Metamorfosis

Oligoceno

Cuando era joven, veía esas cosas flotar frente a mis ojos, pero sabía que en realidad estaban dentro de ellos y que se movían de la misma forma que esos falsos copos de nieve en las bolas de agua que emulan escenas invernales. Nunca conseguí averiguar qué demonios eran (una vez, se las describí al doctor como carreteras en un mapa (yo sé lo que quise decir, aunque sería más apropiado describirlas como diminutos tubos de cristal con pedacitos de materia oscura atascados en ellos), pero como nunca me habían causado problemas, no les presté atención. Al cabo de varios años, descubrí que eran algo normal; simplemente, células muertas del ojo que flotaban deslizándose en el líquido. Creo que una vez llegué a preocuparme por si formaban sedimento, pero supuse que existiría alguna reacción biológica dentro del ojo que impediría que aquello ocurriese. Qué lástima; con una imaginación como la mía, seguro que hubiera sido un gran hipocondríaco.

Alguien me habló una vez del cieno; me dijo que se sumergía, que habían absorbido tanta agua de los pozos artesianos, y tanto aceite y gas, que las pequeñas partículas de cieno se sumergían en el agua. Estaba muy preocupado por el asunto. Por supuesto que hay solución; introducir agua de mar con una bomba. Es más caro que aspirar los sedimentos, pero todo tiene un precio (aunque, evidentemente, hay márgenes y márgenes).

Somos piedra, parte de la máquina (¿Qué máquina? Esta máquina; mirémosla, sostengámosla, agitémosla, veamos cómo se forman los patrones; contemplemos cómo nieva, o llueve, o sopla, o brilla), y vivimos la vida de las piedras; primero somos ígneos cuando somos niños, metamórficos en la flor de la vida, y sedimentarios en la sedentaria senilidad (¿regreso a la subducción?). De hecho, la realidad literal es aún más fantástica: que todos somos estrellas; que todos nuestros sistemas y el único sistema son el cieno sedimentado de antiguas explosiones, estrellas que mueren desde ese primer nacimiento; detonan entre el silencio y envían sus gases ametrallados en espiral, en tropel, en agrupaciones y formaciones (a ver quién supera esto).

Así, todos somos cieno, somos precipitados, excedentes (la nata y la espuma); nada más. Uno es lo que sucedió antes, solo otra recogida, un punto en una línea (recta), simplemente el frente de onda.

Traqueteo y zarandeo. Una máquina dentro de una máquina dentro de una máquina dentro de una máquina dentro de... ¿puedo parar ya?

Zarandeo, traqueteo. Sueños de algo lejano en el pasado, algo alojado en algún lugar del cerebro que por fin emerge a la superficie (otra metralla, más esquirlas).

Zarandeo traqueteo zarandeo traqueteo. Medio dormido, medio despierto.

Ciudades y Reinos y Puentes y Torres; estoy seguro de que los veré todos. Después de todo, en algún momento llegaré a algún sitio, supongo.

¿Dónde diablos estaba aquel puente oscuro? Sigo buscando.

En el silencio del tren, veo el puente pasar. A la velocidad a la que avanzamos, la arquitectura secundaria casi desaparece a la vista; lo único visible es el propio puente, la estructura original, un rojo resplandeciente en zigzag bajo sus propias luces o bajo los rayos del sol. Más allá, el río oscuro que brilla bajo el nuevo día.

Las vigas sesgadas pasan junto a mí como eternas cuchillas cortantes, atenuando las vistas, seccionándolas, dividiéndolas. Bajo la nueva luz, en la neblina del día, me parece vislumbrar otro puente río arriba; un eco gris, una sombra fantasma de mi puente, asomando entre la niebla que cae sobre las aguas. Fantasma. Un puente fantasma; un lugar que conocí hace tiempo, pero ya no. Un lugar de...

Al otro lado, río abajo, a través de las líneas cortantes de la gran estructura, veo los dirigibles flotando en el aire bajo el sol, como submarinos obesos, muertos y rellenos de un gas corrupto.

Entonces llegan los aviones, volando a mi misma altura, junto a mí, en la misma dirección que el tren, y lo adelantan lentamente. Los rodean nubes negras, oscuras ráfagas de humo que detonan en el cielo que los sigue. Sus propias señales rítmicas se mezclan con las manchas negras que forman las defensas antiaéreas reactivadas del puente y complican todavía más el mensaje ya ilegible que se arrastra tras los aparatos.

Invulnerables e indiferentes, los aviones plateados atraviesan en perfecta formación la metralla furiosa de los cartuchos que estallan, trazan una escritura en el cielo más impecable que nunca y sus lustrosos cuerpos bulbosos lanzan destellos al sol. Los tres, del primero al último, aparecen intactos; sus líneas remachadas no se rompen ni con las manchas de aceite y hollín.

Entonces, cuando están demasiado lejos como para verlos claramente a través del ángulo de la estructura creciente, cuando ya he decidido que deben de ser realmente invulnerables, o que tal vez las armas del puente disparan cargas de fogueo y no metralla, uno de los aviones recibe un impacto. En la cola. Es el avión del centro. Inmediatamente, empieza a aminorar la velocidad, se queda atrás respecto a los otros dos, vomita humo negro por la parte posterior, pero sin interrumpir las ráfagas de su mensaje, que se van debilitando a medida que el aparato pierde distancia con los otros, hasta volar a la misma velocidad que el tren. No se desmarca ni emprende ninguna otra acción evasiva; mantiene un ritmo regular, pero más lento.

La cola desaparece, consumida por el humo. El avión sigue volando en línea recta y manteniendo una velocidad constante. Gradualmente, el fuselaje va desapareciendo. El aparato mantiene el mismo ritmo que el tren y no se desvía de su ruta, aunque las ráfagas antiaéreas no cesan contra él, con daños o sin ellos. La mitad del fuselaje se ha esfumado, ya no tiene cola. El humo gris empieza a comerse las alas y la parte posterior de la cabina. Es imposible pilotar el avión; debería haber perdido el control en el momento en que perdió la superficie de la cola, pero continúa volando, siguiendo la marcha del tren y su velocidad. La nube espesa de humo gris se come el fuselaje, la cabina y las alas, y va perdiendo grosor a medida que todo desaparece; solo queda la carcasa del motor y la línea, prácticamente invisible, de los propulsores.

Un motor volando; sin piloto, sin combustible, sin superficies de control, sin forma de volar. La carcasa se desvanece en combustión por combustión. Solo unas bocanadas de humo se molestan en continuar. El motor se ha esfumado, los propulsores desaparecen en un estallido repentino de humo gris, y lo que queda no deja más que una fina línea gris que se va marchitando hasta eclipsarse del todo. Ya no queda nada. Solo el rielo azul y los globos más allá de los sesgos y las verticales arremolinadas del puente emborronado por la velocidad.

El tren traquetea y me zarandea. Estoy medio despierto.

Vuelvo a dormirme.

Durante el viaje tuve extraños sueños recurrentes sobre una vida en tierra firme; veía siempre a un hombre, primero era un niño, después un adolescente y finalmente un joven, aunque nunca lo vi claramente en ninguna de dichas etapas. Era como si todo estuviese envuelto por una neblina, en blanco y negro, y abarrotado de cosas que eran más que meras imágenes visuales, menos que algo tangible y real; como si estuviera contemplando una vida en una pantalla distorsionada, pero al mismo tiempo pudiese ver dentro de la cabeza de aquel hombre, ver sus pensamientos, las asociaciones y conexiones, las conjeturas y las imaginaciones que emergían de él y estallaban contra la pantalla que yo estaba contemplando. Todo parecía gris e irreal, y en ocasiones hallé similitudes entre lo que sucedía en el extraño sueño recurrente y lo que ocurría en mi vida en el puente.

Tal vez aquello era la realidad, mis recuerdos deteriorados recuperados lo bastante como para formar una especie de espectáculo desordenado e intentar entretenerme o informarme lo mejor posible. Recuerdo haber visto algo parecido al puente en un punto de mi sueño, pero solo desde la distancia, desde una costa, creo, pero tan lejano como pequeño. Más tarde pensé que podía haberme encontrado debajo, pero de nuevo era demasiado pequeño, y demasiado oscuro; un eco menor, nada más.


El tren vacío en el que me había escondido viajó durante varios días sobre el puente; a veces aminoraba la velocidad, pero nunca se detuvo. Podría haber saltado del vagón un par de veces, pero me habría matado y estaba decidido a llegar al final de la gran estructura. Tan solo podía recorrer tres vagones vacíos, dos de pasajeros —con asientos, mesas pequeñas y compartimentos para dormir— y el del comedor. Pero no había cocina, y las puertas de los extremos de los tres vagones estaban cerradas con llave.

La mayor parte del tiempo la pasé escondido, encogido en uno de los asientos reclinables para no ser visto desde fuera, o tumbado sobre la litera superior del coche cama, mirando con cautela a través de las cortinas el puente en el exterior. Bebía agua del lavabo y soñaba, despierto o dormido, con comida.

Los vagones no se iluminaban por las noches, embrujados por los centelleantes rayos de la luz amarilla anaranjada del exterior, cuya calidez se incrementaba día tras día. La luz del sol brillaba cada vez más. La forma global del puente no parecía cambiar, pero las personas que veía ocasionalmente junto a las vías sí eran distintas; sus pieles eran de diferente color, más oscuras a medida que aumentaba la luz del sol.

No obstante, al cabo de unos días, todo pareció ensombrecerse de nuevo, mientras yo seguía tumbado, debilitado por el hambre, y traqueteaba sobre un asiento reclinable como un peso muerto. Empecé a creer que la luz no había cambiado en absoluto, y que había algo en mi cabeza que me hacía ver a las personas como si fueran sombras. Sin embargo, me dolían los ojos.

Entonces, una noche me desperté tras soñar con la última vez que cené con Abberlaine Arrol, y vi que reinaba la oscuridad, tanto dentro como fuera del vagón.

Del puente no salía ni un ápice de luz, no se distinguía ni un reflejo sobre los cromados del vagón, ni siquiera veía mi propia mano frente a mi rostro. Cerré los ojos bien fuerte, para ver la falsa luz nerviosa que crea el ojo como reacción ante la presión física.

Me dirigí a tientas hasta la puerta más cercana que daba al exterior, abrí la ventanilla y saqué la cabeza. Un olor extraño, fuerte y denso, entró en la cálida atmósfera del vagón. Al principio me alarmó; no era ni sal, ni pintura, ni aceite ni humo.

Entonces vi un minúsculo filo de luz sobre mí, moviéndose lentamente. El tren seguía avanzando a gran velocidad —la estela que vertía rugía a través de la ventana y tiraba de mi ropa—, pero fuera lo que fuera lo que estaba viendo, la luz se movía despacio sobre ello; debía de estar muy lejos. Pensé que podía tratarse de un banco de nubes iluminado por las estrellas, pero me di cuenta de que el perfil de luz era continuo, sin rayos o vigas que fragmentasen la visión en parpadeos.

¿Acaso una parte de la estructura del puente se encontraba bajo el nivel de las vías? Empecé a sentirme débil otra vez.

Entonces, el tren aminoró progresivamente la marcha y, antes de que acelerase de nuevo, oí, a través del ruido menguante de su avance, los sonidos lejanos de un bosque silvestre y oscuro. También vi que la luz que había tomado erróneamente por un banco de nubes era en realidad una valla irregular de madera que se encontraba a unos tres kilómetros de mí. Reí con alegría y me senté junto a la ventanilla hasta que el amanecer bañó el bosque verde con el rocío de la aurora.

Aquel día el tren redujo la velocidad y penetró en las afueras de una extensa población. Se adentró sinuosamente en una estación ferroviaria de maniobras, para detenerse en un largo andén situado más abajo. Me escondí en un armario. Oí voces, ronroneos de máquinas no identificables dentro de los vagones, y luego el silencio. Intenté salir de mi armario, pero lo habían cerrado por fuera. Mientras me preguntaba qué haría a continuación, escuché unas voces al otro lado de la puerta metálica tras la que me ocultaba, e imaginé que el tren se estaba llenando de gente. Al cabo de unas horas, el tren arrancó de nuevo. Aquella noche dormí en el armario y fui descubierto por un camarero a la mañana siguiente.


El tren estaba lleno de personas; hombres y mujeres bien vestidos, con todo el aspecto de proceder del puente. Lucían atuendos veraniegos, y tomaban cócteles con hielo en las mesitas de los vagones de pasajeros. Se mostraron levemente contrariados cuando vieron cómo un policía ferroviario me arrastraba por el tren; yo iba con mi ropa arrugada y sucia, y él forzaba uno de mis brazos contra mi espalda. Fuera, el paisaje era montañoso, lleno de túneles y torrentes rocosos enmarcados por viaductos enormes. Me interrogó un auxiliar de los bomberos, un joven con un uniforme blanco radiante que parecía inadecuadamente impecable dado su rango. Me preguntó cómo había llegado a bordo y le conté la verdad, que subí al tren y me quedé encerrado en uno de los vagones de equipajes. Me dieron una buena comida, a base de las sobras de la cocina. Me quitaron la ropa, la lavaron y me la devolvieron. El pañuelo que Abberlaine Arrol me había bordado, y sobre el que había impreso la mancha roja de sus labios, volvió completamente limpio.

El tren viajó durante varios días a través de unos montes y de una llanura alta revestida de hierba, donde distintas manadas de animales huyeron al verlo aparecer junto a un viento incesante. Después del prado verde, el convoy empezó a ascender por una cadena de montañas. Avanzaba entre ellas a través de largos viaductos y túneles, reduciendo la velocidad y deteniéndose siempre en pequeñas poblaciones a lo largo del camino, entre bosques verdes, lagos azules y peñascales escarpados. El vagón minúsculo donde me habían encerrado solo tenía una ventanilla de unos sesenta centímetros de largo y quince de alto, pero podía observar la escena con la claridad suficiente, mientras los aromas frescos y enrarecidos de las montañas y las mesetas se colaban por la gran puerta de equipajes situada en un extremo del vagón, y me envolvían con las fragancias que creía recordar, atormentado, de hacía mucho tiempo.

Tuve otros sueños, además de aquel recurrente del hombre; una noche soñé que me despertaba y me acercaba a la minúscula ventana, y veía una explanada cubierta de rocas, y entre ellas, dos juegos de faros débiles que se acercaban el uno al otro en el páramo iluminado por la luna. Justo cuando se detuvieron, frente a frente, el tren se adentró en un túnel. En otra ocasión, creí que estaba mirando al exterior durante el día, mientras el tren avanzaba sobre la cumbre de un gran acantilado frente a un mar azul y brillante, encordado con nubes esponjosas que el tren atravesaba una y otra vez. A veces, en los espacios claros y a lo lejos, sobre la superficie del mar bruñido por el sol, me parecía ver dos barcos que navegaban uno junto al otro, y grandes bocanadas de humo gris y ráfagas de llamas entre ambos. Pero estaba soñando despierto.


Finalmente, me dejaron aquí, tras las montañas y las colinas y los páramos y otra llanura fría. Aquí está la República, un lugar frío y concéntrico conocido tiempo atrás, dicen, como El Ojo de Dios. Una calzada elevada, que divide las aguas de un gran mar interior, permite el acceso desde la baldía llanura. El mar forma un círculo casi perfecto, y la gran isla que se encuentra en su centro también tiene la misma forma geométrica. Lo primero que vi fue el muro; el mar gris bordeado por una muralla coronada por torres bajas. Parecía desplegarse y curvarse hasta el infinito, mientras desaparecía en una bruma lejana de lluvia. El tren se adentró en un largo túnel, sobre un foso profundo, para encontrarse de nuevo con otra muralla. Al otro lado, se encontraban la isla y la República, con sus campos de trigo, su viento, sus colinas bajas y sus construcciones grises; tenía el aspecto de haber sido un lugar de gran actividad y lleno de energía tiempo atrás, y aquellos edificios grises daban paso, cada cierta distancia, a templos y palacios inmaculados de otras épocas, perfectamente restaurados, pero aparentemente inhabitados. Y también había un cementerio inmenso, plagado de millones de lápidas blancas idénticas emplazadas geométricamente sobre un verde mar de césped.

Vivo en un dormitorio con otros cien hombres. Soy el encargado de barrer las hojas secas de los amplios caminos de un parque. Me rodean edificios altos y grises, formas cuadradas y voluminosas que se alzan hacia un cielo granulado y borroso. Encima de ellos, descansan torres estrechas sobre las que ondean banderas que no identifico.

Barro las hojas incluso cuando no hay hojas que barrer; asilo ordena la ley. Cuando llegué, me dio la impresión de que esto era una prisión, pero en realidad no es así, al menos no en el sentido literal. Parecía que cualquier persona a la que conocía era un prisionero o un guarda, e incluso cuando me pesaron y me midieron y me examinaron y me entregaron mi uniforme y me condujeron en autobús a esta gran población, nada cambió realmente. Podía hablar con relativamente poca gente —lo cual no fue en absoluto una sorpresa—, pero las pocas personas con las que lo hacía parecían encantadas de que pudiera comunicarme con ellas en mi extraña lengua foránea, y a la vez cautelosas cuando en la conversación salían a colación sus propias circunstancias. Les pregunté si habían oído hablar del puente, y algunos respondieron que sí, pero cuando les decía que yo venía de allí pensaban que estaba bromeando o incluso que estaba loco.

Entonces mis sueños cambiaron, fueron absorbidos, invadidos.

Me desperté una noche en el dormitorio; el aire estaba impregnado de olor a muerte y saturado del sonido de personas gimiendo y llorando. Miré a través de una ventana rota y vi destellos de explosiones lejanas y luces de grandes hogueras, y oí detonaciones de bombas y proyectiles. Yo estaba solo en el dormitorio, los sonidos y los olores procedían de fuera.

Me sentí débil y desesperadamente hambriento, tenía más hambre de la que había pasado en el tren que me alejó del puente. Descubrí que había perdido casi la mitad de mi peso durante la noche. Me pellizqué y me mordí la lengua, pero no me desperté. Eché un vistazo por el dormitorio vacío; las ventanas estaban selladas con cintas blancas y negras que formaban «X» sobre los cristales rectangulares. Fuera, todo estaba ardiendo.

Encontré unos zapatos que no eran de mi número y un traje viejo en lugar de mi uniforme. Salí. El parque que se supone debía barrer se encontraba en el mismo sitio, pero plagado de tiendas de campaña y rodeado de edificios derrumbados.

Sobre mi cabeza zumbaban aviones, o planeaban rugiendo en el cielo nocturno. Las explosiones inundaban el aire y el suelo, y las llamas se elevaban hacia el cielo. Por todas partes había escombros y olor a muerte. Vi el cadáver de un caballo escuálido, tirado en el suelo, con el carro que arrastraba tras él medio cubierto por fragmentos de un edificio caído. Un grupo de hombres y mujeres flacos y de ojos grandes estaban haciendo una carnicería con él.

Las nubes eran islas anaranjadas en el cielo negro azabache; el fuego se reflejaba en el vapor suspendido y enviaba enormes columnas hacia arriba para reunirse con ellas. Los aviones revoloteaban como aves carroñeras sobre la ciudad en llamas. En ocasiones, un reflector los interceptaba y algunas bocanadas de humo negro oscurecían aún más el cielo que los envolvía, pero aparte de aquello, parecía que la población se encontraba totalmente indefensa. Algunas veces, los cartuchos estallaban encima de mí y dos explosiones cercanas me obligaron a refugiarme porque los escombros —ladrillos y fragmentos de piedras— llovían a mi alrededor.

Deambulé durante varias horas. Cuando empezaba a amanecer, mientras regresaba al dormitorio a través de aquella pesadilla sin fin, me encontré caminando detrás de dos ancianos, un hombre y una mujer. Andaban por la calle, apoyados el uno en el otro, cuando de pronto el hombre tropezó y cayó, arrastrando con él a la mujer. Me dispuse a ayudarlos, pero él ya había muerto. Hacía varios minutos que no había explosiones ni disparos, y aunque me pareció escuchar el crepitar de armas de fuego en la distancia, ninguna de ellas se encontraba cerca de nosotros. La mujer, casi tan delgada y canosa como el anciano muerto, rompió a llorar con desesperación; sollozaba y se lamentaba contra el cuello del traje gastado del hombre, le movía la cabeza lentamente y repetía una y otra vez palabras que yo no entendía.

Nunca pensé que una anciana tan marchita albergara tantas lágrimas.

El dormitorio estaba lleno de soldados uniformados muertos cuando regresé. Había una cama vacía. Me tumbé sobre ella y desperté.


Era el mismo lugar, intacto y pacífico, con los mismos árboles y caminos y edificios grises. Todo seguía en su sitio. Las construcciones que había visto en llamas o derruidas eran las que rodeaban el parque donde yo trabajaba. Cuando miré con mayor atención, observé que algunas piedras no habían sido restauradas, y formaban parte de los edificios originales. Algunos de aquellos bloques estaban desconchados y marcados por señales de balas y artillería evidentes, aunque muy antiguas.

Durante semanas, seguí teniendo sueños similares; siempre parecidos, pero nunca iguales. De alguna forma, no me sorprendió descubrir que todo el mundo soñaba esas mismas cosas. En realidad, ellos fueron los sorprendidos de que yo nunca antes hubiera tenido aquella clase de sueños. «No puedo comprender», les dije, «por qué parecen asustarse de los sueños. Forman parte del pasado, ahora estamos en el presente, y el futuro que vendrá será mucho mejor».

Ellos creen que se encuentran bajo alguna amenaza. Yo les digo que no. Hay personas que han empezado a evitarme. Les digo a los que todavía me escuchan que están en una prisión; una prisión que está dentro de sus cabezas.


Anoche me reuní con mis compañeros de trabajo y bebí más de la cuenta. Les conté todo sobre el puente y les dije que no había visto ninguna amenaza potencial que pudiera cernirse sobre ellos en mi largo viaje hasta aquí. Muchos afirmaron que yo estaba loco y se fueron a dormir. Permanecí despierto hasta tarde y bebí demasiado.

Ahora tengo resaca, la semana acaba de empezar. Saco la escoba del almacén y me dirijo a los espacios fríos del parque donde yacen las hojas, mojadas o heladas sobre el suelo, en función del lugar de la puesta de sol. Me están esperando en el parque; cuatro hombres y un gran coche negro.

Dos de ellos me golpean mientras los otros dos hablan sobre las mujeres que se tiraron el fin de semana. La paliza es dolorosa, pero no entusiasta; los dos hombres que me golpean parecen casi aburridos. Uno de ellos se hace un corte en el nudillo con mis dientes y, por un momento, parece que se enfada; saca un puño de hierro, pero uno de los otros le dice algo; lo vuelve a guardar y se sienta, chupándose la herida. El coche aúlla y emprende la marcha por las amplias calles.


El hombre delgado y canoso que se encuentra detrás del mostrador se disculpa; no había razón para pegarme, pero era el procedimiento habitual. Me dice que soy un hombre con mucha suerte. Mientras me doy pequeños toques con mi pañuelo bordado (que, milagrosamente, no me han robado) en la nariz y en los ojos, intento no discrepar con él. Niega con la cabeza y asegura que si fuera uno de ellos... Da golpecitos con una llave sobre la superficie de su gran mostrador gris metálico.

Estoy en algún lugar bajo tierra. Me vendaron los ojos en el coche de camino a esta gran ciudad, cualquiera que sea. Sé que es una ciudad porque oí sus sonidos durante más de una hora, antes de que el coche se sumergiese en este espacio subterráneo donde los ruidos resuenan, descendiendo en espiral hacia lo más hondo de la tierra. Cuando se detuvo, me sacaron del vehículo y me condujeron, a través de innumerables pasillos curvados, hasta esta habitación, donde el hombre delgado y canoso esperaba; daba golpecitos en su mostrador gris con una llave y tomaba té.

Le pregunto qué van a hacer conmigo. En lugar de responderme, me habla sobre la combinación entre prisión y cuartel de policía donde me encuentro ahora mismo. Su mayor parte se halla bajo tierra, como supone habré imaginado. Me explica, con legítimo entusiasmo, los principios sobre los que fue diseñada y construida, enardeciéndose más a cada minuto de conversación. La prisión-cuartel está formada por varios cilindros de gran altura; rascacielos circulares invertidos, inhumados en conjunto bajo la superficie de la gran ciudad. Se muestra deliberadamente ambiguo en lo referente a su número exacto, pero por sus palabras me da la impresión de que debe de haber entre tres y seis cilindros. Cada uno de los tambores inmensos contiene cientos de habitaciones; celdas, despachos, retretes, cantinas, dormitorios y demás, y puede rotar de forma individual, de forma que la orientación de los pasillos y las puertas que entran y salen de ellos cambia de manera casi continua. Una puerta que un día se abre ante un ascensor o un aparcamiento subterráneo o una estación de tren o un lugar determinado de uno de los demás cilindros, al día siguiente, puede conducir a un cilindro completamente distinto, o directamente a un muro de roca sólida. De un día para el otro, e incluso (bajo condiciones de seguridad extrema) de una hora a la siguiente, este motor colosal de tambores giratorios puede moverse, bien de forma aleatoria, bien siguiendo un complejo patrón codificado, y así frustrar cualquier posible tentativa de fuga. La información necesaria para descodificar transformaciones tan erráticas es proporcionada a la policía y al personal estrictamente indispensable de la prisión-cuartel, de manera que nadie conozca las nuevas configuraciones del complejo subterráneo; solo los altos cargos y los funcionarios de mayor confianza tienen acceso a las máquinas que programan las rotaciones, y la maquinaria y los elementos electrónicos que conforman su musculatura y su sistema nervioso están diseñados para que cualquier ingeniero o electricista no tenga una visión de conjunto al reparar un posible fallo del sistema.

Los ojos del hombre brillan con fuerza mientras me describe todo eso. Me duele la cabeza, se me nublan los ojos y necesito ir al baño, pero coincido honestamente con él en que se trata de un gran trabajo de ingeniería. «¿Pero no lo ve?», me pregunta. «¿No ve la imagen de lo que es esto?» Lo cierto es que me zumban los oídos, y debo confesar que no; no lo veo.

«¡Una cerradura!», dice con voz triunfal y la mirada centelleante. Es un poema, una canción de piedra y metal. Una imagen real y perfecta de su propósito; una cerradura, una caja fuerte, una serie de cilindros; un lugar seguro para guardar el mal.

Comprendo lo que quiere decir. Siento un martilleo en la cabeza y me desvanezco.

Cuando despierto, estoy en otro tren. Me he meado en los pantalones.

Mioceno

—Versiones diseminadas de la verdad; al rebaño cual metralla plastificada; en las entrañas de la mayoría; en los nervios de unos pocos. Otro fragmento del antiguo blastoma; otro síntoma del sistema; la flor y el continente de tu materialismo diabético.

—Expón aquí tus excusas; explica por qué hiciste lo que debías; cuéntanos tu dolor. Hablas de domingos sangrientos, septiembres negros; y de todo el tiempo que estás desperdiciando.

—Sonreiremos; nos segregaremos; cuidaremos las trincheras; contaremos armas; calcularemos maniobras; y murmuraremos entretanto: «Creo que así sucedió todo. Estoy seguro de que tal como fue dicho, ocurrió».

—...Ah, bien, muy radical. Buena dosis de credibilidad barata. —Stewart asintió—. Siempre he dicho que un buen poema vale por diez kalashnikovs —asintió de nuevo y bebió un sorbo de su vaso.

—Mira, gilipollas, solo dime si te importa la parte del «materialismo diabético».

Stewart se encogió de hombros y alargó el brazo hacia otra botella de Pils.

—Me da igual, tío. Tú ponlo. ¿Es un poema nuevo?

—No, es antiguo. Pero estoy pensando en publicarlos y me ha parecido que quizá te ofendería.

—¿Sabes que a veces pareces idiota? —exclamó Stewart entre risas.

—Lo sé.

Estaban en casa de Stewart y Shona, en Dunfermline. Shona se había llevado a los niños a pasar el fin de semana a Inverness, y él se había acercado hasta allí para dejar sus regalos de Navidad y hablar con Stewart. Necesitaba hablar con alguien. Abrió otra lata de cerveza y contribuyó a ampliar la colección de colillas del cenicero.

Stewart vertió el contenido de la lata en el vaso y se lo llevó hasta el equipo de música. El último disco había finalizado minutos antes.

—¿Qué te parece una vuelta al pasado? —preguntó.

—Venga, vamos a regodearnos en la nostalgia. Por qué no. — Se apoyó en el respaldo de la butaca, contemplando cómo Stewart buscaba entre la colección de discos y deseando que fuese lo bastante imaginativo en su elección. Recordó que había comprado el primer sencillo el día en que cumplió dieciséis años. Todos los jóvenes de su edad ya tenían sus colecciones de álbumes.

—¡Dios mío! —exclamó Stewart, sacando una funda azul y gris, y mirándola algo atónito—. ¿En serio compré Deep Purple in Rock?

—Debías de estar colocado —repuso él. Stewart se volvió y le guiñó el ojo mientras sacaba el disco.

—Vaya, ¿me ha parecido captar una pizca de ingenio?

—Una mera chispa. Anda, pon la maldita música.

—Espera, hace tiempo que no se usa, déjame que lo limpie un poco... —Stewart pasó un paño por el vinilo y lo puso. Can't stand the Rezillos.

Dios mío, pensó, era de 1978; una verdadera vuelta al pasado. Stewart movía la cabeza al ritmo de la música mientras se acomodaba en un sillón.

—Me encantan estas canciones melódicas —gritó. Había puesto la aguja sobre Somebody's Gonna Get their Head Kicked In Tonight.

—Madre de Dios, ¡siete años! —Levantó la lata para brindar con Stewart.

Stewart se inclinó hacia delante, señalándose la oreja. Él volvió la mirada hacia el giradiscos y gritó:

—He dicho «siete años»... —asintió hacia el equipo de música—. Del setenta y ocho.

Stewart se recostó de nuevo, moviendo enfáticamente la cabeza.

—¡Oh, no! ¡Treinta y tres y un tercio! —gritó.

Me veo reducido a contar historias para vivir. Asalto a mis propios sueños para extraerles sabrosos pedazos y alimentar así a mi mariscal de campo celoso y a su variopinta banda de insípidos ayudantes homicidas. Nos sentamos ante una fogata de banderas caídas y libros preciados, con las llamas reflejándose en sus bandoleras y sus bayonetas; comemos cerdo asado y bebemos whisky fuerte; el mariscal de campo se jacta de las grandes batallas que ha ganado, de las mujeres a las que se ha follado y, entonces, cuando ya no se nos ocurren más mentiras, me pide que cuente una historia. Empiezo a narrar la del niño cuyo padre tenía un nido de palomas, y que, siendo ya un hombre, nunca se sintió más feliz que cuando rechazaron su petición de matrimonio, en la cima de un nido de palomas de proporciones monumentales.

El mariscal de campo no parece impresionado, por lo que vuelvo al principio.

Cuando me recuperé del desvanecimiento melodramático en la oficina del hombre canoso que golpeaba su mostrador gris con una llave, el tren en el que me habían subido había cruzado el resto de la República, humeando sobre la calzada elevada en dirección a la costa lejana del mar circular, y luego a través de una llanura baldía.

Me habían puesto otro atuendo; el uniforme del tren. Me encontraba en una litera pequeña y me había mojado los pantalones. Me sentía fatal; con un fuerte martilleo en la cabeza y molestias en varios puntos del cuerpo; el dolor circular en el pecho había regresado. El traqueteo del tren resonaba dentro de mí.

Yo tenía que ser camarero. El tren transportaba a varios directivos ancianos de la República que marchaban a una misión de paz —nunca descubrí exactamente quiénes eran ni qué clase de paz perseguían—, y yo, con ayuda del jefe de camareros, debía esperarlos en el vagón comedor, servirles bebidas, tomarles nota y llevarles la comida. Afortunadamente, los viejos burócratas estaban borrachos la mayor parte del tiempo, y casi todas mis pifias iniciales pasaron desapercibidas durante mi fase de aprendizaje. En ocasiones también debía hacer las camas, o barrer y limpiar el polvo de los vagones.

Pensé que, si aquello era un castigo, era bastante suave. Más tarde, descubrí que lo que me había salvado de un destino peor era el hecho de ser (para aquella gente) un analfabeto mudo y sordo. Como no entendía ninguna conversación ni sabía leer ningún informe o anotación olvidados en algún vagón, podían fiarse de mí y utilizarme. Obviamente, llegué a aprender algo de aquel lenguaje, pero mi vocabulario se limitaba básicamente a cuatro elementos de vajilla y cubertería, y a interpretar los carteles de «no molestar» y similares. Hice mi trabajo. El tren atravesó la llanura baldía golpeada por el viento, pasó por pequeños pueblos y campamentos y puestos militares.

La contextura del tren fue cambiando gradualmente. A medida que nos alejábamos de la República, la actitud de los directivos pasó de la ebriedad relajada a la tensión borracha. Grandes columnas de humo negro ascendían lentamente en el horizonte y, de vez en cuando, una flota de aviones de guerra planeaba y rugía junto al tren. Los directivos se escondían instintivamente bajo las mesas cuando los aviones nos sobrevolaban, y luego se reían, se aflojaban las corbatas y asentían de forma apreciativa ante la rápida retirada de los aeroplanos. Me buscaban con la mirada y chasqueaban los dedos para pedir otra copa.

Al principio teníamos un par de vagones planos con dos ametralladoras antiaéreas de cuatro cañones, una delante de la locomotora y la otra en la parte posterior del furgón del guarda, y más tarde, un vagón para transportar el pelotón de armas y otro blindado lleno de munición extra. Los militares solían limitarse a sus propios vagones, y nunca me llamaban para servirles nada.

Más tarde, un par de vagones de pasajeros fueron desensamblados en una pequeña población donde aullaban lejanas sirenas y una hoguera ardía junto a la estación. Fueron remplazados por vagones blindados que transportaban tropas cuyos oficiales ocuparon parte de los coches cama. Pero la mayor parte de los pasajeros seguían siendo burócratas. Los oficiales eran educados.

El aire cambió. Empezó a nevar. Pasamos junto a una carretera de grava con grandes orificios en la superficie, donde varios camiones inutilizados se alineaban en la cuneta. Empezaron a aparecer hileras de militares y civiles de aspecto desvalido, que empujaban cochecitos de bebé cargados con utensilios del hogar. Los soldados caminaban en ambas direcciones, y los civiles solamente en una, la opuesta a la nuestra. El tren se detuvo en varias ocasiones sin motivo aparente, y a menudo, en la vía lateral, nos cruzábamos con trenes con vagones cargados de piedras, grúas y tramos de vía. Normalmente, los puentes que se alzaban sobre la llanura cubierta de nieve estaban construidos sobre las ruinas de otros puentes más antiguos, y controlados por ingenieros militares. El tren los cruzaba muy despacio; y yo me apeaba y caminaba junto a él para estirar las piernas, tiritando con mi chaqueta fina de camarero.

Casi antes de darme cuenta de lo que estaba sucediendo, ya no quedaban civiles en el tren; solo oficiales militares y el personal de a bordo. Todos los vagones estaban blindados; teníamos tres locomotoras diesel al frente y otras dos detrás, vagones planos con ametralladoras antiaéreas, coches cubiertos que transportaban artillería ligera y obuses, una radio con su propio generador, otros vagones con tanques y lanzagranadas, y otros que hacían la función de barracones, hasta arriba de reclutas.

Ya solo servía a oficiales. Bebían más y solían cuidar menos las cosas, pero no tiraban la cubertería si al camarero se le caían los platos sucios.

La luz del sol cada vez era más escasa, los vientos más fríos, las nubes más espesas y oscuras. Ya no vimos a más refugiados; solo ruinas de pueblos y ciudades que parecían bosquejos de carboncillo, con las piedras recubiertas de hollín y el blanco vacío de la nieve posándose sobre ellas. Había campamentos militares, vías muertas plagadas de trenes como el nuestro, o trenes con cientos de tanques viajando sobre vagones planos, o artillería pesada en vagones articulados de varios ejes, tan largos como seis o siete de los normales.

Sufrimos el ataque de un grupo de aviones; la plataforma antiaérea crujía con fuerza y enviaba nubes de humo acre que se elevaban junto al convoy, mientras los aeroplanos lanzaban proyectiles que impactaban contra las ventanillas. Las bombas erraron su blanco por unos cien metros. Yo estaba tumbado en el suelo del vagón cocina, junto al jefe de camareros, abrazado a una caja de copas de cristalería fina mientras las ventanillas estallaban a nuestro alrededor. Los dos observamos horrorizados cómo una ola de líquido rojo entraba por la puerta del vagón, y pensamos que alguno de los oficiales había sido herido. Pero solo era vino.

Repararon los daños y el tren siguió avanzando hacia unas colinas bajas coronadas por nubes oscuras. La nieve las cubría de forma parcial y, aunque el sol ya no se elevaba demasiado en el cielo, el aire empezó a volverse más cálido. Pensé que podría inspirar el aroma del océano; a veces llegaban ráfagas de olor a azufre. Los campamentos militares cada vez eran mayores. Las colinas empezaron a transformarse en montañas, y el primer volcán lo vi una noche mientras servía la cena; lo confundí con un terrible ataque nocturno en la lejanía. Los soldados se limitaron a echarle un rápido vistazo y me pidieron que no derramase la sopa.

Para entonces, se oían explosiones lejanas todo el tiempo, algunas provocadas por los volcanes y otras por el hombre. El tren marchaba sobre vías recién reparadas y rebasaba grandes filas de hombres de rostro gris equipados con mazos y palas.

Huimos de los ataques aéreos avanzando a toda velocidad en rectas y curvas, donde los vagones se inclinaban peligrosamente, ocultándonos en túneles; varios objetos se precipitaban y se rompían dentro del tren mientras las paredes del túnel reflejaban la luz de las chispas de los frenazos de emergencia.

Descargamos tanques y vagones inservibles, y subimos a muchos heridos al tren. Los escombros y las ruinas de la guerra se extendían sobre valles y colinas como frutas podridas en una huerta abandonada. Una noche, vi los restos de varios tanques atrapados en un torrente de color rojo rubí. La lava descendía por, el valle que se encontraba bajo nosotros como barro ardiendo, y los tanques destrozados (con las orugas deshechas y los cañones inclinados) se dejaban arrastrar por la marea incandescente como si fueran extraños productos de la propia tierra; anticuerpos infernales en aquel gran torrente rojo.

Yo continuaba sirviendo a los oficiales, aunque ya no quedaba vino y las reservas de comida habían menguado considerablemente, tanto en cantidad como en calidad. La mayoría de los militares que se habían subido al tren, tras introducirnos en la zona del conflicto bélico, miraba el plato durante varios minutos seguidos, contemplando con incredulidad lo que había en la mesa, tan confusos y molestos como si hubiésemos servido un tazón de tornillos para cenar.

Teníamos las luces siempre encendidas; las oscuras nubes, el sol bajo que no se dejaba ver en varios días y las cortinas inmensas de negro humo volcánico se habían puesto de acuerdo para convertir los valles y las montañas cubiertas de escombros en tierras de constante penumbra. Todo era incertidumbre. La oscuridad del horizonte podía traducirse en nubes de tormenta o en humo; una capa blanca sobre una colina podía convertirse en nieve o en cenizas; el fuego podía transformarse en un fuerte en llamas o en grietas en los volcanes. Viajábamos a través de la oscuridad, el polvo y la muerte. Pero al cabo del tiempo, te acostumbras.

Creo que, de haber seguido, el tren (salpicado de lava, rebozado de polvo, desconchado y remendado) hubiera acumulado tal cantidad de masa solidificada en el techo de los vagones que habría acabado por camuflarse de forma natural entre las rocas; con una piel regenerada, una capa protectora desarrollada en tan desabrido entorno, como si los metales del cuerpo articulado del tren volviesen de forma espontánea a sus formas originales.

El ataque sobrevino entre fuego y vapor.

El tren descendía por un desfiladero. A un lado, por un valle poco anguloso, descendía un rápido torrente de lava, casi a la misma velocidad que el tren. Cuando nos adentramos en un túnel a través de una formación rocosa, un inmenso velo de vapor se alzó frente a nosotros, y un sonido como el de una cascada gigantesca ahogó lentamente el ruido del tren. En el otro extremo del nebuloso túnel, vimos un glaciar que bloqueaba el flujo del torrente de lava; la formación de hielo se extendía desde un valle lateral, creando un gran lago con las aguas derretidas. La lava desembocaba en él, con el consecuente nacimiento de una ola inmensa de agua humeante cargada de escombros al frente.

El tren avanzaba dudoso hacia otro banco de niebla espesa. Yo estaba trabajando en el coche cama. Cuando las primeras piedras empezaron a rodar por la ladera de la montaña, abandoné aquel lado del vagón y observé, a través de una puerta abierta, cómo iba aumentando gradualmente el tamaño de las rocas que se estrellaban contra el tren, rompiendo ventanillas o apaleando los laterales del convoy. Una roca inmensa se acercaba directamente hacia mí, y salí corriendo por el pasillo. De todas partes llegaban fuertes sonidos de impactos, golpes y un lejano ruido de artillería, confuso y de objetivo incierto. El tren dio una gran sacudida y luego un fuerte estruendo borró todos los demás sonidos; la lava vaporizando el agua, los disparos, y las rocas chocando contra el tren. Todo el vagón se inclinó hacia un lado, salí despedido contra una ventanilla y caí de espaldas al suelo, justo en el momento en que las luces parpadearon y se desvanecieron. El sonido de la destrucción parecía proceder de todas partes, y el techo y las paredes jugaron conmigo a la pelota durante un buen rato.

Más tarde, me di cuenta de que una parte del asolado tren se había soltado del resto y bajaba sin control por la pendiente pedregosa hacia las hirvientes aguas del improvisado lago. El grupo del mariscal de campo corría ciegamente en mi dirección, gritaba e intentaba recolocar la cabeza del jefe de camareros sobre lo que quedaba de sus hombros. Solo le faltaba la manzana en la boca.

El idioma volvió a salvarme. Los hombres hablaban mi misma lengua; me llevaron hasta el mariscal de campo, que se encontraba en un pequeño tren de la misma línea.

El mariscal de campo es muy alto y corpulento, con unas piernas desproporcionadamente largas y un inmenso trasero. Tiene la cara ancha y el pelo lacio, teñido de negro. Parece que le gustan los uniformes de colores chillones. Estaba sentado en un escritorio de su vagón, escuchando música en la radio y comiendo membrillo cristalizado de un platito cuando me condujeron hasta él, todavía medio inconsciente. Me preguntó sobre mi procedencia, y creo recordar que le conté la verdad, que encontró extremadamente divertida. «Serás mi ayuda de cámara», me dijo, «me gusta escuchar buenas historias durante la cena». Me encerraron en una celda minúscula de uno de los vagones mientras los hombres del mariscal de campo terminaban de saquear y matar. Cuando fueron a buscarme, me quitaron el pañuelo. Vi al mariscal de campo sonarse la nariz con él al cabo de unos días.

Los hombres del mariscal de campo volvieron de mi antiguo tren, llenos de salpicaduras de sangre y cargados con armas y objetos de valor. De pronto, se desató un fuerte viento que agitó los vapores de la caldera natural formada en el valle. El lago estaba prácticamente seco; finalmente, el torrente de lava y el glaciar se habían encontrado en una serie de explosiones tremendas que lanzaron fragmentos de hielo y rocas a cientos de metros por los aires. Nuestro pequeño tren escapó, traqueteando y chirriando, huyendo de los escombros de la vía que habíamos dejado atrás y del cataclismo de elementos que tenía lugar en el valle.

El tren del mariscal de campo era más corto y menos equipado que el que sus hombres habían saqueado. Solamente nos movíamos de noche, a menos que el cielo estuviera cubierto por nubes muy espesas, ocultándonos en túneles durante el día o cubriendo el tren con redes de camuflaje. Durante los primeros días, se respiraba una atmósfera de tensión en el tren, pero, pese a una huida por los pelos de un bombardero y al estremecedor cruce de un inmenso viaducto curvado y deteriorado bajo un ataque continuo de artillería pesada, el ambiente entre el grupo variopinto se distendía perceptiblemente a medida que nos alejábamos del escenario de la emboscada.

La actividad volcánica también disminuyó; solamente quedaban humaredas y algún géiser, y pequeños lagos de lodo hirviente bajo aquellas glaciales tierras.


La vanidad del mariscal de campo era alojar a la docena de cerdos que transportaba en vagones oficiales, mientras mantenía cautivos a los presos humanos en un par de coches para ganado de la parte posterior del tren. Cada semana, los cerdos se bañaban en la bañera de hidromasaje del mariscal de campo, que ocupaba una buena parte de su propio vagón. Dos soldados se encargaban de atender a los cerdos permanentemente, mantenían limpio el lecho de sábanas y mantas donde dormían los animales, les llevaban los alimentos (comían exactamente lo mismo que nosotros) y velaban por su bienestar.


Lanzar a los soldados capturados a charcas de barro hirviendo era un evento bastante habitual, realizado únicamente con fines lúdicos y de entretenimiento. El mariscal de campo pudo constatar que, para mí, dicha actividad resultaba cuando menos angustiosa.

—Or —decía (así pronunciaba mi apellido)—, Or, ¿no te gustan nuestros juegos?

Y yo me limitaba a esbozar una sonrisa hipócrita.


Los días cada vez eran más claros, y los volcanes dormidos dieron paso a colinas bajas y extensas llanuras. Privado de su barro burbujeante, el mariscal de campo ideó un nuevo deporte: atar una cuerda corta al cuello de un hombre y ponerlo a correr frente al tren. El mariscal de campo tomaba los mandos y reía estúpidamente mientras abría el estrangulador y perseguía a su presa. Normalmente, las víctimas aguantaban poco menos de un kilómetro antes de tropezar y caer contra las traviesas, o intentaban saltar a un lado, en cuyo caso el mariscal de campo se limitaba a abrir la válvula del estrangulador y a arrastrarlos por el borde de las vías.

Lanzó a un hombre atado a una cuerda en la última charca de barro y, una vez hervido, lo extrajo, lo cubrió con una capa de lodo cocido, ordenó a sus hombres que le dieran forma con una pala y, cuando se secó, colocó la estatua retorcida en la que se había convertido en la orilla cenicienta de un mar interior apestoso y salado.


Cruzábamos el fondo de un mar seco, en dirección a una ciudad emplazada sobre un gran acantilado circular, cuando aparecieron los bombarderos. El tren aumentó la velocidad para adentrarse en un túnel situado bajo la ciudad en ruinas. Teníamos pocas ametralladoras antiaéreas y todas eran manuales.

Tres bombarderos medianos volaban en línea recta hacia nosotros, a poco menos de treinta metros de las vías. Empezaron a lanzar las bombas a la zaga cuando estaban a poco más de cuatrocientos metros de distancia. Yo observaba la escena a través del metacrilato del techo del vagón observatorio del mariscal de campo, donde había abierto una botella de eiswein. El maquinista frenó bruscamente, lanzándonos a todos hacia delante. El mariscal de campo se precipitó sobre mí, abrió una salida de emergencia y se lanzó al exterior. Yo lo seguí, cayendo sobre un terraplén polvoriento, justo cuando la serie de bombas impactó contra los vagones, abatiéndolos como las botas de un soldado aplastarían una maqueta ferroviaria. Aquello parecía una cama elástica, con una ducha de fragmentos de tren y pedruscos rebotando desde el cielo. Me quedé tumbado, hecho un ovillo, tapándome los oídos.


Ahora nos encontramos en una ciudad abandonada, el mariscal de campo, otros diez hombres y yo; los únicos supervivientes. Tenemos algunas armas y un cerdo. La ciudad en ruinas está llena de grandes edificios con banderas colgadas y altos obeliscos de piedra. Acampamos en una biblioteca porque es el único lugar donde encontramos objetos que se puedan quemar. La ciudad está construida a base de piedra o de una madera oscura que se limita a enrojecer levemente, aun prendiéndola con dinamita extraída de los cartuchos de un rifle. Conseguimos agua de una cisterna oxidada en el tejado de la biblioteca, y atrapamos y engullimos algunos de los pálidos animales nocturnos de la ciudad, que revolotean como fantasmas entre las ruinas, como buscando algo que parecen no encontrar nunca. Los hombres protestan por la escasez de las raciones alimenticias. Terminamos de comer y se limpian los dientes con sus cuchillos bayoneta; uno de ellos se cerca a una estantería llena de libros y golpea algunos antiguos tomos, haciéndolos caer con propósitos productivos. Los lanza a la hoguera, doblándolos por el lomo y arrugando las páginas para que ardan mejor.

Le cuento al mariscal de campo la historia del bárbaro y la torre encantada, el familiar y el brujo, y la reina y las mujeres mutiladas; esta última le gusta.

Más tarde, el mariscal de campo se retira a su habitación privada con dos de sus hombres y el último cerdo. Yo limpio los platos y escucho a los hombres quejarse por la dieta monótona y el aburrimiento. Tal vez se amotinen pronto, porque el mariscal de campo no ha tenido ni una sola idea sobre qué hacer a partir de ahora.

Me llaman en las dependencias del mariscal de campo, un antiguo despacho, creo. Contiene muchas mesas y una cama. Los dos hombres se retiran, no sin antes dedicarme una amplia sonrisa. Cierran la puerta. «Ponte esto», me dice el mariscal de campo.

Es un vestido; un vestido negro. Lo sostiene ante mí, mientras se suena la nariz con el pañuelo que me quitó cuando me capturaron. «Póntelo», repite.

El cerdo está tumbado boca abajo en su cama, resoplando y chillando, con las patas atadas con cuerdas a los postes del lecho. Un perfume flota en el aire. «Póntelo», insiste el mariscal de campo. Observo cómo guarda mi pañuelo. Me pongo el vestido. El cerdo gruñe.

El mariscal de campo se desviste; guarda su uniforme en un viejo baúl. Coge una gran ametralladora que hay sobre una mesa cubierta de libros y me la pone en las manos. Sostiene la serie de cartuchos como si fuera un gran collar de oro a conjunto con mi largo vestido negro. «Mira estas balas». (Miro las balas). «No son de fogueo, ¿lo ves? Mira lo mucho que confío en ti, Or. Haz lo que te digo», me ordena el mariscal de campo. Su cara enorme está empapada en sudor; su aliento apesta.

Tengo que meter la ametralladora entre sus nalgas mientras él monta al cerdo; eso es lo que quiere. Ya está excitado solo ante la idea. Empapa una mano en aceite y sube a la cama, sobre el cerdo inquieto, dándole palmadas entre las piernas con la mano impregnada. Yo estoy listo, a los pies de la cama, con el arma a punto.

Detesto a este hombre. Pero ni él ni yo somos estúpidos. Había pequeñas marcas en los cartuchos; posiblemente se habían sometido a las mandíbulas de alguna herramienta o llave y habían sido despojados de la dinamita. Y posiblemente, las puntas de las balas incluso se habían disparado anteriormente.

El cerdo tiene la cabeza apoyada sobre una almohada. El mariscal de campo se recuesta sobre el animal, y gruñen juntos. Una de sus manos reposa cerca del lateral de la almohada. Me parece que hay otra pistola debajo.

—Ahora—dice, gruñendo. Agarro el cañón del arma con ambas manos, lo levanto y, en un solo movimiento, lo dejo caer como un martillo sobre la cabeza del mariscal de campo. Mis manos, mis brazos y mis oídos me aseguran que está muerto incluso antes de que lo hagan mis ojos. Nunca antes he sentido u oído reventar un cráneo, pero la señal me llega claramente a través del metal de la ametralladora y del aire perfumado de la estancia.

El cuerpo del mariscal de campo sigue moviéndose, pero solo porque el cerdo sigue sacudiéndolo. Miro bajo la almohada, donde se mezclan la sangre humana y la baba animal, y encuentro un cuchillo largo y muy afilado. Lo utilizo para abrir el baúl donde el mariscal de campo había guardado su uniforme; cojo el revólver y algo de munición, compruebo que la puerta está cerrada con llave y vuelvo a ataviarme con mi atuendo de camarero. También cojo uno de los abrigos del mariscal de campo y me dirijo a la ventana.

El marco oxidado chirría, pero no con tanta fuerza como el cerdo. Ya tengo los dos pies sobre el alféizar cuando recuerdo el pañuelo, que recupero del uniforme del hombre muerto.

En la ciudad reina la oscuridad, y los hombres erráticos y confundidos que la habitan corren sin rumbo fijo, en busca de un refugio, mientras yo deambulo entre las ruinas.

Plioceno

Ella volvió, lo mismo que la señora Cramond, que parecía más enjuta y envejecida. Él esperaba que la señora se deshiciese de la casa, pero no lo hizo; en lugar de eso, Andrea se trasladó a vivir con ella tras vender el apartamento de Comely Bank, alquilado durante aquellos años por unos estudiantes. Madre e hija se entendían considerablemente bien. De hecho, la casa era lo suficientemente grande para las dos, y vendieron el gran sótano como vivienda, dado que tenía baño y cocina propios.

Las cosas empezaron a marchar bien una vez ella hubo regresado. Él dejó de preocuparse por su calvicie incipiente, el trabajo le iba bien (seguía considerando la posibilidad de asociarse con sus dos compañeros) y su padre parecía bastante feliz en la costa oeste, pasando la mayor parte del tiempo en un club de jubilados donde, aparentemente, atraía la atención de varias viudas (solo con la mayor de las desganas se dejaba tentar con un fin de semana en Edimburgo y, una vez allí, se sentaba a mirar el reloj y a protestar por estar perdiéndose su partida de cartas con los amigos, o el bingo, o la clase de baile. Paseaba la nariz por los platos de los mejores cocineros de Edimburgo y suspiraba lánguidamente por la carne picada y los menús miserables que estarían tomando los demás en el club).

Y Edimburgo podía estar empezando a convertirse en una capital, aunque de forma limitada una vez más. El traspaso de competencias se respiraba en el ambiente.

Él comenzó a notar un leve sobrepeso; movimientos de carnes en el abdomen y los pectorales al subir corriendo las escaleras, un pequeño problema al que debía hacer frente. Empezó a jugar al squash, pero no le gustaba. Prefería tener su propio territorio en el juego, según decía a los demás. Por otro lado, Andrea siempre le ganaba. Empezó a practicar el bádminton y la natación en la Commonwealth Pool dos o tres veces a la semana. Pero se negó a salir a correr; todo tiene un límite.

Asistía a conciertos. Andrea había regresado de París con gustos católicos. Lo arrastraba al Usher Hall a escuchar a Bach y Mozart, ponía discos de Jacques Brel cuando estaban en la casa de Moray Place, y le regalaba álbumes de Bessie Smith. A él le gustaban más los Motels y los Pretenders, Martha Davis cantando Total Control y Chrissie Hynde gritando «¡fffuck off!». Estaba convencido de que la música clásica no tenía ningún efecto sobre él hasta que un día se sorprendió a sí mismo intentando silbar la obertura de Las bodas de Fígaro. A partir de entonces, desarrolló una especial predilección por complicadas piezas de clavicordio; eran ideales para conducir, siempre y cuando el volumen fuese lo suficientemente alto. Descubrió a Warren Zevon y deseó haber escuchado su álbum cuando lo editaron por primera vez. Y se encontró saltando y brincando con los Rezillos en las fiestas.

—¿Que vas a hacer qué? —preguntó Andrea.

—Voy a comprarme un ala delta.

—Te romperás el cuello.

—Qué va. Parece divertido.

—¿El qué? ¿Estar en un pulmón de acero?

No compró el ala delta; decidió que aún no eran del todo seguros. En lugar de eso, se lanzó en paracaídas.

Andrea estuvo un par de meses redecorando la casa de Moray Place, para supervisar a los carpinteros y decoradores, y pintar la mayor parte ella sola. A él le gustaba ayudarla, y trabajar hasta altas horas de la noche con ropas viejas manchadas de pintura, escuchándola silbar en la habitación de al lado o hablando con ella mientras pintaban. Una noche, se llevaron un buen susto cuando él notó un pequeño bulto en un pecho de ella, pero al final resultó ser benigno. Él se notaba la vista cansada en el trabajo, mientras estudiaba planos y bosquejos, y decidió acudir al óptico porque sospechaba que iba a necesitar gafas.

Stewart tuvo una breve aventura con una estudiante de la universidad y Shona lo descubrió. Ella sopesó dejarlo y prácticamente lo echó de casa. Él acogió a un arrepentido Stewart en su casa y fue a hablar con Shona a Dunfermline para intentar suavizar las cosas. Le describió el dolor de Stewart y la forma en que siempre los había admirado como pareja, e incluso envidiado el clima de afecto tranquilo y pausado que se profesaban cuando estaban juntos. Se sentía extraño allí sentado, intentando convencer a Shona de no abandonar a su marido por haberse acostado con otra mujer; era algo casi irreal, incluso cómico desde un determinado punto de vista. Para él parecía ridículo; Andrea estaba en París aquel fin de semana, seguramente liada con Gustave, y él había estado con una paracaidista alta y rubia aquella noche en Edimburgo. ¿Acaso eran los papeles firmados los que marcaban la diferencia? ¿O el vivir juntos, o los hijos, o la fe en los votos, la institución o la religión?

Probablemente no fue gracias a él, pero se reconciliaron. Shona solo mencionaba el asunto ocasionalmente, cuando estaba borracha, y cada vez con menos amargura con el paso del tiempo. No obstante, todo aquello le demostró a él la fragilidad de la relación aparentemente más segura si se quebrantaban las normas acordadas, fueran cuales fueran.

Qué demonios, pensó, y finalmente se asoció con sus dos compañeros de trabajo. Encontraron una oficina en Pilrig y buscaron un asesor contable. Él se unió al partido Laborista y tomó parte en diversas campañas de envíos de cartas para Amnistía Internacional. Vendió el Saab y se compró un Golf GTIe hipotecó su apartamento.

Cuando estaba limpiando el Saab para entregárselo al comprador, encontró el pañuelo blanco de seda que habían utilizado aquel día en la torre. No quiso dejarlo allí para que lo encontrase cualquiera y lo aclaró en una charca cuando regresaron, pero luego lo perdió. Pensó que se habría caído del coche.

Apareció arrugado y tieso bajo el asiento del copiloto. Lo lavó y consiguió quitar todas las huellas dactilares, pero la mancha de sangre seca, que formaba un círculo que parecía un residuo de tinte barato, no desapareció de ninguna forma. De todas formas, se lo ofreció a Andrea. Ella le dijo que lo guardase, pero cambió de idea y se lo llevó, devolviéndolo una semana más tarde, impecable, casi nuevo, y con sus iniciales bordadas. Él quedó impresionado. Ella nunca le dijo cómo lo había lavado con ayuda de su madre; era un secreto de familia. Él lo guardó con sumo cuidado y nunca lo llevaba cuando sabía que iba a beber mucho, no fuera a ser que lo olvidase en algún bar.

—Fetichista —le dijo ella.


El fabuloso referéndum, efectivamente, fue manipulado. Un montón de trabajo al garete.

Andrea estaba traduciendo textos rusos y escribiendo artículos sobre literatura de Rusia para diversas revistas. Él no supo nada de todo aquello hasta que leyó algo de ella en Edinburgh Review, un extenso trabajo sobre Sofia Tolstoy y Nadezhda Mandelstam. Sintió una punzada de confusión, incluso de mareo, mientras lo leía. Por fuerza tenía que ser la misma Andrea Cramond; escribía tal y como hablaba, y él podía escuchar casi literalmente el ritmo de su discurso al leer las palabras impresas. Se sintió dolido y le preguntó por qué nunca se lo había contado. Ella sonrió, se encogió de hombros y se excusó con que no le gustaba presumir. También había escrito varios artículos esporádicos para algunas revistas parisinas. Había retomado las lecciones de piano, tras dejarlas cuando estudiaba en el instituto, y asistía a clases nocturnas de dibujo y pintura.

Ella también había formado una especie de sociedad; había invertido en una librería feminista que habían creado dos antiguas amigas suyas. Otras mujeres se habían unido al proyecto y ya eran siete en el colectivo.

«Locura económica» era la expresión que su hermano empleaba para definir el negocio. Ella ayudaba en la tienda ocasionalmente y él siempre acudía allí en primer lugar cuando buscaba un libro en concreto, pero se sentía ligeramente incómodo, y raras veces hallaba lo que quería. En una reunión, una de las mujeres reprochó a Andrea el haberle dado un beso de despedida tras haber comprado unos libros. De entrada, Andrea se limitó a reírse de ella, pero luego se sintió poco respaldada. Pidió disculpas por la risa, pero no por el beso. Cuando ella se lo contó, él se cuidó de no besarla o tocarla cuando visitaba la librería.


—Oooh, mierda —dijo él mientras veían los resultados de las elecciones en televisión, sentados en la cama. Andrea negó con la cabeza, decepcionada, y alargó el brazo hacia el Black Label, que estaba en la mesita de noche.

—No pasa nada, muchacho; tómate un whisky e intenta no pensar en ello. Piensa mejor en el tipo de gravamen.

—A la mierda con eso. Prefiero cuidar más mi conciencia que mi saldo bancario.

—Tu asesor se va a marear con tus archivos.

Un nuevo informe oficial anunció otra victoria tory, ovacionada por sus seguidores. El también negó con la cabeza.

—Este país se va a la mierda —murmuró.

—Pues sí —coincidió Andrea, haciendo rodar el vaso de whisky entre sus manos y mirando el televisor a través de él, con las cejas levantadas.

—Bueno... al menos es una mujer —dijo él, abatido.

—Será una mujer, pero vaya mujer.

Escocia votó a los laboristas, que vencieron sobre el SNP. La honorable Margaret Thatcher entró en el Parlamento.

Él volvió a negar efusivamente con la cabeza.

—Ooooh, mierda.


El negocio marchaba bien, incluso tuvieron que rechazar varias solicitudes. Al cabo de un año, su asesor contable ya le recomendaba que adquiriese una casa mayor y un coche nuevo. «Pero a mí me gusta mi apartamento», se quejó a Andrea. «Mantenlo y cómprate otra casa», resolvió ella. «¡Pero solo puedo vivir en un sitio! En cualquier caso, siempre he pensado que es inmoral tener dos casas cuando hay gente que vive sin un techo bajo el que cobijarse». Andrea se desesperaba con él. «Pues deja que alguien viva en el apartamento, o en la casa que vas a comprar, pero recuerda la cantidad de impuestos extraordinarios que tendrás que pagar si no haces caso a tu asesor contable».

«Ah», asintió él.

Vendió el apartamento y compró una casa en Leith, con vistas al estuario del río Forth. Tenía cinco dormitorios y un gran garaje de dos plazas: compró un nuevo GTIy un Range Rover, para tener contento a su asesor y para llenar el garaje. En realidad, el coche grande le resultaba muy útil en las visitas de obras. Aquel año, habían trabajado mucho con empresas de Aberdeen, con lo que se reunió en varias ocasiones con la familia de Stewart. En una de sus visitas, terminó en la cama con una hermana de Stewart, una profesora divorciada. Nunca se lo contó a su amigo, aun sin la certeza absoluta de que le hubiese importado. Pero sí se lo dijo a Andrea.

—¡Una profesora! —exclamó ella con una sonrisa—. ¿Ha sido una experiencia educativa? —Él le sugirió no comentarle nada a Stewart—. Muchacho... —respondió ella sujetándole el mentón con una mano y mirándolo muy seria—, eres tonto.

Andrea lo ayudó a decorar la casa y le aportó en esquemas completamente nuevos.

Una tarde, él se había subido a una escalera para pintar el techo de color rosa, cuando experimentó un repentino déjà vu. Dejó de dar brochazos. Andrea se encontraba en la habitación de al lado, silbando distraídamente. Él reconoció la melodía: The River. Permaneció en la cima de la escalera, en la estancia vacía y resonante, y se recordó a sí mismo de pie, en una amplia habitación llena de muebles cubiertos con sábanas en la casa de Moray Place un año antes, ataviado con la misma ropa manchada de pintura, escuchándola silbar desde el dormitorio contiguo, y sintiendo una enorme y simple felicidad. Tengo la mayor de las suertes, pensó. Tengo tantas cosas buenas... pero todavía quiero más, probablemente más de lo que puedo abarcar; en realidad, anhelo cosas que seguramente no me harían feliz aunque las consiguiera. Pero, aun así, las quiero. Forma parte de la satisfacción.

Si mi vida fuese una película, pensó, ahora saldrían los títulos de crédito, con un fundido de esta sonrisa beatífica en una habitación vacía, el hombre encaramado en la escalera improvisando, renovando, mejorando. Corten. Fin.

Bueno, se dijo a sí mismo, pero no es una película. En aquellos momentos, se encontraba inmerso en una oleada de pura alegría, el simple placer de estar donde quería estar y de ser quien quería ser, y de conocer a quien quería conocer. Lanzó la brocha a una esquina de la habitación, saltó de la escalera y fue en busca de Andrea, que trabajaba con el rodillo sobre una pared.

—¡Dios mío! Creía que te habías caído... ¿Se puede saber qué significa esa sonrisa?

—Me acabo de acordar —respondió él, quitándole el rodillo de las manos y tirándolo tras él— de que no hemos estrenado esta habitación.

—Ya no me acordaba del efecto que te produce el olor a pintura.

Follaron contra la pared, por cambiar un poco. La camisa de Andrea se quedó pegada a la pintura húmeda; no pudo parar de reír hasta que le cayeron las lágrimas.

Él se había aficionado al cine. Durante el último festival, ambos habían asistido a más proyecciones que a obras o conciertos, y de repente, se dio cuenta de que se había perdido cientos de películas que deseaba ver. Se unió a una sociedad cinéfila, se compró un vídeo y rastreó diversas tiendas en busca de buenos largometrajes. Si por casualidad tenía que viajar a Londres por trabajo, intentaba empaparse de cine todo lo que podía. Le gustaba casi todo; en realidad, le gustaba ir al cine.

Un grupo musical escocés, llamado The Tourists, triunfó notablemente en las listas de éxitos. Su cantante terminó convirtiéndose en la voz femenina solista de Eurythmics. La gente le preguntaba si tenían algún parentesco. «Desgraciadamente, no», suspiraba él.

Andrea tuvo varias aventuras amorosas y él intentó no sentir celos. En realidad, no son celos, se decía a sí mismo; es algo más parecido a la envidia. Y al miedo. Alguno podría ser mejor hombre y mejor amante que yo.

En una ocasión, ella estuvo fuera de circulación durante casi dos semanas seguidas, intervalo de tiempo durante el que mantuvo una relación con un joven profesor de la universidad Heriot-Watt, que empezó con un flechazo y terminó con portazos, lanzamiento de objetos y cristales rotos en un lapso de doce días. Él la echaba mucho de menos. Se tomó la segunda semana libre y salió a pasar unos días fuera. El Range Rover y el GTIse habían complementado con una Ducati; tenía una tienda de campaña individual, un saco de dormir y el mejor equipamiento de excursionismo. La moto salió rugiendo hacia el oeste y lo llevó a varios días de caminatas solitarias por las colinas.

Cuando regresó, ella ya había terminado con el profesor. Hablaron por teléfono, pero ella se mostraba extrañamente reticente a verlo. Él se quedó preocupado y le costó dormir durante unos días. Cuando finalmente se reunieron una semana más tarde, él vio restos de una marca amarillenta en el ojo izquierdo de ella. Se dio cuenta porque ella olvidó no quitarse las gafas oscuras en el pub.

—¿Por eso no querías verme? —preguntó él.

—No hagas nada —respondió ella—. Por favor. Ya se ha terminado todo. Podría haberlo estrangulado, pero ahora ya está. Si le pones un dedo encima, no te vuelvo a hablar en la vida.

—No todos recurrimos a la violencia con tanta facilidad — repuso él fríamente—. Tendrías que habérmelo contado. Llevo una semana muy preocupado.

Entonces, deseó no haber dicho todo aquello, porque ella se desmoronó, lo abrazó y rompió a llorar, y él se dio cuenta de lo mal que lo debía de haber pasado. Se sintió egoísta y mezquino por suponer una preocupación más para ella. Le acarició los cabellos mientras ella sollozaba en su pecho.

—Vamos a casa —susurró.

Él salió de acampada a las colinas en varias ocasiones más, aprovechando las estancias de ella en París para escapar de Edimburgo y visitar las islas y las montañas, parándose a ver a su padre, tanto a la ida como a la vuelta. Un atardecer, había acampado en la ladera de la montaña Beinn a' Chaisgein Mor —había un refugio cerca, pero prefería dormir al aire libre si el clima era agradable— con vistas al Fionn Loch y a la calzada elevada que cruzaría al día siguiente, en dirección a las montañas más lejanas, cuando de pronto pensó que, lo mismo que él nunca había ido a París en todos aquellos años, Gustave tampoco había visitado Edimburgo.

Ah. Tal vez solo fueran los efectos del último porro, pero en aquel momento, aunque estaban a mil kilómetros de distancia y con muchos años sin compartir, se sintió extrañamente cerca del francés al que jamás conoció. Rió en voz alta bajo el frío aire de los montes escoceses, mientras la brisa movía el cuerpo de la tienda de campaña como si respirase con vida propia.

Uno de sus primeros recuerdos era una cadena de montañas y una isla. Su madre y su padre, su hermana pequeña y él habían ido a Arran de vacaciones; él tendría unos tres años. Mientras el barco chapoteaba sobre las resplandecientes aguas del río en dirección a la lejana masa de tierra de la isla, su padre le mostró al Guerrero Durmiente; la forma de la cresta de la montaña del extremo norte de la isla se asemejaba a un soldado tumbado sobre el paisaje, heroico y caído. Nunca olvidaría aquella visión y tampoco la mezcla de sonidos que la acompañaban: el graznido de las gaviotas, el chapoteo de las hélices de los barcos, un grupo de acordeonistas tocando en cubierta, las risas de los pasajeros. Aquello le proporcionó también su primera pesadilla; su madre tuvo que despertarlo y sacarlo de la cama que compartía con su hermana en la casa donde se alojaban, porque llevaba un rato llorando y quejándose. En su sueño, el gran guerrero de piedra se había despertado y se dirigía lentamente, con paso firme y pesado, a asesinar a sus padres.


La señora y la señorita Cramond sacaron el máximo partido de su gran casa; organizaban eventos sociales muy agradables y sus fiestas se popularizaron notablemente. Alojaban a gente; poetas que recitaban su obra en la universidad, un pintor que intentaba vender sus cuadros a una galería, un escritor invitado por la librería para una firma de ejemplares... Algunas tardes, él se encontraba con todo un círculo de personas a las que no conocía en la casa; normalmente parecían menos acomodados que los amigos de Andrea, y solían comer y beber bastante más. La señora Cramond, aparentemente, pasaba la mitad del día preparando pasteles, panes y quiches. A él le preocupaba que, incluso en su viudedad, la señora estuviese todo el tiempo haciendo cosas para los demás, pero Andrea le dijo que no fuera estúpido; a su madre le encantaba ver cómo la gente disfrutaba con algo que ella había hecho. Él lo aceptó, pero observaba cómo los huéspedes itinerantes se llenaban los bolsillos de pasteles y de alguna que otra botella de vino con un persistente sentido de la explotación ajena.

—Estas personas son intelectuales —le dijo en una ocasión a Andrea—. ¡Estás fundando una especie de club social de esnobs!

Ella se limitó a sonreír.


Andrea compró una camada de cuatro gatos siameses a una amiga. Uno murió, y ella bautizó a los dos machos Franklin y Phineas, y a la elegante hembra Fat Freddie, por culpa de la maldita nostalgia, según sus propias palabras. A la señora Cramond le regalaron un cavalier king charles spaniel al que llamó Cromwell.

A él, solo el hecho de prepararse para ir a la casa le hacía sentir bien; conducir hasta allí le creaba una excitación casi infantil; la casa era otro hogar, un lugar cálido y acogedor. En ocasiones, especialmente si había tomado alguna que otra copa, debía combatir contra un absurdo sentimiento de ternura ante la visión del vínculo entre madre e hija.

Añadió un Citroën CX al GTIy al Range Rover, y luego vendió los tres y compró un Audi Quattro. Viajó a Yemen por trabajo y visitó las ruinas de Moca, en la costa del Mar Rojo; sintió el cálido viento de África que levantaba los granos de arena, y experimentó la constante y dura indiferencia del desierto, su tranquila continuidad, el espíritu de aquellas tierras antiguas. Acarició con sus manos las piedras erosionadas por el paso del tiempo, y observó cómo las olas azules rompían en brotes de seda blancos sobre la solidez dorada de la cosa.


Los acontecimientos siguieron sucediéndose; Lennon recibió un disparo, Dylan sucumbió a la religión. Nunca supo determinar cuál de los dos hechos lo deprimió más. Estaba trabajando en Yemen cuando los israelíes invadieron el sur del Líbano porque habían disparado a un hombre en Londres, y cuando los argentinos desembarcaron en Port Stanley. No supo que su hermano Sammy formaba parte del destacamento militar hasta que este no hubo zarpado. Cuando regresó a Edimburgo, discutió con sus amigos, defendió que los argentinos merecían las malditas islas, decía, y se preguntaba cómo diablos los partidos revolucionarios podían apoyar el imperialismo de una junta fascista. ¿Por qué siempre tenía que haber un lado equivocado y otro correcto?

Su hermano volvió sano y salvo. Él todavía discutía sobre la guerra con su padre, con Sammy y con sus amigos radicales. Cuando se convocaron las siguientes elecciones, empezó a plantearse si sus compañeros tenían razón después de todo.

—Oooh, ¡venga ya! —exclamó con desesperación. Otra mayoría laborista vapuleada, el SDPchupando votos; otra sorprendente victoria conservadora. Los expertos habían predicho que los tories seguirían en la línea de resultados de la última vez, pero aumentarían su número de escaños—. ¡Menuda mierda!

—Esto ya se está haciendo repetitivo —dijo Andrea, alargando el brazo hasta la botella de whisky. Margaret Thatcher apareció en la pantalla del televisor, radiante ante su victoria.

—¡Fuera! —gritó él, ocultándose bajo las sábanas. Andrea apretó con fuerza el botón del mando a distancia y la televisión se apagó—. Oh..., Dios —murmuró él desde su guarida—. Y no me digas nada sobre el tipo de gravamen.

—No he dicho una palabra, muchacho.

—Dime que esto solo es una pesadilla.

—Esto es solo una pesadilla.

—¿En serio?

—Pues no. Es la realidad. Solo te decía lo que querías escuchar.


—¡Panda de idiotas! —le espetó a Stewart—. Otros cuatro años con esos peleles al mando. ¡Me cago en todo! ¡Un payaso senil rodeado de reaccionarios xenófobos!

—Reaccionarios xenófobos no electos —apuntó Stewart. Ronald Reagan había sido reelegido para la siguiente legislatura, y la mitad de los votantes potenciales no había acudido a las urnas.

—¿Por qué no puedo votar yo? —rugió—. Mi padre vive a tiro de piedra de Coulport, Faslane y el Holy Loch; si el bufón de turno aprieta un botón, mi viejo la palma. Y seguramente nosotros también; tú, yo, Andrea, Shona y los niños; toda la gente a la que quiero... Así que no sé por qué cono no puedo votar yo.

—No existe aniquilación sin representación —sentenció Stewart pensativamente—. Y volviendo al tema de los reaccionarios no electos, ¿qué crees que es el Politburó?

—Una perspectiva más responsable que esa cuadrilla de mierdosos alucinados.

—Vale, suficiente. Pon otra ronda.


La casa de Moray Place, residencia de la señora y la señorita Cramond, ya era de sobra conocida, especialmente en épocas de fiesta. No se podía entrar en el lugar sin tropezar con algún artista o alguna nueva autoridad en ficción escocesa, o algún cabreado adolescente con acné arrastrando sintetizadores y amplificadores de un lado al otro.

«El Club de las Últimas Oportunidades», llamaba él a la casa. Andrea se había encauzado en una vida que le parecía notablemente agradable; seguía trabajando en la librería, traduciendo libros rusos, escribiendo artículos, tocando el piano, dibujando y pintando, socializándose, visitando a amigos, viajando a París, acudiendo a conciertos, obras y estrenos de películas con él, y también a la ópera y al ballet con su madre.

Un día, fue a buscarla al aeropuerto. Volvía de París. La miró; caminaba segura de sí misma, con la cabeza bien alta, saliendo de aduanas; lucía un gran sombrero rojo, una chaqueta azul, una falda roja, medias azules y unas botas rojizas de piel. Sus ojos brillaban, su tez estaba resplandeciente; su rostro se transformó en una amplia sonrisa cuando lo vio. Tenía treinta y tres años y nunca había estado tan hermosa. En aquel instante, él sintió una extraña amalgama de emociones. Envidió su felicidad, su seguridad, su proceder tranquilo ante los problemas y los traumas de la vida, la forma en que lo trataba todo, como se trata a un niño que se ilusiona con una historia; sin condescendencia, con esa graciosa seriedad, la misma mezcla irónica de indiferencia y afecto, incluso amor. Él recordó sus conversaciones con el abogado, y pudo ver parte del carácter de aquel hombre en su hija Andrea.

Eres una mujer afortunada, Andrea Cramond, pensó mientras ella le tomaba el brazo, en el vestíbulo del aeropuerto. No por mí, y no tan afortunada como yo de alguna forma, porque disfruto de más tiempo contigo que cualquier otra persona, porque si no...

Dejemos que fluya, pensó. No hay que permitir que los idiotas vuelen el mundo, ni que ocurra nada terrible. Tranquilo, muchacho. ¿Con quién estamos hablando en realidad? No tardó demasiado en poner la moto en venta.

Aquel invierno, su padre se cayó y se rompió la cadera. Parecía muy pequeño y frágil cuando fue a verlo al hospital, y también mucho más viejo. La primavera siguiente, se sometió a una operación por una hernia y volvió a caerse poco después de abandonar el hospital. Se rompió la pierna y la clavícula. Pero no aceptó trasladarse a vivir a Edimburgo con su hijo, porque tenía cerca a todos sus amigos. Morag y su marido también se ofrecieron para alojarlo, y Jimmy escribió desde Australia para proponerle pasar unos meses con él allí. Pero el viejo no quería moverse de donde estaba. Aquella vez estuvo más tiempo ingresado y, cuando le dieron el alta, no logró recuperar el peso que había perdido. Una enfermera de asistencia domiciliaria acudía a ayudarlo cada mañana. Un día, lo encontró junto a la chimenea, aparentemente dormido, con una suave sonrisa en el rostro. También había sido el corazón. El doctor dijo que, probablemente, no se había enterado de nada.

Lo organizó todo para el funeral, al que asistieron todos sus hermanos y hermanas, incluso Sammy, de permiso por razones familiares, y Jimmy desde Darwin. Él le preguntó a Andrea si le importaba no acudir, y ella le aseguró que no, haciéndose cargo de la situación. Cuando todo hubo terminado, le sentó bien volver a Edimburgo, al trabajo y a ella. Nunca llegó a perder la sensación de malestar que se apoderaba de él cuando recordaba a su anciano padre, y pese a no haber derramado una lágrima, sabía que lo había querido y no se sintió culpable por su seco dolor.

—Ay, mi muchacho huérfano —le decía Andrea cariñosamente, y aquel era su consuelo.

La empresa se expandió y contrataron a varias personas. Compraron oficinas nuevas en la New Town. Discutió con los otros socios sobre los sueldos de los empleados; para él, todos deberían de tener cierto nivel de participación.

—¿Cómo? —exclamaron los otros dos—. ¿Un colectivo de trabajadores? —Sonrieron con cierta tolerancia.

—¿Y por qué no? —preguntó él. Los dos eran simpatizantes del SDP; y la participación del trabajador era una de las ideas aprobadas por la alianza.

Se negaron, pero establecieron un sistema de primas.


Un día, Andrea llegó de París, pero en aquella ocasión no sonreía. En realidad, parecía que se le revolvieran las tripas. Oh, no, pensó. ¿Qué pasa?

Ella no habló de ello, fuese lo que fuese. Aseguró que no ocurría nada malo, pero estaba muy seria y pensativa la mayor parte del tiempo, reía poco, y miraba distraídamente al infinito, se disculpaba y había que repetirle las cosas. Él estaba muy preocupado. Pensó en telefonear a Gustave en París para preguntarle qué diablos le sucedía a Andrea, y qué había ocurrido.

No llamó. Inquieto, trató de distraerla, llevándola a cenar, a ver una película o a casa de Stewart y Shona; intentó organizar una velada nostálgica en el Loon Fung, cerca de su antiguo apartamento de Canonmills, pero nada de todo aquello funcionó. No conseguía imaginar qué le sucedía. La señora Cramond compartía su preocupación por ella, y también intentó sonsacarle el problema. Y finalmente lo consiguió, tres meses y dos visitas a París más tarde. Andrea le contó a su madre lo que le ocurría y volvió de nuevo a Francia. La señora Cramond lo llamó por teléfono, «EM», le dijo. Gustave tenía esclerosis múltiple.

—¿Por qué no me lo has dicho? —preguntó él.

—No lo sé —respondió ella con desgana, con los ojos nublados y la voz apagada—. No lo sé. Y no sé qué hacer. No tiene a nadie que lo cuide, al menos no como hay que hacerlo...

Cuando escuchó aquellas palabras, un escalofrío recorrió su cuerpo. Pobre tío, pensó, con toda la sinceridad; pero luego siguió pensando... Es una enfermedad tan lenta, ¿por qué no podía morir rápidamente? Y se odió a sí mismo por sus pensamientos.

Otra discusión: durante la huelga del 84, se negó a aplastar un piquete de mineros y la empresa perdió un contrato.

Andrea cada vez pasaba más tiempo en París; y cada vez menos gente acudía a la casa de Moray Place. Cuando venía de Francia tenía un semblante cansado y, aunque le costaba enfadarse y era dócil con los demás, también le costaba reírse y se guardaba de tomarse cualquier disfrute realmente en serio. A él le pareció notar algo más de ternura en ella cuando hacían el amor, lo mismo que una sensación de lo preciosos y efímeros que eran aquellos ratos con ella. Ya no podía calificarse de divertido como antes, pero de alguna forma, el acto había adquirido una resonancia añadida, se había transformado en una especie de lenguaje.


A veces, cuando ella estaba en París, él se encontraba solo en la gran casa, leyendo o mirando la televisión o trabajando en la mesa de dibujo; y si su nivel de alcoholemia estaba dentro de lo permitido, cogía el Audi Quattro y conducía hasta North Queensferry para sentarse bajo el gran puente oscuro, escuchando el sonido del agua contra las rocas y el rugido de los trenes sobre su cabeza. Se fumaba un porro o respiraba el aire fresco. Si acaso sentía lástima por sí mismo, solo era una tímida parte de su mente la que lo hacía; la otra parte parecía un halcón o un águila; hambrienta, cruel y de mirada penetrante. La autocompasión duraba apenas unos segundos, y luego el ave depredadora se lanzaba sobre ella, y la rasgaba y la abría.

El pájaro era el mundo real, un mercenario enviado por su avergonzada conciencia, la enfurecida voz de todas las personas del mundo, aquella gran mayoría que era peor que él; una cuestión de sentido común.

Descubrió, con un disgusto importante, que el puente no se pintaba de un extremo al otro a lo largo de un período de tres años. Se hacía de forma gradual, y el ciclo duraba entre cuatro y seis años. Se cayó otro mito; gajes del oficio.


Andrea pasaba casi la mitad del tiempo en París. Allí tenía otra vida y otro grupo de amigos. Él conoció a algunos de ellos cuando visitaron Edimburgo; un editor de una revista, una mujer que trabajaba en la UNESCO, un profesor universitario que impartía clases en la Sorbona; gente agradable. Todos eran amigos de Gustave. Debería haberme marchado yo también, se decía a sí mismo, tendría que haberme ido y hacer nuevos amigos. ¿Por qué seré tan estúpido? Puedo diseñar una estructura que soporte miles de toneladas durante treinta años o más, y hacerla tan resistente, sólida y segura como cualquier otro ingeniero, con un buen equilibrio entre peso y presupuesto, pero no soy capaz de ver a dos palmos de mis narices cuando se trata de ser sensato con mi propia vida. Si acaso existe un diseño para mí, se me escapa.

Se compró un Toyota MR2 y el último modelo del Audi Quattro. Se apuntó a clases de vuelo, desarrolló un sistema de sonido con piezas fabricadas en Escocia, se compró la cámara Minolta 7000 en cuanto salió a la venta, incorporó un reproductor de CDal equipo de música y se planteó la posibilidad de comprar un yate. Salía a navegar río arriba hacia los dos grandes puentes desde el puerto deportivo de Port Edgar, en la ribera sur del Forth, con antiguos amigos de Andrea.

No estaba del todo satisfecho con el Audi y el Toyota. Siempre había un coche mejor; un Ferrari o un Aston o un Lambo o una edición limitada de Porsche o lo que fuera... Decidió abandonar la competición y optar en su lugar por la elegancia. Compró a un particular un Jaguar MKII 3.8 muy bien cuidado; vendió el Audi y el Toyota.

Retapizó su nuevo coche en piel rojiza. En un taller mecánico especializado lo desmontaron, cambiaron los pistones, las válvulas y el carburador, y le adaptaron el sistema de inyección electrónica; revisaron completamente la suspensión, instalaron mejores frenos, neumáticos nuevos y una nueva palanca de cambios. Él completó el proceso con cuatro nuevos cinturones de seguridad, el parabrisas laminado, faros más potentes, elevalunas eléctricos, cristales tintados, techo solar y un dispositivo antirrobo del que nunca lograba acordarse. El coche pasó tres días en otra empresa especializada, donde le instalaron un nuevo sistema de sonido con un reproductor de CD. «Hace sangrar los oídos», le decía él a todo el mundo, «y todavía no he encontrado todos los altavoces que quiero. Con el amplificador, no sé qué es lo que se rasgará primero con las vibraciones, si mis tímpanos o la carrocería» (lo había repintado con una capa de antioxidante y doce de pintura, todo a mano).

—¡Qué pasada! —exclamó Stewart cuando le confesó lo que le había costado todo—. Por ese precio, podías haberte comprado un coche nuevo.

—Lo sé —repuso él—. Pero también te puedes comprar un coche nuevo con lo que pagas por el seguro de un año y por un juego de neumáticos nuevos.

Pero nada parecía funcionar a la perfección. El coche hacía ruidos preocupantes, el reproductor de CDde casa se quedaba atascado, tuvo que cambiar la cámara de fotos, casi todos los discos que compraba parecían rayados y la lavadora no dejaba de inundar la cocina. Se percató de que había perdido temple con los demás, y los embotellamientos urbanos lo enfurecían; una especie de impaciencia penetrante se había adueñado de él, lo mismo que una insensibilidad de la que no podía evadirse. Hizo una donación a Live Aid, pero su primera reacción cuando escuchó el disco de Band Aid fue recordar un revolucionario dicho de moda que comparaba la caridad bajo el capitalismo con curar el cáncer con una tirita.

Ni siquiera el festival de 1985 pudo mejorar su estado de ánimo. Andrea pasó unos días con él, en la butaca contigua de una sala de conciertos o de un cine, o en el asiento del copiloto del coche, o al otro lado de la cama, pero no estaba realmente con él, al menos no con todo su ser. Parte de sus pensamientos estaban escondidos, ocultos para él. Seguía sin querer hablar del tema. Se enteró por terceros de que la EM de Gustave se estaba complicando e intentó sacar el asunto a colación, pero ella no cooperaba en absoluto. Le desesperaba que hubiera temas de los que no pudieran hablar. En realidad era culpa suya; él nunca había querido hablar de Gustave. Y ahora ya no se podían cambiar las normas.

En ocasiones soñaba con el hombre moribundo de la otra ciudad, y a veces le daba la impresión de que podía verlo, tumbado en una cama de hospital y rodeado de máquinas.

Andrea regresó a París a medio festival. Él solo no podía soportar el bombardeo cultural, y le pidió prestada una Bonneville a un amigo para salir hacia Skye.

Llovía.


La empresa iba mejorando día a día, pero él había empezado a perder el interés. Al final, ¿qué es lo que estoy haciendo?, reflexionaba. Otro puto ladrillo en el muro, otra muela en la máquina. Hago dinero para las empresas y sus accionistas, y para los gobiernos que se lo gastan en armas que nos pueden matar a todos una y mil veces; ni siquiera desempeño las funciones de un trabajador decente, como hacía mi padre; soy un puto jefe, contrato gente, tengo empuje e iniciativa (o, al menos, los tenía); en realidad, hago que las cosas funcionen solo un poquito mejor de lo que funcionarían sin mí.

Volvió a racionarse el whisky y pasó temporadas limitándose al agua mineral. Dejó el hachís casi completamente cuando se dio cuenta de que ya no lo disfrutaba. Solo fumaba cuando iba a ver a Stewart. Por los viejos tiempos.

Empezó a esnifar coca con regularidad; al principio, era el ritual de los lunes por la mañana, y después el comienzo natural de algunas salidas nocturnas, hasta una noche en que estaba viendo la televisión y preparando un par de generosas rayas antes de salir de copas. Emitían un reportaje sobre la hambruna en África. Se vio obligado a apartar la vista de un niño con los ojos extintos y la piel negra y seca como las alas de un murciélago. Miró hacia abajo, a la mesa junto a la que estaba agachado, y vio su rostro reflejado en el cristal a través del fulgente polvo blanco. Se había metido tres mil libras de aquella cosa por la nariz la semana anterior. Mierda, pensó.

Un mal año. Otro mal año. Empezó a fumar. Aceptó finalmente que necesitaba gafas. Su calvicie ya era del tamaño del desagüe de una bañera. Sus sentimientos se debatían entre las últimas inquietudes de la juventud y las últimas oportunidades propias de la edad. Tenía treinta y seis años, pero se sentía como un joven de dieciocho a punto de cumplir setenta y dos.

En noviembre, Andrea le dijo que estaba pensando en quedarse en París para cuidar de Gustave. Tendrían que casarse si su familia insistía. Esperaba que lo entendiese.

—Lo siento, muchacho —dijo ella, con la voz apagada.

—Sí —respondió él—. Y yo también.

Qué coño, supongo que no puedo quejarme, no me ha ido mal y eso, pero no me apetece dejarlo todo justo ahora. Supongo que un caballero de la espada nunca deja de serlo. Muy pocos viven hasta mi edad, soy excepcional, es lo que hay. Me imagino que no lo habría conseguido sin el maldito familiar en el hombro, pero no se lo digo; bastante engreído es ya sin que yo le haga la rosca. Sin embargo, no ha encontrado la solución para nuestro pequeño problema, o sea, hacernos viejos. Parece que no es tan listo.

De todas formas, aquí estoy, sentado en la cama, mirando los monitores de vigilancia de circuito cerrado y pensando guarradas, intentando que se me ponga dura. Me acuerdo de Angharienne y de todo lo que hacíamos. ¡Cómo nos despertábamos! Parece difícil de creer, pero cuando eres joven lo pruebas todo. Vale, solo se es joven una vez, como se suele decir (el pequeño familiar no está de acuerdo, pero aún tiene que demostrar que me equivoco). Supongo que trescientos años no están mal, pero joder, todavía no estoy preparado para morirme, aunque parece que no tengo elección. El familiar ha intentado algunas cosas (él tampoco tiene elección, porque lo tengo unido a mí), pero hasta ahora ninguna ha funcionado y creo que al muy cabrón se le han agotado las ideas. Dice que aún le quedan balas en la recámara, que no sé lo que quiere decir, pero bueno. Lo que sea. El familiar está sentado en la mesita de noche, arrugado y gris. Ya no se sienta en mi hombro desde que hicimos el castillo volador (él lo llama «barco», pero le gusta confundir las cosas, porque a la habitación la llama «puente de mando»). Lo que pasó fue que volvimos a ver al brujo que me ayudó a entrar en el Inframundo y los dos (el brujo y el familiar) tuvieron una pelea y yo tuve que mirar desde un rincón, congelado por un hechizo que el maldito familiar nos había echado. Al final ganó el familiar, pero entonces, cuando ya podía habérmelo quitado de encima, se dio cuenta de que no podía hacer lo que quería, que era ocupar el cuerpo del brujo; parece que va contra las normas y eso; yo lo podía sacar del Inframundo, pero él no podía poseer un cuerpo vivo, tenía que hacerlo con un objeto inanimado. Se quedó hecho polvo, el pobre. Atrapado en el pequeño cuerpo del familiar y sin poder escapar. Se cabreó mucho y empezó a destrozar la guarida del brujo, y yo pensé que luego iría por mí, pero no. Al final se tranquilizó, volvió a mi hombro y me liberó del hechizo. Me explicó que estábamos destinados a estar juntos para bien o para mal, y que tendríamos que llevarnos lo mejor posible.

Quizá es lo mejor, nunca se sabe. No creo que hubiera vivido tanto tiempo sin él; a veces tenía ideas muy buenas y eso. La primera fue volver a ver a la joven con la que hice tratos poco antes de rescatarlo del Hades. Angharienne, así se llamaba; el familiar pensó que ella y yo podríamos llegar a una especie de pacto, según dijo. Al principio, ella no lo tenía nada claro, pensó que el familiar quería ocupar su cuerpo y eso, pero entonces tuvieron una charla bastante complicada y los dos hicieron magia y entraron en trance (menudo aburrimiento), y se despertaron sonriendo y estando de acuerdo. El familiar me dijo que íbamos a cumplir una especie de trato. «Vale», acepté, «siempre que no haya nada sucio en él». De todas formas, me da a mí que así es como he llegado a ser un viejo caballero de la espada.

—¿Qué está haciendo? ¿Acaso quiere resucitar a los muerto»?

—Cállate; no es asunto tuyo.

—Claro que es asunto mío. ¿Y si sufre un ataque al corazón o algo similar?

—Entonces haces algo de magia para revivirme.

—Ni soñarlo. Seguro que estiraría la pata. Déjelo, haga el favor, es indecoroso para un hombre de su edad. Su cerebro puede seguir retrasado, pero su edad física es avanzada.

—Es mi pito y es mi vida.

—También es mi vida y no puede jugar con una vida si ello implica jugar también con la otra. Haga el favor de ser consciente de la relación.

—No quiero hacerme una paja, solo ver si todavía se pone dura la cosa. Vamos, veamos un vídeo guarro, ¿eh?

—No. Siga mirando los monitores.

—¿Para qué?

—Usted siga mirando. Nunca se sabe lo que puede ocurrir. No todo está perdido.

—Tendríamos que haber seguido buscando la fuente de la eterna juventud.

—Bah... seguramente se habría meado usted en ella.

—Menuda mierda —concluyo, y me quedo ahí tumbado con los brazos cruzados, y siento lástima de mí mismo.

El castillo volante está sobre la ladera de una colina; aterrizamos aquí hace semanas, después de visitar el planeta donde dicen que hacen que la gente viva para siempre. Pero no consiguieron nada con nosotros (dijeron que no tienen experiencia con caballeros de la espada y los familiares). Yo quería ir a una de esas ciudades grandes de la Tierra y tomarme alguna de esas drogas mágicas que tienen en estos tiempos; unas semanitas de diversión quemándote como un tío joven, te limpias las tuberías rápido y fácil, y te lo pasas en grande en el proceso; pero el familiar no quería, y pilotó el castillo hasta aquí, en medio de la nada, en esta ladera con frío y viento, despidió a todos los guardas y sirvientes y eso, y también echó a dos bisnietos y regaló la mitad del equipamiento mágico que teníamos: bolas de cristal que dicen el futuro, submáquinas encantadas, misiles mágicos y todas esas cosas. Parecía que quería demostrar a todo el mundo que nos estábamos preparando para palmarla, pero no lo dio todo; se quedó con el castillo volante y guardó algunas cosas como chaquetas para volar, el traductor universal y varias toneladas de platino invisible en la bodega. Incluso encontró pilas nuevas para la daga. Se quedó sin pila hará un siglo más o menos y no era nada útil, pero me la quedé por razones sentimentales. El familiar se puso muy pesado porque decía que era una copia barata y que ya me había avisado, pero hace poco encontró pilas nuevas y la puso al mando de la seguridad en la puerta del castillo volante. A saber por qué coño lo hizo; a lo mejor el familiar se está volviendo excéntrico con la edad.

Sigo sin dejar de pensar en la esposa. La palmó hace casi medio siglo, pero todavía puedo ver su cara huesuda como si se hubiera muerto ayer. Resulta que no era tan joven como parecía; nunca descubrí su edad, pero el familiar dice que debía de tener unos mil años o así. Ni siquiera envejecía despacio como se supone que envejecen las brujas; se hizo magia y eso, y siempre parecía que era una adolescente, hasta que la diñó. Entonces le pilló todo de golpe y se convirtió en una estatua. Una escultura pequeña de madera marrón, dura y oscura y vieja. Dejó instrucciones de ser plantada en el bosque cercano a donde nació, y allí se convirtió en un arbolito poco después. El familiar dice que el arbolito que ahora es pequeño y marchito se convertirá en uno grande y más joven, y luego irá encogiendo como si fuera hacia atrás en el tiempo, hasta quedarse reducido a una semilla, y luego ni idea de lo que pasará. Parece triste mientras me cuenta todo eso, porque sabe que cuando yo me muera (bueno, los dos, porque no puede vivir sin mí), se desintegrará y se convertirá en polvo, y ni siquiera tendrá una existencia en el Inframundo. Es que seguramente no me dejarían ni entrar en el infierno desde lo que pasó la última vez que estuve allí, al pequeño familiar aún se le escapa la risa cuando hablamos de los viejos tiempos de cuando lo rescaté; parece que tuvieron que cambiar todo el sistema después de que el tal Caronte se convirtiera en piedra; un par de tíos llamados Virgilio y Dante se pusieron al mando por un tiempo y ahí siguen. A saber cómo coño me reciben cuando atraviese sus puertas, o lo que tengan ahora instalado. Seguramente me dejen entrar, pero tengan algo muy feo preparado. Me parece que queda claro por qué no tengo ningunas ganas de palmarla.

—Ajá.

—Ajá, ¿qué?

—Ya decía yo que debía usted mirar los monitores.

—Que sí, que sí, ¡un momento! ¿Quién coño es ese?

—Nadie que nos quiera bien, eso está claro.

—¡Menuda mierda! —Bajando por la ladera de la montaña, hay un tío con el pelo rubio y una gran espada. Tiene los hombros muy anchos y unas cintas de metal en todo su cuerpo, unas botas enormes y una especie de casco con una cabeza de lobo, rugiendo. Me siento en la cama, asustado. Estos días están siendo muy duros (todo es duro menos lo que tendría que ponerse duro) y entre el reuma y eso, que me tiemblan las manos y que necesito gafas, no me veo yo enfrentándome a un guerrero joven con una gran espada—. ¿Qué coño ha pasado con la zona de exclusión total, eh? ¡Pensaba que la gente se quedaba frita cuando intentaban entrar en el castillo volante!

—Mmm... —dice el familiar—, debe de ser el casco que lleva; posiblemente lleve algún dispositivo de neuromonitorización. Veamos si el láser puede con nuestro intruso.

El tío cachas baja por la pendiente, mira el castillo con atención, con los músculos tensos y balanceando la espada. De pronto, pone cara de sorprendido y empieza a balancear la espada más rápido, y en la pantalla se ve borroso y luego sale un rayo de luz y la imagen desaparece y el monitor se queda muerto.

—¡Oh, no! ¿Ahora qué pasa? —Intento salir de la cama, pero mis viejos músculos se ha convertido en gelatina o algo, y estoy sudando como un cerdo. El monitor resucita y muestra la puerta del castillo desde dentro.

—Mmm... —dice de nuevo el familiar, como si estuviera impresionado o algo así—. No está mal. Aquí hay una especie de presciencia limitada, podría jurarlo. Él sabía a ciencia cierta que el láser iba a dispararle. Posiblemente solo ve unos segundos hacia el futuro, pero lo bastante como para que resulte difícil de detener. Buen truco el del láser, probablemente algún campo reflectante de la espada. Tal vez el hecho de que la luz se haya proyectado justo en las cámaras sea una coincidencia, pero, de no ser así, tenemos un adversario valeroso.

—¡No puedo moverme! ¡Haz algo! Qué coño de adversario valeroso; ¡vámonos de aquí! ¡Pon el castillo a volar!

—Me temo que no hay tiempo—responde el familiar, increíblemente tranquilo—. A ver si la daga puede detenerlo.

—¡De puta madre! ¿Es lo único que tenemos?

—Me temo que así es. Eso y un par de esclusas de aire no muy útiles.

—¿Y ya está? Serás gilipollas... No sé por qué tuviste que dejar marchar a todos los guardas, y a los...

—Se debió a un error de apreciación, imagino —contesta el familiar, y bosteza. Salta sobre mi hombro y los dos miramos la puerta del castillo por dentro. La punta de una espada aparece a través del metal, cortando un círculo del mismo, que se cae al suelo y deja pasar al capullo del pelo rubio—. Campos —susurra el familiar—. La puerta de la esclusa tenía refuerzos de monofilamentos; y para cortarlos se necesitan cuchillas tremendamente afiladas. Tal vez el tipo lleve alguna clase de arma... aunque podría ser al revés, por supuesto.

—¿Dónde está la puta daga? —Ahora ya estoy gritando; no puedo moverme y estoy a punto de cagarme en la cama. El capullo del pelo rubio está caminando por dentro del castillo. Parece que lleva mucho cuidado, pero anda con decisión, con la espada preparada para cualquier cosa. Mira hacia un lado y sus ojos se encienden de furia.

La daga se le acerca, pero demasiado despacio; casi indecisa. El rubio no deja de mirarla. La daga se para en el aire, se cae al suelo y se va rodando a un rincón.

—¡Oh, no!—grito.

—Ya le advertí de que era una copia barata; tuvieron que equiparla con un circuito de identificación. Posiblemente, la espada de nuestro intruso (o su casco) emitieron una señal falsa. Lo ideal son los agentes independientes, capaces de formular sus propios juicios... motivo preciso por el cual no nos resultan del todo útiles.

—¡Deja de hablar como un comercial y haz algo de una puta vez! —le grito al familiar. Pero él encoge sus pequeños hombros grises y suspira.

—Demasiado tarde, me temo. Lo siento.

—¡Lo sientes! —berreo en su cara—. No es a ti a quien esperan en Hades, tío. Han tenido trescientos años para pensar en algo muy malo para mí; ¡trescientos putos años!

—Tranquilícese, viejo amigo. ¿No puede afrontar la muerte con un poco de dignidad?

—A la mierda la dignidad, ¡yo quiero vivir!

—Mmm... bien —dice el familiar mientras el capullo del pelo rubio desaparece del monitor. Se oye el ruido de un golpe fuerte al otro lado de la puerta de la habitación, y el suelo tiembla—. ¡Oh, no! —Me meo en la cama; es que no puedo parar—. ¡Mami! ¡Papi!

La puerta se abre de golpe. El capullo rubio está ahí de pie, ocupando todo el quicio. Aún es más grande de lo que parecía en pantalla. Y la puta espada es casi tan larga como yo. Me encojo en la cama, me tiembla todo el cuerpo. El guerrero tiene que agacharse porque si no el casco de cabeza de lobo toca con el techo.

—¿Q-q-qué pasa, colega? —le digo.

—No pasa nada —dice el tío mientras se acerca a la cama. Pedazo de mastodonte. Levanta la espada y apunta hacia mí.

—Va, tío, espera un momento, por favor. No puedes

Puede.

En la vida he sentido un golpetazo así, como si Dios me estuviera dando una paliza, o un millón de voltios me estuvieran atravesando. Veo estrellas y luces y me mareo. Puedo ver cómo la espada se cae sobre mí, centelleando en la luz, y puedo ver la expresión en la cara del guerrero, y oír un ruidito en mi oreja, un ruido como una risilla; juraría... que es como una risilla, de verdad.

El tío de la cama estaba muerto con el cráneo partido en dos, como un coco podrido. Y la cosa rara esa que tenía en el hombro desapareció en una nube de humo. Me mareé y vi estrellas y eso. Parecía que el tío de la cama era diferente del principio cuando entré en la habitación, no tenía el pelo tan gris y eso, me parece.

—Bien... parece que la transferencia funcionó. ¿Cómo se siente? —Era el casco que hablaba. Me senté en la cama y me lo quité y miré a la cabeza de lobo.

—Estoy un poco raro —le dije.

—Y no es el único —contestó y la cabeza de lobo me miró y sonrió—. Estoy gratamente sorprendido porque mi dilatado intelecto ha sobrevivido a la transliteración, completo e intacto, con lo que no puedo imaginar que, con la fidelidad de transmisión de tan colosal biblioteca de sabiduría mental, exista la más remota posibilidad de que su conato de conciencia no haya sufrido algún daño en el proceso. De todas formas, volviendo a lo que nos ocupa, los circuitos de nuestro medio de transporte se percatarán de que hay un intruso a bordo; y no captarán que usted es el legítimo propietario de su nuevo cuerpo, y todavía necesito algo de tiempo para resintonizar los circuitos telepáticos de este ridículo casco. Con lo cual, deberíamos marcharnos antes de que el castillo se barrene a sí mismo, lo que provocaría una explosión termonuclear si no me equivoco, problema del que dudo que ni yo, ni usted, ni su maravillosa espada pudieran protegernos, así que, mejor será que nos apresuremos.

—Vale, vale, tío —digo y me levanto y me pongo el casco. Estoy de puta madre, es como si hubiera soñado y me hubiera despertado; un sueño de ser un hombre viejo, como el que está tieso en la cama. Bueno, y qué coño importa. Es mejor que nos larguemos del castillo si la cabeza de lobo lo dice. Levanté la espada y salí corriendo afuera. Otra vez, no había ni un puto tesoro ni nada, pero no se puede tener todo, pero da igual, hay muchos castillos y magos ybárbaros viejos y eso...

»Menuda vida, ¿eh? ¡Es la leche!

Cuaternario

—¿Sabes? Hacía tres años que tenía el disco cuando me enteré de que el título era un juego de palabras. ¿De dónde eres?

—Soy de Fife—le dijo a Stewart, sacudiendo la cabeza.

—Bien, tío —respondió este.

—Dios, a veces soy tan estúpido... —murmuró, mirando con tristeza su lata de Export.

—Sí, tío —asintió Stewart—. Sí, tío. —Se levantó para darle la vuelta al disco.

Él miró por la ventana, contemplando las vistas de la ciudad y los lejanos árboles del Glen. Su reloj marcaba las 2:16. Ya estaba oscureciendo. Supuso que ya estaban cerca del solsticio. Bebió un poco más.

Se había tomado cinco o seis latas, y todo apuntaba a que tendría que quedarse en casa de Stewart a pasar la noche, o bien tomar un tren de regreso a Edimburgo. Un tren, pensó. Hacía años que no viajaba en uno. Estaría bien tomar un tren desde Dunfermline y pasar sobre el viejo puente; podría lanzar una moneda y desear el suicidio de Gustave, o que Andrea estuviese embarazada y quisiese tener a su hijo en Escocia, o...

Basta, idiota, pensó. Stewart se volvió a sentar. Habían estado hablando de política y habían acordado que, si eran sinceros sobre sus creencias, marcharían a Nicaragua a luchar por los sandinistas. También habían recordado viejos tiempos, vieja música y viejos amigos... pero no habían hablado de ella. Comentaron la adhesión del Reino Unido a la Iniciativa de Defensa Estratégica, que tampoco les quedaba tan lejos; ambos conocían gente en la universidad que trabajaba en circuitos ópticos integrados en los que el Pentágono mostraba un notable interés.

Hablaron sobre la nueva cátedra Koestler de Parapsicología de la universidad, y sobre un programa que ambos habían visto en televisión unas semanas antes, sobre los sueños lúcidos y sobre la hipótesis de la formación causativa (él dijo que, efectivamente, era interesante, pero recordaba cuándo las teorías de Von Daniken habían sido realmente «interesantes»).

Hablaron sobre una historia comentada aquella semana en televisión y en prensa, sobre un ingeniero ruso emigrado a Francia que había sufrido un accidente de tráfico en Inglaterra. Habían encontrado una gran cantidad de dinero en su coche y el hombre era sospechoso de haber cometido un crimen en Francia. Aparentemente, había entrado en coma, pero los médicos creían que estaba fingiendo. «Qué cabrones y rebuscados somos los ingenieros», le dijo a Stewart.

En realidad, habían hablado de casi todo excepto del único tema sobre el que deseaba hablar él en el fondo. Stewart había intentado sacarlo en varias ocasiones, pero él siempre se salía por la tangente. El programa sobre los sueños lúcidos había surgido porque fue su último motivo de discusión con Andrea; y la hipótesis de la formación causativa porque, posiblemente, sería el siguiente. Stewart no lo presionó con el asunto de Andrea y Gustave. Tal vez solo necesitase hablar, de lo que fuese.

—Por cierto, ¿qué tal están los niños? —preguntó.


Stewart comió algo y le ofreció, pero él no tenía hambre. Se fumaron otro porro, él se tomó otra cerveza y siguieron hablando. La tarde dio paso a la oscuridad. Stewart decidió echar una cabezadita porque estaba cansado. Puso el despertador para tomar un té más tarde. Tal vez irían a tomar unas pintas después de cenar.

Escuchó a Jefferson Airplane con los auriculares, pero el disco estaba rayado. Echó un vistazo a la colección de libros de su amigo, bebiendo de la lata y apurando el último porro. Al final, se acercó a la ventana, contemplando los tejados de pizarra, el palacio en ruinas y la abadía.

La luz del día se escapaba lentamente del cielo nublado. Las calles estaban iluminadas y las carreteras estaban plagadas de coches aparcados o circulando lentamente; sin duda, la gente empezaba a efectuar sus compras navideñas. Se preguntó cómo habría sido aquel lugar cuando en el palacio todavía habitaban los reyes.

Y el reino de Fife. Ahora era una extensión reducida, pero había sido lo suficientemente grande en otros tiempos. Roma también había empezado pequeña, pero aquello no la había detenido; cómo habría sido el mundo si una parte de Escocia (antes de existir como estado) hubiera florecido como lo hizo Roma... No, no tenían el bagaje ni el legado históricos en Escocia en aquella época. Atenas, Roma, Alejandría; todas tenían bibliotecas cuando aquí solamente había fortalezas; no éramos bárbaros, pero tampoco civilizados. Cuando estábamos listos para tomar parte, ya era demasiado tarde; siempre llegábamos pronto o con retraso, y los mayores logros los hemos llevado a cabo para otros pueblos.

Bueno, «escocesismo» sentimental, pensó. ¿Qué tal centrarnos en la conciencia de clases antes que en el nacionalismo? Bien, efectivamente.

¿Cómo era ella capaz de hacerlo? Al margen de que aquel fuera su hogar, donde vivía su madre y sus amigos más antiguos, donde se forjaron sus primeros recuerdos y su personalidad, ¿cómo podía dejar todo lo que tenía en aquel momento? Al margen de él mismo; él abandonaba el escenario sin rechistar si era necesario..., pero ella tenía tanto que hacer y que decir... ¿cómo era capaz de hacerlo?

Sacrificio personal, la mujer detrás del hombre, cuidar de él, relegarse a un segundo plano...: aquello era totalmente contrario a todos sus principios y creencias.

Él aún no había sido capaz de hablarlo abiertamente con ella. Su corazón latía a toda prisa; dejó la lata sobre la mesa, pensando. En realidad, no sabía lo que quería decir realmente; solo tenía claro que necesitaba hablar con ella, abrazarla, estar a su lado y decirle todo lo que sentía por ella. Debía contarle cómo se encontraba, lo que pensaba sobre Gustave, sobre ella, sobre él mismo. Tenía que ser completamente sincero con ella, de forma que, al menos, ella fuera consciente de sus sentimientos con exactitud, sin falsas ideas. Era importante, maldita sea.

Terminó su lata de cerveza de un trago y dobló la lata roja. Unas gotas se escaparon del aluminio aplastado y cayeron sobre su mano. Se limpió. Debía decírselo. Tenía que hablar con ella en aquel preciso momento. ¿Qué hacía ella aquella noche? Estaban en casa, ¿no? Sí, así era. Lo habían invitado, pero a él le apetecía ver a Stewart. Decidió llamarla. Se acercó al teléfono.

Línea ocupada. Posiblemente, otra conferencia de larga distancia con Gustave. Incluso cuando no estaba en Francia pasaba la mitad del tiempo con él. Colgó el teléfono y caminó de un lado al otro por la habitación, con el corazón latiendo a toda velocidad y las manos sudorosas. Tenía ganas de orinar; se dirigió al baño, se lavó las manos después, se enjuagó la boca con elixir. Se encontraba bien, no se sentía colocado ni borracho. Volvió a intentar llamar por teléfono, pero la línea seguía ocupada. Se quedó de pie, junto a la ventana. Si miraba hacia abajo, bien pegado al cristal, podía ver el Jaguar. Un fantasma blanco y esbelto en la calle oscura. Consultó de nuevo su reloj. Se sentía bien, muy sereno. Podía conducir perfectamente.

¿Por qué no?, pensó. Podía arrancar el Jaguar albino en la oscuridad, dirigirlo hacia la autopista y recorrer el puente-carretera con el motor revolucionado, una arrogante sonrisa y un brote de dolor auricular por culpa del primer cabrón que se presenta a hacer daño... mierda, demasiado miedo y asco, muy al estilo de Hunter S. Thompson. Joder, ese libro siempre ha provocado que conduzcas demasiado rápido, tío. Eso te pasa por escuchar a White Rabbit hace un rato. No, no, mejor olvídate de conducir, no estás en condiciones.

Qué coño, todo el mundo lo hace en esta época del año. Si conduzco mejor borracho de lo que muchos lo hacen sobrios. Solo tienes que tomártelo con calma, no es tan difícil. Te conoces el camino. En ciudad vas con más cuidado por si algún crío cruza corriendo la calle y tus reflejos no están en su momento óptimo, y en la autopista vas tranquilo, respetas estrictamente el límite de velocidad, o incluso conduces ligeramente por debajo, sin dejarte intimidar por ningún jovencito que provoca con su Capri y sin dar sorpresas a cualquier conductor de BMW con cristales tintados; no te dejes provocar, mantén la concentración y no pienses en tiburones rojos o ballenas blancas, en probar la suspensión sobre el asfalto ni en la conducción deportiva en las curvas. Solo tómatelo con calma y escucha la música. Quizá Auntie Joanie. Algo suave pero no soporífero, rítmico pero no excitante, melodías homogéneas pero no enervantes; nada de eso...

Intentó telefonear una última vez. Se acercó a ver a Stewart, que dormía plácidamente y se dio la vuelta ante el resplandor de la luz del distribuidor. Le escribió una nota y se la dejó junto al despertador. Cogió la chaqueta y el pañuelo bordado y salió del apartamento.

Le llevó un rato llegar a la autopista. Había caído un chaparrón y las calles estaban mojadas. Steeltown de Big Country sonaba en el equipo de sonido mientras el Jaguar se abría paso entre el tráfico. Él todavía se sentía bien. Sabía que no debía conducir, e incluso se atrevió a calcular su tasa de alcoholemia aproximada en caso de tener que soplar, pero una parte (sobria) de él mismo observaba y evaluaba su conducción; lo estaba haciendo bien, lo lograría, siempre que no perdiese concentración y que la suerte lo acompañase. Nunca más lo haría, se dijo a sí mismo, cuando finalmente encontró una calle desierta que llevaba a la autopista. Solo aquella vez. Era importante, al fin y al cabo.

Y tendré mucho cuidado.

Como era una calzada con dos carriles, dejó que el coche se lanzase hacia delante, sonriendo mientras su espalda se clavaba en el asiento. «Me encanta el rugido del motor», murmuró para sí mismo. Sacó la cinta de Big Country del casete, frunciendo el ceño a modo de reprobación por exceder el límite de velocidad. Aminoró la marcha.

Música no demasiado estridente, pero que estimule el nivel de adrenalina para aproximarse al gran puente gris y atravesarlo. ¿Bridge over troubled water?, se preguntó con una irónica sonrisa. Hace siglos que esa canción no está en el coche. En la otra cara de la cinta estaban Lone Justice y Los Lobos. La volvió a coger y le echó un rápido vistazo mientras se acercaba a la autopista. No, no estaba dispuesto a esperar a que se rebobinase. Mejor escucharía a los Pogues. Rum Sodomy & The Lash; un disco con canciones ideales para conducir. Tampoco pasa nada por un poco de estrépito. Es mejor para mantenerse despierto. No es necesario seguir el ritmo de la música todo el tiempo. Allá vamos...

Entró en la M90, dirección sur. El cielo era azul oscuro al otro lado de las espesas nubes. Un anochecer suave, apenas frío. La carretera seguía mojada. Cantó junto a los Pogues mientras intentaba no conducir demasiado rápido. Tenía sed; normalmente llevaba alguna lata de Coca-Cola o Irn Bru en el coche, pero había olvidado reponer la última. Aquellos días estaba muy despistado. Encendió las luces del coche después de que varios vehículos se lo advirtieran con ráfagas.

La autopista recorría la cresta de una colina entre Inverkeithing y Rosyth, desde donde se veían las luces del puente-carretera, repentinos destellos sobre las agujas de las dos inmensas torres. Una vergüenza, por cierto; él prefería las antiguas luces rojas. Se apartó al carril de la derecha para dejar pasar a un Sierra, y contempló cómo se alejaba frente a él en la oscuridad, pensando: en circunstancias normales, no me adelantarías con tanta facilidad, amigo. Se acomodó en el asiento y se puso a dar toques en el volante con los dedos al ritmo de la música. La carretera atravesaba una escarpada ladera rocosa que formaba la pequeña península; la señal de North Queensferry apareció iluminada. Podría haber descendido por allí y haberse detenido una vez más bajo el puente ferroviario, pero prolongar aquel trayecto no tenía sentido; hubiera implicado tentar al destino, o al menos, a la ironía.

¿Por qué estoy haciendo esto?, pensó. ¿Acaso supondrá alguna diferencia? Odio con todas mis fuerzas a los conductores borrachos, ¿por qué demonios hago yo lo mismo que ellos? Pensó en dar media vuelta y en tomar la carretera hasta North Queensferry. Allí había una estación; podía aparcar y tomar el tren (en cualquier dirección)..., pero pasó de largo la última salida antes del puente. Mierda. Tal vez podía detenerse al otro lado, en Dalmeny, y aparcar allí en lugar de arriesgar la pintura de la carrocería en el torrente de tráfico prenavideño de Edimburgo. Podía volver por la mañana a recoger el coche, sin olvidar ponerle antes todas las alarmas.

El tramo rocoso de la carretera finalizó tras cruzar las colinas. Desde aquel punto, se veía South Queensferry, el puerto deportivo de Port Edgar, el cartel de la destilería de Vat 69, las luces de la fábrica de Hewlett Packard y el puente ferroviario, oscuro bajo el último resplandor del atardecer. Tras él, más iluminación, como la de la refinería de aceite con la que tenía un subcontrato, y más lejos, las luces de Leith. Los huesos vacíos del viejo puente ferroviario eran del color de la sangre seca.

Qué puta belleza, pensó... Qué estructura tan inmensa y majestuosa. Tan delicada desde la distancia, tan colosal y fuerte al aproximarse a ella. Elegante y soberbia; una forma perfecta. Un puente de gran calidad; soportes de granito, una buena plataforma de acero, y una indeleble pintura roja...

Echó un vistazo a la calzada del puente, y observó cómo ascendía suavemente hasta su cima suspendida. El suelo estaba algo húmedo, pero no había de qué preocuparse. Todo controlado. Tampoco conducía excesivamente rápido, se mantenía en el carril de la derecha, mirando el torrente de agua que se acercaba desde el puente ferroviario. Una luz parpadeaba al otro extremo de la isla situada debajo de la sección intermedia del puente.

Un día te habrás ido. No hay nada que dure para siempre. Tal vez eso es lo que quiero decirle. Tal vez quiero decir: no, por supuesto que no me importa, debes marcharte. No puedo envidiarle eso al otro hombre; habrías hecho lo mismo por mí, y yo por ti. Es una lástima, pero no hay más. Márchate, sobreviviremos. Tal vez algún...

Vio al camión que tenía delante adelantando en una maniobra brusca. Había un coche detenido, abandonado en su mismo carril. Tomó aliento, clavó los frenos, intentó esquivarlo; pero ya era demasiado tarde.

Hubo un instante en que su pie apretó el freno tan a fondo como pudo, y cuando hubo girado el volante al máximo en un solo movimiento, se dio cuenta de que no podía hacer más. No supo cuánto duró aquel instante, solo alcanzó a ver que el coche era un MG, aparentemente sin ocupantes (una ola de alivio en el maremoto del pánico) y que iba a colisionar con él, en un fuerte impacto. Llegó a vislumbrar brevemente la matrícula; VS algo. ¿No era un número de la costa oeste? El símbolo octogonal de MG del maletero del coche averiado raspó el morro del Jaguar mientras este se descontrolaba y empezaba a derrapar. Él intentó enderezar el coche y recuperar el dominio, pero con el pie clavado en el freno, no fue posible. Pensó: eres imbé...


El Jaguar blanco personalizado, matrícula 233 FS, colisionó contra la parte trasera del MG. El conductor del Jaguar salió despedido hacia delante cuando el vehículo empezó a dar vueltas de campana. El cinturón de seguridad lo mantuvo en su asiento, pero el volante deportivo se clavó en su pecho con la fuerza de un martillazo.

Colinas suaves bajo un cielo oscuro; las nubes escarlata parecen reflejar los contornos lisos de la tierra sobre ellas. El aire es pesado y denso; huele a sangre.

El suelo está encharcado, pero no de agua. La batalla que se ha librado aquí, sea cual sea, sobre estas colinas cuya extensión parece eterna, ha empapado la tierra de sangre. Hay cuerpos por todas partes, cadáveres de cada animal y de cada color y raza de ser humano. Al final, encuentro al hombre bajito, ocupándose de los cuerpos.

Sus ropas son harapos; la última vez que nos vimos fue en... ¿Mocea? (¿Occam? No sé, algo así), cuando golpeaba las olas con su látigo de acero. Ahora hace lo propio con los cuerpos. Cuerpos muertos que reciben cien latigazos cada uno, como si no estuvieran ya bastante destrozados. Lo observo durante un rato.

Su proceder es tranquilo, metódico; cien latigazos exactos a cada cuerpo antes de pasar al siguiente. No muestra preferencia alguna respecto a especie, sexo, tamaño o color; golpea a cada cadáver con el mismo vigor decidido, en la espalda si es posible, y si no, tal como lo encuentra. Solamente los toca si llevan armadura, para apartar la visera o desabrocharla.

—Hola —saluda. Me mantengo a una distancia prudencial, por si su cometido fuese dar latigazos a cualquier cuerpo que tuviera delante, tanto vivo como muerto.

—¿Me recuerda? —le pregunto. Acaricia su látigo manchado de sangre.

—Lo cierto es que no —responde. Le hablo de la ciudad en ruinas junto al mar. Niega con la cabeza—. No; no era yo —asegura. Escarba entre sus harapos durante un segundo, y extrae una especie de tarjeta rectangular. La limpia con una tira de sus andrajosas ropas y me la extiende. Me acerco con cautela—. Tenga —añade—, me dijeron que se la diese.

La cojo y doy un paso atrás. Es un naipe; el tres de diamantes.

—¿Para qué la quiero? —le pregunto. Se limita a encogerse de hombros y limpia el mayal con un jirón de su manga.

—No lo sé.

—¿Quién se la dio? ¿Cómo sabían...?

—¿Son todas esas preguntas realmente necesarias? —inquiere, moviendo la cabeza.

—Supongo que no —respondo, avergonzado, mientras sostengo la carta—. Gracias.

—No hay de qué —concluye. Había olvidado lo cálida que era su voz. Me doy la vuelta, dispuesto a marcharme, y vuelvo a mirarlo de nuevo.

—Una última cosa —digo señalando los cuerpos que cubren el suelo como una capa de hojas secas—, ¿qué ha pasado aquí? ¿Qué le ha ocurrido a toda esta gente?

—No escucharon sus sueños —dice, encogiéndose de hombros, y acto seguido vuelve a su tarea.

Emprendo de nuevo mi camino hacia la lejana línea de luces que cubre el horizonte como un rayo de oro blanco.


Abandoné la ciudad de la cuenca marítima seca y caminé junto a la vía del tren, siguiendo la misma dirección que el tren del mariscal de campo antes de sufrir el ataque. Nadie me perseguía, pero mientras caminaba, oí el sonido de un tiroteo lejano procedente de la ciudad.

El paisaje fue cambiando gradualmente y se transformó en un entorno menos árido. Encontré agua y, al cabo de un tiempo, árboles frutales. El clima fue volviéndose más agradable. De vez en cuando, veía personas, caminando solas igual que yo o en grupos. Yo me mantenía alejado de ellas y ellas me evitaban. Cuando me aseguré de que podía avanzar sin peligro, y encontré agua y comida, los sueños empezaron a sucederse cada noche.

Siempre era el mismo hombre sin nombre y la misma ciudad. Los sueños iban y venían, repitiéndose una y otra vez. Yo veía muchas cosas, pero todas inciertas. En dos ocasiones, casi consigo averiguar el nombre del hombre. Empecé a creer que mis sueños eran la auténtica realidad, y me despertaba cada mañana bajo un árbol o sobre rocas volcánicas, con la esperanza de hacerlo en otra existencia, en una vida diferente; en una cama limpia de hospital, por ejemplo..., pero no. Siempre me encontraba allí, en llanuras templadas que terminaban convirtiéndose en un campo de batalla, y donde estaba el hombre del látigo. No obstante, sigo viendo la luz al final del horizonte.

Me dirijo hacia esa luz. Parece el final de las húmedas nubes; el gran párpado de un ojo dorado. En la cima de una colina, vuelvo la vista hacia el hombre bajo y deforme. Sigue ahí, dando latigazos a los guerreros caídos. Tal vez debería haber regresado y haberle permitido golpearme. ¿Podría ser la muerte la única forma de despertarme de este terrible sueño embrujado?

Eso requeriría fe. Y yo no creo en la fe. Creo que existe, pero no creo que funcione. No sé cuáles son las normas en este lugar; no puedo arriesgarme a tirar todo por la borda por una posibilidad remota.

Llego al lugar donde terminan las nubes y empieza un acantilado. Más allá, solo hay arena.

Un lugar antinatural, pienso, mientras miro el final de la masa de nubes oscuras. Demasiado marcado, demasiado uniforme. La frontera entre las tierras sombrías con sus ejércitos caídos en forma de cadáveres y la extensión de arena dorada está definida con demasiada precisión. Un aire caliente se levanta desde la tierra y arrastra los olores rancios y densos del campo de batalla. Bebo una botella de agua y como algo de fruta. La chaqueta de mi uniforme de camarero es fina, el viejo abrigo del mariscal de campo está sucio. Todavía conservo el pañuelo.

Salto desde la última colina a la arena cálida, y desciendo por la pendiente dorada, deslizándome hacia el suelo del desierto. El aire es caliente y seco, totalmente desprovisto de los olores hediondos del campo de batalla que acabo de abandonar, pero también embriagado de otra clase de muerte: la promesa de que voy a adentrarme en un lugar donde no hay agua, ni comida, ni sombra.

Empiezo a caminar.


En una ocasión, pensé que me moría. Había caminado y me había arrastrado, sin encontrar una sombra bajo la que cobijarme. Al final, caí por la pendiente de una duna y me di cuenta de que sería incapaz de levantarme sin agua, sin líquido o sin lo que fuera. El sol era un hoyo blanco en un cielo tan azul que no tenía color. Esperé a que se formasen nubes, pero nada ocurrió. Más tarde, aparecieron unos pájaros oscuros de grandes alas. Empezaron a volar en círculos sobre mí, siguiendo un remolino invisible; esperando.

Los miré, con los párpados casi pegados. Las aves se movían en una gran espiral sobre el desierto, como si hubiera un inmenso cilindro giratorio e invisible suspendido encima de mí, y ellas fueran pequeños fragmentos de seda negra pegados a su superficie, moviéndose lentamente al ritmo de la gran columna.


Entonces, veo a un hombre que aparece en la cima de una duna. Es alto y musculoso, y lleva una especie de armadura ligera, que deja al descubierto sus piernas y brazos dorados. Lleva una enorme espada y un casco ornado, que sostiene bajo una de sus axilas. Parece transparente e insustancial para su voluminosa complexión. Puedo ver a través de su cuerpo: tal vez es un fantasma. La espada centellea bajo los rayos del sol, pero con un brillo apagado. El tipo se balancea allí de pie; no me ha visto. Apoya una mano en su ojo; parece que está hablando con el casco que lleva bajo el brazo. Medio camina, medio se tambalea; sumerge sus musculosas piernas en la arena. Parece que todavía no ha reparado en mí. Su pelo rubio se ha desteñido con el sol, y la piel de su cara, sus brazos y sus piernas está quemada. Arrastra la espada tras de sí y va dibujando un surco en la arena. Se detiene cuando llega a mis pies, mirando a lo lejos, balanceando su cuerpo. ¿Acaso ha venido para matarme con su enorme espada? Bueno, al menos, será rápido.

Sigue de pie, sin dejar de tambalearse, con los ojos clavados en la difusa lejanía. Juraría que está demasiado cerca de mí, demasiado cerca de mis pies; como si sus propios pies se hubiesen fusionado de alguna forma con los míos. Permanezco tumbado, esperando. Él lucha por mantenerse en pie, y extiende un brazo de pronto mientras intenta equilibrarse. El casco que lleva bajo el brazo se cae sobre la arena. El ornamento, una cabeza de lobo, profiere un grito.

Los ojos del guerrero se quedan en blanco. Se precipita sobre mí, y yo cierro los ojos, preparado para que me caiga encima.

No siento nada. Tampoco oigo nada. El guerrero no cae sobre la arena junto a mí, y cuando abro los ojos, no hay ni rastro del hombre o de su casco. Vuelvo a mirar al cielo, a la doble espiral de aves que vuelan el círculo y presagian la muerte.


Utilicé mis últimas reservas de fuerza para desabrocharme el abrigo y la chaqueta, y dejar mi pecho al desnudo frente a la columna giratoria invisible del cielo. Me quedé tumbado con los brazos abiertos durante un rato; y dos de los pájaros se posaron sobre la arena, junto a mí. No me moví.

Uno de ellos me golpeó la mano con su afilado pico, y luego se apartó. Seguí tumbado, inmóvil, esperando.

Cuando se dispusieron a atacarme en los ojos, los agarré por el cuello. Su sangre era densa y salada, pero, para mí, aquel era el sabor de la vida.


Veo el puente. De entrada, estoy seguro de que se trata de una alucinación. Después pienso que puede ser un espejismo, algo parecido a un puente que se refleja en el aire y (para mis ojos resecos y obsesivos) va tomando su forma. Me acerco a él, a través del calor y de las dunas de arena. Llevo el pañuelo en la cabeza para protegerme del sol. El puente brilla a lo lejos, y forma una línea indefinida de cumbres.

Voy acercándome lentamente a lo largo del día, descansando solo durante un breve lapso de tiempo en el que el sol se encuentra a su máxima altura. En ocasiones, trepo hasta las cimas de las dunas, para asegurarme de que el puente está realmente ahí. Me encuentro a unos tres kilómetros de distancia cuando mis confusos ojos reconocen la verdad; el puente está en ruinas.

Las secciones principales están prácticamente intactas, aunque algo deterioradas, pero los enlaces, las plataformas y los pequeños puentes dentro de otros puentes han sido destruidos, y muchas zonas de los extremos de la sección han desaparecido con ellos. El puente ya no parece una sucesión de hexágonos extendidos, sino más bien una línea de octógonos aislados. Todavía tiene pies y huesos, pero sus brazos, sus conexiones, se han esfumado.

No veo movimiento alguno, ni destellos de luz repentina. El viento suspira arena sobre las dunas, pero no se oye ningún sonido procedente del gran esqueleto ocre del puente. Sigue erguido, pálido, demacrado, enclavado en la arena, con las suaves olas doradas lamiendo sus pedestales de granito.

Finalmente, me introduzco bajo su sombra, con un tremendo sentimiento de gratitud. El viento ardiente gime entre las grandes vigas. Encuentro una escalera de caracol y empiezo a subir. Hace mucho calor y vuelvo a tener sed.

Reconozco este lugar. Sé dónde estoy.


Todo está desierto. No veo esqueletos, pero tampoco encuentro supervivientes. Sobre la plataforma del tren yacen algunos viejos vagones y locomotoras, oxidados como los raíles sobre los que reposan; finalmente fusionados con el propio puente. La arena ha llegado también hasta aquí, tiñendo de dorado las vías y las máquinas.


Mi viejo refugio, al fin. Encuentro el Dissy Pitton's. Apenas reconocible. Las cuerdas y los cables que sostenían las sillas y las mesas están cortados; los sofás y las butacas están tirados en el suelo polvoriento, como cuerpos de la antigüedad. Algunas piezas de mobiliario todavía cuelgan en una esquina, chirriando en el tétrico entorno. Me dirijo al salón con vistas al mar.

Una vez me senté aquí con Brooke. Justo aquí. Contemplamos el exterior y nos quejamos de los dirigibles; y después nos sobrevolaron los aviones. El desierto resplandece bajo los verticales rayos del sol.

La consulta del doctor Joyce. No reconozco el mobiliario, aunque siempre se trasladaba de un sitio a otro. Los estores, ondeando suavemente tras las ventanas rotas, parecen los mismos.

Una larga caminata me lleva al apartamento de verano abandonado de los Arrol. Está medio sumergido en la arena. La puerta está abierta. Solo se ven algunas partes de los muebles cubiertos por sábanas. La estufa está enterrada bajo las dunas de arena, lo mismo que la cama.


Vuelvo a la plataforma del tren y contemplo desde arriba la resplandeciente extensión de arena que rodea al puente. A mis pies, encuentro una botella vacía. La cojo por el cuello y la lanzo al vacío. Vuela centelleando bajo el sol y se desploma en la arena.


Más tarde, se levanta un viento que aúlla a través del puente, acariciándome y sacudiéndome. Me refugio en una esquina, observando cómo descascarilla la pintura de la gran estructura como una espátula que rasca sin descanso.

—Me rindo —afirmo.

Me da la impresión de que las dunas inundan mi cerebro. Mi cráneo es como el fondo de un reloj de arena.

—Me rindo. Ya no sé nada. Que alguien me lo diga: la cosa o el lugar. —Creo que es mi propia voz. El viento sopla cada vez más fuerte. No puedo oírme hablar, pero sé lo que intento decir. De pronto, estoy completamente seguro de que la muerte tiene sonido; es una palabra que cualquier persona puede pronunciar y que provocará y será su propia muerte. Intento pensar en esa palabra cuando algo rechina y se mueve a lo lejos, y unas manos me ayudan a alejarme de este lugar.


Una cosa es absolutamente evidente: todo es un sueño. De cualquier forma, sea como sea. Ambos lo sabemos.

No obstante, tengo una oportunidad.


Estoy en un lugar vacío donde todo resuena, tumbado en una cama. Hay máquinas a mi alrededor y cables conectados a mi cuerpo. Cada cierto tiempo, entra gente y me mira. Algunas veces, el techo parece de yeso blanco; otras, es como metal gris, otras como ladrillo rojo; y otras como láminas de acero ribeteadas, pintadas del color de la sangre. Al final, me doy cuenta de dónde estoy: en el interior del puente, dentro de sus huecos huesos metálicos.

Un líquido fluye hacia mi interior a través de mi nariz, y sale de mí mediante un catéter. Me siento más como una planta que como un animal, un mamífero, un simio, un humano. Parte de la máquina. Todos los procesos se han ralentizado. Tengo que encontrar un camino de vuelta; ¿romper los depósitos, tirar de los cables, romper las válvulas?

Algunas de estas personas me resultan familiares.

El doctor Joyce está aquí. Lleva una bata blanca y toma notas en un bloc. Estoy seguro de haber visto a Abberlaine Arrol, solo un segundo, hace un momento..., pero ataviada con un uniforme de enfermera.

Este lugar es grande y vacío. A veces huele a hierro y óxido, a pintura y a medicinas. Me han quitado el naipe y el pañuelo.


Estamos volviendo, ¿no es así? El doctor Joyce me sonríe. Lo miro e intento hablar. ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Qué me está ocurriendo?

«Tenemos un tratamiento nuevo», me explica el doctor, como si hablase con un niño especialmente tonto. «¿Quiere que lo probemos? ¿Quiere? Podría mejorar. Firme aquí».

«Traiga, traiga. En vena, si quiere. Le vendería mi alma si creyera que la tengo. ¿Qué tal una fianza de varios millares de neuronas? Están bien cuidadas, doctor, su propietario es muy cuidadoso (ejem); ni siquiera las lleva a misa los domingos...»


Cabrones; es una máquina.

Tengo que contarle todo lo que recuerdo a una máquina que parece una maleta metálica encima de un carrito.

Es un proceso un poco lento.


Somos la máquina y yo, nada más. Durante un rato, han estado aquí un tipo de rostro amarillento y una enfermera, e incluso el buen doctor, pero ya se han marchado todos. Solo quedamos la máquina y yo. Empieza a hablar:

—Bien —dice...


Mira, todo el mundo puede equivocarse. ¿No se suponía que esta era la era de...? Bah, da lo mismo. Bien, de acuerdo. Yo estaba equivocado. Es mi puta culpa; lo siento. ¿Quieres un poco de sangre?


—Bien —dice—, sus sueños ya estaban terminando. Aquellos eran los últimos, justo antes de que apareciera aquí. Ahora es realmente usted.

—No me lo creo —afirmo.

—Lo hará.

—¿Por qué?

—Porque soy una máquina y usted confía en las máquinas, las comprende y no le asustan; le impresionan. Pero con las personas no le ocurre lo mismo.

Pienso en todo eso e intento formular otra pregunta:

—¿Dónde estoy?

—Su yo real, su cuerpo físico, se encuentra en estos momentos en la Unidad de Neurocirugía del Southern General Hospital de Glasgow. Lo trasladaron aquí desde el Royal Infirmary de Edimburgo... hace un tiempo —La máquina parece no tenerlo claro.

—¿No sabe cuánto? —le pregunto.

—Es usted quien no lo sabe —responde—. Lo trasladaron, es todo lo que ambos sabemos. Puede que fuera hace tres meses, tal vez cinco o incluso seis. En cualquier caso, en su sueño se encontraba a dos tercios del recorrido. Los tratamientos y las medicinas que han probado con usted han alterado su sentido de la percepción del tiempo.

—¿Tiene..., tengo alguna idea de la fecha en la que estamos? ¿Cuánto tiempo llevo así?

—Eso es algo más fácil; siete meses. La última vez que Andrea Cramond vino a verlo mencionó que al cabo de una semana era su cumpleaños, y que si usted despertaba, sería el mejor...

—Ah, bien —interrumpo a la máquina—. Eso nos sitúa a principios de julio porque su cumpleaños es el día 10.

—Perfecto.

—Mmm... y supongo que no sabe mi nombre, ¿verdad?

—Correcto.

Permanezco en silencio durante un rato.

—Entonces —prosigue la máquina—, ¿piensa despertarse?

—No lo sé. Desconozco las alternativas. ¿Qué opciones tengo?

—Quedarse así o despertar —dice la máquina—. Tan simple como eso.

—Pero ¿cómo despierto? Ya intenté hacerlo de camino aquí, antes de llegar al desierto. Intenté despertar en...

—Lo sé. Me temo que no puedo ayudarlo con eso. No sé cómo debe hacerlo. Solo sé que puede hacerlo, si quiere.

—Y yo qué sé... ¿Quiero?

—Su opción —señala la máquina— es tan buena como la mía.


No sé qué me están inyectando, pero todo resulta muy confuso. La máquina parece real, cuando está aquí, pero no ocurre lo mismo con las personas. Es como si hubiera niebla dentro de mis ojos, como si su líquido se hubiera oscurecido, como si se hubieran inundado de cieno. Mis otros sentidos están afectados de una forma similar; oigo sonidos blandos y distorsionados. No huelo a nada ni noto ningún sabor. Me parece que incluso mis pensamientos se mueven a muy pocas revoluciones.

Estoy tumbado. Soy un hombre plano con respiración plana que intenta pensar con profundidad.


Al cabo de un rato, nada. Ni personas, ni máquina, ni visiones, ni sonidos, ni sabores, ni olores, ni tactos. Ni conciencia de mi propio cuerpo. Todo es gris. Solo recuerdos.

Me duermo.


Me despierto en una habitación pequeña con una puerta; hay una pantalla en una pared. La estancia es cúbica, está pintada de gris y no tiene ventanas. Estoy sentado en un gran sillón de piel que me resulta familiar, hay uno igual en la casa de Leith, en el estudio. En el brazo derecho hay un trocito quemado por un trozo de porro que cayó... ah, no; aquí no. Debe de ser un sillón nuevo. Me miro las manos. Tengo una pequeña cicatriz en una de ellas. Llevo unos zapatos Mephisto, unos vaqueros Lee y una camisa de cuadros. No tengo barba. Me siento más delgado de lo que recordaba.

Me levanto y echo un vistazo a la habitación. La pantalla no tiene botones. La iluminación de la estancia está oculta tras un falso techo. Todo es de cemento gris y hace calor. No hay una sola veta en las paredes o en el suelo, un trabajo impecable; me pregunto quiénes serían los contratistas. La puerta es de madera vulgar. La abro.

Al otro lado hay una habitación similar. No tiene sillón ni pantalla; solo hay una cama. Es una cama de hospital vacía; con sábanas blancas almidonadas y una manta de color gris doblada por una esquina, a modo de invitación.

Se oye un ruido procedente de la estancia que acabo de abandonar.

Si vuelvo allí y me encuentro a un tipo que se parece a mí, saldré como sea y encontraré a esa máquina y protestaré y me quejaré.

Regreso a la habitación del sillón. No me encuentro con Keir Dullea caracterizado. La habitación está vacía, pero la pantalla se ha encendido. Me siento en el sillón y la miro.


De nuevo, es el hombre postrado en la cama. Pero esta vez la imagen tiene colores; puedo verlo mejor. Está tumbado en una posición distinta, en una cama distinta, en una habitación distinta. En realidad es una sala pequeña, con tres camas más, dos de ellas ocupadas por hombres mayores con las cabezas vendadas. El lecho de mi hombre está rodeado por biombos, pero yo estoy sobre él, mirándolo desde arriba. Sus entradas son bastante evidentes. Me toco la cabeza; también tengo una considerable calva. Y el vello de mis brazos no es negro, sino marrón muy oscuro. Mierda.

El ambiente es más acogedor de lo que recordaba. Hay un jarro con flores amarillas sobre una mesita de noche. No hay ningún gráfico colgado a los pies de la cama; tal vez ya no sea un uso habitual en estos tiempos. El hombre lleva un brazalete de plástico en la muñeca, pero no alcanzo a leer lo que pone.

Ruidos lejanos; personas hablando, risillas de mujer, tintineos de botellas y un chirrido de ruedas en el suelo, creo. Aparecen dos enfermeras, entran en la zona rodeada por los biombos y le dan la vuelta al hombre. Le colocan bien las almohadas y lo dejan medio sentado, sin dejar de charlar entre ellas. Maldita sea, no puedo oír lo que dicen.

Las enfermeras abandonan la habitación. Empieza a entrar gente en escena, acercándose a las otras dos camas ocupadas. Son personas normales; una pareja joven visita a un abuelo, y una mujer mayor habla con el otro anciano. Nadie acude a ver a mi hombre. Aunque él tampoco parece muy preocupado.

Entonces llega Andrea Cramond. La veo rara desde mi perspectiva superior, pero está claro que es ella. Lleva un traje de chaqueta blanco de seda natural, unos zapatos rojos de tacón alto y una blusa de seda roja. Deja cuidadosamente la chaqueta (¿no se la compré el año pasado en Jenner?) a los pies de la cama, se acerca al hombre y se inclina para besarlo en la frente, y después en los labios; acariciándole el pelo con la mano. Se sienta en una silla junto a la cama, y cruza las piernas, apoyando el codo en el muslo y la barbilla en la mano. Mira al hombre. Yo la miro a ella.

Hay más líneas de expresión en su rostro, sosegado a la vez que preocupado. Las arruguitas bajo los ojos siguen ahí, pero ahora están acompañadas de ligeras sombras oscuras. Tiene el cabello más largo de lo que recordaba. No puedo ver bien sus ojos, pero esos pómulos, esa elegante nariz, esas cejas oscuras, esa fuerte mandíbula y esa suave boca..., todo eso sí puedo verlo.

Se inclina hacia delante y toma su mano, sin dejar de mirarlo. ¿Por qué está aquí? ¿Por qué no está en París?

Perdona, nena, ¿vienes mucho por aquí y eso?

(¿Esto es el presente? ¿Es el pasado?)

Al cabo de un rato, durante el que no le ha soltado la mano ni ha dejado de contemplar su rostro pálido e inexpresivo, baja lentamente la cabeza hacia las sábanas y entierra la cara en esa blancura almidonada. Sus hombros se contraen; una vez, dos veces.


La pantalla se oscurece y las luces se apagan. Las lámparas de la habitación contigua siguen encendidas.

Mi subconsciente, sospecho, trata de decirme algo. Las sutilezas nunca fueron su fuerte. Suspiro, apoyo las manos en los brazos del sillón de piel, y me levanto despacio.

Me quito la ropa y la tiro al suelo, junto a la cama. Hay un camisón de hospital doblada sobre la almohada. Me la pongo, me meto en la cama, me duermo.

Coda

¡Tonto! ¡Imbécil! ¿Qué demonios crees que estás haciendo? ¡Eras feliz allí! Piensa en el control, la diversión, las posibilidades... ¿Adónde vas a regresar? Posiblemente a que te larguen de la empresa, te procesen por conducir borracho (se acabaron los coches durante un tiempo, tío), a ser cada vez más viejo y menos feliz; a perderla por culpa de otra enfermedad y junto a otra cama. Siempre hiciste lo que ella quiso; ella te utilizó, pero tú a ella no; era una inversión de roles y a ti te jodieron. Ella te rechazó, no lo olvides. Te rechazó y no dejó de hacerlo, y si muestras síntomas de recuperación se volverá a marchar. ¡No lo hagas, imbécil!

¿Qué puedo hacer, si no? Si no me han desconectado, sin duda es porque mi cerebro muestra signos de vida, con lo que deben de saber que no me encuentro en estado de muerte cerebral. Pero si permanezco aquí tumbado sin manifestar ningún otro síntoma de recuperación, tal vez decidan retirarme los sueros, desconectar las máquinas y dejarme morir.

Instinto de supervivencia, ¿no se supone que ese es el principio más importante?

De todas formas, no puedes dejarla así. No puedes hacerle eso. Ella no lo merece. Nadie lo merece. Tú no perteneces a ella, ni ella te pertenece a ti, pero ambos sois parte del otro; si ella se levantase ahora y se marchase, y nunca en vuestras vidas os volvierais a ver, o si vivierais una existencia anodina durante cincuenta años más, incluso en tu lecho de muerte seguirías sabiendo que ella formaba parte de ti.

Habéis dejado señales el uno en el otro, os habéis ayudado a daros forma; cada uno le ha dado al otro una nota de vida que nunca se perderá, pase lo que pase.

Tienes más atención suya que el otro, pero solo mientras estás más cerca de la muerte. Si te recuperas, tal vez ella volverá a su lado. Eh, oye, habías decidido no guardarle rencor a él por eso, ¿o simplemente, lo dijiste durante una borrachera?

No, no fue...

Más alto.

He dicho: no, no fue la bebida...

Todavía no te oigo. Habla más alto.

¡De acuerdo! Lo dije en serio. ¡Lo dije en serio!

Sí, así fue. Y otra cosa: ella sigue pensando que no hay dos sin tres. Primero su padre murió en accidente de tráfico, después Gustave fue sentenciado a deteriorarse lentamente... y luego yo. Otro coche, otro accidente de coche; otro hombre al que ella quiere. Ahora no tengo ninguna duda de que Gustave y yo nos parecemos, y de que probablemente nos caeríamos bien, y estoy seguro de que él también habría forjado una buena amistad con el abogado como lo hice yo, y por la misma razón... pero debo dejar aquí las semejanzas, por Dios si lo haré. ¡No pienso ser el tercer hombre! (Unos dedos pálidos suben por la pantalla negra, temblando en el viento nocturno como tubérculos blancos... Esta cosa se ha vuelto a quedar atascada; la imagen monocroma se va pelando y estalla, hay una luz blanca detrás. De nuevo, demasiado tarde. El francotirador apunta y dispara, y el tercer...)

No. Esta secuencia termina en el dos, si se me permite opinar al respecto. (Y llega otro pensamiento furtivo, ahora que sé lo parecidos que podemos ser Gustave y yo: sé lo que le diría a Andrea si yo fuera el que se deteriora lentamente y ella eligiese martirizarse cuidando de mí...)

Iré a la otra ciudad; siempre quise hacerlo, de verdad. Quiero conocer a ese hombre. Mierda, ¡quiero hacer cosas! ¡Quiero viajar en el Transiberiano, ir a la India, subir a la Ayers Rock, empaparme en el Machu Picchu! ¡Quiero hacer surf! Pienso comprarme un ala delta; quiero volver al Gran Cañón y llegar más lejos que la otra vez, quiero ver la aurora boreal en Groenlandia, quiero contemplar un eclipse total, quiero ver pantallas piroclásticas, quiero caminar dentro de un túnel de lava, quiero mirar la Tierra desde el espacio, quiero beber changen Ladakh, quiero navegar por el Amazonas y por el Yangtze, y caminar por la Gran Muralla; quiero visitar Azania. Quiero volver a ver cómo lanzan helicópteros desde los portaaviones.

¡Y quiero acostarme con tres mujeres a la vez!


Oh, Dios, regresar al mundo de Thatcher y Reagan. Volver a la mierda de siempre. Al menos el puente era predecible en su rareza, al menos era comparativamente seguro.

Bueno, o tal vez no. No lo sé.


Una cosa sí sé: no necesito a la máquina para elegir. No debo escoger entre realidad y sueño, sino entre dos sueños distintos.

Uno es el mío; el puente y todo lo que he hecho con él. El otro es nuestro sueño colectivo, nuestra imagen corporativa. Vivimos un sueño, se llame americano, occidental, o humano, es un sueño de todos nosotros, de la vida. Yo he formado parte de un sueño, para bien o para mal, que también era una pesadilla y al que casi permito matarme. Pero no lo ha hecho. Al menos, por ahora.

¿Y qué ha cambiado?

No ha sido el sueño, ni el resultado de nuestros sueños al que denominamos mundo, ni nuestra vida de alta tecnología. ¿He cambiado yo, entonces? Tal vez. Quién sabe; podría ser cualquier cosa. No lo sabré con exactitud hasta que regrese y empiece a vivir el sueño compartido, abandonando el mío de una cosa convertida en lugar, de un medio convertido en fin, de una ruta convertida en destino... Tres de diamantes, sí, y un puente majestuoso, un puente eterno, un puente que nunca volverá a ser el mismo, con su colosal estructura carmesí renovándose, como una serpiente en constante mutación, un insecto en metamorfosis que forma su propio huevo y no deja de cambiar...


Todos aquellos trenes. Y serán muchos más en el futuro, porque seguro que te prohíben conducir. Gilipollas. Destrozar un coche, conducir borracho justo antes de Navidad... Qué vergüenza volver para eso. Al menos no hubo más personas implicadas, solo yo y los dos coches. Si hubiera matado a alguien, no sé si querría regresar, tal vez tampoco querría hacerlo si hubiera provocado lesiones graves a otra persona. Espero que el propietario del MGno sintiese demasiado apego por él. Pobre Jaguar. Con todo el tiempo y el dinero, con todo el trabajo meticuloso y artístico que habían hecho con él... Tampoco lo tuve mucho tiempo antes de destrozarlo; podría haber establecido lazos afectivos con él, podría haber llegado a sentir algo por él (¿Estaba usted muy ligado al coche, señor X? ¿Ligado, dice? Estuve aprisionado dentro de él durante tres putas horas...).

Y aquel puente, el puente... tengo que ir en peregrinación hasta él, cuando me encuentre mejor, si puedo. Caminar por encima de él (suponiendo que pueda hacerlo), cruzar el río, lanzar una moneda para tener suerte, ja, ja.

Las secciones del puente, una, dos, tres... También había grandes «X» en el puente carretera, ahora lo recuerdo. Tres grandes «X», una encima de otra, como lazos o cintas..., y también..., y también... ¿qué más? Ah, sí, y tampoco llegué a escuchar toda la cinta de los Pogues. Me perdí A Man You Don't Meet Every Day, mi canción preferida; cántala, muchacho... En la otra cara tenía grabados a Eurythmics, por aquello del contraste; una joven Annie cantando a grito pelado con Aretha; como si estuvieran solas, ¿y por qué no?, diciendo algo así como «es mejor haber perdido en el amor que no haber amado», ¿será un tópico? Los tópicos también tienen sentimientos.

Quiero volver. ¿Puedo volver?

pip-pip-pip esto es una grabación. Su estado mental de conciencia está bajo mínimos en este momento, pero si quisiera

clonc.

¿Puedo? Por favor, ¿puedo? Quiero volver. Ahora. Quiero intentarlo ahora. Dormir; despertar. Ahora.

Vamos allá.


Es pronto. Despertando. Antes de eso, unas palabras de nuestro patrocinador. Pero primero, un par de líneas en blanco:


Un día, estaba en la playa de Vahos, durante un verano lluvioso y no excesivamente cálido. Estaba con ella. Habíamos acampado allí y tomado una sustancia que alteraba la percepción de la realidad. La lluvia golpeaba suavemente la tienda; ella quería permanecer dentro hojeando un libro ilustrado de cuadros de Dalí, pero no le importaba si yo salía.

Caminé junto a la marea rompiente, donde las olas invadían la medialuna dorada de arena; estaba a solas, con una húmeda y cálida brisa y con pocos kilómetros de playa, y briznas de lluvia cayendo desde las nubes grises. Encontré conchas como fragmentos de un arco iris roto, y contemplé las gotas de lluvia cayendo sobre parcelas de arena todavía secas mientras el viento soplaba sobre ellas; toda la playa parecía fluir y moverse, como si tuviera vida propia. Recuerdo mi deleite, recuerdo haber tocado la arena como un niño y recuerdo que sus granos se escurrieron entre mis dedos.

Estaba en las islas, frente al mar que llegaba a Newfoundland, a Groenlandia, a Islandia y al casco de hielo del Polo; y allí, al final de una isla de tantas, una curva de tierra rota yacía contra el mar como una columna vertebral, como el nacimiento de un cerebro sobre un sistema central. Mi mente era aquella isla, desnuda y desprotegida frente al azote del mar y el clima por el filo cortante de la droga; una huida fácil.

Entonces pensé que lo había visto todo; el florecimiento del cerebro al final de un tallo articulado; la forma en que, arraigados en la tierra, crecemos y nos transformamos. En aquel momento, eso significaba todo y nada al mismo tiempo.

Y me dije a mí mismo, he estado tan lejos... porque fui mi propio padre y mi propio hijo, y me marché por un tiempo, pero regresé. «Hijo, tu padre ha estado muy lejos.» Eso fue lo que me dije mientras regresaba. «Hijo, tu padre ha estado muy lejos.»


... Sí, claro, pero eso fue hace tiempo; ¿ahora qué pasa? Quiero decir, ¡cielo santo, siete meses sin beber ni fumar! Seguramente, he gozado de mejor salud durante el tiempo que he pasado aquí tumbado e inconsciente que a lo largo de toda mi vida adulta; tal vez no haya hecho demasiado ejercicio, pero tampoco he hecho nada más peligroso que ingerir lo que sea que me han metido por un tubo en la nariz. ¿Cómo demonios ha sobrevivido mi cuerpo siete meses sin alcohol y sin drogas?

A lo mejor me reformo, y dejo de beber y de fumar y de meterme para siempre, y cuando me vuelvan a permitir conducir, no excedo nunca más el límite de velocidad, y, en el futuro, nunca vuelvo a decir nada malo sobre nuestros representantes elegidos de forma democrática y legal, o sobre nuestros aliados, y quizá dedique más tiempo y respeto a las visiones de los demás, independientemente de lo gilipollas que... No; si tengo que hacer todo eso, ¿para qué molestarme en volver? Qué coño; voy a hacer mucho más que todo eso en cuanto pueda; solo que tendré más cuidado en el futuro.

Hijo, tu padre ha...

Sí, ya lo sé; lo hemos oído. Creo que hemos captado el mensaje, gracias. ¿Alguien más...?


Nuestros sueños se han terminado (gracias, Bill)

Los procedimientos están cerrados (gracias, Mac)

Brammer se levanta (¿podemos decirlo bien, por favor?)

Brahma se levanta (gracias)

Está bien (cállate y sigue con ello)


Oscuridad.

No; no es oscuridad. Es otra cosa. Un rojo oscuro, casi marrón. Por todas partes. Intento mirar hacia otro lado, pero no puedo, así que no es solo el color de la pared o del techo. ¿Estará dentro de mis ojos? No lo sé. Ni idea.

Sonidos; oigo algo. Es como si me hubiera lanzado a una piscina y estuviera remontando de nuevo hacia la superficie; ese sonido, una especie de burbujeo claro, alterando su tono lentamente de arriba a abajo, y reventando como una sola burbuja que...

Conversación, una risa de mujer. Tintineos y traqueteos, una camilla o una silla de ruedas chirriando.

Olor; oh, sí. Muy medicinal. Ya no hay duda de dónde estamos ahora. También se percibe un aroma floral; puedo oler dos esencias. Una tosca pero fresca, y otra mucho más... no sé. No puedo describirla... ah, la primera debe provenir de las flores de la mesita de noche; las del jarro. Y la segunda... es ella. Parece que sigue utilizando el mismo perfume: Joy. Tiene que ser ella; esa fragancia no huele así en nadie más, ni siquiera en su madre. ¡Está aquí!

¿Es el mismo día? ¿Conseguiré verla? No te marches todavía. ¡Quédate! ¡No te vayas!

Movimiento; cambio.

Desorganización total. No veo una mierda y soy como un titiritero pillado en plena siesta, que se tambalea entre bastidores e intenta encontrar las cuerdas adecuadas, rebuscando en un enmarañado ovillo. ¿Brazos? ¿Piernas? ¿Qué trozo mueve qué trozo? ¿Dónde está el manual de instrucciones...? Oh, Dios, no me digas que tendremos que aprenderlo todo de nuevo, ¿verdad?

Ojos; ¡abríos, joder!

¡Moveos, manos!

Pies; venga, ¡haced vuestro trabajo!… ¿Hay alguien?

Tómatelo con calma. Túmbate y piensa en Escocia. Tranquilízate, tío. Respira, siente como fluye tu sangre, siente el peso opresor de las sábanas y la manta, siente el cosquilleo del tubo de tu nariz...

... No puedo oír a nadie hablar por aquí cerca. Solo el murmullo sordo de la ciudad. Una brisa ligera se ha llevado el aroma de su perfume... Seguro que ella ya no está. Y el color de la sangre seca sigue aquí...

Vuelvo a notar una ligera corriente; un hormigueo en la mejilla y en él los surcos de piel entre la nariz y los labios. No había sentido la brisa en esa zona desde que era estudiante; como he llevado barba todos estos años... Me la volveré a dejar si llego a salir de aquí... Suspiro.


Suspiro de verdad; siento la resistencia de la ropa de cama mientras mi pecho se eleva más de lo normal. El tubo que tengo introducido en la nariz se desliza sobre la tela que cubre mi hombro. Me relajo y espiro. ¡He suspirado!

Estoy tan sorprendido que abro los ojos. Me tiembla el párpado derecho, se me ha quedado pegado. Pero lo consigo. En unos segundos, aunque todo parece tambalearse y deslumbrarme durante un momento, las cosas se van poniendo en su lugar.

Andrea está sentada a menos de un metro de mí, con las piernas flexionadas bajo la banqueta. Tiene una mano apoyada en el muslo y la otra acercando un pequeño vaso de plástico a su boca, preparada para beber, con los labios entreabiertos. Puedo ver sus dientes. Me está mirando fijamente. Parpadeo. Ella también. Muevo los dedos de los pies y (mirando al final de la cama) veo la chaqueta blanca moverse con ellos.

Flexiono las manos; qué mantas más ásperas tienen aquí. Tengo hambre.

Andrea deja el vaso y se inclina ligeramente hacia delante, como si no creyera lo que está viendo; me mira a los ojos alternativamente, como buscando señales de conciencia en ambos (precaución notablemente razonable, hay que reconocerlo). Me aclaro la garganta.

Todo su cuerpo se relaja. Una vez vi un pañuelo de gasa deslizarse entre sus dedos, y no recuerdo que cayese con mayor gracia y elegancia. Su rostro se despoja de una capa entera de preocupación, así, sin más. Yo (he recordado mi nombre) me siento casi avergonzado. Ella asiente lentamente.

—Bienvenido —dice, sonriendo.

—¿Sí...?

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