SEGUNDA PARTE

I

En Calcuta, el coronel Green, jefe de la Unidad 316, releía con atención un informe que había llegado a sus manos, tras un enrevesado recorrido, enriquecido de comentarios escritos por media docena de servicios secretos, militares o adjuntos. La Unidad 316 («Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.», como la denominaban los iniciados) no había alcanzado aún el desarrollo que habría de adquirir en Extremo Oriente, en la fase final de la guerra, pero ya se hacía cargo con brío, cariño y una meta precisa, de las instalaciones japonesas en varios países ocupados: Malasia, Birmania, Tailandia y China. Trataba de suplir la exigüidad de sus medios con la audacia de sus ejecutores.

– Es la primera vez que veo a todos de acuerdo -dijo en voz baja el coronel Green-. Tenemos que intentar algo.

La primera parte de dicha observación hacía referencia a los numerosos servicios secretos con los que la Unidad 316 no tenía más remedio que colaborar, los cuales, separados por un muro de hermetismo, en su celo por conservar el monopolio de sus métodos, desembocaban a menudo en conclusiones contradictorias. Ello provocaba profundo enojo al coronel Green, encargado de establecer un plan de acción a partir de las informaciones recibidas. La acción era el dominio de la Unidad 316.

Al coronel Green sólo le interesaban las teorías y las discusiones en la medida en que convergían hacia aquélla. Incluso se le conocía por exponer esta concepción a sus subordinados al menos una vez al día. No tenía más remedio que dedicar una parte de su tiempo a intentar desgranar la verdad contenida en los informes, considerando no sólo los datos en sí, sino también las tendencias psicológicas de los diferentes organismos emisores (optimismo, pesimismo, inclinación a reelaborar irreflexivamente los hechos o, al contrario, incapacidad absoluta de interpretación).

El coronel Green reservaba un lugar especial en su corazón para el verdadero, magno, ilustre y único Servicio de Inteligencia, un cuerpo que se consideraba a sí mismo esencialmente espiritual, se negaba sistemáticamente a colaborar con el cuerpo ejecutivo y, encerrado en su torre de marfil, no permitía el acceso a sus documentos más valiosos a ninguna persona susceptible de sacar partido de ellos, bajo pretexto de que eran demasiado secretos, razón por la que los guardaba cuidadosamente en una caja fuerte. Allí permanecían durante años, hasta ser totalmente inutilizables o, más concretamente, hasta que uno de los jefes, mucho tiempo después de terminada la guerra, sentía la necesidad de escribir sus memorias antes de morir, confesarse ante la posteridad y revelar a la nación cautivada cómo, en tal fecha y tales circunstancias, el servicio había dado pruebas innegables de sutilidad interceptando el plan completo del enemigo: el punto y el momento fijados por éste para atacar habían sido determinados de antemano con gran precisión. Dichos pronósticos eran rigurosamente exactos, ya que, en efecto, el citado enemigo había atacado en las condiciones anunciadas y con el desenlace igualmente previsto.

Ése era, al menos, el punto de vista, tal vez un poco excesivo, del coronel Green, que no gustaba de la teoría del amor al arte por el arte en materia de inteligencia militar. Masculló una observación incomprensible mientras meditaba sobre aventuras precedentes y acto seguido, ante la precisión y la milagrosa coincidencia de las informaciones en el caso presente, se sintió casi apesadumbrado de tener que reconocer que, esta vez, los servicios habían realizado una tarea útil. Se consoló concluyendo, con cierta mala fe, que las revelaciones contenidas en el informe eran conocidas desde hacía mucho tiempo en todo el subcontinente indio. Finalmente, las resumió y clasificó en su cabeza para uso futuro.

– El ferrocarril de Birmania y Tailandia está en fase de construcción. Sesenta mil prisioneros aliados desplazados por los japoneses sirven de mano de obra y trabajan en él en condiciones abominables. Pese a las terribles pérdidas, es previsible que la obra, de importancia considerable para el enemigo, sea concluida en varios meses. Adjunto un trazado aproximado. Incluye varios cruces de río sobre puentes de madera…

Al llegar a ese punto de su recapitulación mental, el coronel Green sintió cómo recobraba su buen humor habitual, esbozó una sonrisa de satisfacción y prosiguió:

– El pueblo tailandés está descontento con sus protectores, que han confiscado el arroz y cuyos soldados se comportan como si estuvieran en un país invadido. Los campesinos que habitan en la región del ferrocarril se encuentran particularmente irritados. Varios oficiales de alto rango del ejército tailandés, e incluso algunos miembros de la corte real, se han puesto secretamente en contacto con los aliados y están dispuestos a respaldar una acción antijaponesa en su país, para la que se han ofrecido voluntarios numerosos partisanos. Solicitan armas e instructores.

– No cabe duda alguna -concluyó el coronel Green-. Es preciso que envíe un equipo a la región del ferrocarril.

Después de adoptar su decisión, reflexionó largo rato sobre las diversas cualidades que el jefe de dicha expedición debería poseer. Tras laboriosas eliminaciones, convocó al comandante Shears, antiguo oficial de caballería, destinado a la Unidad 136 desde la fundación de esta institución especial; es más, fue uno de sus promotores. La creación de este cuerpo fue posible gracias a la vehemente iniciativa individual de varias personas, apoyadas, con no mucho entusiasmo, por contadas autoridades militares. El coronel Green mantuvo una larga entrevista con Shears, que acababa de llegar de Europa, donde había llevado a buen puerto algunas misiones delicadas. Le comunicó toda la información de la que disponía y esbozó para él, a grandes líneas, la que sería su misión.

– Llevará consigo una pequeña parte del material -dijo-. El resto se lo lanzaremos en paracaídas, de acuerdo a sus necesidades. En lo que se refiere a la acción, la comprenderá cuando llegue al lugar en sí. No se precipite. A mi juicio, es mejor aguardar la finalización del ferrocarril y asestar un gran golpe, antes que mantenerlos en alerta con varias intervenciones menores.

Era inútil precisar la forma exacta de la acción, ni el tipo de material al que se aludía. La razón de ser de «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» hacía superflua toda explicación complementaria.

Mientras tanto, Shears debía ponerse en contacto con los tailandeses, asegurarse de su buena voluntad y lealtad y luego iniciar la instrucción de los partisanos.

– Por el momento, creo que lo mejor es que su grupo esté compuesto por tres hombres -propuso el coronel Green-. ¿Cuál es su opinión?

– Me parece bien, sir -aprobó Shears-. Nos hace falta un núcleo de, al menos, tres europeos. Un grupo mayor correría el riesgo de llamar la atención.

– Estoy de acuerdo. ¿A quién piensa llevar?

– Propongo a Warden, sir.

– ¿Al capitán Warden? ¿Al profesor Warden? Tiene usted buen gusto, Shears. Ustedes dos están entre nuestros mejores agentes.

– Si no he comprendido mal, se trata de una misión importante, sir -dijo Shears en un tono neutral.

– Se trata de una misión muy importante, con una faceta diplomática y otra activa.

– Warden es el hombre que preciso para ella, sir. No olvide que es antiguo profesor de lenguas orientales. Conoce el tailandés y podrá hablar con los indígenas. Es una persona sensata, que no pierde la calma… al menos, con facilidad.

– Llévese a Warden. ¿Y el otro?

– Me lo voy a pensar, sir. Probablemente uno de los jóvenes que han terminado el curso. He visto varios que parecen adecuados. Mañana se lo comunicaré.

La Unidad 316 había fundado una escuela en Calcuta, donde formaban a jóvenes voluntarios.

– Está bien. Eche un vistazo a este mapa. He marcado los puntos posibles para el lanzamiento en paracaídas, puntos en que nuestros agentes afirman que podrán permanecer ocultos entre los tailandeses, sin peligro de ser descubiertos. Ya hemos efectuado reconocimientos aéreos.

Shears estudió detenidamente el mapa y las ampliaciones fotográficas. Examinó con atención la región que la Unidad 316 había escogido como teatro para sus heterodoxas operaciones en Tailandia. Sintió el escalofrío que siempre atravesaba su cuerpo en los momentos previos al inicio de una nueva expedición en país desconocido. Todas las expediciones de la Unidad 136 presentaban un elemento excitante, pero la atracción de la aventura en esta ocasión se aderezaba con el carácter salvaje de esas montañas cubiertas de selva y habitadas por un pueblo de contrabandistas y cazadores.

– Hay varios lugares que parecen adecuados -añadió el coronel Green-. Esta pequeña aldea aislada, por ejemplo, no lejos de la frontera con Birmania. A dos o tres días de marcha de la vía férrea, según parece. De acuerdo con el trazado aproximado, el ferrocarril debe atravesar el río por aquí… el río Kwai, si el plano es correcto… En este lugar se construirá probablemente uno de los puentes más largos de toda la línea.

Shears dibujó una sonrisa con sus labios, como había hecho su jefe al considerar los numerosos cruces sobre el río.

– A no ser que un estudio más en profundidad indique lo contrario, pienso que ese punto es perfecto como cuartel general, sir.

– Bueno, ahora sólo queda organizar el lanzamiento en paracaídas. En mi opinión, tendrá lugar dentro de tres o cuatro semanas, siempre que los tailandeses estén de acuerdo. ¿Ha saltado ya alguna vez?

– Nunca, sir. Esa práctica comenzó a formar parte de nuestra instrucción básica después de que yo me fuera de Europa. Creo que Warden tampoco lo ha hecho.

– Espere un momento. Voy a solicitar a los especialistas que les hagan algunas sesiones de entrenamiento.

El coronel Green cogió el teléfono, llamó a un responsable de la R.A.E y expuso su petición. La respuesta, bastante prolija, no dio la impresión de satisfacerle. Shears, que no dejaba de observarle, creyó apreciar en él su típica cara de mal humor.

– ¿Es ésa realmente su opinión definitiva? -inquirió el coronel Green.

Permaneció un instante con el ceño fruncido y colgó. Tras un momento de silencio, determinó ofrecer finalmente algunas aclaraciones.

– ¿Quiere conocer el parecer del especialista? Pues muy bien, esto es lo que me ha dicho exactamente: «Si insiste en que sus hombres realicen algunos saltos de entrenamiento, yo le proporcionaré los medios, pero no se lo aconsejo realmente, a no ser que dispongan de seis meses para una preparación seria. Mi experiencia en misiones de este tipo se resume de la siguiente manera: si saltan una vez, tienen aproximadamente un cincuenta por ciento de probabilidades de romperse algo, ¿comprende? Si saltan dos veces, las probabilidades son de un ochenta por ciento. Si saltan tres, pueden estar seguros de que no saldrán ilesos, ¿sabe lo que le quiero decir? No es una cuestión de entrenamiento, es un problema de probabilidades. Lo más juicioso es lanzarlos sólo una vez: la buena». Ésas son sus palabras. Ahora le toca decidir a usted.

– Una de las grandes ventajas de nuestro ejército moderno es que dispone de especialistas para resolver todas las dificultades, sir -respondió Shears con gravedad-. No podemos aspirar a ser más astutos que ellos. Además, la opinión de esta persona me parece repleta de buen juicio. Estoy seguro de que el carácter racional de Warden la apreciará, y que estará de acuerdo conmigo. Siguiendo su consejo, saltaremos sólo una vez… la buena.

II

– Tengo la impresión, Reeves, de que no está satisfecho -dijo el coronel Nicholson al capitán de ingeniería, cuya actitud evidenciaba una cólera contenida-. ¿Qué sucede?

– ¿Insatisfecho? Sucede que no podemos continuar así, sir. Le aseguro que es imposible. De hecho, había decidido confiarle todo hoy mismo. El comandante Hughes, aquí presente, me apoya.

– ¿Qué sucede? -insistió el coronel, frunciendo el ceño.

– Coincido totalmente con Reeves, sir -afirmó Hughes, que había abandonado la obra para reunirse con su superior-. Yo también quiero insistir en que no podemos seguir de esta manera.

– Pero, ¿a qué se refieren?

– Nos encontramos en plena anarquía. Nunca en mi carrera había presenciado tamaña inconsciencia, ni tal ausencia de método. De este modo no conseguiremos nada. Estamos estancados, todo el mundo da órdenes sin lógica alguna. Esos tipos, los nipones, carecen totalmente de sentido del mando. Si se empeñan en meter sus narices en esta empresa, nunca la llevaremos a buen término.

La marcha de las operaciones había mejorado innegablemente desde que los oficiales ingleses se hicieran cargo de la dirección de los equipos, pero, pese al perceptible progreso de los trabajos, desde el punto de vista de la cantidad y la calidad, era evidente que no todo iba a mejor.

– Explíquense. Usted primero, Reeves.

– Sir -dijo el capitán sacando un papel de su bolsillo-, me he limitado a poner por escrito las mayores bestialidades. De lo contrario, la lista sería demasiado larga.

– Prosiga. Estoy aquí para escuchar todas las quejas razonables y considerar todas las sugerencias. Me doy perfectamente cuenta de que la cosa no marcha, y ahora a usted le corresponde explicármelo.

– Bueno, en primer lugar, sir: construir un puente en este lugar es una locura.

– ¿Por qué?

– ¡El fondo es de lodo, sir! ¿Quién ha oído hablar de un puente ferroviario sobre un fondo movedizo? Sólo a unos salvajes como éstos se les ocurre una idea así. Le apuesto lo que quiera, sir, a que el puente se desploma con el primer tren.

– Este asunto es grave, Reeves -dijo el coronel Nicholson, mirando fijamente a su colaborador con sus ojos claros.

– Muy grave, sir. He tratado de demostrárselo al ingeniero japonés. ¿Qué digo? ¡Ingeniero! ¡Un infamante chapucero, Dios mío! Trate de meter en razón a una persona que ni siquiera sabe lo que es la resistencia de suelos, que pone cara de no saber nada cuando se le citan cifras de presión, y que, para colmo, habla deficientemente el inglés. Y no será por falta de paciencia por mi parte, sir. He intentado todo para convencerlo, incluso con una pequeña experiencia, pensando que no podría negarse ante la evidencia. Todo, una pérdida de tiempo. Se obstina a construir su puente sobre el lodo.

– ¿Una experiencia, Reeves? -interrogó el comandante Nicholson, en quien esa palabra despertaba siempre una intensa curiosidad.

– Muy sencilla, sir. Hasta un niño la comprendería. ¿Ve desde aquí ese pilar en el agua, cerca de la orilla? He sido yo quien ha dado instrucciones de colocarlo, a golpe de maza. Pues bien, ya ha penetrado considerablemente en la tierra y todavía no hemos encontrado un fondo sólido. Cada vez que se golpea el extremo superior, sir, se hunde un poco más, como todos los pilares se hundirán bajo el peso del tren, se lo garantizo. Sería necesario construir un cimiento de hormigón, pero no disponemos de los medios para ello.

El coronel observó el pilar con atención y preguntó a Reeves si era posible realizar la experiencia en su presencia. Reeves dio una orden y varios prisioneros se acercaron y jalaron una cuerda. Una pesada maza, suspendida de un andamio, cayó entonces dos o tres veces sobre la cabeza del poste, que se hundió de manera apreciable.

– ¿Lo ve, sir? -exclamó Reeves triunfante-. Podríamos seguir golpeando hasta mañana, y la cosa no cambiaría. Pronto desaparecerá bajo el agua.

– Bien -repuso el coronel-. ¿Cuántos pies ha penetrado actualmente en el suelo?

Reeves le proporcionó la cifra exacta, que tenía anotada, y añadió que ni los árboles más grandes de la selva bastarían para alcanzar un fondo sólido.

– Perfecto -concluyó el coronel Nicholson con evidente satisfacción-. Está totalmente claro, Reeves. Hasta un niño, como usted dice, lo comprendería. Es una demostración de esas que a mí me gustan. ¿Y no ha convencido al ingeniero? Pues a mí sí, y no olvide que eso es lo fundamental. Entonces, ¿cuál es la solución que propone?

– Trasladar el puente, sir. Creo que a una milla de aquí, aproximadamente, hay un lugar que podría ser adecuado. Obviamente, habrá que verificarlo…

– Hay que verificarlo, Reeves -dijo el coronel con su habitual calma-, y tiene que proporcionarme cifras para que pueda convencerlos. Tras tomar nota de este primer punto, preguntó:

– ¿Algo más, Reeves?

– Los materiales del puente, sir. Hay que talar este tipo de árboles. Nuestros hombres habían empezado con una sabia selección, ¿no es cierto? Ellos, al menos, sabían lo que hacían… Pues bien, con este ingeniero, sir, la situación apenas ha mejorado. Ordena cortar cualquier cosa, sin importar cómo, sin molestarse en averiguar si la madera es dura, blanda, rígida o flexible, o si será capaz de resistir la carga a la que será sometida. ¡Una vergüenza, sir!

El coronel introdujo una nueva anotación en el trozo de papel que utilizaba como ficha.

– ¿Alguna otra cosa, Reeves?

– Esto me lo he guardado para el final, porque es lo más importante, sir. Usted lo ha visto igual que yo: el río tiene un mínimo de cuatrocientos pies de anchura y las orillas son altas. El tablero estará a más de cien pies sobre el nivel del agua. Se trata de una obra importante, no un juego de niños, ¿cierto? Pues bien, he pedido varias veces a ese ingeniero que me enseñe su plano de ejecución. Se limitaba a agitar la cabeza con su estilo característico, como lo suelen hacer las personas avergonzadas… hasta que se lo he solicitado de manera categórica. En fin… aunque le resulte difícil creérselo, sir, no existe tal plano. ¡No ha realizado ningún plano! ¡Ni tiene la intención de hacerlo!… Tampoco daba la impresión de saber de lo que estábamos hablando. Perfecto: pretende construir ese puente igual que se tiende una pasarela sobre un tajo, o sea, a base de trozos de madera colocados al azar y alguna viga que otra para sustentarlos. No se mantendrá nunca en pie, sir. Me avergüenza profundamente participar en un sabotaje de estas características.

Había alcanzado un estado de indignación tan sincero que el coronel Nicholson consideró conveniente pronunciar algunas palabras tranquilizadoras.

– Cálmese, Reeves. Ha hecho bien en desahogarse y comprendo perfectamente su punto de vista. Todos tenemos nuestro amor propio.

– Muy bien, sir. Se lo digo con toda sinceridad: preferiría seguir sufriendo malos tratos que participar en el engendro de ese monstruo.

– Le doy totalmente la razón -repuso el coronel mientras anotaba este último punto-. Esto es obviamente muy grave. No podemos permitir que las cosas continúen así. Reflexionaré al respecto, se lo prometo… Su turno, Hughes.

El comandante Hughes se encontraba en un estado de exaltación similar al de su colega, algo que era bastante inusual en él, una persona de temperamento tranquilo.

– Sir, nunca conseguiremos imponer disciplina en la obra, ni una labor seria por parte de nuestros hombres, mientras que los guardias japoneses sigan interfiriendo constantemente con sus consignas. Mírelos, sir, unos verdaderos brutos… Esta mañana, una vez más, he dividido todos los equipos que trabajan en el terraplén de la vía en tres grupos: el primero cavando la tierra, el segundo transportándola y el tercero distribuyéndola y nivelando el dique. Me tomé la molestia de establecer por mi cuenta la importancia de estos grupos y de precisar las tareas, con objeto de lograr una cierta sincronización…

– Comprendo -dijo el coronel, de nuevo interesado-. Una especialización del trabajo, digamos.

– Exactamente, sir… En cualquier caso, estoy acostumbrado a este tipo de trabajos de nivelación de tierras. Antes de ser director de empresa, era jefe de obras. He excavado pozos a más de trescientos pies de profundidad… Esta mañana, de todas maneras, mis equipos han comenzado a trabajar de la forma que acabo de explicar. Todo iba estupendamente. Se encontraban muy adelantados con respecto al calendario previsto por los japoneses. En fin, en esto que aparece uno de los gorilas y se pone a gesticular y a dar alaridos, exigiendo la reunión de los tres grupos en uno solo. Más fácil de vigilar, supongo… ¡Vaya idiota! Resultado: el estropicio, la confusión y la anarquía. Los unos estorban a los otros y todo deja de funcionar. Sir, compruebe usted el bonito espectáculo por sí mismo.

– Tiene toda la razón. Ahora comprendo -sancionó el coronel Nicholson, tras haber observado la escena concienzudamente-. Ya me había apercibido de ese desorden.

– Aún hay más, sir: esos imbéciles han fijado la cuota en un metro cúbico de tierra por hombre, sin darse cuenta que nuestros soldados, bien dirigidos, pueden realizar mucho más. Entre usted y yo, sir, esa cuota la podría cumplir un niño. Cuando estiman que todos y cada uno han cavado, transportado y esparcido su metro cúbico, sir, se acabó la cosa. ¡Insisto en que son estúpidos! Si faltan sólo varias encañizadas de tierra para unir dos tramos aislados, ¿piensa que exigen un esfuerzo suplementario, aun cuando el sol todavía está alto? La mayoría de las veces interrumpen el trabajo del equipo, sir. ¿Y cómo puedo dar yo la orden de continuar? ¿Qué pensarían los hombres de mí?

– ¿Cree usted realmente que esa cuota es insuficiente? -interrogó el coronel Nicholson.

– Es totalmente ridícula, sir -repuso Reeves-. En India, bajo un clima tan duro como éste, y en un terreno mucho más complicado, los coolíes despachan fácilmente un metro cúbico y medio.

– Ese asunto también a mí me parecía… -dijo el coronel como ensimismado-. Una vez tuve que dirigir un trabajo de ese tipo, hace tiempo, en África, para una carretera. Mis hombres iban mucho más rápido… Definitivamente, no podemos continuar así -resolvió enérgicamente. Han hecho bien en hablar conmigo.

Tras releer sus notas, reflexionó y se dirigió a sus dos colaboradores.

– ¿Quieren saber cuál es, a mi juicio, la conclusión de todo esto, Hughes, y usted también, Reeves? Prácticamente todos los errores que me han indicado tienen un mismo origen: una falta absoluta de organización. De hecho, yo soy el principal culpable: debería haber puesto las cosas en su sitio desde el principio. Cuando se quiere ir demasiado rápido siempre se pierde tiempo. Ésa debe ser nuestra misión prioritaria: la creación de una organización simple.

– Usted lo ha dicho, sir -ratificó Hughes-. Una empresa de este tipo está condenada al fracaso si no cuenta desde el principio con una base sólida.

– Lo mejor sería que convocáramos una conferencia -dijo el coronel Nicholson-. Debería habérseme ocurrido antes… Los japoneses y nosotros. Necesitamos una discusión conjunta para determinar el papel y las responsabilidades de cada uno… Eso es, una conferencia. Hoy mismo voy a hablar de ello con Saíto.

III

La conferencia tuvo lugar varios días más tarde. Saíto no había comprendido muy bien de qué se trataba, pero aceptó asistir, sin atreverse a pedir explicaciones complementarias, temeroso de mostrar debilidad dando la impresión de ignorar las costumbres de una civilización que odiaba, pero por la que, a su pesar, sentía una gran admiración.

El coronel Nicholson había redactado una lista de asuntos a debatir, y aguardaba, rodeado de sus oficiales, en la larga barraca que servía de refectorio. Saíto llegó en la compañía de su ingeniero, varios guardaespaldas y tres capitanes que había llevado para abultar su comitiva, pese a que no comprendían una palabra de inglés. Los oficiales británicos se levantaron y se pusieron firmes, al tiempo que el coronel les saludaba reglamentariamente. Saíto pareció desconcertado. Había acudido al lugar con la intención de afirmar su autoridad y ya se sentía manifiestamente en inferioridad ante los honores que se le ofrecían con tradicional y majestuosa corrección.

Siguió un prolongado silencio, en el que el coronel Nicholson no dejó de interrogar con su mirada al japonés, a quien, a todas luces, le correspondía la presidencia. Una conferencia no era concebible sin un presidente. Los hábitos y la cortesía occidentales obligaban al coronel a esperar a que la otra parte declarara el debate abierto, pero el malestar de Saíto no dejaba de aumentar y a duras penas soportaba ser el punto de mira de todos los asistentes. Los procedimientos del mundo civilizado le rebajaban. No podía admitir ante sus subordinados su desconocimiento de ellos, pero se sentía paralizado por el miedo de quedar en evidencia tomando la palabra. El pequeño ingeniero japonés daba la impresión de sentirse aún más apocado.

Saíto hizo un esfuerzo considerable para recomponerse y, en tono malhumorado, le pidió al coronel Nicholson que expresara lo que quería decir. Esa actitud fue la que consideró menos comprometedora. Al ver que no sacaría nada de él, el coronel determinó actuar y pronunció las palabras que el bando inglés, cada vez más angustiado, empezaba a perder las esperanza de escuchar. Abrió su alocución con «gentlemen», declaró la conferencia abierta y expuso en pocas palabras su objetivo: crear una organización adecuada para la construcción de un puente sobre el río Kwai, y establecer las pautas de un programa de acción. Clipton, que también se encontraba presente (el coronel lo había convocado porque consideraba conveniente la participación de un médico desde el punto de vista de la organización general), pudo comprobar que su superior había recuperado toda su prestancia, y que su desenvoltura se afirmaba conforme iba creciendo el desconcierto de Saíto.

Tras un breve y clásico preámbulo, el coronel entró de lleno en el asunto abordando el primer punto de importancia.

– Antes que nada, coronel Saíto, hemos de hablar sobre el emplazamiento del puente. Éste fue determinado, en mi opinión, con un poco de apresuramiento. Consideramos necesario modificarlo. Para ello hemos localizado un punto situado aproximadamente a una milla de aquí, río abajo. Dicha modificación, evidentemente, conllevará la prolongación de la vía. Asimismo, sería preferible trasladar el campamento y construir nuevas barracas al lado de la obra. Pese a todo, considero que ése es el camino que debemos emprender.

Saíto dejó escapar un gruñido ronco, que indujo a Clipton a adivinar la inminencia de un ataque de cólera. No era difícil imaginar sus pensamientos. El tiempo se acababa. Había pasado más de un mes sin ningún resultado positivo y, ahora, le proponían una ampliación considerable del alcance de la obra. Se levantó bruscamente, con la mano fuertemente apretada sobre la empuñadura de su sable, pero el coronel Nicholson no le dio ocasión de proseguir con su manifestación.

– Permítame, coronel Saíto -dijo en tono imperioso-. He mandado realizar un pequeño estudio a mi colaborador, el capitán Reeves, oficial del cuerpo de ingenieros, que es nuestro especialista en materia de puentes. La conclusión de este estudio…

Dos días antes, tras haber observado detenidamente, por sí mismo, el modo de proceder del ingeniero japonés, se había convencido definitivamente de su incapacidad y adoptó de inmediato una decisión radical. Agarró por el hombro a su colaborador técnico y le espetó:

– Escúcheme, Reeves. Nunca conseguiremos nada con ese chapucero, que sabe de puentes incluso menos que yo. Usted es ingeniero, ¿no es cierto? Me va a retomar toda la obra desde el principio, haciendo caso omiso de todo lo que él diga o haga. Antes que nada, localíceme un emplazamiento adecuado. Luego ya veremos.

Reeves, feliz de vérselas de nuevo con los quehaceres que le ocupaban antes de la guerra, estudió atentamente el terreno y efectuó varios sondeos en diversos puntos del río. Descubrió un suelo prácticamente perfecto, con una arena dura que se prestaba muy bien para soportar un puente.

Antes de que Saíto pudiera encontrar los términos que tradujeran su indignación, el coronel dio la palabra a Reeves, que enunció algunos principios técnicos, presentó varias cifras de presión, en toneladas por pulgada cuadrada, sobre la resistencia de suelos, y demostró que, si se obstinaban en construir sobre una base de fango, el puente se hundiría con el peso de los trenes. Terminada su exposición, el coronel le dio las gracias en nombre de todos los asistentes y concluyó:

– Parece evidente, coronel Saíto, que debemos trasladar el puente para evitar una catástrofe. ¿Me permite pedir la opinión de su colaborador?

Saíto se tragó su rabia, tomó de nuevo asiento y entabló una animada conversación con su ingeniero. Sin embargo, los japoneses no habían enviado a Tailandia a la élite de su cuerpo técnico, que era indispensable para la movilización industrial de la metrópoli. El ingeniero en cuestión no estaba muy capacitado. Carecía a ojos vistas de experiencia, seguridad en sí mismo y autoridad. Cuando el coronel Nicholson le puso ante las narices los cálculos de Reeves se sonrojó, hizo un gesto de reflexionar profundamente y, finalmente, demasiado nervioso para poder efectuar una verificación y saturado de confusión, declaró apesadumbrado que su colega estaba en lo cierto y que él mismo había llegado a una conclusión similar unos días antes. Era una forma tan humillante de perder la cara para el bando japonés que el coronel Saíto se puso lívido y empezaron a caerle gotas de sudor sobre su rostro descompuesto. A continuación, esbozó un vago signo de asentimiento. El coronel prosiguió:

– Entonces estamos de acuerdo sobre ese punto, coronel Saíto. Ello quiere decir que todos los trabajos realizados hasta el día de hoy no tienen ninguna utilidad. En cualquiera de los casos, habríamos tenido que reiniciarlos, en vista de los graves errores que presentan.

– Pésimos obreros -masculló hoscamente Saíto, en busca de revancha-. En menos de quince días, los soldados japoneses hubieran construido las dos secciones de la vía.

– Seguramente los soldados japoneses lo hubieran hecho mejor, puesto que están habituados a los jefes que los comandan. Espero, coronel Saíto, poder demostrarle pronto la verdadera cara del soldado inglés… En otro orden de cosas, he de advertirle que he modificado la cuota de trabajo de mis hombres…

– ¡La ha modificado! -aulló Saíto.

– He ordenado aumentarla -dijo el coronel con calma-. De un metro cúbico a un metro y medio. Por el interés general. He pensado que usted aprobaría esta medida.

Ello dejó estupefacto al oficial japonés, momento que el coronel aprovechó para abordar otra cuestión.

– Ha de comprender, coronel Saíto, que nosotros contamos con nuestros propios métodos, cuya utilidad espero poder demostrarle, siempre y cuando dispongamos de toda libertad para aplicarlos. Consideramos que el éxito de una empresa de estas características depende, prácticamente en su totalidad, de la organización de base. Por ello, a continuación le presento el plan sugerido, que someto a su aprobación.

El coronel reveló entonces el plan organizativo en el que había trabajado durante dos días, ayudado por su estado mayor. Era relativamente simple y adaptado a la situación. En él se aprovechaban a la perfección todas las competencias de las que disponían. El coronel Nicholson administraría el conjunto de la obra, y sería el único responsable ante los japoneses. Al capitán Reeves se le confiaba todo el programa de estudios teóricos preliminares y era nombrado, al mismo tiempo, asesor técnico en la realización de las obras. El comandante Hughes, una persona habituada a manejar a hombres, haría labores de director de obra y sería el máximo responsable de su ejecución. Los oficiales de la tropa, designados ahora jefes de equipo, se encontrarían directamente bajo sus órdenes. Se crearía igualmente un servicio administrativo, a cuya cabeza el coronel había colocado a su mejor suboficial contable. Éste se encargaría de la comunicación, la transmisión de órdenes, el control de las cuotas de trabajo, la distribución y mantenimiento de las herramientas, etcétera.

– Es absolutamente necesario que dispongamos de un servicio de este tipo -afirmó el coronel incidentalmente-. Sugiero, coronel Saíto, que haga verificar el estado de las herramientas distribuidas hace sólo un mes. Es un verdadero escándalo.

– Deseo solicitar firmemente que dichas bases sean admitidas -dijo el coronel Nicholson alzando la cabeza, tras haber descrito uno a uno todos los detalles del nuevo organismo y explicado los motivos que habían llevado a su creación-. Además, estoy a su disposición para cualquier aclaración, si así lo desea. Le garantizo que todas sus sugerencias serán estudiadas minuciosamente. ¿Da su aprobación al conjunto de las medidas?

Saíto seguramente precisaba algunas explicaciones adicionales, pero el coronel mostró tal autoridad al pronunciar estas palabras que no pudo reprimir un nuevo gesto de aquiescencia. Con un simple movimiento aprobatorio de la cabeza, aceptó en bloque el citado plan, que eliminaba toda iniciativa japonesa y le reducía a él a desempeñar un papel en la práctica insignificante. Ya no se trataba de una humillación, puesto que se había resignado a cualquier sacrificio con tal de ver en pie, por fin, los pilares de esa construcción en la que había comprometido su vida. A regañadientes, y muy a su pesar, seguiría confiando en los extraños preparativos de los occidentales, destinados a acelerar la ejecución de los trabajos.

Alentado por ese triunfo inicial, el coronel Nicholson continuó:

– Ahora quiero tratar un punto importante, coronel Saíto: los plazos fijados. Comprenderá, ¿no es cierto?, que la prolongación de la vía impone un suplemento de trabajo. Además, la construcción de las nuevas barracas…

– ¿Para qué quiere nuevas barracas? -replicó Saíto-. Los prisioneros pueden muy bien caminar una o dos millas para desplazarse a la obra.

– He hecho estudiar ambas soluciones a mis colaboradores -contestó con paciencia el coronel Nicholson-. De dicho estudio se desprende…

Los cálculos de Reeves y Hughes mostraban claramente que el total de horas perdidas en ese desplazamiento sería muy superior al tiempo necesario para el establecimiento de un nuevo campamento. Una vez más, Saíto se vio superado en sus especulaciones por la sabia previsión occidental. El coronel prosiguió:

– Por otra parte, ya se ha perdido más de un mes a causa de un desgraciado malentendido del que no somos responsables. Para acabar el puente en la fecha fijada, a lo que me comprometo si usted acepta mi nueva sugerencia, es necesario comenzar inmediatamente a abatir los árboles y a preparar las vigas. Mientras tanto, otros equipos trabajarán en la vía y otros distintos con las barracas. Si se respetan esas condiciones, de acuerdo a las estimaciones del comandante Hughes, que tiene una muy amplia experiencia en el ámbito de la construcción, no dispondremos de hombres suficientes para finalizar la obra en el plazo previsto.

El coronel Nicholson se recogió un instante en un silencio cargado de atenta curiosidad, tras lo que prosiguió en su tono de voz enérgico.

– Le quiero hacer una propuesta, coronel Saíto. Destinaremos inmediatamente la mayoría de los soldados ingleses al puente. Sólo una pequeña parte trabajará en la vía, por lo que solicito que nos preste sus soldados japoneses para reforzar ese grupo, con objeto de que ese primer tramo sea acabado lo antes posible. Asimismo, considero que sus hombres podrían encargarse de la construcción del nuevo campamento. Ellos son más hábiles en el manejo del bambú que los míos.

En ese instante, Clipton se sintió invadido por una de sus crisis periódicas de compasión. Antes de ello, había sentido ganas de estrangular a su jefe en varias ocasiones. Ahora su mirada no podía despegarse de esos ojos azules que, tras haber observado fijamente al coronel japonés, buscaban ingenuamente como testigo a todos los participantes de la reunión, uno detrás de otro, como solicitando aprobación a la ecuanimidad de esa petición. Se despertó en su interior la sospecha de que esa fachada de apariencia tan límpida tal vez escondiera un sutil maquiavelismo. Escrutó con ansiedad, apasionamiento y desesperación cada rasgo de esa fisonomía serena, con la descabellada intención de descubrir en ella algún indicio de pérfido pensamiento secreto. Al cabo de un momento, bajó la cabeza, desistiendo de su propósito.

– No es posible -resolvió-. Cada una de las palabras que pronuncia es sincera. Ciertamente ha estado buscando los medios más convenientes para acelerar los trabajos.

Luego se irguió para observar la actitud de Saíto, cosa que le reconfortó ligeramente. La cara del japonés era la de un hombre sometido a suplicio, un hombre que se encontraba al límite de su resistencia. La vergüenza y la furia le martirizaban, pero se había dejado atrapar por esa serie de razonamientos implacables. No contaba con muchas posibilidades de ofrecer resistencia. Dio su brazo a torcer una vez más, tras debatirse entre la insurrección y la sumisión. Tenía la vana esperanza de recuperar parte de su autoridad conforme fueran progresando los trabajos. Aún no se había dado cuenta de la situación tan abyecta con que le amenazaba la sabiduría occidental. Clipton estimó que sería incapaz de remontar la cuesta de sus renuncias.

Saíto capituló a su manera. Súbitamente se le oyó dar órdenes a sus capitanes, en japonés, en un tono feroz. El coronel, tras hablar a una velocidad tal que sólo él fue capaz de comprenderse, presentó la propuesta como idea propia, transformándola a continuación en orden imperiosa. Cuando hubo finalizado, el coronel Nicholson abordó un último punto, un detalle, aunque lo suficientemente delicado como para concederle toda su atención.

– Sólo queda establecer la cuota de trabajo de sus hombres para el terraplén de la vía, coronel Saíto. Primeramente pensé en un metro cúbico, para evitar que se esforzaran demasiado, pero tal vez usted estime conveniente que sea igual a la de los soldados ingleses. Ello, por otra parte, daría lugar a una positiva rivalidad…

– La cuota de los soldados japoneses será de dos metros cúbicos -exclamó Saíto-. Ya he dado órdenes al respecto.

El coronel Nicholson se inclinó en señal de respeto.

– Dadas esas condiciones, pienso que la obra avanzará con rapidez… No se me ocurre nada más que añadir, coronel Saíto. Sólo me queda agradecerle su comprensión.Gentlemen, si nadie desea formular ninguna otra observación, creo que podemos dar esta reunión por finalizada. Mañana comenzaremos a trabajar sobre las bases acordadas.

Seguidamente se levantó, saludó y abandonó el lugar dignamente, satisfecho de que el debate tomara el curso que había previsto para él, de haber hecho prevalecer el sentido común y de haber dado un gran paso en la realización del puente. Se había mostrado como un técnico hábil y sentía que había jugado sus cartas de la mejor manera posible.

Clipton le acompañó hacia la choza donde ambos se alojaban.

– ¡Qué insensatos, sir! -exclamó el doctor mirándole con curiosidad-. Cuando pienso que, si no fuera por nosotros, ahora estarían construyendo su puente sobre un fondo de fango, y que éste acabaría hundiéndose bajo el peso de los trenes cargados de tropas y munición…

Sus ojos refulgían con un extraño resplandor al pronunciar estas palabras, pero el coronel permaneció impasible. La esfinge no podía desvelar un secreto inexistente.

– Ciertamente -respondió con solemnidad-. Son tal como los he creído siempre: un pueblo muy primitivo, aún en su infancia, un pueblo que se ha hecho demasiado rápido con un barniz de civilización. No han aprendido absolutamente nada en profundidad. Cuando se les deja solos, no son capaces de dar un paso adelante. Si no fuera por nosotros, se encontrarían todavía con barcos de vela y no tendrían ni un solo avión. Unos verdaderos niños… ¡Y qué pretenciosos, Clipton! ¡Una obra de tal magnitud! Créame, ésos sólo son capaces de construir puentes de lianas.

IV

No hay comparación posible entre un puente, tal como lo concibe la civilización occidental, y los prácticos andamios que los soldados japoneses habían tomado la costumbre de levantar en el continente asiático. No existe tampoco ningún parecido en los métodos empleados para su construcción. El imperio nipón contaba ciertamente con técnicos cualificados, pero éstos habían sido reservados para la metrópoli. En los países ocupados, la responsabilidad de las obras había sido puesta en manos del ejército. Los contados especialistas, destacados a toda prisa a Tailandia, carecían de autoridad y de brillantez, y casi siempre delegaban sus funciones en los militares.

El modo de proceder de estos últimos, rápido y hasta cierto punto eficaz, todo hay que decirlo, venía dictado por la necesidad, cuando, en el transcurso de su progresión en el país conquistado, se topaban con obras de fábrica destruidas por el enemigo en retirada. El procedimiento consistía, primeramente, en clavar líneas de pilares en el fondo del río y, luego, montar sobre esos soportes un amasijo inextricable de fragmentos de madera, fijados sin orden ni concierto, con un desprecio absoluto por la mecánica estática y acumulados en los puntos en los que la experiencia inmediata había revelado una debilidad.

Sobre esta tosca superestructura, que a veces alcanzaba una altura muy considerable, colocaban dos hileras paralelas de gruesas vigas como soporte para los raíles, los únicos trozos de madera medianamente escuadrados. El puente se consideraba entonces terminado. Bastaba para satisfacer la necesidad del momento. No contaba ni con barandilla ni con carril para peatones. Éstos, en caso de que quisieran utilizarlo, tenían que andar en equilibrio por las vigas, sobre el abismo, una práctica en la que, por cierto, los japoneses eran expertos.

El primer convoy pasaba lentamente, bamboleándose. La locomotora a veces descarrilaba en el empalme con tierra firme, pero un equipo de soldados, armados de palancas, conseguía generalmente volver a colocarla sobre la vía. El tren proseguía entonces su ruta. Si dañaba ligeramente la estructura del puente, le añadían algunos trozos de madera. El convoy siguiente lo atravesaba de acuerdo al mismo patrón. El andamio se tenía en pie durante varios días, semanas o incluso meses. Después, una inundación se lo llevaba por delante o una serie de sacudidas demasiado violentas producían su derrumbamiento. En ese caso, los japoneses reiniciaban su construcción, con toda calma. El material lo proporcionaba la inagotable selva.

El método de la civilización occidental evidentemente no era tan simplista. Al capitán Reeves, que representaba a un elemento esencial de esa civilización, el tecnológico, le hubiera avergonzado dejarse guiar por un empirismo tan primitivo.

Pero la tecnología occidental conlleva, en materia de puentes, una retahíla de engorrosos trámites que complican y multiplican las operaciones previas a la ejecución. Por ejemplo, exige un plano detallado, y para trazar ese plano se debe conocer de antemano la sección de cada viga, su forma, la profundidad a la que se clavarán los pilares y muchos otros detalles. Ahora bien, esa sección, esa forma y esa profundidad precisan también complicados cálculos, basados en cifras que representan la resistencia de los materiales empleados y la consistencia del terreno. Dichas cifras, a su vez, dependen del coeficiente característico de las muestras estándar que, en los países civilizados, vienen especificadas en formularios. De hecho, la ejecución implica el conocimiento completo a priori, y esta creación espiritual, anterior a la creación matemática, es una de las mayores conquistas de la ingeniería occidental.

A orillas del río Kwai, el capitán Reeves carecía de formularios, pero era un ingeniero experto y su saber teórico le permitía prescindir de ellos. Bastaba con elevarse un poco sobre el mar de inconvenientes y, antes de iniciar sus cálculos, efectuar una serie de pruebas sobre muestras de peso y forma simples. De esa manera, podría determinar los coeficientes con métodos sencillos y la ayuda de varios aparatos que hizo fabricar con toda urgencia, puesto que el tiempo apremiaba.

Con el consentimiento del coronel Nicholson y bajo la mirada angustiada de Saíto y la irónica de Clipton, inició el trabajo con dichas pruebas. Paralelamente, diseñó el mejor trazado posible para la vía férrea y luego se lo envió al comandante Hughes, para su ejecución. Con el ánimo más desahogado y, tras haber logrado reunir los datos necesarios para sus cálculos, se dispuso a abordar la parte más interesante de la obra: el proyecto teórico y el plano del puente.

Se consagró a ese proyecto con el rigor profesional que ya aportaba anteriormente a la práctica de su oficio en la península india, cuando realizaba estudios análogos por cuenta del gobierno. Ahora se añadía un entusiasmo febril que, en vano, se había esforzado por sentir en el pasado, con ayuda de lecturas apropiadas (como, por ejemplo,El constructor de puentes), un entusiasmo que le invadió súbitamente, cual repentina embriaguez, al oír una mera reflexión de su jefe.

– ¿Sabe una cosa, Reeves? Confío totalmente en usted. Es la única persona técnicamente cualificada de las que tenemos aquí. Le daré un gran poder de iniciativa. Tenemos que demostrar nuestra superioridad a esos bárbaros. No ignoro las dificultades, en este país perdido y con escasez de medios. Justamente por ello, el resultado será mucho más meritorio.

– Puede confiar en mí, sir -respondió Reeves, subyugado de inmediato-. Usted se sentirá satisfecho y ellos verán de lo que somos capaces.

Ésta era la ocasión que había estado esperando toda su vida. Siempre había soñado emprender una gran obra, sin sentirse constantemente acosado por los servicios administrativos, irritado por la injerencia en su trabajo de funcionarios que le exigían insípidas justificaciones, que se las arreglaban una y otra vez para ponerle trabas bajo un pretexto económico y desbarataban todos sus esfuerzos en pro de una creación original. Ahora únicamente tendría que rendir cuentas a su coronel, que le había declarado su simpatía. Si bien el coronel Nicholson respetaba la organización y un cierto formalismo indispensable, al menos era comprensivo y no se dejaba hipnotizar por cuestiones de financiación o política en lo referente a puentes. Además, con una buena fe absoluta, había reconocido su ignorancia de los asuntos técnicos y afirmado su intención de dejar las riendas en manos de su adjunto. La obra, ciertamente, era complicada y los medios escasos, pero él, Reeves, supliría todas las carencias con su entrega. Dentro de él bramaba ya el soplo que atiza el fuego creador del alma, que da nacimiento a esas grandes llamas devoradoras capaces de consumir todos los obstáculos.

A partir de ese instante, los días dejaron de tener un minuto de reposo para él. En primer lugar, bosquejó rápidamente un boceto del puente, tal como lo veía ante sí cuando contemplaba el río, con sus cuatro hileras de majestuosos pilares meticulosamente alineados; con su armoniosa y audaz superestructura, elevándose a más de cien pies sobre el nivel del río, provista de unos tirantes ensamblados por un procedimiento que él había inventado y que, en vano, en el pasado, había intentado hacer adoptar al rutinario gobierno de la India; con su ancho tablero, flanqueado por robustas barandillas caladas, que comprendía no sólo el corredor para los raíles, sino también, a su lado, un carril para los peatones y los vehículos.

A continuación, abordó los cálculos y los diagramas y, por último, realizó un plano definitivo. Había conseguido un rollo de papel aceptable de su colega japonés, que en ocasiones se apostaba silenciosamente detrás de él, contemplando la obra en ciernes, sin poder disimular su estupefacta admiración.

Tomó también la costumbre de trabajar del alba a la puesta de sol, sin un instante de reposo, hasta que comprendió que el tiempo pasaba demasiado rápido, hasta el momento en que, angustiado, cayó en la cuenta de que los días eran demasiado cortos y que su proyecto no sería concluido en el plazo que se había impuesto a sí mismo. Entonces, tras la mediación del coronel Nicholson, obtuvo de Saíto la autorización para conservar una luz tras el apagado de la iluminación. A partir de esa fecha, sentado sobre su tambaleante taburete, con su miserable cama de bambú como pupitre, su papel de dibujo extendido sobre una plancha de madera cuidadosamente cepillada por él, iluminado con una minúscula lámpara de aceite que apestaba la choza con su hedor fétido y desplazando con su mano experta una te y una escuadra talladas con infinita precaución, se pasaba las tardes y, a veces, las noches diseñando el plano del puente.

Sus instrumentos sólo los abandonaba para coger otra hoja de papel y efectuar febrilmente más pies cuadrados de cálculos, sacrificando su sueño tras una jornada agotadora, decidido a incorporar su ciencia en la obra que habría de demostrar la superioridad occidental, ese puente destinado a cargar con los trenes japoneses en su recorrido triunfal hacia el golfo de Bengala.

Clipton pensaba que los engorros delmodus operandi occidental (primero el establecimiento de la organización, luego las pacientes investigaciones y especulaciones técnicas) retrasarían la realización de la obra un poco más de lo que el desordenado empirismo japonés hubiera hecho. Sin embargo, no tardaría en darse cuenta de lo vano de esa esperanza y del error cometido al burlarse de los preparativos durante los insomnios provocados por la lámpara de Reeves. Empezó a reconocer que se había dejado llevar por una crítica demasiado fácil de los usos civilizados el día en que Reeves entregó al comandante Hughes su plano completamente finalizado, cuya ejecución fue iniciada con una celeridad que superaba los sueños más optimistas de Saíto.

Reeves no era una de esas personas que, completamente hipnotizadas por el simbolismo de la preparación, retardaban indefinidamente el momento de la realización por consagrar toda su energía al espíritu, en detrimento de la materia. Él tenía los pies bien puestos sobre el suelo. Además, en los momentos en que se mostraba propenso a una búsqueda excesiva de la perfección teórica y a envolver el puente en una maraña de cifras abstractas, ahí estaba el coronel Nicholson para reconducirle por el buen camino. Este último estaba dotado del buen juicio propio de un jefe, lleno de realismo, que no pierde nunca de vista la meta a alcanzar, ni los medios de que dispone, y que alimenta entre sus subordinados una proporción armoniosa entre ideal y práctica.

El coronel había dado su aprobación a las pruebas preliminares con tal de que fueran realizadas rápidamente. Asimismo, vio con buenos ojos el trazado del plano y solicitó explicaciones detalladas acerca de las innovaciones introducidas por el creativo ingenio de Reeves. Solamente insistió en que éste no se excediera en sus fuerzas.

– Si cae enfermo, Reeves, nos pondrá en un brete. Toda la obra depende de usted. No lo olvide.

A pesar de ello, empezó a aguzar el oído y a meterle un poco de sentido común en la cabeza el día en que Reeves fue a buscarle con aspecto preocupado para exponerle cierta aprensión…

– Hay un asunto que me inquieta, sir. No pienso que debamos tenerlo muy en cuenta, pero me gustaría contar con su aprobación.

– ¿Qué sucede, Reeves? -inquirió el coronel.

– El secado de la madera, sir. Ninguna obra seria puede ejecutarse con árboles recientemente abatidos. Haría falta exponerlos antes al aire libre.

– ¿Cuánto tiempo se precisa para secar su madera, Reeves?

– Ello depende de la calidad, sir. En ciertas especies, es prudente dejarla hasta dieciocho meses, o incluso dos años.

– Imposible, Reeves -dijo el coronel con vehemencia-. Sólo disponemos de cinco meses en total.

El capitán hundió la cabeza con gesto afligido.

– Desgraciadamente ya lo sabía, y es justo eso lo que me tiene desolado.

– ¿Qué inconveniente hay en utilizar madera fresca?

– Determinadas especies se contraen, sir, lo que puede provocar grietas y holguras después de montada la obra… aunque no en todas las maderas. El olmo, por ejemplo, prácticamente no se altera. Naturalmente, he escogido árboles con características similares a este último… Los machones de olmo del «London Bridge», sir, han resistido seiscientos años.

– ¡Seiscientos años! -exclamó el coronel Nicholson. Una llama brillaba en sus ojos cuando se giró instintivamente hacia el río Kwai-. Seiscientos años no estaría nada mal, Reeves.

– ¡Ah!, pero es un caso excepcional, sir. Aquí apenas podemos esperarnos cincuenta o sesenta años; tal vez un poco menos, si la madera no seca bien.

– Debemos arriesgarnos, Reeves -sentenció el coronel con autoridad-. Utilice madera fresca. No podemos hacer milagros. Si se nos reprocha algún fallo, basta con que podamos responder que fue inevitable.

– Entiendo, sir… Hay otro punto: la creosota, que protege las vigas del ataque de los insectos. Creo que tendremos que prescindir de ella, sir.

Los japoneses no tienen. Naturalmente, nosotros podríamos fabricar un sucedáneo. He pensado en montar un aparato para la destilación de la madera. Es factible, pero exigiría un poco de tiempo… Aunque no lo recomiendo, después de mucha reflexión.

– ¿Por qué motivo, Reeves? -preguntó el coronel Nicholson, a quien encantaba este tipo de detalles técnicos.

– Si bien hay división de opiniones al respecto, los mejores especialistas desaconsejan el creosotado cuando la madera no ha sido secada convenientemente, sir. La creosota ayuda a conservar la savia y la humedad, con el consiguiente riesgo de que se origine un rápido enmohecimiento.

– En ese caso, suprimiremos el creosotado, Reeves. Tenga en cuenta que no debemos meternos en empresas que están por encima de los medios de los que disponemos. No hay que olvidar que el puente tiene una utilidad inmediata.

– Aparte de esos dos asuntos, sir, ahora estoy convencido de que podemos construir en este lugar un puente apropiado desde el punto de vista técnico, y medianamente resistente.

– De eso justamente se trata, Reeves. Va por buen camino. Un puente medianamente resistente y apropiado desde el punto de vista técnico. «Un puente» y no un andamiaje innombrable. No está nada mal. Se lo repito, tiene toda mi confianza.

El coronel Nicholson se despidió de su asesor técnico, satisfecho de haber encontrado una fórmula breve que definiera la meta a alcanzar.

V

Shears -«Number One», como le denominaban los partisanos tailandeses en la aislada aldea donde se habían escondido los hombres enviados por la Unidad 316- era también de esa estirpe de seres humanos que dedica mucha reflexión y cuidados a la preparación metódica. De hecho, la estima en la que le tenían sus superiores se debía justamente a la prudencia y paciencia que demostraba en el período anterior a la acción, así como a su nervio y capacidad de decisión llegada la hora. Warden, el profesor Warden, su adjunto, disfrutaba igualmente de una justificada fama de no dejar nada al azar cuando las circunstancias lo permitían. En cuanto a Joyce, el último miembro y benjamín del equipo, con el curso seguido en Calcuta, en la escuela especial de la «Explosivos Plásticos y destrucciones S.L.», aún fresco en su memoria, parecía tener las ideas muy claras, pese a su juventud. Shears tenía bien en cuenta sus opiniones. Asimismo, en el curso de las conferencias cotidianas, celebradas en la choza indígena donde se habían reservado dos cuartos, todas las ideas interesantes eran analizadas minuciosamente y todas las sugerencias examinadas a fondo.

Los tres camaradas discutían esa noche acerca de un mapa que Joyce acababa de colgar en un bambú.

– Éste es el trazado aproximado de la línea, sir -señaló-. Las informaciones recibidas son prácticamente coincidentes.

A Joyce, diseñador industrial en la vida civil, se le había encargado detallar sobre un mapa a gran escala las informaciones recogidas sobre la vía férrea de Birmania y Tailandia.

Contaban con abundantes datos. Desde que un mes atrás fueran lanzados en paracaídas, sin percance alguno y en el punto previsto, habían conseguido granjearse la simpatía de numerosas personas, en un amplio espacio geográfico. Fueron recibidos por agentes tailandeses y albergados en esa pequeña aldea de cazadores y contrabandistas, perdida en medio de la selva, lejos de toda vía de comunicación. La población odiaba a los japoneses. Shears, desconfiado por profesión, se fue convenciendo poco a poco de la lealtad de sus anfitriones.

La primera parte de su misión la estaban cumpliendo con éxito. Se habían puesto secretamente en contacto con varios jefes de aldea, encontrando así voluntarios dispuestos a ayudarles. Los tres oficiales habían iniciado ya la instrucción de éstos. Les iniciaron en el empleo de las armas utilizadas por la Unidad 316. La principal de ellas era elplástico, una pasta blanda, oscura y maleable como la arcilla, en la que varias generaciones de químicos del mundo occidental pacientemente habían logrado concentrar todas las virtudes de los explosivos conocidos hasta la fecha, y otras adicionales.

– Hay un gran número de puentes, sir -retomó Joyce- pero muchos de ellos ofrecen escaso interés, en mi opinión. He aquí la lista, desde Bangkok a Rangún, a no ser que se reciban datos más precisos.

El «sir» había sido dirigido al comandante Shears, «Number One». No obstante, si bien la disciplina era estricta en el seno de la Unidad 316, no era habitual dicho formalismo en los grupos en misión especial. Shears, por otra parte, había insistido ante Joyce varias veces para que suprimiera el «sir», pero no había encontrado satisfacción en este punto. Un hábito anterior a su movilización, a juicio de Shears, era el que le obliga a acudir siempre a esa fórmula.

A pesar de ello, Shears, hasta el momento, tenía todas las razones para felicitarse por Joyce, que él mismo había escogido en la escuela de Calcuta, a partir de las calificaciones de los instructores, su aspecto físico y, sobre todo, confiando en su propio olfato.

Las calificaciones eran buenas y las apreciaciones elogiosas. A todas luces el aspirante Joyce, voluntario, como todos los miembros de la Unidad 316, había dado siempre plena satisfacción en su rendimiento y ofrecido pruebas, por todos los sitios donde había pasado, de una buena voluntad extraordinaria, lo cual ya no era poco, pensaba Shears. Su ficha de incorporación lo presentaba como un ingeniero diseñador, empleado en una gran empresa industrial y comercial. Un pequeño empleado, con casi toda seguridad. Shears no había investigado más sobre ese punto. Era de la opinión de que todas las profesiones podían conducir a la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.», y que lo pasado, pasado está.

Por el contrario, todas las cualidades destacadas de Joyce no hubieran bastado al comandante Shears para elegirlo como tercer miembro de la expedición, si no se hubieran visto reforzadas por otras cualidades más difíciles de apreciar, cualidades en las que sólo se fiaba de su impresión personal. Había conocido voluntarios excelentes durante el entrenamiento, cuyos nervios, sin embargo, eran incapaces de soportar determinadas tareas que el servicio en la Unidad 316 exigía. Tampoco les guardaba rencor por su incapacidad. En esta cuestión, Shears tenía opiniones muy personales.

Así pues, convocó a ese potencial camarada con objeto de analizar ciertas posibilidades. Había pedido a su amigo Warden que le acompañara en la entrevista, ya que la opinión del profesor en una elección de este tipo no era desdeñable. Le gustó la mirada de Joyce. Probablemente no estaba dotado de una fuerza física extraordinaria, pero gozaba de buena salud y parecía una persona muy equilibrada. Las respuestas simples y directas a sus preguntas evidenciaban que tenía el sentido de la realidad, que no perdía nunca de vista el objetivo a alcanzar y que comprendía perfectamente lo que se esperaba de él. Además, la buena voluntad se podía, en efecto, leer en su mirada. Era evidente que se moría de ganas de acompañar a los dos veteranos, desde el momento en que le habían llegado rumores sobre la existencia de una misión arriesgada.

Shears abordó entonces un asunto de gran interés para él y que consideraba importante.

– ¿Es usted capaz de utilizar un arma de este tipo? -preguntó.

Puso ante sus ojos un puñal afilado. Dicho puñal formaba parte del equipo que llevaban los miembros de la Unidad 316 en misión especial. Joyce no se inmutó. Respondió que le habían enseñado el manejo de esa arma y que el curso realizado en la escuela comprendía un entrenamiento con maniquís. Shears volvió a insistir.

– No va por ahí mi pregunta. Lo que quiero decir es: ¿está usted seguro de que verdaderamente «sería capaz» de utilizarlo, a sangre fría? Hay muchos hombres que saben, pero no son capaces.

Joyce comprendió. Tras reflexionar en silencio, respondió con gravedad:

– Sir, esa pregunta ya me la he hecho.

– ¿Así que ya se ha hecho esa pregunta? -repitió Shears, observándole con curiosidad.

– En efecto, sir. Debo confesar que incluso me ha atormentado. He tratado de imaginármelo en mi cabeza…

– ¿Y?

Joyce dudó sólo unos segundos.

– Francamente, sir, espero poder darle satisfacción en ese punto, si la necesidad se presentara. Lo espero sinceramente, pero no puedo contestar de forma absolutamente afirmativa. Haré todo lo posible, sir.

– Nunca ha tenido ocasión de practicarlo en la realidad, ¿cierto? -respondió Joyce, como buscando una excusa.

Su actitud expresaba una compunción tan sincera que Shears no pudo reprimir una sonrisa. Warden entró bruscamente en la conversación.

– El chaval parece creer, Shears, que mi profesión sí que te prepara para ese tipo de faenas. ¡Profesor de lenguas orientales! Y la de usted, ¿qué me dice? ¡Oficial de caballería!

– No me refería exactamente a eso, sir -balbuceó Joyce, ruborizándose.

– Sólo entre nosotros puede practicarse ocasionalmente, me parece -concluyó filosóficamente Shears-, ese tipo de faenas, como usted dice, por un licenciado en Oxford o un antiguo oficial de caballería… Después de todo, ¿por qué no un diseñador industrial?

– Cójalo -fue el único y lacónico consejo que le dio Warden al término de la entrevista.

Shears le hizo caso. Pensándolo bien, él tampoco estaba muy descontento de sus respuestas. Desconfiaba igualmente de las personas que se sobrevaloraban como de las que se subestimaban. Apreciaba a las que sabían discernir de antemano el punto delicado de una empresa, a aquellas personas lo suficientemente previsoras como para prepararse ante ella, y con imaginación para representársela en su mente. Siempre y cuando no quedaran hipnotizados por ella. Estaba satisfecho, ya de partida, con su equipo. En cuanto a Warden, lo conocía desde mucho tiempo atrás y sabía perfectamente de lo que «era capaz».

Permanecieron un buen rato absortos en la contemplación del mapa, al tiempo que Joyce mostraba con una vara los puentes, destacando sus características específicas. Shears y Warden escuchaban atentos, el rostro extrañamente tenso, pese a conocer ya de memoria la sinopsis que exponía el aspirante. Los puentes suscitaban siempre un poderoso interés en todos los miembros de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.», un interés de carácter casi místico.

– Joyce, lo que nos está describiendo son simples pasarelas -dijo Shears-. Queremos dar un gran golpe. No lo olvide.

– Es cierto, sir. Las he mencionado únicamente a título indicativo. De hecho, creo que sólo hay tres construcciones verdaderamente de interés.

No todos los puentes merecían la misma atención para la Unidad 316. Number One coincidía con el coronel Green sobre la conveniencia de no provocar la alarma entre los japoneses con acciones de poca monta antes de la finalización del ferrocarril. Asimismo, había decidido que el equipo no señalaría su presencia aún y que se limitaría a recoger información de los agentes indígenas en el acantonamiento.

– Sería una estupidez echar todo a perder por el placer de reventar dos o tres camiones -decía a veces, con objeto de contener la posible impaciencia de sus camaradas-. Hay que comenzar por un gran golpe. Es necesario para imponer nuestra autoridad en el país, a los ojos de los tailandeses. Esperemos a que los trenes empiecen a circular sobre la vía férrea.

Puesto que su firme intención era comenzar con un «gran golpe», resultaba evidente que los puentes de escasa importancia tenían que ser eliminados. El resultado de esta primera intervención debía compensar el largo período de inactividad de los preparativos y, por sí solo, dar una apariencia de éxito a su aventura, incluso aunque las circunstancias hicieran que no fuera seguido por ningún otro. Shears era consciente de que nunca se puede saber si la acción presente iba a verse continuada por otra futura. Esta última idea se la guardaba para sí, aunque no había pasado inadvertida a sus dos colegas. La percepción de ese pensamiento subyacente no había alterado al antiguo profesor Warden, cuyo espíritu racional sancionaba esa manera de ver y de prever.

Tampoco pareció inquietar a Joyce, ni enfriar el entusiasmo que las perspectivas del gran golpe habían hecho nacer en él. Muy al contrario, la idea parecía estimularle aún más, ya que le forzaba a concentrar todo el vigor de su juventud sobre esa ocasión probablemente única, sobre ese objetivo inesperado que de repente se levantaba ante él como faro centelleante, proyectando la deslumbrante luz del éxito en el pasado y en la eternidad futura, iluminando con refulgencias mágicas la penumbra gris que había oscurecido hasta entonces el camino de su existencia.

– Joyce tiene razón -dijo Warden, siempre parco en palabras-. Sólo hay tres puntos de interés para nosotros. El primero es el campamento número 3.

– Yo opino que ése hay que eliminarlo definitivamente -afirmó Shears. El terreno descubierto no se presta a la acción. Además, se encuentra en una planicie y las orillas son bajas. Reconstruirlo resultaría demasiado sencillo.

– El segundo se encuentra cerca del campamento número 10.

– Éste hemos de tenerlo en consideración, pero se encuentra en Birmania, donde no contamos con la complicidad de los partisanos indígenas. Por otra parte…

– El tercero, sir -dijo Joyce precipitadamente, sin darse cuenta de que interrumpía a su jefe-, es el puente sobre el río Kwai, que no ofrece ninguno de esos inconvenientes. El río tiene una anchura de cuatrocientos pies y sus márgenes son altas y escarpadas. Se encuentra a sólo dos o tres días de marcha de nuestra aldea. La región está cubierta de selva y prácticamente deshabitada. Podemos aproximarnos sin ser descubiertos y dominar desde una montaña todo el valle. Está muy lejos de todo centro de importancia y los japoneses dedican muchos esfuerzos a su construcción.

Es más ancho que el resto de los puentes y consta de cuatro hileras de pilares. Es la obra más importante de toda la línea y la mejor situada.

– Da la impresión de haber estudiado a fondo los informes de nuestros agentes -observó Shears.

– Los informes son muy claros, sir. Me parece que el puente…

– Admito que el puente sobre el río Kwai tiene su interés -afirmó Shears, examinando de nuevo con atención el mapa-. Su capacidad de discernimiento no es nada mala para ser un principiante. Ese tramo ya había despertado el interés del coronel Green y el mío, pero aún no disponemos de información lo suficientemente precisa, y puede que haya otros puntos donde la acción sea más conveniente… ¿En qué fase se encuentra la construcción de ese famoso puente, Joyce, usted que habla de él como si lo hubiera visto?

VI

La ejecución iba por buen camino. El soldado inglés es trabajador por naturaleza y acepta sin rechistar una severa disciplina, siempre y cuando confíe en sus superiores y perciba al inicio de cada jornada que hay una fuente de desgaste físico lo suficientemente abundante como para garantizar su equilibrio nervioso.

En el campamento del río Kwai, los soldados sentían un gran aprecio por el coronel Nicholson. ¿Quién no lo hubiera hecho después de su heroica resistencia? Por otra parte, la tarea impuesta no permitía tampoco ningún tipo de desvarío intelectual. Así pues, tras un breve período de vacilación, en el que trataron de penetrar en las intenciones reales de su jefe, se habían puesto manos a la obra con toda seriedad, ávidos por demostrar su habilidad en la construcción, después de haber dejado bien patente su ingenio en materia de sabotajes. El coronel Nicholson había disipado toda posibilidad de malentendido, primero a través de una alocución en la que les explicó muy claramente lo que esperaba de ellos y, luego, mediante rigurosos castigos a varios recalcitrantes que no se habían enterado muy bien. Estos últimos no le guardaron rencor, por considerar justificadas las penas que se les había impuesto.

– Créame, conozco a esos muchachos mejor que usted -le espetó el coronel a Clipton un día, después de que el médico hubiera osado protestar por una faena que consideraba demasiado dura para unos hombres desnutridos y en mal estado de salud-. Me ha costado treinta años conocerlos. No hay nada peor para su moral que la inactividad, y su estado físico depende en gran medida de su moral. Una tropa que se aburre es una tropa derrotada de antemano, Clipton. Deje que se aletarguen y verá cómo se desarrolla en ellos un espíritu malsano. Si, por el contrario, ocupa cada minuto de su jornada con un trabajo agotador, el buen humor y la salud están garantizados.

– «Trabajen con agrado» -murmuró Clipton malévolamente-. Ése es el lema del general Yamashita.

– No es tan estúpido como parece, Clipton. No hemos de dudar en adoptar un principio del enemigo si éste es bueno… En caso de no existir una obra, yo tendría que inventármela, pero, mire por dónde, tenemos el puente.

Clipton no encontró ninguna fórmula para traducir lo que sentía por dentro, y se limitó a repetir estúpidamente: -Sí, tenemos el puente.

Por otra parte, ellos mismos, los soldados ingleses, se habían hartado ya de mostrar una actitud y una conducta que chocaban con su tendencia instintiva al trabajo bien hecho. Incluso antes de la intervención del coronel, las maniobras subversivas, para muchos, se habían convertido en un incómodo deber, y algunos no habían aguardado sus órdenes para comenzar a emplear de manera concienzuda sus brazos y herramientas. Prestar lealmente un esfuerzo considerable a cambio del pan de cada día formaba parte de su naturaleza occidental, al tiempo que su sangre anglosajona les llevaba a orientar dicho esfuerzo hacia lo constructivo y lo sólidamente estable. El coronel no se había equivocado con respecto a ellos: su nueva política les aportó un alivio de carácter moral.

Puesto que el soldado japonés es también disciplinado y entregado al trabajo y, además, Saíto había amenazado a sus hombres con cortarles la cabeza si no demostraban que eran mejores obreros que los ingleses, ambas secciones de vía fueron terminadas rápidamente, al mismo tiempo que se edificaban y habilitaban los alojamientos del nuevo campamento. En torno a ese mismo período, Reeves finalizó su plano y se lo entregó al comandante Hughes, que de esa manera entraba en juego y podía demostrar de lo que era capaz. Gracias a su talento organizativo, al conocimiento de sus hombres y a su experiencia de las múltiples combinaciones que pueden determinar una mayor o menor eficacia en la asociación de éstos, el técnico industrial obtuvo, ya desde los primeros días, resultados tangibles.

La primera medida de Hughes fue la división de su mano de obra en diferentes grupos, y la atribución de una actividad particular a cada uno de ellos: uno continuaría abatiendo árboles, otro realizaría el desbaste inicial de los troncos, un tercero tallaría las vigas, uno de los más numerosos clavaría los pilares y muchos otros se encargarían de la superestructura y el tablero. Varios equipos, y no precisamente de menor importancia a los ojos de Hughes, se especializarían en trabajos diversos, como la edificación de andamios, el acarreo de materiales y el afilado de las herramientas, actividades complementarias a la obra propiamente dicha, a las que, no obstante, la previsión occidental concede, con toda razón, tanta atención como a las operaciones directamente productivas.

Estas disposiciones destacaban por su sensatez y acabarían revelándose eficaces, como ocurre siempre que no son llevadas al extremo. Tras la preparación de un lote de maderos y la construcción de los primeros andamios, Hughes puso en acción al equipo encargado de los pilares. La misión de este grupo era ardua; la más dura e ingrata de toda la empresa. Los neófitos constructores de puentes, privados de valiosos accesorios mecánicos, se veían obligados a emplear aquí los mismos procedimientos que los japoneses; a saber, dejar caer sobre la cabeza de los pilares una pesada maza, repitiendo esta operación hasta que quedaran sólidamente implantados en el fondo del río. El «martinete» se precipitaba de una altura de ocho a diez pies, y luego había que izarlo de nuevo por un sistema de cuerdas y poleas, para volver a percutir, una y otra vez, interminablemente. Por cada golpe el pilar se hundía una ínfima fracción de pulgada, puesto que el suelo era muy duro. Era una tarea agotadora y desesperante. El resultado no era perceptible de un minuto al otro y la imagen de un grupo de hombres semidesnudos, tirando de una cuerda, evocaba indefectiblemente una sombría atmósfera de esclavitud. Hughes había otorgado la dirección de este equipo a uno de sus mejores tenientes, Harper, un hombre enérgico, verdadero maestro en incentivar a los prisioneros con el acompasamiento del ritmo de trabajo mediante su voz sonora. Gracias al brío de Harper, esa labor propia de galeras fue realizada con entusiasmo. Ante las miradas atónitas de los japoneses, pronto se alzaron las cuatro líneas paralelas, cortando la corriente hacia la orilla izquierda.

Clipton se preguntó por un momento si la fijación del primer soporte no sería objeto de una ceremonia solemne, pero todo quedó en algunos gestos simbólicos muy sencillos. El coronel Nicholson se limitó a agarrar personalmente una cuerda del martinete y a tirar vigorosamente de ella durante unos diez golpes, con el fin de dar ejemplo.

Cuando el equipo de los pilares hubo tomado suficiente ventaja, Hughes puso en acción a los equipos encargados de la superestructura. A éstos les siguieron los que construirían el tablero, con sus amplios carriles y sus dos barandillas. Las diversas actividades estaban tan bien coordinadas que la obra, a partir de ese momento, comenzó a progresar con una regularidad matemática.

Un espectador poco interesado por los detalles de la acción, pero fanático de las ideas generales, habría observado en la evolución del puente un proceso continuo de síntesis natural. Ésta era justamente la impresión del coronel Nicholson, que satisfecho seguía dicha materialización progresiva, haciendo con facilidad abstracción de todo el polvo que desprendían esas actividades elementales. El resultado de conjunto sólo alcanzaba a incidir en su espíritu, simbolizando y condensando en una estructura viva los esfuerzos denodados y las innúmeras experiencias asimiladas, en el transcurso de los siglos, por una raza en su continuo camino hacia la civilización.

Bajo esa misma luz, en ocasiones, se le aparecía el puente también a Reeves. Lo observaba maravillado alzarse sobre el agua mientras crecía en longitud sobre el río, tras haber logrado casi de inmediato su anchura total. Se imprimía así, majestuosamente, la forma palpable de la creación en las tres dimensiones espaciales, encarnando milagrosamente bajo las montañas salvajes de Tailandia la potencia fecunda de sus concepciones e investigaciones.

Saíto, por su parte, también se dejó invadir por la magia de ese prodigio cotidiano. Pese a sus esfuerzos, no lograba disimular del todo su asombro y admiración. Su sorpresa era natural. Dado que todavía no había asimilado ni, aún más importante, analizado los rasgos sutiles de la civilización occidental, como muy bien afirmaba el coronel Nicholson, no era capaz de adivinar la manera en que el orden, la organización, la evaluación de las cifras, la representación simbólica sobre el papel y la experta coordinación de las actividades humanas podían favorecer y, finalmente, acelerar la ejecución de la obra. El sentido y la utilidad de esta gestación espiritual siempre permanecerán ajenos a los seres primitivos.

En cuanto a Clipton, se convenció por fin de su ingenuidad inicial, recriminándose humildemente la actitud sarcástica con la que había acogido la aplicación de métodos industriales modernos a la edificación del puente sobre el río Kwai.

Hizo examen de conciencia con su habitual sentido de la objetividad, no exento de remordimientos por haber evidenciado tan poca perspicacia. Tuvo que reconocer que los usos del mundo occidental, en esta ocasión, habían producido resultados innegables, generalizando y concluyendo, a partir de esa constatación, que dichos usos deben ser «siempre» eficaces y que siempre originan «resultados». Las críticas que a veces se les lanza no les hace la suficiente justicia en ese sentido. Él mismo, igual que muchos otros, se había dejado tentar por el perverso demonio de la burla fácil.

El puente crecía en tamaño y belleza por cada día que pasaba. Pronto alcanzó la mediana del río Kwai, sobrepasándola poco más tarde. Fue entonces cuando resultó evidente para todo el mundo que el puente sería acabado antes de la fecha prevista por el alto mando japonés, y que no ocasionaría retraso alguno a la marcha triunfal del ejército conquistador.

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