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Vista desde lejos, la Hoshikaze era algo impresionante: una de aquellas gigantescas astronaves esféricas, rematada en el enorme espejo de un impulsor de fusión. Una nave viviente… al parecer, se las podía estimular para que desarrollasen unas partes más que otras. Y eso era en lo que los técnicos marcianos habían estado trabajando; habían modelado aquella nave para una única e importante misión: el viaje a Júpiter.

El militar que parecía estar al mando les avisó que ya habían llegado. A Susana le llamó la atención; llevaba el mismo uniforme que los japoneses, pero era de raza negra.

– ¿Quién es? -preguntó Susana en voz baja.

– Es el teniente Shimizu Yonu, de las fuerzas de paz de la Kobayashi -le susurró Casanova.

– Mercenarios -dijo ella, con tono neutral. Fuerza de paz privada, bonito eufemismo, pensó.

– Profesionales especialistas en técnicas de combate -rectificó Casanova.

– ¿De dónde son?

– Norteamericanos, principalmente. Shimizu Yonu es la forma japonesa de John Smith. Y no es un chiste, se llama así de verdad.

Los soldados tomaron los sacos de lona con su equipaje y, usando diestramente sus sandalias adhesivas, atravesaron la escotilla de acceso a la Hoshikaze. Bueno, soldados parecía un término exagerado; charlaban animadamente, señalando la extraña forma de los corredores.

Algunos eran japoneses, el resto eran de raza negra o blanca. De éstos, algunos latinos y otros anglosajones. Tenían entre veinte y treinta años y aparentaban buena forma física. Les había escuchado hablar entre ellos en un inglés estándar, mezclado con palabras japonesas y españolas. Era el hisponglés, una jerga habitual entre los pueblos ribereños del Pacífico.

Eran un total de siete mujeres y ocho hombres. Casanova se los fue presentando. Susana hizo un esfuerzo por memorizar sus nombres: la sargento Ono Katsui, el sargento Walter Fernández, que además era especialista en medicina espacial, la cabo Oji Toragawa y el cabo Michael Harris. Los demás eran: Shimada Osato, Kiyoko Fujisama, Jennifer Brown, experta en trajes espaciales; Elizabeth Thorn, Diana Sanders, Masuto Tadeo, Michaelson, Williams, Martínez, Johnston… Todos poseían algún grado de adiestramiento técnico: electrónica, informática, mecánica, etc.

No parecía haber distinciones de rango entre ellos. Vestían informalmente, con ropas de trabajo funcionales y cómodas, sus sacos al hombro. Ó más bien, sobre el hombro, flotando como extraños globos infantiles.

Pero todos parecieron cuadrarse cuando apareció el comandante Okedo.

– Bienvenidos a bordo de la Hoshikaze, damas y caballeros -sonreía éste. Era un hombre de unos cuarenta años, bastante alto para ser japonés. Tenía un rostro enjuto, adornado con un estrecho bigote. Señaló a una mujer oriental que esperaba junto a él-. La primer oficial, Ikeda Yuriko y yo les conduciremos hasta los alojamientos…

Hoshikaze. «Viento estelar» -tradujo Susana, interrumpiéndole-. ¿Debo entender entonces que esta nave está bajo jurisdicción japonesa?

Okedo y Shimizu se miraron.

– Mis guardias y yo -dijo el teniente Shimizu con cierta dosis de solemnidad- pertenecíamos a la fuerza de paz privada de la Kobayashi. Por desgracia, esta compañía ya no existe, y nuestras fuerzas están ahora bajo la bandera de Marte, según la resolución del Consejo de Seguridad.

– Lo mismo puedo decir de mi tripulación-añadió Okedo.

– No sabemos qué vamos a encontrar en el cometa -intervino con diplomacia Casanova-. Pero debéis estar preparados para cualquier cosa. Estos hombres y mujeres son los mejores profesionales de que disponemos.

– Gracias -dijo Shimizu. Okedo inclinó un poco la cabeza.


Yuriko les guió hasta el fondo del hangar. Era una mujer diminuta, con el cuerpo de una niña de doce años y un rostro ovalado, semejante a una máscara de porcelana. En la ingravidez, sus movimientos eran delicados y precisos, tan elegantes como los de un actor de teatro no.

A pesar del tamaño de la nave, les informó, el espacio habitable no era demasiado grande. La mayor parte de su volumen correspondía a tanques de combustible; era un vehículo creado para velocidad. La carga de pago estaba formada por un gran anillo situado tras la base del hangar y ligeramente mayor en radio. Era de construcción humana, pues las naves vivientes marcianas parecían consistir en el casco y poco más. En el hangar cilindrico se almacenaban contenedores de carga, algunos vehículos auxiliares y varias sondas espaciales, que podrían usar según sus necesidades.

– Como podéis ver -decía la oficial-, el hangar está presurizado de modo permanente. No obstante debo recordaros que, para mayor seguridad, está prohibido permanecer en él sin traje cuando esté abierto el portalón. Se avisará con tiempo cada vez que se vaya a abrir; si eso sucede y no lleváis el traje, abandonad el hangar. Ese vestuario de allí es hermético y contiene dos trajes; puede usarse como refugio de emergencia.

A través de la suave palabrería, Susana adivinó la verdad. El misterioso campo de fuerza que impedía escapar el aire estaba fuera de control humano, y si fallaba, adiós. El comandante no quería correr el riesgo.

Miró pensativa a la puerta del hangar, el portalón, como decía la oficial. Susana se prometió cumplir la regla a rajatabla. Tampoco se fiaba un pelo.

– El anillo con los alojamientos -proseguía Yuriko-, lo que llamamos «la cubierta», gira para proporcionar pseudogravedad. De este modo evitamos tener que hacer girar toda la nave, una tarea engorrosa.

– ¿Y cómo bajaremos a él? -preguntó uno de los mercenarios, como mentalmente los llamaba Susana. Yuriko sonrió.

– Ahora veréis.

En el centro de la base circular del hangar había una escotilla. Se podía llegar a ella por seis escaleras radiales.

Susana empezaba a entender la estructura interna de la nave. Como en un pólipo o estrella de mar, todo se disponía simétricamente en torno a un eje, en este caso, el eje proa-popa. Bien, tenía su lógica.

– Aunque no vamos a él -dijo-, os mostraré cómo llegar al puente de mando. El puente, junto con la cámara de pilotaje de los delfines, y una pequeña cámara de descompresión, se hallan a proa y en torno al portalón. Ahora podríamos ir caminando, pero cuando estemos bajo aceleración habrá un problema. El hangar será un pozo vertical. Deberemos usar eso.

Señaló a un punto de la pared curvada del hangar. En el laberinto de vigas y riostras que soportaban las sondas, se distinguían la jaula de un montacargas y una especie de escalera de incendios. Las dos estaban adosadas y recorrían longitudinalmente la pared cilindrica.

– Lo llamamos la crujía. De todos modos, rara vez tendréis que ir. La escotilla que hay al lado de la base da a un túnel que lleva al tanque de los delfines. Subamos por aquí-señaló a una de las seis escaleras radiales-. Si alguno es propenso al mareo, que no mire hacia atrás. De todos modos recordad que no se puede caer en la ingravidez.

Ascendieron sin problemas y atravesaron la escotilla, que Yuriko llamó «escotilla axial», pues estaba exactamente en el eje. Se hallaron en una amplia cámara cilindrica que giraba con lentitud. En la pared curvada habían tres grandes aberturas. De cada una partía un túnel cilindrico, recorrido por una escalera vertical.

– Es como una estación espacial de rueda -dijo uno de los mercenarios.

– Exacto, y estamos en el cubo. Lo llamamos cámara axial.

Puede usarse como cámara de descompresión, en caso de que el hangar pierda el aire. Estos son los radios. Bajad por esa escalera, y poco a poco irá aumentando la fuerza centrífuga. Es sencillo.

– Ya veremos lo sencillo que es bajar el equipo a cuestas -murmuró una infante. Yuriko lo oyó.

– Naturalmente, detendremos el giro de la cubierta para ello. Sigo: la diferencia con una estación espacial de rueda está en que, cuando estemos en aceleración, el anillo no girará y serán corredores horizontales. Todo en esta nave está pensado para girar noventa grados.

La primer oficial señaló otra escotilla, situada justo enfrente de la axial.

– Da acceso a la bodega de carga. Aquí se almacenarán provisiones y otros productos, que no se necesiten de inmediato y necesiten estar presurizados.

Era un largo compartimiento cilindrico, alineado con el eje de la nave. Estaba dividido por unos tabiques transversales, con una gran abertura circular en el centro de cada uno. A Susana le recordaba los segmentos de un anélido.

– Bajemos a la cubierta y os mostraré los camarotes.

Tampoco fue difícil bajar. Su peso fue aumentando conforme descendían, sin llegar a ser molesto. Una vez alcanzaron el fondo, pudieron caminar normalmente sobre la cubierta.

Los habitáculos, alineados como departamentos de un tren, apenas ocupaban una parte de ella. Había almacenes para equipo y víveres, un comedor, la sala de juegos, destinada a gimnasio y lugar de reunión, la enfermería, un quirófano de campaña y la sala de hibernación. Susana sintió un ligero repeluzno ante las cámaras semejantes a ataúdes.

– Bajo aceleración, será un corredor circular que rodeará la base del hangar -siguió explicando Yuriko-. En caída libre, como ahora, la cubierta gira, y el arriba corresponde a la cámara axial. Seguidme.

Los camarotes eran cabinas con una forma casi cúbica. Cada uno contenía dos literas que se podían cerrar con puertas corredizas, con aire acondicionado, luz para leer, un pequeño televisor y una taquilla para objetos personales.

Los camarotes tenían dos puertas, una de ellas en el techo. Al ver sus caras, Yuriko sonrió.

– Cuando estemos en aceleración, usaremos las puertas del techo, que entonces será la pared que da al corredor. Los muebles pueden girar noventa grados para adaptarse a ambas situaciones. Ahora os asignaré los camarotes.


Iván Lenov había supervisado en persona las instalaciones de los delfines. Para acomodarlos, los ingenieros habían ideado una piscina a partir de uno de los tanques esféricos de combustible.

La nave transportaba agua en sus tanques, más fácil de almacenar que el hidrógeno líquido; de ella se obtenía por electrólisis hidrógeno para la fusión y oxígeno para el sistema de soporte vital.

El tanque estaba lleno de agua salada en un ochenta por ciento, y podía girar sobre su eje cuando la nave no aceleraba, de modo que Tik-Tik y Semi tuvieran siempre suficiente espacio libre para nadar y un hueco lleno de aire en forma de tubo, donde podían respirar. Cuando la nave acelerase, el volumen de aire adoptaría la forma de un casquete. El sentido de la rotación era contrario al de la cubierta, para dar un momento angular cero. Claro está, el tanque, mucho más masivo, debía girar más despacio. Pero a los delfines no les afectaba.

La flotación de un cuerpo no está influida por la gravedad. Su masa y la del volumen de agua que desplaza se multiplican por el mismo factor. Obvio. Pero Lenov estaba especialmente orgulloso de otra idea.

Tanto en aceleración como en rotación, el ecuador siempre estaría sumergido. Sugirió la instalación de una compuerta y un túnel que comunicase el tanque con la cabina de pilotaje. Los delfines podían moverse por él con ayuda de una cinta transportadora, cada vez que se relevasen: una instalación funcional y práctica. Los mandos eran simples y los delfines podían accionarlos presionando con el morro. Lenov no se veía recorriendo media nave con un delfín en brazos, a cada cambio de turno.

Sólo había un inconveniente, pero era pequeño. La esfera giraba en el interior de otra un poco mayor, estacionaria, de la que partía el túnel, con agua rellenando el espacio intermedio. Éste relleno no giraba, y los delfines debían vencer la corriente para entrar y salir. Una insignificancia para aquellos poderosos nadadores.

Mientras estaba dando los últimos toques, alguien se acercó a él.

– Supongo que es usted el señor Lenov… -dijo una voz de mujer, en un ruso muy aceptable. Lenov, cogido por sorpresa, alzó la vista.

– Sí, eh… -leyó el TIM de la mujer- doctora Rajman.

Se quitó la máscara de soldar y contuvo un silbido de admiración. Le tendió la mano. Ella se la estrechó.

La mujer llevaba el pelo recogido en una larga y elaborada trenza, tan negra como el mismo espacio. Fue una verdadera sorpresa; pero no había esperado encontrarse con esa beldad de piel oscura y grandes ojos color avellana.

– ¿Cómo se encuentran sus delfines, señor Lenov? ¿Será apropiada esta piscina?

– Oh, sí, por supuesto -Lenov se alegró de que tocase un tema familiar. Empezaba a sentirse como un zopenco-. Pero no los llame «mis delfines», no les gusta. Sus nombres son: Salta Olas Como Torpedo Furioso, éste de ahí. La otra es una hembra, Fuyu no Ara-Umi. Muy hermosa, como ve.

¿Fuyu no Ara-Umi? ¿Se llama de verdad «Mar Invernal Embravecido»? -tradujo ella divertida.

Se le formaban dos graciosos hoyuelos en las mejillas cuando sonreía. Lenov también sonrió.

– Tienen unos nombres muy rimbombantes. A Salta Olas Como Torpedo Furioso lo llamo «Tik-Tik»; y a Fuyu no Ara-Umi la llamo «Semi», por su voz. Parece una chicharra.

– ¿Por qué lleva un nombre japonés?

– La educaron en un instituto de la Kobayashi, en las islas Daito. El otro es un viejo amigo mío. Se llevan bien, los delfines siempre lo hacen. En eso son superiores a los… ejem… los humanos.

Carraspeó al darse cuenta de lo que decía. Macho y hembra. Sin duda se llevarían pero que muy bien.

La mujer no dio señales de haber captado el equívoco. Alargó una mano hacia el tanque y Tik-Tik se alzó del agua, como esperando un obsequio de pescado. Lenov trató de recordar dónde había oído el nombre de ella.

– Benazir Rajman. Así que usted descubrió ese cometa raro.

– Sí -sonrió ella-. Imagino que le habrán puesto al corriente de nuestra misión.

– Más o menos -dudó el ruso-; no creo haber entendido ni la mitad de todo… Bueno, hace un año no lo hubiera creído…

Benazir se inclinó sobre el borde del tanque. El delfín se había alejado, y preguntó:

– ¿Lleva usted mucho tiempo con los delfines?

– Toda mi vida, doctora… ¿puedo llamarla Benazir?

– Por supuesto.

– Precioso nombre. ¿De dónde es usted?

– Marroquí.

– Conozco ese país. Maravilloso.

– Usted es ruso…

Da. ¿Tanto se nota?

– Me temo que sí.

– Bueno, en realidad mis padres eran emigrantes georgianos. Pero yo nací en San Petesburgo… casi por casualidad.

Apoyó los codos sobre la barandilla.

– ¿Dónde empezó a trabajar con delfines? -preguntó ella.

– En Moscú.

– ¿No queda el mar un poco lejos de allí?

– No… es decir, sí, claro. Pero yo empecé entrenándome con ellos en el Instituto Paulov. Desde pequeño había soñado hablar con ellos. Con enterarme de cómo veía el mundo una inteligencia no humana… quiero decir…

– Le comprendo.

– Sí. Como suele decirse, algunos de mis mejores amigos son cetáceos. En mi oficio, decimos que un delfín es más fiel que…

Se detuvo. Iba a decir que una mujer, pero temió ofenderla. Improvisó un dicho ingenioso.

– … que un cepillo de dientes.

– Bien, bien -dijo Benazir sacudiendo la cabeza-. Un cepillo de dientes, ¿eh?

– Ajá.

– Bueno, tengo que irme…

– No le he mostrado el corredor de acceso -dijo Lenov rápidamente- es diseño mío, le gustará.

– En otra ocasión. Ahora tengo cosas que hacer.

– Que lástima.

– No se canse demasiado, Lenov. Hasta luego. -Se despidió con un gesto de la mano mientras desaparecía por la escalerilla de acceso.

El ruso la vio marchar, inclinándose levemente hacia la escalerilla para admirar sus bien torneados tobillos.

– ¿Está usted a cargo de los delfines?

La voz retumbó en el espacio vacío. Lenov se volvió, sorprendido e irritado. Al parecer, hoy era el día de visita en Acualandia. Otra mujer le observaba desde la barandilla de acceso, al otro extremo del tanque.

– ¿Quién es usted? -se preguntó cuánto tiempo llevaría allí.

– Susana Sánchez -dijo la mujer mientras recorría el perímetro en dirección a él-. No pude evitar oír lo de su experiencia con los delfines. ¿Cuál era su trabajo antes?

Susana se plantó frente a él. Lenov era un hombre de aspecto tosco, mandíbula cuadrada, musculoso como un levantador de pesas, y con la piel curtida por el sol y el aire libre. Ella era pequeña, pero parecía el doble de curtida que él.

– Trabajaba en la flota del Atlántico de la Hanashima. ¿Por qué?

– Usted era un arador.

Lenov se sintió repentinamente incómodo. Había casi escupido la palabra, como si se hubiera ganado la vida curtiendo pieles de bebés.

En realidad era un trabajo muy duro, recordó él.


El sol convertía la cubierta de los pesqueros en una plancha candente de quinientos metros de largo, sombreada por las enormes velas controladas por ordenador; interrumpida por las escotillas de las bodegas donde se almacenaban toneladas y toneladas de anchoas. Por medio de una ancha tubería se transfería a bordo parte de la captura diaria. Una interminable cascada de pescado, con destino a millares de hambrientas bocas.

Entonces Lenov tenía la sensación de pertenecer a un ejército en constante guerra por la conquista de proteínas.

Dos remolcadores mantenían extendida la colosal red en forma de embudo aplanado, que se extendía en un frente de un kilómetro. Cualquier cosa no menor que una anchoa era capturada y aspirada mediante un gran tubo.

Cuatro pequeños buques de exploración seguían a los bancos de anchoas mediante sonar, mediciones de la abundancia del plancton y datos meteorológicos acerca de los vientos y corrientes marinas. Media docena de cópteros colaboraban también en la búsqueda.

A gran profundidad, enterrada en el cieno, colosales rejillas metálicas calentaban el agua del fondo, alimentadas por reactores nucleares submarinos.

El agua caliente ascendía desde el fondo, llevando consigo las sales minerales depositadas; aquello equivalía a arar el mar. Los fosfatos y nitratos fertilizaban el agua, permitiendo que el plancton multiplicara su masa por cien en una semana. Como abonado complementario, grandes emisarios submarinos llevaban aguas de desecho desde las ciudades de la costa.

Las anchoas hacían los honores al banquete pantagruélico, reproduciéndose como moscas. Los pesqueros las capturaban en enormes cantidades y los buques factorías las convertían en harina, les añadían colorantes, saborizantes, espesantes y cosas por el estilo. De allí salía la única carne que comía el noventa por ciento de la población del Mundo.


– Sí, trabajaba con los subs y con delfines -dijo Lenov sin poder evitar un cierto tono defensivo-. ¿Qué tiene eso de…?

– Ustedes estaban arruinando el océano. En solo cincuenta años habrían acabado con todo el bentos.

Lenov la miró confuso y se echó a reír escandalosamente. Susana le devolvió una mirada de odio.

– Perdóneme; yo no estaba en un arrastrero. Lo mío eran las áreas de afloramiento. -Lenov logró a duras penas contener la risa histérica-. Aunque, tras el Exterminio, esos temas han perdido gran parte de su importancia, ¿no cree…?

– La tienen para mí -dijo Susana-. No me gusta pensar que estos delfines van a ser atendidos por alguien que siente tan poco respeto por la naturaleza.

– La gente tenía que comer, ¿verdad? -dijo Lenov, sintiéndose algo ridículo-. Claro, ustedes los ecologistas los habrían dejado morir de hambre y…

Pero Susana le dejó con la palabra en la boca. Se dio airadamente la vuelta, y desapareció por la misma compuerta que había utilizado Benazir unos momentos antes.

– Escuche…

Por toda respuesta, el ruso escuchó el golpetazo de la escotilla de acceso al cerrarse. Lenov se encogió de hombros y volvió a su trabajo.

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