Joyce se bebió de un trago el vaso de alcohol que le habían ofrecido. La dura expedición no había hecho demasiado mella en él. Se mostraba aún bastante alerta y sus ojos rebosaban vitalidad. Sin deshacerse siquiera de la extraña vestimenta tailandesa, con la que Shears y Warden apenas le reconocían, comenzó a exponer ávidamente los resultados más importantes de su misión.
– El golpe es sin lugar a dudas factible, sir. Difícil, no nos engañemos, pero posible y ciertamente rentable. El bosque es frondoso y el río ancho. El puente se eleva sobre un abismo y las márgenes del río son escarpadas. Se precisa un material considerable para quitar el tren de en medio.
– Comience desde el principio -dijo Shears-. Aunque quizá prefiera darse una ducha antes… -No estoy cansado, sir.
– Déjelo continuar -refunfuñó Warden-. ¿No ve que tiene más necesidad de hablar que de descansar?
Shears sonrió. Parecía evidente que Joyce estaba tan impaciente por relatar lo sucedido como Warden por escucharlo. A continuación se colocaron lo más cómodamente posible frente al mapa. Warden, siempre previsor, tendió un nuevo vaso a su camarada. En la habitación contigua, los dos partisanos tailandeses que habían servido de guía al joven ya habían comenzado a contar en voz baja su expedición, agazapados en el suelo y rodeados por varios habitantes de la aldea, en un relato aderezado con elogiosos comentarios sobre el comportamiento del hombre blanco que habían acompañado.
– El viaje ha sido un poco agotador, sir -reanudó Joyce-. Tres noches de marcha en la selva, ¡y por qué caminos! Pero los partisanos se han portado admirablemente. Me condujeron, como habían prometido, a la cima de una montaña, sobre la orilla izquierda, desde donde se domina todo el valle, el campamento y el puente. Un punto de observación perfecto.
– Espero que nadie le haya visto…
– Imposible, sir. Sólo nos desplazábamos por la noche, rodeados de una oscuridad tal que no me quedaba más remedio que apoyar la mano sobre el hombro de un guía. Por el día nos deteníamos en medio de una espesa vegetación, con el fin de evitar cualquier mirada indiscreta. Además, la región es tan salvaje que esas precauciones ni siquiera son necesarias. No nos hemos encontrado ni un alma hasta la llegada.
– Muy bien -dijo Shears-. Prosiga.
Sin dar muestra alguna de ello, Number One examinaba meticulosamente la actitud del aspirante Joyce mientras le escuchaba, tratando de precisar la opinión que empezaba a formarse de él. La importancia de esta misión de reconocimiento, en su opinión, era doble, puesto que también le permitía valorar las cualidades de su joven compañero en esa acción en solitario. La primera impresión, tras su vuelta, fue favorable. También era de buen augurio el aspecto satisfecho de los guías indígenas. Shears sabía muy bien que esos imponderables tenían su importancia. Joyce se mostraba, ciertamente, un tanto exaltado, por lo que había visto, la información a transmitir y la reacción originada por la atmósfera relativamente apacible de su acantonamiento, después de la tensión de los múltiples peligros a los que se había visto expuesto tras su partida. Con todo, daba la impresión de tener bastante control de sí mismo.
– Los tailandeses no nos han engañado, sir. Es una construcción verdaderamente imponente…
La hora del gran golpe se acercaba conforme las dos líneas de raíles crecían en longitud, sobre ese terraplén construido a base del ingente sufrimiento de los prisioneros aliados desplazados a Birmania y Tailandia. Shears y sus dos colaboradores seguían día a día la progresión del ferrocarril. Joyce pasaba horas completando y corrigiendo su trazado con las últimas informaciones que llegaban. Cada semana marcaba con una gruesa raya roja la sección finalizada. Ahora el trazo era casi continuo entre Bangkok y Rangún. Los tramos de especial interés estaban marcados con una cruz. Las características de cada una de las obras de fábrica se anotaban en fichas, mantenidas meticulosamente al día por Warden, que era una persona amante del orden.
Tras obtener un conocimiento más completo y preciso de la línea, su atención se dirigía ahora irremediablemente hacia el puente sobre el río Kwai que, ya desde los comienzos, había copado su interés por sus innumerables atractivos. En su particular visión de los puentes, quedaron hipnotizados por la excepcional abundancia de circunstancias favorables a la ejecución del plan que habían empezado a esbozar de forma mecánica, un plan en el que se combinaban la precisión y la fantasía características de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.». Poco a poco fueron concentrando, llevados por el instinto y la razón, toda la fuerza de su ambición y sus esperanzas sobre el puente del río Kwai, y sobre ningún otro. Los demás habían sido examinados concienzudamente. Sus ventajas fueron asimismo discutidas, pero el del río Kwai terminó por imponerse de manera natural e implícita como objetivo evidente de su empresa. El gran golpe, en un primer momento abstracción vaga, existente sólo en el mundo de los sueños, había ido tomando cuerpo en un objeto sólido, situado en el espacio, en definitiva, vulnerable, expuesto a todas las contingencias y todas las degradaciones de las acciones humanas y, muy en particular, a la aniquilación.
– No es un trabajo para la aviación -declaró Shears-. Un puente de madera no es fácil de destruir desde el aire. Las bombas, cuando alcanzan su objetivo, derriban dos o tres tramos del puente, mientras que los demás permanecen intactos. Los japoneses harían una reparación improvisada, y ya han demostrado ser unos maestros en ese arte. Nosotros podemos no sólo hacer estallar los pilares a ras del agua, sino también activar la explosión al paso de un tren. De esa manera, provocaremos el desplome de todo el convoy en el río, causando daños irreparables y dejando inutilizable hasta la última viga. Lo he visto ya una vez en mi carrera. El tráfico fue interrumpido durante varias semanas, y eso que el ataque se produjo en un país civilizado, donde el enemigo tenía la posibilidad de desplazar tornos elevadores. Aquí les aseguro que tendrán que desviar el trazado y reconstruir el puente en su totalidad… sin contar la pérdida de un tren y de su cargamento. ¡Un espectáculo infernal! Ya lo puedo ver ante mis ojos.
Los tres contemplaron ese admirable espectáculo. El gran golpe contaba ahora con un sólido armazón sobre el que la imaginación podía colocar sus adornos. Una sucesión de imágenes, alternativamente oscuras y coloridas, poblaban los sueños de Joyce. Las primeras hacían referencia a la preparación en la sombra; las segundas lo abocaban a un cuadro de una brillantez tal que era capaz de discernir los más ínfimos detalles con una extraordinaria precisión: el tren precipitándose sobre un abismo, en el fondo del cual refulgía el río Kwai entre dos masas compactas de selva. Su mano agarrada fuertemente a una palanca, sus ojos mirando fijamente un punto concreto en el medio del puente, el espacio entre la locomotora y ese punto disminuyendo rápidamente. Tenía que apretar en el momento justo, sólo quedaban varios pies, ahora sólo un pie… su mano empujaba sin vacilación alguna en el instante preciso. En el puente fantasma construido en su imaginación, ya había buscado y encontrado un punto de referencia en la mitad del largo…
– Sir -declaró un día con inquietud-, ojalá que la aviación no llegue antes que nosotros.
– Ya he enviado un mensaje solicitando que no intervengan aquí -respondió Shears-. Espero que nos dejen tranquilos.
Durante este período de espera, acumularon una abundante información sobre el puente, que los partisanos espiaban por encargo suyo desde una montaña cercana. No se habían aproximado aún por temor a que se detectara la presencia de un hombre blanco en la región. Los agentes más capacitados se lo habían descrito, una y otra vez, e incluso dibujado sobre la arena. Desde su retiro habían seguido todas las etapas de la construcción, asombrados por el orden y la inusual meticulosidad que parecían dirigir todos los movimientos y que se desprendían de todos los informes. Estaban acostumbrados a dirimir la verdad subyacente en los rumores. Desde un comienzo habían podido detectar en las reseñas de los tailandeses un sentimiento cercano a la admiración. Éstos no eran capaces de apreciar la experta ciencia del capitán Reeves, ni la organización creada a iniciativa del coronel Nicholson, pero se daban perfecta cuenta de que no se trataba de un andamiaje sin pies ni cabeza, al estilo habitual japonés. Los pueblos primitivos distinguen inconscientemente el arte y la ciencia.
– Dios les bendiga -exclamaba Shears en ocasiones, impaciente-. Si es cierto lo que nos dicen nuestros agentes, lo que están construyendo es un nuevo puente «George Washington». Quieren dar celos a nuestros amigos los yanquis.
Ese insólito tamaño, ese lujo incluso, intrigaban e inquietaban a Shears. Los tailandeses afirmaban que el puente disponía de un amplio carril, junto a la vía, con espacio para dos camiones, uno en cada dirección. Una obra de tal magnitud debía de ser objeto, sin duda, de una vigilancia especial. Por otra parte, quizá tuviera una importancia estratégica mayor de la que había imaginado, por lo cual el golpe sería tanto más acertado.
Los indígenas se referían también con frecuencia a los prisioneros. Los habían visto, semidesnudos bajo el tórrido sol, trabajando sin respiro bajo la supervisión de los guardias. Los tres olvidaban entonces su empresa, por un momento, para dedicar unos pensamientos a sus desgraciados compatriotas. Conocían bien los métodos de los nipones, y no les costaba trabajo imaginar a qué extremo habrían llevado su crueldad para la realización de una obra de esas características.
– Si al menos supieran lo poco que nos queda, sir -dijo Joyce un día-, y que el puente nunca será utilizado, tendrían la moral indudablemente más alta.
– Tal vez -repuso Shears-, pero no quiero, bajo ningún concepto, que nos pongamos en contacto con ellos. Es imposible, Joyce. Nuestra profesión exige un máximo secreto, incluso en relación a los amigos. Su imaginación se pondría en marcha, tratarían de ayudarnos y, muy al contrario, pondrían todo en peligro al intentar sabotear a su manera el puente. Provocarían la alarma entre los nipones y se expondrían inútilmente a terribles represalias. Tenemos que mantenerlos al margen del golpe. Los japoneses no deben sospechar en ningún momento su posible complicidad.
Un día, ante las noticias de los singulares prodigios que cotidianamente les llegaban del río Kwai, Shears, incrédulo, tomó bruscamente una decisión.
– Uno de nosotros debe ir a ver. La obra está tocando a su fin y no podemos fiarnos más tiempo de las informaciones de esta buena gente, que me parecen ilusorias. Irá usted, Joyce. Le servirá de excelente entrenamiento. Quiero saber qué aspecto tiene verdaderamente ese puente, ¿comprende? Sus dimensiones exactas, el número de pilares… Tráigame cifras. La forma de atacarlo, la manera en que está vigilado, cuáles son las posibilidades de acción. Haga todo lo que pueda, sin exponerse demasiado. Es fundamental que no le descubran, no lo olvide, pero, ¡por el amor de Dios, tráigame datos precisos sobre ese maldito puente!
– Lo he visto con los prismáticos, como le estoy viendo ahora a usted, sir.
– Empiece por el principio -insistió Shears, pese a su impaciencia-. ¿Cómo fue el trayecto?
Joyce salió una tarde en compañía de dos indígenas con experiencia de expediciones nocturnas silenciosas, acostumbrados como estaban a pasar de contrabando fardos de opio y cigarrillos de Birmania a Tailandia. Afirmaban que sus senderos eran seguros, pero el secreto de la presencia de un europeo en las inmediaciones de la vía férrea era de tal importancia que Joyce había insistido en disfrazarse de campesino tailandés, tiñéndose la piel con un preparado oscuro elaborado en Calcuta para ese tipo de circunstancias.
No tardó en convencerse de que sus guías no habían mentido. Los verdaderos enemigos en esa selva eran los mosquitos y, sobre todo, las sanguijuelas, que se enganchaban a sus piernas desnudas y luego se le subían por el cuerpo. Joyce podía sentir su pegajoso contacto cada vez que se tocaba la piel con la mano. Había hecho todo lo posible por superar la repugnancia que le provocaban y olvidarse de ellas. Prácticamente lo había logrado. En cualquier caso, era imposible librarse de ellas por la noche. Se había prohibido a sí mismo encender un cigarrillo para achicharrarlas, puesto que debía dedicar toda su atención a mantenerse en contacto con los tailandeses.
– ¿Fue dura la marcha? -preguntó Shears.
– Bastante, sir. Como ya le he dicho, me vi obligado a agarrarme al hombro de un guía. Y los «senderos» de esta buena gente son realmente curiosos…
Durante tres noches, le habían hecho escalar colinas y bajar por barrancos. Siguieron el lecho rocoso de arroyos obstruidos en diversos lugares por restos de vegetación podrida, de un olor nauseabundo. Cada vez que chocaba con esos restos, recogía un nuevo y animado surtido de sanguijuelas. Sus guías sentían predilección por esos caminos, donde estaban seguros de no perderse. La marcha duraba hasta el alba. Con las primeras luces del día, se internaban en la espesura e ingerían rápidamente el arroz cocido y los trozos de carne asada que habían llevado para el viaje. Los dos tailandeses se acurrucaban junto a un árbol, y el resto del día lo dedicaban a succionar su chirriante pipa de agua, de la que nunca se separaban. Ésa era su manera de descansar durante la jornada, tras el esfuerzo realizado por la noche. A veces dormitaban entre calada y calada, sin cambiar de posición.
Joyce, por su parte, procuraba dormir para ahorrar fuerzas, deseoso de inclinar a su favor todos los factores de los que dependía el éxito de esa misión. Antes de ello, se deshacía de las sanguijuelas que le cubrían el cuerpo. Algunas de ellas, atiborradas, se habían soltado solas durante la marcha, dejando tras de sí un pequeño coágulo de sangre negra. Las otras, aún no saciadas del todo, se cebaban con esa presa que los azares de la guerra habían llevado hasta la selva de Tailandia. Bajo el fuego de un cigarro, sus cuerpos embutidos se contraían, comenzaban a contorsionarse y, finalmente, se desasían y caían al suelo, tras lo cual, las aplastaba entre dos piedras. Luego se acostaba sobre una fina lona y se quedaba dormido inmediatamente, pero las hormigas no le dejaban mucho tiempo en paz.
Atraídas por las gotas de sangre coagulada que cubrían su piel, escogían ese momento para aproximarse en legiones filiformes, negras y rojas. Pronto aprendería a distinguirlas, desde el primer contacto, incluso antes de recuperar la conciencia. Contra las rojas no había solución alguna. Mordían sus llagas cual tenazas al rojo vivo. Llegaban en batallones; sólo una ya era insoportable. No tenía más remedio que ceder terreno y buscar otro lugar donde descansar, hasta el momento en que volvieran a descubrirle y a atacarle. Las negras, y en particular las negras grandes, eran más llevaderas, pues no mordían y su roce sólo le despertaba cuando tapizaban totalmente sus heridas.
Pese a ello, siempre se las arreglaba para dormir lo suficiente, es decir, lo suficiente para ser capaz de escalar, a la caída de la noche, cumbres diez veces más altas y cien veces más escarpadas que las montañas de Tailandia. Durante esa misión de reconocimiento, que era la primera etapa en la ejecución del gran golpe, la sensación de depender sólo de sí mismo le embriagaba. No le cabía la menor duda de que el éxito final pendía de su voluntad, su buen juicio y sus actos durante esta expedición, y esa certeza le hacía conservar intactas sus inagotables reservas. Su mirada no se apartaba de la meta imaginada, de ese fantasma que se había instalado permanentemente en el universo de sus ensoñaciones y cuya simple contemplación dotaba al más banal de sus movimientos de la ilimitada potencia mística que contiene un esfuerzo glorioso hacia la victoria.
El puente real, el puente sobre el río Kwai, se apareció ante él, de forma repentina, al alcanzar la cumbre de una montaña desde la que se dominaba el valle, después de una última ascensión aún más agotadora que las otras. Habían prolongado su marcha con respecto a las noches precedentes, de forma que cuando llegaron a ese punto de observación ya anunciado por los tailandeses, el sol se alzaba en el horizonte. Descubrió el puente como desde un avión, a varios cientos de metros por debajo de él, cual cinta de color claro tendida sobre el agua entre dos masas boscosas, lo suficientemente escorado a su derecha como para percibir la estructura geométrica de vigas que sostenía el tablero. Durante un buen rato, no observó ningún otro elemento del panorama que se extendía a sus pies, ni el campamento situado frente a él, sobre la otra orilla, ni siquiera los grupos de prisioneros que se afanaban en la obra. El punto de observación era ideal y en él se sentía totalmente seguro. Las patrullas japonesas no se internarían en la zona de monte bajo que lo separaba del río.
– Lo he visto como le estoy viendo a usted, sir. Los tailandeses no han exagerado: tiene unas proporciones considerables y está bien construido. Nada que ver con los otros puentes japoneses. Aquí tengo varios bocetos, aunque sé hacerlos mejores…
Lo reconoció nada más verlo. El estremecimiento que sintió ante esa materialización del fantasma no fue provocado por la sorpresa, sino, bien al contrario, por su aspecto familiar. El puente era tal y como él lo había construido. Se dispuso a verificarlo, primero con ansiedad y luego con una confianza cada vez mayor. El marco en que se encuadraba el puente coincidía asimismo con la paciente síntesis de su imaginación y su deseo. Pocos eran los elementos que diferían. El agua no era tan brillante como él se la había representado, sino cenagosa, algo que en un primer momento le contrarió profundamente. No obstante, se serenó pensando que esa imperfección convenía a sus propósitos.
Luego, naturalmente, dedicó dos días, invisible, agazapado entre la maleza, a observar con los prismáticos y a estudiar el escenario donde se desarrollaría el gran golpe. Se grabó en la cabeza la disposición de conjunto y todos los detalles, tomando notas e identificando sobre un boceto los senderos, el campamento, las barracas japonesas, los recodos del río y hasta los peñascos que se alzaban en diversos puntos.
– La corriente no es demasiado violenta, sir. El río es practicable con una pequeña embarcación o un buen nadador. El agua es fangosa… El puente cuenta con un carril para vehículos… y cuatro hileras de pilares. He visto a los prisioneros hincándolos con un martinete. Prisioneros ingleses… Ya casi han alcanzado la orilla izquierda, sir, la del punto de observación. Otros equipos continúan los trabajos por detrás. El puente estará terminado, quizá, dentro de un mes… La superestructura…
Disponía de tal abundancia de datos que su narración no seguía ya ningún plan determinado. Shears le dejaba que se expresara a su manera, sin interrumpirle. Ya habría tiempo para hacerle preguntas precisas, cuando terminara.
– La superestructura consta de un sistema geométrico de tirantes que da la impresión de haber sido estudiado a la perfección. Las vigas están bien escuadradas y ajustadas. He visto con los prismáticos los detalles de la instalación… Una obra excepcionalmente minuciosa, sir… y sólida, no nos engañemos. No se trata simplemente de hacer estallar unos trozos de madera. He estado reflexionando sobre el terreno acerca del procedimiento más seguro y, al mismo tiempo, el más simple, sir. Pienso que debemos atacar los pilares en y bajo el agua. El agua está sucia, por lo que las cargas serán invisibles. De esa manera, toda la construcción se hundirá de golpe.
– Cuatro hileras de pilares -interrumpió Shears- es mucho trabajo. ¿Por qué demonios no levantaron ese puente como lo suelen hacer?
– ¿Qué distancia hay entre los pilares de una misma hilera? -preguntó Warden, siempre amante de la precisión.
– Diez pies.
Shears y Warden hicieron en silencio el mismo cálculo.
– Hay que prever una longitud de sesenta pies, para estar completamente seguros -afirmó Warden finalmente-. Ello significa seis pilares por hilera, es decir, en total debemos «preparar» veinticuatro. Requerirá tiempo.
– Se puede hacer en una noche, sir, estoy seguro. Podemos trabajar bajo el puente con toda tranquilidad. Su anchura nos permite permanecer completamente ocultos. El choque del agua contra los pilares ahogará todos los ruidos. De ello no me cabe ninguna duda…
– ¿Cómo puede estar seguro de lo que va a pasar bajo el puente? -inquirió Shears, mirándolo con curiosidad.
– Sir, es que aún no les he contado todo… He estado allí.
– ¿Que ha estado allí?
– Era necesario, sir. Usted me dijo que no me acercara, pero tuve que hacerlo para obtener determinados datos de importancia. Descendí del punto de observación hacia el río por la otra ladera de la montaña. Me dije que no podía dejar escapar esa ocasión, sir. Los tailandeses me guiaron por unas pistas dejadas por jabalíes. Fue preciso avanzar a cuatro patas.
– ¿Cuánto tiempo le llevó? -preguntó Shears.
– Unas tres horas, sir. Salimos hacia el atardecer. Mi intención era llegar al lugar por la noche. Corría un cierto riesgo, por supuesto, pero quería verlo por mí mismo…
– A veces no está tan mal interpretar con cierta libertad las instrucciones recibidas -afirmó Number One lanzando un guiño a Warden-. Lo logró, ¿no es cierto? Eso ya es algo.
– No me han podido ver, sir. Alcanzamos el río aproximadamente a un cuarto de milla del puente, río arriba. En ese lugar hay un pequeño poblado indígena, aislado, por desgracia, pero todos dormían. Entonces envié a mis guías de vuelta. Quería estar solo durante la exploración. Me metí en el agua y me dejé llevar por la corriente.
– ¿La noche era clara? -indagó Warden.
– Bastante. No había luna, pero tampoco nubes. El puente es muy alto. Es imposible que me vieran…
– Vayamos por orden -dijo Shears-. ¿Cómo abordó el puente?
– Me tumbé boca arriba, sir, con sólo la boca fuera del agua. Por encima de mí…
– Por Dios, Shears -masculló Warden-, debería pensar un poco más en mí para ese tipo de misiones.
– Creo que la próxima vez pensaré sobre todo en mí -musitó Shears.
Joyce evocaba la escena con tal intensidad que sus dos compañeros se dejaron arrastrar por su entusiasmo, sintiendo un profundo pesar ante la idea de haberse perdido tan deliciosa experiencia.
El mismo día de su llegada al punto de observación, después de tres noches de extenuante marcha, decidió repentinamente intentar esa expedición. No podía esperar más tiempo. Tras haber visto el puente casi al alcance de su mano, necesitaba tocarlo con los dedos.
Tumbado en el agua, sin poder distinguir ningún detalle en las masas compactas de las orillas, y apenas consciente de ser arrastrado por una corriente que no veía, tenía como único punto de referencia la larga línea horizontal del puente, que se destacaba en negro sobre el cielo. La línea se alargaba en su ascensión al cénit, conforme se acercaba, mientras que, por encima de su cabeza, las estrellas se precipitaban y se perdían en su interior.
Bajo el puente la oscuridad era casi completa. Permaneció un buen rato ahí, inmóvil, aferrado a un pilar, inmerso en un agua fría pero incapaz de aplacar su fiebre. Poco a poco fue penetrando en las tinieblas y descubrió sin sorpresa el extraño bosque de troncos lisos que emergían por encima de los remolinos de agua. Ese nuevo aspecto del puente le era también familiar.
– El golpe es realizable, sir. No me cabe ninguna duda al respecto. Lo mejor sería transportar las cargas en una balsa ligera e imposible de ver. Los hombres irían a nado. Bajo el puente no hay peligro alguno. La corriente no es tan fuerte que impida nadar de un pilar al otro. En caso necesario, nos podríamos atar para evitar ser arrastrados… Recorrí toda la longitud del puente y medí el espesor de los troncos, sir. No son demasiado gruesos. Bastará con una carga relativamente pequeña… bajo el agua… El agua es turbia, sir.
– Habrá que colocarla a bastante profundidad -dijo Warden-. Quizá el día del golpe el agua esté más clara.
Había ensayado todos los gestos necesarios. Durante más de dos horas, palpó los pilares, tomó medidas con un cordel, estudió los intervalos y eligió aquellos cuya ruptura causaría la catástrofe más trágica, grabando en su memoria todos los detalles útiles para la preparación del gran golpe. En dos ocasiones pudo oír unos pesados pasos muy por encima de su cabeza. Un guardia japonés recorría el tablero de arriba abajo. Él se agazapó contra un pilar y esperó. El guardia se limitó a hacer un barrido rutinario del río con su linterna.
– A la ida se corre un cierto peligro, sir, en caso de que enciendan alguna lámpara. Pero una vez llegados bajo el puente, se les oye venir desde lejos. El ruido de los pasos rebota en el agua. Disponemos de mucho tiempo para refugiarnos en una de las hileras interiores.
– ¿Es profundo el río? -inquirió Shears.
– Más de dos metros, sir. Me he sumergido en él.
– ¿Qué método ha pensado para activar la explosión?
– Bueno, creo que debemos descartar un accionamiento provocado automáticamente por el paso del tren, sir. Sería imposible disimular los cordones. Todo debe estar bajo agua, sir… Un cable eléctrico con una longitud suficiente, colocado en el fondo del río. El cable sale por la orilla, escondido entre la maleza… en la margen derecha, sir. He descubierto un emplazamiento ideal, un pedazo de selva virgen, donde se puede apostar un hombre. Además, ofrece una buena vista sobre el tablero del puente, a través de un resquicio que dejan los árboles.
– ¿Por qué en la margen derecha? -interrumpió Shears frunciendo el ceño-. Es la del campamento, si no lo he entendido mal. ¿Por qué no en la orilla opuesta, la de la montaña, que, según lo que nos cuenta, está cubierta con una vegetación impenetrable y que, obviamente, puede servir de vía de retirada?
– Exacto, sir. Pero mire otra vez este boceto. La vía férrea, después de una amplia curva, da la vuelta precisamente a esa montaña que hay tras el puente y sigue paralela al río, por debajo de aquél. Entre el agua y la vía, los árboles han sido talados y el terreno desbrozado. A la luz del día no es posible permanecer oculto. Habría que situarse mucho más retirado, al otro lado del terraplén, en los primeros repechos de la montaña… Un cable demasiado largo, sir, es imposible de esconder en el cruce de la vía del tren, a no ser que se disponga de mucho tiempo para prepararlo.
– Esa alternativa no me agrada -señaló Number One-. ¿Y por qué no en la orilla izquierda, pero detrás del puente?
– Esa orilla es inaccesible por el agua, sir. Hay un abrupto acantilado. Y un poco más allá, está el pequeño poblado indígena. Fui a observar: volví a cruzar el río y luego la vía. Ascendí a la zona trasera del puente, dando un rodeo para permanecer siempre en terreno cubierto. Es imposible, sir. El único lugar adecuado se encuentra sobre la orilla derecha.
– O sea -exclamó Warden-, que ha estado toda la noche dando vueltas alrededor del puente…
– Más o menos, pero antes del alba ya me había internado de nuevo en la selva. Llegué al punto de observación por la mañana.
– Y de acuerdo a su plan -dijo Shears-, ¿cómo podrá escapar la persona que se encuentre en ese puesto?
– Un buen nadador no precisa más de tres minutos para atravesar el río. Ése es el tiempo que me ha llevado a mí, sir. Además, la explosión desviará la atención de los japoneses. Creo que un grupo de apoyo, apostado en la parte inferior de la montaña, podría cubrir la retirada. Si consigue a continuación cruzar el espacio descubierto y la vía, ese hombre está salvado, sir. La selva hace imposible cualquier persecución eficaz. Le aseguro que es el mejor plan.
Shears permaneció pensativo un buen rato estudiando el boceto de Joyce.
– Es un plan que merece ser considerado -dijo Shears finalmente-. Después de haber visitado el campo de operaciones, naturalmente, usted está bien capacitado para dar su opinión. Vale la pena correr un cierto riesgo para lograr el resultado establecido… ¿Ha observado algo más desde las alturas de su mirador?
Cuando regresó a la cima de la montaña, el sol ya estaba en lo alto. Sus dos guías, llegados durante la noche, le esperaban con inquietud. Estaba exhausto. Se tumbó para descansar durante una hora, pero no se despertó hasta la tarde, cosa que reconoció disculpándose.
– Bueno… Entonces, supongo que durmió también durante la noche. Era lo mejor que podía hacer. El día siguiente se reincorporó a su puesto, ¿verdad?
– Así es, sir. Me quedé un día más. Había muchas cosas que examinar todavía.
Tenía que observar a los seres vivos, después de haber dedicado ese primer período a la materia inerte. Hechizado hasta entonces por el puente y los elementos del paisaje estrechamente vinculados a la natura operación, sintió súbitamente una profunda desazón ante el espectáculo de sus desgraciados hermanos, a los que observaba con sus prismáticos afanándose en el campamento, reducidos a un abyecto estado de esclavitud. Conocía bien los métodos aplicados por los nipones en los campamentos. Una multitud de informes secretos detallaban las interminables atrocidades cometidas por los vencedores.
– ¿Ha presenciado alguna escena brutal? -inquirió Shears.
– No, sir, probablemente no era el día adecuado. No obstante, me sobrecogió pensar que llevan trabajando así durante meses, con ese clima, mal alimentados, en míseras viviendas, sin ningún tipo de cuidados y bajo la amenaza de terribles castigos.
Hizo un repaso de todos los grupos, examinando con los prismáticos a cada uno de los hombres. Quedó horrorizado del estado en que se encontraban. Number One frunció el ceño.
– En nuestro trabajo no hay lugar para demasiadas emociones, Joyce.
– Lo sé, sir, pero es como le digo, son unos verdaderos sacos de huesos. La mayoría tienen los miembros cubiertos de heridas y llagas. Algunos apenas pueden mantenerse en pie. A nadie, en nuestra parte del planeta, se le ocurriría obligar a realizar una obra a unos hombres en un estado físico tan deplorable. ¡Tendría que verlos, sir! Daban ganas de llorar. Los hombres del equipo que tira de las cuerdas para clavar los últimos pilares… Unos esqueletos, sir. Nunca había visto un espectáculo tan horrendo. Es un crimen abominable.
– No se preocupe por ello -dijo Shears-. Los japoneses lo pagarán a su debido tiempo.
– Sin embargo, sir, su actitud me ha causado un gran asombro. Pese a su evidente decaimiento físico, ninguno de ellos parecía realmente abatido. Los he observado bien. Ignoran la presencia de sus guardias, haciendo de ello una cuestión de honor. Ésa es exactamente la impresión que me ha dado, sir: actúan como si los japoneses no estuvieran presentes. Se pasan en la obra desde el amanecer hasta la caída de la noche… y así desde hace meses, sin un día de descanso, probablemente… pero sus rostros no reflejaban desesperanza alguna. A pesar de su vestimenta y su penoso estado físico, no dan la impresión de ser esclavos, sir. He observado bien sus miradas…
Los tres guardaron silencio un buen momento, sumidos en sus propias reflexiones.
– El soldado inglés dispone de inagotables recursos en la adversidad -concluyó Warden.
– ¿Realizó alguna otra observación? -preguntó Shears.
– Los oficiales, los ingleses, quiero decir, sir. Ellos no trabajan, sino que están al mando de sus hombres, quienes parecen estar mucho más atentos a ellos que a los guardias. Van en uniforme.
– ¿En uniforme?
– Con las insignias, sir. Pude reconocer todos los rangos.
– ¡Caramba!… -exclamó Shears-. Los tailandeses habían indicado ese punto, pero no había querido creerles. En los otros campamentos, han hecho trabajar a todos los prisioneros, sin excepción… ¿Había oficiales superiores?
– Un coronel, sir. Con casi toda seguridad, el coronel Nicholson, de cuya presencia nos habían informado, y que fue torturado a su llegada. No abandonó la obra en ningún momento. Sin duda, se encuentra ahí para interponerse, en caso necesario, entre sus hombres y los japoneses, porque tienen que haberse producido incidentes… ¡Debería haber visto el aspecto de esos centinelas, sir! Verdaderos simios disfrazados, con una forma de arrastrar los pies y de contonearse que no tenía nada de humano… El coronel Nicholson, por su parte, muestra una sorprendente dignidad… Un líder a ojos vistas, sir.
– Ciertamente se precisa una inusual autoridad y excepcionales cualidades para mantener la moral en semejantes condiciones -afirmó Shears-. Yo también me saco el sombrero.
Joyce había tenido otros motivos para el asombro en el curso de esa jornada. Prosiguió entonces con su relato, a todas luces deseoso de hacer partícipes a los dos compañeros de su sorpresa y admiración.
– En un momento determinado, un prisionero de un equipo alejado atravesó el puente para ir a hablar con el coronel. Se puso firme a seis pasos de él, sir, con su extraña vestimenta. No resultó ridículo. Un japonés se acercó entonces dando gritos y haciendo molinetes con su fusil. Seguramente el hombre había abandonado su grupo sin permiso. El coronel Nicholson miró al guardia con un gesto bastante expresivo, sir. Vi la escena con todo detalle. El guardia no insistió, se limitó a marcharse. ¡Increíble! Aún hay más: poco antes de caer la tarde, apareció un coronel japonés en el puente; probablemente Saíto, del que nos han destacado su temible brutalidad. Pues bien, y no le miento, sir, se aproximó al coronel Nicholson en actitud de deferencia… Lo ha oído bien, de deferencia. Determinados detalles no dejan lugar a dudas. El coronel Nicholson saludó primero y el otro le respondió precipitadamente, y casi con timidez. ¡Lo vi perfectamente! Luego pasearon el uno al lado del otro. El japonés daba la impresión de ser un subalterno que recibía órdenes. Presenciar todo esto me ha llenado de alegría, sir.
– Digamos que a mí tampoco me contraría -murmuró Shears.
– ¡A la salud del coronel Nicholson! -dijo súbitamente Warden alzando su vaso.
– Tiene razón, Warden, a su salud, y a la de los quinientos o seiscientos desventurados que están viviendo un infierno a causa de ese maldito puente.
– Es una pena, en cualquier caso, que el coronel Nicholson no nos pueda ayudar.
– Tal vez sea una pena, pero usted conoce bien nuestros principios, Warden; debemos actuar solos… Pero volvamos un poco al puente.
Siguieron hablando del puente toda la velada. Estudiaron febrilmente los bocetos de Joyce, pidiéndole una y otra vez que aclarara algún detalle en concreto, cosa que éste efectuaba sin vacilar. Hubiera podido dibujar de memoria todas y cada una de las piezas de esa construcción, y describir cada remolino del río. Comenzaron a discutir el plan que habían ideado, haciendo una lista de todas las operaciones necesarias, detallando cada una en profundidad y esforzándose por adivinar todos los accidentes imprevisibles que pudieran surgir a última hora. Seguidamente, Warden se ausentó para recoger unos mensajes en el puesto instalado en una habitación contigua. Joyce dudó un momento.
– Sir -dijo finalmente-, yo soy el mejor nadador de los tres y ahora conozco el terreno…
– Eso lo veremos más tarde -dijo Number One, interrumpiéndole.
Joyce estaba al límite de sus fuerzas. Shears se dio cuenta de ello al verle tambalearse de camino a su cama. Tras un tercer día dedicado a espiar, tumbado boca abajo entre la maleza, había tomado por la noche el camino de vuelta y regresó al acantonamiento de un tirón. Apenas se había detenido para comer. Por su parte, los tailandeses tuvieron que emplearse a fondo para soportar el ritmo impuesto por él. Ahora estaban ocupados relatando, llenos de admiración, la manera en que el joven blanco había conseguido agotarles.
– Debe descansar -insistió Number One-. No serviría de nada que se matara ahora. Nos va a hacer falta toda su energía. ¿Por qué ha vuelto tan rápido?
– El puente estará terminado probablemente en menos de un mes, sir.
Joyce se quedó dormido de golpe, sin siquiera deshacerse del maquillaje que le hacía irreconocible. Shears se encogió de hombros y no trató de despertarlo. Permaneció a solas, reflexionando intensamente sobre la distribución de los papeles para la escena a representar en el valle del río Kwai. Aún no había tomado ninguna decisión cuando Warden regresó y le tendió varios mensajes que acababa de descifrar.
– Parece que la fecha se va aproximando, Shears. Información del centro de operaciones: el ferrocarril está terminado en la mayoría de los tramos. La inauguración tendrá lugar, con toda probabilidad, en cinco o seis semanas. Un primer tren repleto de tropas y de generales. Una pequeña celebración… Un importante arsenal de munición, también. No parece nada mal. El centro de operaciones aprueba todas sus iniciativas y le da entera libertad. La aviación no intervendrá. Nos mantendrán al corriente a diario… ¿Y el niño?, ¿duerme?
– No lo despierte. Merece un poco de descanso. Se las ha arreglado muy bien… En su opinión, Warden, ¿cree que se puede contar con él en «todo tipo» de circunstancias?
Warden reflexionó antes de contestar.
– Mi impresión es buena, pero no se puede afirmar nada «de antemano», usted lo sabe igual que yo. Comprendo perfectamente lo que quiere decir. Se trata de saber si es capaz de tomar una decisión difícil en unos segundos, incluso en menos tiempo, y si está preparado para ejecutarla… ¿Por qué me lo pregunta?
– Me ha dicho: «Yo soy el mejor nadador de los tres», y no era un alarde. Es cierto.
– Cuando me enrolé en la Unidad 316 -masculló Warden-, desconocía que hacía falta ser campeón de natación para tener un papel protagonista. Dedicaré las próximas vacaciones a entrenarme.
– Hay también una razón psicológica. Si no se lo permito, perderá confianza en sí mismo y no hará nada a derechas en mucho tiempo. Uno nunca puede estar seguro «de antemano», como usted dice… ni siquiera él… y la espera por saber quién es el elegido le consume… Lo esencial, naturalmente, es que cuente con las mismas opciones de alcanzar el éxito que nosotros. Estoy convencido… y, por supuesto, de escapar indemne. Lo decidiremos dentro de unos días. Quiero ver cómo se encuentra mañana. Más vale que no le hablemos del puente durante un tiempo… No me agrada demasiado verle conmoverse por la desgracia de los prisioneros. ¡Ah, ya sé lo que me va a decir!… El sentimiento es una cosa, y la acción otra bien distinta. En cualquier caso, tiene tendencia a exaltarse… a verlo todo a través de su imaginación. ¿Comprende lo que quiero decir?… Le da demasiadas vueltas a las cosas.
– No se pueden establecer reglas generales en este tipo de misiones -afirmó el juicioso Warden-. En ocasiones, la imaginación, e incluso la reflexión, dan buen resultado, aunque no siempre…
El estado de salud de los prisioneros preocupaba también al coronel Nicholson, por lo que se dirigió al hospital para hablar de ello con el médico.
– Esto no puede seguir así, Clipton -dijo en un tono serio, casi severo-. Es evidente que un hombre gravemente enfermo no puede trabajar, pero todo tiene su límite. ¡Usted ha puesto en reposo a la mitad de mis efectivos! ¿Cómo quiere que terminemos el puente en un mes? Soy consciente de que la obra ha avanzado considerablemente, pero todavía queda mucho, y con esos equipos mermados los trabajos están estancados. Los hombres que se mantienen en la obra empiezan a resentirse en sus fuerzas.
– Écheles un vistazo, sir -repuso Clipton que, al oír esas palabras, se vio obligado a serenarse para conservar su flema habitual y la actitud respetuosa que todos los subordinados deben a un coronel, independientemente de su rango o función-. Si no atendiera más que a mi conciencia profesional o a la simple humanidad, declararía incapaces de todo esfuerzo no a la mitad, sino a la totalidad de sus efectivos. Sobre todo, para un trabajo como el que están haciendo aquí.
Durante los primeros meses, la construcción se había desarrollado a un ritmo acelerado, sin otro obstáculo que los incidentes ocasionados por algunas oscilaciones de humor de Saíto. Éste se creía a veces obligado a reconquistar su autoridad sacando del alcohol el coraje necesario para mostrarse cruel y superar así sus complejos. No obstante, los accesos eran cada vez más raros, puesto que había quedado bien patente que las manifestaciones violentas eran perjudiciales a la ejecución del puente. Dicha ejecución había ido adelantada durante bastante tiempo con respecto al calendario fijado por el comandante Hughes y el capitán Reeves, como resultado de una eficaz colaboración, aunque no exenta de fricciones. Por otra parte, el clima, la naturaleza de los esfuerzos requeridos, el régimen alimentario y las condiciones de vida habían afectado notablemente a la salud de los hombres.
Su estado físico empezaba a ser preocupante. Privados de carne, salvo cuando los indígenas del poblado vecino acudían a vender alguna vaca raquítica, privados de mantequilla y privados de pan, los prisioneros, cuya alimentación a veces consistía en arroz a secas, se habían visto poco a poco reducidos a esa condición esquelética que tanto había impresionado a Joyce. El trabajo de esclavo consistente en tirar todo el día de una cuerda para alzar una pesada maza, que se precipitaba interminablemente acompañada de un estruendo obsesivo, se había convertido en una verdadera tortura para los hombres de este equipo. Había otros que tampoco habían corrido mejor suerte, en particular los que tenían que permanecer durante horas en un andamiaje medio sumergido en el agua, con la misión de sujetar los pilares mientras el martinete caía una y otra vez, dejándoles prácticamente sordos.
La moral de la tropa era aún relativamente alta, gracias al ardor de ciertos mandos como el teniente Harper que, rebosante de brío y energía, se prodigaba todo el día con vigorosas palabras de aliento en un tono jovial, siempre dispuesto a arrimar el hombro y a poner manos a la obra personalmente, él que era oficial, tirando de la cuerda con todas sus fuerzas para ayudar a los más débiles. Había incluso ocasión para las situaciones cómicas, como, por ejemplo, cuando el capitán Reeves se acercaba con su plano, su regla graduada, su nivel y otros instrumentos fabricados por él mismo, y luego se deslizaba a ras del agua sobre un andamio tambaleante para tomar medidas, seguido por el pequeño ingeniero japonés, que se había convertido en su sombra y que imitaba todos sus gestos, anotando gravemente sus cifras en un cuaderno.
Dado que la actitud de los oficiales se inspiraba directamente en la del coronel, era éste en resumidas cuentas quien tenía entre sus poderosas manos el destino del puente. El coronel Nicholson lo sabía y sentía el legítimo orgullo del superior que ama y busca las responsabilidades, pero también, y en igual medida, soportaba todo el peso de las cargas unidas a este honor y a este puesto.
El número creciente de enfermos ocupaba un lugar preeminente en sus preocupaciones. Estaba asistiendo, ante sus mismos ojos, al desfondamiento literal de sus tropas. Lentamente, día a día, hora a hora, un poco de la sustancia viva de cada prisionero se separaba del organismo humano para disolverse en el universo material. Ese universo de tierra, de vegetación monstruosa, de agua y de atmósfera húmeda atestada de mosquitos no parecía percibir dicho enriquecimiento. Se trataba, desde un punto de vista aritmético, de un riguroso intercambio de moléculas, pero la pérdida, dolorosamente sensible, del orden de decenas de kilogramos multiplicado por quinientos, no se traducía aparentemente en ganancia alguna.
Clipton temía el brote de una epidemia grave, por ejemplo, de cólera, como había ocurrido en otros campamentos. Hasta el momento se había evitado dicho azote gracias a una rigurosa disciplina, pero los casos de malaria, disentería y beriberi habían dejado de ser excepciones. Por cada día que pasaba, juzgaba indispensable declarar indisponibles a un mayor número de hombres, a los que ordenaba el reposo. En el hospital se las había arreglado para prestar una asistencia bastante aceptable a aquellos que podían comer, gracias a unos pocos paquetes de la Cruz Roja, reservados para los enfermos, que se habían salvado del saqueo de los japoneses. Pero, antes que nada, el reposo en sí era un bálsamo para ciertos prisioneros a los que el «martinete», después de destrozarles los músculos, había afectado seriamente a su sistema nervioso, causándoles alucinaciones y forzándoles a vivir en una eterna pesadilla.
El coronel Nicholson, que estimaba a sus hombres, en un primer momento había apoyado a Clipton con todo el peso de su autoridad para justificar esas ausencias antes los japoneses. Con objeto de prevenir las posibles protestas de Saíto, había exigido a los hombres aptos para el trabajo un esfuerzo suplementario.
Sin embargo, desde hacía ya bastante tiempo, estaba convencido de que Clipton exageraba. No escondía su sospecha de que Clipton se excedía en sus atribuciones de médico, que su debilidad le llevaba a declarar enfermos a prisioneros que hubieran podido contribuir con sus servicios. Un mes antes de la fecha fijada para el término de las obras no era ciertamente el momento más adecuado para aflojar. Esa mañana había ido al hospital para ver con sus propios ojos, poner las cosas claras con Clipton y, en caso necesario, hacer recapacitar al médico, con firmeza, pero también con el tacto que un comandante especialista merece en un asunto delicado.
– Vamos a ver. Éste, por ejemplo -dijo en referencia a un enfermo, tras hacer un alto-. ¿Cuál es tu problema, muchacho?
Se paseaba entre dos filas de prisioneros que descansaban en camas de bambú. Unos tiritaban de fiebre, otros, inertes y cubiertos por unas miserables mantas, dejaban ver sus rostros cadavéricos. Clipton intervino con presteza en un tono bastante firme.
– Cuarenta de fiebre esta noche, sir. Malaria.
– Bien, bien -dijo el coronel prosiguiendo su marcha-. ¿Y ése de ahí?
– Úlceras tropicales. Ayer le tuve que horadar la pierna… con un cuchillo. No dispongo de otro instrumento. Le hice un agujero donde cabría una pelota de golf, sir.
– Así que es ése. Ayer por la noche escuché gritos -murmuró el coronel Nicholson.
– En efecto. Cuatro compañeros tuvieron que sujetarle. Espero poder salvarle la pierna, pero no estoy seguro de lograrlo -añadió en voz baja-. ¿Realmente desea que lo envíe al puente, sir?
– No diga tonterías, Clipton. Evidentemente, si es su opinión de profesional, no insistiré… Entiéndame. No se trata de hacer trabajar a los enfermos o a los heridos graves. Lo que quiero decir es que no podemos olvidar que hay una obra que terminar en el plazo de un mes, lo cual requerirá un gran esfuerzo, soy consciente de ello, pero no puedo hacer nada por cambiarlo. Por consiguiente, cada vez que me quita un hombre de la obra, los demás deben enfrentarse a un trabajo un poco más duro. Es importante que lo tenga siempre presente, ¿comprende? Aunque alguno de ellos no esté en plena forma física, puede siempre resultar de utilidad efectuando tareas más sencillas, una instalación de precisión, por ejemplo, o dando un último retoque… Hughes va a iniciar en breve el pulimentado del puente…
– Supongo que lo hará pintar, sir…
– Eso está descartado, Clipton -dijo el coronel con vehemencia-. Sólo podríamos encalarlo, y ello lo convertiría en una apetitosa diana para la aviación. Parece olvidar que estamos en guerra.
– Es cierto ser. Estamos en guerra.
– No, nada de lujos. Me he opuesto a ello. Basta con que la construcción esté bien hecha, que tenga un buen acabado… He venido para decírselo, Clipton. Hay que hacer comprender a los hombres que se trata de una cuestión de solidaridad… ¿Y ése, por ejemplo?
– Una herida muy fea en el brazo que se ha hecho levantando las vigas de su condenado puente de los mil demonios, sir -estalló Clipton-. Tengo a unos veinte como él. Evidentemente, en el estado general en que se encuentran, las heridas no cicatrizan y se infectan. No dispongo de nada para cuidarlos adecuadamente.
– Me pregunto -dijo el coronel, siguiendo el hilo de su pensamiento y haciendo oídos sordos a lo inapropiado de ese lenguaje- si, en un caso como éste, el aire libre y una ocupación razonable no favorecería su restablecimiento mejor que la inmovilidad y el enclaustramiento en su choza. Dígame, Clipton, ¿qué piensa de ello? Después de todo, entre nosotros nunca se hospitaliza a un hombre por un arañazo en el brazo. Estoy convencido de que, si recapacita, acabará siendo de mi parecer.
– Entre nosotros, sir… entre nosotros… ¡Entre nosotros…!
Clipton elevó los brazos al cielo en un gesto de impotencia y desesperación. El coronel lo llevó entonces a la pequeña habitación que hacía las veces de enfermería, lejos de los enfermos. Ahí siguió abogando por su causa y apelando a todas las razones que un mando puede invocar en semejante situación, cuando su intención, más que ordenar, es convencer. Finalmente, viendo que Clipton no parecía muy convencido, le asestó su argumento más poderoso: si persistía en su conducta, los japoneses se encargarían personalmente de vaciar el hospital; y lo harían indiscriminadamente.
– Saíto me ha amenazado con adoptar medidas draconianas -afirmó.
Era una mentira piadosa. Saíto, a estas alturas, ya había renunciado a la violencia, después de haber comprendido que no le llevaría a ningún sitio y, en el fondo, muy satisfecho de ver cómo se levantaba, oficialmente bajo su dirección, la más bella construcción de la vía férrea. El coronel Nicholson dio por buena esa deformación de la verdad, aunque no pudo evitar un cierto remordimiento de conciencia. No podía permitirse descuidar ninguno de los factores que podían contribuir a la terminación del puente, ese puente que simbolizaba el espíritu indomable que nunca se confiesa vencido, el espíritu que siempre se desvive por probar con acciones la invulnerable dignidad de su condición; ese puente al que no le faltaba más que varias decenas de pies para abarcar de un trazo continuo el valle del río Kwai.
Ante esa amenaza, Clipton maldijo a su coronel, pero cedió. Desalojó de su hospital a una cuarta parte de sus enfermos, aproximadamente, pese a la terrible desazón que le invadía cada vez que tenía que elegir. De esa forma, devolvió a la obra un amasijo de lisiados, heridos leves y hombres con fiebre afectados crónicamente por la malaria, pero capaces de andar.
No hubo protestas. La fe en el coronel era de aquellas que mueven montañas, edifican pirámides, catedrales, puentes y hacen trabajar a moribundos con una sonrisa en los labios. El llamamiento a la solidaridad bastó para convencerlos. Retomaron sin rechistar el camino del río. Unos infortunados soldados, con un brazo inmovilizado por vendajes sucios y mal colocados, agarraron la cuerda del martinete con su única mano hábil y empezaron a tirar de ella al compás, echando el resto que les quedaba de ánimo y fuerzas, ayudándose de todo su menguado peso y sumando el sacrificio de ese doloroso esfuerzo a los sufrimientos que, poco a poco, encaminaban hacia su perfección al puente sobre el río Kwai.
Gracias a este nuevo impulso, el puente fue rápidamente terminado. En breve sólo restaría dar los «últimos retoques», en palabras del coronel, para que la obra presentara ese «acabado» en que un observador experimentado reconoce de inmediato, en cualquier parte del mundo, la maestría de los europeos y la preocupación por la comodidad típica de los anglosajones.