El siguiente paso será atarse usted mismo los cordones de los zapatos... posiblemente unos con los otros, pero en cualquier caso, es un comienzo. ¿Por dónde iba? Niños, efectivamente. En las tierras de abajo, son las mujeres quienes están a cargo de todo. Los machos nacen bajo una aparente normalidad, pero únicamente crecen durante un tiempo, y su desarrollo se interrumpe en la estatura de un niño de dos años. Sexualmente, su madurez se completa y sus cuerpos se revisten de vello y, en ocasiones, se ensanchan ligeramente. Poseen unos genitales completamente desarrollados, pero se mantienen todas sus vidas en una talla idónea para ser acunados, y de ningún modo llegan a crecer hasta el punto de convertirse en una posible amenaza. Por supuesto, jamás alcanzan una evolución mental completa, pero, si preguntamos a cualquier mujer, este hecho no supone cambio alguno. Estos pequeños seres peludos son utilizados para procrear y perpetuar estirpes, y los resultados son pequeñas y maravillosas mascotas, pero las mujeres tienden a establecer relaciones serias entre ellas, lo que, en mi opinión, resulta de lo más procedente. Y, exceptuando otros aspectos irrelevantes para el caso que nos ocupa, se necesitan tres o cuatro machos para formar un quórum táctil satisfactorio en las relaciones sexuales, en contraposición con la mera inseminación...

Joder, es que no puede callarse la boca. Este pequeño cabrón ya estaría chamuscado si yo no hubiera encontrado la salida. Aquí arriba hace un viento del carajo, parece un pedo de dragón haciendo volar todas las cortinas y eso. Estoy buscando el camino al piso de arriba y unos guardas como osos con cabezas de hombres me han perseguido con hachas, pero también me los he cargado, y uno se ha caído por un balcón y lo he visto mientras caía hasta que se ha hecho papilla abajo, y parecía una mancha pequeñita, pero todo esto no me ha ayudado a encontrar a la puta reina y eso.

—Apostaría a que, en estos momentos, el pobre está lamentando no haber tomado aquellas clases de vuelo. Pero contemple el paisaje, hágame el favor. Cadenas de colinas, bosques, arroyos que emulan venas de mercurio... Una belleza extraordinaria que deja sin respiración. Aun con máquina de respiración asistida, me temo. No, pero usted tampoco lo requeriría, supongo; no existen excesivas posibilidades de que usted sufra de una falta de oxígeno. Imagino que posiblemente le basten un par de moléculas diarias. Dios mío, mírese; convertirse en un vegetal supondría un ascenso en su caso.

»No obstante, debo ser justo y admitir que se ha deshecho de los ofensivos carnívoros con una notable tranquilidad. Casi han logrado intimidarme, pero usted los ha abordado calmosamente, ¿no es así? Sí; tiene agallas, amigo. Es una lástima que se encuentren donde debería hallarse su cerebro, pero, como creo haber dicho anteriormente, no se puede tener todo. Personalmente, no pensaba que el trono fuese tan importante. No parece existir enlace alguno entre este piso y el superior, pero debe de haberlo en algún lugar. Si yo fuera monarca, querría un paso rápido y accesible, por si las cosas se torcieran en el salón del trono. Curiosamente, no es frecuente encontrarse ante una línea de unión entre un trono y su estrado. Pero este no es el tipo de detalle que esperaría que usted apreciase, amigo sin cerebro.

Un día este puto bicho se la va a ganar, todo el día hablando y hablando en mi oreja y eso. Me lo quitaría de encima, pero no sé cómo hacerlo. Ni puta idea. Me siento en la silla grande esta, el trono, la trona, o como coño se llame, y cuando me siento resulta que esto empieza a subir, y el maldito familiar sigue dale que te pego en mi oreja.

Y lo mejor de todo es que este es Jimmy, ya lo verás.

—Vaya, menuda sorpresa. Un ascensor poco convencional, ¿no es así? Planta setenta y nueve: lencería femenina, ropa de cama y accesorios.

Vaya sitio más raro, es para alucinar. Una sala enorme con camas pequeñas y sofás y eso, y mujeres encima, pero las mujeres no están enteras, les faltan trozos.

Están todas tumbadas en las camas pequeñas y huele a perfume por todas partes y un tío raro y gordo llega todo brillante de aceite y con una voz de pito como las mujeres. Se frotaba las manos y cantaba con una voz fuerte y lloraba como una nena y tenía la cara llena de lágrimas y eso, así que me quedé sentado un rato y luego fui a dar una vuelta por ese sitio tan raro con el gordo persiguiéndome y el familiar clavado en el hombro.

Las mujeres todas estaban vivas pero les habían cortado trozos, ninguna tenía brazos o piernas, solo los cuerpos y las cabezas. Parecía como si hubieran estado en una batalla y eso, pero no tenían cicatrices en la cara o en el cuerpo, algún cabrón les había hecho eso. Pero estaban buenas, tenían las tetas grandes y buenos cuerpos y caras bonitas. Estaban atadas con correas y algunas también lloraban.

Joder, hay tíos que tienen gustos muy, pero que muy raros, sobre todo si esto es para la reina, pero los brujos y las brujas también son muy retorcidos y eso. Aunque el gordo no me seguía a mí porque creo que se estaba tirando a las tías esas, pero yo ya me estaba hartando y me lo cargué y luego encontré a unos bichos raros como mi familiar detrás de una cortina que iban vestidos con una ropa muy rara y eso.

No sé cómo no los he visto antes, pero se me acercan y empiezan a agacharse y a tocar con las manos una antorcha y se ponen a gritar. Les pregunto dónde está la reina y el maldito oro pero empiezan a hablar raro y eso, y no entiendo una mierda. Pero yo sé de uno que sí que lo entiende.

—Qué felicidad la del hombre indocto. Estoico aun cuando es vencido. El amigo de ustedes, me refiero al individuo obeso, colisionó con la espada de mi acompañante muscular hará unos instantes, un corte desafortunado, más aún si cabe que su lesión original. Creo que la paciencia de mi adjunto está mermando de forma considerable, y ya en circunstancias óptimas es mínima, con lo que, si no desean terminar como el susodicho gordinflón (bien cuando estaba vivo, bien como se encuentra en estos momentos), yo, en su lugar, cooperaría. Dicho lo cual, ¿cómo podemos encontrar a la reina? Ah, Molochius, sí, tú siempre fuiste el hablador, ¿no es cierto? Sí, por supuesto que quedarás libre. Tienes mi palabra. Aja, ya veo. El espejo. Solo plástico, imagino. Escasamente original, pero efectivo.

Corro el espejo de detrás de los bichos raros y salen unas escaleras que suben y eso. Cojonudo.

—Fantástico, descerebrado, ahora déjese llevar por su instinto natural y veamos adónde nos dirigimos.

Me cargué también a los tíos raros esos. Solo eran huesos y piel porque la espada casi no se manchó de sangre. Mejor, porque ya me estaba cansando y me dolía el brazo de tanto matar gente y eso. La reina estaba arriba de la torre en una habitación abierta y pequeña y muy alta, acojonaba un poco por la altura y eso. Pero, bueno, la reina estaba allí vestida con un vestido como de novia, pero negro, y una bola en la mano y me miraba como si yo diera asco o así. No está muy buena, pero no es tan vieja como me creía, te la podrías hacer a oscuras y todo. No sabía lo que tenía que hacer y sus ojos eran como raros, no podía dejar de mirarle los ojos y sabía que me estaba haciendo algo de magia y eso pero no podía moverme ni abrir la boca. Hasta el familiar se quedó callado un rato y todo, y luego dijo: «Mi pobre señora. Esperaba una lucha algo mejor. Esperad un momento, que debo cruzar unas palabras con mi amigo».

—¿Se sabe aquel del hombre que entra en un bar, con un cerdo en los brazos, ornado con una cinta roja de regalo, y el camarero le pregunta «¿de dónde lo ha sacado?», y el cerdo responde...?

«Él no importa», le dice la reina... ¡al puto familiar!Y yo que no puedo mover un maldito músculo y eso. Será zorra, lo que me ha hecho... «¿Cómo has salido?», pregunta.

—El viejo Xeronisus fue algo estúpido. Contrató a este bruto y luego intentó no pagarle. Este idiota ha sido astuto. Siempre afirmé que los viejos fraudes se sobrevaloraban. Imagino que olvidó en qué caja me había guardado y me clavó en el hombro de este memo pensando que yo era uno de esos familiares baratos con una garantía de dos días y la perspicacia de un juanete.

—¡Idiota! —le dice la reina—. No sé por qué te confié a él en primer lugar.

—Uno más entre vuestros muchos errores, querida.

¡Ya le daré yo errores cuando pueda volver a mover el brazo de la espada! ¡Los dos cabrones hablando como si yo no estuviera aquí!

—Entonces, vienes a reclamar tu lugar legítimo, ¿no es así? —dice la reina.

—Efectivamente. Y en el nanosegundo preciso, por lo que puedo apreciar; parece que las cosas se han descontrolado un poco bajo vuestro mando.

—Bueno, tú me enseñaste todo lo que sé.

—Sí, querida, pero afortunadamente, no os enseñé todo lo que yo sé.

(Y yo pienso: joder, venga, esto está fatal, vamos a hacer algo ya de una puta vez).

—¿Qué es lo que piensas hacer? —dice la reina con una voz que parecía que iba a ponerse a llorar de un momento a otro.

—Deshacerme de esta reserva de animales escaleras abajo, en primer lugar. ¿Y vos?

—Ya sabes cómo me gano el sustento. Las damas los excitan y luego yo... los ordeño.

—Podríais haber elegido sementales más jóvenes.

—Ninguno tiene más de veinte años, en realidad. Lo que ocurre es que el proceso los deja secos.

—Y la espada de mi amigo todavía más.

—Bueno, no se puede tener todo —dice la reina, y parece un poco triste y se seca una lágrima de la cara y eso, y yo sigo ahí como un pasmarote sin poder moverme y pensando pobre tía y ¿qué coño pasa aquí?, cuando de repente la tía se levanta de la silla y viene hacia mí como un murciélago y eso, con la bola apuntando directa al familiar.

Casi me cago del susto, pero el familiar salió de mi hombro y fue directo a la cara de la reina y la pegó fuerte y la sentó otra vez en la silla y eso. El bicho no se despegaba de su cara y se le cayó la bola y probó a intentar despegarlo, chillando, arañándolo y dándole leches y eso.

Menuda suerte que tuve. Por fin el bicho se había quitado de mi hombro. Los miré mientras peleaban y luego quería cogerla bola de la reina, pero quemaba un huevo, así que me fui hacia las escaleras y de repente una explosión de la hostia me echó para atrás y lo dejó todo hecho polvo. Joder, menos mal que no me había dado ningún golpe con nada, pero ahora las escaleras ya no estaban y todo se había quedado al aire libre y eso, como si todo hubiera desaparecido, y ni rastro de la reina y del familiar. Cabrones.

No encontré el maldito oro. Me tiré a las mujeres aquellas y me largué. Menuda pérdida de tiempo, pero por lo menos me quité al puto familiar de encima y eso, pero no he vuelto a tener tanta suerte y a veces echo en falta al tonto ese, pero da igual. Soy un puto caballero de la espada.

No, no, no, no, era mucho peor que todo aquello (el futuro, el presente, el despertar frente a la pálida luz gris que atraviesa las cortinas, con los ojos legañosos, un nauseabundo sabor de boca y un terrible dolor de cabeza). Yo estaba allí. Aquel era yo, y deseaba a aquellas mujeres mutiladas. Me excitaban y las violé. Para el bárbaro, eso no significaba nada, menos que una mancha de sangre en su espada, pero yo ansiaba poseerlas y las hice mías. Me ahogo en mi propia repugnancia. Dios mío, es preferible la ausencia de deseo que la excitación provocada por la mutilación, el desamparo y la violación.

Salgo a trompicones de la cama, tengo una jaqueca horrible y me mareo. Un sudor frío emana de mi piel como aceite sucio y me duelen todos los huesos. Descorro las cortinas.

Hay muchas nubes bajas. El puente (en este nivel) está envuelto en una inmensa masa gris.

Dentro, enciendo todas las luces, el fuego y el televisor. El hombre postrado en la cama de hospital está rodeado de enfermeras. Su pálido rostro no demuestra sensación alguna, pero yo sé que siente dolor. Oigo mi propio lamento y desconecto el aparato. El dolor de mi pecho viene y va a un ritmo regular, con insistencia, sin descanso.

Voy dando tumbos, como un borracho, hasta el cuarto de baño. Aquí, todo es blanco y matemático, sin ventanas que muestren la niebla húmeda que hay en el exterior. Puedo cerrar la puerta, encender más luces y rodearme de reflejos precisos y superficies duras. Abro el grifo de la bañera y me quedo mirando mi imagen en el espejo durante un buen rato. Al cabo de un momento, es como si todo se volviese oscuro de nuevo, como si el mundo a mi alrededor se desvaneciese. Los ojos, según recuerdo, solo ven mediante el movimiento; unas vibraciones minúsculas los agitan de forma que la imagen apreciada cobra vida; si se paralizan los músculos oculares, o se fija algo a la córnea de forma que el objeto fijado se desplace con el ojo, la visión desaparece...

Sé que sé todo eso. Lo aprendí una vez, en algún lugar, pero no sé dónde ni cuándo. Mi memoria es un páramo inundado y yo me encuentro en un acantilado estrecho, mirando lo que en otros tiempos era un paisaje de llanuras fértiles y valles escarpados. Ahora solo se aprecia la superficie uniforme del agua, y algunas islas que fueron montañas; recortes producidos por la tectónica insondable de la mente.

Me despierto de mi pequeño trance para descubrir que mi imagen ha desaparecido; el agua corriente es muy caliente y el vapor que se arremolina frente al espejo se ha condensado en su fría superficie, enmascarándola, cubriéndola, borrándome de ella.


Vestido y aseado de forma impecable, bien desayunado y habiendo comprobado —casi con sorpresa— que la consulta del doctor sigue donde ayer y que mi cita no ha sido cancelada ni aplazada («Buenos días, señor Orr, qué alegría verlo. Por supuesto que el doctor se encuentra aquí. ¿Desea una taza de té?»), me siento en el despacho del médico, preparado para las preguntas de mi mentor.

Mientras desayunaba, he decidido que mentiré sobre mis sueños. Después de todo, si he podido inventarme los dos primeros, puedo hacer lo mismo con los sucesivos. Diré al doctor que esta noche no he soñado, e improvisaré el presunto sueño del día anterior. Ni que decir tiene que de ningún modo le explicaré lo que he soñado en realidad. Una cosa es el análisis y otra, muy distinta, la vergüenza.

El doctor, vestido con su atuendo gris habitual, y con esquirlas de hielo en la mirada, me observa expectante.

—Bien —empiezo con un tono como de disculpa—, tengo tres sueños. O un sueño con tres partes.

—Ajá. Bien, adelante —responde el doctor asintiendo y anotando algo en su bloc.

—El primero es muy breve. Me encuentro en una mansión grande y lujosa, mirando una pared negra del final de un pasillo oscuro. Todo el entorno es monocromo. De un lateral sale un hombre; anda lentamente y con pasos pesados. Es calvo y sus mejillas están sonrosadas. No oigo ningún sonido. Camina de izquierda a derecha, pero cuando pasa por el punto que yo estoy mirando, me percato de que la pared más lejana en realidad es un espejo enorme, y de que su imagen se repite una y otra vez gracias a otro espejo que debe estar frente al primero, por detrás de mí. Así, puedo ver a todos esos hombres gruesos en una gran fila, caminando con un compás perfecto, más que digno de cualquier formación de soldados... —Miro al doctor a los ojos. Tomo aliento—. Lo más curioso —prosigo— es que el reflejo más cercano al hombre, el primero, no mimetiza sus movimientos; durante un segundo, solo un instante, se vuelve y lo mira, sin perder el paso, moviendo únicamente los brazos, llevándoselos a la cabeza de esta forma —muestro la pose al doctor— y extendiéndolos, para llevarlos inmediatamente a la posición normal. El hombre auténtico, el original, no se da cuenta de nada de lo que ha sucedido. Y... bueno, eso es todo.

El doctor frunce los labios y chasquea sus gruesos dedos.

—¿También se identificó con el hombre del mar en algún momento? Igual que se sintió como el hombre que observaba desde la orilla, ¿en algún punto tuvo la sensación de ser el otro? Después de todo, ¿cuál de ellos era más real? El hombre de la playa parece haber desaparecido en un momento concreto; el hombre del látigo con cadenas dejó de verlo. En fin; no responda ahora, piense en ello, y en que el hombre que era usted no tenía sombra. Continúe, por favor. ¿Cuál es su siguiente sueño?

Miro al doctor Joyce con la boca abierta. No doy crédito.

¿Qué es lo que acaba de decir? ¿He oído lo que creo haber oído? ¿Qué es lo que le he contado? Dios mío, esto es todavía peor que lo de anoche. Estoy soñando y usted forma parte de mi sueño.

—¿Cómo...? Perdone, ¿qué...? ¿C-c-cómo ha podido...?

—¿Discúlpeme? —el doctor parece atónito.

—Lo que acaba de decir... —balbuceo.

—Lo siento —apunta el doctor Joyce mientras se quita la gafas—, pero no sé a qué se refiere. Lo único que he dicho ha sido «continúe, por favor».

Dios mío, ¿acaso aún estoy dormido? No, no, definitivamente no. Resulta impensable pretender que esto sea un sueño. Vamos, adelante, seguro que se trata de un desfase temporal; todavía tengo algo de fiebre, eso es todo. Seguro que es eso. Tengo la mente algo obnubilada, pero no debo permitir que eso me inquiete. El espectáculo debe continuar.

—Sí, sí. Lo siento muchísimo. Es que hoy no estoy muy concentrado. He dormido mal esta noche; posiblemente por eso no he tenido ningún sueño —afirmo y sonrío intentando aparentar normalidad.

—Por supuesto —responde el doctor, poniéndose de nuevo las gafas—. ¿Se siente bien para continuar?

—Sí, sí, claro.

—De acuerdo. —El doctor sonríe con un toque de artificialidad, como un hombre probándose una corbata chillona que sabe que no le sienta bien—. Por favor, prosiga cuando esté listo.

No tengo elección. Ya le he dicho que eran tres sueños.

—En mi siguiente sueño, también en monocromo, estoy observando a una pareja en un jardín, tal vez un laberinto. Están sentados en un banco, besándose. Detrás de ellos hay un seto, y una estatua de... bueno, una estatua, una escultura sobre un pedestal cercano. La mujer es joven, atractiva, y el hombre —que lleva un traje elegante— es mayor que ella y tiene un aire distinguido. Se abrazan apasionadamente.

He evitado mirar al doctor a los ojos; recuperar el temple y enfrentarme a su mirada requiere una considerable dosis de voluntad.

—Entonces, aparece un sirviente —continúo—, un mayordomo o un lacayo, que dice algo así como «su excelentísima, llaman de la Embajada», mientras el hombre mayor distinguido y la joven miran a su alrededor. La mujer se levanta del banco, se alisa el vestido y dice algo así como «maldita sea. El deber me llama. Lo siento, cariño», y se marcha tras el sirviente. El hombre mayor, frustrado, se acerca a la estatua, se queda mirando uno de los pies de mármol de la figura y saca un martillo enorme que estrella contra el dedo gordo de la escultura.

El doctor Joyce asiente, toma algunos apuntes y dice: —Me interesaría saber qué cree que significa el dialecto. Pero, siga, siga.

Trago saliva. En mis oídos, resuena un extraño zumbido.

—El último sueño, o la tercera parte del sueño, tiene lugar durante el día, en las escarpas que dan a un río en un hermoso valle. Un niño está sentado comiendo un trozo de pan, junto a otros niños y una bella profesora... Están todos comiendo, creo, y detrás tienen una cueva... No, no hay ninguna cueva... Bueno, el niño tiene un bocadillo en la mano y yo lo estoy mirando de cerca. De pronto, aparece una gran salpicadura roja en el sándwich, y luego otra. El niño mira hacia arriba, perplejo, para ver una mano en el saliente de la escarpa, sosteniendo una botella de salsa de tomate que va vertiendo sobre el pan del niño. Es todo.

¿Y ahora qué?

—Mmm... —empieza el doctor—. ¿Fue un sueño húmedo?

Lo miro de nuevo. La pregunta es suficientemente reveladora y, por descontado, todo lo que se dice aquí es completamente confidencial. Me aclaro la garganta antes de responder:

—No. No lo fue.

—Ya veo —prosigue el doctor, que se toma un rato para anotar media página de impecables notas microscópicas. Me tiemblan las manos. Estoy sudando.

—Bien —dice el doctor—, parece que hemos llegado a un... fulcro, ¿no cree?

¿Un fulcro? ¿Qué querrá decir?

—No sé de qué está hablando —respondo.

—Tenemos que pasar a otra fase del tratamiento —aclara el doctor Joyce. No me gusta cómo suenan sus palabras.

El doctor suspira de una forma profesionalmente calculada.

—Aunque pienso que podríamos tener una... una buena cantidad de material —vuelve atrás en el bloc y consulta algunos apuntes—, no creo que vayamos a acercarnos al núcleo del problema. Estamos dando vueltas en círculo a su alrededor, eso es todo. ¿Sabe?, si pensamos en la mente humana como en un castillo...

Vaya, mi doctor cree en las metáforas.

—... lo único que ha hecho en las últimas sesiones ha sido llevarme en una visita guiada alrededor del mismo. Atención, no estoy diciendo que intente decepcionarme de forma deliberada, estoy seguro de que quiere ayudarse a sí mismo tanto como yo quiero ayudarlo a usted, y posiblemente usted piense que estamos avanzando, pero, según mi experiencia, puedo asegurarle que no vamos a ninguna parte, John.

—Ah. —No se puede sacar más jugo de la comparación con el castillo—. Y ahora, ¿qué? Siento mucho no haber...

—Oh, no tiene que disculparse por nada, John —asegura el doctor Joyce—, pero pienso que necesitamos utilizar una técnica nueva con su caso.

—¿Qué nueva técnica?

—La hipnosis —revela el doctor con una sonrisa entre triunfal y condescendiente—. Es la única forma de adentrarnos en el castillo. Pero no se preocupe, que no será difícil, lo hará usted muy bien —añade al ver mi expresión sombría.

—¿En serio? —pregunto, algo incrédulo—, bueno...

—Es posible que sea la única forma de avanzar —asiente el doctor. ¿La única forma de avanzar? Y yo que pensaba que de lo que se trataba era de retroceder...

—¿Está seguro? —Tengo que pensarlo. ¿Hasta dónde quiere llegar el doctor Joyce? ¿Qué es lo que espera de mí?

—Segurísimo —contesta el doctor—. Completamente seguro.

¡Menudo énfasis!

Jugueteo nervioso con mi brazalete. Voy a tener que pedirle que me deje un tiempo para pensarlo.

—Pero tal vez necesite pensarlo un poco —se adelanta el doctor Joyce, sin conseguir aliviarme—. Además, tengo una reunión en media hora —añade mientras consulta su reloj de bolsillo—, y me gustaría programar su visita sin restricciones, con lo que tal vez ahora no es el momento adecuado. —Empieza a recoger, guarda el bloc en el cajón de su escritorio y comprueba que su lápiz plateado está convenientemente introducido en su bolsillo. Se quita las gafas y las limpia con un pañuelo—. Usted tiene unos sueños excepcionalmente intensos y... coherentes. Una notoria fertilidad mental.

¿Me lo parece a mí, o le brillan los ojos?

—Eso es muy amable, viniendo de usted, doctor —le digo.

El doctor se toma uno o dos segundos para digerir lo que he dicho y luego esboza una sonrisa. Me dispongo a marcharme, comentando con el médico lo molesta que resulta la niebla. Me someto a la ceremonia inane e impecable de ofrecimiento de té o café por parte del recepcionista, ya que al menos no me provocará efectos psicológicos nocivos.

Cuando salgo, me encuentro con el señor Berkeley y su policía. El aliento le huele a bolas de naftalina. Supongo que en este caso cree ser una cómoda o una cajonera.


Camino por Keithing Road, a través de la nube de niebla que nos ha inundado. Las calles se han transformado en túneles entre la bruma; las luces de las tiendas y las cafeterías emiten un resplandor borroso sobre la gente que surge de la niebla como pálidos fantasmas.

Tras de mí, se oye el sonido de los trenes. Cada cierto tiempo, una nube gruesa de humo ferroviario se eleva de la plataforma, como un coágulo de niebla. Los trenes aúllan como almas perdidas, con un llanto angustioso que la mente no puede evitar interpretar a su manera; tal vez los silbatos fueron diseñados con el propósito de inspirar acordes animales. Desde el agua, ahora invisible, a cientos de metros hacia abajo, se oyen las sirenas de los barcos en coros aún más lastimeros, como si cualquier sitio en donde sonasen fuese el escenario de un naufragio terrible y llorasen por los navegantes ahogados en el desastre.

Uno de esos taxis propulsados por muchachos aparece con furia de entre la niebla y advierte de su llegada mediante las bocinas de los zapatos del conductor. Transporta a una mujer joven. Me vuelvo instintivamente a mirarla y veo un rostro blanco con una melena negra dentro del vehículo, ataviada con ropas igualmente oscuras. Pasa por delante de mí a toda velocidad (y juraría que me devuelve la mirada) y me deja una tenue luz roja que se abre paso entre la niebla desde la parte trasera del taxi. Entonces, se oye un grito —al tiempo que la pálida luz se desvanece y desaparece— y el sonido de las agudas bocinas de los talones se ralentiza hasta detenerse por completo. Camino en la dirección del vehículo hasta alcanzarlo. El rostro blanco, brillante entre la niebla, dirige la mirada hacia mí a través del palio.

—¡Señor Orr!

—Señorita Arrol.

—¡Qué sorpresa! Parece que vamos en la misma dirección.

—Y con prisa —añado. Me quedo de pie junto al vehículo de dos ruedas. El conductor me mira, jadeante, con gotas de transpiración rodando por su piel. Tengo a una sonrojada Abberlaine Arrol en primer plano. Siento un extraño placer al ver que sus arruguitas siguen bajo sus ojos; tal vez sean permanentes, o quizá haya pasado otra noche loca por ahí. Puede que en estos momentos se dirija a su casa..., pero no; la gente tiene un aspecto por la mañana y otro por la noche, y la hija del ingeniero Arrol rezuma frescura por todos los poros de su piel.

—¿Quiere que lo acerque a algún sitio?

—Muy agradecido... y encantado de verla —le digo mientras ejecuto una versión abreviada de una de sus exageradas reverencias. Se echa a reír, con una risa profunda y algo masculina. El chico que conduce el taxi nos observa con fastidio y mira su reloj con ademán ostentoso.

—Es usted muy amable, señor Orr —dice la señorita Arrol, asintiendo—. Suba al taxi, por favor.

—Encantado —acepto, desarmado. Me subo al vehículo. La señorita Arrol, ataviada con unas botas, una falda pantalón y una chaqueta oscura, me hace sitio en el asiento. El conductor hace sonar un bocinazo y empieza a hablar y a gesticular efusivamente. Abberlaine Arrol le responde en su idioma, con ademanes conciliadores. El chico suelta el manillar con otro bocinazo y se dirige a un café al otro lado de la calle.

—Ha ido a buscar a otro chico —aclara la señorita Arrol—. Lo necesitará para mantener la misma velocidad con dos pasajeros.

—¿Es seguro este transporte cuando hay tanta niebla? —Puedo sentir cómo se filtra por mi abrigo el calor del banco acolchado antes ocupado por ella.

—Claro que no—afirma Abberlaine Arrol. Sus ojos, más verdes que grises bajo esta luz, se entornan, lo mismo que su boca—. Forma parte de la diversión.

El chico regresa con un compañero, sujetan un asa del manillar cada uno y, con una sacudida, emprendemos la marcha entre la niebla.

—¿Estaba dando un paseo, señor Orr?

—No. Vuelvo de una visita con el doctor.

—¿Cómo van sus progresos?

—Son algo irregulares —confieso—. Ahora mi médico quiere someterme a hipnosis. Lo cierto es que estoy empezando a cuestionar la utilidad de mi tratamiento, si es que se lo puede llamar así.

La señorita Arrol me mira los labios mientras hablo; un gesto entrañable, pero curiosamente inquietante. Esboza una gran sonrisa y mira hacia delante, a los dos jóvenes conductores abriéndose paso entre la niebla, dispersando a los transeúntes a un lado y al otro.

—Tiene que tener fe, señor Orr —asegura.

—Mmm... —murmuro mientras también observo nuestro precipitado avance a través de la nube gris—. Creo que debería optar por llevar a cabo mis propias investigaciones.

—¿Sus propias investigaciones, señor Orr?

—Efectivamente. Supongo que nunca ha oído hablar de la Biblioteca de Archivos y Material Histórico de la Tercera Ciudad, ¿me equivoco?

—No. Lo siento —niega con la cabeza.

Los conductores profieren un grito. Por apenas un palmo, esquivamos a un anciano que se encuentra en medio de la calle. Con la sacudida del vehículo, mi cuerpo se precipita sobre el de la señorita Arrol.

—La mayoría de personas a las que he preguntado no la conoce. Y quienes han oído hablar de ella, no saben dónde está.

La señorita Arrol se encoge de hombros, sin dejar de mirar entre la niebla con los ojos entornados.

—Esas cosas pasan —añade con cierta solemnidad. Me mira de nuevo—. ¿Es ese el límite de sus investigaciones, señor Orr?

—No. Me gustaría saber más sobre el Reino y la Ciudad, sobre lo que hay más allá del puente. —Observo su rostro, esperando alguna reacción por su parte, pero ella parece muy concentrada en la niebla y en la calle por la que circulamos—. Pero, posiblemente, eso me obligaría a viajar —prosigo— y sufro bastantes restricciones a ese efecto.

—Bueno. —Se vuelve hacia mí, arqueando las cejas—. Yo he viajado bastante. Tal vez...

—¡Abran paso! —grita uno de los chicos que conducen el taxi. La señorita Arrol y yo miramos al frente a la vez, y vemos un palanquín justo delante, aparcado en pleno centro de la plataforma de la calle que transitamos. Dos hombres sostienen una de sus varas rotas y se lanzan a un lado de la calle mientras nuestros chicos intentan frenar, pero ya estamos demasiado cerca. Ellos esquivan el palanquín y el vehículo empieza a inclinarse. La señorita Arrol me protege con un brazo en el pecho y yo miro al frente como un estúpido, mientras nuestro taxi derrapa, vibra, chirría y vuelca junto al palanquín. Su cuerpo sale despedido contra el mío y el lateral del techo del taxi me golpea en la cabeza. La niebla se espesa durante un momento, y luego todo se desvanece.

—¿Señor Orr? ¿Señor Orr?

Abro los ojos. Estoy tumbado en el suelo. Todo es gris y extraño, y una multitud se agolpa a mi alrededor y no deja de mirarme. Una joven de pelo largo y oscuro, de pálido rostro y ojos caídos, está de pie junto a mí.

—Señor Orr...

Oigo el sonido de unas naves aéreas. Oigo el zumbido de los aviones que sobrevuelan la bruma marítima. Inmóvil, escucho (intentando determinar sin éxito) hacia qué dirección vuelan (me siento frustrado, así que debe de tratarse de algo importante).

—¿Señor Orr?

El ruido de los motores se desvanece. Decido esperar a que las manchas débiles de sus señales de humo aparezcan entre la niebla fantasmal.

—¿Señor Orr?

—¿Sí? —estoy mareado, y mis oídos también emiten su propio sonido, similar al de una catarata.

La niebla es espesa y las luces tintinean como trazos de un lápiz sobre una página gris. Hay un palanquín destrozado y un taxi propulsado a pie en medio de la calle. Dos chicos jóvenes y dos hombres mantienen una discusión acalorada. La joven, que se ha arrodillado junto a mí, es bella, aunque un hilo de sangre cae bajo su nariz, y su mejilla izquierda está manchada, posiblemente por haberse frotado con el puño. Una sensación de calor, como una cálida luz roja entre la niebla, me aborda desde mi propio interior cuando me doy cuenta de que conozco a la joven mujer.

—Ay, señor Orr, cuánto lo siento, ¿se encuentra bien? —se sorbe la nariz, se limpia la sangre, y sus ojos brillan entre la confusa luz, pero no parecen lágrimas. Su nombre es Abberlaine Arrol, ahora lo recuerdo. Pensaba que había más personas agrupadas junto a mí, pero no hay nadie. Solamente ella. Entre la niebla, veo cómo la gente mira con curiosidad los vehículos accidentados.

—Estoy bien. Perfectamente —respondo mientras me incorporo para sentarme.

—¿Está seguro? —La señorita Arrol se agacha frente a mí. Asiento, mientras me palpo una sien dolorida. Parece que tengo un golpe, pero no sangro.

—Sí, estoy seguro —afirmo. En realidad, siento que todo lo que me rodea se encuentra algo distante, pero ya no estoy mareado. Incluso tengo el aplomo mental para buscar mi pañuelo en el bolsillo y ofrecérselo a la señorita Arrol. Lo acepta y se limpia la sangre de la nariz.

—Gracias, señor Orr —dice. Los cuatro conductores de los dos vehículos se están gritando e insultando. Otras personas se añaden a la comitiva. A duras penas, me levanto como puedo, ayudado por la chica.

—En serio, estoy bien —aseguro. El zumbido de mis oídos se desvanece gradualmente.

Caminamos hacia donde se encuentran los dos vehículos accidentados. Ella me mira y me dice a través del pañuelo:

—Supongo que el golpe en la cabeza no le ha hecho recuperar la memoria, ¿verdad? —Su voz suena nasal, como si estuviera resfriada. Su mirada tiene un aire malicioso. Mientras la señorita Arrol rescata un pequeño maletín de piel del interior de nuestro vehículo y limpia los restos de polvo, niego con la cabeza.

—No —respondo, tras pensar durante unos segundos (no debería haberme sorprendido en absoluto descubrir que aún recordaba menos que antes)—. ¿Y usted cómo está? Su nariz...

—Sangra con relativa facilidad —contesta—. No la tengo rota. En todo caso, tendré algunas magulladuras. —Empieza a toser y a emitir unos extraños sonidos y me doy cuenta de que, en realidad, se está riendo. Niega violentamente con la cabeza—. Lo siento, señor Orr. Ha sido todo culpa mía. Es mi pasión por la velocidad. —Me muestra el maletín—. Mi padre, que está en la próxima sección, necesita estos planos y me pareció una buena excusa. Hubiera llegado antes en tren, pero... Mire, debo marcharme urgentemente. Si está seguro de encontrarse bien, tomaré un ascensor y un tren desde aquí. Usted debería sentarse. Aquí arriba hay un bar, le invitaré a un café.

Intento protestar, pero mi vulnerabilidad me vence y me dirijo, escoltado, hasta el bar. Fuera, la señorita Arrol discute acaloradamente con los conductores de ambos vehículos durante un minuto más o menos, y seguidamente detiene otro taxi. Cruza unas palabras con el chico que lo conduce y después vuelve conmigo al bar, donde ya estoy disfrutando de mi café.

—Solucionado. Ya tengo otro taxi —me dice con la respiración entrecortada—. Debo irme —separa el pañuelo manchado de su nariz, lo mira, sorbe experimentalmente y lo guarda en su bolsillo—. Se lo devolveré. ¿Está seguro de que se encuentra bien?

—Sí.

—Bien. Adiós. De verdad que lo siento. Cuídese. —Se aleja, saludando con la mano. Una vez fuera, chasquea los dedos para avisar al chico del taxi, hace otro aspaviento, y se aleja entre la niebla.

El camarero se acerca para volver a llenarme la taza de café.

—Esta juventud... —dice, sonriendo y negando con la cabeza. Ni que me hubieran declarado ciudadano honorífico por veteranía... (aunque, viendo mi imagen en un espejo del bar, se entiende). Estoy a punto de responder cuando las bocinas estridentes de un taxi propulsado por un chico nos obligan a mirar al exterior. El nuevo vehículo de la señorita Arrol reaparece, derrapa y se detiene justo frente a la puerta del bar. Ella asoma la cabeza.

—¡Señor Orr! —exclama. Le hago un gesto con el brazo mientras observo la cara de circunstancias de su nuevo chófer. Los dos anteriores, así como los portadores del palanquín, la miran sin dar crédito—. ¡Debemos hablar sobre mis viajes! Seguiremos en contacto, ¿de acuerdo?

Asiento con la cabeza. Parece satisfecha. Esconde de nuevo la cabeza en el taxi y chasquea los dedos. Tras una sacudida, el vehículo se aleja definitivamente. El camarero y yo nos miramos.

—Dios debió de estornudar al darle la vida —comenta. Asiento y tomo un sorbo de café, para mostrar que no me apetece entablar conversación. El hombre se marcha a fregar vasos.

Estudio el pálido rostro del espejo, por encima de una fila de vasos y por debajo de otra de botellas. ¿Debo someterme a hipnosis? Creo que ya estoy hipnotizado.


Me recupero durante un rato más en el bar. Los conductores de los vehículos siniestrados se marchan por fin, arrastrando lo que queda de sus automóviles. La niebla se torna aún más espesa, si cabe. Me marcho del bar y tomo un ascensor, un tren y otro ascensor hasta casa. En la puerta, hay un paquete esperándome.

El ingeniero Bouch me ha devuelto el sombrero, junto con una nota con disculpas tan variadas como poco originales, y con mi nombre mal escrito: «Or».

El sombrero está como nuevo. Se nota que ha sido limpiado y arreglado por unas manos expertas; cuando lo llevé al Dissy Pitton's no olía tan bien ni gozaba de aspecto tan impecable. Lo saco afuera y lo lanzo desde el balcón. Desaparece entre la niebla siguiendo una curva descendente, rápido y silencioso, como si se hubiera embarcado en una importante misión en las aguas grises del profundo mar invisible.

Triásico

No tendría que estar aquí. No. Podría estar en cualquier sitio si me diera la gana.

Aquí en mi cabeza, en mi cerebro, en mi cráneo (y todo parece tan ob...)

no (no, porque «todo parece tan obvio» es un tópico y yo siento hacia los tópicos una repugnancia arraigada, intrínseca e indignante (y hacia los trópicos, y hacia los trompicones). En realidad, se trata de tirar desde un punto y eso (algo matemáticamente imposible, porque si tiramos de un punto creamos una línea, en cuyo caso, ya no existe el puto punto, ¿no es cierto). Lo que quiero decir es: ¿cuál es el dichoso punto? ¿Dónde estaba? (Cómo agobian las luces y los tubos, y que te den la vuelta, y que te pinchen. Es como para perder la concentración y eso).

Rebobinando y volviendo atrás, era el problema de identidad mente/cerebro). ¡Aja! No hay problema (buf, menos mal), no hay problema porque son exactamente lo mismo y completamente diferentes. O sea, que si la cabeza no está en el puto cráneo y eso, ¿entonces dónde cono está? ¿O es que eres uno de esos religiosos idiotas?

(Pausadamente): No, señor.

Definitivamente y absolutamente no, señor. ¿Ves la trinchera?

El tema de tirar de un punto era cien por cien válido, tanto que estoy tremendamente orgulloso de ello. Siento ser tan malhablado, pero me encuentro bajo una terrible presión en estos momentos (soy el la mermelada del bocata/soy la arena en un bocata de mermelada). No estoy bien, puedo demostrarlo. Que me dejen rebobinar hasta aquí...

Al hospital a toda velocidad, con las luces encima. Grandes y potentes luces blancas en el cielo; operativo de urgencias, situación crítica, bla, bla, bla (que le den por culo al tío, siempre he estado en situación crítica), situación estable (ya está bien, las cosas me iban bien desde hacía poco y eso), cómodo (qué coño voy a estar cómodo, ¿quién va a estar cómodo así?). Ya hemos rebobinado, ahora volvamos hacia delante de nuevo...

Oye, tío, tú no quieres escuchar mis problemas y eso (y yo no quiero escuchar los tuyos), qué tal si te presento a mi amigo, un viejo colega de hace tiempo y eso, y podrías darle

Capital Fantasma.

Buen chico. Como decía, nos conocemos de hace tiempo y eso, y quiero que le des un

Capital Fantasma. Ciudad de...

Va, va, va. En marcha.

... cabrón.

Capital Fantasma. Ciudad de variopintos semblantes, lugar gris de ruinas y senderos, edificios nuevos y antiguos alternados entre el río y las colinas, con su propio tocón de piedra, una proporción helada de materia antigua fracturada que le producía auténtica fascinación.

Se instaló en Sciennes Road sin conocer el lugar, solo porque le gustaba el nombre. Era un sitio cómodo, tanto para acceder a la Universidad como al Centro, y si apretaba el rostro contra la ventana de su helada habitación, podía ver el filo de los Peñascos, ondulaciones grisáceas sobre los tejados de pizarra y el humo de la ciudad.

Nunca olvidaría lo que sintió aquel primer año, aquella sensación de libertad que le produjo su libre albedrío. Estaba solo, tenía su propia habitación por primera vez, su propio dinero para gastar como quisiera, sus propias compras que realizar, sus propias decisiones que tomar y sus propios lugares por visitar. Era una sensación sublime y gloriosa.

Su hogar se encontraba al oeste del país, en un centro industrial en decadencia, descuidado, sin energía y en peligro de extinción. Allí había vivido con su padre, su madre y sus hermanos y hermanas, en una vieja casa emplazada en una finca bajo las colinas, cuyas únicas vistas eran el humo de las fábricas y las chimeneas de los talleres ferroviarios donde trabajaba su padre.

Su padre tenía palomas en un almacén situado sobre terreno baldío. Al menos había una docena de almacenes en la extensión yerma, todos altos y sin orden ni disposición. Estaban hechos de acero laminado y pintados en negro mate. Casi todos los veranos, cuando iba a ayudar a su padre o a observar a las palomas, la temperatura interior del almacén era extremadamente alta, y él se sentía allí como en otro mundo, oscuro y de fuertes olores.

Su rendimiento en la escuela fue bueno, aunque, naturalmente, se decía que podía haber sido mucho mejor. Fue el primero en Historia, porque quiso, y ya tuvo suficiente. Se ponía las pilas cuando era necesario y, sobre todo, si era necesario. En su tiempo libre leía, jugaba, dibujaba y veía la televisión.

Su padre sufrió un accidente laboral y se vio obligado a permanecer en cama durante un año y medio. Su madre tuvo que empezar a trabajar en la fábrica de tabaco (sus hermanos y hermanas eran lo suficientemente mayores como para cuidar unos de otros). Su padre se recuperó y volvió a ser, guardando ciertas distancias, el hombre que había sido —tal vez algo más propenso a enfadarse— y su madre pasó a trabajar media jornada hasta que la despidieron por reducción de plantilla al cabo de unos años.

A él le gustaba su padre hasta que empezó a avergonzarse ligeramente de él, al tiempo que se avergonzaba ligeramente de toda su familia. Su padre vivía para el fútbol y para cobrar la nómina. Escuchaba viejos discos de Harry Lauder y de música de gaita, y sabía recitar de memoria una cincuentena de los poemas más conocidos de Burns. Naturalmente, era un acérrimo simpatizante de los laboristas, siempre fiel pero cauto, siempre preparado para las mentiras, las chapuzas y las traiciones. Mantenía que jamás había bebido un trago en compañía de algún tory, con la posible excepción de algunos publicanos que esperaba, por el bien de la causa socialista, que fueran conservadores (o también liberales, a quienes consideraba honrados, desorientados y relativamente inofensivos). Un hombre entre hombres; un hombre que nunca huía de una pelea ni abandonaba a un compañero de trabajo que necesitase una mano, un hombre que nunca dejaba de vitorear un gol, ni de abuchear una falta. Un hombre que nunca dejaba una pinta de cerveza a medias.

Su madre era como una sombra en comparación con su padre. Siempre estaba dispuesta cuando la necesitaba, para lavarle la ropa, para peinarlo, para comprarle cosas y para curarlo si se hacía alguna herida, pero él nunca la conoció realmente como persona.

Se llevaba bien con sus hermanos y sus hermanas, aunque eran bastante mayores que él (hacía solo unos años que había descubierto que él fue «un despiste»), y ya parecían adultos cuando él alcanzó la edad suficiente como para interesarse realmente por ellos. Lo mimaban, lo toleraban o lo vejaban en función de cómo se sentían ellos mismos. Él no se consideraba bien tratado y envidiaba a los miembros de familias menos numerosas que la suya, pero poco a poco llegó a comprender que lo habían mimado y consentido más que atormentado y culpado. Al fin y al cabo, él también era su niño y también era especial para ellos. Siempre mostraban una gran admiración cuando él contestaba a las preguntas de los concursos de televisión antes que los participantes, y estaban orgullosos —y algo sorprendidos— de que leyese dos o tres libros de la biblioteca cada semana. Al igual que su padre y su madre, sonreían y luego fruncían el ceño cuando leían sus calificaciones escolares, ignoraban los excelentes y los notables y cuestionaban los suficientes (en Religión; menuda confusión arrastró durante años porque su padre aprobaba el ateísmo, pero no el bajo rendimiento en cualquier asignatura) y los insuficientes (odiaba al profesor de gimnasia y el sentimiento era mutuo).

Todos fueron marchándose, cada uno a su manera. Las chicas se casaron, Sammy se alistó en el ejército, Jimmy emigró... Morag fue la más afortunada, según él, porque contrajo matrimonio con un jefe de ventas de material de oficina de Bearsden. Él fue perdiendo progresivamente el contacto con todos ellos, pero nunca olvidó el tinte de orgullo casi respetuoso que impregnó todas sus felicitaciones —por teléfono, por correo y algunas incluso en persona— cuando lo aceptaron en la universidad, a pesar de la sorpresa de todos ante su elección de Geología en lugar de Historia o Literatura.

Pero, aquel año, la gran ciudad lo era todo para él. Adiós al centro neurálgico, a Glasgow y sus tierras altas. Siempre se sentiría cercano a ellos, siempre tendría recuerdos suyos, mezclados con los de los días de infancia ya lejanos y las visitas a tías y abuelos; todo aquello era parte de él, parte de su pasado.

La vieja capital, Edimburgo, era como otro país para él; un lugar nuevo y maravilloso, el paraíso terrenal eterno, posterior a su deseo ansioso de escapar de los detalles técnicos de la inocencia infantil.

El aire era distinto, pese a encontrarse a ochenta kilómetros de casa; los días parecían más brillantes, al menos en los albores del otoño, e incluso el viento y la niebla eran factores que siempre había deseado, que siempre sobrellevaba con una especie de cuidada vanidad, como si todo aquello fuera solamente para él; una preparación o un acuerdo previo.

Exploraba la ciudad siempre que podía, a pie, en autobús, subiendo colinas, bajando escalones... siempre lo observaba y lo estudiaba todo, los edificios, su disposición y la arquitectura de la zona, con el regocijo posesivo de un señor feudal al inspeccionar sus tierras. Se ponía en pie sobre los vestigios volcánicos, con los ojos cercenados por el viento del norte, y miraba más allá de la ciudad, a través de las punzantes gotas de lluvia que empapaban los puertos y la explanada de la costa. Serpenteaba erráticamente por las calles de la parte vieja, caminaba por la limpia geometría de la parte nueva, paseaba entre la tranquila niebla del puente Dean. Descubrió el pueblo dentro de la ciudad, en su decrepitud aún no pintoresca, y deambuló por la conocida calle de las tiendas iluminada por el sol de los sábados; admiró el castillo de piedra construido sobre el núcleo del volcán extinto, así como su real sucesión de facultades universitarias y despachos, una almena incrustada de edificios a lo largo del espinazo basáltico de la colina.

Empezó a escribir poemas y letras de canciones y, en la universidad, caminaba silbando alegremente por los pasillos.

Conoció a Stewart Mackie, compañero de estudios de Geología; un joven canijo, de voz pausada y tez amarillenta, procedente de Aberdeen. Junto con él y otros amigos, decidieron que eran los Geólogos Alternativos y se denominaron a ellos mismos «los Roqueros». Bebían cerveza en los pubs de Rose Street y de la Royal Mile, fumaban hierba y algunos consumían ácido. Los grupos White Rabbit y Astronomy Dominé sonaban con fuerza en los aparatos de música y, una noche, en Trinity, él por fin perdió aquel último fantasma de la inocencia pueril con una joven enfermera del Western General, cuyo nombre ya no recordaba al día siguiente.

Conoció a Andrea Cramond una noche, tomando unas cervezas con Stewart Mackie y otros Roqueros. Los demás se marcharon, sin decirle nada, a un conocido y reputado burdel de Danube Street. Posteriormente, le aseguraron que lo habían hecho porque se habían percatado de que la chica de cabello rojizo le había echado el ojo.

Ella tenía un apartamento en Comely Bank, relativamente cerca de Queensferry Road. Andrea Cramond era del mismo Edimburgo; sus padres vivían tan solo a ochocientos metros, en una de aquellas casas altas y grandes que rodeaban Moray Place. Vestía con ropas psicodélicas, tenía los ojos verdes, unos pómulos muy marcados, un Lotus Elan, un piso de cuatro habitaciones, doscientos discos y un suministro aparentemente inagotable de dinero, encanto y energía sexual. Se enamoró de ella a primera vista.

Cuando se conocieron, hablaron de la realidad, de las enfermedades mentales (ella estaba leyendo a Laing), de la importancia de la geología (ese era él), del cine contemporáneo francés (ella), de la poesía de T. S. Eliot (ella), de la literatura en general (ella, principalmente), y de Vietnam (ambos). Ella tenía que acudir a casa de sus padres aquella noche, porque era el cumpleaños de su padre al día siguiente y en su familia seguían la tradición de iniciar las celebraciones desayunando con champán.

Una semana más tarde, tropezaron literalmente al lado de la estación de Waverley. Él iba a tomar el tren para pasar el fin de semana en casa, y ella salía a ver a unos amigos después de hacer unas compras navideñas. Se detuvieron a tomar algo y, tras varias copas, ella lo invitó a su apartamento a fumar. Llamó a un vecino para que avisase a sus padres de que se retrasaría.

Ella tenía whisky en su apartamento. Escucharon varios discos de Dylan y los Stones, se sentaron en el suelo frente a la estufa de gas mientras oscurecía fuera y, al cabo de un rato, él se encontró acariciando su melena pelirroja, y después besándola, tras lo que llamó de nuevo al vecino para decir que debía terminar un trabajo y no podría ir a casa en todo el fin de semana. Ella llamó a unos amigos que la esperaban en una fiesta para decirles que le sería imposible acudir. Pasaron el resto del fin de semana en la cama o frente a la estufa de gas.

Pasaron dos años antes de que él confesara haberla visto entre el bullicio de gente en North Bridge aquel día, cargada con sus compras, y que la había seguido y adelantado antes de tropezar deliberadamente con ella. Él había notado que ella tenía la cabeza en otro lado y no miraba a su alrededor, y le dio vergüenza pararla con algún pretexto. Cuando oyó la historia, ella se echó a reír.

Bebían, fumaban y follaban, y salieron un par de veces de vacaciones juntos. Ella lo llevó a museos y a galerías de arte, y le presentó a sus padres. Su padre era abogado, un hombre alto y canoso, imponente, con una voz profunda y unas gafas en forma de media luna. La madre de Andrea Cramond era más joven que su marido, con algunos cabellos blancos, muy elegante y tan alta como su hija. También tenía un hermano mayor, dedicado a la abogacía, y un círculo de amigos de su antigua escuela. Fue cuando conoció a todas aquellas personas cuando empezó a avergonzarse de sus amigos, de su pasado, de su acento occidental e incluso de algunos términos de su propio vocabulario. Todos ellos le hicieron sentirse inferior, no en lo referente al intelecto, sino a la formación y a la educación que había recibido de sus padres; poco a poco, empezó a cambiar, intentaba hallar un término medio entre todos los rasgos que quería poseer y la fidelidad a su infancia, su procedencia y sus principios, pero fiel también a su nuevo espíritu amoroso, a sus nuevas alternativas y a la posibilidad de una paz y de un mundo menos avaricioso y corrupto... y fiel sobre todo a su propia certeza fundamental sobre el conocimiento y la maleabilidad de la tierra, del medio ambiente; en última instancia, el todo.

Fue esa convicción la que no le permitió aceptar completamente cualquier otra creencia. La visión de su padre, según él percibía en aquellos momentos, era demasiado limitada, por la geografía, por la clase y por la historia. Los amigos de Andrea eran demasiado pretenciosos, y sus padres se mostraban excesivamente satisfechos de ellos mismos, y la Generación del Amor, aunque no le gustase reconocerlo, era muy ingenua para él.

Creía en la ciencia, las matemáticas y la física, en la razón y la comprensión, en la causa y el efecto. Adoraba el concepto de elegancia y la lógica transparente y objetiva del pensamiento científico, que empezaba diciendo «supongamos...», pero a continuación podía construir fundamentos seguros y hechos demostrables desde un punto de partida sin prejuicios ni restricciones. Cualquier clase de fe se iniciaba de forma imperativa con un «creamos:», y desde tal insistencia temerosa, solo se podían evocar imágenes de miedo y dominación, algo a lo que someterse, pero generado desde el sinsentido, los fantasmas y los efluvios antiguos.

Aquel primer año, tuvo que pasar por momentos difíciles. Se horrorizó de sus propios celos cuando Andrea durmió con otro y maldijo una y otra vez la educación que había recibido, según la cual un hombre debía ser celoso y una mujer no tenía derecho a tirarse a otras personas, pero un hombre sí. Consideró la posibilidad de pedirle vivir juntos (hablaron sobre el tema).

Tenía que pasar aquel verano en el oeste, trabajando para el Departamento de Limpieza Urbana, ocupado en barrer las hojas secas y las mierdas de perro de las calles. Andrea se marchó al extranjero, primero con su familia a una villa en Creta y después a visitar a unos amigos en París. Pero, a principios del curso siguiente —para sorpresa de él— retomaron su relación prácticamente donde la habían dejado.

Decidió abandonar Geología, mientras todos los demás estudiaban Literatura Inglesa o Sociología (o, al menos, esa era la impresión que él tenía), para dedicarse a algo realmente útil. Empezó un curso de Diseño de Ingeniería. Algunos de los amigos de Andrea intentaron persuadirle de matricularse en Literatura, ya que aparentemente sabía bastante sobre el tema (había aprendido a hablar de ella, pero no a disfrutarla), y porque escribía poesía. Era culpa de Andrea que todos lo supieran; él nunca había querido que le publicasen nada, pero ella encontró unos poemas en su habitación y se los mandó a un amigo que editaba una revista llamada Radical Road. Él se había sentido mitad avergonzado y mitad halagado cuando ella lo sorprendió con el ejemplar de la revista, que blandió triunfalmente frente a él, como un regalo. No; él estaba completamente decidido a hacer algo que pudiese resultar realmente útil para el mundo. Los amigos de Andrea podían burlarse lo que quisieran, pero él lo tenía clarísimo. Su amistad con Stewart Mackie continuó; en cambio, perdió el contacto con el resto de los Roqueros.

Algunos fines de semana, Andrea y él se marchaban a la segunda residencia de los padres de ella en Gullane, emplazada en las dunas de la bahía de la costa este. La casa era grande y espaciosa, y se encontraba cerca del campo de golf, orientada hacia las aguas azul grisáceo de la alejada costa de Fife. Permanecían allí todo el fin de semana y paseaban por la playa o por las dunas sobre las que, en ocasiones, hacían el amor, inmersos en su paz y tranquilidad.

A veces, cuando el día era excepcionalmente bueno y claro, caminaban directamente hasta el final de la playa y escalaban la duna más alta, porque él estaba convencido de que, desde su cima, podrían ver los tres picos del famoso Forth Bridge, que le había impresionado profundamente cuando era un niño y que tenía el mismo color —le decía siempre a ella— de sus cabellos.

Pero, por muy claro que fuese el día, nunca llegaron a verlo.


Ella se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, después de tomar un baño. Se cepilló la larga melena pelirroja. El kimono azul que llevaba reflejaba la luz del fuego, y su rostro, sus piernas y sus brazos brillaban con un tono anaranjado a juego con el de las llamas. Él estaba junto a la ventana, mirando la nebulosa noche, con las manos parapetadas a los lados de la cara y la nariz pegada al gélido cristal. Ella le preguntó:

—¿Qué opinas?

Él permaneció en silencio durante un instante, tras lo cual se apartó de la ventana y corrió las cortinas de terciopelo marrón. Se volvió hacia ella, encogiéndose de hombros.

—La niebla es muy densa. Podríamos ir, pero no sé si es buena idea conducir. ¿Y si nos quedamos?

Ella continuó cepillándose el pelo lentamente, ladeando la cabeza para dejar colgar su melena a un lado y poder peinarla con mimo y paciencia. Él casi podía escuchar sus pensamientos. Era domingo por la noche, y debían dejar la casa de la costa para regresar a la ciudad. Aquella mañana, al despertarse, la niebla era muy espesa y llevaban todo el día esperando a que se disipase, pero hora tras hora, el tiempo no hizo sino empeorar. Ella había hablado con sus padres y, por lo visto, en la ciudad también había grandes bancos de niebla, lo mismo que en toda la costa este, según el centro de meteorología, con lo que la situación no iba a mejorar fuera de Gullane. El trayecto tenía poco más de treinta kilómetros, pero eso era un largo camino entre semejante masa de niebla. Ella odiaba conducir con mal tiempo (y él había obtenido el permiso de conducir seis meses antes, y le encantaba la velocidad). Dos de sus amigos habían sufrido accidentes de circulación aquel año. Todo había quedado en un susto, pero aun así... Él sabía que ella era supersticiosa y creía en aquello de «no hay dos sin tres». Ella no quería regresar, pese a tener tutoría a la mañana siguiente.

Las llamas crepitaban en los troncos de la chimenea.

—De acuerdo —concluyó, asintiendo lentamente—. Aunque no sé si nos queda mucha comida...

—A la mierda la comida, ¿tenemos hierba? —preguntó él mientras se sentaba junto a ella, le acariciaba el pelo y esbozaba una gran sonrisa. Ella le golpeó en la cabeza con el cepillo.

—Adicto.

Él emitió una especie de maullido y se enroscó en el suelo, frotando la cabeza contra ella. Seguidamente, dado el nulo efecto de la maniobra —ella seguía cepillándose el pelo tranquilamente—, se volvió a sentar y se apoyó en el armario. Desvió la mirada hacia el viejo tocadiscos.

—¿Quieres que vuelva a poner Wheels of Fire?

—No... —respondió ella negando con la cabeza.

¿Electric Ladyland?—sugirió.

—Pon algo... antiguo —decidió ella mientras observaba el reflejo de las llamas en los pliegues de las cortinas.

—¿Antiguo? —dijo él, fingiendo indignación.

—Sí. ¿Tenemos aquí Bringing It All Back Home?

—Ah, Dylan —respondió mientras se frotaba sus largos cabellos—. No creo que lo tengamos, pero voy a mirarlo. —Habían llevado una maleta llena de discos—. Mmm... no, no está aquí. Escoge otra opción.

—No. Elige tú. Algo antiguo. Hoy me siento nostálgica. Pon algo de los buenos tiempos —pidió entre risas.

—Estos son los buenos tiempos —apuntó él.

—No es lo que decías cuando Praga ardió y París no —repuso ella.

—Sí, ya lo sé —dijo él, suspirando mientras buscaba entre los discos.

—En realidad —añadió ella—, no es lo que decías cuando el señor Nixon salió elegido, o cuando el alcalde Daly...

—Vale, vale, de acuerdo. Venga, ¿qué quieres escuchar?

—Ay, pon Ladyland otra vez —aceptó con un suspiro de resignación. Él puso el disco en el tocadiscos—. ¿Quieres salir a cenar? —propuso.

Lo cierto es que no estaba seguro. No quería alejarse de la intimidad acogedora de la casa y le gustaba estar a solas con ella. Por otro lado, no podía permitirse salir fuera todo el tiempo y ella pagaba la mayor parte de las comidas y cenas.

—Ya nos apañamos aquí—dijo él, soplando en la aguja del brazo del tocadiscos para quitarle el polvo.

—Voy a ver qué hay en el frigorífico —decidió ella, mientras se levantaba del suelo y se estiraba el kimono—. Creo que tengo algo de hierba en el bolso.

—Ah, genial —exclamó él—. Voy a liar un cigarrillo de la risa.


Más tarde, jugaron a las cartas, después de que ella llamase a sus padres para avisarles de que regresarían al día siguiente. Tras ello, ella sacó una baraja del tarot y empezó a leerle el futuro. Ella era bastante aficionada a la astrología, al tarot y a las profecías de Nostradamus; no creía profundamente en todo aquello, aunque sentía curiosidad e interés. Pero él pensaba que eso todavía era peor que creer ciegamente en esas cosas.

Ella se enfadó con él durante la lectura, porque él se mostraba sarcástico. Guardó las cartas, muy disgustada.

—Solo quería saber cómo funciona... —intentó explicar él.

—¿Por qué? —preguntó ella mientras se tumbaba en el sofá, recogiendo la funda de disco utilizada como tablero.

—¿Por qué? —rió él negando con la cabeza—. Porque es la única forma de entender cualquier cosa. Para empezar, ¿funciona?, y a continuación, ¿cómo?

—Tal vez, querido —empezó ella mientras daba una calada—, no sea necesario comprenderlo todo. A lo mejor no todo tiene una explicación científica, como las ecuaciones y las fórmulas.

Volvieron una vez más al recurrido tema. Sentido emocional versus lógica. Él creía en una especie de Teoría de Campo Unificada sobre el conocimiento. Este existía para ser entendido, era un compendio de emociones, sentimientos y pensamiento racional y lógico; una entidad, con todo, dispersa en hipótesis y resultados, los cuales, no obstante, funcionaban a través de los mismos principios fundamentales. Al final, todo quedaría comprendido en una unidad, era cuestión de tiempo e investigación. Para él, todo aquello resultaba tan obvio que tenía serias dificultades para aceptar cualquier otro punto de vista.

—Si pudiera hacerlo, a cualquiera que creyese en la astrología, en la Biblia, en la fe curativa y en todas esas cosas, no le permitiría utilizar la energía eléctrica, ni conducir vehículos con motor, ni usar ningún objeto hecho de plástico. Esta gente quiere creer que el universo funciona según sus estúpidas normas, ¿no? De acuerdo, que vivan a su manera, pero ¿por qué habría que permitirles gozar de los frutos del trabajo duro de la mente humana? ¿Cosas que solo existen porque personas mejores que ellos han tenido en alguna ocasión el juicio y la voluntad de...? ¿Dejarás de reírte de mí? —la miró, para percatarse de cómo reía en silencio mientras liaba otro porro.

Ella se volvió hacia él y le extendió una mano.

—A veces eres muy divertido —le dijo, mientras él tomaba su mano y la besaba con solemnidad.

—Es para mí un honor divertirte, querida.

Él no pensaba que sus teorías fuesen divertidas. ¿Por qué se reía de él? A la larga tuvo que reconocer que no la comprendía realmente. No comprendía a las mujeres. No comprendía a los hombres. Ni siquiera comprendía muy bien a los niños. Lo único que comprendía de verdad era a él mismo y al resto del universo. No lo entendía todo, ni por completo, naturalmente, pero los comprendía a los dos lo suficientemente a fondo como para saber que lo que quedaba por descubrir tendría sentido al final; todo encajaría y se iría componiendo gradualmente y con paciencia, como un rompecabezas infinito que se va completando, sin bordes ni esquinas, y sin aparente final, pero con el objetivo de destinar un espacio concreto para cada una de sus piezas.

En una ocasión, cuando era niño, su padre lo había llevado con él a la nave ferroviaria donde trabajaba. Allí ponían a punto las locomotoras, y su padre le había enseñado las inmensas máquinas, cómo las desmontaban y las montaban, las limpiaban, las pulían y las reparaban. Él recordaba con claridad cómo había observado una prueba estática de una locomotora a velocidad máxima sobre tambores de acero, con las ruedas enormes girando difuminadas y temblorosas desde los platos metálicos, y el vapor enroscándose entre los radios estroboscópicos, cuyas juntas y barras parpadeaban en el temblor y el eco de la enorme nave. Las ráfagas de humo intermitentes emergían de la chimenea de la locomotora y se marchaban por un tubo de ventilación remachado que ascendía hasta el techo de la nave. La experiencia era terriblemente ruidosa y atronadoramente potente; indescriptiblemente intensa. Él se sentía a la vez horrorizado y maravillado, henchido de una sensación de sobrecogimiento frente al poder categórico y puro de la máquina.

Aquella potencia, aquella energía de trabajo controlada, aquel símbolo metálico de que todo podía conseguirse gracias al trabajo, al sentido común y a la materia, quedaron impregnados en su ser durante años. Algunas noches soñaba con todo aquello y despertaba sudoroso, nervioso y con el corazón latiendo a toda velocidad, sin poder afirmar si sentía miedo o excitación, o ambos a la vez. Lo único que tenía claro era que, después de haber contemplado aquella máquina majestuosa y poderosa, todo era posible. Nunca había sido capaz de describir la experiencia original de forma plenamente satisfactoria, y ni siquiera había intentado explicársela a Andrea, porque jamás había podido explicársela a sí mismo.

—Toma —le dijo ella, alargándole el porro y un encendedor—, a ver si lo pones en funcionamiento. Él lo encendió y le lanzó un círculo de humo. Ella se rió y dispersó el aro gris de su melena recién lavada.

Fumaron el último, y ella preparó unos magníficos huevos revueltos que él nunca olvidó y que ella nunca pudo reproducir. Después, fueron caminando entre risas y risillas a un hotel cercano para tomar una copa rápida, y volvieron entre risas y risillas a la casa, haciendo el tonto, tocándose, besándose y, finalmente, follando sobre la hierba junto a la carretera, invisible (y helada) entre la niebla, mientras a poco más de seis metros se oían voces de personas y se veían los faros de los coches que pasaban por allí.

De nuevo en la casa, se secaron y entraron en calor mientras ella liaba otro porro y él leía un periódico de hacía seis meses que encontró en un revistero y se reía de las cosas que la gente creía importantes.

Se fueron a la cama, tomaron la última copa de whisky escocés de malta que ella había llevado, y empezaron a cantar canciones como Wichita Lineman y Ode to Billy Joe, pero cambiando frases (sin importarles demasiado la rima) para hacerlas escocesas («...en las turbias aguas del puente de Forth Road...».


El lunes a mediodía, con la niebla aún inmutable, regresaron a la ciudad, a una velocidad excesivamente lenta para él y excesivamente rápida para ella. Él había empezado un poema el viernes e intentaba continuarlo mientras conducía, pero la inspiración no lo acompañaba. Era una especie de poema contra las rimas y contra las canciones de amor, producto en parte de su odio a los temas musicales que casaban palabras como «corazón» y «pasión» y que hablaban de estupideces tales como los amores dulces y eternos y más fuertes que las montañas y los océanos (amar/luchar/mar, piel/hiel/miel)...

Los versos que ya tenía, pero no pudo completar en la niebla, eran:


Dama de piel suave, míos son tus huesos

todo será polvo antes de hundirse otra montaña.

Se secarán arroyos, ríos y océanos

antes de secarse nuestros ojos y nuestros corazones.

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