28

Ideogramas verdes luminosos parpadeaban quién eres en torno a él como una quién eres orgía de luciérnagas abrió los ojos no podía recordar se sentía muy quién eres confuso desconcertado incierto empezó a recordar la misión quién eres aquel descenso inacabable la torre espacial las bom… realizó el equivalente mental de morderse la lengua no debo ni siquiera pensar en las ni siquiera pensar quién eres NI SIQUIERA PENSAR quién eres pero qué pesado que quién soy nombre apellido edad lugar de nacimiento graduación número de serie quién eres

Poco a poco su cerebro empezó a aclararse.

Estaba en una cámara, iluminada por una luz pálida y difusa, como lunar. No podía apreciar el tamaño ni las distancias, aunque…

La cabeza del robot estaba salpicada de piltrafas y un repugnante líquido lechoso. Consternado, se dio cuenta de que faltaban las patas y el brazo izquierdo. Tampoco tenía las ametralladoras, ni tampoco las NI SIQUIERA PENSAR.

– ¿Quién eres? -dijo alguien, sobresaltándolo.

– Yo… -La voz de Lucas era un graznido bronco.

– Tú. ¿Quién eres?

– ¿Y tú?

– Mentenúcleo. ¿Quién eres?

– ¿Qué has dicho? Mente… ¿qué?

– Mentenúcleo. ¿Quién eres?

La voz le llegaba de su cabeza. No había ninguna criatura viviente, ni ningún otro objeto, en aquella habitación blanca.

– Yo… Lucas. Me llamo Lucas Gimeno.

– ¿Quién eres?

– ¡Ya te lo he dicho!

– Me has dicho cómo te llamas. ¿Quién eres?

– Soy… oh. Pues… un hombre, supongo.

– ¿Supones que eres un hombre?

– No. Yo… soy un hombre. Un ser humano. Un Homo sapiens. Un descendiente de Adán y Eva.

– ¿Es Adanyeva tu mentenúcleo?

– ¿Cómo?

– ¿Es Adanyeva tu mentenúcleo?

– No comprendo. ¿Te importaría formular tu pregunta de otro modo? -Mientras pudiera mantener el interrogatorio en ese nivel…

Hubo una pausa, como si el interrogador estuviera meditando.

– ¿Cuánto tú está aquí y ahora?

– Que cuánto… ¿qué de qué?

– ¿Cuánto tú está aquí y ahora?

– No entiendo ni una palabra.

– ¿Cuánto tú…

– Espera, espera, espera. Empieza diciéndome quién eres tú.

– Mentenúcleo.

– Ya me lo has dicho antes.

– Lo sé. ¿Quién eres?

– Yo… demontre, ya te lo he dicho. Un ser humano.

– ¿Es Adanyeva tu mentenúcleo?

– Que si Adán y Eva… espera un momento.

Empezaba a entender. Aunque no sabía qué.

– Lo de Adán y Eva… bueno, es una leyenda. O una alegoría. Charles Darwin…

– ¿Es Charlesdarwin tu mentenúcleo?

– No. ¿Qué es una mentenúcleo?

Su interrogador pareció impacientarse por primera vez.

– ¿Me tomas por un noconsciente?

– ¡No, no, no! No era mi intención ofenderte. Es sólo que… ¿dónde estás?

– Aquí.

– Con eso no me dices nada.

Silencio. Lucas intentó otra pregunta:

– ¿Puedes venir a mi presencia?

– ¿Porqué?

– Porque… sólo por… no, olvida eso. ¿En qué punto exacto de la torre estás?

– Tu pregunta carece de sentido. No estoy en un lugar dado en un momento dado.

– ¿Eres un fantasma?

– No. Soy mentenúcleo.

Lucas permaneció un momento en silencio, desconcertado. Le parecía estar interpretando una obra de teatro del absurdo, en la que él no se supiera sus líneas de diálogo.

– Has dicho que eres «Mentenúcleo». ¿A qué te refieres, eres una mentenúcleo o la mentenúcleo?

– Tu pregunta carece de sentido. No hay distinción entre la singularidad en la multiplicidad y la pluralidad en la unidad, a excepción de las limitantes causales que implica el espacio-tiempo.

Más y más curioso, se dijo, como Alicia en el País de las Maravillas. Una vaga idea empezó a cosquillearle el fondo del cerebro.

– ¿Tiene un perro la naturaleza de Buda? -preguntó, recordando el viejo koan del Zen.

Ahora era el turno de su interrogador de sentirse desconcertado. Hubo un silencio.

– ¿Qué es «Buda»?

– Un sabio maestro que vivió hace mucho. Verás, era un príncipe que, al ver a…

– ¿Qué es «perro»?

– Un animal. Una forma de vida de la Tierra. Ladra a los gatos, muerde a los carteros, le gustan los huesos…

– ¿Y tiene la naturaleza de Buda?

– Ahí está la gracia de la pregunta. Tanto si dices sí como si dices no, cometes un error, y sigues envuelto en el velo de Maya, la ilusión de los sentidos.

Ahora trágate eso, pensó.

– ¿Es Buda tu mentenúcleo?

– ¿Otra vez? Ya te lo he dicho. Ni sí ni no, y al mismo tiempo sí y no.

Su interrogador permaneció un buen rato callado. -¿Quién eres?

Lucas resopló.

– Así no llegamos a ninguna parte. ¿Cuál es tu intención al hacerme esa pregunta?

– Tú sólo eres un individuoisla. Quiero hablar con tu mentenúcleo.

– Bueno -¿un individuoisla?-, pues no puedes. Yo soy yo, y punto. Silencio.

– Estás mintiendo -dijo la voz-. Tú sólo eres un individuoisla. Quiero hablar con tu mentenúcleo. -No es posible. -¿Porqué? -Porque no tengo. -¿No eres consciente? -Claro que lo soy.

– Entonces estás mintiendo. Basta de diversión. -¿Te parece esto divertido?

Silencio. Esta vez se prolongó largo tiempo. Su interrogador parecía haberse desinteresado de él.


Sandra y Karl llevaban una eternidad descendiendo con movimientos de zombi, casi tan maquinales como conducir o ir en bicicleta. Los robots requerían muy poca atención. Sin embargo, no dejaban de mirar y remirar en todas direcciones.

– Pobre Lucas -se lamentaba Sandra.

Se habían refugiado a dormir, haciendo un difícil equilibrio entre dos vigas en X. Karl, alterado, demasiado inquieto para descansar, estuvo a punto de gritarle.

En lugar de eso, dijo suavemente:

– No te angusties por él, Sandra, no podemos hacer nada…

– … porque La Misión Está Por Encima De Todo -completó ella, masticando la frase-. ¡Pues será todo lo militar que quieras, pero es asqueroso!

– Exacto. Pero no es culpa nuestra que nos veamos así. Lo único que podemos hacer, lo único, es que su muerte no sea del todo inútil.

Karl tampoco podía dejar de pensar en Lucas, a pesar de que era absurdo sentirse culpable por aquello. Pero la razón es así de irracional.

– Karl…

– ¿Hmmm?

– ¿Desde cuándo os conocíais?

– Desde… desde niños. Allí en Marte… bien, no hay espacios abiertos para jugar. Todo está bajo cúpula o es subterráneo. Y hasta los quince años no puedes salir a la superficie. Estábamos juntos a todas horas.

– ¿No hay trajes de vacío infantiles?

– ¿A la velocidad a que crece un niño? Sus padres se arruinarían comprando nuevas tallas cada seis meses.

– Ah.

– Para nosotros, tener edad para llevar el traje es… no sé, como sacar el carnet de conducir en la Tierra. Después de eso ya puedes empezar a…

Su gentileza congénita le sujetó la lengua en el último milisegundo.

– … a ser adulto.

– Hace tiempo que no veo a mis amigos de la infancia -dijo Sandra, nostálgica-. Es bonito criarse juntos.

Karl tuvo que esforzarse en hacer memoria. Aquello parecía tan, tan lejano…

– ¿Seguimos? -dijo, al cabo de un rato, con más aspereza de la necesaria.


Lenov recibió imágenes de la tormenta: aunque no parecía gran cosa desde el espacio, aquel monstruo hubiera barrido media Eurasia, allá en la Tierra. La tempestad crecía, alzándose sobre las nubes amarillentas y tomando un color bermejo; absorbía materia orgánica de las capas inferiores y la desparramaba sobre los cirros de amoníaco. Estaba claro que aquel movimiento era un proceso normal en Júpiter.

¿Sería lo bastante normal, como para que la insignificante navecilla terrestre sobreviviera a una de las peores cosas que Júpiter podía ofrecer? Lenov recordó que la Gran Mancha Roja había existido durante al menos cuatro siglos.

Júpiter les deparó otra sorpresa.


Lenov había aprovechado para dormir las horas que faltaban para el encuentro. Su sueño duró casi un día joviano entero, del que le despertó un extraño golpeteo regular.

Se despejó de repente, alarmado. ¿Qué podía ser?

Las portillas estaban muy oscuras, apenas entraba una luz plomiza. Con mano temblorosa, encendió los focos exteriores.

Al instante se echó a reír.

Hoshikaze, aquí hay algo para/vosotros -llamó-. Está lloviendo.

Gruesos goterones brillaban fugazmente como plata en el haz del proyector, en medio de una niebla espesa. El enorme globo impedía que se mojase la góndola, pero las tensas celdillas de gas tamborileaban bajo las gotas. El calor del mismo evaporaba la lluvia, formando aquella espesa qeblina. Por precaución, subió la potencia del calentador de aire.

Tomó una muestra del líquido. Era amoníaco con algo de agua disuelta, ácido sulfhídrico y una sopa diluida de moléculas orgánicas.


Esta vez, Sandra y Karl no procedían tan alegremente como al principio. Vigilaban la aproximación de más alienígenas, y se ocultaban cuando veían moverse algo.

Vieron pasar varías agrupaciones de monstruos. No fueron vistos; la inmensidad de la torre proporcionaba cientos de escondrijos.

El camuflaje de los robots de combate funcionaba bien, al parecer.

En un momento dado, se vieron sorprendidos por algo insólito.

– Hay algo que sube -exclamó Sandra.

– ¿Dónde?

– Allí.

La garra señalaba un punto hacia bajo. Karl miró en aquella dirección y enfocó la visión.

Era un objeto enorme, de las dimensiones de un elevador. Pero se movía mucho más despacio.

– ¿Qué puede ser?

– No lo sé.

En torno al cuerpo se movían las pequeñas manchas luminosas de los alienígenas.

– ¿Nos escondemos?

– Tardarán en llegar -dijo Sandra, pensativa-. ¿Cuántas bombas te quedan? -Dos. -A mí tres. Creo que deberíamos colocarlas todas.

– ¿Estamos lo bastante bajo? -No.

– Quizá sea mejor escondernos y esperar.

– ¿Y si nos descubren?

Karl no dijo nada. Pero estaba lo bastante aterrado como para hacer estallar sus bombas manualmente. Sandra debió adivinar su pensamiento.

– Vamos a montarlas -dijo la chica-. Programa el detonador para dentro de veinte minutos…

– ¿Veinte minutos? -exclamó Karl-. Eso es demasiado ajustado para mi gusto.

– No discutas, y colócalo en veinte minutos.

– No tendremos tiempo de salir.

– Tendremos tiempo de sobra. No podemos arriesgarnos a que eso que viene hacia aquí, sea lo que sea, las descubra.

– ¡Estás loca!

A regañadientes, Karl programó las cargas. Luego, fijó su atención en la cosa. Ya estaba lo bastante cerca como para captar algunos detalles.

Era un cuerpo enorme, de forma casi elíptica, como un gran submarino. Karl pudo apreciar con claridad que estaba dividido en anillos, a semejanza de una gorda lombriz.

De su superficie salían varias filas de patas que la recorrían a lo largo.

Estas patas, muy pequeñas frente a la longitud total del monstruo, eran sin embargo muy grandes en tamaño absoluto. Se aferraban con firmeza a las vigas, e iban empujando a la cosa lenta e imperturbablemente hacia arriba.

– Se oye un ruido raro -dijo Sandra.

– Yo no oigo nada.

– Aprieta la cabeza a una viga.

Así lo hizo Karl. Oyó sonidos como de crepitaciones, desgarramientos, rechinos… Sorprendente. ¿Qué significarían?

Aguardaron llenos de recelo.


– Es inútil -decía Yuriko-, es demasiado grande. No puede esquivarla, la tormenta le engullirá en unas horas.

– Tenemos que sacarlo de ahí -exclamó Kenji.

– No hay forma de…

– No podemos hacer nada -dijo Susana-. Debemos confiar en que Semi logrará salir adelante.

– ¿Cruzarnos de brazos durante horas, mientras nuestro amigo lucha por su vida? Eso es algo que podría volverme loco.

– Puedes hacer algo más, Kenji -dijo el padre Álvaro.

Susana se volvió hacia él. No sabía desde cuando estaba en el puente, no le había oído entrar.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Kenji.

– Puedes rezar.

Susana sacudió la cabeza con una mueca cínica pintada en sus labios.

– ¡Magnífica idea! -rió Susana, con amargura-. Pongámonos todos a rezar… ¿Realmente cree que eso serviría de algo?

– Desde luego, no haría ningún mal…

– Basta, padre -Susana se llevó las manos a las sienes-, basta. Tengo un terrible dolor de cabeza, y creo que mi presencia ya no es de ninguna utilidad aquí. Si me disculpa…

Susana abandonó el puente. El franciscano dudó un instante y salió tras ella.

La alcanzó en el corredor que conducía al tanque. -Susana, Susana… Espere un minuto, por favor… La etóloga miró al padre Álvaro, y se apoyó contra el mamparo con un gesto de infinito agotamiento.

– No puedo creerlo… Es usted persistente, padre. Álvaro llegó a su altura.

– Discúlpeme, no quiero molestarla… únicamente quisiera preguntarle algo… -¿De qué se trata?

– Usted cree que nosotros, la Humanidad entera, fue… creada por esas criaturas de la nube de Oort, al igual que los monstruos que nos atacaron, al igual que los antiguos marcianos…

– Lo único que puedo afirmar, como científico, es que existe una relación biológica entre todos. El grupo más antiguo llegó a Júpiter, desde la Nube de Oort, centenares de millones de años antes de la existencia de ningún hombre sobre la Tierra. Saque usted sus propias conclusiones.

– Dice que estamos relacionados. Por supuesto que sí, tenemos un mismo Creador. Susana suspiró.

– Usted lo quiere ver así, de acuerdo, no me opongo. Pero deje de perseguirme por los pasillos, ¿de acuerdo?

El religioso se tapó la cara con las manos. Su dignidad parecía estar agrietándose rápidamente.

– Usted no lo entiende -susurró-, estoy… asustado.

Asustado.

Susana miró a un lado y otro del pasillo, ella sólo deseaba encerrarse en su camarote. Alejarse de allí.

– Vamos, vamos, tranquilícese. ¿Qué es lo que teme? Está razonablemente a salvo aquí. Es Lenov el que se la está jugando ahora mismo.

– No temo nada externo, Susana. Los enemigos de la carne pueden ser combatidos sin dificultad… Pero los enemigos del alma surgen de nuestro interior, como gusanos devorando un cadáver. El cadáver de nuestra fe.

Susana decidió cortar aquello.

– No entiendo a qué se refiere, y…

– Nos enseñan a ser adultos, a fingir que estamos por encima de las cosas, a que nada nos afecte… -El hombretón tenía los ojos brillantes por las lágrimas-. ¿Sabe?, hace años disfrutaba de la compañía de los niños; revivía en ellos, una y otra vez, la inmensa sensación de sorpresa que me proporciona la Obra de Dios. Los ojos de los niños son puros, carecen de prejuicios, no se plantean preguntas demasiado complejas, solamente mirara y se asombran ante lo que el Universo puede ofrecerles.

»Ahora nosotros somos como niños, estamos superados por la inmensa realidad que vamos descubriendo… Quizás el Universo no sea como habíamos imaginado…

– ¿Y qué? Nos ajustaremos a ello. ¿O piensa qué, con todo lo que la gente debe de estar pasando en la Tierra, alguien va a tener tiempo de plantearse esos problemas?

– Creo que sí; precisamente, es ahora cuando la gente común (no los sacerdotes o los científicos: la gente común), más que nunca, va a necesitar de Dios; del camino que nos trazó Jesús, y que siguieron nuestros padres.

– Me parece perfecto. Pero yo no soy creyente, ése no es asunto mío.

El sacerdote la sujetó del brazo cuando Susana iba a marcharse.

– ¿Qué hace? ¡Suélteme!

– Es asunto suyo, Susana. Creyente o no, ¿se da cuenta de la responsabilidad que tiene usted ahora en sus manos?

– Me está haciendo daño, suélteme.

– ¿Le negará a las futuras generaciones el calor de Dios?

Con un tirón brusco, Susana se soltó. Se miró el brazo, los dedos del religioso habían quedado marcados en rojo.

– Usted tiene algún cable cruzado, Álvaro. Informaré de esto.

Se dio la vuelta, y caminó hacia su camarote. Álvaro le gritó: -¡Quizás esta nave no debería regresar jamás!


Las horas que siguieron fueron las más largas de la vida de Lucas.

No hacía otra cosa que yacer sobre su pringosa envoltura, encerrado en la cabeza de un robot, preguntándose qué sabrían ellos (o al menos aquel cretino de «Mentenúcleo»).

¡Ni siquiera le había preguntado sobre las bombas! Ya había perdido su paranoico temor de no pensar en ellas. Estaba claro que «Mentenúcleo» no podía leer sus pensamientos. Solamente podía comunicarse con él a través de los sentidos de su traje.

¿Y quién diablos sería? ¿El jefe de segundad, el del Servicio de Inteligencia, un embajador? ¿O el propio general en jefe? Por sus palabras, entre los alienígenas parecía no haber distinción de individuos. «Mentenúcleo» le había tratado como un ser humano trataría a un teléfono que funcionaba mal.

Quizás allí estaba la clave, y todas las ideas apuntadas acerca del objetivo del Dedo estaban equivocadas. Recordó los vídeos de la exploración del núcleo del Arat que había enviado la Hoshikaze…

Algo se iluminó en la mente de Lucas. Comprendió qué era realmente aquella torre.

No se trataba de un simple vehículo para que los alienígenas accedieran a la Tierra.

Era el alienígena en sí.

Toda ella era un único y gigantesco ser vivo dotado de conciencia, como la criatura que ocupaba el núcleo del Arat. Una conciencia que no residía en un solo lugar, «Mentenúcleo» parecía confuso cuando Lucas le preguntó dónde estaba. La torre podría ser como un gigantesco coral, una colonia de criaturas, con un sistema nervioso descentralizado, o quizás una red de cerebros interconectados. Quizá se alimentaría de la energía generada por la diferencia térmica entre cada uno de sus extremos, o de la radiación solar sobre su inmensa superficie, o extraería energía directamente del manto terrestre…

¡Un ser tan enorme podría devorar un planeta entero!

Sí, tenía sentido. De alguna forma lo tenía…

Repentinamente sintió el impulso de escapar. No por su vida. Debo llevar esa información a la Tierra.

¿Cómo? Movió el brazo derecho del robot. Quizá podría arrastrarse. Pero no podía olvidar que estaba encerrado en aquella gigantesca torre. No sabía siquiera a qué altura, excepto que no podía ser mucha. Sentía la gravedad.

¿Y qué había de las bombas? ¿Habían tenido suerte sus compañeros? ¿Habían encontrado los alienígenas las bombas ocultas? Caviló frenéticamente. «Mentenúcleo» no le preguntó sobre ellas. Eso significaba que, o bien las habían encontrado, o bien no. Espera, espera. Si las hubiese encontrado… o si hubiese encontrado algunas, entonces le habría preguntado sobre ellas. Después de todo, Lucas llevaba varias consigo. Por tanto…

Pero no. Quizás eso era lo que se buscaba de la hipotética «mentenúcleo» de Lucas. Y en ese caso, él no tenía modo alguno de averiguar lo que sabían los alienígenas. Si «Mentenúcleo» volvía a interrogarle, Lucas no iba a decirle: «Oye, no te esfuerces, he sido yo quien ha puesto las bombas… a propósito, y únicamente por curiosidad, ¿las habéis encontrado todas?»

Lucas suspiró. Había malgastado sus células grises y seguía como al principio. Bien, si la teoría del «teléfono estropeado» era cierta, «Mentenúcleo» no se dignaría volver a hablar con él.

Lo que le dejaba tiempo para urdir un plan de escape. Comenzó a a arrastrarse lenta y penosamente con el brazo derecho.

Al menos, era una idea más útil que permanecer acostado rumiando su infortunio.

Las paredes eran de una sustancia blanca, elástica y fibrosa. Parecía seda de araña. El cubículo en que estaba podría contener cuatro o cinco cabezas de robot como la suya. La luz parecía surgir de todas partes, como si la difundieran las mismas paredes.

No había nada más. Tanteó con la pinza. Creyó que podría rasgarla. Entonces podría escapar de la celda, y, arrastrándose sobre un brazo y cuidando que no le viesen, averiguar dónde estaba, buscar una manera de salir de la torre… todo ello, teniendo en cuenta que un par de docenas de bombas de hidrógeno podían estallarle bajo las narices en cualquier momento. Podía tener éxito, si los alienígenas fuesen unos estúpidos integrales.


Mientras Lucas hacía de Montecristo, Sandra y Karl pudieron ver mejor qué era la cosa. Y quedaron totalmente sorprendidos.

¡Aquella especie de oruga gigante se estaba comiendo las vigas rotas!

Su extremo anterior estaba rodeado de media docena de bocas en forma de ranura, que mascaban, trituraban y tragaban todo lo que se le ponía por delante. Un ejército de monstruos, totalmente similares a los que les habían atacado, excepto que tenían patas aún más robustas, arrancaban vigas rotas y todo fragmento que pudieran encontrar, y con ellos atiborraban las glotonas fauces.

– Servicio de limpieza -adivinó Sandra-. Me pregunto cuándo vendrá el de mantenimiento.

No tuvieron que aguardar mucho.

De la parte trasera de la cosa salían una especie de espaguetis blanquecinos, como monstruosas deyecciones. Pero no era aquello.

Conforme aquellas extrañas excreciones iban saliendo del cuerpo de la cosa, las obreras, si se podía decir así, las iban colocando reemplazando a las vigas. Al parecer, aquella sustancia se endurecía con rapidez. Tras ellas, el andamiaje de la torre quedaba reparado.

– ¡Como una araña! -exclamó Sandra.

– ¿Cómo?

– ¡Segrega vigas como una araña su seda! Esa masa es una macromolécula de polimerización ultrarrápida. ¿Comprendes?

– No del todo. Las arañas producen la seda con la que hacéis camisas y corbatas, ¿verdad? -Karl no estaba muy ducho en Biología terrestre.

– No, esos son los gusanos de seda.

– Gusanos, arañas, ¿qué diferencia hay?

– Pues… luego te lo explico.

Los dos presenciaron cómo la cosa reciclaba las vigas.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Karl con acento sombrío.

– ¿Hacer?

– Esa cosa está entre nosotros y la pared de salida.

– Ya me he dado cuenta. No tenemos muchas opciones, ¿verdad? ¿Cuanto tiempo nos queda?

– Casi quince minutos. Pero podemos detenerlo en cualquier momento.

– Ni hablar. -Sandra extrajo, de un compartimiento situado en la cadera del robot, una esfera del tamaño de una naranja, y la hizo girar entre sus garras.

– ¿Qué es eso?

– Un pequeño juguetito…

– ¿Qué…?

– Una diminuta bomba de fisión. Medio megatón. Limpia y compacta, muy eficaz en situaciones difíciles.

– Chica, no hablarás en serio… ¡Estamos a menos de cien metros de esa cosa!

El robot de Sandra se preparó para lanzar.

– Ponte a cubierto.

Karl se arrojó a un lado, al tiempo que la chica lanzaba la bomba.

La explosión fue casi simultánea. Destrozó a la gigantesca criatura, y lo que quedaba del entramado de vigas.

Sandra y Karl, cayeron girando, rodeados de escombros y restos orgánicos irreconocibles. Ambos lograron asirse a un saliente.

– ¡Mira! -señaló Sandra.

La explosión había abierto un gran boquete en la pared de la torre. Los rayos de luz entraban cegadores, reflejándose en el abundante polvo interior.

– Imagino que ya habías previsto ese efecto -comentó Karl con sorna.

– Debo admitir que no -respondió ella con tranquilidad-, pero nos viene de perlas. ¿Cuánto tiempo nos queda?

– Menos de diez minutos.

– Suficiente.

– ¿Cómo vamos a llegar hasta ahí? Esto está a punto de desmoronarse.

– Abandonaremos los trajes.

– El exterior está radiactivo, como consecuencia de tu juguetito.

Sandra abrió la cabeza de su robot.

– Sólo estaremos expuestos unos minutos. Karl, necesitaré tu ayuda para salir, creo que me he lastimado una rodilla en la caída.

La cabeza del robot de Karl se abrió también. El hombre se ajustó la sutil máscara de oxígeno, y saltó sobre el robot de la chica. Con dificultad, logró sacarla de la ajustada vaina, y le ayudó a colocarse la máscara y la pequeña mochila del paracaídas.

– ¿Qué tal la rodilla?

– Vamos -le apremió ella-, apenas queda tiempo, y sin el traje ya no podremos detener la cuenta atrás.

Treparon por las vigas retorcidas y carbonizadas, hasta el enorme desgarrón que la explosión había abierto en la pared de la torre.

La criatura era enorme, ahora que la veían sin la protección de sus trajes-robot. Era uno de los guerreros que acompañaban a la masa gigante. Había debido sobrevivir a la explosión y se interponía entre ellos y la salida.

– ¡Jesús…! -exclamó Karl.

No tuvo tiempo para reaccionar. Silenciosamente, la criatura saltó sobre Sandra, arrastrándola hacia el abismo que se abría tras ella.

La muchacha se estrelló contra una maraña de cascotes, varios niveles más abajo. Imperturbable, el monstruo se alzó frente a ella.

Sandra miró de reojo su cronómetro, y se sintió fatalistamente aliviada.

– Menos de dos minutos para la explosión. Se nos ha acabado el tiempo, amiguito. Espero que Karl haya tenido la suficiente cordura como para saltar ya…

La criatura avanzó un paso hacia ella, y un lado de su cabeza voló esparciendo un repugnante líquido amarillento.

Tras el negro cuerpo que se derrumbaba, encaramado en los cascotes, con su pistola aún humeante, Karl sonreía maliciosamente.

– Tú… ¡estás loco! Un momento… -Sandra consultó nuevamente su cronómetro.

– ¡No es posible, el tiempo ya ha pasado! ¡Las bombas no estallaron!

– Ya te advertí que veinte minutos era muy poco tiempo. No te hice caso.

– ¿Qué…?

– ¿Qué te parece si aplazamos esa discusión para más tarde? Tenemos menos de ocho minutos para salir de aquí.

Los dos amigos treparon rápidamente por los escombros hacia la luz. Se encaramaron al borde del enorme desgarrón, y saltaron al vacío.

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