10 El Banquete de Compromiso

La Torre de las Estrellas bullía con el ajetreo de los preparativos. Su majestad, el Orador de las Estrellas, ofrecía un gran banquete en honor a Mina, la salvadora de los silvanestis. Habitualmente, un banquete así habría necesitado meses de preparación, días enteros dándole vueltas a la lista de invitados, semanas de consulta con los cocineros sobre el menú, más semanas decidiendo la disposición de la mesa y eligiendo las flores adecuadas. Era una muestra de la juventud e impetuosidad del joven rey, decían algunos, el hecho de que anunciase que el banquete se celebraría al cabo de veinticuatro horas.

Su ministro de protocolo malgastó dos de esas veinticuatro horas intentando convencer con protestas a su majestad de que tal hazaña era de todo punto imposible. Su majestad se mostró inflexible, de modo que el ministro no tuvo más remedio que darse por vencido, completamente desesperado, y salir a todo correr a reunir a su personal.

Se llevó la invitación a Mina, que la aceptó en su nombre y en el de sus oficiales. El ministro estaba horrorizado; los elfos no habían tenido intención de invitar a los oficiales de los Caballeros de Neraka. Ni siquiera los silvanestis más longevos guardaban memoria de que ningún elfo hubiese compartido una comida con un humano en suelo silvanesti. Pero Mina era diferente; habían empezado a considerarla como una de ellos. Entre sus seguidores, corrían rumores de que por sus venas circulaba sangre elfa, olvidando por completo el hecho de que era comandante del ejército de los Caballeros de Neraka. Mina fomentaba esos rumores al no aparecer jamás en público con su armadura negra, sino vestida siempre con ropas de un blanco plateado.

El asunto de los invitados humanos levantó polémica. El ayudante del ministro de protocolo mantenía que durante la Guerra de la Lanza, cuando la hija de Lorac —que era Alhana Starbreeze, pero como se trataba de una elfa oscura su nombre no podía pronunciarse, de manera que se referían de ese modo a ella— regresó a Silvanost había llevado consigo a varios compañeros humanos. No se tenía constancia de si habían comido o no durante su permanencia en suelo silvanesti, pero era de suponer que lo habían hecho. Así pues, existía un precedente. El ministro de protocolo hizo notar que tal vez hubiesen comido, pero, de ser así, tuvo que ser una comida informal debido a las desgraciadas circunstancias del momento. En consecuencia, esa comida no contaba.

En cuanto a la idea de que el minotauro compartiera mesa con los elfos, quedaba completamente descartada.

Muy nervioso, el ministro insinuó a Mina que sus oficiales se aburrirían con los procedimientos, que les resultarían largos y tediosos, en especial habida cuenta de que ninguno de ellos hablaba el idioma elfo. No les gustaría la comida, no les gustaría el vino. El ministro estaba seguro de que sus oficiales se sentirían mucho más felices cenando como solían hacer, en su campamento, fuera de las murallas de Silvanost. Su majestad enviaría viandas, vino y todo lo demás.

—Mis oficiales asistirán, o yo no iré —le contestó la joven.

Ante la idea de transmitir ese mensaje a su majestad, el ministro decidió que tomar la cena con los humanos sería menos traumático. Asistirían todos: el general Dogah, el capitán Samuval, el minotauro Galdar y los caballeros de Mina. Al ministro no le quedó más que esperar fervientemente que el minotauro no sorbiese la sopa.

Su majestad estaba de un humor excelente, y su alegría contagió a todos los que trabajaban en palacio. Tanto el cuerpo de servicio como el resto del personal sentían afecto por Silvanoshei; habían notado su aspecto desmejorado y les inquietaba su salud, de modo que se sintieron muy complacidos al advertir el cambio operado en él, sin plantearse nada más. Si un banquete lo sacaba de su abatimiento, entonces darían el festín más espléndido que jamás se había visto en Silvanost.

Kiryn no se sentía tan complacido por el cambio, ya que lo veía con inquietud. Sólo él notó que en la alegría de Silvanoshei había algo de frenético, que el color de sus mejillas no era el tono sonrosado de la salud, sino que parecía grabado a fuego en la pálida tez. No podía preguntarle al rey, puesto que estaba inmerso en los preparativos del gran acontecimiento, supervisando cada detalle para asegurarse de que todo fuera perfecto, eligiendo personalmente las flores que adornarían la mesa. Afirmaba que no tenía tiempo para charlar.

—Ya verás, primo —le dijo a Kiryn, haciendo un breve alto en su ir y venir a todo correr para cogerle la mano y apretársela—. Ella me ama. Ya lo verás.

A la única conclusión que pudo llegar Kiryn era que Silvanoshei y Mina habían estado en contacto y que ella lo había tranquilizado devolviéndole de algún modo la certeza de que lo quería. Ésa era la única explicación del cambio de comportamiento de Silvanoshei, aunque pensando bien todo lo que Mina había dicho la víspera, le resultaba difícil creer que aquellas palabras crueles hubiesen sido una comedia. Sin embargo, era humana, y a los humanos no había quien los entendiese.

Incluso los banquetes reales siempre se celebraban al aire libre, a medianoche, bajo las estrellas. En los viejos tiempos, antes de la Guerra de la Lanza, antes de la llegada de Cyan Bloodbane y la aparición de la pesadilla, hileras e hileras de mesas se instalaban en los jardines de la Torre para acomodar a todos los elfos de la Casa Real. Muchos nobles habían muerto combatiendo la pesadilla. Muchos otros habían perecido, víctimas de la enfermedad consumidora provocada por el escudo. De los que habían sobrevivido, la mayoría rechazó la invitación, una terrible afrenta al joven rey. Es decir, lo habría sido si Silvanoshei le hubiese dado importancia. Se limitó a decir, entre risas, que no echaría de menos a los viejos necios. Tal como estaban las cosas, sólo hicieron falta dos largas hileras de mesas, y los elfos mayores de la Casa de la Servidumbre, que recordaban la pasada gloria de Silvanesti, lloraron mientras pulían la delicada plata y colocaban los platos de porcelana finísima sobre los manteles de delicado encaje.

Silvanoshei estaba vestido y preparado mucho antes de la medianoche. Le pareció que las horas previas al banquete pasaban como si fuesen montadas en caracoles por lo lentas que transcurrieron. Le preocupaba que todo no estuviese perfecto, aunque había ido a comprobar el arreglo de las mesas ocho veces y no fue tarea fácil convencerlo para que no lo hiciese una novena. El sonido discordante de los músicos que afinaban sus instrumentos le pareció la música más dulce, ya que significaba que sólo faltaba una hora. Amenazó con dar un revés al ministro de protocolo, que dijo que de ningún modo el rey podía hacer su regia aparición hasta que no hubiesen entrado todos los invitados. Silvanoshei fue el primero en llegar y encantó y apabulló a sus invitados al darles la bienvenida personalmente.

Llevaba el anillo de rubíes en una cajita enjoyada, dentro de una bolsa de terciopelo, que guardaba bajo el jubón azul y la camisa de seda blanca. Comprobaba constantemente si la caja seguía en su sitio, poniendo la mano sobre su pecho tan a menudo que algunos de los invitados se fijaron y se preguntaron inquietos si su joven monarca sufriría alguna dolencia cardiaca. Sin embargo, no habían visto a su majestad tan jubiloso desde su coronación, y no tardaron en contagiarse de su alegría y olvidaron sus temores.

Cuando Mina llegó, a medianoche, su júbilo fue completo. La joven llevaba un vestido de seda blanca, sencillo, sin adornos. La única joya que lucía era el colgante que llevaba siempre, un disco liso, sin decoraciones ni grabados. También ella se mostraba muy animada; saludó por su nombre a los elfos que conocía y aceptó gentilmente sus bendiciones y agradecimiento por los milagros que había realizado. Era tan esbelta como cualquier doncella elfa y casi igual de hermosa, a decir de los elfos jóvenes, lo que, viniendo de esta raza, era un gran cumplido que rara vez se hacía a una humana.

—Agradezco el honor que me hacéis esta noche, majestad —dijo Mina cuando se acercó para inclinarse ante Silvanoshei.

Él no le dejó que hiciera reverencia alguna; la cogió de la mano y la hizo levantarse.

—Ojalá hubiese tenido más tiempo para prepararlo mejor. Algún día verás una verdadera celebración elfa. —«Nuestra boda», entonó su corazón.

—No me refiero al banquete —dijo ella mientras desechaba las mesas bellamente adornadas, las flores fragantes y las miles de velas que iluminaban la noche—. Os doy las gracias por el honor que me hacéis esta noche. El regalo que vais a darme es algo que he deseado desde hace mucho tiempo, y para el que me he estado preparando. Confío en ser digna de él —añadió quedamente, casi con tono reverente.

Silvanoshei se quedó estupefacto y, durante un instante, sintió disminuir el placer de su regalo; tenía que haber sido una maravillosa sorpresa. Entonces el alcance de sus palabras penetró en su mente. El honor que le haría. El regalo que deseaba desde hacía mucho. Su esperanza de ser digna de ello. ¿Qué otra cosa podía significar sino que se refería al regalo de su amor?

Extasiado, besó fervorosamente la mano que le ofrecía. Se prometió a sí mismo que al cabo de unas horas besaría sus labios.

Los músicos dejaron de tocar. Sonaron unas campanillas anunciando la cena. Silvanoshei ocupó su lugar a la cabecera de la mesa, llevando a Mina de la mano y situándola a su derecha. Los otros elfos y los oficiales humanos ocuparon sus sitios o, al menos, eso supuso el joven rey; aunque no habría podido jurar ni eso, ni si había alguien más presente ni si las estrellas alumbraban el cielo ni si había hierba bajo sus pies.

Sólo era consciente de Mina. Kiryn, sentado enfrente de Silvanoshei, intentó hablar con su primo, pero el rey no escuchó una sola palabra. No bebía vino; se bebía a Mina con los ojos. No comía fruta; devoraba a la joven humana. La pálida luna no alumbraba la noche; Mina la iluminaba. La música era discordante comparada con la voz de ella. El ámbar de sus ojos lo envolvía. Existía en una dorada embriaguez de felicidad y, como ebrio de vino de miel, no cuestionó nada. Por su parte, Mina hablaba con los vecinos de mesa, encantándolos con su fluido elfo y su conversación sobre el Único y los milagros que ese dios realizaba. Apenas se dirigió a Silvanoshei, pero su mirada ambarina se posaba a menudo sobre él, y esa mirada no era cálida ni amorosa, sino fría, expectante.

Eso podría haberlo hecho sentirse inquieto, pero el joven monarca tocó la caja que guardaba junto a su corazón para tranquilizarse, evocó las palabras de Mina, y su inquietud desapareció.

«Turbación pudorosa», se dijo, y la observó mientras hablaba de ese dios Único, orgulloso de verla salir airosa entre sabios y eruditos elfos como su primo.

—Perdóname si te hago una pregunta sobre ese dios Único, Mina —dijo Kiryn con deferencia.

—No sólo te perdono, sino que te animo a hacerla —contestó la joven con una leve sonrisa—. No temo las preguntas, aunque algunos podrían temer las respuestas.

—Eres un oficial de los Caballeros de Takhisis...

—De Neraka —lo corrigió ella—. Somos Caballeros de Neraka.

—Sí, he oído que vuestra organización ha hecho ese cambio al haber partido Takhisis...

—Como lo hizo el dios de los elfos, Paladine.

—Cierto. —La expresión de Kiryn era muy seria—. Aunque se sabe que las circunstancias de la marcha de uno y otro son distintas. Aun así, eso no es relevante para mi pregunta. En su breve historia, los caballeros negros, sea cual fuere su denominación, han sostenido que los elfos son sus acérrimos e implacables enemigos. Nunca han mantenido en secreto su manifiesto de que planean purgar el mundo de elfos y apoderarse de sus tierras para sí mismos.

—Kiryn —intervino en tono enfadado Silvanoshei—, éste no es precisamente un tema para...

Mina puso su mano sobre la del rey, que sintió el roce como fuego en la carne, llamas que quemaban y cauterizaban por igual.

—Dejad hablar a vuestro primo, majestad —dijo la muchacha—. Continúa, por favor.

—En consecuencia, no entiendo por qué conquistáis nuestra tierra y nos... —Hizo una pausa, el gesto severo.

—¿Y os dejamos vivir? —terminó Mina por él.

—No sólo eso —dijo Kiryn—, sino que curáis a nuestros enfermos en nombre de ese dios Único. ¿Qué pueden importarle a ese dios, un dios de nuestros enemigos, los elfos?

Mina se recostó en el respaldo. Tomó la copa de vino e hizo girar el delicado recipiente de cristal entre sus dedos, observando cómo las velas parecían arder en el caldo.

—Supongamos que soy la dirigente de una gran urbe. Dentro de las murallas de la ciudad viven miles de personas que esperan que yo las proteja. Bien, en esa ciudad hay dos familias muy poderosas que se odian. Ambas se han jurado destruir a la otra. Luchan entre sí cada vez que se encuentran, creando conflictos y enemistad en mi ciudad. Digamos que un peligro amenaza de repente a mi ciudad, que la atacan fuerzas poderosas del exterior. ¿Qué ocurre? Si esas dos familias siguen luchando entre ellas, sin duda la ciudad caerá. Pero si las dos familias acuerdan unirse y combatir juntas contra ese enemigo, tendremos una oportunidad de derrotar a nuestro adversario en común.

—Y ese adversario en común sería... ¿quién? ¿Los ogros? —preguntó Kiryn—. Antes eran vuestros aliados, pero he oído que desde que os atacaron...

Mina sacudió la cabeza.

—Los ogros llegarán a conocer al dios Único. Acudirán a unirse a la batalla. Vamos, sé directo —lo animó, sonriéndole—. ¡Los elfos sois siempre tan comedidos! No temas herir mis sentimientos. No me enfadaré. Haz la pregunta que realmente quieres plantearme.

—De acuerdo. Eres responsable de desenmascarar al dragón. Eres responsable de su muerte. Nos descubriste la verdad sobre el escudo. Nos has dado la vida cuando podrías habérnosla quitado. Nada es gratis, se dice. Toma y daca. ¿Qué esperas que te demos a cambio? ¿Qué precio hemos de pagar por todo esto?

—Servir al Único —contestó Mina—. Eso es todo lo que se requiere de vosotros.

—¿Y si elegimos no servir a ese dios? —preguntó Kiryn, serio y ceñudo—. Entonces, ¿qué?

—Es el Único quien nos elige, Kiryn —repuso Mina con la vista prendida en la gota de fuego que titilaba en el vino—. Nosotros no lo elegimos a Él. Los vivos le sirven. Y también los muertos. Especialmente los muertos —añadió en un tono tan bajo, suave y nostálgico que sólo Silvanoshei la oyó.

Ese tono y su extraña expresión le asustaban.

—Vamos, primo —dijo el rey, lanzando a Kiryn una mirada iracunda, de advertencia—. Dejemos a un lado esas discusiones filosóficas. Me producen dolor de cabeza. —A continuación hizo una seña a los criados—. Servid más vino, traed fruta y pasteles. Y decidles a los músicos que vuelvan a tocar. Quizás así no lo oigamos —le dijo a Mina con una risa.

Kiryn guardó silencio, pero siguió mirando a Silvanoshei con expresión preocupada.

Mina no escuchó al joven rey. Sus ojos recorrían la multitud. Celoso de que cualquiera le robara la atención de la muchacha, Silvanoshei se dio cuenta enseguida de que buscaba a alguien. Siguió su mirada, reparó en dónde se detenía y vio que estaba localizando a todos sus oficiales. Sus ojos se posaron en cada uno de ellos, y todos y cada uno de ellos respondieron, ya fuera dándose por enterados con una mirada o, como en el caso del minotauro, con una ligera inclinación de la astada cabeza.

—No tienes que preocuparte, Mina —dijo Silvanoshei, dando un tono algo cortante a su voz para mostrar que estaba molesto—. Tus hombres se están comportando bien, mejor de lo que había esperado. El minotauro sólo ha roto su copa de vino, ha partido un plato, ha hecho un agujero en el mantel y ha eructado lo bastante fuerte para que se lo haya oído en Thorbardin. En conjunto, una velada muy satisfactoria.

—Nimiedades —musitó ella—. Tan intrascendente. Tan sin sentido.

Mina aferró la mano de Silvanoshei de repente, y el joven rey sintió como si los dedos de la joven le apretaran el corazón. Sus ojos ambarinos lo miraron.

—Los preparo para lo que ha de venir, majestad. Imagináis que el peligro ha pasado, pero os equivocáis. El peligro nos rodea. Están los que nos temen, los que buscan nuestra destrucción. No debemos abandonarnos a la autocomplacencia, dejándonos arrullar con música agradable y buen vino. Por ello recuerdo a mis oficiales su deber.

—¿Qué peligro? —preguntó Silvanoshei, muy alarmado—. ¿Dónde?

—Cerca —contestó la muchacha, atrayéndolo hacia el ámbar—. Muy cerca.

—Mina, iba a esperar a darte esto —dijo Silvanoshei—. Tenía preparado un discurso... —Sacudió la cabeza—. Las palabras que realmente quiero decirte están en mi corazón, y tú las conoces. Las has oído en mi voz. Las has visto cada vez que me ves a mí.

Metió la temblorosa mano en la pechera del jubón y extrajo la bolsa de terciopelo. De ella sacó la caja de plata y la puso sobre la mesa, delante de Mina.

La muchacha miró la caja largos instantes. Estaba muy pálida. Él la oyó soltar un suave suspiro.

Al ver que no hacía intención de tocarla, Silvanoshei la cogió y la abrió.

Los rubíes del anillo relucieron a la luz de las velas, cada uno brillando como una gota de sangre, la sangre del corazón de Silvanoshei.

—¿Querrás aceptarlo, Mina? —preguntó con desesperada ansiedad—. ¿Querrás aceptar este anillo y llevarlo puesto por mí?

Mina extendió la mano, una mano fría y firme.

—Aceptaré el anillo y lo llevaré puesto. Por el Único.

Se lo colocó en el índice de la mano izquierda.

La alegría de Silvanoshei no tenía límites. Al principio le molestó que metiera a ese dios suyo en el asunto, pero tal vez sólo se limitaba a pedir su bendición. Él estaría dispuesto a pedírsela también. Estaría dispuesto a hincarse de rodillas ante ese dios Único si con ello ganaba a Mina.

La observó expectante, aguardando a que la magia del anillo hiciese efecto en ella, esperando que lo mirara con adoración.

Mina contempló el anillo y lo hizo girar para ver cómo destellaban los rubíes. Para Silvanoshei no existía nadie más, sólo ellos dos. Los demás sentados a su mesa, todos los que asistían al banquete, todas las personas del mundo eran un conjunto borroso de luz de velas, música y fragancia a rosas y gardenias, y todo ello era Mina.

—Ahora, Mina, tienes que besarme —dijo, extasiado.

La muchacha se inclinó hacia él. La magia del anillo funcionaba. Podía sentir que lo amaba. La rodeó con los brazos, pero antes de que sus labios llegaran a tocarse, los de ella se abrieron en un ahogado gemido. Su cuerpo se puso tenso, sus ojos se desorbitaron.

—¡Mina! —gritó, aterrado—, ¿qué te ocurre?

Ella soltó un grito de dolor, sus labios formaron una palabra, intentó hablar, pero la garganta se le cerró y sufrió arcadas. Cogió el anillo, frenética, e intentó sacárselo del dedo, pero una convulsión sacudió su cuerpo, que se retorció con dolores atroces. Se dobló sobre la mesa, con los brazos extendidos, derribando vasos y tirando platos. Exhaló un sonido inarticulado, de animal, que era espantoso de oír. Entonces se quedó inmóvil. Aterradoramente inmóvil, con los ojos fijos y abiertos, las pupilas ambarinas prendidas acusadoramente en Silvanoshei.

Kiryn se levantó de la silla en un acto involuntario. No tenía plan alguno, sus ideas eran un confuso remolino. Su primer pensamiento fue para Silvanoshei, que debía intentar fraguar de algún modo su huida, pero abandonó la idea de inmediato. Imposible con todos esos caballeros negros alrededor. En ese momento, aunque no lo supo conscientemente, Kiryn abandonó a Silvanoshei. El pueblo silvanesti era ahora responsabilidad suya. No podía hacer nada para salvar a su primo, pero quizá sí podría salvar a su gente. Los Kirath debían enterarse de lo ocurrido. Había que advertirles para que se prepararan y emprendieran las acciones que fueran necesarias.

Los otros elfos que se sentaban a la mesa del rey estaban paralizados por la impresión, demasiado aturdidos para moverse, incapaces de comprender lo que acababa de pasar. El tiempo pareció ir más y más lento, hasta detenerse del todo. Nadie respiraba, nadie parpadeaba, ningún corazón palpitaba; la incredulidad tenía petrificados a todos.

—¡Mina! —gritó Silvanoshei con desesperación, y alargó las manos para cogerla.

De repente estalló un pandemónium. Los oficiales de Mina, bramando de rabia, se abrieron paso entre la multitud aplastando sillas, tirando mesas, derribando a cualquiera que se encontraba en su camino. Los elfos chillaban. Algunos de los más astutos agarraron a la esposa o al esposo y huyeron a todo correr. Entre ellos se encontraba Kiryn. Cuando los caballeros negros rodeaban la mesa donde Mina yacía inmóvil, Kiryn lanzó una última y afligida mirada a su desdichado primo y, acongojado por un mal presentimiento, desapareció en la noche.

Una mano enorme, cubierta de pelaje marrón, aferró el hombro del rey con una fuerza aplastante. El minotauro, cuyo bestial rostro se crispaba en una mueca horrenda de furia y dolor, levantó a Silvanoshei de la silla y, barbotando una maldición, lanzó al joven elfo hacia un lado como quien aparta un desecho.

Silvanoshei se estrelló contra un emparrado ornamental y cayó trastabillando en el agujero donde antes se levantaba el Árbol Escudo. Yació aturdido, falto de resuello, y entonces unas caras sombrías, caras humanas, desfiguradas por una rabia asesina, lo rodearon. Unas manos lo sacaron sin contemplaciones del agujero; un fuerte dolor le recorrió el cuerpo y soltó un gemido. Quizá tenía un hueso roto, o tal vez los tenía rotos todos. Pero el verdadero dolor provenía de su corazón destrozado.

Los caballeros arrastraron a Silvanoshei hasta la mesa, donde el minotauro tenía posada la mano en el cuello de Mina.

—No hay pulso. Está muerta —dijo, cubiertos los labios de espuma. Se giró y apuntó con el dedo a Silvanoshei—. ¡Ahí está su asesino!

—¡No! —gritó el joven rey—. ¡La amaba! Le di mi anillo...

El minotauro cogió la mano inerte de Mina, dio un violento tirón al aro de rubíes y lo sacó del dedo. Acercó el anillo a Silvanoshei y lo sacudió delante de sus narices.

—Sí, le diste un anillo. ¡Un anillo envenenado! ¡Le diste el anillo que la mató!

De uno de los rubíes sobresalía una aguja minúscula, en la que brillaba una gotita de sangre.

—La aguja funciona con un resorte —anunció el minotauro, que ahora sostenía en alto la joya para que la vieran todos—. Cuando la víctima toca el anillo o lo gira sobre su dedo, se activa el mecanismo de la aguja y se clava en la carne, descargando el mortal veneno en la corriente sanguínea. Apuesto —añadió, sombrío—, que descubriremos que el veneno es de una clase cuyo uso es bien conocido para los elfos.

—Yo no lo hice... —gritó Silvanoshei, ahogado por la pena—. Fue el anillo... Yo no podría...

La lengua se le quedó pegada al paladar. Volvió a ver a Samar en sus aposentos. Samar, que conocía todos los pasadizos secretos de palacio. Samar, que había intentado obligarlo a huir, que no había ocultado su odio y su desconfianza hacia Mina. Sin embargo, la nota había sido escrita por la mano de una mujer. Su madre...

Un puñetazo, propinado por el minotauro, lo lanzó hacia atrás, pero en realidad Silvanoshei no lo sintió a pesar de que le rompió la mandíbula. El verdadero golpe era la certeza de su culpabilidad. Amaba a Mina y la había matado.

El siguiente puñetazo del minotauro lo sumió en la negrura de la inconsciencia.

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