15

en todas las pantallas de la nave…

… disco solar crece con mucha más velocidad…

… no creo que el casco se caliente…

… un momento peligroso…

… esta nave tiene un duro pellejo…

… demasiado cerca del Sol…

… pensáis hacer si…


Susana rebulló. Intentó concentrarse en las palabras de Benazir, por encima del mare mágnum del puente.

– Nos ocultaremos tras la sombra del cometa -le explicaba la astrónoma-. Eso nos permitirá aguantar el tiempo suficiente para bajar y echarle una miradita.

– Pero ¿y si se desintegra?

– No hay problema. Esta nave ha sido diseñada para viajar impulsada por un pequeño sol. Claro que tendremos que alejarnos lo más rápidamente posible, pero…

– ¿Qué esperas encontrar ahí?

Benazir se distrajo un momento mirando el cometa. Éste seguía creciendo en la pantalla central.

Había recorrido un largo camino para llegar allí. Dos años antes del Exterminio, hastiada del fanatismo supersticioso de sus compatriotas, había abandonado su casa, sus amigos, y había huido hacia el Norte. Un joven mercenario fedayin le había ayudado a cruzar el Puente de Gibraltar. Fue inmediatamente enviada a Marte por la Velwaltungsstab. Sus hipótesis referentes al cometa Arat, fueron tomadas muy en serio por sus colegas europeos. Al principio esto la había desconcertado, eminentes científicos varones la escuchaban atentamente y con admiración. Sonrió. No eran tan igualitarios como presumían, aunque había de reconocer que se esforzaban en serlo.

– Perdona, ¿cómo has dicho? -preguntó volviéndose hacia Susana.

– ¿Qué esperas encontrar?

– Semillas.

– ¿Has dicho… semillas?

– Aja.

– Pero…

– Fred Hoyle sostenía que las epidemias de gripe, entre otras, tenían su origen en microbios procedentes del espacio. ¿Conoces la historia?

– Sí, afirmaba que la enfermedad no podía extenderse horizontalmente, de un enfermo a otro. Las epidemias eran similares en áreas de igual longitud geográfica.

– Exacto. Su argumento era que los vientos soplan en dirección más o menos paralela a las líneas de latitud y, según él, esperaríamos cambios en la difusión de las enfermedades en zonas de diferente latitud, pero no en las de diferente longitud.

»Cuando empezaron a aparecer las plantas alienígenas por toda la Tierra, aplicamos los diagramas de Hoyle sobre difusión de materia proveniente del espacio… y encajaban a la perfección.

Benazir señaló la pantalla, Susana se volvió, y contempló la esplendorosa cola cometaria.

– Esa cola está formada por gases, restos de materia, elementos diversos arrancados por la presión solar del núcleo del cometa. Éste va dejando tras de sí un rasto de escombros. En ocasiones la órbita de la Tierra puede atravesar estas corrientes meteóricas, interceptando los escombros cometarios que producirán periódicas lluvias de meteoros.

«Estrellas fugaces, un bonito espectáculo para disfrutarlo antes del Exterminio.

– ¿La Tierra atravesó el rastro del Arat?

– Sí. Qué casualidad, ¿verdad?

– Es… horrible.

– Al contrario, es perfecto. La esencia del viaje espacial rentable reside en reducir al máximo el uso de energía y materia, evitando así costes prohibitivos de transporte. Si queremos enviar una máquina muy compleja a, digamos… un año luz de distancia, nos resultará más práctico mandar la información necesaria para construirla, no la máquina en sí.

– Una semilla -comprendió Susana-, que a su llegada a un planeta adecuado, esto… germinaría, produciendo todos los instrumentos, ojos, oídos, transmisor de radio, etc., necesarios para estudiar el lugar y transmitir los resultados.

Susana empezaba a comprender las posibilidades de aquella biotecnología: sondas microscópicas, orgánicas, inundando la galaxia, moviéndose a velocidades relativistas, con un consumo de energía prudente, y un riesgo imperceptible de impacto meteorítico. Al ser tan ligeras, las aceleraciones violentas tendrían unos efectos inerciales mínimos; bastaría simplemente con dispararlas al espacio interestelar desde un satélite orbital. ¡O un cometa!


El padre Álvaro llevaba más de doce horas ininterrumpidas en el observatorio. En ese tiempo, solamente había comido un sandwich que le había traído Benazir. Se sentía agotado, pero feliz como un niño con un juguete nuevo.

La coma cubría ahora la mitad del firmamento visto desde la Hosbikaze. Pronto se sumergirían en ella; ya estaban lo bastante próximos como para distinguir su estructura interna. El halo de gases, que con tal claridad destacaba cuando estaban lejos, se había enturbiado al acercarse, hasta convertirse en una casi invisible neblina. Habían varias capas y subdivisiones en la coma, producto de la interacción de gases y polvos con la luz y el viento solar. La coma interna era rica en polvo, opaca y lechosa, con penachos irregulares de gas.

Por fortuna, esto limitaba el espacio para la búsqueda, ya que el núcleo debía estar en el centro de la coma. El padre Álvaro recordó haber leído sobre las dificultades que tuvo la sonda Giotto para localizar el núcleo del Halley.

Por fin, la nave penetró en la coma externa. El comandante ordenó una reducción de velocidad, a fin de dar más tiempo a la búsqueda y disminuir dicho riesgo.

La envoltura de gas era tenue, invisible a no ser por su fluorescencia azul. La coma interna era una ameba irregular no más grande que la Luna, con brillantes seudópodos. Los penachos de gas se elevaban como surtidores en un fuerte día de viento, curvándose lejos del sol, cambiando su configuración de hora en hora.

Era el resultado de la interacción de los gases ionizados con el viento solar y el campo magnético solar. El radar no les servía de ayuda, el polvo daba ecos muy confusos.

El sacerdote trataba de levantar un mapa de los penachos, cuando de su reloj de pulsera surgió el sonido de un carillón. Se levantó y cogió los documentos que necesitaría.


La reunión comprendía un grupo pequeño de personas: el comandante Okedo, Benazir, el padre Álvaro, Susana y el teniente Shimizu.

En ella, los dos astrónomos expusieron sus resultados. Susana apenas oía, absorta en la pantalla.

Los planetas y lunas no varían de aspecto excepto en los rasgos de sus atmósferas, si las tienen. Ahora, en cambio, los viajeros de la Hoshikaze veían a un pequeño mundo sufrir cambios espectaculares día a día. El Arat había desarrollado dos colas: una compuesta en su mayor parte de polvo, de color dorado-amarillo, que se curva graciosamente a lo largo de sesenta millones de kilómetros; la otra, azulada como la llama de un mechero Bunsen y compuesta por gases, recta y mucho más corta: sólo diez millones de kilómetros.

La distancia entre la nave y el cometa era casi igual que la de la Tierra a la Luna. Siguiendo con el plan previsto, la tripulación había lanzado una de las sondas, según una trayectoria que atravesaría las colas recolectando materia, tanto en forma de gas como de polvo. La bautizaron Kumotori, Pájaro de las Nubes.

– La envoltura de gases y polvo, cabellera o coma -explicó Benazir a los reunidos-, posee un radio de unos seis mil kilómetros: ¡tan grande como la Tierra misma! En ese volumen de 904.800 kilómetros cúbicos, deberíamos localizar el núcleo de apenas unos kilómetros de radio.

– ¿Le queda mucho tiempo de vida? -preguntó Shimizu.

– Tan sólo meses. La cola corta revela un contenido escaso en volátiles; la superficie debe estar casi toda ella formada de granulos sólidos de silicatos y materia orgánica, mezclados con bolsas de hielos de donde emerge la coma. Los cometas son bolas de nieve sucia. Éste es una bola de suciedad nevada.

– ¿Han averiguado algo más concreto? -preguntó Okedo- ¿Hay algo anormal en ese cometa?

– Nada de momento -dijo el franciscano-. Es perfectamente normal.

– El padre Markus nos advirtió sobre la posibilidad de una Civilización Galáctica asentada en las nubes de Oort -insistió Okedo-. Los cometas serían, entonces, sus medios de comunicación. Markus supone que los halos cometarios de las estrellas se interpenetrarían en sus extremos más alejados; mezclando sus cometas, y sus civilizaciones…

– El padre Markus es un hombre extraordinariamente heterodoxo -sonrió el padre Álvaro-, incluso para ser jesuita.

– ¿Usted no cree que esto sea cierto? -preguntó Okedo.

– No. La nube de Oort no puede extenderse mucho más allá de las cien mil unidades astronómicas. Es fácil demostrar que el agujero negro que ocupa el centro de la galaxia, a treinta mil años luz de nosotros, tiene fuerza suficiente para liberar de la débil atracción del Sol a cualquier cometa situado a distancias cercanas a las 200.000 u.a.

– Eso no es relevante, padre -le cortó Benazir, y se volvió hacia Okedo-. Comandante, ese cometa parece normal, pero me habría sorprendido si esto no fuera así. Es evidente que nuestros enemigos quieren permanecer ocultos, pero no debemos dar nada por sentado, en ningún momento.

– No voy a dar nada por sentado -dijo Okedo-. Déjeme eso a mí, es mi trabajo; sólo quiero saber si, en el caso de que existiera algo fuera de lo común en esa bola de nieve, usted lo detectaría.

– Sí, ésta es mi respuesta. He pasado toda mi vida estudiando los cometas. Notaría al instante que algo anda mal.

Los ojos le brillaban. Tendrían que confiar en ella, nadie se había posado jamás en un cometa.


Entraron en la coma interna. Era como viajar dentro de un enorme tubo de neón que parpadease con lentitud.

El casco registró muy pocos impactos, lo cual les tranquilizó. A Okedo solamente le inquietaban los chorros, que hacían balancearse un poco a la Hoshikaze al rozarlos. Por fortuna, la coma de un cometa no es muy densa; en condiciones normales, ese volumen de gas cabría perfectamente en una habitación.

Benazir creía haber localizado el punto de emergencia de los chorros de gas, que sería el núcleo. No estaba muy segura, ya que los chorros variaban mucho en intensidad y dirección, debido a la rotación del núcleo.

Y al fin lo consiguió. Señaló con ademán triunfal un punto en la pantalla. De él surgían grandes penachos de luz, como una gloriosa corona… y, casi invisible, una manchita oscura en la que ninguno de ellos se habría fijado. El comandante Okedo ordenó igualar velocidades.


– ¿Por favor, Vania, puedes echarme una mano con el traje? -dijo Benazir, complacida por la mirada de atolondramiento que le dedicó el ruso.

Apoyándose en el firme brazo de Lenov, Benazir se introdujo en la parte inferior de su traje con un movimiento felino.


Todos se habían reunido en la sala de juegos, el local más amplio de la Hoshikaze. Shimizu designó a los que iban a bajar con Benazir y él: el sargento Fernández, la cabo Oji Toragawa, Joe Michaelson, Jenny Brown, Masuto Tadeo, Diana Sanders y Shimada Osato. Mientras se metían en sus trajes de vacío, los demás desembalaron y alinearon, sobre una amplia mesa, una asombrosa cantidad de armas blancas y de fuego.

Susana no podía creer lo que veía. Parecía una película oriental de ciberninjas: espadas, katanas, pistolas, bayonetas, cuchillos, revólveres, subfusiles, rifles automáticos, escopetas recortadas, incluso un par de cilindros que reconoció como rifles láser. Una a una las fueron repasando con meticulosa precisión, limpiándolas de grasa, haciendo chasquear sus mecanismos, comprobando sus medidores de munición. Las culatas eran plegables, especiales para su manejo con el traje de vacío.

Durante el viaje, los guardias de la Kobayashi le habían recordado a Susana un alegre grupo de deportistas. Pero ahora se dio cuenta de que eran combatientes listos para la acción. Su llaneza de trato se había extinguido.

– Con exactitud, ¿qué esperáis encontrar ahí abajo? -le preguntó a la cabo Oji.

– No lo sé -dijo ella con despreocupación-. Pero, sea lo que sea, estaremos preparados.

– ¿Tú crees? -El tono de Susana era decididamente burlón-. Si se trata de las mismas criaturas que incineraron la Tierra entera con sólo hacer así -chasqueó los dedos-, y queréis pelear con ellas a tiros y sablazos… No lo puedo creer.

Con un chasquido seco, el sargento Fernández ajustó un cargador en el arma que había elegido, un subfusil HK-07.

– Un cuchillo puede ser tan mortal como un rifle láser. O más, depende de quien lo maneje.


Benazir se acercó al grupo, con un gesto de preocupación apenas visible a través de la placa facial. Estaba a punto de suceder lo que había deseado desde hacía tanto: pisar la superficie de un cometa. Pero, como a Susana, todas aquellas armas la ponían nerviosa. Se preguntaba si serían necesarias en realidad.

– ¿Estáis ya todos? -dijo Shimizu a través de su altavoz exterior-. Levantad la mano los que falten. ¿Nadie? Bien, muchachos, en columna de a uno, y seguidme.

El grupo fue hacia la cámara de descompresión. Ahora la cubierta giraba sobre su eje. Pero Okedo había previsto el giro a un cuarto de gravedad, de modo que los hombres cargados pudieran ascender por los radios sin problemas.

A quinientos metros de la superficie, el núcleo del cometa parecía cubierto de sangre coagulada rojo-negruzca. Benazir no pudo evitar esta macabra metáfora mientras caía hacia el diminuto mundo.

El traje espacial llevaba a su espalda una enorme mochila conteniendo el sistema de soporte vital, el equipo de radio y los propulsores de helio. Dos reposabrazos como los de un sillón de barbero llevaban los mandos de los propulsores; dos estribos que sobresalían por debajo servían para apoyar los pies. Se suponía que el astronauta debía desplazarse con las piernas flexionadas, como si fuese sentado.

Las piernas no les serían de mucha ayuda, la gravedad de aquella bola de nieve no sobrepasaba los 0,00001 g. Un ser humano pesaba allí apenas un gramo, una zancada enérgica le haría saltar del cometa. Debían confiar en los chorros, más que en sus músculos, demasiado gulliverianos en aquel planeta pigmeo.

Benazir manipuló el mando de control de actitud y cabeceó hasta dirigir sus pies hacia el cometa. Cuando estuvo cerca de la superficie, disparó los chorros para reducir velocidad y estiró las piernas. ¡Chof!

No fue un cometizaje suave ni digno. Se había hundido hasta las axilas en aquella cosa rojo-negruzca. La cabo Oji se aproximó a ella.

¿Te encuentras bien, Benazir? -Sí… uf… Gracias.

Salió apoyándose en las manos. Por suerte, la corteza del cometa no era más sólida que la ceniza de un cigarrillo.

Oteó a su alrededor para orientarse. El grupo flotaba cerca de la superficie, formando una tosca esfera. En la bóveda celeste podía ver la mole de la Hoshikaze, una insólita luna rematada en la gran copa de la tobera de fusión. La nave estaba brillantemente iluminada por el cada vez más cercano Sol, cuya luz se reflejaba en su panza e iluminaba el paisaje. La temperatura sería pronto insoportable.

Otra fuente de luz iluminaba el paisaje, un penacho que brotaba justo debajo del horizonte. El impresionante chorro ascendía hasta salir del cono de sombra del núcleo, reflejando la luz del Sol.

El terreno era muy irregular, formado por aquella materia oscura, hielo pardo rojizo o blanco en algunos puntos. Recordaba poderosamente la lengua de un glaciar; la costra rojo-negruzca recubría el hielo como una morrena.

En algunos lugares, trozos de costra habían protegido al hielo subyacente contra la luz solar, en tanto que el circundante se había vaporizado. El resultado era una especie de mesas en forma de hongo, similares a las que pueden verse en los glaciares o a las chimeneas de hadas que se forman por acción de la lluvia. Había docenas de ellas; Benazir se inclinó para observar debajo de una, admirando la perfección geométrica de los cristales de hielo.

– Deberíamos tomar muestras directamente del penacho -dijo Benazir.

Walt -preguntó la cabo Oji-, ¿a qué distancia estamos de eso?

Pues… el horizonte estará a unos sesenta metros. No más allá de cien.

– ¿Tan cerca? Bien, vamos.

Propulsados por sus mochilas recorrieron la superficie, a muy baja velocidad.

Era todo un problema. Como bastaba un leve impulso para escapar de la gravedad del cometa, se veían obligados a inclinarse hacia delante, paralelos al suelo, y efectuar un breve disparo de los chorros para evitar salir disparados y volar más o menos a una distancia constante del terreno.

Conforme Benazir y Oji se acercaban al penacho, el cielo se volvía azul. La astrónoma estaba fascinada; los gases y polvos desprendidos del Arat por el calor solar formaban una turbulenta y efímera atmósfera que, al no ser retenida por la débil gravedad, se elevaba y formaba la coma.

Allá arriba era el turno de las partículas cargadas procedentes del Sol, el campo magnético solar y la débil presión de la luz las que se encargaban, por un proceso muy complejo, de dar forma a las colas. Éstas emitían luz por dos procesos distintos: la cola de gas presentaba una hermosa fluorescencia al ser bombardeada por la luz azul-violeta. La cola de polvo, formada por partículas más grandes, dispersaba el espectro solar, dando un color amarillo.


Benazir se acercó al borde del penacho…

– ¡Ooohhh! ¡Venid a ver esto! -exclamó atónita.

La base del surtidor de gases era una especie de circo de varios cientos de metros, una depresión ancha y poco profunda cuyo fondo estaba formado de hielos blancos. En él se alzaban una especie de mesas como las que ya había observado, como hongos de sombrerillo negro y tallo blanco.

Pero lo más sorprendente era la nieve. A medida que el hielo se calentaba y se convertía en vapor, arrastraba en su ascenso fragmentos sólidos que se iban evaporando en la subida. El resultado era que nevaba… hacia arriba. Copos grandes y pequeños subían majestuosos, desintegrándose en el proceso.

¿Qué hacemos, Benazir?

– Tomar una muestra de gases -dijo ella-. Debemos saber qué se cuece en esta caldera.

Bien. ¿Cómo lo haremos?

– Muy fácil. Esperad aquí.

¿Qué?

Benazir accionó su chorro y se lanzó a atravesar la base del surtidor.

– ¿Pero qué…?

– ¡Benazir, mate! ¡Espera!-gritó Oji.

¿Nan? -sonó la voz alarmada del comandante Okedo, hablando desde el puente de la Hoshikaze.

– No pasa nada, comandante -dijo Benazir-, voy a recoger unas muestras de gas… el chorro es tan tenue que no se siente nada… excepto que el cielo se vuelve más y más azul. ¡Es maravilloso!

Con una mano, abrió los recipientes sellados al vacío que llevaba al costado.

– ¡Tendríais que probarlo, es estupendo! -exclamó Benazir, riendo como una muchacha. Fernández y Oji la siguieron.

Benazir tenía razón, era maravilloso. Podrían estar volando en ala delta sobre los Alpes.

Un gran trozo de sustancia oscura se elevó mayestáticamente, como una nube sólida de hollín. Benazir lo vio a tiempo, y se desvió con prudencia. De todos modos dudaba que un choque con aquella materia pudiese causarle daños a ella o su traje.

Los tres llegaron sin novedad hasta el otro extremo del circo.

Benazir, no deberías correr esos riesgos -le recriminó Shimizu-. Estamos aquí para algo. La próxima vez déjales ira ellos en primer lugar. Jenny, no te separes de ella.

A la orden.

Lo siento -se disculpó Benazir.

Su tono de voz era tan sincero que Shimizu no pudo menos que soltar una risita.

Iremos en tres grupos de tres -ordenó-. Joe, Shimada y yo seremos el grupo A. Oji, Masuto y Diana, el B. Benazir, Jenny y Walter serán el C. Desplegaos, manteniendo contacto visual. ¡En marcha!


Dar la vuelta al hemisferio no les llevó más de una hora. Tomaron muestras de cada tipo de superficie: hielos blancos o rojos, costras negras, en lugares escogidos al azar, a fin de garantizar su homogeneidad. En cada equipo había un cámara que filmaba en vídeo.

Benazir, ayudada por Fernández, hizo detonar una pequeña carga explosiva hundida en el hielo. La cabo Oji instaló el radiofaro. Era una precaución esencial; el núcleo era un cuerpo pequeño, su superficie era de dos kilómetros cuadrados, y podían tardar mucho en localizar la nave.


Mientras tanto, la Hoshikaze se acercó hasta casi rozar la superficie. El padre Álvaro y los cuatro tripulantes se hallaban reunidos en el puente, en torno a los vasitos de té, contemplando las imágenes transmitidas desde el Arat.

Benazir les hablaba desde una pantalla. Su rostro apenas se distinguía bajo el casco.

Tenemos una novedad. El sondeo sísmico indica que hay agua líquida a unos cuatrocientos metros de profundidad -informó.

– La mitad del radio del cometa -dijo Okedo.

– ¿Es eso normal? -preguntó Shikibu.

– En absoluto -contestó el sacerdote mientras comprobaba los datos transmitidos por Benazir-. Ese cometa es demasiado pequeño para contener un núcleo líquido de ese tamaño. Aquí parece regir un nuevo principio.

– ¿No puede haber algún error? -A Shikibu le parecía muy extraño.

– No. Las ondas S desaparecen a los 456 metros de profundidad, creando una zona de sombra donde únicamente llegan ondas P rezagadas…

– Un momento. ¿Qué son las ondas P y S?

– Ondas sísmicas -explicó el padre Álvaro, con un punto de impaciencia-. Las ondas S no se propagan en medio líquido. Son como vibraciones de la cuerda de un instrumento musical, ¿comprenden? El líquido no ofrece resistencia a doblarse. Las ondas P son distintas, de compresión. Como el sonido. El líquido les hace perder velocidad. Provocando un pequeño terremoto con explosivos, se registran las ondas en diferentes puntos… y, bueno, el resultado está claro. El núcleo produce una sombra de ondas S. Por el tamaño de la sombra podemos deducir el del núcleo líquido.

– Benazir -dijo Okedo hablando por la radio-, ¿tienes alguna explicación para eso?

La voz de Benazir titubeó.

Parece que hay algo de material radiactivo interior. Eso lo calienta algo… por otro lado, el hielo es un buen aislante, de modo que el núcleo pierde calor muy despacio… Pero este cometa no tiene bastante masa como para mantener una bolsa de agua de ese tamaño en su interior. Creo que deberíamos hacer llegar una sonda hasta allí.

– ¿Cómo vamos a hacerlo? -Okedo arqueó las cejas-. Hay mucho hielo que retirar.

– He pensado algo -dijo Kenji, el ingeniero, un hombre muy joven y con aspecto de universitario-. Es un poco arriesgado, pero podría funcionar. Tenemos un máser de comunicaciones muy potente; pues bien, vaporizaremos unos cuantos miles de toneladas de hielo…

– ¿Cómo? -exclamó el sacerdote, asombrado.

– … aproximadamente un octavo de su masa, y llegaremos hasta lo que sea.

– ¿Tan sólo un poco arriesgado? -se mofó Okedo.

– No tenemos otra opción, comandante. No disponemos de nada que nos permita excavar lo bastante aprisa. Nos detendremos a unas decenas de metros por encima de la bolsa de agua, y terminaremos el trabajo con métodos más tradicionales.

El comandante arrugó la frente.

– Podemos estudiar el plan. De momento, doctora, ustedes deben regresar.

¿Tan pronto?-dijo Benazir, frustrada-. Comandante, es el peor momento. Nos preparábamos para introducir una sonda robot por una grieta. Tiene aspecto de ser bastante profunda.

– Las reglas son estrictas. -Okedo sacudió la cabeza-. Turnos de cuatro horas como mucho, una hora de descanso a bordo por cada hora al exterior. Teniente Shimizu, reúnanse y regresen.

Загрузка...