Hay sonidos que resuenan más que otros. En ocasiones, escucho el último de todos, que nunca regresa porque no rebota contra nada; es el sonido final, el que viene retumbando a través de los tubos que forman los huesos sin tuétano del puente, como un huracán, como un pedo celestial, como todos los gritos de dolor del mundo reunidos y lanzados al unísono. Entonces lo oigo; un ruido que revienta los tímpanos, que parte los cráneos, que resquebraja paredes y rompe almas. Esos tubos de órgano son oscuros túneles de acero hacia el cielo, inmensos y fuertes; ¿qué otro tipo de sonido podrían emitir?
Un sonido idóneo para el fin del mundo, para el término de la vida, para el final de todo.
¿El descanso?
Solo imágenes nebulosas. Patrones de sombra. Una pantalla oscura. Deja todo lo frágil y superficial en la entrada si quieres ver el auténtico significado de todo. Aquí. Observa los colores bellos como si todo lo estático se moviese de nuevo; se cuece, se quema, hierve, se descompone y se descascarilla como unos labios cortados, una imagen apartada por la fuerza de la presión de una luz blanca y pura (¿ves lo que hago por ti, muchacho?).
No. Yo no soy él. Solo lo miro. Es solo un hombre que conocí, alguien a quien conocía hace tiempo.
Creo que lo volví a ver después. Eso, fue después. Cada cosa, a su tiempo.
Ahora estoy dormido, pero... bueno, ahora estoy dormido. Suficiente.
No, no sé dónde estoy.
No, no sé quién soy.
Sí, por supuesto, sé que esto es un sueño.
¿Acaso no todo es un sueño?
El viento de primera hora de la mañana se lleva la niebla de un bandazo. Me visto, aturdido, e intento recordar mis sueños. Ni siquiera estoy seguro de haber soñado algo esta noche.
En el cielo, sobre el agua, empiezan a revelarse unas grandes formas grises a medida que la niebla se va disipando; un aluvión de inmensos globos dirigibles, como colosales bombas neumáticas, se elevan por todo el largo del puente.
Debe de haber cientos de ellos, unos flotando en el aire a la altura de los picos, o tal vez más arriba, y otros anclados a las pequeñas islas, a los pesqueros de arrastre y a las otras embarcaciones.
El último ápice de niebla se eleva y se disipa. Parece que hará buen día. Los dirigibles giran juntos en el cielo, evocando la imagen de una manada de ballenas grises moviendo sus morros bulbosos hacia la corriente suave de la atmósfera. Aprieto la cara contra el frío cristal de la ventana, para distinguir el ángulo más agudo posible de la brumosa longitud del puente. Los globos están por todas partes, invadiendo el cielo, unos a pocos metros del puente y otros a cientos de metros hacia arriba.
Deduzco que su función es evitar el paso de más formaciones aéreas no autorizadas, aunque me parece una medida algo exagerada.
Oigo el buzón de la puerta, una carta se desliza y cae sobre la alfombra. Es una nota de Abberlaine Arrol; tiene que ir a hacer unos dibujos a una estación de maniobras a pocas secciones de distancia, y se pregunta si me gustaría acompañarla.
Sí, parece que hoy será un buen día.
No olvido llevarme la carta que le escribí anoche al doctor Joyce. Después de haberme deshecho del sombrero, decidí solicitar al doctor que retrasásemos nuestras sesiones de hipnosis. En mi misiva, le pido educadamente cierta dosis de indulgencia y le aseguro que me siento más que ansioso por reunirnos y comentar mis sueños; le cuento que últimamente han sido más profundos y, en consecuencia, resultarán mucho más útiles para el tipo de análisis que tenía intención de realizar inicialmente.
Guardo en mi bolsillo las dos cartas, la de la señorita Arrol y la mía, y me detengo a observar los globos durante un rato más. Se mecen lentamente en la luz de la mañana, como enormes boyas de amarre flotando sobre una superficie invisible encima del puente.
Alguien llama a la puerta. Con un poco de suerte, será algún técnico que viene a reparar la televisión o el teléfono, o incluso ambos. Doy una vuelta a la llave e intento abrir la puerta, pero no puedo. Vuelven a llamar.
—¿Sí? —respondo, tirando del picaporte.
—Vengo a echar un vistazo al televisor del señor Orr. ¿Es aquí?
Me peleo con la puerta. El picaporte gira, pero no sucede nada.
—¿Hola? ¿Vive aquí el señor J. Orr?
—Sí, sí. Aquí es. Espere un momento, no consigo abrir la maldita puerta.
—De acuerdo, no se preocupe, señor Orr.
Tiro con fuerza del picaporte, girándolo y moviéndolo. Nunca antes se había atascado ni había tenido un problema. A lo mejor todo lo que hay en este apartamento está diseñado para funcionar durante unos seis meses. Empiezo a cabrearme.
—¿Está seguro de que ha dado todas las vueltas a la llave, señor Orr?
—Sí —contesto, intentando mantener la calma.
—¿Y está seguro de que es la llave correcta?
—¡Completamente! —grito.
—Preguntaba por si acaso. —El hombre parece divertirse con la situación—. ¿Tiene alguna otra puerta, señor Orr?
—No. Solo tengo esta.
—Hagamos lo siguiente: tíreme la llave por la ranura del buzón de la puerta, intentaré abrir desde este lado.
Lo intenta, pero no funciona. Me acerco un momento a la ventana, respirando hondo, y observo de nuevo la masa de globos dirigibles del exterior. Entonces, oigo más voces al otro lado de la puerta.
—Soy el técnico del teléfono, señor Orr. ¿Tiene un problema con su puerta?
—No puede abrirla —le responde la primera voz.
—¿Ha girado bien la llave? —pregunta el hombre del teléfono. Suena un repiqueteo en la puerta. No respondo.
—¿Tiene alguna otra puerta por donde podamos entrar, señor Orr? —grita.
—Ya se lo he preguntado —le contesta el primer hombre. Vuelven a llamar a la puerta.
—¿Qué quieren? —pregunto.
—¿Tiene teléfono, señor Orr? —pregunta el técnico del televisor.
—¡Pues claro que tiene! —exclama indignado el del teléfono.
—¿Puede llamar a Edificios y Pasillos, señor Orr? Ellos sabrán qu...
—¿Cómo quiere que llame? —Se distingue perfectamente la indignación en la voz del técnico del teléfono—. Si estoy yo aquí será porque no funciona el teléfono, ¿no?
Me retiro al despacho justo antes de que me sugiera que mire un rato la televisión para matar el tiempo.
Pasa una hora. Un conserje retira el marco de la puerta. Al final, esta hace un clic y se abre sin más, descubriendo al hombre allí, de pie, con una expresión entre la incredulidad y la suspicacia, rodeado de madera rota y yeso. Los dos técnicos ya se han marchado a realizar otras reparaciones. Salgo del apartamento pisando tablillas de madera perforadas por clavos torcidos.
—Gracias —le digo al conserje. Se está rascando la cabeza con un martillo.
Echo la carta para el doctor Joyce al buzón de correos y después compro algo de fruta para desayunar. El incidente de la puerta me ha dejado el tiempo justo para reunirme puntualmente con la señorita Arrol.
Tomo un tranvía lleno de gente. Todos hablan sobre los dirigibles y la mayoría no sabe para qué sirven. Cuando el vehículo abandona la sección donde nos encontramos y se introduce en un tramo despejado, todos los pasajeros nos volvemos para mirar los globos.
Es increíble. Todos se encuentran a un solo lado del puente. Contra la corriente marina, nadie ha visto jamás tantos dirigibles juntos. Al otro lado, ni uno solo. Todos los pasajeros del tranvía señalan y admiran la masa de globos. Parece que soy el único que permanece atónito, sin poder apartar la vista del otro lado, donde los cielos que cubren las vigas del puente están completamente limpios y despejados.
No hay ni un solo globo en ellos.
—Buenos días.
—Sí, lo cierto es que lo son. Buenos días. ¿Cómo está su cabeza?
—Bien, gracias. ¿Qué tal su nariz?
—Igual de horrible que siempre, pero ya no sangra. Ah, sí, su pañuelo. —Abberlaine Arrol busca en su bolsillo y extrae el pañuelo limpio, fresco y planchado.
La señorita Arrol acaba de llegar en un tren de trabajadores.
Nos encontramos en una estación de maniobras, hasta ahora el lugar más grande que he visto en el puente. Algunas vías muertas se extienden más allá de la estructura principal, sobre amplias plataformas voladizas. Grandes máquinas, largos trenes de mercancías de toda clase, inmensas grúas y vehículos de mantenimiento de vías circulan por doquier, turnan sus movimientos entre la complejidad de líneas, puntos y vías muertas, como piezas colosales de un juego de construcción, lento y enorme. El vapor humea a través de la luz del día y las nubes de humo juegan con las farolas, aún encendidas en lo alto de las vigas. Los operarios con sus uniformes de trabajo corren de un lado al otro, gritan y agitan banderas de distintos colores, hacen sonar sus silbatos y hablan precipitadamente por sus teléfonos móviles.
Abberlaine Arrol, ataviada con una larga falda gris y una chaqueta corta a juego, y el cabello recogido en una gorra de aspecto oficial, ha venido para dibujar esta escena caótica. Sus acuarelas y sus dibujos sobre temas ferroviarios ya adornan diversas salas de reuniones y vestíbulos de despachos; se la considera una artista realmente prometedora.
Me acerca el pañuelo. Sus ojos expresan una especie de curiosidad. Echo un vistazo al pañuelo y lo guardo en mi bolsillo. La señorita Arrol sonríe, pero no a mí, sino a ella misma. Me da la impresión de que me he perdido algo.
—Gracias —le digo.
—Podría llevarme el caballete, señor Orr. Lo dejé por aquí la semana pasada. —Cruzamos varias vías hasta llegar a un pequeño cobertizo cercano al centro de la gran plataforma de raíles. A nuestro alrededor, varios vagones ensamblados y sueltos se desplazan lentamente hacia delante y hacia atrás. En otras zonas, trenes enteros se hunden en la plataforma de rodaje mediante inmensas poleas que los conducen a los talleres situados bajo las vías.
—¿Qué opina sobre los extraños globos, señor Orr? —me pregunta, mientras nos dirigimos a buscar el caballete.
—Supongo que están ahí para impedir el paso de aviones, aunque solo están a un lado del puente. No sé, la verdad.
—Parece que nadie lo sabe —apunta la señorita Arrol, pensativa—. Posiblemente se trate de otro follón administrativo — suspira—. Ni siquiera mi padre tiene noticias y, por regla general, suele estar bien informado.
Una vez en el pequeño cobertizo, toma el caballete que transporto y lo saca acto seguido hasta el lugar que ha elegido para bosquejar su obra de arte. Se coloca con decisión sobre uno de los pesados montacargas, instala el caballete, abre su taburete plegable y extrae de su cartera unas botellas pequeñas de pintura y una selección de pinceles, carboncillos y lápices. Observa la escena con ojo crítico y elige un carboncillo largo.
—¿Alguna secuela de nuestro pequeño accidente del otro día, señor Orr? —inquiere mientras traza una línea sobre el papel.
—Solo cierto nerviosismo condicionado a las bocinas de los talones de los taxistas, nada más.
—Un síntoma temporal, estoy segura —afirma, mirándome con una sonrisa extrañamente encantadora, antes de volver a su obra—. Estábamos hablando de viajes antes de la precipitada interrupción, ¿no es así?
—Sí. Iba a preguntarle cuál es la mayor distancia que ha recorrido desde esta zona.
Abberlaine Arrol añade unos círculos pequeños y varios arcos a su cuadro.
—Hasta la Universidad, supongo—responde, pintando rápidamente unas líneas de intersección sobre el papel—. Estaba a unas... ciento cincuenta... o doscientas secciones de aquí, en dirección hacia la Ciudad.
—¿Y pudo ver tierra firme desde allí?
—¡Tierra firme! —exclama mirándome fijamente—. Señor Orr, creo que apunta usted muy alto. No, no pude ver tierra de ningún tipo, exceptuando las islas de siempre.
—¿Cree entonces que no existe la Ciudad, ni tampoco el Reino?
—Bueno, supongo que existen en algún lugar. —Traza más líneas en el cuadro.
—¿Nunca ha querido verlos?
—Sí, hasta que dejé de querer trabajar como conductora de trenes. —Empieza a sombrear algunas zonas del bosquejo. Ya se puede apreciar una sucesión de «X» abombadas y también un indicio de cumbres envueltas en nubes. Dibuja rápidamente. En su nuca pálida y esbelta caen dos negros mechones de su cabello rizado en forma de espirales caprichosas que se asemejan a los trazos de una escritura ilegible—. ¿Sabe? Una vez conocí a un ingeniero, un alto cargo, que creía que en realidad no vivíamos en un puente, sino en una gran roca situada en el centro de un desierto infranqueable.
—Mmm... —empiezo, sin saber cómo tomármelo—. Tal vez sea algo diferente para cada uno de nosotros. ¿Usted qué ve?
—Lo mismo que usted —asegura, volviéndose un segundo hacia mí—. Un puente muy grande. ¿Qué piensa que estoy dibujando, si no? —Prosigue con su obra de arte.
—Poco menos que unos trazos —le digo, sonriendo.
Se echa a reír.
—Y usted, señor Orr, ¿qué es lo que ve?
—Mis propias conclusiones. —Con esta afirmación, me he ganado una de sus mejores sonrisas. Vuelve un momento al cuadro y mira distraídamente hacia arriba durante unos segundos.
—¿Sabe lo que más echo de menos de la universidad? — pregunta.
—¿El qué?
—Poder ver con claridad las estrellas —afirma con cierta nostalgia—. Aquí hay demasiada luz como para verlas con nitidez, a menos que sea desde el mar. Pero la universidad estaba entre secciones agrícolas, y por la noche, estaba todo muy oscuro.
—¿Secciones agrícolas?
—Ya sabe —responde Abberlaine Arrol, apartándose de su cuadro para examinarlo con perspectiva—. Lugares donde se cultivan alimentos.
—Sí, sí. Ya sé. No se me había ocurrido que podían destinarse otras secciones del puente a la agricultura. No debe de resultar difícil, supongo. Imagino que utilizarán cortavientos o incluso espejos para cultivar en distintos niveles, y seguramente el agua será el mejor medio de crecimiento en perjuicio de la tierra; pero sí, supongo que es posible.
Entonces, tal vez el puente sea plenamente autosuficiente en lo que a alimentación se refiere. Mi idea de una longitud limitada, inspirada por el transporte ferroviario de mercancías frescas, es ahora más que irrelevante. El puente puede medir lo que le dé la gana.
Abberlaine Arrol enciende un cigarrillo y golpea repetidamente con una de sus botas la plataforma metálica. Se vuelve a mirarme, cruzando los brazos bajo el contorno de sus pechos; su falda, visiblemente cara, ondea al viento. Entre el olor del humo que espira se esconde una nota de perfume fresco.
—Y bien, señor Orr, ¿qué le parece?
Estudio con atención el cuadro terminado.
En él se aprecia una visión subjetiva de la amplia superficie de la estación de maniobras. Las líneas y las vías parecen plantas trepadoras en suelo de una selva. Los trenes son grotescos y enrevesados, como gusanos gigantes o troncos de árboles caídos. Encima de estos, las vigas y los tubos se transforman en ramas que desaparecen entre el humo que se eleva desde el suelo de esta gigantesca jungla endiablada. Una locomotora se ha convertido en un monstruo erguido, un enorme lagarto que ruge con furia. La silueta de un hombre minúsculo huye del animal, con el rostro desencajado por el pánico.
—Imaginativo —concluyo, tras meditarlo durante unos segundos. Ella suelta una risita.
—No le gusta.
—Puede que mis gustos sean demasiado literales. Pero la calidad del trazo es impresionante.
—Eso ya lo sé —afirma la señorita Arrol. Su voz es aguda, pero su rostro denota cierta decepción. Ojalá me hubiera gustado más su cuadro.
Qué capacidad expresiva tienen los ojos verdes de la señorita Abberlaine Arrol. Ahora me miran con un aire casi compasivo. Creo que esta joven mujer me gusta mucho.
—Lo he hecho pensando en usted —admite mientras saca un trapo de su cartera y empieza a limpiarse las manos.
—¿De verdad? —me siento realmente halagado—. Es muy amable por su parte. Muchas gracias.
Descuelga el cuadro del caballete y lo enrolla.
—Tiene mi permiso para hacer lo que le venga en gana con él — me dice con cierta ironía—. Un avión de papel, si quiere.
—Puede estar segura de que no lo haré —prometo mientras me lo alarga. Me siento como si acabasen de entregarme un diploma—. Lo enmarcaré y lo colgaré en mi apartamento. Ahora que sé que era para mí, me gusta mucho más.
Los mutis de Abberlaine Arrol son de lo más divertido. En esta ocasión, la recoge una dresina de ingenieros, un pintoresco vagón con paneles y cristales repleto de instrumentos complicados aunque arcaicos, como unas balanzas de latón brillante. El vehículo chirría y traquetea hasta detenerse por completo, una puerta acordeón se abre y un joven guarda saluda a la señorita Arrol, que se dispone a tomar el vehículo para ir a comer con su padre. Me quedo con el caballete para volver a guardarlo en el pequeño cobertizo. De su cartera sobresalen varias láminas enrolladas, los dibujos que le habían encargado y que la habían mantenido ocupada (mientras hablaba conmigo) desde que terminó mi cuadro. Pone un pie sobre la plataforma de entrada a la dresina y me extiende la mano.
—Gracias por su ayuda, señor Orr.
—Gracias por su cuadro —respondo mientras le doy la mano. Entre el final de las botas y el dobladillo de la falda, puedo ver por primera vez sus piernas, envueltas en unas medias negras de rejilla fina. Me concentro en sus ojos. Su mirada parece alegre—. Espero volver a verla —le digo mientras miro las diminutas y preciosas arrugas que tiene bajo sus ojos verdes. Me temo que he caído en sus redes. Estrecha mi mano y siento una absurda euforia.
—De acuerdo, señor Orr, si me armo de valor, podría dejar que me invite a cenar.
—Sería... un placer. Espero que haga acopio de inagotables reservas de coraje en un futuro próximo. —Me inclino ligeramente y me deleito con una sutil panorámica de una de sus adorables piernas.
—Adiós, entonces —se despide—, seguimos en contacto.
—Hasta pronto.
La puerta se cierra y la dresina empieza a alejarse entre silbidos y sonidos metálicos. El vapor que emana me envuelve como la niebla y me nubla la vista. Saco mi pañuelo del bolsillo.
La señorita Arrol ha bordado una letra «O», de color azul cielo, en una de sus esquinas.
Me ha cautivado. Y esos centímetros de deliciosas piernas envueltas en negro...
Brooke y yo vamos a tomar un vino especiado en el salón con vistas al mar del Dissy Pitton's. Nos sentamos en sendas butacas colgantes y observamos una reducida flota pesquera que se dispone a salir al mar. Los barcos hacen sonar sus sirenas al pasar junto a sus semejantes, fondeados a modo de anclaje para los dirigibles.
—No te culpo —dice Brooke con voz áspera—. Siempre pensé que no te serviría de gran cosa. —Le he contado mi decisión de no someterme a hipnosis con el doctor Joyce. Los dos estamos sentados mirando hacia el mar—. Malditos globos...
Mi amigo estudia los ofensivos dirigibles. Brillan como la plata bajo los rayos del sol, y sus sombras motean las azules aguas del estuario, formando otra especie de patrón.
—Pensaba que aprobarías... —empiezo, pero me detengo, frunzo el ceño y escucho con atención.
—¿Que aprobaría el qué? ¿Orr...?
—Shhh —susurro. Presto atención al lejano sonido y abro una de las ventanas del salón. Brooke se pone en pie de golpe. El zumbido de las aeronaves que se acercan suena distinto ahora.
—¡No me digas que esos aviones piensan volver! —grita Brooke detrás de mí.
—Parece ser que así es.
Los aviones ya se vislumbran a lo lejos. En esta ocasión vuelan más bajo, el del centro está prácticamente al mismo nivel que el Dissy Pitton's. Viajan en dirección al Reino, en la misma formación vertical de la otra vez. De nuevo, cada uno de ellos emite ráfagas desiguales de humo y deja tras de sí una banda gigante de manchas oscuras suspendidas en el cielo. Los fuselajes no tienen ninguna inscripción o marca y los cristales de las cabinas reflejan la luz del sol. Los cables de los dirigibles suponen el más rudimentario de los obstáculos para el avance de los aviones, que vuelan a unos cuatrocientos metros del puente. A esa distancia, los cables son más gruesos, pero los monoplanos solo deben efectuar un leve giro para esquivarlos. Al final, los aviones prosiguen la marcha y desaparecen dejando sus estelas irregulares de humo.
—¡Malditos trastos! —grita Brooke, golpeándose la palma de la mano con el puño.
Las líneas de manchas de humo se acercan lentamente al puente, ayudadas por la brisa.
Tras un par de vigorizantes partidos en el club de frontón, llamo a la tienda de marcos. El cuadro de la señorita Arrol ya está listo, con un marco de madera y un cristal mate antirreflectante.
Lo cuelgo en un lugar donde capte la luz de la mañana, encima de una estantería que hay a uno de los lados de la puerta recién reparada. El televisor se enciende mientras intento enderezar el cuadro en la pared.
El hombre sigue allí tumbado, rodeado de sus máquinas. Su rostro es completamente inexpresivo. La luz ha cambiado algo; la habitación parece más oscura. Pronto tendrán que cambiarle el gotero. Observo su semblante débil y pálido, y me entran ganas de golpear el cristal de la pantalla para despertarlo... En lugar de eso, apago el televisor. ¿Tiene algún sentido comprobar si funciona el teléfono? Lo descuelgo y oigo los mismos tonos de antes.
Iré a cenar al club de frontón.
Según afirma la televisión del restaurante del club, todo apunta a que la presencia de los aviones es una travesura excéntrica y cata cometida por alguien de otra zona del puente. En vista de los hechos indignantes de esta mañana, será necesario reforzar las «defensas» formadas por los dirigibles (y nadie dice nada sobre por qué solo hay globos a un lado del puente). Sobre los responsables de estas maniobras aéreas no autorizadas pesa una orden de búsqueda. La Administración nos pide a todos nuestra colaboración. Busco al periodista con quien hablé la otra vez.
—Me temo que no puedo añadir nada a lo que ya se ha dicho— admite.
—¿Y qué pasa con la Biblioteca de la Tercera Ciudad?
—No encontré nada en los archivos. Aunque sí he visto algo sobre una especie de explosión o de incendio por estos niveles, pero de hace algún tiempo. ¿Está seguro de que solo fue hace dos días?
—Completamente.
—Bueno, tal vez estén intentando mantener la situación bajo control. —De pronto, chasquea los dedos—. Ah, sí, hay algo que no han mencionado en la televisión.
—¿El qué?
—Han descubierto en qué lenguaje escriben los aviones.
—¿Sí?
—Braille.
—¿Cómo?
—Braille. La escritura de los invidentes. Sigue sin tener ningún sentido incluso cuando se descifra, pero está claro que es braille.
Me vuelvo a sentar, completamente atónito por segunda vez en el día de hoy.
Me encuentro en un páramo, una llanura escarpada bajo un cielo gris y monótono. Es un lugar frío y las ráfagas de viento tiran con fuerza de mis escasas ropas y allanan las hierbas y los brezos marchitos de los tiempos cálidos.
El páramo desciende, perdiéndose de vista en la distancia gris a medida que aumenta la inclinación de la pendiente. Lo único que rompe la regularidad aburrida de esta tierra perdida es una delgada corriente de agua, como un canal, con la superficie picada por culpa del viento gélido y fuerte.
Un leve sonido de sirena viene de la cima.
Una humareda gris, astillada por el viento, viaja por la línea del horizonte. Se vislumbra un tren en la lejana cumbre. A medida que va acercándose, la sirena aúlla de nuevo con un ruido áspero y furioso. La locomotora oscura y los escasos vagones, también oscuros, forman una línea recta que apunta directamente hacia mí.
Miro al suelo. Estoy de pie entre los raíles de la vía. Las dos líneas finas de metal salen de mis pies en dirección al tren que se acerca. Doy un paso hacia un lado y vuelvo a mirar al suelo. Sigo encima de la vía. Doy otro paso. La vía me persigue.
Fluye como el mercurio y se mueve conmigo. Sigo entre los raíles mientras el tren grita de nuevo.
Doy un paso más hacia un lado; los raíles se mueven otra vez, como deslizándose sobre la superficie del páramo sin causa ni resistencia. El tren está cada vez más cerca.
Empiezo a correr, pero la vía corre conmigo; un raíl delante, otro raíl en mi talón. Intento detenerme y caigo rodando, aún dentro de la vía. Me levanto y empiezo a correr en la dirección opuesta, contra el viento y con mi respiración ardiendo en el pecho. Las vías se deslizan, delante y detrás, delante y detrás. El tren, ahora muy cerca de mí, aúlla más fuerte, superando sin dificultad los giros y las curvas que ha originado mi intento precipitado de huida. Sigo corriendo, envuelto en sudor, en pánico y en incredulidad, pero las vías fluyen suavemente conmigo, en perfecta consonancia, delante y detrás, delante y detrás, con mi movimiento desesperado. El tren se acerca ineludiblemente, con la sirena gritando a pleno pulmón.
El suelo se mueve. Los raíles chirrían. Yo grito. Entonces, veo el canal a mi lado. Justo antes de que el tren me arrolle, me lanzo al agua.
Bajo la superficie del canal hay aire. Caigo lentamente, flotando en un entorno cálido mientras veo el agua por encima de mí, brillante como un espejo blando. Aterrizo con suavidad sobre el suelo musgoso del canal. Es tranquilo y muy cálido. Arriba, no se oye movimiento alguno.
Las paredes son de piedra grisácea y están muy cercanas entre sí. Si estiro los brazos, alcanzo a tocar los dos lados del canal. Forman una curva muy suave que desaparece en ambas direcciones bajo la luz tenue que cae desde arriba. Apoyo una mano en una de ellas y, con el pie, noto algo duro bajo el musgo.
Al apartarlo, queda al descubierto un trozo de metal brillante. Escarbo también en el lado opuesto; es una pieza metálica larga, como una tubería, que está adherida al suelo del canal. Transversalmente, tiene la forma de una letra «I» algo hinchada. Una inspección más exhaustiva me revela que recorre la longitud del canal en ambas direcciones. Prestando atención, se aprecia una pequeña elevación, apenas perceptible, bajo el musgo del suelo. Hacia el otro lado, se ve la misma línea elevada de musgo junto a la pared. Son dos raíles paralelos.
Empiezo a saltar, apartando el musgo de la vía que acabo de destapar.
Mientras lo hago, el aire cálido y espeso empieza a soplar más fuerte y, desde uno de los lados del túnel, se oye cómo se acerca el sonido de una sirena.
Ligeramente resacoso, esperando unos arenques en el bar Inches, me pregunto si debería descolgar el cuadro de la señorita Arrol de la pared.
Aquel sueño me perturbó, me desperté sudoroso y me quedé dando vueltas en la cama, empapado en sudor, hasta que no tuve más remedio que levantarme. Me di un baño caliente, me quedé dormido dentro del agua y me desperté, helado, aterrorizado, desafinado, como si me hubiera electrocutado, repentinamente seguro en mi confusión de estar atrapado en una especie de túnel estrecho: la bañera era un canal y el agua mi propio sudor.
Leo el periódico matinal mientras tomo un café. Critican a la Administración por no haber previsto el paso de la formación aérea de ayer. Se están evaluando nuevas medidas preventivas con el objetivo de evitar más transgresiones contra el espacio aéreo del puente.
Llegan los arenques. Las espinas retiradas han dejado una especie de patrón sobre su pálida carne. Recuerdo mis teorías sobre la topografía general del puente e intento olvidar mi resaca.
Hay tres posibles opciones:
1. El puente es simplemente eso, un enlace que está entre dos masas de tierra muy alejadas entre sí y que goza de una existencia independiente de ellas, pero hay tráfico que lo cruza de una a la otra.
2. El puente es un muelle; hay tierra a un lado, pero no al otro.
3. El puente no tiene conexión con tierra firme, excepto con las pequeñas islas que se encuentran cada tres secciones.
En las opciones 2 y 3, podría darse el caso de que aún estuviese en construcción. Podría ser una cortina de muelle por no haber alcanzado aún la masa de tierra del otro lado, o, en caso de no conectar con tierra firme, podría estar construyéndose hacia los dos extremos, y no solo hacia uno.
En la opción 3, existe una interesante alternativa. En apariencia, el puente es recto, pero se ve el horizonte y el sol sale, sube y se pone. Por lo tanto, el puente podría terminar encontrándose consigo mismo, formar un circuito cerrado, un círculo que encerrase el planeta, topográficamente infinito.
Al visitar la biblioteca más cercana para buscar un libro sobre braille, recuerdo la Biblioteca de la Tercera Ciudad. Tras el desayuno, me siento bastante recuperado y decido acercarme dando un paseo a la sección donde se encuentran la clínica del doctor Joyce y la mítica biblioteca. Voy a intentar encontrarla otra vez.
Hoy también hace un día excelente. Sopla un viento suave y cálido que inclina los cables de los dirigibles, mientras estos intentan volar hacia el puente. Se han lanzado más globos al cielo; grandes barcazas atoan los aeróstatos a medio inflar, algunos de los pesqueros llevan dos dirigibles y, con los cables, forman una «V» gigante que se eleva sobre ellos. Algunos están pintados de negro.
Camino silbando sobre el puente, de una sección a la otra, balanceando mi bastón. Un lujoso pero convencional ascensor me conduce hasta el piso más alto, que aún se encuentra varias plantas por debajo del pico de la sección. Los pasillos altos, oscuros y con olor rancio me resultan familiares, al menos en conjunto. Su distribución exacta sigue siendo un misterio.
Camino bajo las antiguas y deterioradas banderas colgadas, entre los burócratas perpetuados en piedra, y junto a estancias llenas de recepcionistas elegantemente vestidos. Cruzo claraboyas que dejan pasar una tenue luz desde los techos de pasillos decrépitos, intento mirar a través de cerraduras de pasajes cerrados, oscuros y desiertos, cuyos suelos están cubiertos por varios centímetros de escombros y polvo. Intento abrir las puertas, pero las bisagras están oxidadas.
Al final, llego a un pasillo que me resulta familiar. Una círculo de luz brilla sobre la alfombra que tengo delante, justo donde el pasillo se ensancha. Huele a humedad y juraría que, en lugar de caminar sobre la alfombra, estoy chapoteando. Hay macetas altas y un trozo de pared donde debería encontrarse la entrada del ascensor en forma de «L». El círculo de luz del suelo tiene una sombra en el centro, que no recuerdo haber visto la otra vez. La sombra se mueve.
Llego a donde está la luz. La inmensa ventana redonda está allí y sigue dando al estuario. Vuelvo a pensar en un reloj sin agujas al verla. El que proyecta la sombra es el señor Johnson, el paciente del doctor Joyce que no quiere abandonar su andamio. Está limpiando la ventana, frotando con un trapo el centro del cristal, con una expresión de concentración embelesada en el rostro.
Por detrás de él, y ligeramente hacia abajo, a unos trescientos metros sobre el nivel del mar, flota un pesquero de arrastre.
Está suspendido bajo tres cables, es de color marrón muy oscuro y tiene estrías de óxido por debajo de la línea de flotación, donde hay algunos percebes incrustados. Flota en el aire, lentamente, en dirección hacia el puente, elevándose poco a poco a medida que se acerca.
Camino hacia la ventana. Encima del pesquero hay tres dirigibles negros. Miro al atareado señor Johnson. Golpeo la ventana con los nudillos, pero parece que no me oye.
El pesquero de arrastre, que sigue elevándose, avanza directamente hacia la gran ventana circular. Golpeo el cristal a la mayor altura que puedo, balanceo mi bastón y mi sombrero y grito con todas mis fuerzas:
—¡Señor Johnson! ¡Cuidado! ¡Detrás de usted!
Deja de frotar un momento, pero solo para inclinarse hacia delante, sin borrar su sonrisa solemne, para soltar su aliento en el cristal y continuar a lo suyo.
Golpeo el cristal a la altura de las rodillas del señor Johnson; es lo más alto que puedo llegar, incluso con el bastón. El pesquero ya se encuentra a poco más de seis metros de él. El señor Johnson sigue limpiado alegremente. Golpeo con fuerza el grueso cristal con la punta metálica del bastón. Se agrieta. Cuatro metros; el pesquero está a la altura de los pies del señor Johnson. Le grito y aporreo el trozo de cristal agrietado que, finalmente, se rompe en pedazos. Me aparto para evitar las esquirlas. El señor Johnson me lanza una mirada furibunda. Tres metros.
—¡Detrás de usted! —grito; señalo un instante con el bastón y huyo para ponerme a cubierto.
El señor Johnson me observa y, por fin, se vuelve. El pesquero se encuentra a pocos palmos de distancia. Se tira al suelo de su andamio justo cuando el barco se incrusta en el centro de la gran ventana circular, con la quilla rozando la barandilla del andamio del señor Johnson, a quien ducha con los percebes. El vidrio se hace añicos sobre el amplio rellano; el ruido de cristales rotos compite con el del metal que se resquebraja. La proa del pesquero empieza a atravesar el centro de la ventana y el marco de metal se dobla como una inmensa telaraña, emitiendo un horrible y sonoro quejido. Todo tiembla a mi alrededor.
De pronto, se detiene. Parece que el pesquero retrocede ligeramente y, entre arañazos y rascadas, empieza a subir, se abre camino hacia la parte superior de la enorme circunferencia, rompe el cristal a su paso y deja caer fragmentos de vidrio y percebes sobre la alfombra y sobre las hojas de las macetas contiguas, que se doblan por la terrible lluvia vítrea que les está cayendo encima.
Entonces, aunque parezca increíble, el pesquero se marcha. Desaparece de mi vista. Los cristales dejan de caer. El sonido del barco abriéndose camino hacia los pisos superiores vibra en el aire.
El andamio del señor Johnson se balancea de un lado al otro y va disminuyendo gradualmente el ímpetu de sus movimientos. El hombre se mueve, echa un vistazo a su alrededor y se incorpora lentamente, con la espalda llena de trocitos de vidrio que le confieren el aspecto de una serpiente que está mudando su piel brillante. Se lame unos pequeños cortes que ha sufrido en el reverso de las manos, se sacude con cuidado algunas esquirlas de cristal de los hombros y coge una pequeña escoba de su andamio, que aún se balancea ligeramente. Empieza a barrer los cristales tranquilamente, mientras silba ensimismado. De vez en cuando, echa un vistazo con la mirada triste y afectada a lo que queda de la enorme ventana circular.
Me pongo en pie y me quedo mirando al señor Johnson, que limpia su andamio, comprueba los cables de sujeción y se pone un vendaje en las manos. Finalmente, contempla durante unos segundos la ventana destrozada y encuentra un pedacito que no está roto y aún está sucio, y se pone a limpiarlo.
Han pasado diez minutos desde el impacto del pesquero y sigo aquí, solo. Nadie se ha acercado a investigar, no han sonado alarmas ni sirenas de emergencia. El señor Johnson sigue limpiando y secando. Una brisa cálida sopla a través de la ventana rota y arrastra las hojas caídas de las macetas. Donde antes estaban las puertas del ascensor en forma de «L», ahora hay una pared vacía, con huecos para las estatuas.
De nuevo, abandono mi búsqueda de la Biblioteca de la Tercera Ciudad.
Regreso a mi apartamento y me encuentro un desastre todavía mayor.
Unos hombres vestidos con monos grises están sacando toda mi ropa y la están colocando en un carrito que está en el rellano. Antes de tener tiempo de reaccionar, aparece otro hombre, cargado con un montón de cuadros y dibujos, que apila sobre otro carrito antes de regresar dentro.
—¡Eh! ¡Ustedes! ¿Qué creen que están haciendo? —Los hombres se detienen y me miran, perplejos. Intento arrancar mis camisas de los brazos de uno de ellos, pero el tipo es muy fuerte y se limita a parpadear sin soltar la ropa que ha cogido de mi habitación. Su compañero se encoge de hombros y vuelve a su labor—. ¡Oigan! ¡Deténganse! ¡Salgan de ahí!
Dejo al hombretón con las camisas y entro en el apartamento. Todo está patas arriba y hombres vestidos de gris por todas partes que extienden sábanas blancas por encima de los muebles, sacan objetos, cogen libros de las estanterías y los meten en cajas, descuelgan cuadros de las paredes y quitan adornos de las mesas. Me quedo allí, de pie, horrorizado.
—¡Paren! ¿Qué demonios creen que están haciendo? ¡Paren, les digo!
Algunos se vuelven a mirarme, pero ninguno deja su tarea.
Un tipo se dirige a la puerta con mis tres paraguas.
—¡Déjelos donde estaban! —¿le grito, cortándole el paso. Lo amenazo con mi bastón, pero él lo agarra y lo añade a la colección de paraguas, y desaparece en el rellano.
—Ah, usted debe de ser el señor Orr. —Un hombre alto y calvo, vestido con una chaqueta negra encima del mono gris, con un sombrero negro en una mano y un sujetapapeles en la otra, sale de mi dormitorio.
—Efectivamente, soy yo. ¿Qué diablos está pasando aquí?
—Se traslada, señor Orr —responde el hombre, con una sonrisa.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Adónde?—grito. Me tiemblan las piernas, se me revuelve el estómago, me mareo.
—Mmm... —el hombre calvo busca entre sus papeles—, sí, aquí. Nivel B7, habitación 306.
—¿Cómo? ¿Y dónde está eso? —No puedo creerlo. ¿B7? Seguramente la «B» se refiere a «bajo», ¡bajo la plataforma del tren! Pero ahí es donde viven los trabajadores, la gente del montón. ¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué me hacen esto? Está claro que debe de tratarse de un error.
—No sabría decirle exactamente, señor—contesta alegremente el hombre—, pero estoy seguro de que lo encontrará sin problemas.
—Pero ¿por qué me trasladan?
—No tengo la menor idea, señor —prosigue con su irritante tono feliz—. ¿Hace mucho que está usted aquí?
—Seis meses.
Siguen sacando ropa de mi vestidor. Me dirijo de nuevo al hombre calvo.
—Mire, esa es mi ropa. ¿Qué están haciendo con ella?
—Devolviéndola, señor —asegura, asintiendo y sin dejar de sonreír.
—¿Devolviéndola? ¿A quién? —grito. Esto es completamente humillante, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
—No lo sé, señor. Al lugar de donde procede, imagino. No vuelve exactamente a mi departamento, señor.
—¡Pero si es mía!
El hombre calvo frunce el ceño, consulta sus papeles y niega con la cabeza, mientras esboza una confiada sonrisa.
—No, señor.
—¡Claro que sí, maldita sea!
—Lo siento, señor, pero eso no es así. La ropa pertenece a las autoridades de la clínica; aquí lo dice bien claro, mire. —Me muestra una hoja que detalla todas mis compras efectuadas con las líneas de crédito de la clínica—. ¿Lo ve? Por un momento, me había asustado, porque este operativo hubiera sido ilegal y usted podría haber llamado a la policía porque estábamos llevándonos sus cosas, y eso hubiera supuesto un...
—¡Pero me dijeron que podía comprar lo que quisiese! ¡Tengo una subvención! Yo...
—Mire, señor —me explica el hombre, mientras supervisa otra tongada de ropa y sombreros y tacha algo de la lista del sujetapapeles— yo no soy abogado ni nada por el estilo, pero llevo más tiempo del que recuerdo haciendo este trabajo y, si se informa, le dirán que todo esto pertenece a la clínica y usted solo goza de su uso y disfrute.
—Pero...
—No sé si se lo explicaron en su momento, señor, pero si pregunta a las autoridades, eso es lo que le dirán.
—Yo... —me siento mareado—. Oiga, ¿no podrían dejarlo, aunque fuera un momento? Dejen que llame a mi médico, es el doctor Joyce, seguro que ha oído hablar de él. Lo solucionará todo, seguramente habrá habido...
—¿... un error, señor? —El calvo ríe ruidosamente durante un momento—. Perdóneme, señor. Siento interrumpirlo así, pero no he podido evitarlo. Todo el mundo dice lo mismo. ¡Ojalá me hubieran dado un chelín cada vez que he oído esa frase! —Mueve la cabeza y se frota una mejilla—. Bien, si realmente cree que es así, no dude en ponerse en contacto con las autoridades pertinentes. El teléfono debe de estar por aquí, en algún sitio... —dice distraídamente mientras echa un vistazo a su alrededor.
—El teléfono no funciona.
—Sí, sí funciona. No hará ni media hora que lo he utilizado para decirles a los del departamento que estamos aquí.
Encuentro el teléfono en el suelo. Muerto. Solo emite un clic cuando intento marcar. El hombre calvo se acerca.
—¿Ya está cortado, señor? —Consulta su reloj—. Sí que se han dado prisa. —Anota algo en su tablilla—. Menuda eficiencia la de los chicos de la centralita —dice para sí mismo mientras asiente con la cabeza para mostrar su admiración.
—Por favor, se lo ruego, déjeme ponerme en contacto con mi médico, él lo arreglará todo. Su nombre es doctor Joyce.
—No será necesario, señor —dice el calvo, alegremente. Un horrible pensamiento me asalta. El hombre comprueba sus papeles, pasa el dedo por una de las listas de las últimas páginas y se detiene en un punto—. Mire, aquí está.
Es la firma del doctor Joyce. El calvo añade:
—¿Ve? El doctor ya lo sabe. Ha sido él mismo quien ha dado la autorización.
—Sí. —Me siento y me quedo mirando la pared blanca y vacía que tengo delante.
—¿Ya está contento, señor? —El calvo no intenta ser frívolo ni irónico.
—Sí —me oigo responder a mí mismo—. Me siento paralizado, muerto, encerrado, sin sentidos, por los suelos, con los fusibles fundidos.
—Me temo que tendrá que darnos también lo que lleva puesto, señor —dice mirando mi ropa.
—No puede estar hablando en serio —respondo, derrotado.
—Lo siento, señor. Pero tenemos una estupenda colección de uniformes nuevos para usted. ¿Le importa cambiarse ahora?
—Esto es ridículo.
—Lo sé, señor. Pero las normas son las normas, ¿no es cierto? Estoy seguro de que le gustarán los uniformes. Y los estrenará usted.
—¿Uniformes?
Son de un tono verde vivo. Zapatos, pantalones cortos y camisas, e incluso una ordinaria ropa interior.
Me cambio en el vestidor, con la mente tan vacía como las paredes.
Mi cuerpo parece moverse por inercia mientras ejecuta los movimientos necesarios por su cuenta, de forma automática y mecánica. Se detiene esperando una nueva orden. Doblo mi ropa minuciosamente y, cuando levanto la chaqueta, veo el pañuelo que me dio Abberlaine Arrol. Lo saco del bolsillo frontal.
Cuando vuelvo a la sala de estar, el hombre calvo está viendo un concurso en la televisión. La apaga cuando entro y me entrega mi nueva ropa. Se pone su sombrero.
—El pañuelo —digo señalando la prenda de encima del montón de ropa — está bordado con mis iniciales. ¿Puedo quedármelo?
El calvo le hace un gesto a uno de sus hombres, para indicarle que se lleve la ropa. Con un lápiz, comprueba una lista de entre sus papeles.
—Efectivamente, aquí está el pañuelo, pero... no dice nada de ninguna letra bordada en él. —Abre el pañuelo y estudia con detalle la letra «O» bordada en azul. Me pregunto si llevará una aguja para descoserlo y dejarme solo el hilo—. De acuerdo, quédeselo —dice ásperamente—, pero se le descontará su valor de su nueva subvención.
—Gracias. —Es curiosamente fácil ser amable.
—Bien, eso es todo —concluye, con profesionalidad mientras guarda el lápiz. Con este gesto, me recuerda al doctor Joyce. Me señala la puerta—. Usted primero.
Guardo el pañuelo en un bolsillo del uniforme verde chillón y salgo del apartamento. Todos los hombres vestidos de gris se han marchado, excepto uno. El último trabajador sostiene un gran trozo de papel enrollado y un marco vacío. Espera a que su superior haya cerrado la puerta con un candado y le susurra algo al oído. El jefe desenrolla el papel: es el cuadro de Abberlaine Arrol.
—¿Es suyo esto?
—Sí —asiento—, es un regalo de una amig...
—Tenga. —Me lo planta en las manos y se da la vuelta.
Los dos hombres se alejan pasillo abajo. Me dirijo hacia el ascensor, con el cuadro apretado contra mi pecho. No he avanzado más que unos pasos cuando oigo un grito. El calvo corre hacia mí, haciéndome señas. Me acerco hacia él.
El hombre agita el sujetapapeles en mi cara.
—No tan deprisa, amigo —dice—. Tenemos un pequeño problema con un sombrero de ala ancha.
—Está hablando con la consulta del doctor F. Joyce, muy buenas tardes tenga usted.
—Soy el señor Orr; quisiera hablar con el doctor, es muy urgente.
—¡Señor Orr, qué alegría oírlo! ¿Cómo está usted?
—Me... me siento fatal en estos momentos, en realidad. Me acaban de echar de mi apartamento. Por favor, ¿puedo hablar con el doctor Joy...?
—Pero eso es terrible. Absolutamente terrible.
—Totalmente de acuerdo. Me gustaría hablarlo con el doctor.
—No, usted debe hablar con la policía, no con un doctor..., a menos que..., bien, obviamente, no lo han echado por el balcón, de lo contrario, no estaría hablando con...
—Mire, le agradezco mucho su preocupación, pero no tengo demasiado dinero para pagar esta llamada, y...
—Cómo... No le habrán robado también, ¿no?
—No. Oiga, ¿quiere hacerme el favor de pasarme con el doctor Joyce?
—Me temo que eso no será posible, señor Orr. El doctor está reunido en estos momentos. Mmm... Déjeme ver... Sí... El Comité de Elecciones de Nuevos Miembros del Subcomité del Comité de Trámites de Compras, creo.
—Bueno, ¿y no puede...?
—¡No! No, qué tonto soy. Miento; eso fue ayer. Ya decía yo que no me sonaba. Es el Subcomité de Planificación e Integración de Nuevos Edifi...
—¡Maldita sea! ¡Me importa un carajo en qué comité está! ¿Cuándo puedo hablar con él?
—Ah, pues debería importarle, señor Orr, los comités trabajan para los ciudadanos, ¿sabe?
—¿Cuándo demonios puedo hablar con el doctor?
—No lo sé, señor Orr. ¿Le digo que lo llame?
—¿Cuándo? No voy a estar pegado a esta cabina todo el día.
—Bien, pues le digo que lo llame a su casa.
—¡Le acabo de decir que me han echado!
—¿Y no puede volver a entrar? Estoy seguro de que si llama usted a la policía...
—Me han cerrado la puerta con un candado. Y todo bajo autorización oficial y firmado por el doctor Joyce; por eso mismo quiero habí...
—Aaaah, acabáramos. Ha sido usted trasladado, señor Orr. Pensaba que...
—¿Qué ha sido ese ruido?
—Los tonos, señor Orr. Tiene que echar más monedas.
—Ya no tengo más dinero.
—Vaya. En fin, ha sido un placer hablar con usted, señor Orr. Hasta pronto. Que pase un buen d...
—¿Oiga? ¿Oiga...?
El nivel B7 se encuentra a siete pisos por debajo de la plataforma del tren, a una distancia lo suficientemente corta como para poder distinguir un tren local, un tren expreso y un tren rápido de mercancías solo por el tipo de vibración, incluso sin el concomitante ruido/chirrido/zumbido de confirmación. El nivel es amplio, oscuro, tétrico y está plagado de gente. Justo en el piso de abajo, hay un taller de metales y los seis pisos superiores son de viviendas. Un olor a sudor y a humo rancio invade la atmósfera cargada. La habitación 306 es toda para mí. Solo contiene una cama estrecha, una silla vieja de plástico, una mesita y una cómoda pequeña con cajones. Y aun así, es una estancia algo recargada de muebles. El olor del baño comunitario asalta todo el pasillo, en cuyo extremo se encuentra mi nueva vivienda. La habitación tiene vistas a un patio de luces, que ni siquiera hace honor a su propio nombre.
Cierro la puerta y me dirijo a la consulta del doctor Joyce como un autómata: ciego, sordo y sin cerebro. Cuando llego, es demasiado tarde. Está cerrada. El doctor y el recepcionista se han marchado a casa. Un guarda jurado me mira con recelo y me sugiere que regrese al nivel al que pertenezco.
Me siento en mi cama diminuta, con el estómago revuelto. Apoyo la cabeza en las manos y miro al suelo; oigo los chirridos del metal que están cortando en el taller del piso inferior. Me duele el pecho.
Llaman a la puerta.
—Adelante.
Entra un hombre bajito y mugriento con un abrigo largo de color azul oscuro, arrastrando los pies de lado. Parpadea repetidas veces, mirando por toda la habitación, y su mirada se detiene brevemente en el cuadro enrollado que está encima de la cómoda. Por fin me mira, aunque sus ojos no se cruzan con los míos.
—¿Qué hay? Eres nuevo por aquí, ¿verdad? —Se queda de pie en el umbral de la puerta, como si estuviera preparado para salir corriendo en cualquier momento. Mete las manos en los bolsillos de su abrigo.
—Sí, lo soy —contesto, poniéndome en pie—. Mi nombre es John Orr. —Le tiendo la mano, que me estrecha durante un segundo, para volver a su posición anterior—. ¿Qué tal está? — digo a toda prisa.
—Me llamo Lynch —dice, sin mirarme a los ojos—. Pero puedes llamarme Lynchy.
—¿Qué puedo hacer por usted, Lynchy?
—Nada. —Se encoge de hombros—. Soy tu vecino y venía a ver si querías algo.
—Es usted muy amable. De hecho, me gustaría saber qué debo hacer para obtener mi nueva subvención.
Por fin, el señor Lynch me mira a los ojos. Parece que un resplandor emana de su cara, no precisamente recién lavada, aunque su expresión denota cierto aburrimiento.
—Ah, sí. Puedo ayudarte con eso, no hay problema.
Sonrío. En todo el tiempo que pasé en los niveles más elevados y refinados del puente, ni uno solo de mis vecinos me dio los buenos días y mucho menos me ofreció ayuda de ninguna clase.
El señor Lynch me acompaña a una cantina y me invita a una salchicha de sucedáneo de pescado y a un plato de puré de algas. Ambos son horribles, pero tengo hambre. Bebemos té en jarras. Me cuenta que es barrendero de vagones y que ocupa la habitación 308. Parece bastante impresionado cuando le muestro mi brazalete de plástico y le cuento que soy un paciente psiquiátrico. Me explica los pasos que debo seguir para solicitar mi subvención a la mañana siguiente. Se lo agradezco. Incluso me ofrece un pequeño préstamo hasta entonces, pero ya me siento muy en deuda con él y lo rechazo, no sin antes darle las gracias.
El ambiente de la cantina es ruidoso, cargado, saturado y cerrado. Los olores no favorecen en nada mi proceso digestivo.
—¿Así que te han dado puerta y eso?
—Sí. Mi médico lo autorizó. Rechacé someterme al tratamiento que tenía programado para mí, y supongo que esa es la razón de mi traslado. Aunque tal vez no sea así; no sé.
—Menudo cabrón, ¿eh? —El señor Lynch niega con la cabeza, con aire enfurecido—. Putos médicos...
—Parece un acto mezquino y vengativo, pero imagino que yo soy el único culpable.
—Son unos cabrones todos —mantiene el señor Lynch mientras bebe de su jarra. Sorbe el té ruidosamente, lo que para mí tiene el mismo efecto que oír rascar una pizarra con las uñas: me produce dentera. Miro el reloj que hay encima del mostrador de servicio. Intentaré contactar con Brooke; seguramente llegará pronto al Dissy Pitton's.
El señor Lynch saca papel y tabaco y se lía un cigarrillo. Respira con fuerza y de su garganta se desprenden sonidos catarrales, gruñidos y resoplidos. Un acceso de tos seca, como un gran saco de piedras agitado vigorosamente en algún lugar del interior del señor Lynch, completa su preparación precigarrillo.
—¿Tienes que ir a algún lado, tío? —me pregunta el señor Lynch al verme consultar el reloj. Enciende el pitillo, emitiendo una nube de humo acre.
—Sí, de hecho, debería marcharme. Voy a ver a un viejo amigo. —Me levanto—. Muchas gracias, señor Lynch, siento irme de forma tan precipitada. Espero que me permita devolverle su generosidad cuando vuelva a tener fondos.
—Vale, tío. Si quieres ir a algún lado mañana dame un toque. No tengo que ir a trabajar.
—Gracias, señor Lynch. Es usted muy amable. Hasta pronto.
—Venga. Nos vemos.
Consigo llegar al Dissy Pitton's más tarde de lo que tenía previsto, y con los pies tremendamente doloridos. Tendría que haber aceptado la oferta del señor Lynch de prestarme algo de dinero para el tren. Es increíble el encanto que pierde caminar cuando se hace por necesidad y no por gusto. También me preocupa que me vean con el uniforme que llevo ahora; mi rostro parece invisible a efectos prácticos. No obstante, camino con aplomo, con la cabeza alta y los hombros hacia atrás, como si todavía luciese mi mejor traje y mi mejor abrigo, y balanceando el bastón, que aún destaca más en ausencia de estos.
El guardia de seguridad no parece impresionado de verme de esta guisa.
—¿No me reconoce? He venido muchas noches. Soy el señor Orr; mire. —Le muestro el brazalete identificador. Lo ignora; parece algo avergonzado de tener que hablar conmigo, se inclina la gorra y sigue abriendo la puerta a los otros clientes.
—Oiga, será mejor que se marche, ¿de acuerdo? —me dice.
—¿En serio no me reconoce? Mire mi cara y no mi ropa. O, por lo menos, dé un mensaje al señor Brooke de mi parte... ¿aún está por aquí? Brooke, el ingeniero, un tipo bajito, ligeramente jorobado... —Si el guardia de seguridad no fuera más alto y más pesado que yo, intentaría pasar por la fuerza.
—Si no se marcha, se meterá en un lío —me advierte el gorila, mirando hacia otro lado, como buscando a alguien.
—Estuve aquí la otra noche. Soy el hombre que le devolvió el sombrero al tal Bouch, tiene que recordarlo. Usted sostuvo el sombrero ante él, y él vomitó dentro.
El hombre sonríe, se toca la gorra, deja entrar a una pareja que no reconozco.
—Mire, amigo —me dice—, he estado fuera estas dos últimas semanas. Así que haga el favor de largarse o lo sentirá.
—Bien... de acuerdo. Lo siento. Pero, por favor, si escribo una nota, ¿le importaría...?
No puedo continuar. El hombre echa otro vistazo, descubre que no hay moros en la costa y me propina un fuerte puñetazo en el estómago. Mientras me agacho por culpa del dolor, el gorila aprovecha para golpearme en la barbilla, y después en el ojo cuando intento incorporarme de nuevo.
Caigo al suelo, totalmente aturdido. Alguien me levanta por el cuello del uniforme y me arrastra sin contemplaciones por la plataforma, lanzándome al exterior a través de una puerta. Dos golpes más me alcanzan en el costado; patadas, creo.
Se oye un portazo. El viento sopla fuerte.
Permanezco tumbado durante un rato, en la misma posición en la que me han dejado, incapaz de moverme. Un fuerte dolor latente y repetitivo va creciendo en mi vientre. Sin poder ver dónde estoy (creo que tengo sangre en los ojos), vomito la salchicha de sucedáneo de pescado y el puré de algas.
Me tumbo en mi cama minúscula. El hombre y la mujer de la habitación de arriba están discutiendo. El dolor me agobia; siento náuseas y hambre al mismo tiempo. La cabeza, los dientes, la mandíbula, el ojo y la sien derechos, el estómago, la tripa y el costado me pulverizan entero, en una sinfonía de dolor que invade todo mi cuerpo. El persistente susurro del eco de mi antigua lesión, la profunda molestia circular a la que estoy tan acostumbrado, parece ahogarse entre todo lo demás.
Ya estoy limpio. Me he lavado la boca lo mejor que he podido y me he colocado el pañuelo sobre el corte en la ceja. No estoy seguro de cómo he llegado hasta aquí, pero lo he hecho, aturdido por el dolor, como si fuera un triste borracho.
No me siento nada cómodo en la cama, que solo es un lugar nuevo que me permite apreciar las olas de dolor que me inundan y rompen contra la orilla de mi cuerpo.
Finalmente, en plena noche, consigo caer dormido. Pero nado a la deriva en un océano de dolor, sin descanso; paso de despertares agónicos que mi propio raciocinio puede, al menos, intentar poner en su contexto (buscando el momento en que el dolor cese) a momentos de tormentoso trance semiconsciente en los que las porciones más ínfimas de mi cerebro solo saben que los nervios gritan, que el cuerpo duele y que no hay nadie a quien pueda acudir para llorar en su hombro.
No sé cuánto tiempo llevo aquí. Mucho. No sé dónde está este lugar. Muy lejos. No sé por qué estoy aquí. Porque hice algo mal. No sé cuánto tiempo tendré que quedarme aquí. Mucho.
El puente no es largo, pero dura siempre. No estoy lejos de la orilla, pero nunca la pisaré. Camino, pero no me muevo. Rápido o despacio, corriendo, rodando, volviendo sobre mis pasos, saltando o deteniéndome; da lo mismo, no hay diferencia.
El puente es de hierro. Grueso, pesado, oxidado, desconchado y descamado, emite un sonido contundente y muerto bajo mis pies; un sonido tan grueso y pesado que apenas es sonido, solo el impacto de cada uno de mis pasos que viaja a través de mis huesos hasta mi cabeza. El puente parece de hierro macizo. Tal vez hace tiempo no lo era. Tal vez lo remacharon en alguna ocasión. Pero ahora es de una pieza, oxidado y decadente. O quizá lo soldaron. Y qué más da.
No es largo. Hay un río pequeño debajo, lo veo a través de las gruesas barras de hierro de la barandilla. El río nace de entre la niebla y pasa bajo el puente, sereno y tranquilo, para seguir su curso y desaparecer de nuevo entre la misma niebla.
Podría atravesar el río a nado en un par de minutos (de no ser por los peces carnívoros) y podría cruzar el puente en menos tiempo, incluso a paso moderado.
El puente es parte de un círculo, tal vez el cuarto superior, en lo que a altura se refiere. Su estructura completa da forma a una gran rueda vacía que rodea al río.
En el lado que tengo detrás, hay una vía adoquinada que cruza un pantano. En el otro lado están mis damas, reposando o retozando en pequeños vagones o carromatos abiertos que se extienden sobre un prado, rodeado —según he podido observar en las raras ocasiones en las que la niebla se disipa levemente— de inmensos árboles de follajes tupidos. Camino siempre hacia las damas. En ocasiones lo hago lentamente, otras veces me muevo más rápido, incluso he llegado a correr. Me hacen señas con las manos, me saludan y me dan la bienvenida. Sus voces me llaman, en idiomas que no comprendo, pero que suenan dulces y adorables. Me suplican que vaya con ellas, lo que me llena de un deseo furioso.
Las damas se mueven de un lado al otro o se acomodan entre almohadas de satén en sus vagones. Lucen todo tipo de vestimentas; desde el rigor más formal, tapadas de pies a cabeza, hasta las prendas más sueltas y voluptuosas, como la seda que ondea sobre sus cuerpos, fina y transparente, con cortes y aberturas en los lugares exactos, de forma que sus jóvenes cuerpos (blancos como el alabastro, negros como el azabache, dorados como el propio oro) resplandecen a través de las ropas, como si su juventud y su decoro fulgurasen hasta arder en su interior y emanan un calor que no escapa a mis ojos.
Se desvisten para mí, lentamente, a veces, mientras me miran con sus grandes ojos tristes y llenos de deseo. Sus delicadas manos se tocan suavemente los hombros, despojándose de sus ropas, deslizándolas como si fueran gotas de agua después de un baño. Ardo, corro más rápido, aúllo por ellas.
A veces se acercan al borde del puente y se desnudan arrancándose la ropa, gritándome, apretando los puños y moviendo las caderas, arrodillándose y abriendo las piernas, chillando y extendiéndome los brazos. Yo grito también y me lanzo hacia ellas, corro como si me fuera la vida, sujeto mi pene erguido de deseo como el asta de una bandera, moviéndolo mientras sigo corriendo y gritando de deseo frustrado. A menudo eyaculo, y caigo exhausto al suelo, sobre la dura superficie férrea de la plataforma del puente, para permanecer allí jadeando, sollozando, gritando y golpeando el suelo de hierro con las manos hasta que me sangran.
Algunas veces, las damas hacen el amor entre ellas, frente a mí; y yo gimo y me tiro del cabello hasta arrancármelo. En ocasiones se toman varias horas, se besan dulcemente, se tocan, se acarician y se lamen, y gritan cuando llegan al orgasmo. Sus cuerpos se estremecen, se estrechan, se mueven al unísono. A veces me miran mientras lo hacen, y nunca puedo determinar si sus ojos grandes y húmedos denotan tristeza y súplica, o satisfacción y burla. Me paro y levanto el puño. Les grito:«¡Putas! ¡Ingratas! ¡Torturadoras! ¡Diablas! ¿Qué pasa conmigo? ¡Venid aquí! ¡Vamos, saltad! ¡Lanzadme una cuerda, entonces!».
No lo hacen. Desfilan, se desnudan, folian, duermen y leen viejos libros, preparan comidas y dejan pequeñas bandejas de papel de arroz con alimentos en el borde del puente, para que yo pueda comer (aunque a veces me rebelo y las tiro al río, y los peces carnívoros devoran hasta la bandeja). Pero ellas nunca saltan al puente. Entonces recuerdo que las brujas no pueden cruzar las aguas.
Camino; el puente gira despacio, ruge y tiembla ligeramente, las barras que se erigen de sus ejes se desplazan despacio, atraviesan la niebla. Corro; el puente se acelera, se adapta a mi velocidad, se agita bajo mis pies, y los barrotes que me rodean emiten un leve sonido a través de la nebulosa del aire. Me detengo; el puente se detiene. Todavía me encuentro sobre el centro del río que fluye lentamente. Me siento. El puente sigue inmóvil. Tomo impulso y me lanzo hacia el otro lado, en el que habitan las damas. Ruedo, gateo, salto, y el puente retumba y se mueve a un lado o al otro, me deja siempre en la misma posición, me devuelve siempre, siempre, a su centro, al punto medio sobre el lento cauce que fluye bajo él. Soy la piedra angular del puente.
Duermo (normalmente por la noche, a veces durante el día) justo sobre el centro de las aguas. Muchas veces, espero al corazón de la noche, finjo dormir durante horas y de pronto, ¡arriba! Me levanto de un salto, un gran salto que lo pillará desprevenido. ¡Sí, señor!
Pero el puente se mueve rápido. No se deja engañar y, en unos segundos, me encuentro corriendo, saltando o caminando de nuevo sobre el centro del río.
He intentado utilizar la propia inercia del puente contra él, su impulso, su propia masa. Corro primero hacia un lado y después hacia el otro; intento que mis cambios bruscos de dirección lo cojan por sorpresa, lo engañen, lo burlen de alguna forma, para que el maldito cabrón no pueda moverse con tanta premura (evidentemente, siempre intento asegurarme de que, en caso de salir, lo haga hacia el lado de las damas, ¡sin olvidar los peces carnívoros!), pero nunca tengo éxito. El puente, pese a su peso y a su solidez, que deberían dificultarle los movimientos prestos, siempre va demasiado rápido para mí y nunca me he acercado a menos de doce zancadas de cualquiera de los dos lados.
A veces sopla una ligera brisa; no suficiente como para disipar la niebla, pero sí como para traerme los perfumes y los aromas corporales de las damas, siempre que sople en la dirección adecuada. Inspiro con vehemencia, desgarro tiras de mis harapos y las introduzco en mis fosas nasales. También se me ha ocurrido hacer lo propio con mis orejas, e incluso vendarme todo entero.
Cada cierto tiempo, unos hombres morenos y achaparrados, vestidos como sátiros, salen corriendo del bosque y corren por el prado, lanzándose sobre las damas, quienes, tras una fingida demostración de resistencia y ciertas muestras de coquetería, sucumben a sus pequeños amantes con un deleite inalterable. Las orgías se prolongan durante días y noches, sin pausa. En ellas, se practica toda forma de perversión sexual, bajo la luz de las hogueras y de las lámparas rojas que iluminan la escena en la noche, donde también se consumen vastas cantidades de carnes asadas, frutas exóticas y manjares especiados, junto con diversas variedades de vinos y licores. En dichas ocasiones, suelo ser el gran olvidado y ni siquiera me dejan mi comida habitual en el puente, con lo que me muero de hambre mientras ellos sacian su apetito rozando la gula. Me siento y miro hacia otro lado, enfurruñado ante la frialdad del pantano y el camino inalcanzable que lo atraviesa, sintiéndome a caballo entre el hambre y los celos, atormentado por los gemidos y los gritos procedentes del otro lado del puente, y por los suculentos aromas de las carnes asadas.
En una ocasión, me quedé ronco de tanto gritarles, me torcí el tobillo saltando y me mordí la lengua insultándolos. Esperé a tener ganas de cagar y luego les lancé la mierda. ¡Y los enanos obscenos la utilizaron en uno de sus indecentes juegos sexuales!
Cuando los hombres oscuros vestidos de sátiros han vuelto arrastrándose a su bosque y las damas han dormido para recuperarse de los efectos de sus caprichos polifacéticos, vuelven a ser como antes, o incluso algo más serviciales, como si sintieran cierta culpa. Me preparan platos especiales y me dan más comida de la habitual, pero normalmente yo sigo enfadado y tiro la comida, bien a ellas, bien a los peces carnívoros del río. Ellas se muestran tristes y arrepentidas, retoman sus viejos hábitos de lectura y sueño, caminan y se van desvistiendo, y hacen el amor las unas con las otras.
Tal vez mis lágrimas oxidarán el puente y así conseguiré escapar.
Hoy la niebla se ha disipado. No durante mucho tiempo, pero sí el suficiente. En mi puente sin final, he llegado al final.
No estoy solo.
Cuando se levantó la niebla, vi que el río desaparecía en línea recta hacia el infinito, por ambos lados. A uno de ellos, el pantano y el camino adoquinado. Al otro, el prado y el bosque. Nunca terminaban. A unos cien pasos contra la corriente había otro puente igual que el mío. También parecía parte de una circunferencia, era de hierro con gruesas barras en los bordes. Dentro de él, había un hombre agarrado a las barras, mirándome. Más allá de su puente, otro puente y otro hombre, y así sucesivamente, hasta que la línea formada por todos los puentes se convertía en un túnel metálico, que desaparecía en la nada. Cada puente tiene su camino que cruza el pantano, sus prados y sus damas. A favor de la corriente, la misma escena. Mis damas no parecieron reparar en nada de todo aquello.
El hombre del siguiente puente me miró durante un rato, y, acto seguido, empezó a correr (observé cómo giraba su puente, fascinado por su serena suavidad), se detuvo, me volvió a mirar y luego miró al puente que tenía al otro lado. Entonces, se encaramó al parapeto, por encima de las barras y (tras un ínfimo conato de vacilación) se lanzó al río. El agua se llenó de espuma roja. El hombre gritó y se sumergió.
La niebla volvió. Estuve gritando durante un buen rato, pero no pude oír ninguna voz de respuesta.
Ahora estoy corriendo. A ritmo constante, rápido y decidido. Ya hace unas cuantas horas; está oscureciendo. Las damas parecen preocupadas; he pasado por encima de tres de sus bandejas de comida.
Mis damas se ponen en pie y me miran, con los ojos tristes y cierto aire de resignación, como si ya hubieran visto la escena que están contemplando otras veces, como si el final siempre fuese el mismo.
Corro sin parar. El puente y yo somos uno, somos parte del mismo mecanismo, un ojo enhebrado por el río. Y correré hasta que caiga, hasta que muera; en otras palabras, para siempre.
Ahora mis damas lloran, pero yo soy feliz. Ellas están atrapadas, paralizadas, prisioneras y sumisas; pero yo soy libre.
Me despierto con un grito, con la impresión de que estoy encajonado en un bloque de hielo, más frío que el agua, tan frío que quema como la lava volcánica, y bajo una presión que me muele y me aplasta.
El grito no es mío; permanezco en silencio, y solo se oyen los chirridos de las láminas de metal. Me visto, me arrastro al baño comunitario y me lavo. Me seco las manos con el pañuelo. En el espejo, mi rostro aparece inflamado y pálido. Siento que algunos de mis dientes están más sueltos que antes. Mi cuerpo está magullado, pero no parece que tenga lesiones graves.
En la oficina donde me registro para reclamar mi subvención, descubro que este primer mes solo obtendré la mitad, puesto que tengo que abonar el importe que debo del pañuelo y del sombrero. Me dan muy poco dinero.
Me indican una tienda de segunda mano donde compro un abrigo largo y usado. Al menos, así cubriré el uniforme verde que me han asignado. Con la adquisición, gasto la mitad del dinero. Empiezo a caminar hacia la siguiente sección, decidido a ver al doctor Joyce, pero me siento débil al poco rato y me veo obligado a tomar un tren y a pagar el importe del billete en metálico.
—Urgencias está tres plantas más abajo, a dos manzanas dirección Reino —me indica el joven recepcionista cuando entro en la clínica del doctor Joyce. Tras ello, vuelve a su periódico, y no me ofrece ni té ni café.
—Quisiera ver al doctor Joyce. Soy el señor Orr. Recordará que hablamos ayer por teléfono.
El joven levanta los ojos para mirarme con un gesto de hastío. Apoya un dedo (con una perfecta manicura) sobre su impecable mejilla, y respira a través de unos dientes blancos y luminosos.
—Señor... ¿Orr, dice? —se vuelve para consultar un fichero.
Me flaquean las piernas. Me siento en una de las sillas, y el recepcionista me mira fijamente.
—¿Acaso le he dicho que podía sentarse? —me pregunta.
—No. ¿Acaso le he pedido permiso?
—Espero que ese abrigo esté limpio.
—¿Piensa dejarme ver al doctor o no?
—Estoy buscando su ficha.
—¿Pero es que no me recuerda?
—Sí, pero usted ha sido trasladado, ¿no? —inquiere tras estudiarme minuciosamente.
—¿Y eso supone alguna diferencia?
El tipo suelta una risilla incrédula, negando con la cabeza mientras consulta el fichero.
—Ah, ya me lo parecía. —Extrae una tarjeta roja y la lee—. Le han derivado.
—Ya me había dado cuenta. Mi nueva dirección es...
—No; quiero decir que tiene un doctor nuevo.
—No quiero ningún doctor nuevo. Quiero al doctor Joyce.
—Ah, ¿sí? —suelta una carcajada y golpea con el dedo la tarjeta roja—. Mucho me temo que no es una decisión que deba tomar usted. El doctor Joyce le ha derivado a otro médico y eso es lo que hay. Y si no le gusta, mala suerte. —Guarda la dichosa tarjeta en el fichero—. Y ahora, haga el favor de marcharse.
Me acerco a la puerta de la consulta del doctor. Está cerrada con llave.
El joven recepcionista no levanta la vista de su periódico. Intento mirar a través del cristal esmerilado de la puerta y la golpeo con educación.
—¿Doctor Joyce? ¿Doctor Joyce?
El joven recepcionista se ríe sin disimular; me vuelvo a mirarlo cuando suena el teléfono. Descuelga.
—Consulta del doctor Joyce —responde—. Lo siento, en estos momentos el doctor no está. Se encuentra en el congreso anual de altos administradores. —Se vuelve en su asiento y me mira mientras pronuncia esa frase, con ojos de condescendencia maliciosa —. En dos semanas —prosigue con una amplia sonrisa—. ¿Quiere el prefijo de larga distancia? Ah, sí; buenos días, agente. Sí, el señor Berkeley, por supuesto. ¿Y qué tal está usted?... Ah, ¿sí? ¿En serio? ¿Una lavadora? Vaya, eso es nuevo... —El joven recepcionista adopta un semblante solemne y empieza a tomar notas—. ¿Y cuántos calcetines dice que se ha comido...? De acuerdo. Bien, lo tengo. Mandaré a un interino a la lavandería inmediatamente. Todo en orden, agente. Que pase usted un magnífico día. Hasta pronto.
Mi nuevo médico se llama Anzano. Sus dependencias son la cuarta parte en tamaño de las del doctor Joyce y se encuentran a dieciocho pisos por debajo, sin vistas al exterior. El doctor es un viejo gordo, con cuatro pelos rubios en la cabeza y una ortodoncia.
Consigo verlo tras una espera de dos horas.
—No —asegura el doctor—, no puedo hacer nada con respecto a su traslado. No estoy aquí para eso, ¿comprende? Concédame un tiempo para leerme su expediente y tenga paciencia. Ahora tengo muchos en la bandeja. Me pondré con su caso lo más pronto posible y veremos cómo lo enfocamos, ¿de acuerdo? —Intenta parecer optimista y esperanzador.
—¿Y mientras tanto? —pregunto, cansado. Debo de tener un aspecto horrible. Siento palpitaciones en el rostro y he perdido algo de visión en el ojo izquierdo. Tengo el pelo sucio y no he podido afeitarme esta mañana. ¿Cómo podré intentar reclamar mi anterior modo de vida con esta pinta? Voy mal vestido y me han vapuleado (en todos los sentidos, me temo).
—¿Mientras tanto? —el doctor Anzano parece sorprendido. Se encoge de hombros—. ¿Necesita alguna receta? ¿Le queda suficiente cantidad de lo que sea que haya estado...? —Coge su talonario de recetas mientras niego con la cabeza.
—No; lo que quiero es saber qué se puede hacer con respecto a mi... situación.
—Yo no puedo hacer gran cosa, señor Orr. No soy el doctor Joyce. No puedo conseguir apartamentos de lujo para mí, con que aún menos para mis pacientes. —Su voz suena ligeramente amarga e irritada—. Espere hasta que haya revisado su caso y haré todas las recomendaciones que crea oportunas. Y ahora, ¿se le ofrece alguna otra cosa? Soy un hombre muy ocupado, ¿lo sabía?
—No. Nada más —me levanto—. Gracias por su tiempo.
—No hay de qué. Mi secretaria se pondrá en contacto con usted para comunicarle su próxima visita. Será pronto, estoy seguro. Y, si necesita algo, llámeme.
Regreso a mi habitación.
El señor Lynch golpea mi puerta.
—Buenos días, señor Lynch.
—Joder, ¿qué te ha pasado?
—Una discusión con un enorme guardia de seguridad. Pase, pase. ¿Quiere sentarse aquí?
—No puedo quedarme. He traído esto. —Me alarga un trozo de papel doblado y sellado. Sus dedos dejan manchas en el sobre. Lo abro—. Estaba enganchado en la puerta, te lo podían haber mangado.
—Gracias, señor Lynch —respondo—. ¿Está seguro de que no quiere quedarse? Esperaba poder compensar su generosidad de ayer invitándolo a cenar esta noche.
—Vaya, pues no va a poder ser. Tengo que hacer horas extra.
—Bien, pues cuando usted quiera.
Echo un rápido vistazo a la nota. Es de Abberlaine Arrol; confiesa que ha utilizado descaradamente una cita ficticia conmigo para librarse de un compromiso potencialmente tedioso, y pregunta si me gustaría ser su cómplice en el advenimiento. Adjunta el número de teléfono del apartamento de sus padres para que la llame. Compruebo la dirección y observo que la nota ha sido reenviada desde mi antiguo domicilio.
—Vale... —contesta el señor Lynch, con las manos tan hundidas en los bolsillos que parece que lleve el dobladillo del pantalón lleno de piedras—. ¿Ha pasado algo malo?
—No, no, señor Lynch. En realidad, una joven quiere que la invite a cenar... y ahora tengo que llamarla. Pero no olvide que, tras esto, usted será el primero en deleitarse con mis exiguas cualidades de anfitrión.
—Lo que tú digas, tío.
Viva mi suerte. La señorita Arrol está en casa. Una persona, probablemente un sirviente, va a buscarla, lo que me cuesta unas cuantas monedas porque las dependencias de los Arrol son de un tamaño considerable.
—¡Señor Orr! ¡Hola! —Parece cansada.
—Buenos días, señorita Arrol. He recibido su nota.
—Ah, genial. ¿Está libre esta noche?
—Sí, pero...
—¿Qué le pasa, señor Orr? Suena como si estuviera usted resfriado...
—No, es la boca. Resulta que... —Me detengo—. Señorita Arrol, me encantaría cenar con usted esta noche, pero me temo que... he sufrido un revés. Me han trasladado, o tal vez debería decir «degradado». El doctor Joyce me ha desterrado. Al nivel B7, para ser exactos.
—Ah. —El tono con que pronuncia una sola sílaba me dice más, en mi febril estado, que una hora entera de explicaciones políticamente correctas sobre el decoro, la extracción social, la discreción y el tacto. Tal vez se supone que debo decir algo más, pero no puedo. ¿Cuánto rato debo esperar, entonces, a que ella hable? ¿Dos segundos, quizá? ¿Tres? Nada para el paso del tiempo en el puente, pero sí lo suficiente como para pasar de un instante de desesperación a un estado de ira. ¿Debo colgar el teléfono y terminar con esto lo antes posible? Tal vez sí, para apaciguar mi propia amargura... y para ahorrarle el apuro a la señorita.
—Lo siento, señor Orr. Estaba cerrando la puerta. Mi hermano anda por aquí. Bien, dígame, ¿dónde dice que lo han trasladado? ¿Puedo ayudarlo? ¿Quiere que vaya ahora?
Orr, eres tonto.
Me visto con la ropa del hermano de Abberlaine Arrol. Ha llegado una hora antes de la que teníamos prevista, con una maleta llena de ropa, la mayor parte de su hermano, dado que cree recordar que tenemos la misma talla. Me cambio mientras ella espera fuera. He sentido cierta reticencia a dejarla sola en una zona tan vulgar, pero era difícil que se quedase dentro.
En el pasillo, está apoyada contra la pared, con una rodilla levantada, de forma que una de sus nalgas reposa contra su pie. Tiene los brazos cruzados y habla con el señor Lynch, que la mira con una especie de desconfianza cautelosa.
—Oh, no, querido —le dice la señorita Arrol—, siempre cambiamos de campo en la media parte. —Se ríe. El señor Lynch parece quedarse atónito y, acto seguido, empieza a reír a carcajadas. La señorita Arrol me ve.
—Ah, señor Orr.
—El mismo —respondo, haciendo una reverencia—. O no...
Abberlaine Arrol, resplandeciente con unos holgados pantalones de seda negra, la chaqueta a juego, una blusa de algodón, unos tacones altísimos y un extravagante sombrero, se dirige a mí:
—Qué porte más elegante, señor Orr.
—Mejorando lo presente.
Me alarga un bastón negro.
—Muchas gracias —le digo. Ella alarga el brazo para tomarme del mío, y yo se lo ofrezco sin dudar. Estamos frente al señor Lynch, agarrados del brazo, y puedo sentir su calor a través de la chaqueta de su hermano.
—¿No estamos elegantes, señor Lynch? —pregunta, con la cabeza erguida.
—Sí, sí..., muy... muy... —el señor Lynch busca la expresión idónea—. Una pareja muy... guapa.
Me encantaría pensar que somos precisamente eso. La señorita Arrol también parece complacida.
—Gracias, señor Lynch. —Se vuelve hacia mí—. No sé usted, pero yo me muero de hambre.
—Bien, entonces, ¿cuáles son sus prioridades en estos momentos, señor Orr? —Abberlaine Arrol hace rodar su vaso de whisky entre las manos, mirando la llama de una vela a través del cristal diáfano y del licor de color ámbar. Yo miro sus labios húmedos bajo la misma luz tenue.
La señorita Arrol ha insistido en invitarme a cenar. Nos sentamos en una mesa con vistas al exterior, en el restaurante de Las Vigas Altas. Hemos disfrutado de una comida exquisita, de un servicio eficiente y de unas vistas excelentes (las luces titilan sobre el mar, donde los pesqueros tienen anclados los dirigibles; los propios globos apenas pueden apreciarse, dado que se encuentran casi a nuestra altura, y son como presencias oscuras en la noche, que reflejan las luces del puente como nubes. También pueden verse algunas estrellas en el cielo).
—¿Mis prioridades? —pregunto.
—Sí. ¿Qué es más importante, recuperar su posición como paciente aventajado del doctor Joyce, o redescubrir sus recuerdos perdidos?
—Bien —prosigo, pensando realmente en ello por primera vez—, lo cierto es que ha sido muy doloroso e incómodo bajar tantos niveles en el puente, pero imagino que podría llegar a aprender a vivir así, en el peor de los casos. —Bebo un sorbo de whisky. La señorita Arrol mantiene un semblante neutro—. No obstante, mi incapacidad de recordar no es algo... —suelto una risilla irónica— que se pueda olvidar. Siempre sabré que hubo otras cosas en mi vida antes de esto, con lo que imagino que no dejaré de buscarlas. Es como si hubiera una cámara sellada y olvidada en mi interior. No me sentiré completo hasta que haya descubierto su entrada.
—Suena a tumba. ¿Tiene miedo de lo que pueda encontrar dentro?
—Es una biblioteca. Solo los tontos y los villanos tienen miedo de eso.
—Así, ¿prefiere encontrar su biblioteca a recuperar su apartamento? —Abberlaine Arrol sonríe. Yo asiento, mirándola fijamente. Se quitó el sombrero cuando entramos en el restaurante y dejó ver un peinado recogido, con el precioso cuello descubierto. Sus arruguitas bajo los ojos siguen fascinándome. Son como una protección, como una línea de sacos de arena que velan por sus ojos verdes, seguros, confiables, serenos.
Abberlaine Arrol mira dentro de su vaso. Estoy a punto de hacer un comentario acerca de una minúscula línea que se ha formado en su frente cuando se va la luz.
Nos quedamos con la única claridad de nuestra vela. Las otras mesas también parpadean gracias a sus pequeñas llamas. Se encienden las tétricas lámparas de emergencia. Se oyen murmullos de los demás comensales. Afuera, las luces de los pesqueros empiezan a extinguirse. Ya no se ven los globos con el reflejo de la iluminación del puente. La estructura al completo debe de estar a oscuras.
Los aviones: llegan sin luces, resonando en la noche, desde la dirección de la Ciudad. La señorita Arrol y yo nos ponemos en pie para mirar por la ventana. Otros comensales se agolpan a nuestro alrededor, tratando de ver algo y haciendo sombra a la escasa luz de las velas y de las lámparas de emergencia con las manos, y con las narices pegadas al gélido cristal como niños al escaparate de una tienda de dulces. Alguien abre una ventana. Los aviones suenan casi a nuestro lado.
—¿Puede verlos? —pregunta Abberlaine Arrol.
—No—admito. Los motores rugen muy cercanos. Es imposible ver los aviones, pues no tienen luces de navegación, no hay luna, y las estrellas no brillan lo suficiente como para mostrarlos.
Pasan, aparentemente indiferentes ante la completa oscuridad.
—¿Cree que lo han logrado? —me pregunta la señorita Arrol, mientras sigue intentando ver algo a través de la negra noche. Su aliento empaña el cristal.
—No lo sé —reconozco—. No me sorprendería.
Ella se muerde el labio inferior y mantiene las manos parapetadas contra la oscura ventana, con una expresión de excitación anticipada en el rostro. Tiene un aspecto muy juvenil.
Vuelve la luz.
Los aviones han dejado sus mensajes sin sentido; ya se ven las nubes de humo, oscuridad sobre oscuridad. La señorita Arrol se sienta y levanta su vaso. Mientras yo hago lo propio, se inclina en la mesa y susurra en tono conspirativo:
—Por nuestros intrépidos aviadores, vengan de donde vengan.
—Y sean quienes sean —añado, rozando mi vaso con el suyo.
Cuando nos disponemos a marcharnos, un ligero olor a humo graso, solo perceptible por los olfatos más finos del restaurante, nos deja la señal inequívoca del paso de los aviones junto a la gramática estructural del puente, tal vez a modo de crítica.
Esperamos el tren. La señorita Arrol está fumando. Suena la música en la zona de espera de las clases acomodadas. Ella se estira en su asiento y reprime un bostezo.
—Lo siento —dice—. Señor O... Bueno, a estas alturas podemos tutearnos. Si te llamo John, ¿tú me llamarás Abberlaine, pero nunca «Abby»?
—Por supuesto, Abberlaine.
—De acuerdo... John. Imagino que estás cualquier cosa menos contento con tu nueva vivienda.
—Es mejor que estar en la calle.
—Sí, claro, pero...
—Aunque no mucho mejor. Y sin el señor Lynch, todavía estaría más perdido, si cabe.
—Mmm, me lo imaginaba. —Parece preocupada y mantiene la mirada fija en uno de sus brillantes tacones negros. Se pasa un dedo por los labios, sin abandonar su serio semblante. De pronto, alza la mano—. Ah, tengo una idea. —Su rostro se ilumina con una traviesa sonrisa.
—Lo construyó mi bisabuelo paterno. Un momento, a ver si encuentro las luces. Creo que están... —Se oye un ruido sordo—. ¡Mierda! —grita la señorita Arrol.
—¿Estás bien?
—Sí, sí. Me he dado un golpe en la barbilla. Bueno, a ver esas luces. Me parece que están... no. Maldita sea, no veo nada. No tendrás un encendedor, ¿verdad, John? Es que he gastado la última cerilla con el cigarrillo.
—No. Lo siento.
—De acuerdo. ¿Me alcanzas tu bastón?
—Cómo no. Toma. ¿Estás...? ¿Lo tienes?
—Sí, lo tengo. —Oigo cómo se abre camino a tientas entre la oscuridad, balanceando el bastón. Dejo mi maleta en el suelo, esperando comprobar si mis ojos se adaptan a las tinieblas o no. Puedo ver discretos halos de luz, apenas perceptibles, más allá de una esquina, pero aquí dentro todo es negro. Desde lejos, oigo la voz de Abberlaine Arrol—. Tenía que estar cerca del puerto. Por eso lo construyó. Después hicieron el club deportivo arriba, pero él era demasiado orgulloso como para aceptar la indemnización y vender su parte, así que ha seguido perteneciendo a la familia. Mi padre siempre dice que lo venderá, pero no nos iban a dar demasiado, así que lo utilizamos como almacén. Había humedades en el techo, pero las arreglaron.
—Ajá. —Escucho a la joven, pero lo único que puedo oír es el sonido del mar. Las olas peinan las rocas de los muelles cercanos. También puedo olerlo; parte de su mojado frescor parece impregnar el aire.
—¡Por fin! —exclama la señorita Arrol, con la voz apagada. Un clic y se hace la luz. Estoy de pie frente a la puerta de una gran estancia, prácticamente diáfana, con dos niveles y llena de muebles viejos y cajas de embalaje. Desde el techo, alto y con manchas de humedad, cuelgan enrevesados racimos de lámparas. El barniz se descama de los paneles de las paredes, colocados tiempo atrás. Hay sábanas blancas por todas partes, cubriendo a medias antiguos aparadores, armarios, sillones, sillas, mesas y cómodas. También hay otros muebles completamente tapados, envueltos y apuntalados como inmensos regalos blancos y antiguos. Donde antes se veían vagos halos de luz, ahora aparece una gran pantalla negra formada por las ventanas que nos muestran la noche. De una habitación contigua, sale Abberlaine Arrol, con el sombrero en su sitio, y frotándose las manos para limpiarse el polvo.
—Bueno, esto está mejor —dice mientras echa un vistazo a su alrededor—. Un poco sucio y desértico, pero es tranquilo y más íntimo que su habitación del B7 o de donde sea.
Me devuelve el bastón y empieza a caminar entre los muebles, levanta las sábanas y mira debajo, desata una tormenta de polvo al investigar los contenidos de la inmensa estancia. Estornuda.
—Debe de haber alguna cama en algún sitio. —Mira hacia las ventanas—. Habría que cerrar los postigos. Aquí no entra mucha luz, pero sí la suficiente como para despertarte por las mañanas.
Me acerco a las altas ventanas de obsidiana enmarcadas por una desconchada pintura blanca. Los pesados postigos chirrían al deslizarse sobre los cristales cubiertos de polvo. En el exterior, hacia abajo, puedo ver una línea rota de espuma blanca y algunas luces lejanas, la mayoría procedente de algunos barcos atracados en el puerto. Por encima, donde espero ver el puente, solo hay oscuridad, negra y completa. Las olas relucen como millones de cuchillos mortecinos.
—Aquí. —La señorita Arrol ha encontrado la cama—. Puede que esté algo húmeda, pero seguro que encuentro sábanas en algún sitio. A lo mejor en esas cajas.
La cama es grande, con un cabecero de roble tallado con dos inmensas alas extendidas. Abberlaine escarba entre las cajas y los baúles buscando las sábanas. Yo pruebo la cama.
—Abberlaine, eres muy amable, pero ¿seguro que no te buscarás problemas por esto? —pregunto mientras estornuda de nuevo desde una polvorienta caja—. ¡Salud!
—Gracias. No, no estoy segura —admite mientras saca unas mantas y varios fajos de periódicos de un baúl—, pero en el caso improbable de que mi padre se enterase y se molestase, podría intentar hablar con él. Tú no te preocupes. Aquí nunca viene nadie. Ajá. —Encuentra un edredón grande y varios juegos de sábanas y almohadas. Hunde el rostro en ellos y aspira profundamente—. Sí, parece que están secos.
Hace un fardo con las prendas que ha encontrado y se acerca para hacer la cama. Me ofrezco a ayudarla, pero se niega.
Me quito el abrigo y voy en busca del cuarto de baño. Es unas seis veces mayor que la habitación 306 del nivel B7. Da la impresión de que en la bañera cabe una lancha. La cisterna funciona, del grifo sale agua corriente, y el bidé y la ducha no tienen ningún problema. Me miro en el espejo, me peino, me arreglo la camisa y busco posibles restos de comida entre mis dientes.
Cuando vuelvo a la sala principal, la cama está lista. Las grandes alas de roble se abren ante un edredón blanco de plumón. Abberlaine Arrol se ha marchado. La puerta principal del gran apartamento oscila de un lado al otro.
Cierro la puerta y enciendo casi todas las luces. Cuelgo una lámpara de una de las cajas de embalaje que hay junto a mi cama fría y enorme. Antes de apagar las luces, me quedo tumbado un rato, mirando los grandes círculos huecos que las aguas ya secas dejaron en el yeso que tengo justo encima.
Borrosos y apagados, remanentes de antiguos lamentos, me miran como antiguas imágenes pintadas del estigma que llevo en mi propio pecho.
Extiendo la mano hacia la lámpara y enciendo de nuevo la oscuridad.
Es la de la muerte, eso me dijo el viejo cabrón cuando intentaba sacarle información. Le dije que era un viejo pervertido, porque yo ya estaba harto y le rajé el cuello; te he preguntado dónde estala puta Bella Durmiente, no si es de la muerte o no es de la muerte o lo que coño me estés diciendo. No, no, me dijo con la sangre chorreando y salpicando por todas partes, no, no; he dicho Isla de la Muerte, en la Isla de la Muerte encontrarás a la Bella Durmiente, pero ten mucho cuidado con... Y entonces el cabrón va y se muere. Menuda mierda. Me quedé un poco preocupado y eso, pero estas cosas pasan por algo.
No me acuerdo de dónde escuché hablar de esa Bella Durmiente. Llevo unos días dando vueltas por una feria con toda esa magia y eso; todos los sitios están llenos de magos y brujos y brujas estos días, no se puede entrar en algunas ciudades sin ver a uno de esos capullos haciendo hechizos y convirtiendo a alguien en una rana, en un sapo y eso. Pero por muy listos que sean y mucha magia, también tienen que construir casas y plantar huertos, que la magia no da de comer y eso. Porque la magia vale para esconder oro y convertir a la gente en cosas y borrarla memoria de las personas y eso, pero no vale para arreglar una rueda o para sacar el agua de tu casa cuando se ha inundado. No sé cómo funciona la magia, a lo mejor cada mago hace cosas que no hacen los otros, o a lo mejor no pueden meterse en las cosas de los otros, porque si no el mundo sería maravilloso y toda la gen te estaría contenta y feliz y eso. Pero las cosas no son así y para mí mejor, porque si no nadie necesitaría a gente como yo (y el mundo sería un coñazo y eso).
Estos días estoy haciendo bastantes cosas, la faena va bien, sobre todo porque todos estos brujos son tan sofisticados que no se acuerdan de que una espada hace cosas que no hacen los hechizos, sobre todo si el enemigo se espera un hechizo y no una espada. Bueno, yo tengo una armadura mágica y una daga encantada, pero no me gusta usar esas cosas, yo siempre digo que es mejor usar una espada bien afilada y eso.
Adivina, adivinanza.
Está en dantesca y también en larga,
aunque en verdad es corta y muy afinada.
Si la usas bien, la vida te salva.
Si la usas mal, la misma te mata.
Ni caso, es la daga, que es que resulta que habla. Y la respuesta es daga, no te jode. Tiene una voz de pito que me pone de los nervios, pero a veces es útil, porque puede ver en la oscuridad y eso, y decir quién es amigo o enemigo, y a veces hasta ha saltado al cuello de algunos malos que me han tocado mucho los cojones. Es útil, sí. Es que había una bruja joven y guapa, que un brujo se la quería tirar y ella no quería, y a mí me contrataron para cargarme al brujo y la chica me regaló la daga para darme las gracias y eso. Me dijo que solo era una copia, pero que venía del futuro y podría servirme. Y también hizo más cosas para darme las gracias, la guarrilla. Las brujitas también hacen magia en la cama. A ver si vuelvo a verla otro día.
A lo que íbamos. Eso. Que me enteré de lo de la Bella Durmiente no sé dónde y empecé a buscarla, pero no era fácil. Y por fin el viejo cabrón me dijo eso de la Isla de la Muerta, o de la Muerte, o lo que sea, pero va y me lo cargo antes de que me lo diga todo. Es que no tengo paciencia y eso, pero qué le vamos a hacer. No sé qué dicho hay sobre no sé qué del perro viejo. Vaya, que no es que yo sea viejo, porque hay que estar joven y cachas para ser un caballero de la espada (a lo mejor por eso la bruja... bueno, da igual). ¿Dónde estaba? Ah, sí. La Isla de la Muerte.
Bueno, al grano. Después de muchas aventuras emocionantes y eso, me encontré con un brujo al que pedí que hiciera un conjuro para ir a un sitio que se llama el Inframundo, y me tuvo asando gatos vivos a fuego lento durante tres semanas o así, pero funcionó. El brujo me dio instrucciones y unos consejos y eso, pero yo tenía la cabeza como un bombo porque había bebido vino la noche antes y no capté todo lo que decía el brujo y además estaba nervioso porque por fin iba al Inframundo. «¡Cuidado con el Leteo, las aguas del olvido!», dijo el brujo, y yo ahí de pie, en la bodega de su castillo, con la cabeza dándome vueltas y eso, y pensando que ojalá me lo hubiera dicho antes de empezar a pimplar ayer. «¿Cuidado con qué? ¿El lechero?», le pregunto. «¡Leteo!», grita. Vale, tío. Me metí en esa cosa con forma de estrella que ha pintado en el suelo de la bodega.
Menudo sitio este. Hay un montón de gente gritando y llorando yeso, todos encadenados a las paredes y los túneles, vaya panorama para un resacoso. Me estaban hartando y quería matar a unos cuantos, pero aunque los rajaba seguían gritando y chillando y eso, así que era una pérdida de tiempo. Seguí bajando por los túneles y vi fuegos en agujeros y charcos de hielo con gente gritando dentro, y me preparé la espada y ojalá hubiera traído una botella de whisky porque me moría de sed.
Tuve que andar muchos kilómetros, pensando que encontraría una estación de tren enseguida, pero no tuve suerte, solo había esos cabrones gritando y aullando todo el tiempo y mucho humo y fuego y hielo y viento y eso. Pensé que podría beber un poco de agua de esos charcos, pero me acordé del agua esa del Lechero, o Letero, o lo que sea, y no bebí.
Al cabo de un rato, el ambiente se hizo más tranquilo; subí por un túnel muy largo hasta un sitio más claro, pero que seguía siendo bastante oscuro y triste, y llegué al final de un acantilado y vi debajo un río con nubes y niebla y eso. Ni un alma, ni siquiera uno de esos cabrones encadenados que gritaban. Ya pensaba que el brujo me había tomado el pelo. Menuda sed tenía, y parecía que no habría ningún bar por allí, solo las rocas y el río. Caminé por el borde del río un rato y me encontré a un tío que arrastraba una piedra redonda enorme hacia arriba de la colina. Parecía que lo hacía mucho, porque había un surco en el lado de la colina. «¿Qué pasa? Estoy buscando el ferry. ¿Hay algún puerto o algo por aquí cerca?», le pregunto. El tío ni me mira y sigue con su roca para arriba y cuando llega la roca se cae rodando abajo, y el muy burro baja corriendo a buscarla y la vuelve a subir. «¡Oye, tú!», le digo, pero no me hace caso, «¡Eh, el de la roca! ¿Dónde está el puerto para pillar el barco?». Le doy con la espada plana en el culo y me pongo delante de la roca para pararlo.
Qué mala suerte tengo, el subnormal no sabe ni hablar, dice cosas raras en un idioma raro y no pillo una mierda. A ver, déjame pensar. Intenté decirle por señas lo que estaba buscando, y me pareció que me entendía pero no dijo ni mu, y le dije que lo ayudaría a arrastrar la roca si él me ayudaba. El muy capullo me hizo subir la roca primero. Cuando llegamos arriba hice unos boquetes para que la piedra no se escape y eso. El tío estaba contento y señaló abajo, al río, y dijo: «Cabronte», o algo así, y luego desapareció en la niebla y la roca se quedó arriba de la colina.
Seguí caminando por el borde del río y vi un pájaro tremendo, enorme, volando en la niebla y aterrizando en una roca donde hay un tío atado, y el pájaro se le pone encima y se lo empieza a zampar y el tío gritaba y gritaba como un loco, pero cuando me acerco el pájaro se asusta o algo, porque se larga volando. Me subí a la roca para ver cómo está el tío, pero se curó rápido, porque no tenía ningún rasguño donde el pajarraco o el águila o lo que sea había empezado a merendar.
—Perdona, tío. ¿Voy bien para pillar el barco?
Otro espabilado. Intenté hablarle por señas, pero el tío ni caso. Seguía gritando y agitando las cadenas. Menuda pérdida de tiempo, como intentar cogerse la nariz con manoplas. El pajarraco volvió y empezó a arañarme en la cabeza, y yo no tenía el cuerpo para historias y cogí la espada y le corté una de sus alas; el pájaro se cayó al río y se fue flotando y pataleando. El tío de la roca empezó a patalear también y a mover las cadenas.
—Da igual, tío —le dije, y me bajé de la roca.
Ni puerto, ni leches. Me quedé mirando el río y pensando en beber un poco de agua.
Adivina, adivinanza.
Ni hombre ni mujer soy.
Si me buscas, me encontrarás hoy
cuando lo adivines...
«Ay, cállate», dije a la daga mientras la agitaba delante de mi cabeza, porque estaba muy preocupado y con la cabeza como un bombo.
Adivina, adivinanza.
Por el mar surcan las olas.
Por el aire vuelan en el cielo.
Cuando digas las palabras mágicas,
el ave emprenderá el vuelo...
—Como vuelvas a abrir la bocaza, acabarás hablando con los pescados y los cangrejos, ¿me entiendes? —le dije a la daga, pero entonces vi a un tío que llevaba una especie de barco raro entre la niebla. El cabrón era muy feo y llevaba ropas negras y eso. Estaba de pie en el barco con los brazos cruzados. La verdad es que no sé cómo andaba el barco, supongo que por magia y eso. Cuando se acerca al borde, me subo. El tío me extiende la mano y se la cojo. «El hombrecillo de la feria», me dice sin soltarme. Ay, ay, ay...
Saqué la espada, hay que ir al tanto con esta gente. Se la puse en el cuello, pero el tío se quedó tan ancho.
—¿Cabronte? —le pregunté.
—Caronte —me corrigió, pero parecía que le daba igual.
—No llevo pasta encima. ¿Qué tal si me lo apuntas en mi cuenta? —le dije, pero no coló.
—Debes llevar monedas. Todos los muertos deben pagar el viaje al barquero del Inframundo.
Genial. Un agarrado.
—Oye, pero yo no estoy muerto —le contesto.
—La seguridad ya no es lo que era —dice—. Tal vez sí puedas hacer algo por mí, si eres diestro con el arma blanca que empuñas.
Supongo que quiere decir la espada.
—Vale, tío. ¿Y qué quieres?
Así que me pagaba el viaje por el agua si le conseguía la cabeza de un perro que vivía al otro lado del río, en la Isla de la Muerte, y me dijo que el perro nunca perdía la cabeza. Es que resulta que el tal Cabronte quería un mascarón para el barco. Menuda cosa más rara de pedir, la verdad, pero supongo que aquí abajo la gente se vuelve un poco rara y eso.
En el otro lado del río también estaba oscuro. Cabronte se quedó esperando en el barco mientras yo subía por un camino a una especie de palacio o algo buscando al perro ese. Y de repente el cabrón del chucho me saltó encima. ¡El muy capullo tiene tres cabezas! Ladraba y gruñía mucho. Ahora pillo lo que decía el colega de que el perro no perdía la cabeza. Bueno, le corté una sin problemas... Aunque..., ¿cuántas licencias se necesitan para hacer esto, una o tres? ¿Y si luego al chucho le crece otra cabeza en el hueco? Ay, y qué coño me importará a mí...
Adivina, adivinanza.
Cuando maúlla el gato y ladra el perro,
cuando el loro habla y salta el ciervo,
busca la palabra que te dará el texto...
—¡Eh, chucho! ¡Busca, busca! —le grito al pedazo de perro y le tiro la daga que seguía hablando y hablando por el acantilado, y el chucho salta a buscarla.
Me incliné y vi cómo se estampaba el perro en el fondo. Estaba encantado hasta que la puta cabeza que le había cortado pasó rodando a mi lado y también se cayó al acantilado. ¡Cabrona! Había perdido la cabeza y la daga, y me metí en el palacio de bastante mala leche y eso. Dentro estaba muy oscuro. Y como no veía una mierda me di un golpe en la cabeza con una puerta baja o algo. Creo que me salía sangre, porque la sangre se me metía en los ojos y no me dejaba ver nada. Iba tropezando por los sitios y quería saber dónde demonios estaba, chocándome con todo y cagándome en todo y eso. Y luego empiezo a escuchar un silbido y un ruido de flechas que me pasan por delante y chocan con las columnas y las paredes y eso. Yo casi no veía nada, pero pude ver a una especie de tía que me silbaba y me tiraba flechas. Menuda mierda. Ojalá hubiera tenido la daga.
Adivina, adivinanza.
Las piedras son grandes.
Las piedras son pequeñas.
Las piedras engañan
y no...
—¡Cállate la puta boca y sube!
Y entonces la daga empezó a volar y se puso delante de mi mano y la pillé. Entonces la tiré y la tía que silbaba hizo un ruido muy raro y se calló. Me acerqué y miré a esa mujer horrorosa que me tiraba las flechas y todavía no veía bien, pero vaya pelos llevaba, parecían colas de rata. A lo mejor hacía años que no se los lavaba y eso. Estaba allí tumbada boca abajo llena de sangre porque tenía la daga clavada en el cuello, y se la arranqué de cuajo, y la sangre era rara, como ácido o algo así. Da igual, yo voy a ver si encuentro a la Bella Durmiente y eso.
—¡Joder, espera un momento!
Otro chichón en la cabeza. Lo que pasa es que encontré una habitación pequeña, que era la única habitación del palacio que tenía cosas, porque lo demás estaba todo vacío. No había más mujeres feas ni perros con muchas cabezas, pero tampoco había ningún tesoro. Yo ya me pensaba que sería otra pérdida de tiempo y ya me estaba cabreando, pero por lo menos podría encontrar a esa piba durmiendo que seguro que estaba buenísima y se despertaría con un beso que yo le daría para revivirla.
¡Pero era un tío! Era una habitación con un hombre tumbado en una cama con la cara blanca y durmiendo. Tenía cosas como cofres de metal a los lados y cosas pequeñas, como cuerdas, atadas en su cuerpo. Menuda mierda. Cuando estoy a punto de rajarle el cuello, un trozo de pared se pone a hablar de repente y aparece un cuadro que se mueve. Es la cara de una pelirroja que no está mal.
—No lo hagas —me dice.
—¿Y tú quién coño eres? —me acerco al cuadro y le pregunto.
—No lo mates —me dice la tía.
Toco el cuadro y resulta que parece de cristal. Voy a la habitación que hay detrás, pero no hay nada de nada. Ni una ventana y eso.
—¿Y por qué no puedo matarlo? —le pregunto a la pelirroja.
—Porque él se convertirá en ti; tú te matarás a ti mismo y él vivirá de nuevo, en tu cuerpo. Ahora, márchate. No mires la cabeza de Medusa, y no cojas la...
Entonces el cuadro cambia y la voz se pierde, parece como cuando la tía fea esa silbaba. Le pego un toque con la punta de la espada y va y se rompe. Y un trozo de cristal me da en la cara y me sale sangre otra vez. Menuda mierda. Me doy la vuelta para largarme y veo que hay una cosa pequeña de oro como una estatua de una rana grande o algo, sentada en el borde de una ventana. Pesa un huevo, así que debe de ser de oro, así que me la llevo en el bolsillo y me largo de aquí. Total, el tío de la cama parece que está medio muerto ya, así que da igual. Pensé que miraría a la piba del cuadro, pero estaba cansándome y eso, y no tenía nada para beber ni para comer, o sea que decidí largarme a casa. Casi me caigo encima del cuerpo de la tía fea. Entonces me acordé del Cabronte y pensé que pocos perros más debían de correr por allí, así que le corté la cabeza a la tía y me la colgué al hombro. Sus pelos parecían serpientes, de verdad.
Volví donde Cabronte y su barco, y el hombre todavía estaba con los brazos cruzados con esa cara de cabreo y eso.
—Qué pasa, Cabronte. Oye, que no había ningún perro y le he cortado la cabeza a esta mujer. ¿Te vale?
Le enseñé la cabeza de la tía fea y el tío parecía que se asustaba y eso. ¡Y lo más fuerte es que el tío se hizo de piedra delante de mis propios ojos! El tío-estatua se cargó el suelo del barco y se fue para abajo, y el barco se hundió en el agua. Joder, qué susto. Enseguida tire la cabeza de la mujer aquella al agua. Menuda mala suerte. ¿Y a mí por qué no me habrá pasado lo mismo? Me senté en la orilla y pensé que no era mi día de suerte. Qué va.
Entonces me pareció que escuchaba un ruido que venía de mi bolsillo y saqué la estatua pequeña de oro que parecía una rana, pero tenía como unas alas en la espalda. La miré y miré el agua y pensé que podía nadar con ella tranquilamente. Tuve que dejar la armadura mágica y eso, me puse la espada en la espalda atada en el cinturón, y el cinturón alrededor de la estatua dorada, y me metí en el agua y empecé a nadar. Llevaba los calcetines puestos y la daga mágica metida en uno. Está complicado lo de nadar tan cargado de cosas, pero nadaré como un chucho y ya está. Al final llegué a la otra orilla del río. El agua no estaba mala y además yo tenía sed. Me senté en el borde, al lado de la roca del tío encadenado, pero el pajarraco muerto ya no estaba. Pero el tío de la roca estaba muerto porque parecía que algo le había salido de dentro y había explotado y estaba por todas partes. Un poco asqueroso. La estatua dorada hacía otro ruido diferente muy raro. No sabía si me estaba diciendo algo o si el golpe de la cabeza que me había hecho antes me hacía escuchar voces y eso. Pero la estatua pequeña dorada hacía como un ruido y me la acerqué a la oreja a ver qué. Menuda cagada.
—Bien, bien. Lo honra, y mucho, el haberse dignado a venir a rescatarme de las entrañas del Infierno. No pensé que el sueño telepático acerca de la Bella Durmiente fuera a funcionar entre ambos mundos, y tampoco creí que lo fuera a lograr. Aunque debería de haber supuesto que pasaría perfectamente por una sombra; nunca fue usted brillante ni en sus mejores momentos, ¿me equivoco? Por otro lado, juraría que estas rocas son metamórficas y no ígneas... Bien, pequeño Orfeo, salgamos de aquí antes de que consiga que lo conviertan en algo. Sugiero que...
(Y yo pienso: Oh, no...)
Adivina, adivinanza...
—Madre de Dios. Un arma como las de los bardos. ¿Cómo demonios es posible que esto haya llegado a sus toscas manos? ¿Acaso la encontró usted, o fue al contrario? En fin, sea como fuere, si hay algo que no soporto es a los objetos que hablan. ¡¡Silencio!!
Y se calló la boca. La daga no dijo una puñetera palabra más. Pero la estatua pequeña de la rana que tenía en la oreja ya no era de oro y se había sentado encima de mi hombro y parecía como un gato o un mono y hablaba con una voz que me sonaba un poco...
—¿Familiar? —dijo—. Eso es total y absolutamente cierto.
—¡Oh, no! ¡Menuda mierda!
Una búsqueda abandonada... el olor de la sal y el óxido. Aquí reina la oscuridad, estoy enterrado bajo la estructura como un desecho, deambulando entre la luz y las sombras junto al sonido del mar...
Despierto lentamente, todavía inmerso en los toscos pensamientos del bárbaro, con mis propios pensamientos enredados. Una luz tenue se cuela por los bordes de los postigos y penetra en este espacio amplio y revuelto, dibujando los muebles cubiertos y alimentando mi conciencia, que lucha, como un brote naciente pelea por abrirse paso entre el barro.
Las sábanas, blancas y frías, se enredan en mi cuerpo como cuerdas, que intento acomodar lentamente para sentirme más cómodo. Pero no puedo. Estoy atrapado, atado; el pánico me invade en un instante y, de pronto, estoy despierto, frío, empapado en sudor y sentado en la cama, frotándome la cara y mirando a mi alrededor en esta estancia lóbrega y callada.
Abro los postigos. Unos diez metros más abajo, el mar emerge de entre las rocas. Dejo la puerta del baño abierta, para poder escuchar su suave murmullo mientras estoy en la bañera.
Desayuno en un bar modesto que hay cerca de aquí. Los camareros caminan a trompicones entre mesas muy juntas con largos manteles blancos. Las gaviotas graznan y vuelan en círculo alrededor del edificio, donde están tirando sobras desde la cocina. Las alas de los pájaros brillan a la luz del día, y los delantales de los camareros chocan contra las mesas y las golpean. Llego al bar desde la habitación 306, donde he acudido para comprobar si tenía correo. Nada. Las láminas de metal de los talleres inferiores chirriaban debajo de mí.
Alargo al máximo mi última taza de café.
Me paseo de un lado al otro del puente. Muchos de los pesqueros ahora tienen dos dirigibles. Algunos de los globos deben de estar anclados directamente en el fondo del mar; unas boyas de color anaranjado marcan el lugar donde sus cables se encuentran con las olas.
Me tomo un bocadillo y una taza de té aguado para comer, sentado en un banco al aire libre. El tiempo cambia y empieza a hacer frío mientras el cielo se cubre de un gris espeso. Cuando llegué aquí, empezaba la primavera y ahora el verano casi ha terminado. Me lavo las manos en un baño público de una estación y tomo un tranvía (para obreros) hasta la sección donde debería estar la biblioteca perdida. Busco y sigo buscando, me subo en todos los ascensores y recorro todos los pasillos, pero no encuentro el dichoso ascensor en forma de «L» que estoy buscando, ni al viejo ascensorista. Mis pesquisas encuentran respuestas vacías.
La superficie del mar es ahora gris como el cielo. Los dirigibles tiran de los cables, impulsados por el viento. Me duelen las piernas de tantas escaleras que he subido. La lluvia golpea los cristales sucios de los altos pasillos. Me siento, intentando recobrar fuerzas.
Bajo la cumbre del puente, en un pasillo oscuro y con goteras, me encuentro con un gran charco lleno de bolas blancas pequeñas, justo bajo una claraboya rota. Las bolas no son lisas, tienen la superficie cubierta de pequeños hoyos y parecen muy duras. Mientras estoy mirando, otra bola cae volando desde la claraboya al suelo del pasillo. Arrastro una vieja silla cuya tapicería ha sido devorada por las polillas, la coloco bajo la claraboya y me subo encima, sacando la cabeza por el cristal roto.
A lo lejos, veo a un anciano alto de pelo blanco. Lleva unos pantalones de cuadros, un suéter y una gorra. Balancea un palo frente a un objeto pequeño que tiene delante de los pies. Una pelota blanca sale volando por los aires, directa hacia mí.
—¡Bola! —grita el hombre (a mí, creo). La bola rebota cerca de la claraboya. El anciano se quita la gorra y, con los brazos en jarras, me mira. Me bajo de la silla y veo una escalera en un hueco, que lleva arriba. Cuando subo, no hay ni rastro del anciano. Aunque sí hay un pesquero de arrastre, rodeado de operarios y patrones. Está bajo una torre de radio estropeada, con los dirigibles desinflados colgando de las vigas más cercanas, como unas alas rotas. Está lloviendo con fuerza y las gotas aporrean furiosamente los chubasqueros de los trabajadores.
A media tarde, tengo los pies tremendamente cansados y el estómago me ruge con furia. Compro otro bocadillo y me lo como en el tranvía. Hay un monótono trecho de escaleras en espiral hasta la vieja vivienda de los Arrol. Cuando por fin llego, me duelen las piernas. Me siento como un ladrón en el desértico pasillo. Sostengo la llave del apartamento frente a mí como si fuera una pequeña daga.
El sitio es frío y oscuro. Enciendo algunas luces. Las olas grises rompen en blanco en el exterior, y el olor a salitre penetra en las frías estancias que ahora ocupo. Cierro las ventanas que he dejado abiertas por la mañana y me tumbo en la cama, solo un momento, pero caigo dormido. Regreso al páramo donde trenes imposibles me atrapan en túneles estrechos. Veo al bárbaro que recorre un infierno de dolor y tormento; yo no soy él, estoy encadenado a una de las paredes, gritándole... Él corre, arrastrando la espada. Vuelvo al puente de hierro macizo que gira hasta la eternidad en el círculo atravesado por el río. Corro y corro bajo la lluvia hasta que me duelen las piernas...
Me despierto de nuevo, empapado, pero en sudor, que no en agua de lluvia. Siento calambres en las piernas. Están tensas y agotadas. Suena un timbre, vuelve a sonar, y me doy cuenta de que llaman a la puerta.
—¿Señor Orr? ¿John?
Me levanto de la cama y me arreglo un poco el pelo. Abberlaine Arrol está en el umbral de la puerta, con un largo abrigo oscuro, sonriendo como una colegiala traviesa.
—Hola, Abberlaine. Pasa.
—¿Cómo estás, John? —Entra en el apartamento, mirando la estancia iluminada y volviendo la cabeza de nuevo hacia mí—. ¿Todo bien por aquí?
—Sí, muchas gracias. ¿Puedo ofrecerte una de vuestras sillas?
—Puedes ofrecerme una copa de nuestros vinos —responde riendo. Efectúa un grácil movimiento sobre un pie y hace volar su abrigo, enviándome un fuerte aroma de perfume almizclado y alcohol. Le brillan los ojos. Me señala un cofre medio cubierto por una sábana.
—Ahí. Yo iré por unas copas. —Se dirige a la cocina.
—Anoche te fuiste de repente —le comento mientras abro el cofre, que contiene botelleros con vinos y licores de todo tipo. Oigo un tintineo procedente de la cocina.
—¿Qué dices? —pregunta, acercándose con dos copas y un sacacorchos.
Escojo un vino más bien joven y de buen color.
—Estaba echando un vistazo a este lugar y, cuando volví aquí, te habías marchado. —Me alcanza el sacacorchos, con una expresión ciertamente sorprendida.
—¿Eso hice? —dice vagamente, levantando las cejas—, madre mía. —Sonríe, se encoge de hombros, se deja caer en un sofá. Todavía lleva el abrigo, pero deja entrever sus piernas envueltas en medias negras, sus tacones altos y un toque rojo en el cuello y en las piernas—. Vengo de una fiesta.
—¿En serio? —Abro el vino.
—Sí... ¿Quieres ver mi modelito?
—¿Por qué no?
Se pone de pie, extendiéndome las copas. Se desabrocha el largo abrigo negro y empieza a quitárselo lentamente desde los hombros, dejándolo caer con una pirueta en una silla.
Lleva un vestido de satén rojo brillante, que termina a la altura de las rodillas, pero con un corte que deja ver todo el muslo. Cuando se da una vuelta, veo un tramo de piel blanca entre el final de sus medias negras y el encaje negro de encima. El vestido va atado con un lazo, apenas visible, al cuello, y deja los hombros y los brazos descubiertos. El busto no lleva refuerzo.
Abberlaine Arrol está de pie frente a mí, con los brazos en jarras, mirándome. La oscuridad dibuja su silueta en la oscuridad de la tarde. Su rostro, impecablemente maquillado, me mira con aire divertido; estamos compartiendo algo. De pronto, se vuelve y escarba en los bolsillos de su abrigo, sacando lo que primero pienso que son otras medias, pero resultan ser unos guantes a juego. Se los pone lentamente; le llegan casi a los hombros. Sonríe profundamente y da otra vuelta sobre sí misma.
—¿Qué te parece?
—Que no era una fiesta formal —afirmo, mientras sirvo el vino.
—Era una especie de fiesta de disfraces, ¿sabes? Yo voy de mujer suelta, pero bien ceñida. —Se cubre la boca con la mano mientras ríe y hace una reverencia para coger su copa.
—Estás impresionante, Abberlaine —le digo, muy serio (otra reverencia). Ella suspira y se pasa una mano por el pelo, se vuelve y empieza a caminar lentamente, con pasos calculados, dando golpecitos a un armario alto, de madera oscura, acariciando su superficie con los guantes. Bebe un trago de vino. La miro mientras se mueve entre los muebles tapados y destapados de la estancia, abriendo puertas, mirando en cajones, levantando esquinas de sábanas, dibujando líneas con los dedos sobre cristales polvorientos, sin dejar de tomarse el vino a pequeños sorbos. Por un momento, me siento olvidado, pero no insultado.
—Espero que no te importe que haya venido —me dice, mientras sopla para quitar el polvo a la pantalla de una lámpara.
—Por supuesto que no. Me he alegrado mucho de verte.
Se vuelve hacia mí, de nuevo con esa sonrisa. Entonces mira hacia el mar grisáceo y las nubes de tormenta del exterior, y se estremece, sin soltar la copa en ningún momento. Toma otro sorbo, con su curioso estilo, como si fuera una niña haciendo algo malo a escondidas.
—Tengo frío. —Se vuelve a mirarme, con unos ojos casi afligidos—. ¿Puedes cerrar los postigos? Parece que hace frío fuera. Encenderé el fuego, ¿te parece?
—Claro. —Dejo mi copa y me dirijo a los postigos para cerrar los grandes paneles de madera al exterior oscuro. Abberlaine convence a una vieja estufa de gas para encenderse, tras lo que se agacha para acercar sus manos a la fuente de calor. Me siento en una silla, cerca de ella, y observo cómo mira las llamas del fuego que silba.
Al cabo de un rato, parece despertarse de un sueño, y pregunta, sin dejar de mirar el fuego:
—¿Has dormido bien?
—Sí, gracias. He estado muy cómodo. —Ella ha dejado la copa sobre la estufa; la levanta, bebe. Sus medias son de rejilla, con «X» pequeñas dentro de «X» grandes, letras intrincadas en tela transparente, amoldada a sus piernas en patrones de tensión curvada; tensos e iluminados por la blanca piel que aparece debajo, relajados y más oscuros en las curvas de las piernas, formando un conjunto de gramática entramada con las «X» mayúsculas y minúsculas sobre su pálida tez femenina.
—Me alegro —responde suavemente. Asiente lentamente, fascinada por el fuego, con las llamas anaranjadas reflejándose en su vestido de color rubí—. Me alegro —repite.
El calor calienta su piel; el aroma de su perfume se adueña despacio del aire que hay entre nosotros. Respira profundamente y espira, sin dejar de contemplar el fuego.
Termino mi copa, cojo la botella y me siento junto a ella, para llenar de nuevo su copa y la mía. Su perfume es dulce y fuerte. Ella se desliza para sentarse en el suelo, con las piernas a un lado, apoyada sobre un brazo detrás de su cuerpo. Me mira mientras lleno las copas. Dejo la botella, la miro a la cara; tiene una pequeña mancha de carmín en la comisura de sus labios. Me mira mientras la miro, y arquea ligeramente una ceja. Le digo:
—Tu pintalabios...
Saco el pañuelo que me había bordado de un bolsillo. Ella se inclina hacia mí para permitirme limpiarle la mancha roja de carmín. Siento su respiración sobre mis dedos mientras toco su boca con el trozo de tela.
—Aquí.
—Lo siento —dice—. He dejado huella en algunos cuellos. —Su voz es suave y débil, casi un susurro.
—Vaya —respondo, fingiendo desaprobación y negando con la cabeza—. Yo no iría por ahí besando cuellos.
—¿No? —pregunta, negando con la cabeza.
—No. —Me acerco para rozar su copa llena con la mía.
—¿Y entonces? —Su voz no se apaga, sino que adopta un nuevo tono, conspirativo, seguro, casi irónico. Es una invitación suficiente; no me he lanzado sobre ella.
La beso, lentamente, mirando sus ojos (y ella me devuelve el beso, lentamente, mirando los míos). El sabor de su boca es una mezcla de vino, de algo salado, y con una nota de cigarrillo. La aprieto ligeramente contra mi cuerpo, y pongo una mano en su cintura, sintiendo su calor a través del suave satén rojo; el fuego crepita detrás de mí y calienta mi espalda. Muevo mi boca lentamente sobre la suya, probando sus labios y sus dientes; su lengua se encuentra con la mía. Se mueve, inclinándose por un momento hacia un lado; pienso que va a apartarse, pero solo está buscando un lugar donde dejar su copa; entonces apoya sus manos sobre mis hombros y cierra los ojos. Su respiración se acelera levemente contra mi mejilla, y yo la beso con más fuerza, abandonando mi copa sobre el brazo de una silla.
Su cabello es suave y huele a ese perfume almizclado, su cintura es aún más estrecha de lo que parecía, y sus pechos se mueven bajo el vestido rojo, cubiertos, pero no prisioneros, por algo que lleva bajo el satén. Sus medias son suaves al tacto, sus muslos están calientes; me abraza, me aprieta y me aparta, toma mi cabeza con sus manos y me mira a los ojos, con destellos en los suyos. Sus pezones forman pequeñas protuberancias bajo el vestido. Su boca está húmeda, manchada de rojo. Sonríe, traga, respira fuerte.
—No pensaba que serías tan... apasionado, John —dice, con la respiración entrecortada.
—No pensaba que podría engañarte tan fácilmente.
—Aquí, aquí. En la cama no, hará frío. Aquí.
—¿Hay algo que tengas que hacer primero?
—¿Qué? Ah, no, no. Solo... Oh, vamos, Orr, quítate la chaqueta... ¿o me tengo que dejar esto puesto?
—Bueno, ¿y por qué no?
El cuerpo de Abberlaine Arrol está envuelto en negro, tallado y dibujado por sedas de obsidiana. Sus medias se unen a una especie de corsé con unas ligas; otro patrón de letras «X» forma una franja voladiza desde el pubis hasta donde un sujetador negro de seda fina, casi tan transparente como las medias, abraza sus pechos firmes y perfectos; me enseña cómo desabrocharlo por la parte frontal. Sus braguitas short —gasa negra sobre vello negro— siguen en su sitio, pero son lo suficientemente anchas. Nos sentamos juntos y nos besamos suavemente, sin movernos todavía después de haberla penetrado; ella está a horcajadas sobre mí, rodea mi cuerpo con sus piernas y con las manos me sujeta los hombros. Sigue llevando las medias y los guantes.
—Tus heridas... —susurra (yo apenas llevo ropa) acariciando la zona donde me pegaron con una suavidad adormecedora que me pone el vello de punta.
—No te preocupes —respondo, besándole los pechos (sus pezones son de un color muy oscuro, gruesos y con pequeñas hendiduras y arrugas en las cimas; las areolas son suaves y redondas)—. Olvídalas.
Me inclino hacia atrás, tumbándome sobre mi ropa apilada y su vestido rojo.
Bajo ella, me muevo lentamente, sin dejar de mirar su silueta dibujada al contraluz de las llamas de la estufa. Abberlaine está suspendida en el aire encima de mí, cabalgando, con sus manos en mi pecho, la cabeza gacha, y el sujetador desabrochado balanceándose al compás de su melena negra.
Todo su cuerpo está encerrado en la lencería, una trampa absurda que no podría hacerla más deseable. Una fuerza estremecedora emana desde dentro de su cuerpo, sus huesos, su carne y su mente, que forman todo lo que ella es. Pienso en las mujeres de la torre del bárbaro.
«X», un patrón dentro de otro, que cubren sus piernas, como nosotros, uno dentro de otro. El lazo en zigzag de sus braguitas, la cinta de seda enlazada que cruza su cuerpo; las tiras y las líneas, los brazos envainados como las propias piernas... todo un lenguaje, una arquitectura. Voladizos y tubos, lazos de suspensión, las líneas oscuras del liguero que cruzan sus muslos curvados hacia la cima más oscura de su cuerpo. Una obra de ingeniería en seda negra, que oculta y realza la mayor de las suavidades desde su propio interior.
Abberlaine grita, arquea la espalda, con la cabeza gacha y el cabello cayéndole por los hombros, se mueve hacia atrás, con los brazos extendidos en «V» detrás de ella. La levanto, consciente de pronto de mi presencia dentro de ella, una estructura de materiales oscuros, y mientras estoy sosteniendo su cuerpo, tomo conciencia del puente que tenemos encima, que se alza en la oscuridad del crepúsculo con sus patrones de «X» entrelazadas, sus piernas y sus pies, sus articulaciones, su carácter y su presencia, y su vida; encima de nosotros, encima de mí, y presiona hacia abajo. Lucho por sostener todo ese peso (ella se arquea más, grita más), se agarra a mis tobillos con las manos, y luego se corre, gimiendo como una estructura que se desmorona, con mi propia invasión dentro de su cuerpo (un miembro estructural, en realidad) que se mueve a su propio ritmo.
Abberlaine se desploma sobre mí, jadeando, relajada. Siento su respiración fuerte y el aroma almizclado de su cabello.
Me duele todo. Estoy exhausto. Me siento como si me acabase de follar al puente.
Me quedo dentro de ella, quieto, pero sin retirarme. Al cabo de un rato, ella me aprieta con fuerza desde su interior. Suficiente. Empezamos a movernos de nuevo, lentamente, suavemente.
Más tarde, en la cama, que estaba fría pero se calentó rápido, recojo con cuidado todas las prendas de seda negra (parte de su efecto, decidimos, es delinear líneas exactas para un programa concentrado de caricias). Este último acto es el más largo y contiene, como en las mejores obras, muchos movimientos distintos y cambios de tempo. En el clímax me estremezco, pero por ser más aterrador que placentero.
Ella está debajo de mí. Sus brazos me rodean los costados y la espalda, y sus piernas me aprisionan.
Mi orgasmo no es nada; un pormenor glandular, una señal irrelevante. Grito, pero no de placer, ni siquiera de dolor. El cautiverio físico, la presión, la acción de ser contenido como si fuera un cuerpo que hay que vestir, tapar, atar y envolver, tumbado y estático, me produce una sensación angustiosa: un recuerdo. Antiguo y nuevo, lívido y podrido a la vez; la esperanza y el temor de liberación y captura de animal y máquina, y estructuras entramadas; un principio y un fin.
Atrapado. Molido. Como una muerte fingida y una liberación. Esta mujer me tiene enjaulado.
—Tengo que irme —dice mientras me extiende la mano cuando vuelve con su ropa. Se la tomo, la aprieto—. Ojalá pudiera quedarme —añade con expresión triste mientras sostiene sus prendas contra su pálido cuerpo.
—No pasa nada.
Su familia la espera. Se viste, silbando, despreocupada. Una sirena de barco suena a lo lejos. Tras los postigos cerrados, reina la oscuridad de la tarde.
Un viaje rápido al baño; encuentra un peine que me muestra con expresión triunfante. Su cabello está terriblemente enredado, y se sienta pacientemente en el borde de la cama, con el abrigo puesto, mientras la peino con cuidado para deshacer los enredos. Busca en un bolsillo y saca una caja de cerillas y una cajetilla de cigarrillos finos. Arruga la nariz.
—Huele a sexo por todas partes —anuncia, mientras extrae un cigarrillo.
—No es verdad, ¿no?
Se vuelve para mirarme, extendiéndome el paquete de tabaco. Niego con la cabeza.
—Mmm... mala conducta —sentencia, encendiendo un cigarrillo.
La peino lentamente mientras ella espira aros de humo, letras «O» de color gris que ascienden hasta el techo. Apoya su mano contra la mía y la mueve conmigo mientras desenmaraño su melena. Suspira.
Me da un beso antes de marcharse, con la cara lavada, y el aliento fresco de humo gris.
—Me quedaría si pudiese —afirma.
—No te preocupes. Ya has estado un rato. —Me gustaría decir más, pero no puedo. Aún me acompaña el terror de estar atrapado y molido, como un profundo eco en mi interior que sigue resonando. Me besa.
Cuando se ha marchado, me tumbo durante un rato en la gran cama, que se enfría por momentos, escuchando las sirenas de los barcos. Una de ellas suena muy cerca; tal vez no me deje dormir en toda la noche, a menos que la niebla se disipe. Queda una ínfima nota de humo en el aire. En el techo, los descoloridos anillos del yeso parecen aros de humo que Abberlaine Arrol ha impreso con su cigarrillo. Respiro profundamente, intentando captar la última huella de su perfume. Tiene razón; la habitación huele a sexo. Tengo hambre y sed. Aún no es hora de cenar. Me levanto y tomo un baño, y me visto lentamente, con una agradable sensación de cansancio. Estoy apagando las luces, con la puerta delantera ya abierta, cuando veo un resplandor procedente de una entrada que hay al otro lado de la desordenada estancia. Cierro la puerta y voy a investigar.
Es una vieja biblioteca, con las estanterías desnudas. En una esquina, hay un monitor de televisión encendido. El corazón me da un vuelco, pero me doy cuenta de que la imagen no es la de siempre. La pantalla está en blanco, es un vacío texturizado; me dispongo a apagarla pero, antes de poder hacerlo, algo negro oscurece la imagen, y luego se aleja. Es una mano. La imagen se mueve y después se centra en el hombre postrado en la cama. Una mujer se aparta de la cámara y se sienta en el borde de la pantalla. Saca un cepillo y se lo pasa lentamente por el pelo, mirándose en un punto invisible, que debe de ser un espejo en la pared. La visión del hombre de la cama se ha alterado ligeramente; una silla está colocada en otro lugar, y la cama no está tan impecable como antes.
Al cabo de un rato, la mujer deja el cepillo, se inclina hacia delante, con una mano en la frente, y vuelve a echarse hacia atrás. Coge el cepillo y se marcha, pasa por delante de la cámara y oscurece toda la imagen. No puedo verle bien la cara.
Tengo la boca seca. La mujer reaparece a un lado de la cama, con un abrigo largo y oscuro puesto. Mira durante unos segundos al hombre, se inclina y lo besa en la frente, a la vez que se aparta el cabello de la cara. Coge un bolso del suelo y se marcha. Apago el televisor.
Hay un teléfono colgado en la pared de la cocina. Emite los mismos tonos irregulares, tal vez algo más rápidos que antes.
Salgo del apartamento y tomo un ascensor a la plataforma del tren.
Hay mucha niebla; las luces forman conos amarillos y anaranjados entre el espeso vapor. Pasan trenes y tranvías con sus silbidos y traqueteos. Deambulo por la pasarela del lado exterior del puente, con la mano apoyada en la barandilla. La niebla flota entre las vigas y las sirenas de los barcos aúllan desde el mar escondido.
Me cruzo con varias personas, la mayoría trabajadores ferroviarios. Huelo el vapor entre la niebla, el humo del carbón y las bocanadas de gasóleo. En una nave de operarios, varios hombres uniformados están sentados en torno a unas mesas redondas, leen periódicos, juegan a las cartas y beben de grandes jarras. Sigo caminando. El puente se estremece bajo mis pies y un ruido metálico estrepitoso suena en algún lugar frente a mí. El fuerte sonido resuena por el puente y rebota desde la arquitectura secundaria a través del aire cargado de niebla. Camino entre un silencio denso y oigo las sirenas sonar, una tras otra. Los trenes cercanos aminoran la marcha y se detienen. Arriba, las sirenas y las bocinas luchan por hacerse notar.
Avanzo por el eje del puente, a través de la niebla. Vuelven a dolerme las piernas y mi pecho palpita sin muchas ganas, como por simpatía. Pienso en Abberlaine; su recuerdo debería hacer que me sintiera mejor, pero no es así. Estaba en un lugar embrujado; los fantasmas de aquel ruido mecánico y la imagen casi inalterable estuvieron allí todo el tiempo, a pocos pasos de distancia, a un interruptor de distancia, posiblemente desde el momento en que la besé por primera vez, e incluso cuando sus cuatro extremidades me apresaron y grité de terror.
Ahora los trenes permanecen en silencio. No ha pasado ninguno en ninguna dirección en varios minutos. Las bocinas y los silbatos siguen compitiendo con las sirenas de los barcos.
Sí, muy dulce y agradable en realidad, y me encantaría entretenerme en ese recuerdo reciente, pero algo en mí no me lo permite. Intento recrear su olor y sentir su calor en mi cuerpo, pero lo único que viene a mi cabeza es esa mujer mientras se cepilla el pelo lentamente, se mira en un espejo invisible, cepillando, cepillando. Intento recordar el aspecto de la habitación, pero solo la veo en blanco y negro, desde un rincón; una cama y un hombre tumbado sobre ella.
Un tren se acerca a través de la niebla, emitiendo destellos, y se acerca hacia el sonido de las sirenas.
Y a partir de ahora, ¿qué? Pues más, mucho más, de lo mismo, me dice la parte recién saciada de mi mente; días y noches de lo mismo, semanas y meses de lo mismo. Por favor. Pero, en realidad, ¿qué? ¿Qué otra distracción, además de las bibliotecas perdidas, las misiones aéreas incomprensibles y los sueños inventados?
Sea como fuere, no veo que nada bueno pueda salir de todo esto.
Sigo caminando entre vapores, hacia sonidos de sirenas y gritos, hacia el crepitar de unas hogueras de una plataforma.
Primero veo las llamas, que se yerguen entre la niebla como mástiles temblorosos. El humo se alza como una sombra sólida entre las nubes de vapor. La gente grita, las luces parpadean. Algunos trabajadores ferroviarios pasan por delante de mí, corriendo hacia el lugar de los hechos. Entonces veo la parte trasera del tren que ha pasado hace unos minutos; es un convoy de emergencias, cargado de grúas y mangueras y ambulancias. Avanza lentamente sobre la vía, desaparece tras otro tren, este de mercancías, que se encuentra dos vías más cerca de donde yo estoy; los primeros vagones siguen sobre los raíles, pero los tres siguientes han descarrilado, y sus ruedas se apoyan sobre los canales metálicos del eje de los raíles, bien aprisionados, como los diseñadores del puente tenían bien previsto. El vagón posterior a estos tres está en posición diagonal sobre la vía, con los ejes a horcajadas sobre los raíles. Tras él, cada uno de los siguientes vagones se encuentra en peor estado que el anterior. Las llamas siguen levantándose; me encuentro cerca de su origen, siento el calor que me golpea la cara a través de la niebla. Me pregunto si debería retroceder sobre mis pasos; posiblemente no sea bienvenido aquí. No podría asegurarlo por la niebla, pero creo que estoy cerca del final de esta sección, donde el puente se estrecha como un reloj de arena en uno de sus lados, hacia el puente dentro del puente que une una sección con la siguiente.
Aquí, los vagones están desparramados donde la red central que interconecta las vías se dirige hacia el cuello del enlace con la siguiente sección, a la que acceden muy pocas líneas. El calor de este lado del tren descarrilado es terrible; grandes chorros de agua propulsados desde el tren de emergencias forman un arco sobre los vagones de mercancías que están ardiendo, siseando sobre sus maderas chamuscadas y sus armazones metálicos. Bomberos y trabajadores ferroviarios corren de un sitio a otro, mientras otros desenrollan mangueras y las conectan a las bocas de incendios. Las llamas se enroscan y tiemblan, el fuego se queja cuando el agua lo golpea. Sigo caminando, pero acelero el ritmo para escapar del calor de las llamas. El agua corre por los canales de drenaje de la plataforma y se evapora al reunirse con el sofocante calor del fuego; su vapor se añade a la niebla y a la cortina ascendente de humo negro. Algo ha prendido cerca del tren que arde y empieza a lanzar chispas a la caldera de vagones en llamas.
No puedo evitar taparme los oídos cuando paso junto a una de las sirenas que ululan entre la niebla desde uno de los laterales de la vía. Más trabajadores ferroviarios se dispersan a mi alrededor, gritando. El fuego se encuentra ahora a mi espalda, ruge entre las vigas. Al frente, el tren estrellado está tumbado, destrozado y volcado, tirado sobre las vías como si hubiera caído del cielo, como una serpiente muerta, con el armazón de sus vagones quemados a modo de costillas.
Más allá hay otro tren, más largo y con vagones de ventanillas mucho mayores que las del tren de mercancías, de las que emerge un enjambre de hombres. El morro del tren está enterrado en la locomotora aún sólida del convoy. Veo cómo ayudan a la gente a salir de entre los escombros. Hay camillas junto a la vía y el sonido de las sirenas de emergencias borra el de las sirenas de los barcos que hay más abajo. La energía colosal de esta escena desesperada me obliga a detenerme a contemplar el operativo de rescate. Del tren de pasajeros no dejan de sacar a gente ensangrentada y asustada. Se oye una explosión en los escombros que tengo detrás; los hombres corren hacia esta nueva catástrofe. Los heridos son evacuados en camillas.
—¡Eh! ¡Usted! —me grita uno de los hombres. Está arrodillado junto a una camilla y sostiene el brazo ensangrentado de una mujer mientras otro hombre le practica un torniquete—. ¡Échenos una mano! ¡Ayude a transportar una camilla!
Hay diez o doce camillas a un lado de la vía. Los hombres se las van llevando a toda prisa, pero aún hay personas que esperan su turno. Paso por encima de los raíles, desde la pasarela al andén, me acerco a la hilera de camillas y ayudo a un trabajador ferroviario a transportar una. La llevamos al tren de emergencias, donde los camilleros se encargan de ella.
Se oye otra explosión, procedente del convoy de mercancías. Cuando regresamos con el siguiente herido, el tren de emergencias ha retrocedido sobre la vía para alejarse del peligro de las explosiones. Debemos transportar la camilla, con un hombre herido y lleno de sangre, a doscientos metros del convoy de mercancías, donde los camilleros nos relevan. Corremos de nuevo hacia el tren de pasajeros.
El siguiente herido podría estar muerto. En cuanto lo levantamos, vierte un gran chorro de sangre. Nos dirigimos a un oficial ferroviario, que nos ordena llevarlo a otro tren, que no es el de emergencias, sino uno que se encuentra algo más lejos, en la dirección opuesta.
Es un expreso, que viaja con retraso debido al choque de los otros dos trenes, y se encarga de transportar a algunas de las víctimas al hospital más cercano. Subimos la camilla a bordo. En lo que parece el vagón comedor de un tren de primera clase, un médico examina a las víctimas una a una. Dejamos a nuestro herido sobre el mantel blanco de una mesa, que queda salpicado de sangre, y el médico se acerca a nosotros. Presiona el cuello del hombre, sin soltarlo; ni siquiera me había percatado de que la sangre brotaba de ahí. El médico, un hombre joven, me mira. Parece asustado.
—Aguante aquí —me pide, y tengo que poner la mano en el cuello del hombre mientras el doctor se marcha unos minutos. Mi compañero de transporte de camillas sale corriendo. Me quedo solo, mientras sostengo el pulso débil del herido tumbado sobre el mantel blanco y su sangre fluye entre mis dedos. Intento relajarme y hacer la tarea encomendada lo mejor que puedo. Sujeto, presiono y miro el rostro del hombre, pálido por la pérdida de sangre, inconsciente pero sufriendo, libre de cualquier máscara con la que hubiera decidido presentarse al mundo, reducido a alguien patético y animal en su agonía.
—Bien, muchas gracias. —El doctor regresa con una enfermera; traen vendajes, un gotero, sueros y agujas. Se encargan del herido.
Me marcho, caminando entre los quejidos de los supervivientes. Voy a parar a un vagón de pasajeros, desierto y oscuro. Me mareo y decido sentarme un momento, pero, cuando me levanto, solo puedo llegar dando tumbos al aseo del final del vagón. Me siento allí, con un terrible martilleo en la cabeza y dolor en los ojos. Me lavo las manos mientras espero que mi corazón se adapte a las exigencias que mi cuerpo le impone. Cuando me siento preparado para levantarme de nuevo, el tren empieza a moverse.
Regreso al vagón comedor mientras el vehículo aminora la marcha; enfermeras y auxiliares del hospital se agolpan en torno a las camillas. Me piden que salga de en medio; tres enfermeras y dos auxiliares se llevan una camilla hacia la puerta más cercana; es una mujer herida que se ha puesto de parto. Tengo que volver rápidamente al aseo.
Y allí tomo asiento y me pongo a pensar.
Nadie viene a molestarme. En todo el tren reina la tranquilidad. Hay un par de sacudidas, y se oyen gritos a través de las ventanillas traslúcidas, pero el interior está en absoluto silencio. Vuelvo al vagón comedor, pero es totalmente distinto; fresco, limpio y con un agradable olor. Se van las luces. Las mesas blancas adoptan un aspecto fantasmagórico bajo la luz que desprende el puente desde fuera, aún envuelta en niebla.
¿Debería apearme ahora? El buen doctor así lo querría, lo mismo que Brooke, y también (espero) Abberlaine Arrol.
Pero ¿para qué? Lo único que hago es jugar. Juego con el doctor, juego con Brooke, con el puente, con Abberlaine. Son buenos juegos, especialmente con ella, excepto por ese resuello de terror...
Entonces, ¿me marcho? Podría hacerlo, ¿por qué no?
Aquí estoy, en algo convertido en lugar, en un enlace convertido en ubicación, en unos medios convertidos en fin, y en un recorrido convertido en destino... y dentro de este largo símbolo fálico articulado y a medio camino entre las extremidades de nuestro gran icono de acero. Qué tentación la de quedarme aquí y marcharme, viajar como un hombre valiente que deja a la mujer en casa. El lugar y la cosa, y la cosa y el lugar. ¿Realmente es tan sencillo? ¿Una mujer es un lugar y un hombre es solo una cosa?
Dios mío, joven caballero, ¡por supuesto que no! Qué idea tan absurda. Todo es mucho más civilizado...
De todas formas, solo por parecerme algo tan ofensivo, sospecho que tiene que haber algo más. Así que, ¿qué represento yo aquí, sentado dentro del tren, dentro de este gran símbolo? Buena pregunta, me digo a mí mismo. Buena pregunta. Entonces, el tren empieza a moverse de nuevo.
Me siento en una mesa, contemplando la fila de vagones a un lado; vamos aumentando progresivamente la velocidad, dejando atrás al tren contiguo. Reducimos la marcha de nuevo, y observo la escena donde tuvo lugar el accidente. Restos de vagones del convoy de mercancías se extienden a uno de los lados de la vía, raíles retorcidos sobresalen de la plataforma rayada como alambres doblados, y escombros carbonizados humean entre los arcos de luz que iluminan el puente. El tren de emergencias está detenido algo más lejos, con las luces encendidas. El vagón traquetea suavemente mientras el tren va ganando velocidad.
Las luces se cuelan a través de la niebla; salimos de la estación principal de la sección, sobrepasando otros trenes y tranvías locales, y las luces de las calles y sus edificios. Seguimos ganando velocidad. Rápidamente, el entorno se oscurece cuando nos acercamos al final de la sección. Contemplo las luces durante un momento más, y después me acerco al final del vagón, donde está la puerta. Abro la ventanilla y miro hacia fuera, en la niebla, que se rasga en la ventana formando un patrón marcado por la estructura del puente que ahora no se ve, representando el veloz avance del tren en función del grosor de las barras de las vigas y de los edificios voladizos que hay junto a las vías. Las luces de los últimos edificios desaparecen; y yo aflojo mi brazalete identificador de la clínica, tiro suavemente de él, lo lamo para despegarlo y finalmente lo arranco sin piedad, provocándome un corte.
Atravesamos el enlace a la sección siguiente. Todavía bien, dentro de lo que me permite el alcance de mi brazalete, claro. Un pequeño círculo de plástico con mi nombre plasmado. Mi muñeca se ve rara sin él, después de todo este tiempo. Desnuda.
Lo lanzo por la ventanilla, entre la niebla; se pierde en el mismo instante en que abandona mi mano.
Cierro la ventanilla y vuelvo a sentarme para descansar. A ver hasta dónde llego.
¿... Está conectado el micrófono?
Ah, sí, aquí. Bien, bueno..., nada que temer, no me siento confuso en absoluto, en serio. Todo está bien, maravilloso, todo bajo control. Cojonudo, de verdad, en todos los sentidos. Sabía que todo estaba bien. Solo citaba al inmortal (¿cómo? vale, vale) perdón, al mortal Jimi Hendrix. De verdad. Bueno, ¿dónde estaba? Ah, sí.
Bien, el estado del paciente es estable; está muerto. Más estable no se puede estar, ¿no? Bueno, sí, la descomposición y eso; era una broma. Dios, hay personas que no tienen sentido del humor, de acuerdo, venga, vamos a calmarnos ahí detrás.
Me muevo de nuevo, tíos. ¿De dónde a dónde? Buena pregunta.
Me alegro de que me hagáis esa pregunta. ¿Alguien sabe la respuesta? ¿No?
Mmmierda. Vaya.
¿Adónde me llevan? ¿Qué he hecho para merecer todo esto? ¿Acaso me habéis preguntado, cabrones? ¿Eh? ¿Alguien se ha molestado en decir: «te molesta si te muevo, como te llames»? Pues... no. A lo mejor estaba bien donde estaba, ¿a nadie se le ha ocurrido?
Vale, podéis toquetearme las tripas y eso, y darme la vuelta como a una tortilla y hurgar dentro de mí y perder el tiempo y arreglar trocitos y meterme quién sabe qué y pellizcarme, pero no podéis cogerme, no podéis encontrarme, no podéis entrar en mí. Estoy aquí arriba; al mando, controlando todo, invulnerable.
Y qué truco más guarro, qué gran malentendido indecente, indignante e indigno por parte de la propia reina mala. ¿Cómo ha podido caer tan bajo? (Bueno, solo hay que agacharse, tal que así.) Provocar a los putos bárbaros contra mí, ¡ja! ¿Fue lo más ingenioso que se le ocurrió?
Seguramente. Nunca tuvo demasiada imaginación. Bueno, menos en la cama (o donde fuera), creo. No, eso no es verdad. Es porque estoy de mala leche; lo justo es justo (a menudo con una pizca, un matiz, una ínfima nota de rojo, normalmente, he visto... bueno, eso no importa).
No obstante, qué osadía, levantar una rebelión así. Nada que hacer, por supuesto, pero ya estamos. Y ahora, ¿qué? Dios, ¿acaso un tío no puede tener una pequeña charla consigo mismo sin
¡Otra vez!
¿Qué cojones está pasando aquí? ¿Qué pensáis que soy, cabrones chapuceros? Es parte de
¿Queréis parar? ¡Vale ya de sacudidas!
¡Me hacéis daño! Es parte del tratamiento, ¿no? Si de verdad quisiera, me levantaría y os daría un buen susto a todos. Cabrones. Cose ahí, Jimmy.
Gracias a Dios, por fin se ha acabado. Un pequeño movimiento lateral, nada de qué preocuparse; podría estar en una barca o algo. No sabría decirlo.
No, no es una barca. El balanceo es acuoso; algo con suspensión, con amortiguadores. ¿Chillidos? ¿Oigo voces? (Todo el tiempo, doctor. Me lo ordenan. No es culpa mía. La coartada perfecta, inexpugnable defensa).
¡Violación! ¡Maldito valor! Pienso denunciar (¿cierras eso? Pienso denunciar. No, lo siento, no tiene gracia, pero es así. Qué libertad más cojonuda, ¿eh?).
Nunca significó nada para mí. O para ella, seguramente. Era una mujer de letras y eso. Sí. Se lo dije una vez y se echó a reír, y lo calculamos todo. No solo letras, también signos. La cosa es así.
Tras cada rodilla, una «H», detrás del trasero un +, la nariz era ,s (espero que esto no resulte demasiado confuso), su cintura era) (, y el puesto de honor era para la «V» (en plano, boca abajo), y ! (en el plano frontal). Por supuesto, lo asimiló todo y señaló que también tenía : y un buen . s (eran juegos de palabras, no signos. Como decía, era una mujer de letras). Da igual, en ese . yo era yo, y ella «O».
Vaya, allá vamos. Nos movemos. Brum, brum, parte de la máquina de nuevo, con todas las conexiones y en marcha (ni-no, ni-no, nunca vendo helados a semejante velocidad, tío. Bocata de mermelada, por favor. Con mucha frambuesa). Qué risa si chocáramos. No vía puente, espero (ay, Caronte, me sabe mal, pero con el aumento del tráfico estos días...). No sé, tal vez ya estoy muerto o quizá piensan que lo estoy. Es difícil de decir (no, no lo es); me he perdido un poco. Esto es un poco traumático (¿traumatismo? ¿Trauma? Más letras. Re velación re volución re ceptor bla bla bla...).
(¿Qué está diciendo?
«bla bla bla»
una mejoría).
Para haberme visto antes. Estaba impresionante. Bueno, eso pensaba. Hay pendiente en el acoplamiento. Tenía dos oo. No dos o. Dos ojo. Dos ojos (se puede tener ojo y tener ojos, y dos ojos, no me lo hagan pasar tan mal, ahora no estoy bien). Sí, sí. Tan fácil como eso.
Vaya, esta cosa chirría. Tenía que haberlo sabido. Es la historia de mi puta vida. No hay justicia en este mundo (bueno, sí, pero ha caído como la lluvia que dejan caer los nimboestratos, erráticamente, con inundaciones y sequías ocasionales en estas últimas décadas).
En fin, ¿por dónde iba? Ah, sí. Aquí estamos, en la máquina. Encerrado y eso, a la deriva. Esperemos no ir vía ya-sabemos-qué. Esto me recuerda una historia. Una historia de lo más vulgar; nada especial, sin disparos ni persecuciones ni nada parecido (lo siento). Una historia mundana y real de hecho, según mi opinión sincera; más que una historia, una biografía... pero de todas formas, es
Ella se
tranquilo, tío, estaba empezando a contarlo y eso, déjanos un rato, ¿eh? Joder, no se puede terminar de hablar sin
Ella se li
enseguida, enseguida, pero cállate la
Ella se licenció
soy yo, ¿eh? ¿Sí? ¿No se oye mi voz y eso?
Ella
sí, ella se licenció, ya lo sabemos. Venga, va. Déjame ser tu anfitrión. Dios, hay gente tan jodidamente
Ella se licenció en literatura. Él había dejado su habitación de Sciennes Road para trasladarse a un pequeño apartamento de alquiler en Canonmills. Andrea vivía a caballo entre él y su casa, aunque mantuvo el piso de Comely Bank. Una prima suya de Inverness, cuyo nombre era Shona, vivía allí mientras estudiaba Educación Física en Cramond, lugar de origen de la familia de Andrea.
Él tuvo que seguir trabajando durante sus vacaciones, y ella seguía pasando las suyas en el extranjero, con la familia y los amigos, lo que despertaba en él los celos y la envidia. Pero cada vez que volvían a reunirse era como si no hubiera pasado el tiempo y, en cierto momento (nunca pudo determinar exactamente cuándo), él empezó a pensar en su relación como en algo que podría prolongarse más allá del siguiente curso académico. Incluso pensó en pedirle en matrimonio, pero un punto de orgullo en su interior no toleraba la idea de someterse al Estado (y mucho menos a la Iglesia) de esa forma. Lo que realmente importaba residía en sus corazones (o más bien en sus cerebros), no en un registro. Además, tenía que reconocer ante sí mismo que, probablemente, la respuesta de ella hubiera sido no.
Ahora eran ex hippies, según él pensaba; si es que en algún momento fueron hippies realmente. La presunta fuerza de las flores... bueno, cada cual escoge su eslogan, se había marchitado, la semilla había brotado, crecido y muerto (él sugirió en una ocasión que el problema era el cansancio de los pétalos).
Ella había trabajado mucho para licenciarse con buenas calificaciones, tras lo que decidió tomarse un año sabático, mientras él terminaba sus estudios. Se tomó unas vacaciones breves para visitar a otras personas de otras partes de Escocia e Inglaterra, también se marchó a París, y emprendió viajes más largos a Estados Unidos, el resto de Europa y la Unión Soviética. Aprovechó para contactar de nuevo con sus amigos de Edimburgo, cocinó para él mientras estudiaba, visitó a su madre, en ocasiones jugó al golf con su padre (quien, para su sorpresa, descubrió que podían charlar de forma distendida) y leyó novelas en francés.
Cuando regresó de la Unión Soviética, tomó la firme decisión de aprender ruso. Él llegaba muchas noches y la encontraba en el apartamento, sumergida en novelas y libros de texto con el extraño y medio familiar alfabeto cirílico, el ceño fruncido y un lápiz junto al bloc de notas. Ella levantaba la mirada, miraba con expresión incrédula su reloj y se disculpaba por no haber preparado nada para comer; él le decía que no fuera ridícula, y se hacía él mismo la cena.
Él se perdió el día de su graduación, ingresado en el Royal Infirmary, donde se recuperaba de una operación de apendicitis. Aun así, su padre y su madre fueron a la ceremonia, solo para escuchar cómo decían su nombre. Andrea los conoció y se llevaron bien enseguida. Incluso cuando sus padres y los de ella coincidieron, a él le sorprendió que charlasen como viejos amigos; entonces se avergonzó de haberse avergonzado de su propia familia.
Stewart Mackie conoció a Shona, la prima de Inverness, y se casaron durante el primer año de posgrado de Stewart. Él fue el padrino de la boda y Andrea la dama de honor. Ambos leyeron discursos en la fiesta de la boda; el de él era el mejor escrito, pero el de ella, el mejor pronunciado. Mientras hablaba, él se sentó a mirarla y fue cuando se dio cuenta de lo mucho que la quería y la admiraba. Incluso se sintió vagamente orgulloso de ella, aunque sentía que aquello no era correcto. Entre aplausos entusiasmados, ella tomó asiento. Él levantó su vaso y brindaron.
Unas semanas después, ella le dijo que estaba pensando en marcharse a París para estudiar ruso. De entrada, él pensó que era una broma. Él seguía buscando trabajo mientras jugaba con la idea de irse con ella (podría hacer un curso intensivo de francés y buscar trabajo por allí), pero justo entonces le ofrecieron un buen puesto en una empresa que diseñaba centrales eléctricas y no pudo rechazarlo. Tres años, le había dicho ella. Solo serán tres años. ¿Solo? Ella intentó contentarlo con la idea de pasar las vacaciones juntos en París, pero a él le resultaba difícil apoyarla en todo aquello.
De todas formas, él no tenía poder y ella estaba decidida.
Él no iría a despedirla al aeropuerto. En lugar de eso, salieron la noche anterior a cenar en Fife, cruzando el puente, en un pequeño restaurante costero de Culross. Fueron en el coche nuevo que él había comprado a crédito, un BMWpequeño que pagaba con su recién adquirida nueva fortuna de empleado. Fue una cena un tanto incómoda y él bebió demasiado vino; ella no lo probó porque volaba al día siguiente (le encantaba volar, siempre viajaba en ventanilla) y condujo de vuelta a casa. Él se quedó dormido en el coche.
Cuando se despertó, pensó que se encontraban de nuevo en el apartamento de Canonmills, o en su antiguo piso de Comely Bank, pero las luces rielaban a lo lejos, cruzando el agua oscura, frente a ellos. Antes de apagar ella los faros, él vio de refilón algo inmenso que se cernía sobre ellos, algo sólido, pero al aire libre.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó, frotándose los ojos y mirando a su alrededor. Ella salió del coche.
—North Queensferry. Ven a ver el puente —le pidió, abrigándose con su chaqueta. Él la miró con cierta suspicacia; la noche era fría y lloviznaba—. Vamos —insistió—, te despejará la cabeza.
—Y una puta pistola también lo haría —refunfuñó mientras salía del coche.
Caminaron entre varios letreros de advertencia sobre objetos que caían del puente, y de información sobre la propiedad privada de más adelante, hasta que llegaron a un círculo de grava para dar la vuelta, unas viejas construcciones, una pequeña pendiente, rocas cubiertas de hierbas y musgo, y los soportes de granito del puente ferroviario. El contacto de la lluvia helada y el viento lo hizo estremecer. Alzó la mirada para contemplar las enormes vigas de la estructura que tenía encima. Las aguas del Firth of Forth se lanzaban contra las rocas, y las luces de las boyas parpadeaban sobre el gran río oscuro. Ella le tomó la mano. Siguiendo el río hacia arriba, estaba el puente-carretera, una gran telaraña de luces, un murmullo distante del tráfico que lo cruzaba.
—Me gusta este sitio —confesó ella abrazándolo, con el cuerpo tembloroso por el frío. Él no dejó de mirar la gran masa de acero que tenía encima, perdido en su oscura fuerza.
Solo podía pensar en los tres años que pasaría ella en otra ciudad.
—El puente de Tallahatchie se ha caído —dijo finalmente él, dirigiéndose más al viento gélido que a ella.
Ella lo miró y refugió su nariz en el presentable vestigio de fina barba que él se dejaba crecer desde hacía dos años.
—¿Cómo?
—El puente de Tallahatchie, de la canción Ode to Billy Joe, de Bobby Gentry, ¿recuerdas? Pues se ha caído —respondió él con una carcajada amarga.
—¿Ha habido heridos? —preguntó ella, rozando con sus labios la nuez de él.
—No lo sé —contestó él, repentinamente triste—. Ni siquiera se me ocurrió leerlo, solo he visto el titular.
Un tren pasó a toda velocidad sobre el puente y llenó la atmósfera nocturna de cientos de voces de otras personas que se dirigían a otros lugares. Él se preguntó si los pasajeros seguirían la vieja tradición de lanzar monedas desde los vagones para pedir fútiles deseos a las sordas aguas del gélido río Firth.
No se lo dijo, pero recordaba haber estado en ese mismo lugar hacía años, un verano. Un tío suyo que tenía coche los llevó a él y a sus padres a dar una vuelta por los Trossachs y luego hasta Perth. Y regresaron por ese camino. Fue antes de que inaugurasen el puente-carretera en 1964 (antes incluso de que empezasen a construirlo, creía), en un día festivo en que las colas del ferry eran kilométricas. Su tío bajó a aquel lugar con el coche, para enseñarles «uno de los monumentos más majestuosos de Escocia».
¿Qué edad tendría él? No lo sabía. Posiblemente unos cinco o seis años. Su padre lo llevaba sentado sobre los hombros; él había tocado con las manos el frío granito de los soportes del puente, y había extendido los brazos con todas sus fuerzas para tocar las vigas pintadas de rojo...
La cola de coches no había menguado cuando regresaron. Así, decidieron cruzar por el puente de Kincardine.
Andrea lo besó y lo despertó de sus recuerdos, lo abrazó muy fuerte, más fuerte de lo que él pensaba que ella podría hacerlo jamás, tan fuerte que casi respiraba con dificultad. Cuando lo soltó, volvieron al coche.
Ella condujo sobre el puente-carretera. Él miró por la ventanilla, contempló sobre las aguas oscuras el puente ferroviario bajo el que estaban unos minutos antes y observó la larga fila punteada de luces de un tren de pasajeros que cruzaba sobre el río, en dirección sur. Parecían series de puntos al final de una frase o al principio de otra; tres años. Puntos como un código Morse sin sentido, una señal compuesta por letras E, H, I y S. Las luces parpadeaban entre las vigas del puente; los cables del puente-carretera pasaban demasiado rápido como para interferir en la imagen.
Nada romántico, pensaba mientras contemplaba el tren. Recuerdo cuando los trenes eran máquinas de vapor. Yo solía acudir a la estación local y quedarme en el puente peatonal que cruzaba las vías para ver los trenes que llegaban, escupiendo humo y vapor. Cuando pasaban bajo el puente de madera, el humo explotaba contra las planchas de metal que protegían las vigas; una bocanada repentina que te cubría, durante lo que parecían unos segundos eternos, con una incertidumbre deliciosa, un mundo de misterio espiral que distorsionaba el ambiente.
Pero cerraron la línea, desmontaron las máquinas, derruyeron el puente peatonal y convirtieron la estación en una atractiva residencia con un agradable aire sureño y mucho terreno. Muy exclusiva. Eso lo decía prácticamente todo. Aunque lo hubieran hecho bien, se habían equivocado.
El tren se deslizó sobre el largo viaducto y desapareció para seguir su camino. Tal cual. Nada romántico. Nada de fuegos artificiales al esparcirse las cenizas, nada de colas de cometa anaranjadas que salían de la chimenea, ni tan siquiera una nube de vapor (intentaría escribir un poema a este respecto al día siguiente, pero no saldría nada satisfactorio y lo tiraría a la basura).
Volvió de nuevo la cabeza y bostezó mientras Andrea aminoraba la marcha para pasar el peaje.
—Sabes el tiempo que tardan en pintarlo, ¿no? —le preguntó.
—El qué, ¿el puente ferroviario? —inquirió ella mientras bajaba la ventanilla y buscaba monedas en su bolsillo—. Ni idea. ¿Un año?
—Incorrecto —respondió él, cruzando los brazos y contemplando la luz roja de la cabina—. Tres. Tres putos años.
Ella no dijo nada. Pagó el peaje y la luz cambió a verde.
Él se puso a trabajar y progresó. Sus padres estaban orgullosos de él. Le concedieron una hipoteca para adquirir un apartamento pequeño en Canonmills. La empresa para la que trabajaba le permitió añadir cierta suma de dinero a su coche de empresa, una vez hubo ascendido al nivel de la decadencia burguesa, con lo que cambió su BMWpor otro mayor y mejor. Andrea le escribía cartas y siempre hacía la misma broma cuando hablaba de los dos.
John Peel era el locutor nocturno de Radio 1. Gracias a él, compró el álbum Past, Present and Future, de Al Stewart. Había canciones como «Post World War Two Blues» que casi le hacían llorar; de hecho,« Roads to Moscow» lo consiguió una vez, y «Nostradamus» lo dejó preocupado. También escuchaba mucho el álbum The Confessions of Doctor Dream, tumbado en el suelo con los auriculares puestos y las luces apagadas, canturreando al son de la música a todo volumen. La primera canción de la épica segunda cara se titulaba «Daño neuronal irreversible».
Todas las cosas siguen un determinado patrón, según había comentado con Stewart Mackie. Shona y Stewart se habían trasladado a Dunfermline, al otro lado del río, en Fife. Ella había estudiado para dar clases de Educación Física en el Dunfermline College of Physical Education (que curiosamente no estaba en Dunfermline, como su nombre podría sugerir, sino cerca de Edimburgo) y parecía casi apropiado que empezase a ejercer en el propio y auténtico Dunfermline; de una capital desahuciada a otra. Stewart aún estaba terminando el posgrado en la universidad, donde posiblemente se quedaría a impartir clases. Shona y Stewart llamaron como él a su primer hijo. Nunca pudo expresarles lo mucho que aquello había significado para él.
Viajó. En tren por Europa, y también por Canadá y América. A pie y en autobús por Marruecos; aquel viaje no le gustó, solo tenía veinticinco años, pero ya se sentía mayor para ciertas cosas. Su mata de pelo ya empezaba a clarear. No obstante, aún realizó un maravilloso viaje en tren, recorriendo España en veinticuatro horas, desde Algeciras hasta Irún, con unos americanos que tenían el mejor hachís que había probado jamás. Había contemplado el amanecer en las llanuras de La Mancha, mientras escuchaba las sinfonías que interpretaban las ruedas de acero del tren contra las vías.
Siempre encontraba excusas para no ir a París. No quería verla allí. Ella venía de visita de vez en cuando y siempre estaba cambiada, distinta, más seria e irónica y aún más segura de sí misma. Ahora llevaba el pelo corto; muy chic, se suponía. Pasaban las vacaciones en la costa este y en las islas (cuando él tenía varios días acumulados) y visitaron una vez la Unión Soviética, primera ocasión para él y tercera para ella. Recordaba los trenes, por supuesto, pero también la gente, la arquitectura y los monumentos conmemorativos. Aunque no era lo mismo. Él se sentía frustrado, incapaz de pronunciar más que unas simples palabras sueltas, mientras ella charlaba distendidamente con todo el mundo, lo que le hizo sentir que la había perdido por un idioma (y por una lengua extranjera, pensó amargamente; sabía que había otro hombre en París).
Trabajó en diseños de plataformas petrolíferas y refinerías, con lo que consiguió bastante dinero. Le mandaba una parte a su madre, ahora que su padre se había jubilado. Se compró un Mercedes y lo cambió poco después por un viejo Ferrari que le trajo problemas. Finalmente, se decidió por un Porsche de segunda mano de tres años, aunque hubiera preferido uno nuevo.
Empezó a salir con una chica llamada Nicola, una enfermera a la que conoció cuando estuvo ingresado por la apendicitis. La gente bromeaba con sus nombres, los llamaba imperialistas y les preguntaba cuándo pensaban recuperar Rusia. Ella era rubia y bajita, y tenía un cuerpo generoso y permisivo; no le gustaba que él fumase hachís y siempre le decía —cuando tiraba la casa por la ventana y compraba cocaína— que era una total locura malgastar el dinero metiéndoselo por la nariz. Él sentía un gran cariño por ella, y así se lo dijo cuando creyó que había llegado el momento de decirle que la quería. Pero ella se lo tomó a broma y rieron juntos, aunque él se percató de que fue lo único con lo que bromearon a lo largo de su relación. Ella conocía la existencia de Andrea, pero nunca hablaba de ella. Se separaron al cabo de seis meses. A partir de entonces, cuando le preguntaban, él decía que iba de flor en flor.
El teléfono sonó una noche a las tres de la madrugada, mientras él se estaba tirando a una antigua compañera de clase de Andrea. El aparato estaba en la mesita de noche, y ella le dijo entre risillas que contestase. Así lo hizo. Era su hermana Morag, llamaba para decirle que su madre había muerto de un infarto hacía una hora en el hospital Southern General de Glasgow.
La señora McLean debía volver a su casa de todos modos. Lo dejó sentado en la cama, con la cabeza hundida entre las manos y pensando que, al menos, no había sido su padre, y odiándose a sí mismo por ello.
No sabía a quién llamar. Pensó en Stewart, pero no quería despertar a su hijo pequeño; ya habían tenido problemas porque el niño no dormía bien. Llamó a Andrea a París. Contestó un hombre, y cuando ella se puso al teléfono con voz somnolienta, parecía no saber con quién estaba hablando. Él le dijo que tenía una mala noticia... y ella colgó.
No podía creerlo. Intentó llamar de nuevo, pero el teléfono comunicaba. La operadora internacional tampoco pudo contactar. Dejó el teléfono sobre la cama, sin oír siquiera los tonos intermitentes mientras se vestía, tras lo que salió a toda prisa con el Porsche, tomó una carretera larga y helada iluminada por las estrellas hacia el norte, en dirección a los Cairngorms. La mayor parte de las cintas que llevaba en el coche eran álbumes de Peter Atkin, pero las letras de Clive James eran demasiado profundas y melancólicas como para conducir rápido e intentando no pensar, y las cintas de reggae —la mayoría de Bob Marley— estaban algo pasadas. Le hubiera gustado escuchar a los Stones. Al final, encontró una cinta vieja, que casi había olvidado, y puso a todo volumen el radiocasete para escuchar Rock and Roll Animal una y otra vez durante todo el camino con una expresión entre sarcástica y despectiva en el rostro. «Allo?», espetaba con voz nasal a los faros de los escasos coches que se cruzaban con él. «Allo? Ça va? Allo?».
Volvió a aquel lugar en el camino de vuelta. Se quedó allí, debajo del gran puente rojo cuyo color comparó una vez con el del pelo de Andrea. Espiró vaho mientras el Porsche rugía en el círculo de grava para dar la vuelta, y mientras los primeros rayos del amanecer dibujaban el puente, una silueta de arrogancia, gracilidad y poder contra las pálidas llamas del cielo de una mañana de invierno.
El funeral se celebró dos días más tarde; él se había quedado con su padre en su casa todo el tiempo tras preparar una maleta rápida en su apartamento y arrojar con rabia el quejumbroso teléfono. Ignoró totalmente el correo. Stewart Mackie asistió al funeral.
Mirando el ataúd de su madre, esperó lágrimas que no llegaron y rodeó a su padre con los brazos para darse cuenta en aquel preciso instante de que el hombre era más delgado y menudo que antes, y de que temblaba en silencio, como un alambre fino.
Cuando se marchaban, en las puertas del cementerio, se encontraron con Andrea, que salía de un taxi del aeropuerto, vestida de negro y con una pequeña maleta. Él no pudo pronunciar palabra.
Ella lo abrazó, habló con su padre y luego se acercó a explicarle que había intentado devolverle la llamada cuando se cortó la comunicación. Lo había intentado durante dos días, había mandado telegramas, había pedido a varias personas que se acercasen a su casa a buscarlo. Finalmente, había decidido acudir personalmente; telefoneó a Morag a Dunfermline en cuanto bajó del avión, y averiguó lo que había ocurrido y dónde se celebraba el funeral.
Lo único que pudo decir él fue «gracias». Se volvió hacia su padre y lo abrazó, y entonces lloró, empapó el cuello de su padre con más lágrimas de las que jamás pensó que sus ojos podrían albergar; lloró por su madre, por su padre, por él mismo.
Ella solo podía quedarse una noche; debía regresar para estudiar para unos exámenes. Los tres años se habían convertido en cuatro. ¿Por qué no iba él a París? Durmieron en camas separadas en casa de su padre, que pasó la noche entre el sonambulismo y las pesadillas, por lo que él había decidido dormir en la misma habitación, para despertarlo o procurar que no se hiciese daño.
La llevó en coche hasta Edimburgo, comieron allí con sus padres y la acercó al aeropuerto.
—¿Quién era tu amigo, el que respondió al teléfono en París? — le preguntó, aunque deseó haberse mordido la lengua.
—Gustave —se limitó a responder ella—. Te caería bien.
Él le deseó un feliz vuelo.
Observó cómo el avión despegaba hacia el cielo aguamarina de una gélida tarde de invierno; e incluso lo siguió con la mirada mientras viraba hacia el sur; se inclinó hacia delante al volante de su Porsche, contemplando a través del parabrisas el avión que se elevaba por el azul inmaculado del cielo despejado, y condujo tras él como si quisiera alcanzarlo.
Empezaba a emanar una estela de vapor cuando lo perdió de vista, centelleando y desapareciendo más allá de las Pentland Hills.
Se sintió remolcado por la edad. Durante un tiempo, leyó The Times, alternando con Morning Star. Miraba el logotipo del primero y pensaba que apenas podía parar las páginas del tiempo presente mientras pasaban, casi oía el crujido de las hojas que giraban; el futuro se convertía en presente, el presente en pasado. Una verdad tan banal, tan obvia y tan asumida que, de alguna forma, había conseguido ignorar hasta aquel momento. Se empezó a peinar de forma que no se notasen las entradas de su cabeza, que eran del tamaño de una moneda de dos peniques. Cambió a The Guardian.
A partir de entonces, dedicó más tiempo a hacer compañía a su padre. Muchos fines de semana iba a su nueva casa, un apartamento más pequeño, y regalaba los oídos del hombre con historias sobre el maravilloso mundo de la ingeniería en los setenta: tuberías y fibras de carbono, el láser, la radiografía, los productos derivados de la investigación espacial. Le describía la fuerza furiosa, la energía increíble, de una planta eléctrica cuando se somete a una purga, cuando las calderas recién llenadas se encienden, el agua las alimenta, por las tuberías corre el vapor a temperaturas máximas, y cualquier pedacito de soldadura, tornillo, guante, corazón de manzana o lo que sea que se haya perdido en la inmensidad de la maquinaria, explota dentro de las enormes tuberías y vuela en el ambiente, y limpia todo el sistema de residuos antes de que las turbinas y las calderas se unan, con sus miles de hojas, delicadas y caras, y sutiles resistencias. Una vez, vio la cabeza de un martillo lanzada a cuatrocientos metros por una purga de vapor; fue a dar a una furgoneta aparcada. El ruido habría avergonzado al mismísimo Concorde; era el sonido del fin del mundo. Su padre sonreía y asentía atentamente en su silla.
Seguía viendo a los Cramond; el abogado y él se sentaban a veces hasta las tantas, como dos viejos, a arreglar el mundo. El señor Cramond creía que las leyes, la religión y el miedo eran necesarios, y que un gobierno fuerte, aunque fuese malo, era mejor que ninguno. Discutían, pero siempre de forma amigable; él nunca pudo explicarse por qué, o cómo, se llevaban tan bien. Tal vez porque, en el fondo, ninguno de los dos se tomaba en serio nada de lo que decían, o tal vez porque ninguno de los dos se tomaba en serio nada en absoluto. Coincidían en que todo era un juego.
Elvis Presley murió, pero a él le sentó peor que Groucho Marx muriese la misma semana. Compró álbumes de los Clash y los Sex Pistols; menos mal que por fin había muestras de algo anárquico, aunque escuchase más a Jam, Elvis Costello y Bruce Springsteen. Todavía se veía con gente de la universidad, además de Stewart, incluidos algunos militantes de pequeños partidos revolucionarios. Dejaron de intentar convencerlo de unirse a ellos cuando él les confesó que era totalmente incapaz de seguir una línea política. Cuando China invadió Vietnam y tuvieron que intentar demostrar que al menos uno de ellos no era socialista, encontró que las contorsiones teológicas resultantes fueron la mar de divertidas. Conoció a gente más joven que él en un grupo de escritura de poesía de la universidad con el que se reunía esporádicamente, también conoció a una minoría selecta del antiguo grupo de Andrea, y salía de vez en cuando con un par de compañeros de la nueva empresa para la que trabajaba. Era joven, se ganaba bien la vida y aunque le hubiera gustado ser más alto y no tener el pelo de un tono castaño vulgar (con entradas del tamaño de una moneda de cincuenta peniques: la inflación), era bastante atractivo; había perdido la cuenta del número de mujeres con las que se había acostado. Cada dos o tres días compraba una botella de Laphroaig o Macallan; compraba hachís cada dos meses y se fumaba un porro antes de irse a dormir. Dejó el whisky durante algunas semanas, solo para asegurarse de que no se estaba convirtiendo en un alcohólico, y cuando se hubo cerciorado, se racionó la dosis a una botella semanal.
Los dos compañeros de trabajo intentaron convencerlo de unirse a ellos para montar su propio negocio, pero él no estaba seguro. Habló sobre el tema con el señor Cramond y con Stewart. El abogado le dijo que, en principio, era una buena idea, pero implicaba trabajar duro; la gente siempre pensaba que las cosas eran más fáciles de lo que eran. Stewart se limitó a reír y a decir: «Bien, ¿por qué no?» Si otros lo habían hecho, bien podía hacerlo él, si pagaba los impuestos y contrataba a un buen asesor contable si los tories se entrometían. Pero Stewart tenía sus propios problemas, y más graves; llevaba años encontrándose mal y finalmente le habían diagnosticado una diabetes. Bebía botellines de Pils cuando se reunían y miraba con envidia las pintas de los demás.
Él no tenía claro lo de asociarse con sus compañeros. Escribió una carta a Andrea, que le animó a hacerlo sin dudarlo. También le dijo que regresaría pronto, ya que le faltaba poco para tener al ruso dominado hasta su entera satisfacción. Él pensó: lo creeré cuando la vea aquí.
Empezó a jugar al golf, convencido por Stewart. También se unió a Amnistía Internacional, tras años de dar vueltas al asunto y de enviar un generoso cheque al ANCdespués de que su empresa firmase un contrato con Sudáfrica. Vendió el Porsche y compró un Saab Turbo nuevo. Conducía hacia Gullane un soleado sábado de junio para jugar al golf con el abogado, escuchando una cinta cuyas dos únicas canciones eran Because the Nighty Shot by Both Sides, grabadas seguidas en las dos caras del casete, cuando se cruzó con el Bristol 409 azul del abogado, remolcado por una grúa. Pasó de largo, intentando convencerse de que el coche con el frontal destrozado y el parabrisas roto no era el del señor Cramond, pero dio la vuelta y regresó donde dos jóvenes policías tomaban medidas de la carretera, del arcén lleno de cristales y del muro destrozado.
El señor Cramond había muerto al volante; un ataque al corazón. Pensó que tampoco era una forma tan mala de morir, dado que no había colisionado con nadie más.
Lo único que no debía decir a Andrea, pensó, es «no debemos seguir viéndonos así». Se sentía algo culpable por haberse comprado un traje negro para el funeral del señor Cramond, cuando lo único que pudo llevar al de su madre fue un brazalete de tela.
Conducía en dirección al crematorio con el estómago revuelto; tenía resaca porque la noche anterior se había bebido una botella de whisky casi entera él solo. Sentía que estaba incubando un resfriado. Por alguna razón, mientras atravesaba una enorme puerta gris con el coche, supo que ella no estaría allí. Se sentía mal físicamente, y estaba a punto de dar la vuelta y marcharse, sin rumbo, a cualquier parte. Intentó controlar su respiración y los latidos de su corazón y el sudor de sus manos; estacionó el Saab en una de las hileras de coches del aparcamiento inmaculado del crematorio.
En el funeral de su madre no se había sentido así, y eso que tampoco podía decirse que estuviera tan unido al abogado. Tal vez los demás pensarían que aún estaba borracho; se había duchado y cepillado los dientes, pero probablemente el olor a whisky rezumaba por todos los poros de su piel. Pese a su nuevo traje, se sentía sucio. Se preguntó si debía haber llevado una corona de flores. Ni se le había ocurrido.
Echó un vistazo por los coches. Seguro que ella no estaría, aunque irónicamente, cuando él se vio rendido ante la tumba de su madre, apareciera de repente. Todo formaba parte del rico patrón de la vida, según se dijo a sí mismo, mientras se ajustaba la corbata antes de acercarse a las puertas abiertas del crematorio. Recuerda, hijo, pensó, este es el país de los murciélagos.
Evidentemente, ella estaba allí. Se la veía mayor, pero también más bella; bajo sus ojos había unas pequeñas arrugas que él jamás había visto; bolsitas que le otorgaban el aspecto de una persona que había expuesto eternamente su mirada a una tormenta del desierto. Ella le tomó la mano, lo besó, y lo abrazó durante un segundo; él quería decirle que estaba guapa, que el color negro le sentaba tan bien; pero aunque mentalmente él se decía lo cretino que era, de su boca salió un balbuceo igualmente inane, pero algo más aceptable. No había lágrimas en los ojos perfectamente maquillados de ella.
La ceremonia fue breve y de sorprendente buen gusto. El ministro había sido amigo personal del abogado, y al escuchar sus cortos pero sinceros encomios, sintió que se le inundaban los ojos. Pensó que debía de estar haciéndose mayor; o eso, o bebía demasiados licores fuertes que lo estaban ablandando. El hombre que era diez años antes se hubiera reído de este, a punto de llorar por las palabras pronunciadas por un ministro deshaciéndose en alabanzas hacia un abogado de clase media alta.
Qué más daba. Tras la ceremonia, habló con la señora Cramond. Si no la hubiera conocido bien, habría jurado que estaba bajo los efectos de alguna droga; tenía el rostro enrojecido, los ojos vacíos y un brillo enérgico en la piel; ni una lágrima en su gesto de incredulidad, un estado de shock producido por la pérdida del hombre que, durante más de media vida, había sido su media vida; una pérdida más allá de lo apremiante del propio dolor. Lo asoció al instante que sigue de inmediato a una lesión, como el ojo que ve el martillo machacando el dedo, o el cuchillo rebanando la carne, pero antes de que fluya la sangre o de que la señal de dolor llegue al cerebro. En aquel momento, ella se encontraba en aquella penumbra, flotando en la calma que precede al huracán. Al día siguiente se marchaba de vacaciones con una hermana suya, a Washington DC.
Lo último que le dijo fue:
—¿Cuidarás de Andrea? Estaban muy unidos y ella no vendrá conmigo. ¿La cuidarás?
—Estará bien cuidada..., hay alguien en París, y quizá...
—No—interrumpió la señora Cramond, negando efusivamente con la cabeza (gesto heredado por su hija, de pronto vio a una en la otra)—. No. Eres tú. Ahora tú estarás más cerca de ella que nadie.
Le estrechó la mano antes de dirigirse al Bentley de su hijo.
Él se quedó allí de pie, atónito, durante un momento, tras el que se dirigió en busca de Andrea. Estaba fuera, en el aparcamiento, inclinada ante el coche fúnebre. Encendía un cigarrillo mentolado More mientras él se acercaba a ella.
—No deberías hacerlo —dijo él—. Piensa en tus pulmones.
—Solidaridad —respondió ella amargamente, con la mirada destrozada—. Mi viejo ahora también está echando humo.
Su mentón empezó a temblar de forma casi imperceptible. De pronto, un sentimiento piadoso se adueñó de él. Le alargó la mano, pero ella retrocedió, se dio la vuelta y se acurrucó en su abrigo negro. Él permaneció inmóvil un momento, conocedor de que unos años antes se habría sentido herido ante semejante rechazo y se habría marchado sin dudarlo. Pero esperó, y ella volvió hacia él, tirando el More en la gravilla y pisándolo con un giro de talón.
—Sácame de aquí, anda. ¿Dónde está el Porsche? Lo estaba buscando.
Se marcharon a Gullane en el Saab; ella quería ver el lugar donde había muerto su padre. Se detuvieron en el arcén, aún lleno de cristales, junto al muro destrozado. Él la miró por el retrovisor, mientras ella miraba el suelo como esperando que la hierba volviera a crecer ante sus ojos. Tocó el suelo y las piedras del muro de la granja, y regresó al coche sacudiéndose la tierra y el polvo de las pálidas manos. Le contó que su hermano pensaba que era morbosa por querer ver aquel lugar.
—Tú no opinas lo mismo, ¿verdad? —le preguntó. No, no, por supuesto que no era una morbosa. Se fueron a la casa fría y vacía de las dunas de la bahía de la costa este.
Ella se volvió y lo abrazó en cuanto cruzaron el umbral de la puerta; cuando él intentó besarla con delicadeza y suavidad, ella apretó sus labios contra él, clavó las uñas en su nuca, en su espalda, en sus nalgas. Emitió una especie de gemido que él nunca antes había oído y le arrancó la chaqueta de los hombros. Él ya había decidido seguir la pauta de aquella reacción erótica desesperada y angustiada, e intentó dirigirla a un lugar algo más cómodo que la puerta de entrada, con sus corrientes de aire, sus azulejos fríos y su felpudo áspero, cuando su decisión se convirtió en algo totalmente innecesario. Fue como si su cuerpo se despertase de pronto ante lo que estaba sucediendo, como si una fiebre que se contagia al instante hubiese pasado de ella a él. De pronto, estaba tan consumido, tan salvajemente y absurdamente abandonado como ella, y la deseaba más de lo que recordaba haberla deseado nunca. Cayeron sobre el felpudo, ella lo atrajo hacia su cuerpo, sin quitarse apenas la ropa. Los dos terminaron en segundos y, solo entonces, ella rompió a llorar.
El abogado le había dejado en herencia los palos de golf. No pudo evitar sonreír, fue un gesto amable por su parte. A su esposa (que tenía sus propias fuentes de ingresos) le dejó la casa de Moray Place. El hijo heredó todos sus libros de leyes y los dos cuadros de más valor; y Andrea se quedó con lo demás, exceptuando una suma de dinero destinada a los hijos de su hijo, a algunas sobrinas y sobrinos, y a un par de causas benéficas.
El hijo estaba ocupado con la herencia, por lo que él y Andrea fueron los encargados de acompañar a la señora Cramond a Prestwick para tomar el vuelo nocturno hacia Estados Unidos. Rodeó los hombros de Andrea con el brazo mientras contemplaban el despegue del avión, que viraba sobre el oscuro Clyde para encararse en dirección a América. Él insistió en esperar hasta perderlo de vista, y se quedaron allí, mientras observaban cómo el parpadeo de las luces menguaba cada vez más en los últimos albores del día. En algún lugar sobre el Mull of Kintyre, cuando ya apenas se veía, el avión salió de entre las sombras de la tierra hacia los rayos postreros del sol, cerrando su paso con una estela de humo, rosado glorioso en contraste con un azul profundo y oscuro. Andrea contuvo el aliento y luego soltó una risita suave, la primera vez que reía desde que se había enterado de lo de su padre.
De nuevo en el coche, en dirección norte junto al río oscuro, él confesó que no habría imaginado que la estela aparecería de aquella forma tan repentina y, tras dudarlo un momento, le contó que había intentado seguir al avión que la llevó a París un año antes. Ella lo llamó tonto sentimental y lo besó.
Fueron a ver al padre de él y después se tomaron unos días libres. Ella disponía de dos semanas antes de regresar a París, y él no tenía ningún trabajo urgente, por lo que viajaron en coche sin un destino determinado, pasaron las noches en pequeños hoteles y pensiones, sin rumbo decidido al salir por las mañanas. Vieron Mull, Sky, Cape Wrath, Inverness, Aberdeen, Dunfermline —donde pernoctaron en casa de Stewart y Shona—, rodearon los puentes y la ciudad para dirigirse a las fronteras vía Culross y Stirling, Blyth Bridge y Peebles. Durante el viaje, fue el cumpleaños de ella y él le compró una pulsera de oro blanco. El último día, volvían desde Jedburgh a Edimburgo cuando ella vio la torre a lo lejos.
—Vamos allí —dijo.
Solo pudieron acercarse a unos ochocientos metros en coche. Aparcaron en una carretera estrecha y desértica, ella se puso las botas de montaña, él sacó la cámara y se pusieron a caminar a través de un campo y de un bosque de helechos, subiendo por la colina hacia la torre que se erigía sobre una cima de roca y hierba. Desde la carretera, no parecía tan inmensa. Era enorme; una solución del terrateniente local contra el desempleo de principios del siglo anterior, al tiempo que un monumento a un hombre y a una gran batalla.
Sus piedras oscuras parecían erguirse hasta el infinito entre el viento; una colosal estructura gris en la cumbre sostenía lo que parecía una plataforma abierta bajo un obelisco cónico de madera. Él hubiera apostado por la presencia de una carretera hasta allí, lo mismo que de un aparcamiento, un tenderete de recuerdos, trabajadores de mantenimiento y un puesto de venta de entradas. Pero ni siquiera había un triste sendero. Permanecieron allí de pie, estirando el cuello para no perderse detalle. La vista desde la ladera de la colina era lo suficientemente impresionante. Él tomó algunas fotografías.
Ella se volvió y lo miró con una gran sonrisa.
—¿Cómo dijiste que se llamaba este sitio?
—Penielhaugh, creo —respondió él tras consultar el mapa.
—Me pregunto si podemos entrar—prosiguió ella, acercándose a una puerta pequeña, bloqueada por tres grandes rocas. Intentó apartarlas.
—Estás de suerte—añadió él, empujando las rocas. La puerta se abrió, ella aplaudió entusiasmada y entraron.
—¡Vaya! —exclamó ella. La torre estaba vacía, solo era un gran tubo de madera. Reinaba la oscuridad, y el suelo de tierra estaba cubierto de excrementos de paloma y plumas diminutas, mientras el sonido de los pájaros interrumpidos en su cotidianeidad resonaba débilmente en la penumbra. De pronto, se oyó un aleteo repentino, como un aplauso dubitativo que se atenuara. Arriba, unos pájaros volaban a través de los rayos polvorientos del sol que se filtraban desde la cúpula. El aire estaba cargado del olor de los animales. Una escalera minúscula y estrecha que sobresalía de la pared ascendía en espiral hacia la luz que coronaba las tinieblas.
—Qué sitio más sorprendente —susurró él.
—Es como... tolkienesco —repuso ella, con la cabeza hacia atrás, mirando hacia arriba con la boca abierta.
Él se acercó a la escalera de caracol. Había una pequeña barandilla de acero con los barrotes oxidados. Pensó que tendría un siglo y medio de antigüedad, si es que era la original. O tal vez más. La agitó, dudoso.
—¿Crees que es segura? —preguntó ella, en voz baja. Él echó otro vistazo. Parecía que la cima era muy alta. ¿Cuarenta y tantos metros? ¿Tal vez sesenta? Recordó las rocas que bloqueaban la entrada. Ella también miró arriba, atrapó al vuelo una pluma que caía y la miró. Él se encogió de hombros.
—Qué diablos... —Empezó a subir por la escalera. Ella siguió sus pasos.
—Deja algo de espacio entre los dos. Yo peso más. —Siguió subiendo otros veinte escalones más o menos, con los pies pegados a la pared, sin apoyarse en la barandilla de acero. Ella lo siguió sin acercarse demasiado—. En principio, parece seguro —afirmó cuando se encontraba a medio camino, a la vez que miraba el pequeño círculo de tierra que parecía ahora la base de la torre—. Seguro que el equipo local de rugby entrena subiendo y bajando esto cada día.
—Segurísimo —se limitó a decir ella.
Llegaron a la cima. Era una plataforma ancha y octogonal, de madera pintada de gris, vigas gruesas, tablones sólidos y un juego firme y seguro de pasamanos. Llegaron casi sin aliento. A él le palpitaba fuerte el corazón.
El día era soleado. Se quedaron allí de pie, para recobrar la respiración; el viento acariciaba sus cabezas. Inspiraron el aire fresco y puro sobre la plataforma, bebieron de las vistas y tomaron varias fotografías.
—¿Crees que desde aquí se ve Inglaterra? —preguntó ella, acercándose a él, que miraba hacia el norte, preguntándose si una lejana mancha que había en el horizonte, al otro lado de unas colinas distantes, estaría justo encima de Edimburgo. Tomó nota mental de comprar unos prismáticos para dejarlos en el coche. Miró a su alrededor.
—Seguramente —respondió él—. Dios mío, hasta podríamos ver a tu madre desde aquí, en un día tan claro como el de hoy.
Ella le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en su pecho. Él acarició sus cabellos.
—¿En serio? —dijo ella—. ¿Y se verá también París?
Él suspiró, mirando hacia otra parte, más allá de la frontera, más allá de las colinas, los bosques, los campos y los setos.
—Sí, tal vez se vea París. —Miró sus ojos verdes—. Creo que tú ves París desde cualquier lugar.
Ella no respondió. Se limitó a abrazarlo un rato más. Él la besó en la cabeza.
—¿De verdad piensas volver?
—Sí—contestó ella, y él sintió cómo su cabeza asentía abrigada en su pecho—. Sí, pienso volver.
Él contempló el lejano paisaje durante un rato, observando cómo el viento balanceaba las afiladas copas de los abetos. Soltó una única carcajada, un repentino encogimiento de hombros, un ruido sordo en su pecho.
—¿Qué? —preguntó ella, sin levantar la cabeza.
—Solo estaba pensando —respondió—. Supongo que, si te pidiera que te casaras conmigo, no me dirías que sí, ¿verdad? —acarició de nuevo sus cabellos. Ella levantó lentamente la mirada y no supo interpretar la expresión de su calmado rostro.
—Yo también lo supongo —dijo suavemente, parpadeando y mirándolo a los ojos, serenos bajo un ceño levemente fruncido.
Él se encogió de hombros y volvió a mirar al infinito.
—Bien. Qué más da.
Ella lo abrazó de nuevo, apoyando la cabeza en su pecho.
—Lo siento. Si fuera alguien, serías tú. Pero es que yo soy así.
—Sí, qué diablos... Supongo que yo también soy así. Simplemente, no quiero volver a separarme de ti tanto tiempo.
—No creo que tengamos que volver a hacerlo. —El viento llevó un mechón de sus rojos cabellos contra el rostro de él y le hizo cosquillas en la nariz—. No es solo Edimburgo, ¿sabes? También eres tú. Necesito mi propio lugar. Pero me temo que siempre me dejaré llevar por una voz dulce o un buen trasero, pero... bien, tú decides. ¿Seguro que no quieres encontrar una buena esposa? —lo miró, sonriendo.
—Ah... —dijo él, asintiendo—. Completamente seguro.
Ella lo besó, suavemente al principio. Él se apoyó contra uno de los postes grises y cuadrados de la estructura de la torre, apretando las nalgas y paseando la lengua dentro de su boca, pensando, bueno, si el poste cede, qué demonios. Nunca habré sido más feliz. Hay peores formas de morir.
Ella lo apartó, con una sonrisa familiar y satisfecha en el rostro.
—Mira lo que has conseguido con tus dulces palabras, cabrón.
—Eres una guarra insaciable —dijo él, volviendo a apretarla contra su cuerpo.
—Siempre sacas lo mejor de mí. —Le sobó las pelotas a través de los pantalones y acarició su erección.
—Pensaba que te había venido el período.
—Venga, hombre, no tendrás miedo de un poco de sangre... ¿o sí?
—No, claro que no, pero no tengo pañuelos, ni...
—Joder, ¿por qué eres tan maniático? —rugió ella; le mordió el pecho y sacó un pañuelo blanco de su chaqueta, como un mago que extrae una paloma de su chistera—. Toma, por si tienes que limpiarte.
Silenció la boca de él con la suya. Sacó su camisa de los pantalones y miró el pañuelo que sostenía con la otra mano.
—Es de seda —dijo él.
—Será mejor que lo tengas claro, muchacho; me merezco lo mejor. —Le bajó la cremallera.
Después permanecieron tumbados, tiritando ligeramente por la brisa de un fresco día de julio que desaparecía lentamente entre la estructura de madera pintada. Él le dijo que sus areolas eran arandelas rosadas; sus pezones, tornillos dulces, y los diminutos cortes de las puntas, ranuras para un destornillador. Ella reía, divertida ante semejantes comparaciones. Lo miró a los ojos, con una expresión picara en la mirada.
—¿Me quieres de verdad? —preguntó, con una aparente incredulidad.
—Me temo que sí —respondió él, encogiéndose de hombros.
—Estás loco —lo riñó en broma, levantando una mano para jugar con un mechón de su pelo, sonriendo.
—¿Tú crees? —preguntó él, besándole la punta de la nariz.
—Sí —respondió ella—. Soy inconstante y egoísta.
—Eres generosa e independiente. —Le apartó el pelo que tapaba sus ojos por culpa del viento.
—Bueno, el amor es ciego —dijo ella, riendo.
—Eso dicen. —Suspiró—. Yo no lo veo.