4 El traidor

El silencio reinaba en la habitación. Sentado al escritorio, Gilthas redactaba su discurso, y la pluma se deslizaba rápidamente sobre el papel. El monarca había pasado la noche pensando qué decir, y las palabras se plasmaban en la hoja con facilidad, como si la tinta fluyera de su corazón, no de la pluma. Planchet preparaba un ligero desayuno de fruta, pan y miel, aunque no era probable que alguien tuviese mucho apetito. El gobernador Medan permanecía de pie junto al ventanal, observando la marcha de Gerard a través del jardín. Medan vio al joven caballero hacer un alto, quizás incluso adivinó lo que Gerard estaba pensando. Cuando el solámnico giró finalmente sobre sus talones y se alejó, Medan sonrió para sí y asintió con la cabeza.

—Ha sido un gesto generoso por vuestra parte, gobernador Medan —dijo Laurana, que se había acercado junto a él. Hablaba en voz baja para no molestar a Gilthas—. Enviar lejos al joven para que esté a salvo. Porque no creeréis realmente que los Caballeros de Solamnia acudan en nuestra ayuda, ¿verdad?

—No, no lo creo —contestó Medan manteniendo también el tono bajo—. No porque no quieran, sino porque no pueden. —Su mirada se dirigió más allá del jardín, a las lejanas colinas que se alzaban al norte—. Tienen sus propios problemas. El ataque de Beryl significa que el llamado Pacto de los Dragones se ha roto. Oh, no me cabe duda de que lord Targonne está haciendo todo lo posible por aplacar a Malys y a los otros, pero sus esfuerzos no servirán de nada. Son muchos los que creen que Khellendros el Azul está jugando al ratón y al gato. Finge no ser consciente de lo que ocurre alrededor, pero es sólo para apaciguar a Malys y a los demás y que se duerman en los laureles. De hecho, creo que hace tiempo que ha puesto los ojos en Solanthus, que no ha lanzado el ataque por miedo de que Beryl lo considerara una amenaza a su propio territorio, situado al sur. Pero ahora considerará que puede apoderarse de Solanthus con total impunidad. Y a partir de ahí pasará igual con el resto del mundo. Puede que seamos los primeros, pero no seremos los últimos.

»En cuanto a Gerard, devuelvo a la caballería solámnica un buen soldado. Espero que sus superiores tengan el sentido común de darse cuenta de ello.

Hizo una breve pausa mientras observaba a Gilthas. Cuando el rey llegó al final de una frase, Medan habló.

—Siento interrumpir a vuestra majestad, pero se ha presentado un asunto que debe atenderse cuanto antes. Un asunto un tanto desagradable, me temo. —La mirada del gobernador se desvió a Laurana—. Gerard me informó que vuestro sirviente, Kalindas, espera abajo. Al parecer se ha enterado de que os encontráis en palacio y estaba preocupado por vos.

Medan observó atentamente a Laurana mientras hablaba, y vio que palidecía, que su mirada preocupada se dirigía fugazmente hacia el otro lado de la sala, donde Kelevandros aun dormía.

«Lo sabe —se dijo el gobernador—. Aunque ignore cuál de ellos es el traidor, sabe que uno de los dos lo es. Bien. Eso facilitará las cosas.»

—Enviaré a Kelevandros a buscarlo —anunció Laurana, que tenía los labios pálidos.

—No creo que eso sea prudente —argumentó Medan—. Sugiero que pidáis a Planchet que conduzca a Kalindas a mi cuartel general. Mi segundo al mando, Dumat, se ocupará de él. Kalindas no sufrirá daño alguno, os lo aseguro, señora, pero hay que retenerlo en lugar seguro y bajo vigilancia, para que no pueda comunicarse con nadie.

—Milord, no creo que... —Laurana miró tristemente al gobernador—. ¿Es necesario?

—Lo es, señora —contestó el hombre con firmeza.

—No lo entiendo —intervino Gilthas, cuya voz tenía un timbre de ira. Se puso de pie—. ¡Se encarcela a un sirviente de mi madre! ¿Por qué? ¿De qué crimen se lo acusa?

Medan iba a responder, pero Laurana se le adelantó.

—Kalindas es un espía, hijo mío.

—¿Un espía? —Gilthas estaba estupefacto—. ¿De quién?

—De los caballeros negros —contestó Laurana—. Informa directamente al gobernador Medan, a menos que me equivoque.

El rey lanzó una mirada de indescriptible desprecio a Medan.

—No voy a disculparme por eso, majestad —dijo sosegadamente el humano—. Como tampoco espero que vos os disculpéis por los espías que habéis introducido en mi casa.

—Un trabajo sucio —murmuró Gilthas, sonrojado.

—Cierto, majestad. Esto le pone fin. En lo que a mí respecta, me alegrará lavarme las manos. Planchet, encontrarás a Kalindas esperando abajo. Condúcelo a...

—No, Planchet —ordenó Gilthas en tono perentorio—. Tráelo aquí, ante mí. Kalindas tiene derecho a responder a las acusaciones.

—No lo hagáis, majestad —pidió encarecidamente Medan—. Cuando Kalindas me vea aquí con vos, sabrá que ha sido desenmascarado. Es un hombre peligroso, si se encuentra acorralado y desesperado. No le importa nadie. No se detendrá ante nada. No puedo garantizar la seguridad de vuestra majestad.

—Aun así, la ley elfa estipula que Kalindas tiene la oportunidad de defenderse contra esos cargos —insistió firmemente Gilthas—. Hemos vivido demasiado tiempo bajo vuestras leyes, gobernador Medan. La ley del tirano no es ley. Si he de ser rey, entonces ésta será mi primera acción como tal.

—¿Señora? —Medan se volvió hacia Laurana.

—Su majestad tiene razón —contestó la elfa—. Habéis presentado vuestras acusaciones y las hemos escuchado. Kalindas debe tener su turno para contar su versión de los hechos.

—No os resultará una historia agradable. De acuerdo —accedió Medan, encogiéndose de hombros—. Pero debemos estar preparados. Si se me permite sugerir un plan de acción...


—Kelevandros —llamó Laurana mientras sacudía por el hombro al dormido elfo—. Tu hermano espera abajo.

—¿Kalindas está aquí? —Kelevandros se incorporó de un salto.

—Los guardias no le permiten entrar —siguió Laurana—. Baja y diles que tienes mi permiso para traerlo aquí.

—Sí, señora.

Kelevandros abandonó apresuradamente la estancia. Laurana volvió la cabeza para mirar a Medan. Tenía el semblante muy pálido, pero mantenía la compostura, muy serena.

—¿Ha sido satisfactorio?

—Perfecto, señora —contestó Medan—. No sospechó nada en absoluto. Sentaos a la mesa. Majestad, deberíais volver a vuestro trabajo.

Laurana soltó un profundo suspiro y se sentó a la mesa donde estaba el desayuno. Planchet seleccionó la mejor fruta para ella y le sirvió una copa de vino.

El gobernador jamás había admirado tanto el valor de Laurana como en ese momento, viéndola tomar trocitos de fruta, masticarlos y tragarlos, aunque la comida debía de saberle a ceniza. Medan abrió uno de los ventanales que daban al balcón y salió, dejando la puerta entreabierta para poder ver y oír lo que pasaba en la sala sin ser visto.

Kalindas entró detrás de su hermano.

—Señora, he estado muerto de preocupación por vos. ¡Cuando ese despreciable gobernador os sacó de aquí, temí por vuestra vida!

—¿De veras, Kalindas? —dijo suavemente Laurana—. Lamento haberte causado tanta angustia. Como verás, estoy a salvo. Por el momento, al menos. Tenemos noticias de que el ejército de Beryl marcha contra Qualinesti.

—Cierto, señora, he oído ese horrible rumor —convino Kalindas mientras avanzaba hasta situarse cerca de la mesa—. Aquí no os encontráis a salvo, señora. Debéis huir inmediatamente.

—Sí, señora —intervino Kelevandros—. Mi hermano me ha contado que corréis peligro. Vos y el rey.

Gilthas había acabado de escribir. Con el papel en la mano, el monarca se levantó de la silla del escritorio, preparado para marcharse.

—Planchet, trae mi capa —pidió.

—Hacéis bien en actuar rápidamente, majestad —dijo Kalindas, interpretando erróneamente la intención de Gilthas—. Señora, me tomaré la libertad de ir a por vuestra capa, también...

—No, Kalindas —lo interrumpió Gilthas—. No es ésa mi intención.

Planchet regresó con la capa del monarca, sujetando la prenda sobre el brazo derecho, y se adelantó para situarse junto a Gilthas.

—No tengo intención de huir —continuó el rey—. Voy a dirigir un discurso a mi pueblo. Empezamos de inmediato con la evacuación de la población de Qualinost y a hacer planes para defender la ciudad.

—Entiendo. —Kalindas se inclinó ante el rey—. Vuestra majestad pronunciará su discurso y luego os conduciré a vos y a vuestra honorable madre a un lugar seguro. Tengo amigos esperando.

—Apuesto que sí, Kalindas —dijo Medan mientras entraba por la puerta del balcón—. Amigos de Beryl que esperan para asesinar a ambos, al rey y a la reina madre. ¿Y dónde están esos amigos tuyos?

Los ojos de Kalindas pasaron rápidamente, con recelo, de Medan a Gilthas y de nuevo al gobernador. El elfo se lamió los labios. Su mirada se desvió hacia Laurana.

—No sé qué se ha dicho de mí, señora...

—Yo te diré qué se ha dicho, Kalindas —lo interrumpió el monarca—. El gobernador te ha acusado de ser un espía a su servicio. Tenemos pruebas que parecen indicar que es cierto. Según la ley elfa, tienes derecho a hablar en tu defensa.

—No le creéis, ¿verdad, señora? —gritó Kelevandros. Conmocionado y ofendido, se aproximó a su hermano para quedarse junto a él, impasible—. ¡Sea lo que fuere lo que ese humano os haya dicho de Kalindas, es mentira! ¡El gobernador es un caballero negro y un humano!

—Soy ambas cosas, en efecto —replicó Medan—. Y también soy el que paga a tu hermano para que espíe a la reina madre. Apuesto que si lo registras, encontrarás una buena reserva de monedas de acero con la cabeza de lord Targonne estampada en ellas.

—Sabía que alguien de la casa me había traicionado —intervino Laurana. Su voz estaba preñada de tristeza—. Recibí una carta de Palin Majere advirtiéndome de ello. Así fue como el dragón supo dónde y cuándo esperarlos a él y a Tasslehoff. La única persona que podría haber advertido a Beryl era alguien de la casa. Nadie más lo sabía.

—Estáis equivocada, señora —insistió desesperadamente Kelevandros—. Los caballeros negros nos estaban vigilando. Así fue como se enteraron. Kalindas no os traicionaría jamás, señora. ¡Jamás! Os quiere demasiado.

—¿De veras? —inquirió quedamente el gobernador—. Mira su cara.

Kalindas estaba lívido, la tez más blanca que el papel. Sus labios se atirantaban sobre los dientes en una mueca, y sus azules ojos centelleaban.

—Sí, tengo una bolsa con monedas de acero —espetó, salpicando gotitas de saliva—. Monedas que me pagó este cerdo humano que cree que traicionándome quizá tenga oportunidad de meterse en vuestro lecho. A lo mejor ya lo ha conseguido. Tenéis fama de que os gusta copular con humanos. ¿Quereros yo, señora? ¡Fijaos cuánto os quiero!

Kalindas metió velozmente la mano bajo la túnica y, al sacarla, la hoja de una daga centelleó con la luz del sol.

Gilthas gritó. Medan desenvainó su espada, pero se había situado cerca del rey para protegerlo y se encontraba demasiado lejos de Laurana para salvarla.

La reina madre cogió un vaso de vino y arrojó el caldo a la cara de Kalindas. Medio cegado por el escozor del vino en los ojos, el traidor arremetió con furia pero sin precisión, y la cuchillada dirigida al corazón de Laurana la alcanzó en el hombro.

Maldiciendo, Kalindas enarboló el arma para descargar otro golpe.

Soltó un grito horrible y la daga cayó de su mano. La hoja de una espada sobresalía por su estómago; la sangre empapó la pechera de la camisa.

Con las lágrimas corriéndole por las mejillas, Kelevandros sacó de un tirón la espada del cuerpo de su hermano. Luego la dejó caer para coger a Kalindas y tenderlo en el suelo, donde lo acunó en sus brazos.

—¡Perdóname, Kalindas! —musitó. Alzó la vista, suplicante—. Perdonadlo, reina madre...

—¡Perdonar! —Los labios de Kalindas manchados de sangre, se torcieron—. ¡No! —Sufrió un ahogo, y las últimas palabras salieron estranguladas—. ¡Los maldigo! ¡Maldigo a los dos!

Se puso rígido en los brazos de su hermano y su rostro se crispó. Intentó hablar de nuevo, pero la sangré salió a borbotones por su boca, y con ella, la vida. Aun en el momento de la muerte, sus ojos siguieron clavados en Laurana; se oscurecieron, y cuando la luz de la vida se apagó en ellos, esa oscuridad siguió alumbrada por el frío brillo del odio.

—¡Madre! —Gilthas corrió a su lado—. ¡Estás herida! Ven, tiéndete aquí.

—Me encuentro bien —dijo Laurana, temblorosa la voz—. No te preocupes...

—Reaccionasteis con una gran rapidez mental, señora, al arrojarle el vino. A todos nos cogió desprevenidos. Dejadme ver eso. —Medan apartó la tela desgarrada de la manga, empapada de sangre. Sus dedos tantearon con la mayor suavidad posible—. La herida no parece grave —informó, tras un rápido examen—. La daga rebotó en el hueso. Me temo que os quedará una cicatriz, señora, pero la herida es limpia y debería curar bien.

—No será la primera cicatriz que tengo —contestó Laurana con una débil sonrisa. Entrelazó las manos para que no le siguieran temblando. Sus ojos se desviaron involuntariamente hacia el cadáver.

—¡Echadle algo encima! —ordenó ásperamente Medan—. Tapadlo.

Planchet cogió la capa que sostenía en el brazo y la extendió sobre Kalindas. Kelevandros seguía arrodillado junto a su hermano, asiendo con una mano la del muerto y con la otra la espada con la que lo había matado.

—Planchet, llama a un sanador... —empezó Gilthas.

—No —dio la contraorden Laurana—. Nadie debe enterarse de esto. Ya has oído al gobernador. La herida no es grave. Además, ya ha dejado de sangrar.

—Majestad —dijo Planchet—. La reunión del Thalas-Enthia... Ya pasa de la hora.

Como para hacer hincapié en sus palabras, una voz llegó desde abajo, quejosa y exigente.

—¡Os digo que no seguiré esperando! ¿De modo que se permite a un sirviente ver a su majestad y a mí se me posterga? No me intimidáis. No os atreveréis a poner la mano encima a un miembro del Thalas-Enthia. Veré a su majestad, ¿me oís? ¡No permitiré que se me prohiba el paso!

—Palthainon —dijo Medan—. Tras el último acto de la tragedia, salen los bufones. —El gobernador se encaminó hacia la puerta—. Le entretendré todo lo posible. ¡Que se limpie esto!

Laurana se puso de pie con rapidez.

—No debe verme herida. No debe saber que algo va mal. Esperaré en mis aposentos, hijo.

Gilthas se mostraba reacio a marcharse, pero sabía tan bien como ella la importancia de su discurso ante el senado.

—Iré al Thalas-Enthia —dijo—. Pero antes, madre, he de hacer una pregunta a Kelevandros y quiero que estés aquí para oírlo. Kelevandros, ¿conocías el abyecto plan de tu hermano? ¿Formabas parte de él?

El sirviente estaba mortalmente pálido y cubierto de la sangre de su hermano, sin embargo miró al monarca con dignidad.

—Sabía que era ambicioso, pero jamás imaginé... Nunca creí... —Hizo una pausa, tragó saliva y luego añadió quedamente:— No, majestad. No estaba enterado.

—Entonces lo lamento por ti, Kelevandros —dijo Gilthas, suavizado su tono duro—. Por lo que tuviste que hacer.

—Lo quería —musitó el elfo—. Era toda la familia que me quedaba. Sin embargo, no podía permitir que hiciese daño a nuestra señora.

La sangre empezó a calar la capa, y Kelevandros ajustó más la prenda alrededor del cadáver.

—Con vuestro permiso, majestad, me llevaré a mi hermano —manifestó con sosegada dignidad.

Planchet hizo intención de ayudarlo, pero Kelevandros rechazó su asistencia.

—No, es mi hermano. Mi responsabilidad. —Luego levantó el cuerpo de Kalindas en sus brazos y, tras un breve esfuerzo, consiguió incorporarse—. Señora —dijo sin levantar los ojos hacia los de ella—, vuestra casa era el único hogar que conocíamos, pero me temo que sería impropio...

—Lo comprendo, Kelevandros. Llévalo allí.

—Gracias, señora.

—Planchet —dijo Gilthas—, acompaña a Kelevandros. Préstale toda la ayuda que necesite. Explica lo ocurrido a los guardias.

—Vuestra honorable madre tiene razón, majestad —argumentó el criado tras una breve vacilación—. Debemos guardar en secreto lo ocurrido. Si la gente se entera de que su hermano ha cometido un atentado contra la vida de la reina madre, me temo que Kelevandros sufriría algún daño. Y si se descubre que el gobernador Medan ha estado utilizando elfos como espías...

—Es cierto, Planchet. Ocúpate de todo. Kelevandros, deberás salir por la puerta...

Al caer en la cuenta de lo que había estado a punto de decir, se interrumpió.

—La puerta trasera de la servidumbre —finalizó la frase por él Kelevandros—. Sí, majestad. Lo entiendo.

Dio media vuelta y salió con su pesada carga de la estancia. Laurana los siguió con la mirada.

—Dicen que las maldiciones de los muertos siempre se cumplen.

—¿Quién lo dice? —demandó Gilthas—. ¿Viejas abuelas desdentadas? Las metas de Kalindas no eran nobles ni elevadas. Hizo lo que hizo por codicia, exclusivamente. Sólo le importaba el dinero.

Laurana sacudió la cabeza; tenía el cabello apelmazado con su propia sangre, pegado a la herida. Gilthas empezó a dedicarle palabras de consuelo, pero se interrumpió al oír un gran alboroto al otro lado de la puerta. El gobernador Medan subía a zancadas las escaleras; había alzado la voz para advertirles que se acercaba y que tenía compañía.

Laurana besó a su hijo con unos labios tan pálidos como sus mejillas.

—Debes marcharte. Mis bendiciones van contigo. Y las de tu padre.

Salió rápidamente y caminó con premura pasillo adelante.

—Planchet, la sangre... —empezó Gilthas, pero el criado ya había puesto una pequeña mesa ornamental sobre la mancha y se plantó delante.

El senador Palthainon entró en la estancia con mucho ajetreo y alboroto. La ira ardía en sus ojos y el noble empezó a hablar en el instante en que puso el pie en el umbral.

—Majestad, se me informó que habíais convocado al Thalas-Enthia sin pedir antes mi aprobación...

El senador enmudeció en mitad de la frase, olvidando por completo la perorata que había ensayado mientras subía por la escalera. Había esperado encontrar a su rey títere caído flojamente en el suelo, enredado con sus propias cuerdas. En cambio, la marioneta caminaba hacia la puerta.

—He convocado al Thalas-Enthia porque soy el rey —replicó Gilthas mientras pasaba junto al senador, apartándolo con el hombro—. No os consulté, senador, por la misma razón. Porque soy el rey.

Palthainon lo miró de hito en hito y empezó a farfullar.

—¿Qué? ¿Cómo? ¡Majestad! ¿Dónde vais? Debemos discutir esto.

Gilthas no le hizo el menor caso, salió al pasillo y cerró la puerta tras él. El discurso tan cuidadosamente redactado se había quedado sobre el escritorio. Al final, pronunciaría las palabras salidas de su corazón.

Palthainon lo siguió con la mirada, desconcertado. Necesitando alguien a quien culpar, se volvió hacia el gobernador Medan.

—Esto es obra vuestra, gobernador. Habéis empujado a este necio muchacho a hacer esto. ¿Qué estáis tramando, Medan? ¿Qué ocurre?

—No tengo nada que ver con ello, senador —respondió el humano, divertido—. Gilthas es el rey, como él ha dicho, y lo ha sido durante muchos años. Más de los que, aparentemente, os habéis dado cuenta. En cuanto a lo que ocurre... —Medan se encogió de hombros—. Os sugiero que le preguntéis a su majestad. Tal vez se digne responderos.

—¡Que se lo pregunte a su majestad! —replicó con sorna el senador—. Yo no pregunto nada a su majestad. Le digo lo que debe pensar y lo que tiene que decir, como he hecho siempre. Estáis diciendo tonterías, gobernador. No os entiendo.

—No, pero lo haréis —advirtió al senador, que ya le daba la espalda, recogiendo las briznas de dignidad que le quedaban, y abandonaba la estancia.


—Planchet —dijo Medan después de que el rey y el senador se hubiesen marchado y el palacio quedó de nuevo en silencio—. Trae agua y vendas. Atenderé a la reina madre. Deberías retirar la alfombra y quemarla.

Provisto de una palangana y un rollo de vendas, Medan llamó a la puerta de los aposentos de Laurana. Ella lo invitó a entrar. El gobernador frunció el entrecejo al verla de pie, mirando por la ventana.

—Deberíais tumbaros, señora. Aprovechad este rato para descansar.

Laurana se volvió y lo miró.

—Palthainon causará problemas en el senado. No os quepa duda.

—Vuestro hijo lo ensartará como a un pollo, no con una espada, sino con palabras. Dejará tan desinflado a ese fuelle de gaita pretencioso que no me sorprendería verlo pasar zumbando por delante de la ventana. Vaya, os he hecho sonreír —añadió.

Laurana sonreía, cierto, pero al momento se tambaleó y extendió la mano para agarrarse en el brazo del sillón. Medan llegó de un salto a su lado y la ayudó a sentarse.

—Señora, habéis perdido mucha sangre, y la herida sigue sangrando. Si no os ofende... —Hizo una pausa, azorado. Tosió y siguió hablando—. Podría limpiar y vendar esa herida.

—Los dos somos guerreros, gobernador —contestó Laurana mientras sacaba el brazo de la manga de la bata—. He vivido y luchado con hombres en circunstancias en las que no podía permitirme ser pudorosa. Sois muy amable al ofreceros a curarme.

El gobernador rozó la piel caliente y vio su mano —tosca, grande, de gruesos dedos y torpe— en marcado contraste con el esbelto y blanco hombro de la elfa, la piel suave como la seda, el rojo de la sangre y el calor del irregular tajo. La retiró prestamente y apretó el puño.

—Me temo que os haré daño, señora —dijo, al sentirla encogerse con su roce—. Lo siento. Soy rudo y torpe. No sé hacerlo de otro modo.

Laurana se cogió el cabello y lo echó por encima del hombro para que no le estorbara mientras le limpiaba la herida.

—Gobernador Medan, mi hijo os explicó su plan para la defensa de Qualinost. ¿Creéis que funcionará?

—Es un buen plan, señora —contestó el hombre mientras le vendaba el hombro—. Si los enanos acceden a hacer su parte, incluso existe una posibilidad de que tengamos éxito. Sin embargo, no confío en los enanos, como advertí a su majestad.

—Se perderán muchas vidas —dijo tristemente Laurana.

—Sí, señora. Los que se queden para cubrir la retirada posiblemente no podrán escapar a tiempo. Será una batalla gloriosa —añadió al tiempo que hacía un nudo a la venda—. Como en los viejos tiempos. Yo, por lo menos, no pienso perdérmela.

—¿Daríais vuestra vida por nosotros, gobernador? —preguntó la elfa, volviéndose para mirarlo a los ojos—. Vos, un humano y nuestro enemigo, ¿moriréis defendiendo a los elfos?

El hombre fingió observar con atención la herida, para eludir la penetrante mirada. No respondió de inmediato, sino que lo pensó largos segundos.

—No reniego de mi pasado, señora —dijo finalmente—. Ni lamento las decisiones tomadas. Desciendo de plebeyos. Mi padre era siervo, y yo habría seguido el mismo camino, habría sido un analfabeto sin educación, pero lord Ariakan me encontró. Me dio conocimientos, instrucción y, lo más importante, me dio fe en un poder más grande que yo. Quizá no podáis entenderlo, señora, pero veneré a su Oscura Majestad con todo mi corazón. La Visión que me dio sigue viniendo a mí en sueños, aunque no comprendo por qué, ya que ella se marchó.

—Lo entiendo muy bien, gobernador —aseguró Laurana—. Estuve en presencia de Takhisis, la Reina de la Oscuridad. Todavía siento el mismo sobrecogimiento, el mismo respeto reverencial que experimenté entonces. Aunque sabía que su poder era maligno, resultaba terriblemente imponente su contemplación. Tal vez se debió a que, cuando osé intentar mirarla a los ojos, me vi a mí misma. Vi su oscuridad dentro de mí.

—¿Dentro de vos, señora? —Medan sacudió la cabeza.

—Era el Áureo General, gobernador —dijo seriamente la elfa—. Un bonito título. La gente me aclamaba en las calles. Los niños me regalaban ramos de flores. Sin embargo, ordené que esas mismas gentes entraran en batalla, dejé huérfanos a muchos de esos niños. Por mi culpa murieron millares de personas cuando podrían haber vivido para llevar una existencia feliz y fructífera. Tengo las manos manchadas con su sangre.

—No lamentéis vuestros actos, señora. Hacerlo es egoísta. Vuestro arrepentimiento despoja a los muertos de un honor que les pertenece. Luchasteis por una causa que sabíais que era justa y apropiada. Os siguieron a la batalla, a su muerte, si queréis, porque vieron esa causa resplandeciendo en vos. Por eso os llamaban el Áureo General —añadió—. No por vuestro cabello.

—Aun así, me gustaría resarcirlos en cierta medida.

Guardó silencio, absorta en sus reflexiones. Medan hizo intención de marcharse, pensando que ella querría descansar, pero Laurana lo detuvo.

—Hablábamos de vos, gobernador —dijo mientras posaba la mano en su brazo—. Del motivo por el que estáis dispuesto a dar vuestra vida por los elfos.

Mirándola a los ojos, el hombre habría respondido que estaba dispuesto a dar su vida por una elfa, por no lo hizo. Su amor no sería bien recibido, mientras que su amistad sí lo era. Se consideraba bienaventurado por ello y, en consecuencia, no intentó aspirar a más.

—Lucho por mi patria, señora —se limitó a contestar.

—La patria es la tierra en la que uno nace, gobernador.

—Precisamente, señora. Mi patria está aquí.

Su respuesta la complació; en sus azules ojos se reflejaba la comprensión y de repente brillaron al llenarse de lágrimas. Toda ella rebosaba calidez, dulzura y fragancia; pasaba por un momento de debilidad, estaba baja de moral, trastornada y herida. Él se incorporó bruscamente, tan deprisa que tiró la palangana con el agua que había usado para limpiarle el corte.

—Lo siento, señora. —Se inclinó para secar el líquido vertido, agradecido de tener la oportunidad de hurtar el rostro. Cuando se levantó evitó mirarla—. Él vendaje no está demasiado fuerte, ¿verdad, señora?

—No, no lo está.

—Bien. Entonces, con vuestro permiso, seño i, he de regresar al cuartel general para ver si ha habido más informes sobre el avance del ejército.

Inclinó la cabeza, giró sobre sus talones y salió apresuradamente, dejándola con sus pensamientos.

Laurana se cubrió el hombro con la manga de la bata. Flexionó los dedos y frotó con las yemas las viejas callosidades de las palmas.

—Restituiré algo —musitó.

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