17 La rueda de la vida

Rand recogió con un flujo de Aire el talabarte y el cetro que estaban junto al trono y abrió el acceso allí mismo, delante del estrado; la línea de luz giró sobre sí misma ampliándose hasta ofrecer la vista de una cámara de oscuros paneles de madera, vacía, a casi mil kilómetros de distancia de Caemlyn, en el Palacio del Sol de Cairhien. Reservada para que Rand la utilizara de este modo, la estancia no tenía muebles, pero las baldosas de color azul oscuro y las paredes forradas con paneles brillaban de limpias. A pesar de que no había ventanas, el cuarto estaba iluminado, ya que ocho lámparas de pie doradas permanecían encendidas día y noche y los espejos aumentaban el fulgor de las llamas alimentadas con aceite. Hizo un alto para abrocharse el talabarte mientras Sulin y Urien abrían la puerta que daba al corredor y encabezaban la marcha de Doncellas y Escudos Rojos, con los rostros velados, delante de él.

En este caso Rand consideraba sus precauciones ridículas. El amplio pasillo, único modo de llegar a esta estancia, estaba abarrotado ya con unos treinta Far Aldazar Din, Hermanos del Águila, y casi dos docenas de los mayenienses de Berelain con sus petos pintados en rojo y yelmos con forma de olla que bajaban hasta la nuca por la parte de atrás. Si había un sitio en el que Rand sabía que no necesitaba la protección de las Doncellas era en Cairhien, menos aun que en Tear.

No bien apareció Rand cuando un Hermano del Águila se encaminó a buen paso corredor abajo, hacia la salida, y un mayeniense, aferrando desmañadamente la lanza y la espada corta, corrió en pos del Aiel. De hecho, un pequeño ejército iba detrás del Far Aldazar Din: sirvientes con diferentes libreas; un Defensor de la Ciudadela teariano con el bruñido peto y la capa negra y dorada; un soldado cairhienino con la parte frontal de la cabeza afeitada y el peto mucho más abollado que el del teariano; dos jóvenes Aiel vestidas con oscuras y voluminosas faldas y blusas blancas sueltas, a quien Rand creyó reconocer como aprendizas de las Sabias. La noticia de su llegada se propagaría rápidamente. Siempre ocurría igual.

Al menos Alanna había quedado lejos. Verin también, pero principalmente Alanna. Todavía la sentía, incluso a tanta distancia, como una vaga sensación de que la mujer se encontraba en alguna parte hacia el oeste. Como la sensación de una mano a punto de tocarle la nuca. ¿Habría algún modo de liberarse de ella? Volvió a aferrar el saidin durante unos instantes, pero siguió sin cambiar nada.

«Nunca escapas de las trampas que tú mismo hilas. —El murmullo de Lews Therin sonaba confuso—. Sólo un poder superior puede romper lo creado por otro poder, y entonces vuelves a estar atrapado. Atrapado para siempre, de modo que no puedes morir».

Rand se estremeció. A veces parecía realmente que la voz le hablaba a él. Si, aunque sólo fuera una vez, lo que decía tuviera sentido, entonces le resultaría más fácil tenerla dentro de su cabeza.

—Te veo, Car’a’carn —saludó uno de los Hermanos del Águila. Sus ojos grises estaban a la misma altura que los de Rand; la cicatriz que le cruzaba la nariz resaltaba por su palidez contra la tez curtida por el sol—. Soy Corman, de los Mosaada Goshien. Que encuentres sombra en este día.

Rand no había tenido oportunidad de responder adecuadamente cuando el oficial mayeniense, de tez sonrosada, apartó al Aiel empujando con el hombro. Bueno, no lo apartó de un empujón realmente —era demasiado esbelto para retirar con el hombro a un tipo que le sacaba una cabeza y era el doble de corpulento que él, especialmente si se trataba de un Aiel, aunque quizá sí lo bastante joven para creer que podía hacerlo—, pero sí que consiguió meterse junto a Corman para situarse ante Rand mientras se colocaba bajo el brazo un yelmo carmesí con una fina pluma roja.

—Mi señor Dragón, soy Havien Nurelle, teniente de la Guardia Alada —a los lados del yelmo se veían alas cinceladas—, al servicio de Berelain sur Paendrag Paeron, Principal de Mayene, y también al vuestro.

Corman le dirigió una divertida mirada de reojo.

—Te veo, Havien Nurelle —respondió seriamente Rand, y el muchacho parpadeó. ¿Muchacho? Pensándolo bien, no parecía ser más joven que él. La idea fue un impacto—. Si tú y Corman queréis indicarme… —De repente advirtió que Aviendha se había marchado. ¡Casi se había roto la espalda para evitarla, y la primera vez que accedía a dejarla acercarse a él desde hacía semanas se escabullía tan pronto como él volvía la cabeza! Estaba ansiosa por reunirse con la Sabias, sin duda, para informar sobre lo que había estado haciendo. Iba a dejarla allí, estaba decidido.

«Lo que se desea no se puede tener. Lo que no se puede tener es lo que se desea». Lews Therin se echó a reír como un poseso. Ya no lo molestaba a Rand como al principio. No tanto. Lo que había que soportar por fuerza, podía aguantarse.

Discutiendo quién iba delante, Corman y Havien dejaron atrás a sus hombres, pero aun así formaban una procesión con las Doncellas y los Escudos Rojos siguiéndolos de cerca, atestando el corredor. Éste daba una agobiante sensación de lobreguez pese a las lámparas encendidas. Apenas había colorido en ninguna parte, salvo en los contados tapices, y los cairhieninos trataban de compensar esa nota discrepante haciendo que la composición tuviera una rigurosa simetría, ya fuera un tema de flores o pájaros, de ciervos o leopardos en una cacería o de nobles en una batalla. En lo tocante a los sirvientes, que se apartaban con presteza a su paso, las libreas se limitaban generalmente a unas franjas de color en los puños y la insignia de la casa bordada en la pechera; de vez en cuando, el cuello o las mangas con los colores de la casa, y muy rara vez la chaqueta o el vestido en su totalidad. Sólo los sirvientes de alto rango lucían más colores. A los cairhieninos les gustaban el orden y les desagradaba la ostentación. De tanto en tanto, una hornacina exhibía un cuenco dorado o un jarrón de los Marinos, pero austeros y de líneas rectas, procurando disimular las curvas si es que tenían alguna. Cada vez que el pasillo desembocaba en una balconada cuadrada con columnas y abajo había un jardín, los muros marcaban los límites de un trazado en cuadrículas exactas, cada arriate del mismo tamaño, los arbustos y los pequeños árboles podados y espaciados con uniforme precisión. Si la sequía y el calor hubiesen permitido que nacieran flores, Rand estaba convencido de que también habrían crecido en líneas rectas.

Rand deseó que Dyelin pudiera ver aquellos jarrones y cuencos. Los Shaido se habían llevado todo lo que podía cogerse por dondequiera que habían pasado en su marcha a través de Cairhien, y habían quemado lo que no podían llevarse; sin embargo, esa actitud violaba el ji’e’toh. Los Aiel que seguían a Rand y que habían salvado a la ciudad también se habían apropiado de cosas, pero de acuerdo con sus leyes; cuando tomaban un lugar por medio de la batalla se les permitía coger un quinto de lo que contenía, y ni una cuchara más. Bael había accedido, a regañadientes, a renunciar incluso a ese quinto en Andor, pero Rand pensaba que nadie habría dicho que faltaba nada aquí a no ser que tuviera una lista exhaustiva de todos y cada uno de los objetos.

A pesar de su discusión, Corman y Havien no lograron encontrar a Rhuarc ni a Berelain antes de que éstos les salieran al paso.

Los dos acudieron solos, sin séquitos, a encontrarse con Rand en uno de los balcones y con ello consiguieron que se sintiera ridículo, como si estuviera dirigiendo un desfile. Rhuarc, con su cadin’sor, el cabello rojo oscuro surcado de hebras grises, empequeñecía a Berelain, una bonita joven de tez pálida, ataviada con un vestido azul y blanco de escote lo bastante bajo para que Rand carraspeara cuando ella se inclinó en una reverencia. Rhuarc, que llevaba el shoufa envuelto flojamente alrededor de cuello, no iba armado salvo por el pesado cuchillo Aiel. Ella lucía la Diadema del Principal, un dorado halcón en vuelo ciñendo el negro cabello que le caía en ondas sobre los hombros desnudos.

Quizás era mejor que Aviendha se hubiese marchado; a veces tenía reacciones violentas contra mujeres de las que incluso sólo sospechara que se le insinuaban.

De repente cayó en la cuenta de que Lews Therin estaba tarareando de forma poco melodiosa. Había algo en ello que resultaba inquietante, pero ¿qué? Sí. Tarareaba entre dientes, como un hombre admirando a una mujer que no es consciente de su presencia.

«¡Basta! —gritó mentalmente—. ¡Deja de mirar a través de mis ojos!» Imposible saber si lo había oído —¿acaso había alguien para que pudiera oírlo?—, pero el tarareo cesó.

Havien hincó una rodilla en el suelo, pero Berelain le hizo un gesto para que se levantara, casi distraídamente.

—Confío en que todo le vaya bien a mi señor Dragón. Y a Andor. —La mujer tenía esa clase de voz que hacía que un hombre la escuchara—. Y también a vuestros amigos, Mat Cauthon y Perrin Aybara.

—Todo marcha bien —respondió Rand. Siempre le preguntaba por Mat y Perrin, por muchas veces que le dijera que uno estaba de camino a Tear y que al otro no lo veía desde antes de partir hacia el Yermo—. ¿Y a vosotros dos?

Berelain echó una mirada a Rhuarc mientras ambos se colocaban uno a cada lado de Rand para proseguir la marcha por el siguiente tramo del pasillo.

—Todo lo bien que podría esperarse, mi señor Dragón.

—Bien, Rand al’Thor —respondió Rhuarc. En su rostro apenas había expresión; claro que rara vez la había.

Rand sabía que ambos comprendían por qué había puesto a Berelain a cargo allí: razones de fría lógica. Había sido la primera dirigente en ofrecerle alianza por propia iniciativa y podía confiar en ella porque lo necesitaba, ahora más que nunca después de esa alianza, para que Tear no se abalanzara sobre Mayene. Los Grandes Señores habían intentado siempre tratar a Mayene como una provincia. Además, siendo como era una extranjera de una pequeña nación situada a cientos de leguas al sur, Berelain no tenía razón para favorecer a una facción de Cairhien en detrimento de otra. Tampoco tenía aspiraciones de hacerse con el poder, y sabía cómo dirigir un país. Por razones de fría lógica. Dado lo que los Aiel sentían hacia Cairhien y viceversa, poner a Rhuarc a cargo habría conducido a un baño de sangre, y Cairhien ya había tenido más que de sobra en ese aspecto.

El arreglo parecía funcionar bien. Como con Semaradrid y Weiramon en Tear, los cairhieninos aceptaban a la mayeniense como gobernadora tanto porque no era Aiel como porque Rand la había nombrado para el cargo. Berelain sabía lo que estaba haciendo, y al menos escuchaba los consejos ofrecidos por Rhuarc, que hablaba en nombre de los jefes de clan que permanecían en Cairhien. Seguramente también tenía que tratar con las Sabias —quienes renunciarían a entremeterse, lo que ellas no veían como tal, un día después de que las Aes Sedai hicieran lo propio—, pero hasta ahora no las había mencionado.

—¿Y Egwene? —preguntó Rand—. ¿Se encuentra mejor?

Berelain apretó levemente los labios. No le gustaba Egwene. Claro que a Egwene tampoco le caía bien ella. No había razón para que existiera ese mutuo desagrado, que él supiera, pero ahí estaba.

Rhuarc extendió las manos.

—Sí, por lo poco que Amys accede a contarme. —Además de ser una Sabia, Amys era su esposa. Una de sus esposas; tenía dos, y ésta era una más de las extrañas costumbres Aiel que a Rand le resultaban chocantes—. Dice que Egwene necesita descansar, hacer un poco de ejercicio ligero, comida en abundancia y aire fresco. Creo que da paseos en las horas de menos calor.

Berelain le lanzó una mirada sesgada; la tenue capa de transpiración de su rostro no desmerecía su belleza, pero Rhuarc, por supuesto, no sudaba ni pizca.

—Me gustaría verla. Si las Sabias lo permiten —añadió Rand. Las Sabias eran tan celosas de sus prerrogativas como cualquier Aes Sedai que él conocía, y se aseguraban de dejarlas muy claras con los jefes de septiar, los jefes de clan y quizá más que nadie con el Car’a’carn—. Pero antes nos…

Un ruido había ido cobrando nitidez a medida que se acercaban a otro tramo donde una de las paredes del corredor era reemplazada por una balaustrada de columnas: el golpeteo de espadas de práctica. Echó una ojeada hacia abajo al pasar. Al menos, ésa era su intención, pero lo que vio lo dejó mudo y lo hizo pararse en seco. Bajo la atenta vigilancia de un envarado cairhienino vestido con una lisa chaqueta gris, una docena de mujeres sudorosas se entrenaban por parejas, algunas vestidas con faldas pantalón y otras con ropas masculinas. La mayoría ejecutaba los pasos torpemente, aunque con energía, en tanto que otras pasaban de una postura a otra con gracilidad, bien que movían con inseguridad las armas, hechas con un haz de varillas torneadas. Todas exhibían el mismo gesto de inflexible determinación, aunque esa expresión ceñuda daba paso a una risa atribulada cuando cualquiera de ellas se daba cuenta de que había cometido un error.

El tipo envarado dio unas palmas, y las jadeantes mujeres se recostaron en sus espadas de práctica; algunas sacudieron los brazos, que, obviamente, no estaban habituados a este tipo de ejercicio. Unos sirvientes, que hasta entonces habían permanecido fuera del radio visual de Rand, aparecieron presurosos haciendo reverencias e inclinaciones de cabeza a izquierda y derecha mientras ofrecían bandejas con jarras y copas. No obstante, si eran realmente sirvientes sus libreas resultaban raras tratándose de Cairhien. Vestían de blanco, tanto mujeres como hombres.

—¿Qué es esto? —preguntó Rand.

Rhuarc hizo un ruido de desagrado.

—Algunas cairhieninas están muy impresionadas con las Doncellas —contestó, sonriente, Berelain—. Quieren ser Doncellas. Sólo que con espada, supongo, no con lanzas.

Sulin adoptó una postura estirada de indignación, y el lenguaje de las señas relampagueó entre las Doncellas; los gestos parecían ultrajados.

—Éstas son hijas de casas nobles —continuó Berelain—. Las dejo estar aquí porque sus padres no permitirían algo así. Hay casi una docena de escuelas en la ciudad ahora que enseñan esgrima a mujeres, pero muchas tienen que escabullirse para asistir a las clases. Y no ocurre sólo con las mujeres, claro está. Los cairhieninos más jóvenes en general parecen muy impresionados con los Aiel. Están adoptando el ji’e’toh.

—Lo están machacando —gruñó Rhuarc—. Muchos preguntan sobre nuestras costumbres y ¿quién se niega a enseñar a alguien que podría aprender lo que es correcto, aunque sea un Asesino del Árbol? —Parecía a punto de escupir—. Pero cogen lo que se les dice y lo cambian.

—No lo cambian realmente —protestó Berelain—. Sólo lo adaptan, creo.

Rhuarc enarcó levemente las cejas y la mujer suspiró. El rostro de Havien era la viva imagen de la afrenta al ver así desafiada la opinión de su dirigente. Ni Rhuarc ni Berelain lo advirtieron; ambos estaban atentos a Rand, el cual tenía la impresión de que ésta era una discusión que sostenían los dos a menudo.

—Lo cambian —insistió deliberadamente Rhuarc—. Esos necios de ahí abajo dicen que son gai’shain. ¡Gai’shain!

Los otros Aiel murmuraron; hubo otro intercambio del lenguaje de señas entre las Doncellas. Por su parte, Havien parecía un tanto inquieto.

—¿En qué batalla o asalto fueron capturados? ¿Qué toh han contraído? —inquirió el jefe de clan—. Confirmasteis mi prohibición de combatir en la ciudad, Berelain Paeron, pero sostienen duelos dondequiera que piensan que no serán descubiertos, y el perdedor se viste de blanco. Si uno golpea al otro yendo ambos armados, el que recibe el golpe aboga por un duelo y, si se le niega, se viste de blanco. ¿Qué tiene eso que ver con honor y obligación? Lo cambian todo y hacen cosas que abochornarían incluso a un sharamanés. Tendría que ponerse fin a esto, Rand al’Thor.

La mandíbula de Berelain se tensó en un gesto obstinado y apretó los puños contra la falda.

—Los jóvenes luchan siempre. —Su tono era lo bastante prepotente para que uno olvidara que ella misma era joven—. Pero desde que empezaron con esto nadie ha muerto en un duelo. Nadie. Eso por sí solo hace que merezca la pena dejarlos que continúen. Además de lo cual, me he enfrentado a padres y madres, algunos poderosos, que querían que enviara a sus hijas de vuelta a casa. No les negaré a esas jóvenes lo que les prometí.

—Pues que se queden aquí si queréis —replicó Rhuarc—. Dejad que aprendan «esgrima», si gustan. Pero impedidles que proclamen estar siguiendo el ji’e’toh. Que dejen de vestirse de blanco y de afirmar que son gai’shain. Lo que hacen es una ofensa. —Sus gélidos ojos azules se clavaron en Berelain, pero los grandes y oscuros ojos de la mujer permanecieron prendidos en Rand.

Éste sólo vaciló un momento. Creía entender lo que impulsaba a los jóvenes cairhieninos hacia el ji’e’toh. Dos veces conquistados por los Aiel en veintitantos años, tenían por fuerza que preguntarse si el secreto radicaba en eso. O quizá pensaban que sus derrotas demostraban que el modo Aiel era mejor. Obviamente los Aiel estaban molestos por lo que veían como una mofa de sus creencias, pero, a decir verdad, algunas de las formas en que los Aiel se convertían en gai’shain parecían igualmente peculiares. Por ejemplo, hablar a un hombre de su suegro o a una mujer de su suegra —padre segundo y madre segunda, en términos Aiel— se consideraba lo bastante hostil para justificar el uso de las armas a menos que ellos los hubiesen mencionado antes. Si la parte ofendida en cambio tocaba al otro después de que hubiese hablado, con respecto al ji’e’toh era lo mismo que tocar a un enemigo armado sin herirlo. Eso proporcionaba mucho ji y hacía incurrir en mucho toh, pero el que era tocado podía demandar ser hecho gai’shain para disminuir el honor del otro y su propia obligación. Debido al ji’e’toh, una demanda adecuada de ser hecho gai’shain tenía que cumplirse, de modo que un hombre o una mujer podía acabar como gai’shain por mencionar a la suegra de alguien. No mucho menos absurdo que lo que estos cairhieninos estaban haciendo. Sin embargo, todo se reducía a un único punto relevante: había puesto a cargo a Berelain y tenía que apoyarla. Tan simple como eso.

—Los cairhieninos os ofenden por el mero hecho de ser cairhieninos, Rhuarc. Déjalos estar. ¿Quién sabe? A lo mejor acaban aprendiendo lo bastante para que ya no tengáis motivo para seguir odiándolos.

Rhuarc gruñó con desagrado y Berelain sonrió. Para sorpresa de Rand, por un instante le pareció que la mujer estaba a punto de sacarle la lengua al jefe de clan. Naturalmente, tenía que haber sido imaginación suya. Berelain era sólo unos pocos años mayor que él, pero ya gobernaba Mayene cuando él todavía cuidaba ovejas en Dos Ríos.

Rand mandó volver a sus puestos de guardia a Corman y a Havien y siguió adelante con Rhuarc y Berelain a cada lado y el resto siguiéndolos de cerca. Un desfile. Sólo faltaban tambores y trompetas.

El golpeteo de las espadas de práctica empezó de nuevo a su espalda. Otro cambio, por pequeño que fuese. Ni siquiera Moraine, a pesar de haber estudiado largo tiempo las Profecías del Dragón, sabía si el que él volviera a desmembrar el mundo significaba que daría inicio a una nueva Era, pero de lo que sí estaba seguro era de que traía cambios, de un modo u otro. Al parecer, tantos por casualidad como a propósito.

Cuando llegaron a la puerta del estudio que Berelain y Rhuarc compartían —unos soles nacientes que decoraban los paneles de oscura madera indicaban algún uso oficial de la realeza en el pasado— Rand se paró y se volvió hacia Sulin y Urien. Si no podía prescindir de todos estos guardianes allí, entonces no había ningún lugar donde pudiera.

—Tengo previsto regresar a Caemlyn mañana, una hora más o menos después de la salida del sol. Hasta entonces, visitad las tiendas, reuníos con vuestros amigos e intentad no iniciar ninguna enemistad de sangre. Si insistís, dos de vosotros podéis quedaros por aquí para protegerme de los ratones; no creo que nada más grande salte sobre mí en este lugar.

Urien esbozó una ligera sonrisa y asintió, aunque hizo un gesto hacia un cairhienino y murmuró:

—Los ratones pueden ser grandes aquí.

Por un instante pensó que Sulin iba a discutir. No obstante, la mirada de desafío duró sólo un instante antes de que asintiera también, aunque todavía con los labios apretados. Sin duda tendría que escuchar su protesta una vez que sólo estuvieran presentes Doncellas.

El estudio, una estancia amplia, presentaba fuertes contrastes incluso ahora que lo veía por segunda vez. En el alto techo con adornos de escayola, las líneas rectas y pronunciados ángulos trazaban una sucesión de complejos dibujos repetidos, y alrededor de las paredes también, así como en un ancho hogar recubierto con mármol de un color azul profundo. En el centro había una mesa enorme, cubierta de papeles y mapas, que marcaba una especie de límite. Los dos altos ventanales a un lado del hogar estaban adornados con macetas de barro sobre taburetes, llenos de pequeñas plantas en las que crecían unas pocas flores diminutas, rojas y blancas. A ese lado de la mesa un gran tapiz representaba barcos en el mar y hombres tirando de redes llenas de peces clavo, la fuente de riqueza de Mayene. Un bastidor de bordar, con aguja e hilo rojo colgando de una labor a medio terminar, reposaba sobre una silla de respaldo alto, lo bastante ancha para que Berelain se sentara enroscada en ella si quería. Sólo había una alfombra en esa mitad de la habitación, con dibujos a semejanza de flores doradas, rojas y azules, y en una mesita colocada junto a la silla había una jarra de vino y copas sobre una bandeja de plata, así como un libro delgado con encuadernación roja y una tira de cuero taraceada en oro, que señalaba el sitio de Berelain.

El suelo al otro lado de la mesa estaba cubierto de alfombrillas de colores intensos y variados, con cojines de borlas en rojo, azul y verde repartidos por el suelo. Había una bolsa de tabaco, una pipa de cañón corto y un par de tenacillas colocadas junto a un brasero de bronce cubierto, encima de un pequeño arcón forrado de bronce, mientras que encima de otro arcón ligeramente más grande, reforzado con tiras de hierro, había una talla en marfil de un animal de aspecto desgalichado que Rand dudaba que existiera realmente. Dos docenas de libros de todos los tamaños, desde uno lo bastante pequeño para caber en un bolsillo de la chaqueta hasta otro tan sumamente grande que hasta Rhuarc necesitaría las dos manos para levantarlo, formaban una ordenada hilera sobre el suelo, a lo largo de la pared. Los Aiel hacían todo lo que necesitaban en el Yermo, excepto libros; los buhoneros habían ganado fortunas entre los Aiel transportando únicamente libros.

—Bien —dijo Rand cuando la puerta se hubo cerrado, dejándolo a solas con Rhuarc y Berelain—. ¿Cómo van realmente las cosas?

—Como dije —contestó Berelain—. Todo lo bien que cabía esperar. Se habla mucho en las calles de Caraline Damodred y Toram Riatin, pero la gran mayoría de la gente está demasiado cansada para desear otra guerra durante un tiempo.

—Se comenta que diez mil soldados andoreños se les han unido. —Rhuarc empezó a llenar su pipa—. Los rumores siempre multiplican las cifras por diez cuando no por veinte, pero aun así representa un problema de ser cierto. Los exploradores dicen que no son muchos, pero si se los deja crecer podrían acabar siendo una molestia. La mosca amarilla es casi demasiado pequeña para verla a simple vista; pero, si pone sus huevos en tu piel, habrás perdido un brazo o una pierna antes de que se incuben… si es que no acaban contigo.

Rand gruñó sin comprometerse. La rebelión de Darlin en Tear no era la única a la que se enfrentaba. La casa Riatin y la casa Damodred, las últimas dos que habían estado en posesión del Trono del Sol, habían sido enemigas implacables antes de que llegara Rand y probablemente volverían a serlo si desaparecía, pero ahora habían dejado a un lado la rivalidad —al menos en apariencia; lo que había realmente debajo de la apariencia podía ser algo completamente distinto tratándose de cairhieninos— y, al igual que Darlin, se proponían reunir fuerzas en algún lugar que Toram y Caraline consideraban seguro. En su caso, las estribaciones de la Columna Vertebral del Mundo, tan lejos de la ciudad como les era posible sin salir del país. Habían reunido una mezcolanza de gente, como Darlin: nobles, principalmente de rango medio; campesinos desplazados; algunos mercenarios declarados; y quizás unos cuantos malhechores. Ahí también podía estar la mano de Niall, como era en el caso de Darlin.

Esas estribaciones no eran ni mucho menos tan impenetrables como Haddon Mirk, pero Rand no había ordenado un ataque de castigo; tenía demasiados enemigos en infinidad de sitios. Si se detenía para aplastar la mosca amarilla de Rhuarc aquí, podía encontrarse con un leopardo en la espalda en algún otro sitio. Se proponía abatir primero al leopardo. Sólo que ojalá supiera dónde estaban todos los leopardos.

—¿Qué se sabe de los Shaido? —preguntó mientras soltaba el Cetro del Dragón sobre un mapa medio enrollado. Representaba el norte de Cairhien y las montañas llamadas Daga del Verdugo de la Humanidad. Puede que los Shaido no fueran un leopardo tan grande como Sammael, pero sí un peligro mucho mayor que el Gran Señor Darlin o lady Caraline. Berelain le tendió una copa de vino, y él le dio las gracias.

—¿Han dicho algo las Sabias sobre las intenciones de Sevanna?

Había esperado que al menos una o dos podrían mirar y escuchar un poco cuando Sevanna viajara hacia la Daga del Verdugo de la Humanidad. Apostaría a que las Sabias Shaido lo habían hecho cuando ellos llegaron al río Gaelin. No comentó ni lo uno ni lo otro, claro es. Puede que los Shaido hubiesen abandonado el ji’e’toh, pero Rhuarc tenía un punto de vista tradicional Aiel respecto a espiar. Los puntos de vista de las Sabias eran otro cantar, desde luego, aunque exactamente en qué no era cosa fácil de precisar.

—Dicen que están construyendo dominios. —Rhuarc hizo una pausa y utilizó el par de tenazas para coger una brasa del cuenco del brasero y encender con ella la pipa. Cuando hubo soltado la primera bocanada de humo, prosiguió—: Dicen que no creen que los Shaido tengan intención de regresar jamás a la Tierra de los Tres Pliegues. Soy de la misma opinión.

Rand se pasó los dedos por el cabello. Caraline y Toram iniciando una rebelión, y los Shaido instalándose a este lado de la Pared del Dragón. Una combinación mucho más peligrosa que Darlin. Y el dedo invisible de Alanna dando la impresión de estar a punto de tocarlo.

—¿Hay más buenas noticias?

—Se combate en Shamara —informó Rhuarc sin quitarse la pipa de la boca.

—¿Dónde? —preguntó Rand.

—En Shamara. O Shara. Sus habitantes le dan muchos nombres a su tierra: Co’dansin, Tomaka, Kigali, y otros. Cualquiera podría ser cierto, o ninguno. Esa gente miente sin pensar. Desenrolla todas las piezas de seda que les compres o descubrirás que sólo la parte de fuera es seda. Y si la próxima vez en el centro de comercio resulta que encuentras al hombre con el que ya has tratado, negará haberte visto antes o haber venido a comerciar con anterioridad. Si insistes, los otros lo matarán para apaciguarte y entonces dirán que sólo él podía tratar con sedas, e intentarán venderte agua como vino.

—¿Por qué las luchas en Shara son buenas noticias? —inquirió Rand quedamente. En realidad no quería oír la respuesta.

Berelain estaba escuchando con auténtico interés; nadie salvo los Aiel y los Marinos sabía gran cosa sobre las tierras prohibidas que se encontraban más allá del Yermo aparte de que el marfil y la seda venían de allí. Eso y los relatos de Los viajes de Jain el Galopador, los cuales eran probablemente demasiado fantasiosos para ser verdad. Aunque, ahora que lo pensaba, Rand recordaba que lo de mentir se mencionaba, y lo de los nombres diferentes, salvo que los ejemplos dados por Jain el Galopador no coincidían con ninguno de los mencionados por Rhuarc, que él recordara.

—Nunca hay luchas en Shara, Rand al’Thor. Se dice que la Guerra de los Trollocs fue como una plaga para ellos. —Los trollocs habían entrado también en el Yermo de Aiel; desde entonces, los trollocs le daban el nombre de Tierra de la Muerte—. Sin embargo, si desde entonces ha habido alguna batalla no ha llegado la noticia a los centros de comercio. Tampoco es que lleguen muchas noticias dentro de los muros de los centros sobre nada de lo que ocurre fuera de ellos. Dicen que su tierra siempre ha sido una, no muchas como aquí, y que siempre hay paz. Cuando llegaste de Rhuidean como el Car’a’carn, se corrió la noticia sobre ti y sobre el título que te dan aquí los habitantes de las tierras húmedas: el Dragón Renacido. La noticia llegó hasta los centros de comercio a lo largo de la Gran Falla y los Riscos del Alba. —Los ojos de Rhuarc traslucían calma y firmeza; esto no lo alteraba—. La noticia llega ahora a través de la Tierra de los Tres Pliegues: hay luchas en Shara, y los sharamaneses de los centros de comercio preguntan cuándo desmembrará el mundo el Dragón Renacido.

De repente el vino le supo amargo. Otro lugar como Tarabon y Arad Doman, desgarrado por el mero hecho de haber tenido noticias de su aparición. ¿Hasta dónde se extendía la reacción provocada por su presencia? ¿Se estarían librando batallas de las que nunca tendría noticia, en unas tierras de las que nunca oiría hablar, por causa suya?

«La muerte cabalga conmigo —murmuró Lews Therin—. La muerte me sigue los pasos. Soy la muerte».

Sacudido por un estremecimiento, Rand soltó la copa en la mesa. ¿Cuánto de las Profecías, cuántos de todos aquellos grandilocuentes circunloquios e insinuaciones tentadoras en verso se requería que se cumplieran? ¿Se esperaba de él que añadiera Shara, o como quiera que se llamara realmente, a Cairhien y al resto? ¿El mundo entero? ¿Cómo, si ni siquiera era capaz de conservar completamente Tear o Cairhien? Lograr algo así requeriría una vida entera. Andor. Aunque estuviese destinado a provocar la discordia en todas las naciones, la desintegración del mundo en su totalidad, conservaría Andor indemne para Elayne. De algún modo.

—Shara, o como quiera que se llame, está muy lejos de aquí. Hay que ir paso a paso, hacer una sola cosa a la vez, y Sammael es lo primero.

—Sammael, sí —convino Rhuarc.

Berelain se estremeció y apuró de un trago su copa. Durante un rato hablaron de los Aiel que todavía marchaban hacia el sur. Rand se proponía que la tenaza preparada en Tear fuera patentemente lo bastante grande para aplastar cualquier cosa que Sammael pudiera poner a su paso. Rhuarc parecía satisfecho; fue Berelain la que protestó de que hacía falta que se quedaran más fuerzas en Cairhien. Hasta que Rhuarc la hizo callar. La mujer masculló algo sobre que era demasiado testarudo para su propio bien, pero cambió el tema hacia los esfuerzos que se estaban llevando a cabo para reinstalar granjeros en el país. Opinaba que para el año siguiente no sería necesario traer grano de Tear. Si es que terminaba la sequía, claro. En caso contrario, Tear no tendría cereales para cubrir siquiera sus necesidades, cuanto menos para suministrarles a otros. Los primeros elementos para crear de nuevo la infraestructura comercial empezaban a surgir. Los mercaderes habían comenzado a llegar de Andor, Tear y Murandy y desde las Tierras Fronterizas. Incluso un barco de los Marinos había echado el ancla en el río esa misma mañana, cosa que a ella le resultaba chocante, encontrándose tan lejos del mar, pero que era bienvenido.

El semblante de Berelain adquirió una expresión intensa y su voz tomó un tono enérgico mientras caminaba alrededor de la mesa de trabajo para coger este o aquel montón de papeles, comentando lo que Cairhien necesitaba comprar y qué podía permitirse comprar; lo que había que vender ahora y lo que tendría para vender dentro de seis meses, de un año. Dependiendo del tiempo, claro está. Desestimó esto último con un gesto, como si no tuviera importancia, aunque lanzando al tiempo una mirada directa a Rand que le decía que era el Dragón Renacido y que, si había algún modo de acabar con el calor, debería encontrarlo. Rand la había visto perturbadoramente seductora, asustada, desafiante, encastillada en altivez y soberbia, pero nunca así. Parecía una mujer completamente distinta. Rhuarc, sentado en uno de sus cojines y chupando la pipa, parecía divertido al observarla.

—… esta escuela vuestra podría ser positiva —continuó la mujer mientras contemplaba con el entrecejo fruncido una larga hoja cubierta de una escritura clara y precisa—, si dejan de discurrir cosas nuevas el tiempo suficiente para hacer lo que ya han pensado hacer. —Se dio unos golpecitos en el labio inferior con un dedo, la mirada perdida en el vacío con gesto pensativo—. Dijisteis que se les diera todo el oro que pidieran, pero si me permitieseis cortarles el suministro hasta que hicieran…

Jalani se asomó por la puerta entreabierta —al parecer los Aiel no entendían que había que llamar antes— y dijo:

—Mangin está aquí para hablar con Rhuarc y contigo, Rand al’Thor.

—Dile que estaré encantado de hablar con él más tarde… —empezó Rand, pero Rhuarc lo interrumpió sugiriendo en voz queda:

—Deberías verlo ahora, Rand al’Thor.

El semblante del jefe de clan tenía una expresión seria; Berelain había vuelto a dejar el papel largo sobre la mesa y miraba fijamente el suelo.

—De acuerdo —accedió lentamente Rand.

La cabeza de Jalani desapareció tras la hoja de la puerta, y Mangin entró en la estancia. Era más alto que Rand y había sido uno de los que habían cruzado la Pared del Dragón para buscar a El que Viene con el Alba, uno de los pocos que habían tomado la Ciudadela de Tear.

—Hace seis días maté a un hombre —empezó sin preámbulos—, un Asesino del Árbol, y quiero saber si tengo toh contigo, Rand al’Thor.

—¿Conmigo? —se extrañó Rand—. Puedes defenderte tú mismo, Mangin. ¡Luz, sabes que…! —Guardó silencio un momento, sosteniendo la mirada seria pero no temerosa, ciertamente, de sus grises ojos. Tal vez traslucían curiosidad. La expresión de Rhuarc no le aclaraba nada, y Berelain seguía eludiendo su mirada—. Te atacó, ¿no?

Mangin sacudió levemente la cabeza.

—Vi que merecía morir, así que lo maté. —Lo dijo en un tono coloquial, como quien comenta que ha visto sucios los sumideros y los ha limpiado—. Pero tú dijiste que no podíamos matar Asesinos del Árbol excepto en combate o si nos atacaban. ¿Tengo pues toh contigo?

Rand recordó lo que había dicho: «… mandaré que lo ahorquen». Sintió el pecho oprimido.

—¿Por qué merecía morir?

—Llevaba algo a lo que no tenía derecho —contestó Mangin.

—¿Qué? ¿Qué demonios llevaba, Mangin?

—Esto. —Fue Rhuarc quien contestó al tiempo que se tocaba el brazo izquierdo. Se refería al dragón enroscado en el antebrazo. Los jefes de clan no lo mostraban a menudo y apenas se referían a él; casi todo lo relacionado con las marcas estaba envuelto en el misterio y los jefes estaban conformes con que fuera así—. Era un trabajo hecho con agujas y tintas, desde luego.

Un tatuaje.

—¿Se quería hacer pasar por un jefe de clan? —Rand se dio cuenta de que estaba buscando una excusa: «… mandaré que lo ahorquen». Mangin había sido uno de los primeros en seguirlo.

—No —repuso Mangin—. Estaba bebiendo y presumiendo de lo que no habría debido llevar. Veo tus ojos, Rand al’Thor. —De repente sonrió—. Es un rompecabezas. Yo hice bien al matarlo, pero ahora tengo toh contigo.

—Hiciste mal. Sabías el castigo por asesinato.

—Una cuerda alrededor del cuello, como acostumbran estos hombres de las tierras húmedas. —Mangin asintió pensativamente—. Dime dónde y cuándo; allí estaré. Que encuentres agua y sombra hoy, Rand al’Thor.

—Que encuentres agua y sombra, Mangin —contestó tristemente Rand.

—Supongo —dijo Berelain en cuanto la puerta se hubo cerrado detrás de Mangin— que es cierto que acudirá voluntariamente a su ejecución. Oh, no me mires de ese modo, Rhuarc. No es mi intención poner en duda ni a él ni tampoco al honor Aiel.

—Seis días —siseó, furioso, Rand volviéndose hacia ella—. Sabíais por qué estaba aquí. Lo sabíais los dos. Ocurrió hace seis días y me lo dejasteis a mí. Un asesinato es un asesinato, Berelain.

—No estoy acostumbrada a que un hombre acuda a mí y me confiese que acaba de cometer un asesinato. —La Principal adoptó una actitud regia, pero se notaba que estaba a la defensiva—. El condenado ji’e’toh. Los malditos Aiel y su puñetero honor.

Las maldiciones sonaban raras viniendo de su boca.

—No tienes motivo para enfadarte con ella, Rand al’Thor —intervino Rhuarc— El toh de Mangin es contigo, no con ella. Ni conmigo.

—Su toh era con el hombre al que mató —replicó fríamente Rand. Rhuarc pareció conmocionado por sus palabras—. La próxima vez que alguien cometa asesinato, no esperéis a que esté yo. ¡Cumplid la ley!

De ese modo, tal vez, no tendría que volver a dictar sentencia contra un hombre al que conocía y apreciaba. Pero lo haría si era preciso. Lo sabía, y ello lo entristeció. ¿En qué se había convertido?

«La rueda de la vida de un hombre —murmuró Lews Therin—. Sin clemencia. Sin piedad».

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