35 El dios único

Goldmoon estaba de pie junto a la gran mesa de piedra, con la mirada fija —pero sin ver— en varios libros que se habían quedado esparcidos sobre ella. Oyó voces que se aproximaban. La de la persona con la que iba a reunirse, la persona que la había convocado a través de los muertos.

Con un escalofrío, Goldmoon se ciñó prietamente los brazos con las manos. Hacía frío en la Torre, un helor que nunca podría caldearse. Era un lugar de oscuridad, de pesadumbre, de ambición desmedida; un lugar de sufrimiento y de muerte. Su punto de destino, el final de su extraño viaje.

Dalamar le había proporcionado una lámpara, pero la débil luz no podía desvanecer la inmensa oscuridad. El brillo de la lámpara sólo servía para hacerle compañía. Sin embargo, agradecía contar con ella y se mantenía cerca de la pequeña llama. No se arrepentía de haber despedido a Dalamar. Nunca le había gustado ni había confiado en el elfo oscuro. Su repentina aparición allí, en ese bosque de muerte, sólo había servido para incrementar su desconfianza hacia él. Utilizaba a los muertos...

—Claro que, también lo hago yo —musitó la mujer.

Un inmenso poder para una persona. Para un simple mortal...

Goldmoon empezó a temblar. Ya había estado en presencia de una deidad, y su alma lo recordaba. Pero en eso había algo que no encajaba...

La puerta se abrió, empujada por una mano impaciente.

—No veo nada en esta oscuridad de hechiceros —dijo la voz de una muchacha, la voz de una chiquilla cuya melodía pulsó las cuerdas de los sueños de Goldmoon—. Necesitamos más luz.

La luz aumentó de forma gradual, suave y cálida al principio, al encenderse las llamas de unas cuantas docenas de velas. Siguió haciéndose más intensa, hasta dar la sensación de que las ramas de los cipreses se habían separado, o que el piso alto de la Torre se había elevado, permitiendo que la luz del sol penetraba en la estancia.

En la puerta había una chica. Era alta, de musculatura bien desarrollada. Vestía cota de malla, túnica y pantalón negros, y encima una gonela, también negra, decorada con un lirio de muerte, el símbolo de los Caballeros de Neraka. Una capa de corto cabello rojizo cubría su cabeza. Goldmoon no la habría reconocido a no ser por los ojos ambarinos y la voz que le provocó un estremecimiento.

Tan terrible y maravillosa resultó la impresión que tuvo que agarrarse a la mesa y apoyarse en ella para sostenerse.

—¿Mina? —balbuceó, sin atreverse a dar crédito a sus ojos.

El rostro de la muchacha se iluminó de repente, como si fuese el propio sol y la luz irradiase de su interior.

—Estás... Estás bellísima, madre —dijo Mina en voz queda, sobrecogida—. Exactamente como te había imaginado. —La joven se puso de rodillas y extendió los brazos—. Ven y bésame, madre —pidió mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas—. Bésame como solías hacer, porque soy Mina. Tu Mina.

Perpleja, dividida entre la inmensa alegría y un extraño y terrible miedo, Goldmoon sólo podía sentir el desbocado y doloroso palpito de su corazón. Incapaz de apartar los ojos de Mina, se tambaleó hacia adelante y cayó de rodillas frente ella. Estrechó en sus brazos a la llorosa muchacha.

—Mina —susurró mientras la mecía, como solía hacer cuando despertaba llorando por la noche—. Mina, pequeña... ¿Por qué nos dejaste si todos te queríamos tanto?

La muchacha alzó la cara surcada de lágrimas. Los ojos ambarinos brillaban.

—Me marché por amor a ti, madre, para buscar lo que ansiabas tan desesperadamente. ¡Y lo encontré, madre! Lo encontré para ti. Amadísima madre. —Mina tomó las manos frías y temblorosas de Goldmoon en las suyas y se las llevó a los labios—. Todo lo que soy, todo lo que he hecho, lo he hecho por ti.

—No... no lo entiendo, pequeña. —Goldmoon sujetó las manos de Mina, pero sus ojos bajaron hacia la negra armadura—. Llevas el símbolo del Mal, de la oscuridad... ¿Adónde fuiste? ¿Dónde has estado? ¿Qué te ha ocurrido?

Mina se echó a reír, resplandeciendo de felicidad y excitación.

—Dónde fui y dónde he estado no importa. Lo que me ha ocurrido a lo largo del camino... Eso es lo que debes saber. ¿Te acuerdas, madre, de las historias que solías contarme? ¿Aquella sobre cómo entraste en la oscuridad para buscar a los dioses? ¿Y que los encontraste y devolviste la fe en los dioses a la humanidad?

—Sí —contestó Goldmoon, pero más que articular la palabra fue un gesto con los labios. Había dejado de temblar, pero ahora empezó a estremecerse con fuertes tiritones.

—Me dijiste que los dioses se habían ido, madre —siguió Mina, cuyos ojos relucían como los de un niño que recibe una sorpresa maravillosa—. Me dijiste que como los dioses se habían marchado teníamos que depender de nosotros mismos para hallar nuestro camino en el mundo. Pero no creía esa historia, madre.

»Oh, no digo que me mintieses —se apresuró a añadir mientras ponía los dedos sobre los labios de Goldmoon, para acallar su protesta—. No creo que me mintieses. Estabas equivocada, eso es todo. Yo sabía que no era así, ¿comprendes? Sabía que existía un dios, porque oí su voz cuando era pequeña y nuestro barco se hundió y me encontré sola en el mar. Me encontraste en la orilla, ¿te acuerdas, madre? Pero nunca supiste por qué aparecí allí, ya que prometí que nunca lo contaría. Los demás se ahogaron, pero yo me salvé. El dios me sostuvo a flote y me cantó cuando tenía miedo de la soledad y la oscuridad.

»Dijiste que no había dioses, madre, pero yo sabía que estabas equivocada. Y por ello hice lo que hice. Salí a buscar al dios para traértelo a ti. Y lo he conseguido, madre. —Mina tenía las mejillas arreboladas por el gozo y el orgullo de su logro, sus ojos ambarinos resplandecían—. El milagro de la tormenta es obra del Único. Y el milagro de tu juventud y tu belleza es obra del Único, madre.

—¿Pediste esto? —gritó Goldmoon mientras se llevaba la mano a la cara, esa cara que siempre le había parecido extraña—. Ésta no soy yo. Es la visión que tú tienes de mí...

—Por supuesto, madre. —Mina rió jubilosa—. ¿No estás contenta? ¡Tengo tanto que contarte que te complacerá! He traído de nuevo al mundo el milagro de la curación gracias al poder del Único. Con su intervención, derribé el escudo que los elfos habían levantado sobre Silvanesti y maté al traicionero dragón Cyan Bloodbane. Otro reptil realmente monstruoso, la hembra Verde Beryl, ha muerto gracias al poder del Único. Las dos naciones elfas, que eran corruptas e infieles, han sido destruidas. Los elfos encontrarán la redención en la muerte. La muerte los conducirá al Único.

—¡Oh, pequeña! —exclamó Goldmoon. Soltó sus manos de las de Mina, que las habían rodeado fuertemente; miró horrorizada a la muchacha—. Veo sangre en estas manos. ¡La sangre de millares de seres! Ese dios que has encontrado es un dios terrible. ¡Un dios de oscuridad y de maldad!

—El Único me advirtió que reaccionarías así, madre —dijo Mina con aire paciente—. Cuando los otros dioses se marcharon y pensaste que la humanidad se había quedado sola, te enfadaste y te asustaste. Te sentiste traicionada, algo totalmente lógico porque habías sido traicionada. —La voz de Mina se endureció—. Los dioses en los que habías puesto tu fe tan equivocadamente huyeron asustados...

—¡No! —Goldmoon se puso de pie con movimientos inestables. Retrocedió, apartándose de Mina, con la mano levantada en un gesto de rechazo—. No, pequeña, no lo creo. No quiero escuchar nada más.

Mina la siguió y la cogió de la mano.

—Tienes que escucharme, madre. Debes hacerlo para que puedas entenderlo. Los dioses huyeron por miedo a Caos. Todos excepto uno. Uno se quedó, leal a las criaturas que había ayudado a crear. Sólo uno tuvo el valor de afrontar el horror del Padre de Todo y de Nada. La batalla lo dejó debilitado. Demasiado para luchar contra los extraños dragones que aparecieron para ocupar su lugar. Pero aunque no podía estar con sus criaturas, les otorgó dones para ayudarlas. La magia que llaman magia primigenia. El poder de curación que conocéis como el poder del corazón... Todos esos dones son regalos suyos. Regalos para ti. Ése es su símbolo.

Mina señaló las cabezas de los cinco dragones que guardaban el Portal. Estremecida de pies a cabeza, Goldmoon se volvió hacia allí. Oscuras y sin vida, las cabezas empezaron a brillar con un resplandor espeluznante, una roja, una azul, una verde, una blanca, una negra.

Goldmoon gimió y apartó la vista.

—Madre —dijo Mina con un tono de suave reproche—, el dios Único no te pide que des las gracias por esos dones pasados. Ten la seguridad de que tiene más dones que otorgar a sus fieles en el futuro. Pero sí exige servicio, madre. El dios Único quiere que lo sirvas y lo ames, como antes te ha servido y te ha amado a ti. Hazlo, madre. Arrodíllate y ofrece tus plegarias de fe y de gracias al dios Único. A la única deidad que permaneció leal a su creación.

—¡No! ¡No creo lo que me dices! —replicó Goldmoon, que tenía los labios tan entumecidos que apenas era capaz de articular las palabras—. Has sido víctima de un engaño, pequeña. Conozco a esa deidad única. La conozco desde hace mucho tiempo. Conozco sus trucos, sus mentiras y sus argucias. No es un dios. Es una diosa. Es Takhisis.

Goldmoon se volvió a mirar al dragón de cinco cabezas, cuyo terrible resplandor irradiaba sin merma ya que no existía otra fuerza apuesta que pudiese contrarrestarlo.

—¡No creo tus mentiras, Takhisis! —gritó, desafiante—. Jamás creeré que el bendito Paladine y la bendita Mishakal nos dejaran a tu merced! Eres lo que siempre has sido: una diosa del Mal que no quiere fieles, sino esclavos. Jamás me inclinaré ante ti. Jamás te serviré.

De los ojos de las cinco cabezas de dragón irradió fuego, un fuego al rojo vivo, y Goldmoon se retorció al contacto del abrasador calor. Su cuerpo se encogió y se arrugó. Su fuerza disminuyó y la mujer se desplomó en el suelo. Sus manos temblaron con perlesía. La piel se atirantó sobre tendones y huesos. Sus brazos enflaquecieron y se cubrieron con las manchas de la edad. Su rostro se apergaminó. Su hermoso cabello rubio plateado se tornó blanco y ralo. Era una anciana, débil el pulso, lento el latido del corazón.

—¿Ves, madre? —dijo Mina, y en su voz traslucía pena y miedo—. ¿Ves lo que pasará si le sigues negando lo que es suyo por derecho? Takhisis no me engañó. Supe quién era desde el principio, pero me ordenó que al referirme a ella lo hiciese como el Innominable, el dios Único, puesto que de todos los dioses era la única deidad que permaneció con sus criaturas. —Se arrodilló al lado de Goldmoon, le cogió las temblorosas manos y se las besó.

»Por favor, madre, puedo devolverte la juventud, puedo devolverte tu belleza. Puedes empezar una nueva vida. Caminarás a mi lado y, juntas, gobernaremos el mundo en nombre del Único. Lo único que tienes que hacer es acercarte al Único con humildad y pedir su favor, y se te concederá.

Goldmoon cerró los ojos. Sus labios no se movieron. Mina se acercó más a ella.

—Madre —suplicó, y su tono sonó muy asustado—. Madre, hazlo por mí, si no quieres hacerlo por ti misma. ¡Hazlo por amor a mí!

—Pido... —empezó Goldmoon—. Pido perdón a Paladine y a Mishakal por mi falta de fe. Debí darme cuenta de la verdad —musitó, con la voz más débil por momentos, pronunciando las palabras con el último aliento—. Ruego por que Paladine oiga mi súplica, y acudirá... por amor a Mina... Por amor a todos...

Goldmoon yació inmóvil en el suelo, muerta.

—Madre —exclamó Mina, tan angustiada como un niño perdido—. Lo hice por ti...

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