CUARTA PARTE EL GRAN GOLPE

I

Unas semanas después de la expedición de Joyce, Warden recorrió el mismo itinerario que el aspirante. Tras una agotadora ascensión, él también alcanzó el punto de observación. Tumbado entre los helechos, pudo contemplar el puente sobre el río Kwai, que se extendía debajo de él.

Warden era todo lo opuesto a un romántico. Nada más llegar, se limitó a echarle un rápido vistazo, el tiempo suficiente para reconocer con satisfacción la construcción dibujada por Joyce y verificar que estaba finalizada. Le acompañaban cuatro partisanos. Warden les comunicó que, por el momento, no necesitaría su ayuda. Se colocaron en su posición favorita, encendieron la pipa de agua y observaron plácidamente los movimientos de Warden.

Primero instaló el puesto de radio y entró en contacto con varias estaciones. Una de ellas, inestimable por encontrarse en un país bajo ocupación, le suministraba directamente, todos los días, indicaciones sobre la inminente salida del largo convoy que habría de inaugurar el ferrocarril de Birmania y Tailandia. Los mensajes recibidos le tranquilizaron. No había contraorden alguna.

Seguidamente, instaló su saco de dormir y su mosquitero lo más cómodamente posible, colocó meticulosamente varios objetos de higiene personal y dispuso de la misma manera las pertenencias de Shears, que se uniría a él sobre esa misma cumbre. Warden era una persona previsora, mayor que Joyce y más sereno. Además, contaba con más experiencia. Conocía la selva, puesto que en el pasado había realizado varias expediciones durante sus vacaciones de profesor. Era consciente del valor que puede tener, en ocasiones, un cepillo de dientes para un europeo, así como del número de días suplementarios que permite resistir un acomodamiento adecuado y una taza de café caliente por la mañana. Si, tras el golpe, se vieran acosados, tendrían que abandonar sus civilizados utensilios, cosa que no tendría la más mínima importancia, ya que habrían contribuido a mantenerlos en plena forma hasta el momento de la acción. Satisfecho de su instalación, se puso a comer, durmió tres horas y, a continuación, se dirigió de nuevo al punto de observación, reflexionando sobre los medios más apropiados para cumplir su misión.

El grupo de la Unidad 316 se separó siguiendo el plan trazado por Joyce, un plan que fue cien veces retocado, acordado en última instancia por el trío y autorizado, un día, finalmente, por Number One. Shears, Joyce y dos voluntarios tailandeses, acompañados de varios portadores, se dirigieron en caravana hacia un punto situado a bastante distancia, río arriba, respecto al puente, dado que el embarque de los explosivos no debía efectuarse cerca del campamento. Fueron lo suficientemente lejos, siguiendo un complicado itinerario, para evitar también las aldeas indígenas. Los cuatro hombres comenzarían a descender en dirección al puente por la noche, con el fin de preparar el dispositivo. Sería totalmente errado creer que el sabotaje de un puente es una operación simple. Joyce permanecería oculto en la orilla enemiga, a la espera del tren. Shears se uniría a Warden, y ambos se ocuparían de proteger la retirada.

Warden debía instalarse en el punto de observación, mantener el contacto por radio, espiar los movimientos en torno al puente y buscar emplazamientos donde cubrir el repliegue de Joyce. Su misión no había sido delimitada rigurosamente. Number One le había dejado una cierta iniciativa. Actuaría según lo que más conviniera, de acuerdo a las circunstancias.

– Si ve que existe la posibilidad de realizar una acción secundaria, sin riesgo de ser descubierto, claro está, no se lo prohibiré -dijo Shears-.

Los principios de la Unidad 316 siguen siendo los mismos, pero recuerde que el puente es el objetivo número uno y que, bajo ningún concepto, habrá de comprometer las opciones de éxito sobre ese punto. Confío en usted para que actúe, al mismo tiempo, de manera sensata y activa.

Sabía que podía contar con Warden y que éste sería, al mismo tiempo, activo y sensato. Warden, cuando disponía de tiempo para ello, sopesaba metódicamente las consecuencias de todos sus movimientos.

Tras un primer examen general de la situación, Warden decidió colocar sobre esa misma cima los dos pequeños morteros de los que disponía, una especie de artillería de bolsillo, así como mantener dos partisanos tailandeses sobre ese puesto a la hora del gran golpe, con objeto de rociar de metralla los restos del tren, las tropas que intentaran escapar tras la explosión y los soldados que se lanzaran en su auxilio.

Ello entraba perfectamente dentro de las competencias que su jefe implícitamente le había asignado al evocar los principios inmutables de la Unidad 316. Dichos principios podrían resumirse de la siguiente manera: «Nunca considerar completamente concluida una operación. Nunca sentirse satisfecho mientras exista la posibilidad de causar un daño al enemigo, por mínimo que sea». (El «acabado» anglosajón era muy apreciado en este ámbito, como en muchos otros). Ahora bien, en el presente caso era evidente que una lluvia de pequeños obuses procedentes del cielo sobre los supervivientes serviría para desmoralizar completamente al enemigo. La posición dominante del punto de observación era casi providencial en ese aspecto. Warden veía igualmente otra ventaja importante en la prolongación del golpe: haría desviar la atención de los japoneses, ayudando indirectamente así a cubrir la retirada de Joyce.

Se arrastró un buen rato entre los helechos y los rododendros salvajes, hasta encontrar emplazamientos que le satisficieron completamente. Tras haberlos hallado, llamó a los tailandeses y eligió a dos de ellos, a los que les explicó con toda claridad lo que deberían hacer cuando llegara el momento. Éstos comprendieron rápidamente y dieron muestras de apreciar su idea.

El reloj rondaba las cuatro de la tarde cuando Warden finalizó sus preparativos. A continuación, comenzó a meditar sobre las disposiciones siguientes. Sin embargo, justo en ese momento pudo oír una música que subía por el valle, razón por la cual retomó su observación y se puso a espiar con los prismáticos los movimientos de amigos y enemigos. El puente estaba desierto, pero sobre la otra orilla, en el campamento, reinaba una extraña agitación. Warden comprendió de inmediato que, a fin de celebrar la feliz conclusión de la obra, los prisioneros habían sido autorizados, o tal vez obligados, a montar una fiesta. Un mensaje recibido días antes dejaba entrever la posibilidad de esas festividades, decretadas por la indulgencia de Su Majestad Imperial.

La música provenía de un tosco instrumento, con toda seguridad fabricadoin situ con medios improvisados, pero la mano que rasgaba las cuerdas era europea. Warden conocía los ritmos bárbaros de los japoneses lo suficientemente bien como para no equivocarse. Además, pronto llegó a sus oídos el eco de las canciones. Una voz debilitada por las privaciones, pero de un acento inconfundible, entonaba antiguos aires escoceses. A través del valle se elevaba una conocida cantinela, repetida a continuación por un coro. Ese conmovedor concierto, escuchado en la soledad del punto de observación, compungió profundamente a Warden, que intentó disipar de su cabeza la melancolía y, de hecho, lo logró concentrándose sobre los elementos necesarios para su misión. Los acontecimientos sólo le interesaban por su relación con la ejecución del gran golpe.

Poco antes de la puesta de sol, tuvo la sensación de que se preparaba un banquete. Había prisioneros afanándose en torno a las cocinas y se podía observar un tumulto del lado de las barracas japonesas, donde se agrupaban varios soldados que dejaban escapar gritos y risas. Desde la entrada del campamento, los centinelas les lanzaban miradas golosas. Parecía evidente que los nipones también se disponían a celebrar el fin de las obras.

La mente de Warden se puso a trabajar con celeridad. Su cualidad de hombre ponderado no le impedía coger al vuelo las ocasiones que se presentaban. Adoptó las medidas necesarias para actuar esa misma noche de acuerdo a un plan rápidamente definido, aunque éste ya había sido objeto de consideración mucho antes de su llegada al punto de observación. En un rincón del mundo lejano y aislado como ése, con un jefe alcohólico como Saíto y unos soldados sometidos a un régimen casi igual de severo que los prisioneros, llegó a la conclusión, a partir de su profundo conocimiento de la estirpe humana, de que todos los japoneses estarían borrachos como cubas antes de llegar la medianoche. Se trataba de una circunstancia particularmente propicia para intervenir con el mínimo de riesgo, como le había recomendado Number One, y para preparar varios de esos artefactos secundarios, objeto de predilección de todos los miembros de la Unidad 316, trampas que harían las veces de sabrosa guinda del golpe principal. Warden ponderó sus opciones y concluyó que sería irresponsable no aprovechar esa milagrosa coincidencia. Decidió, así pues, bajar en dirección al río y comenzar a preparar un material ligero… Además, pese a ser hombre de ciencia, ¿no habría de acercarse él también a ese puente, aunque sólo fuera una vez?

Alcanzó la base de la montaña poco antes de la medianoche. La fiesta se había desarrollado según sus previsiones. Siguió las diferentes etapas de la celebración por la intensidad del bullicio que llegaba a sus oídos durante su silenciosa marcha: unos salvajes alaridos, cual parodia de los coros británicos, que se habían apagado ya hacía un buen rato. Ahora todo estaba en silencio. Escondido en compañía de dos partisanos que lo habían seguido por detrás de la cortina de árboles, oyó esos alaridos por última vez no lejos de la vía férrea, que tras atravesar el puente continuaba paralela al río, tal como había explicado joyce. Cargados con el material, los tres hombres se dirigieron con precaución hacia la vía.

Warden estaba convencido de que podría operar con total seguridad. Sobre esa margen del río no había presencia enemiga alguna. Los japoneses habían gozado de tal calma en ese rincón apartado del mundo que habían llegado a perder por completo su desconfianza. En ese momento, todos los soldados, e incluso la totalidad de los oficiales, estaban con toda seguridad tirados en algún sitio y completamente inconscientes. Warden colocó de centinela a uno de los tailandeses, por si acaso, y se puso metódicamente a trabajar, ayudado por el otro.

Su proyecto era simple y clásico. Es la primera operación que se enseña a los alumnos de la escuela especial de «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» de Calcuta. Es fácil separar los guijarros que forman el balasto de una vía, a ambos lados y por debajo del raíl, abriendo así una pequeña fosa, donde insertar una carga deplástico que se adherirá a la cara inferior de dicho raíl. Ahí radica la virtud de ese compuesto químico: una carga de apenas un kilogramo, adecuadamente colocada, es suficiente. La energía almacenada en esa pequeña masa se libera bruscamente por el efecto de un detonador en forma de gas, cuya velocidad alcanza varios miles de metros por segundo. Ni el acero más robusto resiste, sino que queda pulverizado por esa súbita explosión.

Se fija un detonador en elplástico (es tan fácil introducirlo como clavar un cuchillo en la mantequilla). Un cordón, conocido como «instantáneo», lo conecta a un pequeño artefacto de asombrosa simplicidad, también oculto en un boquete excavado bajo el raíl. Dicho objeto está compuesto básicamente por dos láminas, separadas por un robusto resorte. Entre ambas se sitúa el cebo. Una de las láminas hace contacto con el metal, mientras que la otra se inmoviliza con una sólida piedra. El cordón detonador se entierra. Un equipo de dos expertos puede instalar el dispositivo en media hora. Si el trabajo se realiza con cuidado, el mecanismo es invisible.

Cuando la rueda de una locomotora pasa por encima del aparato, la lámina superior queda aplastada contra la otra. El cebo encendido activa el detonador por medio del cordón, y elplástico explota. Una sección de acero queda pulverizada y el tren descarrila. Con un poco de suerte y una carga un poco más fuerte, se puede derribar la locomotora. Una de las ventajas de este sistema es que la activación la realiza el propio tren, por lo que el agente encargado de instalarlo puede hallarse a varios kilómetros del lugar. Otra ventaja: no se activa intempestivamente por la pisada de un animal, sino que se precisa un peso muy considerable, como el de una locomotora o un vagón.

Warden el experto, Warden el calculador razonaba de la siguiente manera: el primer tren vendrá de Bangkok por la orilla derecha. De acuerdo a lo previsto, saltará en pedazos con el puente y se desplomará en el río. Ése es el objetivo número uno. Seguidamente, la vía quedará cortada y la circulación interrumpida. Los japoneses se emplearán a fondo para reparar los daños. Querrán hacerlo lo más rápidamente posible, para restablecer el tráfico y vengar ese atentado, que supondrá un duro golpe a su prestigio en el país. Desplazarán una gran cantidad de equipos y trabajarán sin descanso. Se afanarán durante días, semanas o incluso meses. Cuando la vía por fin quede despejada y el puente reconstruido, pasará un nuevo convoy. El puente resistirá esta vez, pero, poco después, saltará por los aires el segundo tren. Ello, con toda certeza, tendrá un efecto psicológico devastador, aparte de los daños materiales.

Warden colocó una carga un poco más fuerte de la estrictamente necesaria, disponiéndola de forma que el descarrilamiento se produjera del lado del río. Si los dioses fueran propicios, era posible que la locomotora y varios de los vagones se precipitaran al agua.

Warden terminó rápidamente la primera parte de su programa. Era muy ducho en este tipo de trabajos. Había dedicado muchas horas a entrenarse, desplazando guijarros sin hacer ruido, modelando elplástico e instalando mecanismos. Actuó de forma casi mecánica y pudo constatar con satisfacción que el partisano tailandés, un principiante, le estaba resultando de gran ayuda. Su instrucción había sido realizada adecuadamente y Warden, el profesor, se regocijaba de ello. Aún le quedaba bastante tiempo antes de las primeras luces del amanecer. Había llevado un segundo artilugio del mismo tipo, si bien un poco diferente. Sin dudarlo un momento, fue a instalarlo a varios cientos de metros de ese lugar, en dirección opuesta al puente. Hubiera sido un crimen no aprovechar una noche de esas características.

Warden el previsor reflexionó de nuevo. Tras dos atentados en el mismo sector, el enemigo, en general, está sobre aviso y procederá a una inspección metódica de la línea. Pero nunca se sabe. A veces, muestra rechazo a conjeturar sobre un tercer atentado, puesto que ya ha sufrido dos. Por otra parte, si el artefacto está bien camuflado, puede pasar desapercibido incluso ante un examen minucioso, a no ser que los rastreadores decidan desalojar todos los guijarros del balasto. Warden colocó su segundo aparato, diferente del primero por estar dotado de un dispositivo para modificar los efectos y producir una sorpresa de otro tipo. Este accesorio era una especie de relé: el primer tren no desencadenaría la explosión, sino que la cebaría. El detonador y elplástico sólo se activarían por el paso del «segundo» convoy. La idea del técnico de la Unidad 316 que elaboró este ingenioso sistema era muy lúcida, lo cual sedujo al espíritu racional de Warden. A menudo, tras una serie de accidentes, el enemigo, después de reparar la línea, hace preceder un convoy importante de uno o dos vagones viejos cargados de piedras, arrastrados por una locomotora sin valor. Al suelo nada le ocurre a su paso. El enemigo, entonces, queda convencido de que la mala suerte ha sido conjurada. Rebosante de confianza, envía sin precaución alguna el tren importante y… mira por dónde, éste salta por los aires…

«Nunca considerar completamente concluida una operación hasta que se haya causado el mayor daño posible al adversario». Así rezaba elleitmotiv de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.». «Ingeníenselas siempre para multiplicar las sorpresas desagradables, para inventar nuevas trampas que siembren la confusión en el adversario, cuando por fin éste quede convencido de que todo ha pasado», repetían sin cesar los jefes de la empresa. Warden había hecho suyas esas doctrinas. Después de plantar su segunda trampa y borrar todas las huellas, siguió dándole vueltas a la cabeza sobre la conveniencia de hacerles alguna jugarreta más.

Había llevado consigo otros artefactos, un poco al azar. Uno de ellos, que poseía en varios ejemplares, consistía en una especie de cartucho encajado en una tablilla móvil, capaz de pivotar en torno a un eje y de cerrarse sobre otra tablilla, fija y dotada de un clavo. Este artefacto tenía como objetivo los viandantes. Había que recubrirlos con una delgada capa de tierra. El funcionamiento no podía ser más simple. El peso de una persona pone en contacto el clavo con el cebo del cartucho. La bala se dispara, atraviesa el pie del paseante o, en el mejor de los casos, le impacta en la frente, si anda con la cabeza inclinada. En Calcuta, los instructores de la escuela especial aconsejaban desperdigar un gran cantidad de esos artilugios en las cercanías de una vía férrea «preparada». Cuando, después de la explosión, los supervivientes (siempre los hay) corrieran despavoridos en todas direcciones, los dispositivos se activarían al azar de su estremecimiento, aumentando de esa forma el pánico.

Warden hubiera deseado plantar todo el lote, pero la prudencia y la sensatez le llevaron a renunciar a esos últimos aditamentos. Existía el riesgo de que fuera descubierto y el objetivo número uno era demasiado importante como para ponerlo en juego. Si un paseante caía en una de esas trampas, atraería de inmediato las sospechas de los japoneses sobre un posible sabotaje.

El alba se acercaba. Warden el juicioso se resignó con un suspiro a dejar la cosa ahí, y puso rumbo al punto de observación. De cualquier manera, se encontraba satisfecho de haber dejado tras de sí un terreno bastante bien preparado, de haberlo aderezado con condimentos que darían un sabor especial al gran golpe.

II

Uno de los partisanos hizo un gesto repentino. Había oído un crujido anormal en el bosque de helechos gigantes que cubría la cima de la montaña. Los cuatro tailandeses permanecieron totalmente inmóviles unos instantes. Warden echó mano a su metralleta, preparado para cualquier eventualidad. Entonces se oyeron tres débiles silbidos un poco más arriba de donde ellos estaban. Uno de los tailandeses respondió y agitó el brazo volviendo su mirada hacia Warden.

– Number One -exclamó.

Un momento más tarde, Shears, acompañado de dos indígenas, se unió al grupo en el punto de observación.

– ¿Dispone de las últimas informaciones? -preguntó impaciente a Warden tan pronto lo vio.

– Todo va bien. No hay cambio alguno. Estoy aquí desde hace tres jornadas. Mañana es el día. El tren partirá de Bangkok por la noche y llegará entorno a las diez de la mañana. ¿Y por su parte?

– Todo está listo -dijo Shears, dejándose caer en el suelo con un suspiro de alivio.

Shears se había sentido aterrorizado ante la posibilidad de que los japoneses hubieran modificado sus planes en el último minuto. Warden, por su parte, vivía en un estado de angustia desde la noche anterior. Sabía que debían dejar listo el golpe por la noche. Había pasado varias horas espiando a ciegas los débiles sonidos que subían del río Kwai, pensando en sus camaradas que habrían de trabajar en el agua, justo debajo de él, analizando una y otra vez las posibilidades de éxito, recreando las diferentes etapas de la operación y tratando de prever los posibles riesgos que podrían dificultar el logro de su empresa. No escuchó nada sospechoso. De acuerdo al programa establecido, Shears se uniría a él al amanecer.

– Me alegra verle por fin. Le esperaba con impaciencia.

– El trabajo nos ha llevado toda la noche.

Warden lo observó con atención y se dio cuenta de que estaba exhausto. Su ropa todavía húmeda echaba humo al contacto con el calor del sol. Su gesto cansado, las profundas ojeras de agotamiento y la barba de varios días le dotaban de un aspecto casi inhumano. Warden le tendió un vasito de alcohol y notó que lo cogía torpemente. Sus manos estaban cubiertas de heridas y arañazos. La piel la tenía arrugada y muy pálida. Le faltaban algunas pequeñas tiras, que habían sido arrancadas. A duras penas podía mover los dedos. Warden le pasó unos pantalones cortos y una camisa seca que había reservado para él y esperó un momento.

– ¿Está seguro de que no hay nada previsto para hoy? -insistió Shears.

– Totalmente. Esta mañana mismo he recibido un mensaje.

Shears bebió un trago y empezó a secarse con cuidado.

– Ha sido una labor muy dura -dijo haciendo un gesto de dolor-. Creo que nunca podré olvidar el frío que hace en el río. Pero todo ha ido bien.

– ¿Y el niño? -preguntó Warden.

– El niño es formidable. No ha flaqueado en ningún momento. Ha sufrido más que yo y no se ha cansado. Ahora se encuentra en su puesto de la orilla derecha del río. Ha insistido en instalarse esta misma noche y de ahí no se moverá hasta que pase el tren.

– ¿Y si lo descubren?

– Está bien escondido. Hay un pequeño riesgo, pero ha optado por aceptarlo. Ahora debe evitar moverse cerca del puente. Por otra parte, el tren puede venir adelantado. Estoy seguro de que esta noche no duerme. Es una persona joven y fuerte. Se encuentra en medio de una espesura a la que sólo se tiene acceso por el río, y la orilla es elevada en esa zona. Desde aquí se debe divisar el lugar. Él sólo puede ver una cosa a través de una abertura en la vegetación: el puente. Además, oirá venir el tren sin problemas.

– ¿Ha estado usted allí?

– Le he acompañado. Tenía razón, es un emplazamiento ideal.

Shears agarró los prismáticos y trató de orientarse en un escenario que no reconocía.

– Es difícil precisar -dijo-. Parece tan diferente. No obstante, creo que se encuentra allí, a unos treinta pies de ese gran árbol rojizo cuyas ramas tocan el agua.

– Ahora todo depende de él.

– Todo depende de él, pero me siento confiado.

– ¿Lleva su puñal?

– Sí, lo lleva. Estoy convencido de que será capaz de utilizarlo, en caso necesario.

– Uno nunca sabe -dijo Warden.

– Eso es cierto, pero así lo creo.

– ¿Y después del golpe?

– Yo he tardado cinco minutos en atravesar el río, pero él nada casi el doble de rápido que yo. Nosotros le protegeremos la vuelta.

Warden puso a Shears al corriente de los diversos preparativos que había realizado. La víspera volvió a abandonar el punto de observación, en esta ocasión antes de que la noche cayera, pero sin adentrarse en la llanura al descubierto. Fue en busca, arrastrándose, del mejor lugar posible para instalar el fusil ametrallador con que contaba el grupo, y con el fin de localizar varios emplazamientos donde los partisanos se apostarían para disparar con sus fusiles a los eventuales perseguidores. Todas las posiciones habían sido meticulosamente marcadas. Esa cortina de fuego, unida a los obuses del mortero, serviría de adecuada protección durante algunos minutos.

Number One dio su visto bueno al conjunto del dispositivo. Seguidamente, puesto que se encontraba demasiado cansado para dormir, se puso a relatar a su amigo el desarrollo de la operación de la noche precedente. Warden le escuchaba con avidez. Esa narración sirvió para consolarle un poco de no haber participado en los preparativos directos. Ya no quedaba nada más que hacer, sólo esperar al día siguiente. Como bien habían señalado, el éxito de la misión dependía ahora de Joyce. De Joyce y del imprevisible azar. Se esforzaron entonces por distraer su impaciencia y olvidar su inquietud con respecto al actor principal que, agazapado entre la maleza, aguardaba sobre la orilla enemiga.

Tras tomar la decisión de la ejecución del golpe, Number One había elaborado un programa detallado. Luego distribuyó las tareas, para que cada miembro del equipo tuviera tiempo de reflexionar y ensayar las maniobras necesarias. De esa forma, llegado el momento, todos serían capaces de mantenerse alerta para enfrentarse a cualquier acontecimiento imprevisto.

Sería infantil creer que se puede volar un puente sin una preparación seria. Warden, como antes hiciera el capitán Reeves, había realizado un plano siguiendo los bocetos e indicaciones de Joyce. Un plano de destrucción, un dibujo a gran escala del puente, con todos los pilares numerados y cada carga deplástico indicada en el lugar exacto que la técnica requería. El ingenioso montaje de los cables eléctricos y de los cordones detonadores encargados de transmitir la explosión había sido señalizado en rojo. Los tres grabaron rápidamente en su mente ese plano.

Number One, sin embargo, no consideraba suficiente dicha preparación teórica, y había hecho realizar varios ensayos nocturnos con un viejo puente abandonado sobre un arroyo, no lejos del acantonamiento. Las cargas deplástico fueron sustituidas, naturalmente, por sacos de tierra. Los hombres encargados de plantar el dispositivo -él, Joyce y los dos voluntarios tailandeses- habían ensayado la aproximación al puente en medio de la oscuridad, nadando en silencio y empujando una ligera balsa de bambú fabricada para la ocasión, sobre la que fijarían el material. Warden hizo las veces de arbitro. Se mostró severo e hizo repetir la maniobra hasta que el abordaje fue perfecto. Los cuatro hombres se acostumbraron de esa manera a trabajar en el agua sin chapoteo alguno, a adherir sólidamente sobre los pilares las cargas ficticias y a unirlas en el complicado sistema de cordones que establecía el plano de destrucción. Number One, finalmente, se dio por satisfecho. Ahora sólo quedaba por preparar el material auténtico y poner a punto un buen número de detalles importantes, como los embalajes herméticos de los objetos susceptibles de entrar en contacto con el agua.

La caravana se puso en marcha. Los guías los llevaron a un punto lejano río arriba respecto al puente, por caminos que sólo ellos conocían, un lugar donde podrían efectuar el embarque con la máxima seguridad. Varios voluntarios indígenas hicieron de portadores.

Elplástico fue dividido en cargas de cinco kilogramos. Cada una de ellas sería aplicada a un pilar. El plano de destrucción establecía la colocación de cargas en seis pilares consecutivos de cada hilera, es decir, un total de veinticuatro cargas. Todos los soportes en una longitud de veinte metros serían destruidos, lo cual era más que suficiente para provocar la desarticulación y desmoronamiento del puente bajo el peso del tren. Shears llevaba consigo, prudentemente, una decena de cargas suplementarias, en previsión de un posible accidente. En caso necesario, las colocarían de la mejor forma posible para causar algunos daños incidentales al enemigo. Él tampoco había olvidado las máximas de la Unidad 316.

Todas esas cantidades no habían sido escogidas al azar; sino determinadas tras diversos cálculos y tras largas discusiones, tomando como punto de partida las medidas recogidas por Joyce durante su reconocimiento. Una tabla, que los tres conocían de memoria, indicaba la carga necesaria para cortar de cuajo una viga de un material determinado, en función de su forma y dimensiones. En este caso, tres kilogramos deplástico, en teoría, serían suficientes. Con cuatro, el margen de seguridad hubiera excedido el habitual en una operación ordinaria. Number One decidió en última instancia aumentar un poco la dosis.

Tenía buenas razones para hacerlo. Un segundo principio de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» establecía que siempre se debían incrementar las cifras de los técnicos. Tras los cursos teóricos, el coronel Green, que regía desde las alturas la escuela de Calcuta, tenía por costumbre, en este aspecto, pronunciar unas palabras dictadas por el sentido común y su propia experiencia de las obras de fábrica.

– Cuando hayan calculado el peso con ayuda de las tablas -señalaba-, dejando siempre un buen margen, añadan luego un poco. En una operación delicada, lo que deben buscar ante todo es una certeza absoluta. Si tienen la menor duda, más vale colocar cien libras de más que una libra de menos. No sería muy inteligente que, después de haberse empleado a fondo, quizá durante varias noches, para instalar su dispositivo, después de haber arriesgado su vida y la de sus hombres, después de haber salido al paso de mil dificultades, no sería muy inteligente, como digo, que la destrucción resultara imperfecta por querer ahorrar un poco de material, o que las vigas sólo quedaran resquebrajadas, pero conservando su posición, lo cual permitiría una rápida reparación. Se lo digo por experiencia. A mí me ocurrió una vez, y no conozco nada que sea más desmoralizador.

Shears se había jurado a sí mismo que esa catástrofe nunca le ocurriría a él, por lo que aplicaba el principio de manera generosa. Por otra parte, tampoco era cuestión de caer en el extremo opuesto y sobrecargar con material inútil a un equipo reducido de hombres.

El transporte por el río no presentaba ninguna dificultad sobre el papel. Una de las numerosas ventajas delplástico es que su densidad es muy similar a la del agua. Un nadador puede remolcar sin esfuerzo alguno una cantidad bastante considerable.

Llegaron al río Kwai con las primeras luces del día, tras lo que mandaron de vuelta a los portadores. Los cuatro hombres esperaron a que se hiciera de noche ocultos en la vegetación.

– Las horas se les deben de haber hecho muy largas -dijo Warden-. ¿Han podido dormir?

– Apenas. Lo hemos intentado, pero usted sabe muy bien cómo se siente uno… cuando la hora se va acercando. Hemos pasado toda la tarde charlando, Joyce y yo. Quería distraer un poco su atención del puente. Teníamos toda la noche para pensar en él.

– ¿De qué han hablado? -preguntó Warden, deseoso de conocer todos los detalles.

– Me ha contado un poco su vida… El muchacho es bastante melancólico en el fondo… Una historia, a fin de cuentas, bastante banal… Ingeniero diseñador en una gran empresa… En fin, nada espectacular. Él tampoco se enorgullece demasiado. Una especie de empleado de oficina. Yo sabía desde el principio que se trataba de algo parecido. Una veintena de jóvenes de su edad que trabajan delante de unas planchas, de la mañana a la noche, en una sala común. ¿Comprende lo que le quiero decir? Cuando no diseñaba, se dedicaba a realizar cálculos… a golpe de formularios y regla. Nada apasionante. No parece haber apreciado demasiado ese puesto… da la impresión de haber recibido la guerra como una oportunidad inesperada. Resulta curioso que un chupatintas haya acabado ocupando un lugar en la Unidad 316.

– También tenemos profesores -dijo Warden-. Me he encontrado con varios como él, y no son de los peores…

– Ni necesariamente los mejores. No se puede decir que haya una regla general. Sin embargo, él no habla de su pasado con amargura… melancólico, ésa es la palabra.

– Sí, yo también estoy convencido. ¿Qué tipo de diseños le hacían dibujar?

– Fíjese en las casualidades del destino: la empresa trabajaba con puentes. ¡Ah! Y no precisamente con puentes de madera. Además, tampoco se encargaba de su construcción. Eran puentes metálicos articulados, un tipo estándar. La firma fabricaba las piezas y se las suministraba a los contratistas, como una caja de mecano, vamos… Él no salía nunca de la oficina. Los dos años anteriores a la guerra, se dedicó a dibujar una y otra vez la misma pieza. Un trabajo especializado, con todo lo que eso conlleva, ¿comprende ahora? Nada para volverse loco de emoción… No se trataba siquiera de una pieza grande, sino de una «vigueta». Así la ha llamado él. Su misión era determinar el perfil que ofrecía la mejor resistencia con el menor peso de metal posible. Eso es, al menos, lo que me ha parecido entender. No soy especialista en esos asuntos. Era una cuestión de ahorro… a la empresa no le gustaba desperdiciar material. ¡Dos años dedicado a eso! Un muchacho de su edad… ¡Si lo hubiera escuchado hablar de su vigueta…! Le temblaba la voz… Estoy convencido, Warden, de que esa vigueta explica en parte su entusiasmo por el trabajo actual.

– He de decir -repuso Warden- que en mi vida he visto a nadie tan ilusionado por la idea de destruir un puente. A veces pienso, Shears, que la Unidad 316 es una creación del cielo destinada a hombres de su clase. Si no existiera, habría que inventarla… Después de todo, a usted, si no se le hubiera atragantado el ejército regular…

– Y usted, si hubiera estado completamente satisfecho con su puesto de profesor en la universidad… En fin, en cualquier caso, cuando la guerra estalló, su vigueta todavía le absorbía todo su tiempo. Me ha explicado con absoluta seriedad que había conseguido, en dos años, ahorrar una libra y media de metal, sobre el papel. No está nada mal, parece, pero sus jefes estimaban que podía rendir aún más. Tendría que haber seguido varios meses con lo mismo… así que se alistó nada más estallar la guerra. Cuando oyó hablar de la existencia de la Unidad 316, no es que se apresurara, Warden, ¡acudió volando! Y pensar que hay personas que no creen en la vocación… En cualquier caso, Warden, resulta curioso. Si no hubiera existido esa vigueta, tal vez en este momento él no estaría tendido entre la maleza, a menos de cien yardas del enemigo, con un puñal a su cintura y al lado de un aparato preparado para hacer saltar todo en mil pedazos.

III

Shears y Joyce siguieron conversando hasta el anochecer, en tanto que los dos tailandeses departían en voz baja, comentando la expedición. A Shears le invadió en varias ocasiones la duda. Se preguntaba si había acertado en su elección, si había escogido al más adecuado para el papel protagonista, a aquel de los tres que tenía más posibilidades de llevar a buen puerto la misión, si no se había dejado llevar por el ardor de sus súplicas.

– ¿Está usted seguro de que será capaz de actuar con la misma resolución que Warden o que yo en cualquier tipo de circunstancia? -le preguntó gravemente una última vez.

– Ahora sí estoy seguro de ello, sir. Déjeme demostrárselo.

Shears no insistió más y mantuvo firme su decisión.

Comenzaron el embarque del material antes del crepúsculo. La orilla estaba desierta. La balsa de bambú, que ellos mismos habían fabricado de acuerdo a sus necesidades, se componía de dos secciones paralelas independientes, con objeto de facilitar su transporte a través de la selva. La montaron en el agua, ajustando sus dos mitades mediante dos cañas transversales amarradas con cuerdas. El conjunto resultaba en una plataforma rígida. Seguidamente, fijaron las cargas con las máxima solidez posible. Otros paquetes contenían las bobinas de cordón, la batería, el cable eléctrico y el manipulador. El material delicado, naturalmente, fue envuelto en un paño impermeable. Por lo que se refiere a los detonadores, Shears había llevado un juego doble. Uno se lo había entregado a Joyce y del otro se hizo cargo él. Los transportaban atados a su cintura, sobre el vientre. Era el único equipamiento realmente frágil, puesto que elplástico, en principio, era resistente a los golpes.

– Se habrán sentido un poco pesados, en cualquier caso, con esos paquetes sobre el estómago -observó Warden.

– Usted sabe que uno no piensa nunca en ese tipo de cosas… Era uno de los riesgos menores de la expedición por el río… Pero créame cuando le digo que hemos tenido que soportar bastantes sacudidas. ¡Malditos tailandeses! Nos habían prometido una vía fácilmente navegable.

De acuerdo a la información suministrada por los indígenas, habían calculado que el trayecto les llevaría menos de media hora. Ahora bien, no se pusieron en marcha hasta que la noche se hizo oscura. De hecho, les llevó más de una hora y el descenso fue muy agitado. El curso del río Kwai era el de un torrente, salvo en las inmediaciones del puente, donde las aguas eran mucho más tranquilas. Nada más salir, un rápido de la corriente los lanzó en plena oscuridad, rodeados de rocas invisibles que eran incapaces de evitar. Tuvieron que agarrarse desesperadamente a su peligrosa y preciada embarcación.

– Si hubiera sabido cómo era el río, habría escogido otro medio de aproximación, realizando el embarque más cerca del puente, aunque supusiera un mayor riesgo. Este tipo de informaciones simples, Warden, es siempre falsa, ya provenga de indígenas o de europeos. He tenido muchas ocasiones de comprobarlo, y ahora me han pillado otra vez. No puede ni imaginarse nuestras dificultades para maniobrar el «submarino» en medio de ese torrente.

El «submarino» era el nombre que habían dado a la balsa. Aumentaron a propósito el peso de ésta con trozos de chatarra, que navegaban la mayor parte del tiempo entre dos aguas. El lastre había sido cuidadosamente calculado para llevar a la balsa, por sí sola, al límite de su flotabilidad. La simple presión de un dedo era suficiente para hacerla desaparecer completamente.

– En el primer rápido, que formaba un estruendo similar a las cataratas del Niágara, el agua nos ha sacudido, revolcado y lanzado por encima y por debajo del submarino, hacia ambos lados del río, raspándonos a veces contra el fondo y otras arrojándonos contra los ramajes. Cuando he tomado conciencia de la situación (no podía respirar y me ha llevado un momento), ordené á todo el mundo que se aferrara al submarino y que no lo soltaran bajo ningún pretexto; que no pensaran en otra cosa. Era todo lo que podíamos hacer. Ha sido un milagro que nadie se haya descalabrado… Un excelente aperitivo, se lo aseguro. Justo lo que necesitábamos para armarnos de toda nuestra sangre fría antes de pasar al trabajo serio. Las olas eran como las de una tempestad en el mar. Yo sentía náuseas… y no había forma de evitar los obstáculos. ¿Sabe, Warden? A veces no sabíamos siquiera en qué dirección nos desplazábamos. ¿Le parece extraño? Cuando el río se cierra y uno queda envuelto únicamente por la selva, apuesto a que usted tampoco acierta a adivinar hacia dónde se dirige. Como sabe, descendíamos con la corriente. Sin embargo, el agua, aparte de las olas, parecía tan inmóvil con respecto a nosotros como el agua de un lago. Los obstáculos eran los únicos elementos que nos daban idea de nuestra dirección y velocidad… cuando chocábamos con ellos. ¡Una cuestión de relatividad! No sé si comprende lo que quiero decir…

Se trataba de una experiencia poco común, e hizo lo que pudo por describirla con la mayor fidelidad posible. Warden le escuchaba con apasionamiento.

– Entiendo, Shears. ¿Y la balsa ha aguantado?

– ¡Ése fue otro milagro! No paraba de escuchar crujidos cuando el azar quería que tuviera la cabeza fuera del agua. Sin embargo, ha resistido… Salvo un momento. Ha sido el muchacho el que ha salvado la situación. Es un fuera de serie, Warden. Déjeme explicarle… Casi al final del primer rápido, cuando ya empezábamos a acostumbrarnos un poco a la oscuridad, fuimos despedidos contra un enorme peñasco justo en la mitad del río. Un latigazo de agua nos había lanzado por los aires, se lo digo en serio, Warden, pero una vena líquida seguidamente nos volvió a atrapar, arrastrándonos hacia un lado. No creía que algo así fuera posible. He podido ver la masa rocosa a sólo unos pies de distancia de mí. No me ha dado tiempo a otra cosa. Únicamente pensaba en poner los pies por delante y en agarrarme a un trozo de bambú. Los dos tailandeses se habían descolgado. Afortunadamente, los encontramos un poco más lejos. ¡Por suerte! ¿Sabe lo que ha hecho él? Sólo ha tenido un cuarto de segundo para reflexionar. Se lanzó de bruces, con los brazos en cruz, sobre la balsa. ¿Y sabe por qué, Warden? Para mantener ambas secciones unidas. Sí, porque una de las cuerdas se había roto. Las barras transversales se deslizaban y las dos mitades comenzaban a separarse. El golpe las habría despegado. Una verdadera catástrofe… Él se ha dado cuenta de inmediato. Ha pensado rápidamente y ha tenido el reflejo de actuar y la fuerza para resistir. Estaba justo delante de mí. He visto cómo el submarino era arrojado fuera del agua y saltaba por los aires, igual que uno de esos salmones que remontan la corriente. Así fue, con él encima y agarrándose con todas sus fuerzas a las cañas de bambú. Y no ha soltado la balsa. Luego, hemos vuelto a amarrar las barras lo mejor que hemos podido. No olvide que, en esa posición, sus detonadores estaban en contacto directo con elplástico, y que ha tenido que darse un golpe tremendo… Como le digo, lo he visto saltar por encima de mi cabeza. ¡Como un relámpago! Ha sido el único momento en que me he acordado de que transportábamos explosivos. Era algo secundario, un riesgo menor, de eso no me cabe duda. Y él se ha apercibido de ello en un cuarto de segundo. Se lo aseguro, Warden, es un chaval poco común. Saldrá airoso de la misión.

– Una sorprendente combinación de sangre fría y rapidez de reflejos -comentó Warden.

Shears repuso en voz baja:

– Saldrá airoso, Warden. Para él, se trata de un asunto personal. Nadie le impedirá que llegue hasta el final. Es «su» golpe, y él lo sabe muy bien.

Usted y yo no somos más que sus ayudantes. Nosotros ya hemos hecho lo nuestro… Debemos concentrarnos única y exclusivamente en facilitarle la tarea. La suerte del puente está en buenas manos.

Tras el primer rápido, llegaron a una zona de aguas calmas, donde aprovecharon para consolidar la balsa. Luego se vieron sacudidos de nuevo en un estrecho canal. Perdieron bastante tiempo frente a un grupo de rocas que bloqueaba una parte de la corriente de agua, formando río arriba un torbellino vasto pero lento, en el que estuvieron dando vueltas durante varios minutos, sin poder retomar el curso del río.

Finalmente consiguieron escapar de esa trampa. El río ganó en anchura y, súbitamente, sosegó sus aguas, lo que les produjo la impresión de desembocar en un lago inmenso y tranquilo. Sus ojos podían ahora divisar las orillas del río y fijar el centro del curso del agua. Poco después vislumbraron el puente.

Shears interrumpió su relato y observó el valle en silencio.

– Me resulta extraño contemplarlo de esta manera, desde arriba… y en su totalidad. Su fisonomía es completamente diferente desde abajo y por la noche. Sólo he podido ver trozos, uno detrás del otro. Los trozos era lo que nos importaba, antes… después también, claro… Salvo al llegar. Entonces, su silueta se destacaba sobre el cielo con una nitidez increíble. Me aterraba pensar que nos pudieran ver. Tenía la sensación de que podían vernos como si estuviéramos en pleno día. Se trataba, claro está, de una ilusión. El agua nos cubría hasta la nariz y el submarino estaba sumergido. Incluso tendía a hundirse del todo. Algunas cañas de bambú estaban rajadas. Pero todo ha ido bien. No había luz alguna. Nos deslizamos sin hacer ruido por las tinieblas del puente. Sin el menor golpe. Atamos la balsa a un pilar de las hileras interiores y empezamos a trabajar. El frío entumecía ya nuestros cuerpos.

– ¿Se encontraron con alguna dificultad en particular? -preguntó Warden.

– No, ninguna dificultad «en particular». Es decir, si es que le parece normal una labor de este tipo, Warden…

Hizo una nueva pausa, como hipnotizado por el puente, que todavía el sol iluminaba, con su madera clara despuntando sobre el agua amarillenta.

– Todo esto me parece como un sueño, Warden. Ya he vivido antes esa sensación. Al día siguiente, uno se pregunta si es cierto, si es real, si ha instalado las cargas, si basta de verdad con un pequeño movimiento sobre la palanca del manipulador. Parece completamente imposible… Joyce está allí, a menos de cien yardas de la posición japonesa, detrás del árbol rojizo, mirando el puente. Le apuesto lo que quiera a que no se ha movido de su sitio desde que nos separamos. ¡Piense en todo lo que puede suceder mañana, Warden! Basta con que un soldado japonés se entretenga persiguiendo una serpiente en la selva… No tendría que haberlo dejado solo. Hubiera sido mejor a que hubiera esperado a esta noche para ocupar su puesto.

– Tiene su puñal -dijo Warden-. Todo depende de él. Cuénteme lo que pasó al final de la noche.

Tras una prolongada jornada en el agua, la piel se vuelve tan delicada que el mero contacto con un objeto rugoso es suficiente para lastimarla. Las manos son especialmente frágiles. El mínimo frotamiento basta para arrancar trozos de piel de las manos. La primera dificultad consistió en desanudar las amarras que afianzaban el material sobre la balsa, unas gruesas cuerdas fabricadas por los indígenas y erizadas con punzantes rebabas.

– Le parecerá infantil, Warden, pero en el estado en que nos encontrábamos… Además, había que efectuarlo en el agua y sin el menor ruido… Míreme las manos. Las de Joyce están igual.

Volvió de nuevo su vista hacia el valle. No podía separar su mente de aquel que aguardaba sobre la orilla enemiga. Levantó sus manos al aire y contempló las profundas desolladuras que el sol ya había endurecido. A continuación, retomó su relato con un gesto de impotencia.

Todos llevaban consigo puñales bien afilados, pero los dedos entumecidos dificultaban enormemente su manejo. Por otra parte, aunque elplástico es estable, no es recomendable hurgar en la masa con un objeto metálico. Shears se dio cuenta rápidamente de que los dos tailandeses no les resultaban ya de ninguna utilidad.

– Me lo había temido, y así se lo había hecho saber al muchacho poco antes de embarcar. Sólo podemos contar con nosotros mismos para rematar la misión. Los otros estaban extenuados. No paraban de temblar aferrados a un pilar, así que los mandé de vuelta. Me fueron a esperar al pie de la montaña. Es decir, que me quedé solo con él… En una labor de estas características, Warden, no basta con la resistencia física. El muchacho ha aguantado las penalidades de una manera extraordinaria. Yo, por mi parte, pienso que estaba al límite de mis fuerzas. Me estoy volviendo viejo.

Fueron desatando las cargas una a una, colocándolas luego en el lugar indicado por el plano de destrucción. Tuvieron que luchar constantemente contra la corriente, para que no se los llevara por delante. Agarrándose con los pies a un pilar, introducían elplástico a una profundidad que lo hiciera invisible y, seguidamente, lo modelaban sobre la madera para que el explosivo actuara con toda su potencia. A tientas bajo el agua, lo adherían con esas malditas cuerdas cortantes y pungentes, que dejaban tras de sí sangrientos surcos sobre sus manos. El mero acto de agarrar las amarras y anudarlas se había convertido en un espantoso suplicio. Al final, terminaron sumergiéndose bajo el agua para ayudarse con los dientes.

Esta operación les llevó buena parte de la noche. La siguiente tarea era menos dura, pero más delicada. Los detonadores fueron instalados paralelamente a las cargas. Ahora había que unirlos por un sistema de cordones «instantáneos», para que todas las explosiones fueran simultáneas. Es un trabajo que requiere mucho tiento, ya que un solo error puede causar bastantes problemas. Una «instalación» de destrucción se asemeja a una instalación eléctrica: todos y cada uno de los elementos deben estar en su sitio. En este caso, la instalación era bastante complicada, puesto que Number One, fiel a sus principios, había previsto un amplio margen de seguridad, multiplicando por dos el número de cordones y detonadores. Dichos cordones eran relativamente largos y los trozos de chatarra que servían de lastre a la balsa habían sido montados para hundirlos.

– Bueno, todo está listo y pienso que no nos ha salido demasiado mal. Para asegurarme, di una última vuelta y revisé todos los pilares. Inútil, ya que con Joyce podía estar tranquilo. Nada se moverá de su sitio, se lo garantizo.

Estaban exhaustos, magullados y ateridos, pero su entusiasmo iba en aumento conforme la obra tocaba a su fin. Desmontaron el submarino y fueron soltando las cañas de bambú una a una. Sólo les quedaba dejarse arrastrar ellos también por la corriente y nadar hacia la orilla derecha, uno con la batería en su funda impermeable y el otro devanando el cable, que había sido lastrado también en diversos puntos y se sostenía por una última caña hueca de bambú. Llegaron a tierra justo en el punto señalado por Joyce. La orilla formaba un talud muy escarpado y la vegetación llegaba hasta el borde del agua. Escondieron el cable entre la maleza y se internaron unos diez metros en la selva. Joyce se encargó de instalar la batería y el manipulador.

– Estoy seguro, es allí, detrás de ese árbol rojizo, cuyas ramas caen en el agua -reiteró Shears.

– La cosa se presenta bien -dijo Warden-. El día prácticamente ha llegado a su fin y Joyce no ha sido descubierto. Lo habríamos visto desde aquí. Nadie se ha paseado por esa zona. Tampoco se observa demasiada agitación en torno al campamento. Los prisioneros partieron ayer.

– ¿Partieron ayer los prisioneros?

– Vi a una tropa considerable abandonando el campamento. La fiesta marcó sin duda el final de los trabajos, y estoy seguro de que los japoneses prefieren no tener aquí a hombres desocupados.

– Mejor así.

– Sólo quedan unos pocos. Creo que los lisiados incapaces de caminar… Entonces, Shears, quedamos en que se marchó…

– Sí, me fui. Allí no tenía nada que hacer y el alba estaba al caer. ¡Dios quiera que no lo descubran!

– Tiene el puñal -dijo Warden-… Todo irá bien. La noche está cayendo y el valle del río Kwai ya está a oscuras. Ya casi es imposible que se produzca un accidente.

– «Siempre» hay un accidente imprevisto, Warden. Lo sabe igual de bien que yo. Ignoro la razón oculta, pero nunca he visto un solo caso en que la acción se desarrolle siguiendo el plan establecido.

– Es cierto, yo también me he dado cuenta de ello.

– ¿Qué forma tomará esta vez «ese accidente»?… Bueno, me marché. Todavía guardaba en mis bolsillos una pequeña bolsa de arroz y una cantimplora de whisky, todo lo que quedaba de nuestras provisiones. Puse tanto cuidado en su transporte como con los detonadores. Echamos un trago cada uno y luego le di todo lo que tenía. Me aseguró por última vez que se sentía completamente capaz de hacerlo. Entonces, me fui y lo dejé solo.

IV

Shears escuchó el incesante murmullo que el río Kwai destilaba a través de la selva de Tailandia y se sintió extrañamente angustiado.

Esa mañana no pudo reconocer ni la intensidad ni el ritmo de aquella compañía continua de sus pensamientos y sus actos, compañía con la que ahora se había familiarizado. Permaneció durante un buen momento inmóvil e inquieto, con todas sus facultades en alerta. Otros factores indefinibles del ambiente material se revelaron poco a poco incomprensiblemente extraños.

Tenía la sensación de que ese entorno, ese hábitat que había penetrado en su ser, al cabo de una noche en el agua y una jornada sobre la cima de la montaña, había sufrido una transformación. Todo comenzó poco antes del amanecer. Primero sintió un inexplicable asombro, seguido de un desasosiego causado por una extraña impresión. Dicha impresión fue invadiendo gradualmente su ser consciente, por el camino de los sentidos ocultos, hasta transformarse en una idea, aún confusa, pero que buscaba desesperadamente una expresión cada vez más precisa. En las primeras luces del día, sólo era capaz de formularla con esta frase: «Hay algo que ha cambiado en la atmósfera que envuelve al puente y al río Kwai».

– Hay algo que ha cambiado…

Repitió esas palabras en voz baja. El sentido especial de la «atmósfera» no le engañaba casi nunca. Su malestar se fue agravando hasta convertirse en profunda desazón, que intentó disipar a base de razonamientos.

– Claro que hay algo que ha cambiado. Eso es natural. La música es diferente según el punto donde se escucha. Ahora me encuentro en el bosque, al pie de la montaña. El eco no es el mismo que sobre una cumbre o en el agua… Si esta misión continúa mucho tiempo más, voy a acabar escuchando voces…

Echó un vistazo a través de la vegetación, sin observar nada de particular. La luz del alba apenas iluminaba el río. La orilla opuesta aún no era más que una masa compacta y gris. Se obligó a sí mismo a pensar únicamente en el plan de batalla y en la posición de los diferentes grupos que esperaban el inicio de la acción. Ésta se anunciaba próxima. Había bajado durante la noche del punto de observación con cuatro partisanos, que se apostaron en los emplazamientos escogidos por Warden, no muy lejanos y ligeramente elevados respecto a la vía férrea. Por su parte, Warden permaneció arriba, acompañado de los otros dos tailandeses, junto a los morteros. Desde ese punto dominaba el escenario, también él presto a intervenir tras el gran golpe. Así lo había decidido Number One. Había conseguido convencer a su amigo de que se precisaba en cada puesto importante un jefe, un europeo, para tomar decisiones, en caso necesario. Es imposible prever todo y dar órdenes definitivas por adelantado. Warden acabó cediendo. En cuanto al tercer elemento, el más importante, toda la acción dependía de él. Joyce llevaba en su puesto más de veinticuatro horas, justo enfrente de Shears, esperando el tren. El convoy había salido por la noche de Bangkok. Un mensaje lo había anunciado.

– Hay algo que ha cambiado en la atmósfera…

En ese momento, el tailandés a cargo del fusil ametrallador también mostró signos de nerviosismo y se incorporó sobre las rodillas para examinar el río.

El desasosiego de Shears no se disipaba. La impresión seguía buscando en todo momento una expresión más precisa, al tiempo que se escurría de todo análisis. La mente de Shears se empleaba a fondo sobre ese irritante misterio.

El ruido ya no era el mismo; eso lo podía jurar. Un hombre de la profesión de Shears graba instintiva y muy rápidamente la sinfonía de los elementos naturales, cosa que ya le había resultado útil en dos o tres ocasiones. El borboteo de los remolinos, el peculiar chisporroteo de las moléculas de agua en contacto con la arena, el crujido de las ramas doblegadas por la corriente, todo ello junto componía esa mañana un concierto diferente, menos sonoro, o bien, sin lugar a dudas, menos sonoro que la víspera. Shears se preguntó seriamente si no estaba volviéndose loco, o si sus nervios no se encontraban en muy buen estado.

No era posible, sin embargo, que el tailandés se hubiera vuelto sordo al mismo tiempo. Además, la cosa no quedaba ahí. Súbitamente otro elemento de la impresión sobre sus sentidos se le apareció en la mente. El olor también era diferente. El olor del río Kwai no era el mismo esa mañana. Era un efluvio dominado por exhalaciones de fango húmedo, muy similar al percibido al borde de un estanque.

– ¡River Kwai down! [2]-exclamó repentinamente el tailandés.

Conforme la luz empezaba a desvelar los detalles de la orilla de enfrente, Shears tuvo una brusca revelación. El árbol, el gran árbol rojizo, tras el que se ocultaba Joyce: sus ramas ya no tocaban el agua. El río Kwai había bajado. Su nivel había descendido por la noche. ¿Cuánto? ¿Tal vez un pie? Ahora emergía ante el árbol, bajo el talud, una playa de cantos rodados, aún salpicados con gotas de agua, brillantes bajo la luz del sol naciente.

En el instante siguiente a su descubrimiento, Shears sintió una gran satisfacción por haber encontrado la explicación a su malestar y recuperar la confianza en sus nervios. Su sensación no le había engañado. Aún no se había vuelto loco. Los remolinos eran diferentes ahora, tanto los del agua como los del viento que la cubría. Efectivamente, toda la atmósfera se había visto afectada. El nuevo terreno, todavía húmedo, era el que emanaba ese olor a fango.

Las catástrofes nunca se revelan instantáneamente. La inercia de la mente precisa cierto tiempo. Shears fue descubriendo, una a una, las fatales implicaciones de ese banal acontecimiento.

– ¡El río Kwai ha bajado de nivel! Delante del árbol rojizo, ahora hay visible una extensa superficie plana, que ayer se encontraba sumergida. El cable… el cable eléctrico… -dijo Shears, dejando escapar una obscena exclamación-. ¡El cable!

Entonces sacó sus prismáticos y escudriñó ávidamente el espacio sólido que había surgido durante la noche.

El cable estaba allí. Ahora había una larga sección a la intemperie. Shears la recorrió con su mirada, desde el borde del agua hasta el talud. Una línea oscura y jalonada por las briznas de hierba que la corriente había dejado enganchadas en ella.

En cualquier caso, no llamaba demasiado la atención. La había descubierto porque había ido en su busca. Podía pasar desapercibida, siempre y cuando ningún japonés anduviera por allí… Por el contrario, la orilla, que antes era inaccesible, ahora se había convertido en una playa continua, bajo el talud, que se prolongaba, probablemente… hasta el puente (desde ese punto no se veía el puente), una playa que, de acuerdo a la mirada furiosa de Shears, parecía invitar a los paseantes. Ahora bien, los japoneses, a la espera del tren, estaban seguramente entretenidos con ocupaciones que les impedían ir a deambular a la orilla del agua. Shears se secó la frente.

La acción nunca se amolda exactamente al plan establecido. Siempre, a última hora, un incidente trivial, incluso grotesco, viene a trastornar hasta el programa mejor preparado. Number One se reprochó no haber previsto el descenso del nivel del río, como si de una negligencia criminal se tratara. ¡Tenía justamente que haber ocurrido esa noche, no la noche siguiente, ni dos noches antes!

– Esa playa descubierta, sin una mata de hierba, desnuda, desnuda como la verdad, hace daño a los ojos. El río Kwai ha debido de bajar bastante. ¿Un pie? ¿Dos pies? ¿Acaso más?… ¡Dios mío!

Shears sintió un repentino desfallecimiento y se agarró a un árbol para ocultar al tailandés el temblor de sus miembros. Era la segunda vez en su vida que sufría una conmoción de esas características. La primera fue al sentir correr por sus dedos la sangre de un enemigo. Su corazón, entonces, dejaba realmente de latir y todo su cuerpo secretaba un sudor gélido.

– ¿Dos pies? ¿Acaso más?… ¡Dios Todopoderoso! ¡Las cargas! ¡Las cargas deplástico sobre los pilares del puente!

V

Tras el silencioso apretón de manos de Shears, Joyce, solo en su puesto, estuvo un buen rato en un evidente estado de atolondramiento. La certeza de no depender más que de sus propias fuerzas, a partir de ese momento, se le subía a la cabeza como los vapores del alcohol. Su cuerpo permanecía insensible al cansancio de la noche pasada y al frío gélido de su ropa empapada de agua. Nunca antes había tenido esa sensación de poder y dominio que proporciona el aislamiento absoluto, sobre una cima o entre tinieblas.

Cuando hubo recuperado conciencia de su situación, se vio obligado a razonar lógicamente para resolver la realización de varias operaciones necesarias antes del inminente amanecer, y de esa forma no estar a merced de un posible desfallecimiento. Si no se le hubiera ocurrido esta idea se hubiera quedado así, inmóvil, apoyado contra un árbol, con la mano sobre el manipulador y la mirada en dirección al puente, aquel puente cuyo tablero negro se destacaba en un rincón del cielo estrellado, por encima de la masa opaca de matorrales bajos, a través del follaje menos tupido de los grandes árboles. Ésa era la posición que instintivamente había adoptado tras la marcha de Shears.

Se incorporó, se quitó las prendas que llevaba, las retorció y se frotó su cuerpo aterido. Luego, se puso de nuevo los pantalones cortos y la camisa que, aunque húmedos, le protegían del aire frío del alba. Comió todo lo que pudo del arroz que Shears le había dejado y echó un buen trago de whisky. Había estimado que era demasiado tarde para salir de su escondrijo en busca de agua. Utilizó una parte del alcohol para limpiar las heridas que cubrían su cuerpo. Seguidamente, volvió a sentarse al pie del árbol y se puso a esperar. No ocurrió nada durante ese día, algo que él ya había previsto. El tren no llegaría hasta el día siguiente pero, en el lugar en que se encontraba, tenía la sensación de poder dirigir el curso de los acontecimientos.

Vio japoneses sobre el puente en varias ocasiones. No parecían albergar sospecha alguna y ninguno miró hacia donde estaba. Como hiciera en su sueño, se fijó un punto sencillo sobre el tablero que le sirviera de referencia, un travesaño de la barandilla, alineado con él y con una rama muerta. Ese punto indicaba la mitad de la longitud total del puente, es decir, el inicio mismo del recorrido fatal. Cuando la locomotora lo alcanzara, incluso unos pies antes, apretaría con todas sus fuerzas el mango del manipulador. Había desconectado el cable y, siguiendo en su mente la locomotora imaginada, ensayó más de veinte veces ese simple movimiento, con el fin de hacerlo instintivo. El aparato funcionaba bien. Lo había limpiado y secado meticulosamente, procurando quitar hasta la última mancha. Sus reflejos se encontraban también en perfecto estado.

El día transcurrió con rapidez. Llegada la noche, descendió del talud, se dio varios tragos generosos de agua fangosa, llenó su cantimplora y regresó a su escondrijo. Sin cambiar de posición, sentado contra el árbol, se permitió dormitar un poco. Si, en contra de lo previsto, el horario del tren era modificado, lo oiría venir. De eso estaba seguro. Durante la estancia en una selva, uno se habitúa muy rápidamente a permanecer inconscientemente vigilante ante la posible presencia de animales.

Dio unas breves cabezadas, interrumpidas por largos períodos de vigilia. En su sueño y su vigilia se alternaban extrañamente jirones de la aventura presente con recuerdos de ese pasado evocado ante Shears, antes de embarcarse en el río.

Se encontraba en la polvorienta oficina de proyectos, donde había pasado algunos de los años más importantes de su existencia en interminables horas de melancolía, delante de una hoja de diseño, iluminada por un proyector, sobre la que había trabajado durante sempiternas jornadas. La vigueta, esa pieza de metal que nunca había contemplado en la realidad, desplegaba sobre el papel las representaciones simbólicas en dos dimensiones que habían acaparado su juventud. La planta, el perfil, la elevación y las múltiples secciones aparecían ante sus ojos, con todos los detalles de las nervaduras, cuya experta distribución había hecho posible el ahorro de una libra y media de acero, después de dos años de tanteos a oscuras.

Sobre esas imágenes, contra esas nervaduras, se superponían ahora unos pequeños rectángulos oscuros, similares a los que Warden había trazado junto a los veinticuatro pilares en el diseño a gran escala del puente. El título, cuya composición le había ocasionado dolorosos calambres en cada una de las innumerables pruebas, se dilataba con su letra redonda, para seguidamente nublarse a la vista. Él trataba en vano de seguir las letras, pero éstas se dispersaban por toda la hoja para, finalmente reagruparse y formar una palabra nueva, como ocurre a veces en las películas sobre la pantalla de cine. Esta palabra nueva era «destrucción», en letras grandes y negras, con la tinta brillante reflejando la luz del proyector. Esa palabra borraba todos los demás símbolos y se imprimía en la pantalla de su alucinación.

Dicha visión no le obsesionaba verdaderamente. La podía conjurar a voluntad. Bastaba con que abriera los ojos. El rincón de la noche donde se imprimía en la oscuridad el puente sobre el río Kwai conjuraba los espectros polvorientos del pasado y lo reconducía a la realidad, a su realidad. Su vida ya no sería la misma después de ese acontecimiento. Ya empezaba a saborear los filtros del éxito al reconocer su propia metamorfosis.

Muy de mañana, prácticamente al mismo tiempo que Shears, empezó a sentir también él un malestar, originado por un cambio en las emanaciones perceptibles del río Kwai. La alteración había sido tan gradual que no reparó en ella en su período de adormecimiento. Desde su madriguera sólo divisaba el tablero del puente. El río no lo veía, pero estaba seguro de no equivocarse. Esa convicción le angustió a tal punto que determinó necesario salir de su inactividad. Arrastrándose entre la maleza en dirección al agua, consiguió llegar hasta la última cortina de vegetación, desde donde se puso a observar. Al descubrir el cable eléctrico sobre la playa de cantos rodados entendió la causa de su agitación.

Siguiendo las mismas etapas que Shears, su ser fue elevándose progresivamente hasta la contemplación del desastre irreparable y sintió un similar desmoronamiento en su estado físico al pensar en las cargas de plástico. Desde su nueva posición podía divisar los pilares, bastaba con alzar la vista. Tuvo que obligarse a sí mismo a realizar ese movimiento.

Necesitó un largo momento de contemplación para evaluar el nivel de riesgo que suponía la barroca transformación del río Kwai. Ni siquiera tras el minucioso examen, fue capaz de calibrarlo exactamente, entre accesos alternativos de esperanza y angustia mientras seguía el juego de los millares de ondas que la corriente creaba en torno al puente. Tras un primer vistazo, una efusión de optimismo voluptuoso aplacó sus nervios, convulsionados por el horror del primer pensamiento. El nivel del río no había bajado tanto. Las cargas se encontraban todavía bajo el agua.

… Al menos ésa era la impresión desde su puesto, que no era nada elevado. Pero, ¿y desde lo alto? ¿Y desde el puente?… E incluso desde ese punto… Esforzándose un poco más, ahora podía ver una ola bastante gruesa, similar a la que originan a ras del agua los restos naufragados de un navío, una ola alrededor de los pilares que tan bien conocía, de esos pilares en los que había dejado incrustados jirones de su propia carne. No tenía derecho a hacerse ilusiones. Las olas en torno a dichos pilares concretos eran más grandes que las del resto… Y en uno de ellos le parecía poder distinguir por momentos una esquina de materia oscura que resaltaba sobre la madera de color claro y emergía a veces como el lomo de un pez para, al instante siguiente, no dejar tras de sí más que un remolino. Las cargas se encontraban seguramente a ras de la superficie líquida. Un centinela atento sería capaz de descubrir, con toda seguridad, las cargas de las hileras exteriores, con sólo asomarse un poco por encima de la barandilla.

El río quizá descendiera aún más. Tal vez, en un momento, las cargas serían totalmente visibles para todo el mundo, aún chorreantes de agua y refulgientes bajo la luz brutal del cielo de Tailandia… El absurdo grotesco de ese panorama le heló la sangre. ¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo faltaba?… El sol comenzaba en esos momentos a resplandecer sobre el valle y el tren tardaría al menos diez horas más. Su paciencia, su trabajo, sus denuedos, sus sufrimientos, todo se volvía súbitamente caricaturesco y casi ridículo con la fantasía inhumana de la arroyada sobre la alta montaña. El éxito del gran golpe, por el que había sacrificado a una sola carta todas sus desdeñadas reservas de vitalidad y energía, ahorradas durante años de resignación, estaba en juego, y ahora se resolvía en una balanza insensible a las aspiraciones de su ser. Su destino debía decidirse en los minutos que le separaban de la llegada del tren. Se decidiría fuera de su alcance, en un plano superior, tal vez conscientemente, pero en una mente extraña, implacable y desatenta al impulso que había dirigido sus acciones, una mente que dominaba los asuntos humanos desde tan alto que no se dejaba aplacar por ninguna voluntad, ningún ruego, ninguna desesperanza.

La certeza de que el eventual descubrimiento de los explosivos no dependía ya de sus esfuerzos le dio paradójicamente un poco de calma. Se prohibió a sí mismo pensar en ello o aferrarse a algún deseo. No tenía derecho a malgastar ni una porción de su energía en acontecimientos que se desarrollaban en un universo trascendente. Debía olvidarse de ello y concentrar todos sus recursos en los elementos que todavía se encontraban dentro de los límites de su capacidad de intervención. En dichos elementos, y no en otros, tenía que emplearse realmente a fondo. La acción aún era posible y era necesario que previera su eventual desarrollo. Siempre reflexionaba sobre el procedimiento a adoptar a continuación, una cualidad que no le pasó desapercibida a Shears.

Si las masas deplástico eran descubiertas, el tren sería detenido antes del puente. En ese caso, accionaría el mango del manipulador antes de que lo descubrieran a él. Los daños serían reparables y la misión se saldaría con un fracaso a medias, pero era lo máximo a lo que podía aspirar.

La situación era diferente con respecto al cable eléctrico, que sólo era visible por un ser humano que descendiera a la playa y se acercara a varios pasos de él. Entonces sólo quedaría una posibilidad, la de una acción personal. Tal vez en ese instante no hubiera ningún testigo sobre el puente, ni en la orilla opuesta. Además, el talud ocultaba la playa a los japoneses del campamento. El hombre probablemente titubearía antes de dar la voz de alarma, momento que Joyce debía aprovechar para actuar, con toda rapidez. Por ello, era fundamental no perder de vista ni la playa ni el puente.

Tras deliberar un momento más, regresó a su anterior escondrijo para llevarse sus aparatos a este nuevo puesto, situado detrás de una delgada pantalla de vegetación, desde donde podría observar tanto el puente como el espacio desnudo por el que pasaba el cable. Se le ocurrió una idea. Se quitó los pantalones cortos y la camisa, quedándose en calzoncillos. Así era prácticamente el uniforme de trabajo de los prisioneros. Si lo vieran desde lejos, podría pasar por uno de ellos. Colocó entonces con cuidado el manipulador y se arrodilló. Sacó su puñal del estuche. Depositó sobre la hierba, a su lado, ese importante accesorio de su equipamiento, ese elemento que siempre formaba parte de las expediciones de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» y, sin más, se dispuso a esperar.

El tiempo pasaba a un ritmo desesperantemente lento, refrenado, amortiguado, como la corriente decrecida del río Kwai, un tiempo cuyos segundos eternos eran medidos por Joyce a través del murmurar apagado de las moléculas de agua, esas moléculas que mordisqueaban imperceptiblemente los arriesgados momentos venideros, acumulando en el pasado unos instantes de seguridad inestimables, pero infinitesimales y en trágica desproporción con respecto a sus deseos. La luz del trópico invadía el húmedo valle, haciendo brillar la arena negra, impregnada de agua, del terreno recientemente descubierto. Tras recortar algunos travesaños de la superestructura del puente, el sol, que hasta hacía un momento permanecía oculto por el tablero, se elevaba ahora por encima de esa barrera, proyectando justo delante de él la sombra gigantesca de una obra humana. Esa barrera trazaba sobre la playa de guijarros una línea recta, paralela al cable, que se deformaba en el agua, adquiriendo movilidad en una multitud de ondulaciones para, por último, fundirse al otro lado del río con el macizo montañoso. El calor endurecía las desolladuras de sus manos destrozadas y hacía atrozmente lacerantes las heridas de su cuerpo, sobre las que se cebaban legiones de hormigas multicolores. Sin embargo, el sufrimiento físico no le distraía en sus pensamientos, sino que se limitaba a acompañar dolorosamente a la obsesión que, desde un momento atrás, torturaba su mente.

Joyce se sintió presa de una nueva angustia al verse abocado a precisar las formas necesarias de la operación, en caso de que a la hora decisiva para su destino se tropezara con un suceso determinado… Un soldado japonés, atraído por la playa de piedras, paseándose despreocupadamente por la orilla. Al ver el cable tendría una reacción de asombro. Se detendría. Se agacharía para cogerlo y permanecería un momento inmóvil. En ese momento, él, Joyce, debía intervenir. Era indispensable que recreara de antemano sus movimientos. ¡Le daba demasiadas vueltas a las cosas!, eso era lo que le había dicho Shears…

Evocar dicha acción bastaba para agarrotar sus nervios y paralizar todos y cada uno de sus músculos. En caso necesario, no debía sustraerse a la maniobra. Tenía la sensación de que se vería obligado a realizar ese acto, que le habían preparado para ello desde hacía mucho tiempo y que era la conclusión natural de las peripecias que convergían ineludiblemente en aquel último examen de sus opciones. La prueba más temida de todas, una prueba repugnante que podía arrojar sobre uno de los platillos de la balanza, una prueba lo suficientemente pesada de sacrificio y horror que por sí misma bastaría para inclinar ese astil hacia la victoria, arrancándole ésta al pegajoso peso de la fatalidad.

Aguzó todas las células de su cerebro en pos de esa realización final, repasando febrilmente todas las enseñanzas recibidas y tratando de entregarse en cuerpo y alma a la dinámica de su ejecución, aunque sin poder conjurar la alucinación de las consecuencias inmediatas.

Recordó entonces la ansiosa pregunta que su jefe le había hecho: «Llegado el momento, ¿sería capaz de utilizar ese instrumento, a sangre fría?». Esa pregunta desazonó su instinto y su buena fe, por lo que no pudo dar una respuesta categórica. A la hora de embarcar en el río, se había mostrado convencido. Ahora no estaba seguro de nada.

Contempló el arma que yacía sobre la hierba, junto a él. Era un puñal de hoja larga y afilada, con una empuñadura bastante corta, lo suficiente para permitir un cómodo agarre. La empuñadura era metálica y formaba un solo bloque, bastante pesado, con la hoja. Los expertos técnicos de la Unidad 316 habían modificado en diversas ocasiones tanto su forma como su perfil. Las instrucciones recibidas eran claras. No bastaba con agarrar fuertemente la empuñadura y asestar puñaladas sin ton ni son. Eso era demasiado fácil y estaba al alcance de cualquier persona. Toda destrucción requiere una técnica. Sus instructores le habían enseñado dos maneras de utilizar el puñal. En defensa propia, cuando un adversario se lanzaba contra él, había que sujetarlo por delante, con la punta ligeramente empinada, el filo hacia arriba y atacando siempre de abajo arriba, como para destripar a un animal. Ese movimiento no le resultaba especialmente difícil; es probable que hubiera procedido así de forma instintiva. Pero aquí se trataba de otra cosa. Ningún enemigo se iba a abalanzar sobre él, por lo que no tendría necesidad de defenderse. En el desenlace que sentía como inminente, debería emplear el segundo método. Éste no precisaba mucha fuerza, pero sí habilidad y una espantosa sangre fría. Era el método que se les recomendaba a los alumnos para liquidar por la noche a un centinela, sin que éste tuviera el tiempo o la posibilidad de dar la voz de alarma. Había que atacar por detrás, pero no contra la espalda (¡eso hubiera resultado demasiado sencillo!). Lo que había que hacer era rajarle el cuello.

El puñal se prendía con la mano invertida, las uñas hacia abajo y el pulgar tendido sobre el nacimiento de la hoja, para una máxima precisión. La hoja debía situarse en posición horizontal y perpendicular al cuerpo de la víctima. La puñalada se asestaba de derecha a izquierda, con firmeza, pero evitando la violencia excesiva, que podría desviarla. Había que dirigirla hacia un punto concreto, a varios centímetros por debajo de la oreja. Se apuntaba y había que acertar sobre él, no servía cualquier otro. En eso consistía la operación. Ésta incluía otros movimientos, complementarios pero igualmente importantes, movimientos a efectuar en el instante inmediatamente siguiente a la penetración. No obstante, Joyce no se atrevía siquiera a rememorar en voz baja los consejos recibidos a ese respecto por parte de los instructores de Calcuta, consejos que no carecían de un punto de humor.

Joyce no era capaz de conjurar la visión de las consecuencias inmediatas de esta última acción. Así pues, se forzó a contemplar su imagen, elaborarla y precisar su relieve y su abominable color. Se obligó a sí mismo a analizar los aspectos más horrendos, con la vana esperanza de hartarse y alcanzar así el distanciamiento que inspira la costumbre. Recreó la escena diez veces, veinte veces, logrando reconstruir poco a poco, no ya un fantasma o una vaga representación interior, sino un ser humano que se encontraba ante él, en la playa, un soldado japonés en uniforme, de carne y hueso, con su peculiar gorra, de la que sobresalían las orejas y, un poco más abajo, la pequeña superficie de carne oscura, sobre la que apuntaría mientras alzaba, sin hacer ruido, su brazo semitenso. Se forzó a sentir la resistencia ofrecida por el cuello de la víctima, a medirla, a observar cómo brotaba la sangre y el espasmo resultante mientras el puñal, en el eje de su puño apretado, se empleaba a fondo en las operaciones complementarias, y su brazo izquierdo, doblado enérgicamente, le oprimía el cuello. Joyce estuvo revolcándose durante un momento eterno en el horror más profundo que era capaz de imaginar. Se esforzó de tal manera en entrenar su cuerpo para que fuera un simple mecanismo obediente e insensible, que acabó con un cansancio demoledor en todos sus músculos.

Todavía no se sentía seguro de sí mismo. Comprendió con espanto que su método de preparación era ineficaz. La idea de fallar le obsesionaba con tanta intensidad como la contemplación de su deber. Debía escoger entre dos atrocidades. Esta última opción, ignominiosa, difundiría en una eternidad de vergüenza y remordimientos la misma suma de horrores que la primera de ellas, la cual los concentraba en los pocos segundos que durara la abominable acción. La segunda posibilidad era pasiva y no exigía más que una inmóvil cobardía, algo que le fascinaba cruelmente por la perversa seducción que ejerce la sencillez. Finalmente comprendió que nunca sería capaz de realizar a sangre fría y en estado de plena conciencia la acción que se obstinaba a recrear. Así pues, tenía que conjurarla de su ser a toda costa, hallar un derivativo, un excitante o un estupefaciente que lo introdujera en otra esfera de la realidad. Necesitaba una ayuda diferente al sentimiento gélido que le producía ese horrible deber.

¿Una ayuda exterior…? Dio vueltas sobre sí mismo con la mirada implorante. Estaba solo, desnudo, en tierra extranjera, oculto en la maleza como un animal selvático y rodeado de enemigos de todo tipo. Su única arma era ese puñal monstruoso que le quemaba la palma de la mano.

Buscó vanamente un aliado en algún elemento de ese escenario que había encendido su imaginación, pero ahora todo le era hostil en el valle del río Kwai. La sombra del puente se iba alejando por cada minuto que pasaba. Dicha construcción no era más que una estructura inerte y carente de valor. No podía esperar auxilio alguno. Se había quedado sin alcohol e, incluso, sin arroz. Hubiera sentido un gran alivio tragando cualquier cosa.

La ayuda no podía llegarle del exterior. Había sido abandonado a su suerte. Ése había sido su deseo, y su realización le causó regocijo. Depender de sí mismo le había hecho sentirse orgulloso y eufórico, unas emociones que creía invencibles. Ahora éstas no podían desintegrarse de golpe y dejarle tirado, cual un mecanismo con el motor estropeado… Cerró los ojos al mundo circundante y dirigió su mirada hacia sí mismo. Si había alguna posibilidad de salvación, la encontraría ahí, no en la tierra o en los cielos. En el trance en que se encontraba, el único rayo de esperanza que podía vislumbrar estaba en el hipnotizante centelleo de imágenes internas provocado por el efecto embriagador de las ideas. La imaginación era su refugio, lo cual ya había inquietado a Shears. Warden, más prudente, no había resuelto si ello era una cualidad o un defecto.

Combatir los maleficios de la obsesión con el antídoto de la obsesión voluntaria; proyectar la película donde habían quedado grabados los símbolos representativos de su capital espiritual; escrutar con furia inquisitiva todos los espectros de su universo mental; revolver apasionadamente entre esos testimonios inmateriales de su existencia, hasta descubrir una figura lo suficientemente absorbente para colmar todo el dominio de su conciencia, sin dejar intersticio alguno. Pasó revista febrilmente. El odio al japonés y el sentimiento del deber eran excitantes irrisorios, que ningún escenario lo suficientemente nítido contenía. Pensó en sus superiores, en sus amigos, que habían depositado en él toda su confianza y le aguardaban en la otra orilla. Eso tampoco era lo bastante real, sino únicamente lo suficiente para arrastrarle a sacrificar su propia vida. Hasta la euforia del éxito resultaba ahora estéril. Quizá debiera representarse la victoria bajo una forma más palpable que la de la aureola semiiluminada, cuya pálida irradiación ya no encontraba ningún elemento material al que acogerse.

Una imagen atravesó súbitamente su mente, una imagen que resplandeció con luz pura lo que dura un relámpago. Incluso antes de identificarla, intuyó que era lo suficiente importante como para encarnar una esperanza. Se esforzó por reconocerla y brilló de nuevo. Se trataba de la alucinación de la noche anterior: la hoja de diseño bajo el proyector, con las innúmeras representaciones de la vigueta sobre las que se superponían rectángulos oscuros, esa hoja dominada por un título en letra redonda, que componía interminablemente una palabra en caracteres grandes y relucientes: «destrucción».

Ahora la alucinación ya no se extinguía. A partir del momento en que, reclamado por su instinto, se hizo amo victorioso de su espíritu, sintió que sólo ésta era lo bastante consistente, completa y poderosa como para ayudarle a sublimar las repugnancias y temblores de su mísera carcasa. Era embriagadora como el alcohol y tranquilizadora como el opio. Se dejó invadir por ella y puso gran cuidado en no dejarla escapar.

En medio de ese estado de hipnosis voluntaria, divisó sin asombro varios soldados japoneses sobre el puente del río Kwai.

VI

Shears advirtió la presencia de los soldados japoneses y cayó en un nuevo estado de zozobra.

El tiempo transcurría también para él a un ritmo implacablemente lento. Había conseguido recomponerse tras la inquietud que le había causado la evocación de las cargas. Dejó a los partisanos en su puesto y subió un poco por la pendiente. Se detuvo en un punto que ofrecía una vista de conjunto del puente y el río Kwai. Detectó y examinó con ayuda de los prismáticos las pequeñas olas que se formaban en torno a los pilares. Le pareció ver emerger y desaparecer un trozo de materia oscura, siguiendo el juego del remolino. Llevado por los reflejos, por la necesidad, por el deber, empezó a reflexionar sobre una eventual intervención personal con el fin de remediar ese revés del destino. «Siempre se puede hacer algo, siempre hay una acción que se puede intentar», afirmaban los mandos de la Unidad 316. Por primera vez desde que iniciara la práctica de esa profesión, a Shears no se le ocurrió nada y maldijo su impotencia.

La suerte estaba echada en lo que a él concernía. Algo similar le ocurría a Warden, que desde las alturas sin duda pudo constatar también esa perfidia del río Kwai, sin poder hacer nada al respecto. ¿Y Joyce? ¿Se había dado cuenta del cambio? ¿Quién le podía asegurar que contaría con la voluntad y los reflejos que requieren las situaciones extremas? Shears, que en el pasado había tenido ocasión de evaluar la magnitud de los obstáculos a superar en casos similares, se reprochó amargamente no poder ocupar el lugar de Joyce.

Pasaron dos horas eternas. Desde el punto en que se encontraba, se distinguían los alojamientos del campamento. Shears observó el ir y venir de los soldados japoneses en uniforme de gala. Había toda una compañía situada a unos cien metros del río, a la espera del tren, para rendir honores a las autoridades encargadas de inaugurar la línea. Quizá los preparativos de dicha ceremonia sirvieran para desviar la atención de los japoneses. Él se agarraba a esa esperanza, pero una patrulla japonesa proveniente del puesto de guardia fue en dirección al puente.

Los hombres, precedidos por un sargento, tomaron posiciones sobre el tablero del puente, en dos filas a ambos lados de la vía. Caminaban a paso lento, con aspecto indiferente y el fusil apoyado descuidadamente sobre el hombro. Su misión era echar una última ojeada antes de que pasara el tren. De vez en cuando, uno de ellos se detenía y se asomaba por la barandilla. Era evidente que sus movimientos venían determinados por la conciencia profesional y las instrucciones recibidas. Shears creyó ver en su exploración una carencia absoluta de convencimiento, lo que probablemente era cierto. No cabía la posibilidad de ningún accidente en el puente sobre el río Kwai, un puente que habían visto construir ante sus propios ojos en ese valle perdido del mundo.

– Miran sin ver -se repetía a sí mismo mientras seguía su avance.

Cada uno de los pasos de los soldados retumbaba en su cabeza. Se esforzó por no quitarles ojo ni un momento, espiando los menores movimientos de su recorrido, al tiempo que en su corazón se esbozaba inconscientemente una vaga plegaria dirigida a un dios, un demonio o cualquier otra potencia misteriosa, en caso de que existiera. A cada segundo calculaba mecánicamente su velocidad y la fracción de puente barrida. Sobrepasaron la mitad del puente. El sargento, apoyado contra la barandilla, se dirigió al soldado más a mano, señalando hacia el río con el dedo. Shears se tuvo que morder la mano para no gritar. El sargento comenzó a reír. Probablemente comentaba la bajada de nivel. A continuación, se marcharon.

Shears había acertado: miraban pero sin ver. Tuvo la sensación de que acompañándoles con la mirada había ejercido una especie de influencia sobre la capacidad de percepción de los japoneses, un fenómeno de sugestión a distancia. El último hombre abandonó el puente. Nadie había sospechado nada…

Pero volvieron. En esta ocasión recorrieron el puente en sentido inverso, con la misma apariencia de desenvoltura. Uno de ellos se asomó, con toda la parte superior de su cuerpo, por encima de la sección de riesgo y retomó seguidamente su puesto en la patrulla.

Atravesaron todo el puente. Shears se secó el sudor de la cara. Entonces, se alejaron.

– No han visto nada -repitió mecánicamente en voz baja, para convencerse mejor del milagro.

Los acompañó celosamente y no los perdió de vista hasta que volvieron a unirse a su compañía. Antes de dejarse arrastrar por una nueva esperanza, un extraño sentimiento de orgullo le atravesó la mente.

– En su lugar -murmuró-, yo no hubiera sido tan negligente. Cualquier soldado inglés habría descubierto el sabotaje… En fin, el tren no puede estar lejos.

Como si de una respuesta a este último pensamiento se tratara, oyó entonces unas voces roncas dando órdenes en la orilla enemiga y, acto seguido, se produjo un tumulto entre los soldados. Shears dirigió su mirada a lo lejos. En el horizonte, del lado de la llanura, una pequeña nube de humo negro delataba al primer convoy japonés que atravesaba Tailandia, el primer tren cargado de tropas, munición y eminentes generales japoneses, a punto de pasar por el puente sobre el río Kwai.

El corazón de Shears se ablandó. Sus ojos comenzaron a verter lágrimas de agradecimiento a las potencias misteriosas.

– Ya nadie nos puede parar los pies -dijo, siempre en voz baja-. Lo imprevisto ha agotado sus últimas opciones. El tren estará aquí en veinte minutos.

Dominando su exaltación, volvió a bajar al pie de la montaña para hacerse con el mando del grupo de cobertura. Mientras avanzaba agachado entre la vegetación, cuidadoso de no revelar su presencia, no pudo adivinar sobre la orilla de enfrente la presencia de un oficial de elegante figura, en uniforme de coronel inglés, aproximándose al puente.

En el mismo momento en que Number One regresaba a su puesto, con el ánimo aún convulsionado por esa cascada de emociones y con todos sus sentidos ya absorbidos por la percepción prematura de un estruendo deslumbrante, acompañado de llamas y ruinas como pruebas materiales del éxito, el coronel Nicholson puso su pie sobre el puente del río Kwai.

En paz con su conciencia, con el Universo y con Dios, los ojos más claros que el cielo del trópico después de una tormenta, disfrutando por todos los poros de su piel roja del descanso bien merecido que se concede al buen artesano tras un arduo trabajo, satisfecho de haber superado los obstáculos a fuerza de coraje y perseverancia, orgulloso de la obra realizada por él y sus soldados en ese rincón perdido de Tailandia, que ahora le parecía casi territorio anexionado, el espíritu contento ante la idea de haber procedido de forma digna con sus ancestros y de haber añadido un episodio poco común a la leyenda occidental de los constructores de imperios, firmemente convencido de que nadie podía haberlo hecho mejor que él, parapetado en la certeza de la superioridad de los hombres de su raza en todos los ámbitos, feliz de haber logrado demostrar esto último de forma manifiesta en seis meses, henchido de ese alborozo que sirve para compensar todos los sufrimientos del jefe cuando el resultado triunfal está al alcance de la mano, saboreando en pequeñas dosis el vino de la victoria, convencido de la alta calidad de la construcción y deseoso de evaluar por última vez, él solo, todas las perfecciones acumuladas por el esfuerzo y la inteligencia, antes de la apoteosis e, igualmente, efectuar una última inspección, el coronel Nicholson avanzó con pasos majestuosos por el puente sobre el río Kwai.

La mayoría de los prisioneros y la totalidad de los oficiales se habían marchado dos días antes, a pie, en dirección a un punto de reunión, desde donde serían enviados a Malasia, a las islas o a Japón, con objeto de realizar allí otros trabajos. El ferrocarril había sido finalizado. La fiesta que Su Graciosa Majestad Imperial de Tokio había autorizado e impuesto a todos los grupos de trabajo de Birmania y Tailandia sirvió para marcar el término de las obras.

La celebración adquirió una mayor cota de fastos en el campamento del río Kwai. El coronel había insistido en que fuera así. En todo el recorrido de la línea férrea, las festividades se habían visto precedidas por los habituales discursos de los oficiales superiores japoneses, generales o coroneles encaramados sobre un tablado, botas negras y guantes grises, agitando los brazos y la cabeza, deformando estrambóticamente las palabras del mundo occidental ante legiones de hombres blancos lisiados, enfermos, cubiertos de llagas y anestesiados por una estancia de varios meses en el infierno.

Saíto pronunció unas palabras en las que exaltaba obviamente la esfera sudasiática, aunque, condescendiente, expresó también su agradecimiento a los prisioneros por la lealtad de la que habían dado muestra. Clipton, cuya serenidad fue expuesta a duras pruebas en ese último período, obligado a ver a personas medio moribundas arrastrarse por la obra para terminar el puente, hubo de contenerse para no explotar en un llanto de rabia. Luego, tuvo que sufrir un breve discurso del coronel Nicholson, en el que éste rendía homenaje a sus soldados y elogiaba su abnegación y coraje. El coronel concluyó afirmando que sus sufrimientos no habían sido en vano y que se sentía orgulloso de estar al mando de hombres así.

Su pundonor y dignidad en la desgracia serían un ejemplo para toda la nación.

A continuación, comenzó la fiesta. El coronel se había interesado por ella y participó de forma activa. Era consciente de que no había nada peor para sus hombres que la ociosidad, por lo que les impuso un lujo de diversiones cuya preparación les tuvo sin aliento durante varios días. No sólo se celebraron varios conciertos; también hubo una comedia representada por soldados disfrazados e incluso un ballet de bailarines travestidos que le arrancó unas buenas carcajadas.

– ¿Ha visto, Clipton? -dijo el coronel Nicholson-. Usted me ha criticado en diversas ocasiones, pero yo me he mantenido firme. He mantenido la moral, he mantenido lo esencial. Nuestros hombres han aguantado.

Y era cierto. El espíritu de los británicos se había conservado intacto en el campamento del río Kwai. Clipton no tuvo más remedio que reconocerlo, echando un simple vistazo a los hombres que le rodeaban. Era evidente que se entregaban con un entusiasmo infantil e inocente a esa celebración. Sus gritos de júbilo no dejaban lugar a duda sobre lo alta que se encontraba la moral de la tropa.

Al día siguiente, los prisioneros se pusieron en marcha. Sólo permanecieron los enfermos más graves y los lisiados, que serían evacuados a Bangkok con el próximo tren procedente de Birmania. Los oficiales acompañaron a sus hombres. Reeves y Hughes se vieron obligados a partir con el convoy, muy a su pesar, ya que no iban a tener ocasión de presenciar el paso del primer tren sobre esa obra que les había exigido tantos esfuerzos. Por el contrario, el coronel Nicholson sí que obtuvo autorización para quedarse y hacer compañía a los enfermos. Teniendo en cuenta los servicios prestados, Saíto no fue capaz de negarle ese favor que el coronel Nicholson le había solicitado con su habitual dignidad.

Caminaba con grandes y vigorosas zancadas, remachando victoriosamente el tablero. Era el vencedor. El puente había sido terminado, sin lujos pero con el suficiente «acabado» para hacer resplandecer las virtudes de los pueblos de Occidente en pleno cielo tailandés. Ése era su lugar en aquel momento, el del jefe que pasa su última revista antes del desfile triunfal. Otro no era imaginable. Su mera presencia le consolaba un poco de la marcha de sus fieles colaboradores y de sus hombres, que también merecían participar de esos honores. Afortunadamente, él sí que se encontraba allí. Sabía que el puente era sólido y que carecía de puntos débiles. Respondería a lo que se esperaba de él, pero nada podía sustituir la mirada vigilante del jefe responsable. De eso también estaba seguro. Nunca es posible preverlo todo. Una vida rica en experiencias le había enseñado, a él también, que siempre se puede producir un accidente en el último minuto. El descubrimiento de un defecto, por ejemplo. En ese caso, ni el mejor de los subalternos vale para tomar una decisión. Evidentemente, había hecho caso omiso al informe elaborado por la patrulla japonesa enviada por Saíto esa misma mañana. Quería verlo por sí mismo. Mientras recorría el puente, iba inspeccionando con su mirada la solidez de cada una de las vigas y la integridad de cada uno de los ensamblajes.

Sobrepasado la mitad del puente, se asomó por la barandilla, como hacía cada cinco o seis metros. Entonces observó fijamente un pilar y, sorprendido, se quedó inmóvil.

El ojo del experto había detectado de inmediato la pronunciada cresta sobre la superficie del agua, causada por una carga. Tras un examen más detenido, el coronel Nicholson fue capaz de distinguir vagamente una masa oscura apoyada contra la madera. Dudó un momento, retomó su marcha y, después de andar unos metros, se detuvo encima de otro pilar y se asomó de nuevo.

– ¡Qué extraño! -murmuró.

Volvió a titubear, atravesó la vía y pasó a observar el otro lado. Desde allí descubrió otro objeto oscuro, apenas cubierto por una pulgada de agua. Ello le causó un inexplicable fastidio, como la percepción de una mancha que ensuciaba su obra. Determinó continuar su recorrido, se dirigió hasta el final del tablero, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, como había hecho la patrulla. A continuación, realizó una nueva parada y permaneció un buen rato pensativo, en contemplación y agitando la cabeza. Finalmente, se encogió de hombros y volvió a la orilla derecha, hablando consigo mismo.

– Eso no estaba ahí hace dos días -masculló-. Es cierto que entonces el río estaba más crecido… Probablemente se trata de basura, que ha quedado parcialmente enganchada a los pilares. Sin embargo…

Un germen de sospecha atravesó su cerebro, pero la verdad era demasiado asombrosa como para verla con claridad. Pese a todo, ello le hizo perder su apacible serenidad. Le había arruinado la mañana. Dio media vuelta de nuevo para volver a contemplar esa anomalía, pero no fue capaz de encontrar explicación alguna y regresó a tierra, todavía inquieto.

– No es posible -murmuró al reconsiderar la vaga sospecha que se le había pasado por la cabeza-. A menos que sea obra de una de esas bandas de chinos bolcheviques…

La idea de un sabotaje estaba indisolublemente unida en su cerebro con el pirata enemigo.

– Aquí… No es posible -repitió, incapaz de recuperar su buen humor.

El tren ya se divisaba, aunque todavía lejano, abriéndose camino a duras penas por la vía. El coronel calculó que no llegaría antes de diez minutos. Saíto, que no paraba de dar vueltas entre el puente y la compañía, le vio venir, con la turbación habitual que le producía su presencia. El coronel Nicholson tomó una súbita decisión mientras se aproximaba al japonés.

– Coronel Saíto -dijo con autoridad-. Hay algo que no está claro. Es mejor ir a comprobarlo antes de que pase el tren.

Sin esperar respuesta alguna, bajó corriendo a toda velocidad por el talud. Su intención era coger la pequeña barca indígena, amarrada bajo el puente, e inspeccionar todos los pilares. Al llegar a la playa, recorrió instintivamente con su mirada experta toda la extensión de ésta y descubrió la línea formada por el cable eléctrico sobre los brillantes cantos rodados. El coronel Nicholson frunció el ceño y se encaminó en dirección al cordón.

VII

Fue en el momento en que descendía por el talud, con la agilidad que había mantenido gracias a la práctica cotidiana de un ejercicio físico moderado y a la apacible contemplación de las verdades tradicionales, cuando entró en el campo de visión de Shears. El coronel japonés le seguía de cerca. Shears sólo tuvo tiempo para comprender que la adversidad no había jugado todavía todas sus cartas. Joyce lo había visto largo rato atrás. En el estado de hipnosis que se había autoprovocado, había observado sus tejemanejes sobre el puente, sin sentir ninguna emoción en particular. Nada más divisar la silueta de Saíto, en la playa, detrás de él, echó mano al puñal.

Shears vio acercarse al coronel Nicholson, que parecía arrastrar tras de sí al oficial japonés. Ante la incoherencia de la situación, se sintió invadido por una especie de histeria y comenzó a hablar solo:

– ¡Pero si es el otro el que lo ha llevado hasta allí! ¡El inglés, el inglés es el que le guía! Bastaría con explicarle, decirle una palabra, una sola…

El bufido medio ahogado de la locomotora se escuchaba ya débilmente. Todos los japoneses debían de estar en sus puestos, listos para rendir los honores. Los dos hombres que había en la playa no eran visibles desde el campamento. Number One hizo un gesto de furia al comprender de inmediato la situación exacta y darse cuenta con toda precisión, gracias a sus reflejos todavía en forma, de cuál era la acción indispensable, la que una circunstancia de este tipo exigía imperativamente a los hombres enrolados bajo el estandarte de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.». Él también agarró su puñal, lo desenfundó violentamente de su cintura y lo sujetó de frente, a la manera reglamentaria, con la mano invertida, las uñas por debajo y el pulgar sobre el nacimiento de la hoja, no para utilizarlo, sino en un irracional intento de sugestionar a Joyce, siguiendo el mismo instinto que poco antes le había llevado a acompañar con la mirada los movimientos de la patrulla.

El coronel Nicholson se detuvo delante del cable. Saíto se acercó balanceándose sobre sus cortas piernas. Todas las emociones de la mañana se antojaban irrisorias en comparación con la que Shears vivió en ese segundo. Shears comenzó ahora a gritar en voz alta, al tiempo que agitaba el puñal delante de él, a la altura de su cabeza.

– No será capaz. No será capaz. Hay cosas que no se pueden exigir a un muchacho de su edad con una educación normal, a un chaval que ha pasado su juventud dentro de una oficina. Ha sido una locura poner todo en sus manos. Era a mí a quien correspondía estar su lugar. No será capaz.

Saíto llegó al sitio donde se encontraba el coronel Nicholson que, agachado, sostenía el cable en la mano. El corazón de Shears batía violentamente, acompasando la demencia de los lamentos desesperados que rugían dentro de él, lamentos que iban escapándose en pequeños pedazos de frases coléricas.

– ¡No será capaz! Tres minutos… Tres minutos más y el tren habrá llegado. ¡No será capaz!

Un partisano tailandés, tendido junto a su arma, le lanzaba miradas despavoridas. Por fortuna, la selva ahogaba el sonido de la voz de Shears. Éste, doblado sobre sí mismo, apretaba fuertemente su mano sobre el puñal inmóvil que blandía ante sus ojos.

– ¡No será capaz! Dios Todopoderoso, hazlo insensible. Llénale de furia durante diez segundos.

En el momento justo en que profería una de sus insensatas plegarias, adivinó un movimiento entre la vegetación, bajo el árbol rojo. Los matorrales se entreabrieron. El cuerpo de Shears se agarrotó y su respiración se detuvo. Joyce descendía agazapado y silencioso por el talud, puñal en mano. La mirada de Shears se quedó clavada en él.

Saíto, cuyo cerebro trabajaba lentamente, se puso en cuclillas al borde del agua, dando la espalda a la espesura, en esa posición familiar a todos los orientales, que él adoptaba instintivamente cuando cualquier circunstancia particular le hacía olvidar las formas. Saíto también agarró el cordón. Shears oyó entonces una frase pronunciada en inglés:

– Esto es realmente preocupante, coronel Saíto.

A continuación, se produjo un breve silencio. El japonés separaba con sus dedos los diferentes hilos. Joyce se apostó sin ser visto detrás de los dos hombres.

– ¡Dios mío! -exclamó repentinamente el coronel Nicholson-. ¡El puente está minado, coronel Saíto! Lo que he visto pegado a los pilares eran unos malditos explosivos… Y estos cables…

Mientras Saíto reflexionaba sobre la gravedad de esas palabras, el coronel Nicholson se volvió hacia la selva. La mirada de Shears se hizo más intensa. Al tiempo que agitaba su puño de derecha a izquierda, percibió un reflejo de sol en la orilla opuesta. Entonces reconoció de inmediato el cambio de actitud que había estado esperando de aquel hombre acurrucado.

Fue capaz. Lo consiguió. Ningún músculo de su cuerpo en tensión flaqueó hasta que hubo clavado el acero, casi sin resistencia. Los movimientos complementarios los había ejecutado sin titubeo alguno. En ese mismo instante, obedeciendo las instrucciones recibidas y sintiendo también la necesidad imperiosa de aferrarse a un objeto material, apresó firmemente con el brazo izquierdo el cuello del enemigo degollado. En un primer momento, Saíto aflojó las piernas en un espasmo, incorporándose luego a medias. Joyce le sujetó con todas sus fuerzas contra su propio cuerpo, no sólo para asfixiarle sino también para vencer el incipiente temblor de sus miembros.

Seguidamente, el japonés se desplomó, sin dar un solo grito, apenas un estertor, que Shears fue capaz de distinguir porque tenía aguzado el oído. Joyce permaneció paralizado varios segundos, bajo el cuerpo del adversario, que se había derrumbado sobre él y cuya sangre le inundaba ahora. Había tenido las fuerzas suficientes para lograr esa nueva victoria. Sin embargo, no estaba seguro de poder armarse de la energía necesaria para huir. Finalmente, salió de su ensimismamiento y, de un golpe, empujó a un lado el cuerpo inerte, el cual rodó hasta caer parcialmente dentro del agua. Luego, echó un vistazo a su alrededor.

Ambas orillas estaban desiertas. Había triunfado, pero el orgullo que sentía no disipaba ni su repulsión ni su horror. Se levantó a duras penas, ayudándose con las manos y las rodillas. Sólo restaba cumplir unos pocas trámites, bastante simples. En primer lugar, deshacer el equívoco. Dos palabras serían suficientes. El coronel Nicholson había permanecido inmóvil, petrificado ante lo repentino de la escena.

– Oficial. Oficial inglés, sir -murmuró Joyce-. El puente va a estallar. Aléjese.

Joyce no era capaz de reconocer el sonido de su propia voz. El esfuerzo de mover los labios le costó un trabajo inmenso. El otro, para colmo, parecía no entender.

– Oficial inglés, sir -repitió desesperadamente-. Unidad 316 de Calcuta. Comandos. Con orden de hacer saltar el puente.

El coronel Nicholson dio por fin señales de vida. Un extraño brillo cruzó sus ojos y exclamó con una voz sorda:

– ¿De hacer saltar el puente?

– Aléjese, sir. El tren está a punto de llegar. Pensarán que usted es cómplice.

El coronel permaneció impertérrito frente a él.

No era momento de discutir. Había que actuar. Ya se escuchaba claramente el jadear de la locomotora. Joyce se dio cuenta de que sus piernas se negaban a llevarle a ningún sitio. Tuvo que subir el talud a cuatro patas, en dirección a su puesto.

– ¡De hacer saltar el puente! -repitió el coronel Nicholson.

El coronel no se movió de donde estaba, acompañando con una mirada inexpresiva la penosa progresión de Joyce, mientras trataba de descifrar el significado de sus palabras. Súbitamente, comenzó a andar detrás de sus huellas. Apartó furiosamente la cortina de vegetación que acababa de cerrarse sobre él y descubrió su escondrijo. Joyce tenía ya la mano sobre el manipulador.

– ¡De hacer saltar el puente! -exclamó de nuevo el coronel.

– Oficial inglés, sir -balbuceó Joyce, casi suplicante-. Oficial inglés de Calcuta… Las órdenes…

No pudo acabar la frase. El coronel Nicholson se había abalanzado sobre él con un bramido.

– ¡Socorro!…

VIII

«Dos bajas. Algunos daños, pero puente intacto gracias heroísmo coronel británico».

Así rezaba el sucinto informe que Warden, único superviviente de los tres, envió a Calcuta a su llegada al acantonamiento.

Tras la lectura de ese mensaje, el coronel Green pensó que había un buen número de puntos oscuros en ese asunto y solicitó más explicaciones. Warden repuso que no tenía nada que añadir. Su superior determinó entonces que su estancia en la selva de Tailandia había sido demasiado prolongada y que no podían dejar a un hombre solo, en ese peligroso puesto, en medio de una región que los japoneses, probablemente, se disponían a peinar. La Unidad 316 contaba en esta época con numerosos recursos. Lanzaron otro equipo en paracaídas en un sector alejado, con objeto de mantener el contacto con los tailandeses, y Warden fue llamado al centro de operaciones. Un submarino se fue a buscarle a un punto desierto del golfo de Bengala, adonde consiguió llegar tras dos semanas de azarosa marcha. Tres días después de embarcar, arribó a Calcuta y fue a presentarse ante el coronel Green.

En primer lugar, hizo una breve exposición sobre la preparación del golpe y luego pasó a su ejecución. Él había seguido desde las alturas de la montaña toda la escena, sin perder detalle alguno. En un primer momento, comenzó hablando en su característico tono frío y reposado pero, a medida que avanzaba en su relato, fue cambiando de actitud. En el mes que vivió como único representante de su especie, entre partisanos tailandeses, un tumulto de sentimientos no expresados había bullido dentro de él. Los episodios del drama, recreados sin cesar, fueron fermentando en su cerebro, al tiempo que su amor a la lógica le llevaba a agotarse instintivamente en la búsqueda de una explicación racional para aquéllos, y a vincularlos a un número reducido de principios universales.

Los frutos de esas desbordantes deliberaciones los recogió finalmente en las oficinas de la Unidad 316. A Warden le era imposible atenerse a un estricto informe militar. Necesitaba dar rienda suelta al torrente de estupores, angustias, dudas y rabia que llevaba por dentro e, igualmente, exponer con total libertad las razones profundas del absurdo desenlace, tal como él las había interpretado. Su sentido del deber le obligaba asimismo a hacer una presentación objetiva del curso de los acontecimientos. Se empleaba a fondo y, aunque lo lograba por momentos, acababa cayendo en el vendaval de su apasionamiento desatado. El resultado era una extraña combinación de imprecaciones, en ocasiones incoherentes, que aparecían mezcladas con elementos propios de un ardiente alegato, de donde emergían aquí y allá las paradojas de una extravagante filosofía y, a veces, un «hecho».

El coronel Green escuchó pacientemente y con curiosidad ese fantástico retazo de elocuencia, en el que fue incapaz de reconocer la calma o el método legendarios del profesor Warden. Lo que a él le interesaba, sobre todo, eran los hechos. Pese a ello, muy raras veces interrumpía a su subordinado. Tenía ya experiencia de esos retornos de misión, en el que los participantes habían dado lo mejor de sí mismos, pero al final se veían envueltos en un estrepitoso fracaso del que ellos no eran responsables. En este tipo de situaciones, concedía un gran margen de maniobra al «factor humano», hacía oídos sordos a las divagaciones y no se dejaba alterar por un tono en ocasiones irrespetuoso.

– Seguro que piensa que el niño, sir, se ha comportado como un imbécil, ¿verdad? Así es, ha actuado como un imbécil, pero nadie, en su posición, habría mostrado mayor astucia. Le observé muy bien, no le quité ojo ni un momento. Pude adivinar lo que dijo a ese coronel. Hizo lo que yo hubiera hecho en su lugar. Vi cómo se arrastraba. El tren estaba cerca. No comprendí nada cuando el otro se tiró encima de él. Luego fui sospechando el por qué, gradualmente, tras reflexionar sobre el asunto…¡Y Shears le reprochaba que le daba demasiadas vueltas a las cosas! ¡Dios mío, pero si pecaba de lo contrario! Tendría que haber mostrado más perspicacia, más capacidad de discernimiento. De haberlo hecho, se hubiera dado cuenta de que en nuestro oficio no basta con rajar una garganta cualquiera. ¡Hay que acuchillar la buena! Sir, usted está de acuerdo conmigo, ¿no es cierto? Una inteligencia superior, eso es lo que hacía falta. Ser capaz de detectar al enemigo verdaderamente peligroso, comprender que ese venerable zopenco no iba a dejar que le destruyeran su obra. Era su triunfo, su victoria personal. Vivía en un sueño desde seis meses atrás. Un espíritu exquisitamente sutil lo hubiera podido adivinar por su manera de caminar sobre el tablero del puente. Lo tenía apuntado con mis prismáticos, sir… ¡Lástima que no hubiera sido mi fusil!… Recuerdo bien que tenía dibujada en sus labios la beatífica sonrisa de los vencedores… ¡Un admirable prototipo de hombre enérgico, sir, como dicen en la Unidad 316! ¡Nunca derrotado por la adversidad, siempre presto a un último embate! Pues bien, ¡ese hombre de marras gritó pidiendo auxilio a los japoneses! Ese veterano mastuerzo de ojos claros había soñado seguramente toda su vida con construir algo duradero. A falta de una ciudad o una catedral, bien valía un puente. ¿Qué pensaba usted? ¿que iba a dejar que se lo tiraran?… Y, para colmo, ¿esos viejos colonos de nuestro honorable ejército, sir? Estoy seguro de que, en su más tierna juventud, se leyó enterito a nuestro entrañable Kipling, y le apuesto lo que quiera a que en su bamboleante cerebro, mientras la obra se iba alzando sobre las aguas, evocaba frases enteras:«Yours is the earth and everything that's in it, and which is more, youll be a man, my son!». Casi lo escucho desde aquí.

Estaba dotado del sentimiento del deber y del respeto al trabajo bien realizado… también del gusto por la acción… ¡como usted y como nosotros, sir!… La estúpida mística de la acción, de la que comulgan tanto nuestras pequeñas mecanógrafas como nuestros grandes capitanes… No sé muy bien lo que quiere decir ese pensamiento, que no me abandona desde hace un mes, sir. Tal vez ese monstruoso imbécil fuera realmente digno de respeto… tal vez actuaba verdaderamente de acuerdo a un legítimo ideal, tan sagrado como el nuestro; tal vez sus portentosos fantasmas tenían su origen en el mismo mundo en que se forjan los aguijones que nos acosan… ese misterioso éter donde se agitan las pasiones que empujan a la acción, sir; tal vez allá el «resultado» no tenga la mínima importancia, y lo único que cuenta sea la calidad intrínseca del esfuerzo; o bien, como yo lo creo, acaso ese reino del delirio sea un infierno azotado por una matriz diabólica, que infecta los sentimientos que de él nacen con todos los maleficios venenosos manifestados en ese resultado forzosamente execrable… Sir, le aseguro que he estado reflexionando sobre este asunto desde hace un mes. Por ejemplo, nosotros venimos a este país para enseñarles a los asiáticos cómo utilizar elplástico para destrozar trenes y hacer estallar puentes. Y mire usted…

– Hábleme del final de la misión -interrumpió el coronel Green, con su tradicional voz serena-. Aparte de la operación no existe nada.

– Aparte de la operación no existe nada, sir… Recuerdo la mirada de Joyce al salir de su escondrijo. No se achantó. Ejecutó el ataque de acuerdo a las reglas, de lo cual yo soy testigo. Sólo le faltó un poquito de buen juicio… El otro se abalanzó sobre él con tal furia que los dos acabaron rodando por el talud, en dirección al río. Se detuvieron justo al borde del agua. A simple vista, parecían inmóviles. Los detalles los pude apreciar con los prismáticos… Uno estaba encima del otro. El cuerpo en uniforme aplastaba el cuerpo desnudo y manchado de sangre, con todo su peso, mientras dos manos furiosas ceñían su garganta… Lo vi con toda nitidez. Estaba tendido con los brazos en cruz, al lado del cadáver que aún tenía el puñal clavado. Estoy convencido, sir, de que en ese momento comprendió su error. Se dio cuenta de que se había equivocado con respecto al coronel, ¡yo sé que él se dio cuenta!… Lo vi con mis ojos, tenía la mano justo al lado del mango del arma y lo llegó a asir, pero luego se quedó agarrotado. Pude adivinar el juego de músculos y, por un momento, creí que iba a decidirse. Pero era demasiado tarde. No le quedaban fuerzas. Había entregado todo lo que tenía y no pudo… o bien, no quiso. El enemigo que le apresaba el cuello lo tenía hipnotizado. Entonces soltó el puñal y se dio por vencido. Su cuerpo quedó completamente relajado, sir. ¿Conoce usted esa sensación, cuando uno abandona? Se había resignado a la derrota. Movió los labios y pronunció una palabra. Nadie sabrá si era una blasfemia o una plegaria… o acaso la expresión desencantada y refinada de una melancólica desesperación. No era un rebelde, sir, al menos exteriormente. Siempre se mostraba respetuoso con sus superiores. ¡Dios mío! ¡Si yo le contara el trabajo que nos costó a Shears y a mí conseguir que no se pusiera en posición de firme cada vez que nos dirigía la palabra! No me extrañaría nada, sir, que su última palabra, antes de cerrar los ojos, hubiera sido, precisamente, «sir»… La misión dependía de él. Ahora ya todo ha acabado.

– Se sucedieron varios acontecimientos en el mismo instante, varios «hechos», como usted diría, sir. Quedaron un poco confusos en mi mente, pero he logrado reconstruirlos. El tren se acercaba. El estruendo que formaba la locomotora iba creciendo por cada segundo que pasaba… aunque no lo suficiente para cubrir los rugidos de la «furia humana» que pedía auxilio con toda la fuerza de esa voz habituada a dar órdenes… Y yo allí, sir, impotente… No podía hacer más que él; no sólo yo… nadie… quizá Shears… ¡Shears! En ese momento volví a escuchar unos gritos. La voz de Shears, justamente, que resonaba en todo el valle. Una voz de loco iracundo, sir. Sólo pude discernir una palabra: ¡Ataca! Él también había comprendido, y más rápido que yo, pero ya no servía de nada. Unos instantes más tarde, vi a un hombre en el agua. Se dirigía a la orilla enemiga. Era él, Shears. ¡Él también era partidario de la acción a toda costa! Un acto insensato. Después de esa mañana, había perdido el juicio, igual que yo. No tenía posibilidad alguna de salirse con la suya… A mí también me faltó poco para lanzarme, y eso que hubieran hecho falta más de dos horas para bajar de mi cornisa…

No tenía la más mínima opción. Nadó con toda su alma, pero cruzar el río le llevó varios minutos. Y en ese intervalo, sir, el tren atravesó el puente, el majestuoso puente sobre el río Kwai construido por nuestros hermanos. Al mismo tiempo… al mismo tiempo, ahora lo recuerdo, un grupo de soldados japoneses se precipitó corriendo por el talud, atraído por los berridos.

Ellos fueron los que recibieron a Shears a la salida del agua. Se cargó a dos. Dos puñaladas, sir, lo vi con todo detalle. No quería que lo cogieran vivo. Le dieron un culatazo en la cabeza y se desplomó. Joyce había dejado de moverse. El coronel se puso en pie y los soldados cortaron los cables. Ya no había nada más que intentar, sir.

– Siempre queda algo que intentar -dijo la voz del coronel Green.

– Siempre queda algo que intentar, sir… En ese momento se produjo una explosión. El tren, que nadie se había preocupado de detener, cayó en la trampa que yo había preparado detrás del puente, justo debajo de mi punto de observación. ¡Una posibilidad más! Yo, por mi parte, ya la había olvidado. La locomotora descarriló, arrastrando consigo dos o tres vagones al río. Varios soldados ahogados, pérdidas considerables de material y algunos daños, aunque reparables en varios días. Ése es el saldo de la operación… Un resultado que, pese a todo, produjo cierto entusiasmo en la orilla de enfrente.

– En mi opinión, un espectáculo bastante hermoso -observó reconfortante el coronel Green.

– Un hermoso espectáculo para aquellos que amen verdaderamente este tipo de cosas, sir… A pesar de ello, me pregunté si podía aportar algo más. Yo también he llevado a la práctica nuestras doctrinas, sir. En ese mismo instante me estuve interrogando para averiguar si había algo más que se pudiera intentar en el ámbito de la acción.

– Siempre queda algo que intentar en el ámbito de la acción -reiteró la voz lejana del coronel Green.

– Siempre queda algo que intentar… Debe de ser cierto, puesto que todo el mundo lo afirma. Ése era el lema de Shears. Acabo de recordarlo ahora.

Warden permaneció un momento en silencio, afligido por esa última reminiscencia. A continuación, retomó la conversación en un tono de voz más bajo:

– Yo también estuve reflexionando, sir. Reflexioné con todas mis fuerzas mientras el grupo de soldados en torno a Joyce y Shears se volvía cada vez más compacto. Este último seguía a todas luces vivo; el otro quizá todavía viviera, pese al estrangulamiento de ese miserable canalla. Sólo descubrí una posibilidad de acción, sir. Mis dos partisanos estaban todavía en su puesto, junto a los morteros. Podían disparar tanto contra el círculo de japoneses como contra el puente, lo cual también resultaba indicado. Les señalé el blanco y aguardé un momento. Pude ver cómo los soldados ponían en pie a los prisioneros y se disponían a llevárselos. Ambos continuaban con vida, que era lo peor que les podía pasar. El coronel Nicholson les seguía por detrás, con la cabeza inclinada, como sumido en una profunda meditación… ¡Las meditaciones de ese coronel, sir!… Tomé mi decisión de golpe, mientras que aún había tiempo. Di la orden de disparar. Los tailandeses comprendieron de inmediato. Los teníamos bien entrenados, sir. A continuación, unos hermosos fuegos artificiales. ¡Otro magnífico espectáculo, visto desde el punto de observación! ¡Una buena retahíla de proyectiles! Yo mismo me hice cargo de un mortero. Tengo una excelente puntería.

– ¿Resultó eficaz? -interrumpió la voz del coronel Green.

– Muy eficaz, sir. Los primeros obuses cayeron en medio del grupo. ¡Una verdadera suerte! Los dos quedaron descuartizados. De ello me aseguré con los prismáticos. Créame, sir, yo tampoco quería dejar este trabajo inacabado… En realidad, debiera haber dicho los tres. El coronel también. No quedó nada de él. Tres disparos en el blanco. ¡Todo un éxito!

– ¿Y luego?

– Luego, sir, les lancé todo mi arsenal de obuses. Y no eran pocos… Las granadas también. ¡La elección del emplazamiento había sido excelente! Una lluvia generalizada de proyectiles, sir. Debo confesar que me encontraba un poco exaltado. Cayeron por todos sitios: sobre el resto de la compañía que acudía del campamento, sobre el tren descarrilado, del que emergía un concierto de alaridos, y sobre el puente también. Los dos tailandeses se mostraron igual de apasionados que yo… Los nipones comenzaron a responder. Poco después, la humareda se extendió y ascendió hasta donde estábamos, ocultando poco a poco el puente y el valle del río Kwai. Nos encontrábamos aislados en una niebla gris y hedionda. Nos quedamos sin munición, sin nada más que arrojarles. Entonces, iniciamos la huida.

»Más tarde, he tenido ocasión de reflexionar sobre esa iniciativa, sir. Aún estoy convencido de que era lo mejor que podía hacer, que he seguido la única línea de conducta posible, que era la única acción verdaderamente razonable…

– La única razonable -admitió el coronel Green.

Загрузка...