PRIMERA PARTE

I

El abismo infranqueable que algunas miradas adivinan entre el alma occidental y el alma oriental tal vez no sea más que el efecto de un espejismo; tal vez se deba únicamente a la representación convencional de un lugar común sin base sólida, a una apariencia pérfidamente disfrazada de intuición penetrante, cuya veracidad primigenia permita siquiera ser invocada para justificar su existencia; tal vez la necesidad de «salvar la cara» se antojaba en esta guerra igual de imperiosa, igual de vital, para los británicos que para los japoneses; tal vez esa necesidad determinara los movimientos de los unos, sin que fueran conscientes de ello, con tanto rigor, con tanta fatalidad, como dirigía los movimientos de los otros e, indudablemente, de los de todos los demás pueblos; tal vez los actos en apariencia opuestos de estos enemigos no fueran más que manifestaciones, diferentes pero anodinas, de una misma realidad inmaterial; tal vez el espíritu del coronel nipón, Saíto, fuera esencialmente análogo al de su prisionero, el coronel Nicholson.

Estas preguntas se las hacía el médico comandante Clipton, él también prisionero, como los quinientos desgraciados que habían sido desplazados por los japoneses al campamento del río Kwai, y como los sesenta mil ingleses, australianos, holandeses y estadounidenses concentrados por aquéllos en varios grupos en la región menos civilizada del mundo, la selva de Birmania y Tailandia, con objeto de construir un ferrocarril destinado a unir el golfo de Bengala con Bangkok y Singapur. Clipton se respondía en ocasiones afirmativamente, reconociendo al mismo tiempo que ese enfoque tenía todo el aspecto de una paradoja y precisaba una considerable elevación sobre las manifestaciones aparentes. Para aceptarlo, hacía falta antes que nada negar, por una parte, todo el significado real a los golpes, culatazos y otras brutalidades menos inofensivas con las que se exteriorizaba el espíritu japonés y, por la otra, la imponente exhibición de dignidad que el coronel Nicholson había adoptado como arma favorita para afirmar la superioridad británica. Clipton, sin embargo, se dejaba llevar por esta valoración en un momento en que su jefe le tenía sumido en tal estado de rabia que su espíritu sólo alcanzaba a encontrar algo de paz con la búsqueda abstracta y apasionada de las causas primeras.

Era entonces cuando llegaba invariablemente a la conclusión de que el conjunto de las características que componían la personalidad del coronel Nicholson (e incluía, improvisadamente, en esta respetable colección el sentimiento del deber, el apego a las virtudes ancestrales, el respeto a la autoridad, la obsesión por la disciplina y el amor a la obligación bien cumplida) encontraban su condensación perfecta en una palabra: esnobismo. Durante estos períodos de febril investigación, le tenía por un esnob, un ejemplo perfecto de militar esnob, elaborado y madurado lentamente, desde la edad de piedra, gracias a un largo proceso de síntesis, en el que la tradición iba asegurando la conservación de la especie.

Clipton, por otra parte, era una persona objetiva por naturaleza y poseía el extraño don de ser capaz de considerar un mismo problema bajo enfoques muy diferentes. Tras calmar un poco con su conclusión la tempestad desencadenada en su cerebro por determinadas actitudes del coronel, se sentía súbitamente inclinado a la indulgencia, reconociendo, casi conmovido, la excelencia de sus virtudes. Admitía que, si bien éstas eran las propias de un esnob, un análisis lógico un poco más detallado obligaría probablemente a clasificar en la misma categoría los sentimientos más admirables y, finalmente, acababa identificando en el amor maternal la manifestación más evidente del esnobismo en este mundo.

El respeto que el coronel Nicholson sentía por la disciplina había quedado bien patente en el pasado, en diversas regiones de África y Asia. Se reafirmó de nuevo en 1942, en Singapur, durante el desastre que siguió a la invasión de Malasia.

Después de que el alto mando ordenara rendir las armas, un grupo de jóvenes oficiales de su regimiento estableció un plan para alcanzar la costa, apoderarse de una embarcación y navegar hasta las Indias holandesas. No obstante, el coronel Nicholson, sin dejar de rendir tributo a su audacia y coraje, se opuso a este proyecto por todos los medios aún a su disposición.

Primero trató de convencerles, explicándoles que esa tentativa contravenía directamente las instrucciones recibidas. Después de que el comandante en jefe firmara la capitulación de toda Malasia, la fuga de todo súbdito de Su Majestad supondría un acto de desobediencia. En su opinión, no había más que una línea de conducta posible: esperar en el lugar en que se encontraban a que un oficial de alto rango japonés viniera a recibir su rendición, la de sus mandos y la de los centenares de hombres que habían escapado a la masacre de las últimas semanas.

– ¡Qué ejemplo para la tropa, los superiores eludiendo su deber! -afirmaba.

Sus argumentos eran respaldados por la penetrante intensidad de su mirada en los momentos solemnes. Sus ojos poseían la coloración del océano índico en calma, y su rostro, en perpetuo reposo, era la imagen evidente de un alma ajena a los remordimientos de conciencia. Le adornaba el bigote rubio, casi taheño, de los héroes plácidos, y el reflejo carmesí de su piel testimoniaba un corazón puro, garante de una circulación sanguínea precisa, potente y regular. Clipton, que había seguido sus pasos durante toda la campaña, se quedaba maravillado un día tras otro al ver materializarse milagrosamente, frente a sus ojos, al oficial británico del Ejército de las Indias, un ser que siempre había creído legendario, y que afirmaba su realidad con un ímpetu tal que era capaz de provocar en él esas dolorosas crisis alternadas de furia y ternura.

Clipton había abogado por la causa de los jóvenes oficiales. Aprobaba sus intenciones, y así se lo había hecho saber al coronel Nicholson. Éste se lo reprochó severamente, expresando al tiempo su desazón al comprobar que un hombre maduro como él, con una posición de alta responsabilidad, pudiera compartir las quimeras de unos jóvenes insensatos, fomentando las improvisaciones aventuradas, que nunca traen consigo nada bueno.

Tras haber expuesto sus razones, dio órdenes precisas y estrictas: todos los oficiales, suboficiales y soldados rasos esperarían la llegada de los japoneses en el lugar en que se encontraban. Su rendición no era un asunto individual, no había razón alguna para sentirse humillado. Él y sólo él asumiría todo el peso de esa decisión dentro del regimiento.

La mayoría de los oficiales acabaron resignándose, puesto que su gran capacidad de persuasión, su considerable autoridad y su indiscutible coraje personal impedían atribuir a su conducta otro móvil que no fuera el sentimiento del deber. Algunos desobedecieron y se refugiaron en la selva, cosa que produjo un profundo malestar al coronel Nicholson. Éste les declaró desertores e, impaciente, se dispuso a aguardar la llegada de los japoneses.

En previsión del acontecimiento, había organizado dentro de su cabeza una ceremonia caracterizada por una sobria dignidad. Tras una cierta reflexión, determinó ofrecer el revólver que llevaba en su flanco al coronel enemigo encargado de aceptar su rendición, como símbolo de sumisión al vencedor. Repitió en varias ocasiones este gesto, asegurándose de poder desenganchar fácilmente la funda de su arma. Se había puesto su mejor uniforme y había exigido a sus hombres que extremaran su aseo. Luego los reunió y les hizo formar en pabellones, cuya correcta alineación verificó él personalmente.

Los primeros en presentarse fueron varios soldados rasos incapaces de hablar ningún idioma del mundo civilizado. El coronel Nicholson ni se inmutó. A continuación llegó un suboficial en un camión, indicando con gestos a los ingleses que depositaran sus armas en el vehículo. El coronel les había prohibido realizar movimiento alguno. Solicitó la comparecencia de un oficial superior, pero ningún oficial se encontraba presente, ni subalterno ni superior. Los japoneses no comprendían su petición y se mostraban irritados. Los soldados nipones adoptaron una actitud amenazante, al tiempo que el suboficial lanzaba aullidos guturales y señalaba a los soldados en pabellón. El coronel había ordenado a sus hombres que permanecieran en sus puestos, inmóviles. Mientras que los japoneses apuntaban a éstos con sus metralletas, la emprendieron a empellones con el coronel que, impasible, reiteró su demanda. Los ingleses se miraban entre sí con inquietud, y Clipton se preguntaba si el amor a los principios y las formas que profesaba su jefe no daría lugar a la exterminación de todos ellos. En ese momento, por fin, apareció un vehículo cargado de oficiales japoneses. Uno de ellos portaba la insignia de comandante. A falta de algo mejor, el coronel Nicholson decidió dirigirse a él. Ordenó a su tropa la posición de firme, le saludó reglamentariamente y, tras desabrocharse del cinturón la funda de su revólver, se lo tendió ceremoniosamente.

Ante semejante cuadro, el comandante, espantado, en un primer momento hizo un movimiento hacia atrás; luego dio la impresión de azorarse profundamente para, a continuación, estallar en una prolongada y barbárica carcajada, que sus secuaces no tardaron en imitar. El coronel Nicholson se encogió de hombros y adoptó una actitud desafiante. Pese a ello, dio autorización a sus soldados para que cargaran las armas en el camión.

En una anterior estancia en un campo de prisioneros cercano a Singapur, el coronel Nicholson se había fijado el objetivo de mantener la corrección anglosajona frente al desbarajuste y el desorden de los vencedores. Clipton, que lo había seguido de cerca, ya se preguntaba en esta época si el coronel merecía su bendición, o más bien su maldición.

Como consecuencia de las órdenes dadas por el coronel Nicholson, destinadas a confirmar y ampliar con su autoridad las instrucciones recibidas de los japoneses, los hombres de su unidad se comportaban bien y se alimentaban mal. El «looting», es decir, el hurto de latas de conserva y otras vituallas, practicado en ocasiones por los prisioneros de otros regimientos en los suburbios de Singapur azotados por los bombardeos, a pesar de la presencia de los guardias y, a menudo, con su connivencia, suponía un suplemento inestimable a las parcas raciones. Ese tipo de pillaje, sin embargo, resultaba totalmente inaceptable para el coronel Nicholson, que hizo organizar conferencias a sus oficiales, en las que se resaltaba la infamia de tal conducta y donde se demostraba que la única manera que el soldado inglés tenía de elevarse por encima de sus vencedores temporales era dándoles ejemplo con un comportamiento irreprochable. Para garantizar el respeto de esta regla, ordenaba regularmente registros, más exhaustivos que los de sus centinelas.

Dichas conferencias sobre la honestidad que debía guiar la conducta del soldado en tierra extranjera no eran la única carga que imponía a su regimiento. Los japoneses no habían iniciado ningún gran proyecto en los alrededores de Singapur, por lo que el regimiento todavía no estaba abrumado de trabajo. Convencido de que la ociosidad era perjudicial para el espíritu de la tropa, y en su preocupación por evitar que la moral bajase, el coronel organizó un programa de actividades para el tiempo libre. Obligaba a sus oficiales a leer capítulos enteros del reglamento militar para, seguidamente, comentarlos ante sus hombres. Organizaba exámenes orales y distribuía recompensas en forma de certificados firmados por él mismo. Naturalmente, la enseñanza de la disciplina no había sido pasada por alto en los cursos, los cuales hacían periódicamente hincapié en la obligatoriedad por parte del subalterno de saludar a su superior, incluso dentro de un campo de prisioneros. De esta manera, los soldados rasos, que, además, debían saludar a todos los japoneses, sin distinción de grado, se encontraban expuestos continuamente, si olvidaban las consignas recibidas, a las patadas y culatazos de los centinelas, por una parte, y a las amonestaciones del coronel, por la otra, acompañadas del castigo que éste creyera conveniente, que podía llegar hasta varias horas de guardia, en pie, durante el período de reposo.

La aceptación de esta disciplina espartana por parte de los hombres, y la sumisión demostrada a una autoridad que ya no contaba con el respaldo de ningún poder temporal, procedente de un ser también expuesto a vejaciones y brutalidades, causaba en ocasiones la admiración de Clipton, que se preguntaba si había que atribuir la obediencia de los soldados británicos al respeto que sentían por la personalidad del coronel, o bien a las ventajas logradas gracias a él, puesto que era innegable que su intransigencia obtenía resultados, incluso con los japoneses. Las armas que esgrimía antes estos últimos eran su apego a los principios, su obstinación, su gran capacidad de concentración sobre un punto concreto hasta obtener su satisfacción y elManual de derecho militar, con la Convención de Ginebra y la Convención de La Haya, que ponía sosegadamente delante de las narices de los nipones cada vez que éstos cometían alguna infracción del código internacional. Su valor físico y su desprecio absoluto por la violencia corporal contribuían seguramente también a fomentar su autoridad. En algunas ocasiones en las que los japoneses se habían excedido en los derechos escritos reservados a los vencedores, no se limitó a protestar, sino que también se interpuso personalmente. Una vez fue golpeado con brutalidad por un guardia particularmente feroz, cuyas exigencias contravenían las leyes establecidas. Al final se le dio la razón y su agresor fue castigado. De esa manera acabó reforzando su propio reglamento, más tiránico que las fantasías niponas.

– Lo más importante -afirmaba a Clipton, cuando éste le insinuaba que quizá las circunstancias autorizaran una cierta amabilidad por su parte- es que los muchachos tengan la sensación de que están todavía bajo nuestras órdenes, y no bajo las de esos simios. Mientras continúen imbuidos en esta idea, seguirán siendo soldados y no esclavos.

Clipton, siempre imparcial, admitía el buen juicio de estas palabras y los excelentes sentimientos que inspiraban la conducta de su coronel en todo momento.

II

Los meses pasados en el campo de Singapur se antojaban ahora, a los ojos de los prisioneros, como una era de felicidad. Evocaban esos meses entre suspiros, al considerar su situación actual en esa inhóspita región de Tailandia. Habían llegado allí tras un interminable viaje en tren a través de toda Malasia, seguido de una agotadora marcha a pie en la que, debilitados por el clima y la escasez de alimentos, tuvieron que abandonar, progresivamente y sin esperanza de recuperación, los elementos más pesados y valiosos de su miserable equipamiento. La leyenda ya creada en torno al ferrocarril que debían construir no contribuía precisamente a fomentar su optimismo.

El coronel Nicholson y su unidad fueron desplazados un poco más tarde que el resto. Cuando llegaron a Tailandia, los trabajos ya se habían iniciado. Después de la extenuante marcha, el primer contacto con las nuevas autoridades japonesas fue poco alentador. En Singapur tuvieron que vérselas con soldados que, tras la embriaguez inicial del triunfo y salvo algunas raras manifestaciones de primitiva barbarie, no actuaron de forma mucho más tiránica que cualquier vencedor occidental. Sin embargo, la mentalidad de los oficiales designados para escoltar a los prisioneros aliados a lo largo de todo el ferrocarril parecía bastante diferente. Dichos oficiales se mostraron desde el principio como crueles carceleros, dispuestos a convertirse, a las primeras de cambio, en sádicos torturadores.

El coronel Nicholson y lo que quedaba del regimiento que aún se vanagloriaba de acaudillar fueron acogidos, a su llegada, en un inmenso campamento que servía de escala a todos los convoyes, aunque parte de él estaba ocupado permanentemente por un grupo. Se quedaron poco tiempo, el suficiente para darse cuenta de lo que se exigiría de ellos y de las condiciones de vida que deberían soportar hasta la finalización de las obras. Los pobres desgraciados trabajaban como bestias de carga. Cada uno tenía que cumplir su tarea, una tarea que quizá estuviera al alcance de un hombre robusto y bien alimentado, pero que, impuesta a estos hombres, transformados en penosas criaturas demacradas en menos de dos meses, les obligaba a permanecer en la obra desde el amanecer hasta la puesta de sol y, en ocasiones, hasta parte de la noche. Los numerosos insultos y golpes sobre la espalda que sus guardias les asestaban al menor signo de desfallecimiento habían sembrado el abatimiento y la desmoralización en ellos, y el temor a castigos aún más terribles planeaba constantemente por sus cabezas. Clipton se sentía desolado por el estado físico de la tropa. La malaria, la disentería y el beriberi eran moneda común. El médico del campamento le confesó que temía la aparición de epidemias mucho más graves, sin que el pudiera hacer nada por prevenirlas, ya que carecía de los medicamentos básicos.

El coronel Nicholson frunció el ceño y no hizo el más mínimo comentario. Él no estaba «a cargo» de ese campamento, del que se consideraba más bien un invitado. Al teniente coronel inglés directamente responsable ante las autoridades japonesas solamente le había expresado una vez, su indignación cuando cayó en la cuenta de que todos los oficiales, hasta el grado de comandante, participaban en la obra en las mismas condiciones que sus hombres, es decir, que cavaban la tierra y la llevaban de un sitio para otro como si de simples peones se tratara. El teniente coronel, mirando al suelo, le explicó que había hecho todo lo posible por evitar esa humillación, a la que había cedido únicamente por la amenaza de la fuerza bruta y para evitar represalias que hubieran provocado el sufrimiento de todo el mundo. El coronel Nicholson movió la cabeza con aire poco convencido y se encerró en un altivo silencio.

Permanecieron dos días en ese punto de concentración, el tiempo necesario para que los japoneses les consiguieran algunas miserables provisiones para el viaje y un triángulo de un basto tejido, que se ataba en la zona de los riñones con un cordel y al que los nipones denominaban «uniforme de trabajo»; el tiempo suficiente, también, para escuchar al general Yamashita que, encaramado sobre un estrado improvisado, sable en el flanco y las manos revestidas de guantes color gris claro, les explicó en un deficiente inglés que habían sido puestos bajo su mando supremo por voluntad de Su Majestad Imperial, así como lo que se esperaba de ellos.

La arenga, penosa al oído, se prolongó más de dos horas y resultó tanto o más dolorosa para el orgullo nacional que los insultos y los golpes. Les declaró que los nipones no les guardaban rencor alguno a ellos, que habían sido víctimas de las mentiras de su gobierno. Les afirmó asimismo que serían tratados humanamente, siempre y cuando se comportaran como «zentlemen» [1], es decir, mientras colaboraran sin tapujos y poniendo todo de su parte en aras de la esfera de coprosperidad surasiática. Todos debían mostrar agradecimiento a Su Majestad Imperial, que les concedía la oportunidad de redimir sus errores participando en un objetivo común, la construcción de una vía férrea. Yamashita explicó a continuación que, en nombre del interés general, no tenía más remedio que aplicar una disciplina estricta, y que no toleraría la más mínima desobediencia. La pereza y la negligencia serían consideradas como crímenes. Toda tentativa de evasión sería castigada con la muerte. Los oficiales ingleses serían los responsables ante los japoneses del comportamiento y del afán en el trabajo de sus hombres.

– La enfermedad no será aceptada como excusa -añadió el general Yamashita-. Una dosis razonable de trabajo es excelente para mantener a los hombres en buena forma física. La disentería no puede afectar a una persona que se esfuerza día a día en el cumplimiento de su deber ante el emperador.

Concluyó en un tono optimista, que terminó por enfurecer a su audiencia:

– Trabajen con agrado y ahínco -señaló-. Ése es mi lema y ése ha de ser su lema a partir de hoy. Los que así actúen no tendrán motivo para temer, ni a mí ni a los oficiales del gran ejército japonés, bajo cuya protección se encuentran.

A continuación se dispersaron las unidades, cada una en dirección al sector que les había sido encomendado. El coronel Nicholson y su regimiento pusieron rumbo al campamento del río Kwai, que estaba emplazado bastante lejos, a sólo unas millas de la frontera birmana. El mando le correspondía al coronel Saíto.

III

Los primeros días en el campamento del río Kwai estuvieron marcados por lamentables incidentes. La atmósfera, ya desde el principio, se reveló hostil y cargada de tensión.

Los primeros problemas tuvieron su origen en una orden del coronel Saíto, según la cual los oficiales habrían de trabajar junto con sus hombres, y en las mismas condiciones que éstos. La medida provocó una reacción, cortés pero enérgica, del coronel Nicholson, que expuso su punto de vista con sincera objetividad, concluyendo que los oficiales británicos tenían como misión el mando de sus soldados y no las labores con palas o picos.

Saíto escuchó su protesta hasta el final, sin manifestación alguna de impaciencia, algo que el coronel interpretó como buen augurio. Acto seguido, Saíto le despachó diciendo que reflexionaría sobre el asunto. El coronel Nicholson regresó rebosante de confianza a la miserable choza de bambú que compartía con Clipton y otros dos oficiales. En ella evocó, satisfecho de sí mismo, algunos de los argumentos empleados para ablandar al japonés. Todos y cada uno de ellos le parecían irrefutables, aunque el principal, a su juicio, era el siguiente: la designación de algunos hombres insuficientemente preparados como mano de obra para la realización de una labor física resultaba insignificante, mientras que el impulso proporcionado por el cuadro competente de mandos podía revelarse inestimable. Por el propio interés de los japoneses y por la eficaz ejecución de la obra, resultaba, por lo tanto, preferible velar por un prestigio y autoridad intactos en dichos mandos, lo cual sería imposible si se vieran obligados a realizar la misma tarea que los soldados. El coronel volvió a acalorarse defendiendo ante sus propios oficiales esta tesis.

– En fin, ¿tengo razón? ¿Sí o no? -preguntó al comandante Hughes-. Usted que es técnico industrial, ¿es capaz concebir que tal empresa pueda culminarse satisfactoriamente sin una jerarquía de cuadros responsables?

Tras las bajas de la trágica campaña, su estado mayor se limitaba a dos oficiales, aparte del doctor Clipton, un grupo que había conseguido mantener a su lado desde Singapur. Apreciaba sus consejos y sentía constantemente la necesidad de someter sus ideas a la crítica de una discusión colectiva, antes de adoptar una decisión. Se trataba de dos oficiales de reserva: el primero, el comandante Hughes, era en su vida civil director de una compañía minera de Malasia. Había sido destinado al regimiento del coronel Nicholson, que detectó inmediatamente en él su talento de organizador.

El segundo, el capitán Reeves, trabajaba como ingeniero de obras públicas en India, antes de la guerra. Tras ser movilizado a un cuerpo de ingeniería, nada más iniciarse los combates fue alejado de su unidad. El coronel lo recogió y le nombró consejero también a él. No era un militar cerril; le encantaba rodearse de especialistas. Reconocía sinceramente que ciertas empresas civiles emplean en ocasiones métodos que pueden servir de fructífera inspiración al ejército, y no desperdiciaba ninguna ocasión para instruirse. Apreciaba por igual a los técnicos y a los organizadores.

– Ciertamente no le falta razón, sir -replicó Hughes.

– Yo soy de la misma opinión -señaló Reeves-. En la construcción de un ferrocarril y un puente (creo que se trata de un puente sobre el río Kwai) no hay lugar para las improvisaciones apresuradas.

– Usted es, en efecto, especialista en este tipo de obras -declaró el coronel, como soñando en voz alta-. Espero haber metido un poco de sentido común en la cabeza de ese insensato. ¿Comprende lo que le quiero decir?

– Por otra parte -añadió Clipton, con la mirada puesta en su superior-, si ese acertado argumento no basta, podemos recurrir alManual de derecho militar y a los convenios internacionales.

– Cierto. Tenemos los convenios internacionales -ratificó el coronel Nicholson-. Eso me lo he reservado para una nueva sesión, en caso de que sea necesaria.

Clipton hizo este comentario, matizado de pesimista ironía, porque se temía muy mucho que aquel Llamamiento al buen sentido no fuera suficiente. Durante la escala que interrumpió la marcha por la selva, le habían llegado ciertos rumores sobre el carácter de Saíto. Corría la voz de que, en ayunas, el oficial japonés se mostraba en ocasiones razonable, pero que cuando bebía sin moderación podía convertirse en un verdadero animal.

La gestión del coronel Nicholson tuvo lugar durante la mañana del primer día, un día reservado a la instalación de los prisioneros en las barracas medio destruidas del campamento. Saíto reflexionó, tal y como había prometido. Comenzó por encontrar sospechosas las objeciones presentadas y, para aclarar un poco sus ideas, recurrió al alcohol. Gradualmente se fue convenciendo de que el coronel le había hecho una afrenta inadmisible al discutir sus órdenes y, poco a poco, fue pasando de la desconfianza a un estado de rabia incontenible.

Tras haber alcanzado el paroxismo de su cólera, poco antes de la puesta de sol, determinó reafirmar inmediatamente su autoridad, para lo que ordenó una convocatoria general. Él también tenía la intención de soltar una arenga. Desde el comienzo de su discurso, quedó claro que se estaban agrupando siniestros nubarrones sobre el horizonte del río Kwai.

– Odio a los británicos…

Con esa fórmula empezó su discurso, colocándola una y otra vez, intercalada entre sus frases, como si de un signo de puntuación se tratara. Su inglés era bastante bueno; en el pasado había ocupado un puesto de agregado militar en un país del Imperio Británico, cargo que tuvo que abandonar a causa de sus problemas con el alcohol. Su actual puesto de simple carcelero era el miserable final de una carrera profesional sin esperanza alguna de ascenso. El encono mostrado contra los prisioneros estaba cargado de la humillación acumulada por no poder participar en la batalla.

– Odio a los británicos -comenzó diciendo el coronel Saíto-. Ustedes están aquí bajo mi exclusivo mando para realizar las obras necesarias en pro de la victoria del gran ejército japonés. Quiero decirles, y no lo voy a repetir, que no toleraré que mis órdenes se discutan lo más mínimo. Odio a los británicos. A la primera protesta, sufrirán un castigo terrible. Es necesario mantener la disciplina. En caso de que algunos de ustedes tengan la intención de proceder como les venga en gana, les recuerdo que tengo el poder de decidir sobre la vida y muerte de todos, y no dudaré en hacer uso de ese derecho para garantizar la correcta ejecución de las obras que me ha confiado Su Majestad Imperial. Odio a los británicos. La muerte de algunos prisioneros no me va a afectar. Que todos ustedes mueran resulta insignificante para un oficial superior del gran ejército japonés.

Se había encaramado sobre una mesa, al igual que el general Yamashita y, a semejanza también de éste, había estimado conveniente enfundarse un par de guantes gris claros y un par de botas relucientes, en sustitución de las viejas pantuflas con las que había aparecido esa misma mañana. Portaba, por supuesto, el sable al costado, que golpeaba una y otra vez sobre la empuñadura para recalcar sus palabras, o bien para enardecerse a sí mismo con objeto de mantenerse en el estado de furia que estimaba indispensable. Tenía un aspecto grotesco, agitando la cabeza con movimientos desordenados, como si de un títere se tratara. Se encontraba ebrio, ebrio de alcohol europeo, del whisky y el coñac abandonados en Rangún y Singapur.

Mientras escuchaba esa perorata que afectaba dolorosamente a sus nervios, Clipton recordó un consejo recibido tiempo atrás de un amigo, que había vivido entre japoneses durante mucho tiempo: «Si tiene que vérselas con ellos, no olvide nunca que este pueblo cree en su ascendencia divina como credo indiscutible». No obstante, tras un momento de reflexión, llegó a la conclusión de que no había ningún pueblo en la Tierra que no alimentara duda alguna sobre su propio origen divino, más o menos lejano. Comenzó a buscar entonces otros motivos que justificaran esa hosca autosuficiencia y rápidamente se convenció, efectivamente, de que una buena parte de los elementos fundamentales del discurso de Saíto eran atribuibles a un carácter universal, tan propio de Oriente como de Occidente. Reconoció de pasada, e identificó, diversas influencias incrustadas en las frases que explotaban en los labios del japonés: el orgullo racial, la mística de la autoridad, el miedo a no ser tomado en serio, un extraño complejo que le hacía pasear su mirada sobre los rostros, recelosa e inquieta, como temeroso de descubrir en ellos una sonrisa. Saíto había vivido en un país del Imperio Británico y no podía dejar de ignorar el ridículo del que en ocasiones eran objeto ciertas pretensiones japonesas, ni la jocosidad que despertaban las actitudes copiadas por una nación desprovista del sentido del humor en un pueblo que lo poseía por instinto. La brutalidad de sus expresiones y gestos desordenados debían achacarse, sin embargo, a un resto de salvajismo primitivo. Clipton sintió un extraño desasosiego al oírle hablar de disciplina, pero resolvió, tranquilizado, que al menos había un punto a favor delgentleman occidental: su comportamiento en estado de embriaguez.

Los oficiales escucharon en silencio, delante de sus hombres y flanqueados por los guardias, que habían adoptado una actitud amenazante, como para subrayar la ira de su jefe. Todos apretaban los puños y acomodaban trabajosamente cada uno de los rasgos de su cara, modelando su impasibilidad aparente sobre la del coronel Nicholson, que había dado instrucciones de acoger con calma y dignidad cualquier manifestación hostil.

Tras ese preámbulo destinado a atizar la imaginación, Saíto pasó a tratar el núcleo de la cuestión. Su tono se volvió más sosegado, casi solemne. Durante un momento, los presentes se dispusieron a escuchar palabras más sensatas.

– Escúchenme bien. Todos ustedes saben en qué consiste la obra a la que Su Majestad Imperial ha tenido a bien destinar a los prisioneros británicos. El objetivo es unir las capitales de Tailandia y Birmania a través de cuatrocientas millas de jungla, para permitir el paso de los convoyes japoneses y abrir la ruta de Bengala al ejército que ha liberado a esos dos países de la tiranía europea. El pueblo japonés necesita la vía férrea para continuar su serie de victorias, conquistar el subcontinente indio y finalizar rápidamente esta guerra. Por ello es esencial acabar la obra lo más pronto posible; en el plazo de seis meses, de acuerdo a las órdenes de Su Majestad Imperial. Ello redunda también en interés de todos ustedes. Cuando la guerra termine, es posible que se les conceda la oportunidad de volver a sus hogares, bajo la protección de nuestro ejército.

El coronel Saíto prosiguió en un tono aún más comedido, como si se hubiera desembarazado definitivamente de los vapores de la embriaguez.

– ¿Saben ya cuál va a ser la misión de ustedes, que están bajo mi mando en este campamento? Les he reunido aquí para informarles de ello. Consiste sencillamente en construir dos pequeños tramos de vía, que servirán de enlace con los otros sectores. Pero, sobre todo, habrán de edificar un puente sobre el río Kwai, el cual pueden observar más allá. Ese puente será su principal tarea, y pueden considerarse unos privilegiados, pues se trata de la obra más importante de toda la línea. El trabajo es agradable, requiere habilidad más que fuerza. Además, tendrán el honor de contarse entre los pioneros de la esfera de coprosperidad surasiática…

– He ahí otro acicate que bien podría provenir de la boca de un occidental -reflexionó Clipton, muy a su pesar…

Saíto inclinó hacia adelante la parte superior de su cuerpo y permaneció inmóvil, con la mano derecha apoyada sobre el puño de su sable, mientras escrutaba a los hombres de las primeras filas.

– Naturalmente, la parte técnica de los trabajos será dirigida por un ingeniero cualificado, un ingeniero japonés. En lo concerniente a la disciplina, tendrán que vérselas conmigo y con mis subordinados. Como pueden comprobar, no habrá escasez de cuadros. Por todas estas razones que he estimado conveniente explicarles, he dado órdenes a los oficiales británicos de trabajar fraternalmente, codo con codo, en compañía de sus soldados. En las circunstancias actuales, no puedo tolerar bocas inútiles. Espero no verme obligado a repetir esta orden. De lo contrario…

Saíto recayó entonces, sin transición alguna, en su estado de furia inicial y se puso de nuevo a gesticular como un poseso.

– De lo contrario, emplearé la fuerza. Odio a los británicos. Si es necesario, les haré fusilar a todos, antes que seguir alimentando a unos haraganes. La enfermedad no será motivo de dispensa. Un hombre enfermo siempre puede contribuir con su esfuerzo. Construiré el puente sobre los huesos de los prisioneros, si me obligan a ello. Odio a los británicos. Los trabajos comenzarán mañana al amanecer; serán convocados con los silbatos, en este mismo lugar. Los oficiales formarán filas aparte; constituirán un equipo que deberá cumplir la misma cuota de trabajo que los demás. Les distribuiremos herramientas y el ingeniero japonés se encargará de proporcionar las instrucciones. Dedicaré mis últimas palabras de esta noche a recordarles la divisa del general Yamashita: «Trabajen con agrado y ahínco». No se olviden de ello.

Saíto descendió de su estrado y volvió a su cuartel general a zancadas enormes y furiosas. Los prisioneros rompieron filas y pusieron rumbo a sus barracas, afligidos profundamente por tan deslavazada elocuencia.

– Parece no haber comprendido, sir. Creo que no habrá más remedio que apelar a los convenios internacionales -dijo Clipton al coronel Nicholson, que había quedado pensativo y en silencio.

– Yo también lo creo, Clipton -respondió el coronel gravemente-, y me temo que nos enfrentamos a un período lleno de dificultades.

IV

Clipton temió por un momento que el período lleno de dificultades previsto por el coronel Nicholson no durara mucho y acabara, nada más comenzar, con una espantosa tragedia. Como médico, era el único oficial al que la disputa no afectaba directamente. Ya estaba sobrecargado de trabajo cuidando a los numerosos lisiados, víctimas de la terrible marcha a través de la selva, razón por la cual no había sido incluido entre la mano de obra. No por ello su angustia fue menor cuando asistió al primer choque, desde la barraca pomposamente bautizada como «el hospital», en la que se encontraba desde poco antes del amanecer.

Tras ser despertados en mitad de la noche por los silbatos y los gritos de los centinelas, se dispusieron a formar filas, de mal humor y aún exhaustos, ya que no habían podido recuperar las fuerzas por culpa de los mosquitos y su mísero acomodamiento. Los oficiales se reagruparon en el lugar indicado. El coronel Nicholson les había dado instrucciones precisas.

– Hay que dar pruebas de buena voluntad -declaró-, siempre y cuando ello sea compatible con nuestro honor. Yo también iré personalmente a formar filas.

Había dejado bien claro que la obediencia a las órdenes de Saíto se limitaría a eso.

Permanecieron un buen rato en pie, inmóviles en medio de la fría humedad. Más tarde, cuando el día empezaba a nacer, vieron llegar al coronel Saíto, rodeado de algunos oficiales subalternos y seguido del ingeniero que había de dirigir las obras. Daba la impresión de estar malhumorado, si bien su rostro se iluminó al divisar al grupo de oficiales británicos, alineados detrás de su jefe.

Un camión cargado de herramientas seguía a los mandos. Mientras el ingeniero se encargaba de su distribución, el coronel Nicholson dio un paso al frente y solicitó a Saíto una breve entrevista. La mirada de éste se ensombreció, pero no dijo ni una palabra. El coronel entonces fingió interpretar su silencio por un signo de asentimiento y se acercó a él.

Clipton no pudo observar sus gestos, puesto que estaba de espaldas a él. Después de un momento, cambió de posición, situándose de perfil, lo que permitió al médico ver cómo le ponía un librito delante de las narices al japonés, al tiempo que le señalaba con el dedo un pasaje. Se trataba sin lugar a dudas delManual de derecho militar. Saíto titubeó, lo que llevó a pensar a Clipton que quizá la noche le hubiera inspirado mejores sentimientos. Rápidamente comprendió cuan vano era su anhelo. Tras el discurso de la víspera, aunque había aplacado su cólera, la obligación de «salvar la cara» dictaba ineluctablemente su conducta. Su rostro empezó a enrojecer. Tenía la esperanza de haber terminado con esa historia y ahora, de nuevo, se enfrentaba a la obstinación del coronel. Volvió entonces a sumirse, de golpe, en un estado de furia histérica, provocado por la testarudez del coronel Nicholson. Éste, mientras tanto, seguía leyendo en voz baja y ayudándose con el dedo, sin percatarse de la transformación de Saíto. Clipton, que observaba atentamente los cambios en la fisonomía del japonés, estuvo a punto de lanzar un grito para advertir a su jefe, pero ya era demasiado tarde. En un par de movimientos rápidos, Saíto hizo saltar el libro por los aires y propinó una bofetada al coronel. Luego, permaneció un rato enfrente de él, con el cuerpo inclinado hacia adelante y los ojos fuera de las órbitas, mientras gesticulaba y alternaba, de modo grotesco, insultos en inglés y japonés.

A pesar de su sorpresa, ya que no se esperaba una reacción de ese tipo, el coronel Nicholson conservó la calma. Recogió el libro del fango, se enderezó delante del japonés, al que sacaba una cabeza, y le dijo simplemente:

– Teniendo en cuenta las condiciones actuales, coronel Saíto, y dado que las autoridades japonesas no se avienen a las leyes vigentes en el mundo civilizado, nos consideramos libres de toda obligación de obediencia con respecto a ellas. Sólo me queda comunicarle las órdenes que he dado: los oficiales no trabajarán.

Tras pronunciar estas palabras, fue víctima, pasiva y silenciosa, de un segundo asalto, aún más brutal. Saíto, que parecía haber perdido los nervios, arremetió contra él y, de puntillas, comenzó a machacarle la cara a base de puñetazos.

El asunto se ponía feo. Algunos oficiales ingleses rompieron filas y se acercaron con un aire amenazante. Empezaron a escucharse murmullos entre la tropa. Los mandos japoneses gritaron breves consignas y los soldados prepararon sus armas para disparar. El coronel Nicholson rogó a sus oficiales que volvieran a sus puestos y ordenó a sus hombres que conservaran la calma. Pese a la sangre que fluía de su boca, conservaba un aspecto inalterable de superioridad.

Saíto, que se había quedado sin aliento, dio unos pasos atrás e hizo amago de sacar su revólver pero, pensándoselo mejor, desistió. Retrocedió una segunda vez y comenzó a dar órdenes en un tono sospechosamente sosegado. Los guardias japoneses rodearon a los prisioneros y, a base de signos, les ordenaron que avanzaran. Los llevaban en dirección al río, hacia la obra. Se produjeron protestas y varios intentos, más bien simbólicos, de resistencia. Algunos de los hombres interrogaban ansiosamente con sus miradas al coronel Nicholson, y éste les hacía señales de que obedecieran. Desaparecieron rápidamente. Los oficiales británicos permanecieron en sus puestos, enfrente del coronel Saíto.

Este último retomó la palabra, en un tono reposado que inquietó a Clipton. No se equivocaba: unos soldados se alejaron y volvieron momentos más tarde con las dos ametralladoras que anteriormente habían estado colocadas a la entrada del campamento. Las instalaron a derecha e izquierda de Saíto. El temor de Clipton se transformó en atroz angustia. Contemplaba la escena a través del tabique de bambú de su «hospital». Detrás de él se agolpaban unos cuarenta desgraciados cubiertos de heridas supurantes. Varios de ellos se habían arrastrado hasta donde se encontraba el médico, con el fin de observar también la escena. Uno de los enfermos lanzó una sorda exclamación:

– Doctor, no los irán a… ¡No es posible! Ese simio amarillo no se atreverá, ¿verdad? Claro que también el viejo se emperra…

Clipton estaba casi seguro de que el simio amarillo sí se atrevería. La mayoría de los oficiales situados detrás del coronel compartían esa convicción. Ya se habían producido varios casos de ejecuciones masivas durante la toma de Singapur. Era evidente que Saíto había hecho alejar a la tropa para impedir los testimonios comprometedores. Ahora se dirigía a los oficiales en inglés, ordenándoles que cogieran sus herramientas y que se pusieran rumbo al punto de trabajo.

La voz del coronel resonó de nuevo. Declaró que no obedecerían. Nadie se movió de su sitio. Saíto dio otra orden. Los japoneses cargaron las cintas de las ametralladoras, con los cañones apuntando sobre el grupo.

– Doctor -exclamó de nuevo, gimiendo, el soldado que estaba al lado de Clipton-, le digo que el viejo no va a dar su brazo a torcer… No se entera de nada. ¡Hay que hacer algo!

Esas palabras sacaron de su ensimismamiento a Clipton, que hasta ese momento se había sentido paralizado. Era evidente que «el viejo» no se daba cuenta de la situación. No creía a Saíto capaz de llegar hasta el final. Era necesario hacer algo con urgencia, como decía el soldado, había que explicarle que no tenía derecho a sacrificar a veinte personas de esa manera, por testarudez y por amor a los principios, que ni su honor ni su dignidad se verían rebajados por ceder ante la fuerza bruta, como todos los demás habían hecho en los otros campamentos. Las palabras se acumulaban en su boca. Salió entonces precipitadamente del «hospital» y se dirigió a Saíto:

– Espere un momento, coronel. Yo se lo explicaré.

El coronel Nicholson le echó una mirada severa.

– Ya basta, Clipton. No tiene nada que explicarme. Sé muy bien lo que estoy haciendo.

El médico no tuvo tiempo de unirse al grupo. Dos guardias lo interceptaron brutalmente, y lo inmovilizaron. Pero su brusca salida, en cualquier caso, a todas luces hizo reflexionar a Saíto, que ahora se mostraba vacilante. Súbitamente, Clipton exclamó algo, con toda rapidez, que los demás japoneses no comprendieron:

– Se lo advierto, coronel. He sido testigo de toda la escena. No sólo yo, también los cuarenta enfermos del hospital. Le será imposible aducir una revuelta colectiva o una tentativa de evasión.

Era la última carta, si bien peligrosa, que le quedaba. Ni siquiera ante las autoridades japonesas, Saíto hubiera encontrado una excusa con que justificar esa ejecución. Debía evitar todo testimonio británico. Es decir, llevando la lógica hasta sus últimas consecuencias, o hacía masacrar a todos los enfermos, junto con su médico, o bien debía renunciar a su venganza.

Clipton sintió que había ganado temporalmente la partida. Saíto reflexionó durante un buen rato. En realidad, se debatía agónicamente entre el odio y la humillación de la derrota, pero no dio la orden de disparar.

De hecho, no dio ninguna orden a sus súbditos, que permanecieron sentados frente a sus ametralladoras, con las armas apuntando. Así estuvieron un largo rato, demasiado largo, porque Saíto no se resignaba a «perder la cara» al extremo de tener que ordenar la retirada de las piezas de artillería. Pasaron allí una buena parte de la mañana, sin atreverse a moverse, hasta que quedó desierta la zona de concentración de la tropa.

Era un éxito muy relativo y Clipton no se atrevía a especular sobre la suerte que aguardaba a los rebeldes. Se consolaba recordándose a sí mismo que había evitado lo peor. Los guardias llevaron a los oficiales a la prisión del campamento. El coronel Nicholson fue arrastrado por dos coreanos gigantes, que formaban parte de la guardia personal de Saíto, a la oficina del coronel japonés. Ésta consistía en un pequeño cuarto que comunicaba con su estancia privada, lo que le permitía visitar frecuentemente su reserva de alcohol. Saíto se acercó lentamente a su prisionero y cerró con cuidado la puerta. Un momento más tarde, Clipton, que, en el fondo, era una persona de corazón sensible, no pudo dejar de estremecerse al oír el ruido de los golpes.

V

Tras una paliza de media hora, el coronel fue encerrado en una choza sin catre ni asiento alguno, sin otra opción que tumbarse, cuando se cansaba de estar de pie, sobre el barro húmedo que cubría el suelo. De comida le servían un cuenco de arroz cubierto de sal. Saíto le advirtió que permanecería ahí hasta que se decidiera a obedecerle.

Durante una semana no vio más que el rostro del guardia coreano, una bestia con cara de gorila que todos los días agregaba, de su propia autoridad, un poco de sal a la ración de arroz. El coronel, pese a todo, se esforzaba por tragar varios bocados de arroz, bebía de un sorbo su insuficiente ración de agua y luego se recostaba sobre el suelo, procurando desdeñar sus penalidades. Le estaba prohibido salir de su celda, la cual se había convertido en una cloaca abyecta.

Al cabo de una semana, Clipton consiguió por fin permiso para hacerle una visita. El médico fue convocado previamente por Saíto, en quien pudo adivinar un lúgubre aspecto de déspota angustiado. Daba la sensación de debatirse entre la cólera y la inquietud, algo que intentaba disimular bajo un tono frío.

– No soy responsable de lo que pueda suceder -señaló-. El puente del río Kwai ha de construirse rápidamente y un oficial japonés no puede tolerar este tipo de provocaciones. Hágale comprender que no cederé. Dígale que, por su culpa, aplicaremos el mismo tratamiento a todos los oficiales. Si ello no basta, los soldados sufrirán también por su terquedad. Hasta ahora les he dejado en paz, tanto a usted como a sus enfermos. He llevado mi bondad hasta el límite de aceptar que sean excluidos de los trabajos. Si el coronel persiste en su actitud, consideraré esa bondad como una debilidad.

Con estas amenazadoras palabras le despidió. Clipton fue conducido entonces hasta el prisionero. Su primera reacción fue de conmoción y espanto ante la condición a la que habían reducido a su jefe, y por la degradación física que su organismo había sufrido en tan poco tiempo. Su voz, apenas perceptible, se antojaba como un eco lejano y desprovisto de la autoritaria cadencia que el médico aún guardaba en el oído. No obstante, se trataba de una simple apariencia. El espíritu del coronel Nicholson no había experimentado metamorfosis alguna. Sus palabras eran todavía las mismas, aunque bajo un timbre diferente. Clipton, que había entrado decidido a convencerle de que diera su brazo a torcer, se dio cuenta de que sería imposible hacerle cambiar de parecer. Pronto agotó los argumentos preparados de antemano y se quedó en blanco. El coronel, sin entrar en la discusión, le dijo simplemente:

– Comunique a los demás mi firme voluntad. Bajo ninguna circunstancia toleraré que ningún oficial de mi regimiento haga labores de peón.

Clipton abandonó la celda, debatiéndose una vez más entre la admiración y la irritación, sumido en una nerviosa incertidumbre por la conducta de su superior, sin saber si venerarlo como héroe o considerarle un completo imbécil, y preguntándose si no sería mejor rogarle a Dios que llamara lo más pronto posible a su lado, con concesión incluida de la aureola de mártir, a ese loco peligroso, cuya conducta amenazaba con traer la peor de las catástrofes al campamento del río Kwai. Las palabras de Saíto se ajustaban bastante a la verdad. Los otros oficiales habían recibido un tratamiento apenas más humano, y la tropa sufría constantemente la brutalidad de los guardias. Clipton se alejó del lugar pensando en los peligros que acechaban a sus enfermos.

Saíto había estado aguardando su salida. Lanzándose hacia él, con una palpable angustia inscrita en sus ojos, le preguntó:

– Bueno, dígame…

Estaba a secas y parecía deprimido. Clipton trató de evaluar las consecuencias negativas que la actitud del coronel podía tener para su prestigio, recuperó su compostura y decidió mostrarse enérgico:

– ¿Que le diga qué? El coronel Nicholson no está dispuesto a ceder ante la fuerza, ni sus oficiales tampoco. Además, teniendo en cuenta el tratamiento al que se le está sometiendo, yo tampoco le he aconsejado que lo haga.

Protestó a continuación contra el régimen aplicado a los prisioneros sancionados, apelando él también a los convenios internacionales, a su parecer como médico y, finalmente, a la simple humanidad, llegando incluso a afirmar que un tratamiento de ese tipo equivalía a un asesinato. Se esperaba una reacción violenta, pero no se produjo. Saíto se limitó a murmurar que todo ello era culpa del coronel y luego se marchó apresuradamente. Clipton pensó en ese instante que en el fondo no era tan desalmado, y que sus actos podían muy bien explicarse por la confluencia de diferentes tipos de miedo: el temor a sus superiores, que con toda seguridad le presionaban duramente en relación al puente, y el temor a sus subordinados, frente a los cuales «perdía la cara», al mostrarse incapaz de conseguir la obediencia de los demás.

Su tendencia natural a la generalización llevó a Clipton a identificar en esta combinación de terrores, el terror a los superiores y el terror a los subordinados, la fuente principal de las calamidades humanas. Al expresar para sus adentros este pensamiento, creyó recordar que ya había leído en algún lugar una máxima análoga, cosa que le hizo sentir una cierta satisfacción mental, que le sirvió para aplacar ligeramente su desazón. Profundizó un poco más en su meditación, cerrándola en las inmediaciones del hospital, donde llegó a la conclusión de que las demás calamidades, probablemente las más terribles del mundo, eran imputables a las personas que carecían de superiores y subordinados.

Saíto se vio forzado a reconsiderar su decisión. El tratamiento del prisionero fue suavizado durante la semana siguiente, terminada la cual fue a visitarle para preguntarle si ya se había decidido a comportarse como un «gentleman». Se presentó sereno, con la intención de invocar a su sentido común. Sin embargo, ante la obstinada negativa del coronel Nicholson a discutir un asunto ya zanjado, perdió de nuevo los nervios, alzándose a ese estado de delirio completamente exento de cualquier rasgo de civilización. El coronel fue apaleado nuevamente y el coreano con cara de simio recibió órdenes estrictas de restablecer el régimen inhumano de los primeros días. Saíto vapuleó incluso al guardia, al que acusaba de mostrarse demasiado blando. Era irreconocible en sus accesos de cólera. Dentro de la celda, se puso a gesticular como un poseso, mientras blandía una pistola y amenazaba con ejecutar al celador y a su prisionero con sus propias manos, con el fin de restablecer la disciplina.

A Clipton también le cayeron algunos golpes al tratar de intervenir una vez más. Su hospital fue vaciado de todos los enfermos que podían mantenerse en pie. Éstos se vieron obligados a arrastrarse a la obra y a acarrear material, si querían evitar la muerte a latigazos. Durante algunos días reinó el terror en el campamento del río Kwai. El coronel Nicholson respondió a los malos tratos con un silencio desafiante.

El espíritu de Saíto parecía fluctuar entre el demister Hyde, capaz de todo tipo de atrocidades, y el del doctor Jekyll, relativamente humano. Tras aplacarse la crisis de violencia, se inició un período extraordinariamente suave. El coronel Nicholson fue autorizado a recibir no solamente una ración completa, sino también suplementos reservados, en principio, a los enfermos. Clipton obtuvo el permiso para verle y cuidarle. Saíto le advirtió incluso que le hacía responsable personalmente de la salud del coronel.

Una noche, Saíto hizo conducir al prisionero a su habitación, y ordenó a los guardias que se retiraran. A solas con él, le invitó a que se sentara y sacó de un baúl una lata decomed beef americano, cigarrillos y una botella de un excelente whisky. Le dijo que, como militar, admiraba profundamente su conducta, pero que estaban en guerra, una guerra de la que ninguno de ellos era responsable. Tenía que comprender que él, Saíto, estaba obligado a obedecer las órdenes de sus superiores. Esas órdenes especificaban que debían construir rápidamente el puente sobre el río Kwai, por lo que no tenía más remedio que emplear toda la mano de obra disponible. El coronel rechazó el comed beef, los cigarrillos y el whisky, pero escuchó con interés el discurso. Luego le respondió con calma que Saíto desconocía totalmente cómo ejecutar con eficacia una obra de tal magnitud.

Entonces retomó sus argumentos iniciales; la disputa parecía amenazar con eternizarse. Nadie hubiera sido capaz de predecir si Saíto iba a discutir razonadamente, o bien si se dejaría llevar por un nuevo acceso de locura. Permaneció silencioso un largo rato, mientras que la cuestión se debatía probablemente en una misteriosa dimensión del Universo. El coronel aprovechó para hacerle una pregunta:

– Permítame preguntarle, coronel Saíto, si está satisfecho con el inicio de las obras.

Esa pérfida pregunta podría haber inclinado perfectamente la balanza hacia la crisis de histeria, puesto que el comienzo de los trabajos había sido desastroso, y ello era una de las principales preocupaciones del coronel Saíto, el cual había comprometido en esa batalla no sólo su honor, sino ¿por que también su situación personal. A pesar de ello, no era ahora el turno demister Hyde. Saíto perdió su aplomo, humilló la mirada y masculló una respuesta ininteligible. Seguidamente, puso en la mano del prisionero un vaso repleto de whisky, se llenó el suyo hasta los bordes y declaró:

– Vamos a ver, coronel Nicholson. No estoy totalmente seguro de que me haya comprendido. No quiero que haya malentendidos entre nosotros. Cuando dije que todos los oficiales tendrían que trabajar, nunca me referí a usted, su jefe. Mis órdenes concernían únicamente a los demás…

– Ningún oficial trabajará -replicó el coronel mientras dejaba el vaso sobre la mesa.

Saíto reprimió una reacción de impaciencia y se esforzó por conservar la calma.

– He estado incluso reflexionando estos últimos días -añadió-. Pienso que yo podría ocuparme de las tareas administrativas. Sólo los oficiales subalternos deberán poner manos a la obra…

– Ningún oficial realizará labor manual alguna -afirmó el coronel Nicholson-. Los oficiales están para dar órdenes a sus hombres.

Saíto fue incapaz de contener su furia más tiempo. No obstante, cuando el coronel retornó a su celda, tras haber conseguido mantener sus posiciones intactas, a pesar de las tentaciones, de las amenazas, de los golpes y casi de las súplicas, llegó convencido de que la partida estaba bien encarrilada, y de que el enemigo no tardaría en capitular.

VI

Los trabajos no avanzaban. Al preguntarle a Saíto por la marcha de los trabajos, el coronel había hecho vibrar dolorosamente una cuerda sensible, y demostró buen juicio al prever que la necesidad obligaría a ceder al japonés.

Al final de las tres primeras semanas, el puente no sólo no había sido diseñado, sino que las contadas operaciones preliminares habían sido efectuadas tan ingeniosamente por los prisioneros que haría falta cierto tiempo para reparar los errores cometidos.

Enfurecidos por el tratamiento infligido a su jefe, cuya firmeza y valentía no les habían pasado desapercibidas, irritados por la sarta de insultos y golpes que los guardias hacían llover sobre ellos, crispados por tener que trabajar como esclavos en un obra valiosa para el enemigo y abatidos por haber sido separados de sus oficiales y no poder escuchar las órdenes habituales, los soldados británicos rivalizaban por mostrar el menor brío posible o, aún mejor, por ver quién cometía la pifia más sonada, fingiendo buena voluntad.

Ningún castigo era capaz de desbaratar su empeño intrigante, lo cual en ocasiones llegaba incluso a provocar lágrimas de desesperanza en el pequeño ingeniero japonés. No había centinelas en suficiente número para vigilarlos a cada instante, ni con la suficiente inteligencia para darse cuenta de las fechorías que hacían. El jalonado de dos tramos de vía tuvo que ser reiniciado veinte veces. Los alineamientos y las curvas sabiamente calculadas y señalizadas con postes blancos por el ingeniero se transformaban, nada más volver la espalda, en un laberinto de líneas rotas, cortadas en ángulos extravagantes, que le arrancaban a su regreso penosas exclamaciones. A cada lado del río, las dos extremidades que el puente debía unir presentaban impresionantes diferencias de nivel, nunca se situaba la una enfrente de la otra. Uno de los equipos súbitamente se ponía a cavar el suelo con furia y lograba finalmente una especial de cráter que descendía mucho más bajo del nivel prescrito, mientras que el centinela, en su estupidez, se regocijaba de ver por fin a los hombres poniendo empeño en su trabajo. Cuando el ingeniero aparecía, montaba en cólera y comenzaba a repartir golpes, indistintamente, a prisioneros y guardias. Estos últimos, al percatarse de que les habían tomado el pelo, se vengaban a su vez, pero el daño ya estaba hecho y requería varias horas o días para repararlo.

Un grupo de hombres fue enviado a la selva para talar árboles adecuados a la construcción del puente. Tras una cuidadosa selección, volvían con las especies más retorcidas y frágiles, o bien invertían un esfuerzo considerable en cortar un árbol gigante, que acababa cayendo en el río, donde era imposible recuperarlo. Incluso optaban por troncos carcomidos en su interior por insectos, incapaces de soportar la más mínima carga.

Saíto, que todos los días iba a inspeccionar la obra, daba rienda suelta a su cólera en manifestaciones cada vez más violentas. Él también arremetía con insultos, amenazas y golpes, de los que no se libraba siquiera el ingeniero, el cual, desairado, le aseguraba que la mano de obra era de una inutilidad absoluta. Entonces gritaba todavía más fuerte imprecaciones aún más terribles y trataba de concebir nuevos métodos barbáricos para poner fin a esa silenciosa oposición. Hizo sufrir a los prisioneros como sólo sabe hacerlo un centinela rencoroso, abandonado prácticamente por todo el mundo y presa del terror a ser cesado por incapaz. Aquellos que eran sorprendidos en flagrante delito de mala fe o sabotaje eran atados a los árboles, azotados con varas de espinos y abandonados así durante horas enteras, desnudos, ensangrentados y expuestos a las hormigas y el sol de los trópicos. Clipton los veía llegar por la noche a su hospital, transportados en volandas por sus compañeros, con fiebres violentas y la espalda en carne viva. Tampoco podía mantenerlos bajo su custodia durante mucho tiempo, ya que Saíto no se olvidaba de ellos. Tan pronto eran capaces de arrastrarse, los enviaba de nuevo a la obra y ordenaba a los guardias que los vigilaran especialmente.

El tesón de esos seres temerarios conmovía en ocasiones a Clipton, llegándole a veces a arrancar más de una lágrima. Le maravillaba su resistencia ante el tratamiento que recibían. Siempre había uno de ellos que, a solas, encontraba la fuerza necesaria para incorporarse y murmurar algo, guiñándole el ojo, en una jerga que empezaba a generalizarse entre todos los prisioneros de Birmania y Tailandia.

– El maldito todavía no está construido, doctor. El maldito ferrocarril puente del maldito emperador no ha atravesado todavía el maldito río de este maldito país. Nuestro maldito coronel tiene razón y sabe lo que hace. Si lo ve, dígale que todos estamos con él, y que ese maldito simio no ha acabado todavía con el maldito ejército inglés…

La violencia más atroz no había traído consigo ningún resultado. Los hombres se habían habituado a ella. El ejemplo del coronel Nicholson surtía sobre ellos un efecto más embriagador que la cerveza o el whisky que se les negaba. Cuando uno de ellos sufría un castigo demasiado severo como para poder continuar, bajo amenaza de represalias que pondrían su vida en peligro, siempre había alguien para sustituirle. Se estableció un sistema de relevo.

Aún más meritoria, pensaba Clipton, era su resistencia a la melosa hipocresía mostrada por Saíto en esas horas de desaliento en las que éste comprendía con tristeza que había agotado la gama habitual de torturas, y que su imaginación no daba para inventar otras.

Un día los convocó delante de su oficina, después de decretar el fin de jornada antes que de costumbre, para evitar que se esforzaran en exceso, según les dijo. Hizo distribuir pasteles de arroz y fruta, adquiridos a los campesinos tailandeses de un pueblo vecino; un regalo del ejército japonés para incitarles a dejar de ralentizar sus esfuerzos. Dejó de lado todo su orgullo y se dedicó a revolcarse en bajezas. Se vanaglorió de ser como ellos, un hombre del pueblo, sencillo, cuyo único propósito era cumplir con su deber sin meterse en problemas. Les explicó que los oficiales, al negarse a trabajar, aumentarían el volumen de obligaciones de cada uno de los hombres. Podía entender la animadversión que sentían, pero no se lo reprochaba. Para demostrárselo y para evidenciar su simpatía hacia ellos, había decidido recortar, por iniciativa propia, la cuota de trabajo. El ingeniero había fijado esta última, para el terraplén, en un metro cúbico y medio por hombre. Pues bien, él, Saíto, había determinado reducirla a un metro cúbico, y lo hacía porque se apiadaba de su sufrimiento, del que él no era responsable. Esperaba que, ante ese gesto fraternal, dieran prueba de buena voluntad finalizando rápidamente esa sencilla obra, destinada a recortar la duración de esa maldita guerra.

El final de su discurso estuvo marcado por un tono que rayaba con la súplica. Pese a todo, los ruegos no surtieron más efecto que las torturas. Al día siguiente se respetó la cuota de trabajo. Todos los hombres cavaron y transportaron escrupulosamente su metro cúbico de tierra, algunos incluso más. Pero el punto al que se desplazaba esa tierra era un insulto al más elemental sentido común.

En última instancia fue Saíto el que dio su brazo a torcer. Había agotado todos los recursos y la obstinación de sus prisioneros lo había convertido en un ser digno de conmiseración. Los días que precedieron a su derrota, se le vio recorrer el campamento con la mirada asustadiza de un animal acosado. Llegó incluso a implorar a los tenientes más jóvenes que escogieran ellos mismos su trabajo, prometiéndoles primas especiales y un régimen mucho más ventajoso que el ordinario. Todos, no obstante, se mostraron inquebrantables y, como se encontraba bajo la amenaza de una posible inspección de las autoridades japonesas, acabó resignándose a una capitulación vergonzante.

Proyectó una maniobra desesperada para «salvar la cara» y camuflar su descalabro, pero esa penosa tentativa no sirvió siquiera para engañar a sus propios soldados. El 7 de diciembre de 1942, en el aniversario de la declaración de guerra de Japón, hizo proclamar que en honor a la fecha había decidido condonar todas las sanciones. En conversación con el coronel, le anunció que había adoptado una medida de extrema benevolencia: los oficiales serían excluidos de todo trabajo manual. Como contrapartida, esperaba que éstos se tomaran en serio la dirección de las actividades de sus hombres, para así lograr un alto rendimiento.

El coronel Nicholson declaró que él estudiaría las decisiones a tomar. A partir del momento en que las posiciones fueran fijadas sobre una base correcta, no había razón para que él se opusiera al programa de los vencedores. Como en todo ejército civilizado, los oficiales serían responsables de la conducta de sus soldados, algo que era evidente para él.

Se trataba de una capitulación total por parte de los japoneses. Por la noche, el bando británico celebró la victoria con cánticos, exclamaciones de triunfo y una ración adicional de arroz, que Saíto, a regañadientes, había dado orden de distribuir para marcar su gesto. Esa misma noche, el coronel japonés se retiró pronto a sus aposentos, lloró por su honor mancillado y ahogó su rabia en libaciones solitarias que se prolongaron ininterrumpidamente hasta bien entrada la madrugada, cuando, borracho como una cuba, se desplomó sobre su lecho. Sólo alcanzaba ese estado de embriaguez en circunstancias extraordinarias, pues tenía una capacidad singular que generalmente le hacía resistir a las mezclas más atroces.

VII

El coronel Nicholson, acompañado por sus consejeros habituales, el comandante Hughes y el capitán Reeves, marchaba en dirección al río Kwai, siguiendo el terraplén de la vía en que trabajaban los prisioneros.

Andaba lentamente, sin prisa alguna. Inmediatamente tras su liberación, había conseguido una segunda victoria: cuatro días de descanso absoluto para él y sus oficiales, en compensación por el castigo que injustamente se les había infligido. Saíto tuvo que dominar su rabia al considerar este nuevo retraso, pero finalmente accedió. Dio incluso órdenes para que los prisioneros fueran tratados convenientemente, y machacó la cara a uno de sus soldados en el que creyó adivinar una sonrisa irónica.

El hecho de que el coronel Nicholson solicitara cuatro días de reposo no se debía únicamente a la necesidad de recuperar fuerzas, tras el infierno que había sufrido. Deseaba reflexionar, analizar la situación, discutirla con su estado mayor y establecer un plan de acción, como corresponde a todo mando consciente, evitando así lanzarse de cabeza a la improvisación, algo que odiaba por encima de todo.

No tardó en darse cuenta del boicoteo sistemático al que se habían dedicado sus hombres. Al percatarse de los sorprendentes resultados de sus actividades, Hughes y Reeves no pudieron contener algunas exclamaciones:

– ¡Admirable terraplén para una vía férrea! -dijo Hughes-. Sir, le sugiero que convoque a los responsables del regimiento. Y pensar que por aquí tienen que pasar trenes cargados de munición…

El rostro grave del coronel se mantuvo inalterable.

– ¡Bonito trabajo! -insistió el capitán Reeves, antiguo ingeniero de obras públicas-. Ninguna persona con uso de razón puede creer que los japoneses tengan intención de trazar una vía sobre esta montaña rusa. Preferiría enfrentarme de nuevo al ejército japonés, sir, que hacer un viaje por esta línea.

El coronel permaneció silencioso. Seguidamente hizo una pregunta: -A su juicio, Reeves, usted que es técnico: ¿todo esto puede ser de alguna utilidad?

– No lo creo, sir -afirmó Reeves, después de un momento de reflexión-. Perderían menos tiempo abandonando este desastre y construyendo una vía nueva un poco más lejos.

El coronel Nicholson parecía cada vez más preocupado. Agitó la cabeza y continuó su marcha en silencio. Deseaba ver el conjunto de la obra antes de formarse una opinión.

Arribaron entonces a las inmediaciones del río Kwai. Un equipo de unos cincuenta hombres semidesnudos, ataviados únicamente con el triángulo de tela distribuido como uniforme de trabajo por los japoneses, trabajaba incesantemente en torno a la vía. Un centinela, fusil en hombro, deambulaba delante de ellos. Un poco más lejos, parte del equipo cavaba el suelo; la otra parte transportaba la tierra en encañizadas de bambú, arrojándola a ambos lados de una línea jalonada por estacas blancas. El trazado inicial era perpendicular a la ribera del río, pero el pérfido ingenio de los prisioneros había logrado hacerlo prácticamente paralelo a ésta. El ingeniero japonés no se encontraba allí, pero podía vérsele al otro lado del río, gesticulando en medio de otro grupo, que cada mañana era transportado en balsa a la orilla izquierda. Sus chillidos también eran perfectamente audibles.

– ¿Quién ha plantado esta línea de estacas? -preguntó el coronel, haciendo un alto en el camino.

– Él, sir -dijo un cabo inglés, poniéndose firme ante su jefe, al tiempo que apuntaba con el dedo al ingeniero-. Él, pero yo le he ayudado un poco. Introduje una pequeña rectificación después de que se fuera. Nuestras ideas no siempre son coincidentes, sir.

Aprovechando que el centinela se había alejado un poco, le lanzó un guiño silencioso. El coronel Nicholson, aún cariacontecido, no respondió a esa señal de connivencia.

– Comprendo -replicó en un tono glacial.

Continuó su camino sin otro comentario y, poco después, volvió a detenerse ante otro cabo. Éste, ayudado por algunos hombres, se empleaba a fondo limpiando el terreno de unas raíces enormes, izándolas a la cima de una pendiente en vez de dejar que rodaran hasta el fondo de la hondonada, bajo la mirada inexpresiva de otro soldado japonés.

– ¿Cuántos hombres participan en el equipo de trabajo, esta mañana? -inquirió imperiosamente el coronel.

El guardia le observó fijamente con sus ojos redondos, preguntándose si en las órdenes recibidas entraba el permitir interpelar a los prisioneros, pero el tono del coronel era tan autoritario que permaneció inmóvil. El cabo se incorporó rápidamente y respondió vacilante:

– Veinte o veinticinco, sir, no lo sé muy bien. Uno de los hombres se ha sentido indispuesto al llegar a la obra. Un desfallecimiento repentino… e incomprensible, sir. Su estado de salud era bueno esta mañana. Tres o cuatro de sus compañeros han sido «obligados» a llevarlo al hospital, sir, puesto que era incapaz de caminar. Aún no han vuelto. Era el hombre más corpulento y robusto del equipo, sir. En las condiciones actuales, nos será imposible cumplir con nuestra cuota, sir. Este ferrocarril parece atraer todas las desgracias.

– Todos los cabos -replicó el coronel- tienen la obligación de conocer el número exacto de hombres bajo sus órdenes… ¿Cuál es la cuota?

– Un metro cúbico de tierra que cavar y transportar, por hombre y día. Con estas malditas raíces, sir, tengo la impresión de que esa tarea, insisto, esta fuera de nuestro alcance.

– Comprendo -dijo el coronel, en un tono aún más seco.

El coronel Nicholson se alejó murmurando entre dientes algunas palabras incomprensibles. Hughes y Reeves le siguieron.

Luego, ascendió con su comitiva sobre un montículo, desde el que se divisaba perfectamente el río y el conjunto de la obra. El Kwai tenía una anchura, en ese tramo, de más de cien metros, con unas orillas elevadas considerablemente sobre el nivel del agua. El coronel inspeccionó el terreno en todas las direcciones y, a continuación, se dirigió a sus subordinados. Enunció algunos tópicos, pero en un tono de voz restituido de todo su vigor:

– Estos tipos, quiero decir, los japoneses, acaban de salir de su estado de salvajismo, y lo han hecho con demasiada rapidez. Han intentado copiar nuestros métodos, sin asimilarlos. Los dejan sin modelos y, ahí los tienen, desorientados. Son incapaces, en este valle en el que nos encontramos, de conducir una empresa que sólo requiere un poco de inteligencia. Ignoran que se gana tiempo reflexionando un poco de antemano, en lugar de revolverse en el desorden. ¿Qué opina usted, Reeves? Las vías férreas y los puentes son lo suyo.

– Ciertamente, sir -respondió el capitán con su vivacidad instintiva-. He construido en India más de diez obras de este tipo. Con el material que hay en esta selva y la mano de obra de la que disponemos, un ingeniero cualificado levantaría el puente en menos de seis meses… Hay momentos, he de confesarlo, en los que la incompetencia de los japoneses me hace hervir la sangre…

– A mí también -reconoció Hughes-. Tengo que admitir que el espectáculo de anarquía al que asistimos me exaspera a veces. Con lo simple que es…

– Y a mí -interrumpió el coronel-, ¿creen ustedes que este escándalo me llena de júbilo? Lo que he visto esta mañana me ha conmocionado profundamente.

– En cualquier caso, podemos estar tranquilos en lo que respecta a la invasión del subcontinente indio, sir -dijo entre risas el capitán Reeves-, si, como pretenden, esta línea de comunicación ha de contribuir a ello… El puente sobre el río Kwai aún no está listo para cargar con sus trenes.

El coronel Nicholson seguía adentrándose en sus propios pensamientos, con sus ojos azules clavados en los colaboradores.

– Gentlemen -exclamó-, creo que a todos nos va a hacer falta mucha firmeza para recuperar el control sobre nuestros hombres. Con esos bárbaros han adquirido el hábito de la negligencia y la pereza, lo cual es incompatible con su condición de soldados ingleses. Ello va a requerir también mucha paciencia, y tacto, puesto que no podemos hacerlos responsables de la situación. Necesitan una autoridad, algo de lo que han carecido hasta ahora. Los golpes no pueden remplazaría. Lo que hemos visto es una prueba… de convulsión desordenada. En definitiva, nada positivo. Estos asiáticos han demostrado solos su incompetencia en materia de mando.

Se produjo un silencio, en el que los dos oficiales se preguntaron en su fuero interno sobre el significado real de estas palabras. El lenguaje era claro, no ocultaba ningún doble sentido. El coronel Nicholson hablaba con su habitual franqueza. Tras otro momento de honda reflexión, añadió:

– Les recomiendo, por lo tanto, y así se lo haré saber a todos los oficiales, un esfuerzo inicial de comprensión. Ahora bien, nuestra paciencia bajo ningún concepto deberá caer en la debilidad. De proceder así, pronto nos hundiríamos al mismo nivel que esos seres primitivos. Yo me encargaré personalmente de hablar con los hombres. A partir de hoy, hemos de corregir las faltas más graves. Naturalmente, nuestros soldados no podrán ausentarse de la obra con el más mínimo pretexto. Los cabos responderán con resolución a las preguntas que se les haga. Huelga insistir sobre la necesidad de reprimir con firmeza todo intento de sabotaje o cualquier otra ocurrencia. El trazado de un ferrocarril debe ser horizontal, no una montaña rusa, como muy bien ha indicado usted, Reeves…

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