47 La Mujer Errante

Mat deseaba una cabalgada tranquila hasta Ebou Dar y, en cierto modo, la tuvo. Pero viajar con seis mujeres, cuatro de ellas Aes Sedai, significaba tener motivos de irritación en cantidad.

Llegaron al lejano bosque ese primer día, cuando el sol todavía estaba alto en el cielo, y cabalgaron varias horas bajo un dosel de ramas en su mayoría desnudas, y hojas muertas y ramitas secas que crujían bajo los cascos de los caballos; finalmente acamparon cerca de un menguado arroyo, justo antes de la puesta de sol. Harnan, el jefe de fila, con su cara larga y su tatuaje de un halcón en la mejilla, se encargó de que los soldados de caballería se instalaran, de que se almohazara y maneara a los caballos, de poner centinelas y de que se encendieran lumbres. Nerim y Lopin trabajaron afanosos de aquí para allí sin dejar de rezongar por no haber llevado tiendas y de cómo podía saber uno que habría que pasar las noches al raso si su señor no decía nada y que si su señor se agarraba una pulmonía o cualquier otra enfermedad no era por su culpa. A pesar de que el uno era delgado y el otro robusto, se las ingeniaron para dar la impresión de ser calcos que se repetían como un eco. Vanin se ocupó de sí mismo, naturalmente, aunque no quitó ojo a Olver y almohazó a Viento allí donde el chico no llegaba aun utilizando la silla de montar como un taburete. Todo el mundo cuidaba de Olver.

Las mujeres compartían el campamento pero, de algún modo, la zona que ocupaban parecía estar aparte, como si se encontrara a cincuenta pasos. Daba la sensación de que una línea impalpable dividía el campamento en dos, con carteles invisibles que advertían a los soldados que no la cruzaran. Nynaeve, Elayne y las dos mujeres de cabello blanco se agruparon alrededor de su lumbre con Aviendha y la cazadora de pelo dorado, y rara vez dirigían una mirada hacia donde Mat y sus hombres estaban colocando los petates. Por lo que Mat consiguió entender, la conversación que sostenían en voz baja versaba sobre la preocupación de Vandene y Adeleas de que Aviendha se propusiera llevar de las riendas a su caballo hasta Ebou Dar en lugar de cabalgar. Thom intentó hablar con Elayne y como respuesta recibió, ¡qué ocurrencia!, una suave palmadita en la mejilla dada con aire ausente antes de que le mandara sentarse en otra lumbre donde estaban reunidos Juilin y Jaem, el nervudo y viejo Guardián de Vandene, quien parecía pasarse todo el tiempo afilando su espada.

Mat no tenía nada que objetar a que las mujeres se mantuvieran aparte. Había notado cierta tensión entre ellas que escapaba a su comprensión. Al menos la había entre las dos mujeres mayores y Nynaeve y Elayne, y la cazadora parecía estar contagiada también. A veces miraban a las Aes Sedai —las otras Aes Sedai; Mat no estaba seguro de que pudiera hacerse a la idea de que Nynaeve y Elayne lo eran también— con demasiada fijeza, aunque Vandene y Adeleas parecían darse tan poca cuenta como Aviendha. Fueran cuales fueran las razones, Mat no quería tener nada que ver en ello. Olía a una discusión a punto de estallar, y tanto si lo hacía en una llamarada como si se limitaba a arder como ascuas debajo de una capa de tierra, un hombre con sentido común se mantenía lo más lejos posible de cualquier disputa entre mujeres. Y ni con medallón ni sin él, un hombre listo se mantenía aun más apartado cuando esas mujeres eran Aes Sedai.

Aquello era un pequeño fastidio, como lo fue lo siguiente, esto último culpa suya: la comida. El olor a cordero y alguna clase de sopa no tardó en llegar de la lumbre de las Aes Sedai. Dando por hecho que llegarían a Ebou Dar enseguida, Mat no había dado instrucciones a Vanin ni a los otros respecto al avituallamiento, lo cual significaba que tenían un poco de carne seca y tortas de pan duro en sus alforjas. Mat había visto muy pocos pájaros y ardillas, cuanto menos un venado, de modo que la caza quedaba descartada. Cuando Nerim colocó una mesita y una banqueta plegables para Mat —Lopin hizo otro tanto para Nalesean— Mat le dijo que repartiera lo que había guardado en las alforjas de los animales de carga. El resultado no fue tan bueno como esperaba.

Nerim, de pie junto a la mesa de Mat, le servía agua de una jarra de plata como si se tratase de vino y observaba lastimeramente cómo desaparecían los manjares en los gaznates de los soldados.

—Huevos de codorniz escabechados, milord —anunció en un tono fúnebre—. Habrían ido muy bien para el desayuno de milord en Ebou Dar. —Y luego—: Lengua ahumada de la mejor, milord. Si milord supiera por lo que tuve que pasar para encontrar lengua ahumada en miel en ese poblacho, sin tiempo para buscar nada y con todo lo mejor retirado ya por las Aes Sedai.

De hecho, su mayor resentimiento parecía ser que Lopin hubiese encontrado alondras en conserva para Nalesean. Cada vez que éste se llevaba una a la boca y la masticaba, la sonrisa engreída de Lopin se hacía más amplia y el rostro de Nerim se ponía aun más largo. En realidad, saltaba a la vista, por el modo en que algunos soldados olisqueaban el aire, que habrían preferido un trozo de cordero y un cuenco de sopa que cualquier ración grande de lengua ahumada con miel o pudín de hígado de pato. Olver miraba hacia la lumbre de las mujeres con descarada fijeza.

—¿Quieres comer con ellas? —le preguntó Mat—. No me importa si lo haces.

—Me gustan las anguilas saladas y ahumadas —manifestó rotundamente el chico. Luego, en un tono más sombrío, añadió—: Además, ésa podría echarle algo a la comida. —Sus ojos seguían a Aviendha cada vez que ésta se movía, y parecía haberla tomado también con la cazadora, quizá porque pasaba mucho tiempo charlando de un modo claramente amistoso con la Aiel. Aviendha debía de haber notado la intensa y fija mirada del chico, porque lo observó y frunció el entrecejo.

Mat se limpió la barbilla y volvió la vista hacia la lumbre de las Aes Sedai —pensándolo bien, también él habría preferido un trozo de cordero y un poco de sopa—, y entonces advirtió que Jaem no estaba. Vanin rezongó porque lo mandara salir de nuevo, pero Mat lo hizo por la misma razón por la que enviaba al hombre a explorar durante el día a despecho de que Jaem también salía a reconocer el terreno. Mat no quería depender de lo que las Aes Sedai tuviesen a bien decirle. Quizás habría confiado en Nynaeve —no la creía capaz de mentirle, ya que durante sus años como Zahorí había descargado toda su ira sobre los embusteros— pero la mujer no dejaba de echarle ojeadas por encima del hombro de Adeleas con una actitud realmente recelosa.

Para sorpresa de Mat, Elayne se levantó tan pronto como acabó de comer y se acercó a través de la invisible línea divisoria, como deslizándose. Algunas mujeres parecían no rozar apenas el suelo cuando caminaban, y Elayne era una de ellas.

—¿Te importa hacer un aparte conmigo, maese Cauthon? —inquirió, imperturbable, no del todo amable pero tampoco abiertamente descortés.

Él le indicó con un gesto de cabeza que caminara delante y la joven se deslizó hacia los árboles bañados por la luz de la luna, más allá de los centinelas. Su dorada melena le caía sobre los hombros enmarcando un rostro que dejaría embobado a cualquier hombre, y la luz de la luna suavizaba su arrogancia. Si no hubiese sido quien era… Y no se refería únicamente a su condición de Aes Sedai; ni siquiera a que le perteneciera a Rand. Rand parecía estar enredándose con la peor clase de mujeres posible, siendo como era un hombre que siempre había sabido cómo manejarlas. Entonces Elayne empezó a hablar, y Mat olvidó todo lo demás.

—Tienes un ter’angreal —dijo sin más preámbulos y sin mirarlo. Simplemente siguió deslizándose sobre el suelo acompañada por un suave rumor de las hojas secas; parecía dar por hecho que él la seguiría como un perro faldero—. Hay quien defiende que los ter’angreal son, por derecho, propiedad de las Aes Sedai, pero no voy a pedirte que me lo entregues. Nadie te lo quitará. Sin embargo, esos objetos tienen que ser estudiados y por tal razón quiero que me dejes el ter’angreal todas las tardes, cuando nos detengamos para acampar. Te lo devolveré por las mañanas, antes de reemprender el viaje.

Mat la miró de reojo. Hablaba completamente en serio, de eso no cabía la menor duda.

—Es muy amable por tu parte permitir que conserve lo que es mío. Sólo que ¿qué te ha hecho pensar que tengo uno de esos…? ¿Cómo los has llamado? Un ter… no sé qué.

Oh, aquello sí que la hizo ponerse tensa y también que lo mirara. A Mat le sorprendió que de sus ojos no saltaran llamas suficientes para alumbrar la noche. Su voz, por otro lado, era puro hielo.

—Sabes perfectamente bien qué es un ter’angreal, maese Cauthon. Oí a Moraine hablarte de ellos en la Ciudadela de Tear.

—¿En la Ciudadela? —repitió en un tono trivial—. Oh, sí, recuerdo la Ciudadela. Todos nos divertimos allí. ¿Recuerdas algo ocurrido en la Ciudadela que te dé derecho a venirme con exigencias? Yo no. Sólo estoy aquí para evitar que tú y Nynaeve acabéis con el pellejo lleno de agujeros en Ebou Dar. Podrás preguntar a Rand todo lo que quieras sobre ter’angreal después de que te haya dejado a su cargo.

Durante unos segundos larguísimos lo miró fijamente, como si tuviese intención de doblegarlo por las buenas o por las malas, pero después giró sobre sus talones sin pronunciar palabra. Mat la siguió de vuelta al campamento y se sorprendió al verla caminar a lo largo de la línea de caballos maneados. Examinó las lumbres y el modo en que se habían colocado los petates, sacudió la cabeza al ver los restos de la cena de los soldados. Mat no tenía la menor idea de qué se traía entre manos hasta que regresó hacia él, con la barbilla bien levantada.

—Tus hombres lo han hecho bien, maese Cauthon —manifestó en voz lo bastante alta para que todo el mundo la oyera—. En general, estoy bastante satisfecha. Sin embargo, si hubieses planeado las cosas con la debida antelación, no tendrían que haberse alimentado con comida que, en el mejor de los casos, los tendrá en vela esta noche. Aun así, en conjunto lo has hecho bien. Estoy segura de que a partir de ahora planearás las cosas de antemano.

Haciendo gala de toda la altivez que podía esperarse de ella, regresó a su propia lumbre antes de que Mat fuese capaz de decir una palabra y lo dejó allí plantado, con cara de bobo.

Aun así, si eso hubiese sido todo —lo de la puñetera heredera del trono pensando que él era uno de sus súbditos y lo de la actitud tirante de Nynaeve y ella hacia Vandene y Adeleas—, si hubiese sido eso todo, Mat se habría puesto a bailar una danza popular. Justo después de la «inspección» de Elayne y antes de que él hubiese tenido tiempo de llegar a sus mantas, la cabeza de zorro se puso helada contra su pecho.

Se llevó tal impresión que se quedó plantado en el sitio, con la cabeza inclinada y mirándose el pecho antes de que se le ocurriese siquiera la idea de volver la vista hacia la lumbre de las Aes Sedai. Allí estaban todas en fila, incluida Aviendha, a lo largo de la invisible línea divisoria. Elayne murmuró algo que Mat no alcanzó a oír y las dos Aes Sedai de pelo blanco asintieron; Adeleas mojó la pluma en un tintero que llevaba en una especie de funda colgada del cinturón y tomó notas apresuradamente en una libreta. Nynaeve se propinaba tirones de la trenza y mascullaba entre dientes.

La sensación de frío duró unos cuantos segundos más y luego desapareció. Las mujeres volvieron a la lumbre hablando quedamente entre ellas. De vez en cuando, alguna echaba una ojeada en su dirección, hasta que finalmente Mat se acostó.

El segundo día salieron a una calzada, y Jaem guardó su capa de colores cambiantes. Era una ancha vía de tierra apelmazada en la que, de vez en cuando, aparecía un trozo de viejo pavimento, pero el ir por ella no aceleró gran cosa la marcha del viaje. Para empezar, trazaba un amplio rodeo a través del bosque en el que las elevaciones eran cada vez más numerosas. Algunas de aquellas elevaciones merecían como mínimo el nombre de pequeñas montañas; eran formaciones abruptas, con riscos escarpados y agujas pétreas que asomaban entre los árboles. Por si esto fuera poco, había un constante fluir de gente en una y otra dirección; en su mayoría eran grupos de personas con los rostros carentes de expresión que apenas parecían tener suficiente capacidad de reacción para quitarse del camino de una carreta de granjero tirada por bueyes o, peor aún, de una caravana de mercaderes con sus carros de techos de lona y tiradas por troncos de seis u ocho caballos. En las laderas de las colinas se veían granjas y graneros de piedra clara y a la mitad del tercer día de marcha divisaron el primer pueblo de edificios enjalbegados, con techos planos de tejas rojizas.

No obstante, los pequeños inconvenientes no faltaban. Elayne continuó con sus inspecciones diarias al final del día y cuando Mat le dijo sarcásticamente que le alegraba que estuviera satisfecha, la segunda noche que acampaban junto a la calzada, la joven esbozó una de aquellas intencionadas sonrisas regias y respondió:

—Deberías hacerlo, maese Cauthon.

¡Y lo manifestó como si dijera en serio cada palabra!

Una vez que empezaron a hacer noche en posadas, Elayne inspeccionaba los caballos y los petates de los soldados instalados en los sobrados de los establos. Pedirle que no lo hiciera tuvo por toda respuesta un frío enarcar de ceja y ninguna contestación. Exigir que dejara de hacerlo ni siquiera mereció el arquear de ceja; simplemente lo pasó por alto, como si no él estuviese. Además le ordenaba encargarse de cosas que Mat ya había decidido hacer, como mandar revisar las herraduras de los caballos en la primera posada que encontraron que tenía herrero, y, lo más irritante, cosas de las que él se habría ocupado si las hubiese sabido antes que ella. Mat no se explicaba cómo demonios había descubierto que Tad Kandel intentaba disimular que tenía un forúnculo en el trasero; o que Lawdrin Mendair escondía no menos de cinco frascos de brandy en sus alforjas. El término «irritado» no describía ni de lejos cómo se sentía cuando se ocupaba de algo después de que ella le mandara que lo hiciese, pero hubo que sajar el forúnculo de Kandel —algunos de la Compañía habían adoptado la misma actitud de Mat hacia la Curación— y vaciar el brandy de Mendair y una docena de cosas más.

Mat casi rezaba para que Elayne le dijese que hiciera algo que no fuera necesario, aunque sólo fuese una vez, para así poder decirle que no. ¡Manifiesta y rotundamente no! Pedirle de nuevo el ter’angreal habría sido perfecto, pero ella no volvió a mencionarlo. Mat les explicó a los soldados que no tenían que obedecer las órdenes de la joven y, de hecho, en ninguna ocasión sorprendió a alguno haciéndolo, pero empezaron a sonreír con aire complacido ante sus cumplidos sobre lo bien que cuidaban de sus caballos y sacaban pecho cuando les decía que le parecían unos buenos soldados. El día que Mat vio a Vanin llevándose la mano a la sien en un saludo y murmurando «gracias, milady» sin el menor atisbo de ironía, por poco se traga la lengua.

Trató de ser amable, pero ninguna de las mujeres se ablandó, ni siquiera Elayne. Aviendha le dijo que no tenía honor —¡nada menos!— y que si era incapaz de demostrar más respeto hacia Elayne ella misma se ocuparía de enseñarle a tener más educación. ¡Aviendha! ¡La mujer de la que él todavía sospechaba que esperaba la ocasión para cortarle el cuello a Elayne! ¡Y llamó a Elayne su medio hermana! Vandene y Adeleas lo miraban como si fuera un insecto raro pinchado en un tablero. Se ofreció a practicar tiro con arco con la cazadora, ya fuera por diversión o jugándose dinero —el arco que llevaba la mujer debía de haber desbocado su imaginación, ya que su nombre como cazadora era Birgitte— pero ella se limitó a lanzarle una mirada rara y a declinar su ofrecimiento. De hecho, se mantuvo alejada de él después de aquello. Casi siempre estaba pegada a Elayne como un abrojo a la ropa, salvo cuando la heredera del trono venía a hablar con él. Y en cuanto a Nynaeve…

Todo el camino desde Salidar lo había estado evitando como si apestara. La tercera noche de viaje, en la primera posada, un lugar pequeño llamado El Cuchillo de Esponsales, Mat la vio en el establo techado con tejas, dándole una zanahoria arrugada a su rechoncha yegua y decidió que, aunque algo no fuera del todo bien, al menos podría hablar con ella sobre Bode. Que la hermana de uno saliera de casa para convertirse en Aes Sedai no era cosa que pasara todos los días y la antigua Zahorí sabría a qué tendría que enfrentarse Bode.

—Nynaeve —empezó, acercándose a ella—, quiero hablar contigo de…

No consiguió llegar más lejos. La mujer prácticamente saltó en el aire y sacudió un puño en su dirección, aunque de inmediato lo ocultó en los pliegues de la falda.

—Déjame en paz, Mat Cauthon —espetó, casi chillando—. ¿Me has oído? ¡Déjame en paz!

Y salió corriendo; pasó a su lado tan encrespada que Mat esperó ver que la coleta se le erizaba como la cola de un gato. Después de ese episodio, su actitud hacia él ya no fue sólo como si oliese mal, sino como si tuviese una enfermedad contagiosa, además de repugnante. Por el mero hecho de hacer intención de aproximarse a ella, la mujer se escudaba detrás de Elayne y le asestaba una mirada feroz por encima del hombro de la joven, y por su expresión habríase dicho que le iba a sacar la lengua en cualquier momento. Las mujeres estaban completamente locas, ésa era la explicación.

Por lo menos Thom y Juilin cabalgaban de buen grado junto a él a lo largo del día, siempre y cuando Elayne no requiriese su atención. La joven lo hacía a veces, sólo por alejarlos de él, estaba convencido, aunque no tenía ni la más remota idea del porqué. Una vez que encontraron posadas en el camino, los dos hombres se mostraron más que dispuestos a compartir una jarra de cerveza o un ponche con Mat y Nalesean por la noche. Eran salas comunes rurales, con paredes de ladrillos y muy tranquilas, donde contemplar al gato de la casa era el principal entretenimiento y a los parroquianos los atendía la posadera en persona, quien por lo general tenía unas caderas tales que si algún hombre hubiera tratado de darles un pellizco seguramente se habría roto los dedos. La conversación versaba generalmente sobre Ebou Dar, de la que Thom sabía bastantes cosas a pesar de no haber estado nunca en ella. Nalesean se mostraba más que dispuesto a contar su visita allí todas las veces que se lo pidieran, bien que le gustaba centrar su relato en los duelos que había presenciado y en las apuestas en carreras de caballos. Juilin contribuía con lo que le habían contado hombres que conocían a otros hombres que habían estado allí, y que tenía pocos visos de realidad hasta que Thom o Nalesean confirmaban tales historias. En Ebou Dar los hombres se batían en duelo por las mujeres, y las mujeres por los hombres, y en ambos casos el premio —ése era el término utilizado— accedía a irse con el vencedor. Los hombres regalaban un cuchillo a las mujeres cuando se casaban, y el esposo le pedía a ella que lo usara para matarlo si la contrariaba. ¡Si la contrariaba! El que una mujer matara a un hombre se consideraba justificado a menos que se demostrara lo contrario. En Ebou Dar, eran las mujeres las que llevaban la voz cantante y los varones respondían con una sonrisa forzada al desplante que, de haber venido de otro hombre, habría hecho a éste merecedor de la muerte. A Elayne le encantaría. Y también a Nynaeve.

En aquellas conversaciones salió a relucir algo más. Mat no había logrado imaginar la razón del desagrado de Nynaeve y Elayne por Vandene y Adeleas, aunque las dos mujeres jóvenes procuraban disimularlo. Aparentemente Nynaeve se contentaba con lanzar miradas furibundas y mascullar entre dientes. Elayne no hacía nada de eso, pero sí que intentaba constantemente ponerse al mando; parecía creer que ya era la reina de Andor. Fueran los años que fueran los que aquellos rostros de Aes Sedai ocultaban, Vandene y Adeleas tenían que ser lo bastante mayores para ser las madres, si no las abuelas, de las dos mujeres jóvenes. A Mat no le habría sorprendido descubrir que ya eran Aes Sedai cuando Nynaeve y Elayne nacieron. Ni siquiera Thom se explicaba la tensión reinante entre ellas, y eso que él daba la impresión de saber un montón de cosas para ser un simple juglar. Elayne lo había dejado con un palmo de narices, diciéndole que él no entendía ni podía entenderlo, cuando Thom trató de reconvenirla con delicadeza. Por lo visto las dos Aes Sedai mayores eran increíblemente tolerantes. Adeleas no parecía advertir casi nunca el hecho de que Elayne diese órdenes, y tanto ella como Vandene se mostraban sorprendidas cuando sí se daban cuenta.

—Vandene le dijo: «Bien, si realmente lo deseas, pequeña, pues claro que lo haremos» —masculló Juilin, que relataba el incidente—. Cualquiera pensaría que alguien que era simplemente una Aceptada hasta hace dos días estaría complacida con eso, pero los ojos de Elayne me recordaron una tormenta invernal. Nynaeve rechinaba los dientes tan fuerte que creí que se los iba a romper.

Se encontraban en la sala común de El Cuchillo de Esponsales. Vanin, Harnan y otros ocupaban los bancos en otras mesas, junto con algunos lugareños. Los hombres vestían chalecos largos, algunos de colores tan chillones que nada tendrían que envidiar a las ropas de los gitanos, y a menudo sin llevar camisa debajo; las mujeres, vestidos de escotes bajos a pico, con las faldas recogidas hasta las rodillas por un lado para enseñar enaguas de tonalidades lo bastante fuertes para hacer parecer desvaídos los chalecos de sus hombres. Muchos varones y todas las mujeres lucían grandes pendientes de aro y en las manos, generalmente, tres o cuatro anillos con relucientes cristales de colores. Tanto ellos como ellas toqueteaban los cuchillos curvos que llevaban metidos en el cinturón y dirigían miradas sombrías a los forasteros. Había dos caravanas de mercaderes de Amadicia en El Cuchillo de Esponsales, pero los mercaderes habían comido en sus habitaciones y los carreteros no se habían movido de los vehículos. Elayne, Nynaeve y las demás mujeres también estaban en el piso de arriba.

—Las mujeres son… diferentes —dijo Nalesean, riendo, en respuesta a Juilin, aunque sus palabras iban dirigidas a Mat. Por lo general no se mostraba tan estirado con los plebeyos, pero Juilin era además teariano y eso, al parecer, marcaba una diferencia, sobre todo considerando que Juilin tenía por norma mirarlo de hito en hito cuando hablaba con él—. Existe un dicho populachero en Tear: «Bajo la piel de una Aes Sedai se esconden diez mujeres». El vulgo es sabio en ocasiones, voto a tal.

—Al menos ninguna ha hecho nada, digamos, drástico —comentó Thom—. Aunque creo que faltó poco cuando a Elayne se le escapó que había hecho a Birgitte su primer Guardián.

—¿La cazadora? —exclamó Mat. Varios lugareños lo miraron duramente y el joven bajó la voz—. ¿También es Guardián? ¿Guardián de Elayne? —Desde luego, aquello explicaba unas cuantas cosas.

Thom y Juilin intercambiaron miradas por encima del borde de sus jarras.

—Le producirá una gran satisfacción saber que has deducido que era una cazadora del Cuerno —manifestó el juglar, que se limpió la espuma del bigote—. Pues sí, es Guardián, y buena agarrada se montó cuando lo supieron. Jaem empezó a tratarla enseguida como a una hermana pequeña, pero Vandene y Adeleas… —Soltó un borrascoso suspiro—. Ninguna estaba muy contenta de que Elayne hubiese elegido ya un Guardián; por lo visto la mayoría de las Aes Sedai tardan años antes de encontrar uno. Sobre todo no les hizo pizca de gracia que hubiese elegido a una mujer. Y su desagrado ha reforzado la actitud de Elayne.

—Al parecer no les gusta que se hagan cosas que nunca se han hecho —añadió Juilin.

—Una mujer Guardián —murmuró Nalesean—. Sabía que todo cambiaría con la llegada del Dragón Renacido, pero ¿una mujer Guardián?

Mat se encogió de hombros.

—Supongo que cumplirá bien su labor siempre y cuando sepa realmente disparar ese arco que lleva. ¿Se te ha ido por el otro lado? —le preguntó a Juilin, que se había atragantado con la cerveza y estaba tosiendo—. A mí dame un buen arco y déjate de espada. Una vara de combate sería mejor, pero me conformo con un arco. En fin, espero que no intente interponerse en mi camino cuando llegue el momento de que lleve a Elayne con Rand.

—Sabe dispararlo, sí. —Thom se inclinó sobre la mesa para palmear la espalda a Juilin—. Y creo que es buena, Mat.

Empero, si Nynaeve y las otras estaban pensando en tirarse de los pelos —y Mat no quería estar en quince kilómetros a la redonda de algo así, ni con cabeza de zorro ni sin ella—, a él no se lo dieron a entender. Por el contrario, presentaban un frente sólido; además, se repitieron las tentativas de encauzar sobre él, que empezaron mientras ensillaba a Puntos la mañana siguiente al primer intento. Por suerte, Mat estaba muy ocupado apartando a Nerim, quien pensaba que ensillar el caballo de Mat era trabajo de él, además de dar a entender que podía hacerlo mejor. La repentina sensación de frío duró sólo un momento, así que Mat no dio señal alguna que indicara que había notado nada. Ésa, decidió, sería su respuesta. Ni miradas intensas ni ojeadas furiosas ni acusaciones. Haría caso omiso de ellas, y que se cocieran en su propia salsa.

Tuvo ocasiones de sobra para no hacerles caso. El medallón de plata se puso helado otras dos veces antes de que llegaran a la calzada y después ocurrió varias veces más durante el transcurso del día y de la tarde, y de todos los días y las tardes a partir de entonces. En ocasiones surgía y desaparecía en dos segundos, y otras Mat estaba seguro de que duraba incluso hasta una hora. Ignoraba cuál de ellas era la responsable, claro está. O, más bien, casi nunca lo sabía. Una vez, cuando el calor había hecho que le saliera un sarpullido en la espalda y el pañuelo anudado al cuello parecía estar ahogándolo, sorprendió a Nynaeve mirándolo en el momento en que el medallón se puso frío. La expresión ceñuda de la mujer era tal que un granjero que pasaba por la calzada azuzó a su buey con un palo para que acelerara la marcha mientras miraba hacia atrás como si temiera que Nynaeve volviera los ojos hacia él y matara a su buey allí mismo, entre las lanzas del carro. Únicamente cuando Mat le devolvió una mirada igualmente ceñuda, Nynaeve dio tal respingo que por poco se cae de la yegua, y la sensación de frío desapareció. En cuanto a las otras, no tenía ni idea. A veces veía a dos o tres de ellas observándolo, incluida Aviendha, que seguía caminando y conduciendo por las riendas a su montura. Las demás, para cuando Mat posaba los ojos en ellas, ya estaban charlando entre sí o mirando hacia cualquier otra parte, ya fuera un águila que planeaba en el cielo despejado o un gran oso negro, erguido sobre las patas traseras, entre los árboles de una ladera empinada que se veía desde la calzada. Lo único bueno de ello era que Mat tenía la impresión de que Elayne no estaba nada contenta. Ignoraba la razón y tampoco le importaba. ¡Mira que pasar revista a sus hombres! ¡Felicitarlos, como quien da palmaditas en la cabeza a un niño bueno! Si fuera la clase de hombre que hacía una cosa así, le habría dado una buena patada en el trasero.

A decir verdad, sin embargo, Mat empezaba a sentirse más que contento consigo mismo. Fuera lo que fuera lo que estuviesen haciendo, no tenía ningún efecto en él que no pudiesen curar las friegas en el pecho con un ungüento de Nerim; éste le aseguró que no quedarían marcas de lo que parecía una congelación. Siguió sintiéndose muy ufano hasta la cuarta tarde. Acababa de dejar a Puntos en el establo de El Aro Sureño, una posada destartalada de dos pisos de ladrillos enjalbegados en un destartalado poblacho lleno de moscas llamado So Tehar, cuando algo blando lo golpeó entre los omóplatos. Con el olor a estiércol de caballo metido en las narices, Mat giró sobre sus talones dispuesto a comerse al mozo del establo o a uno de esos patanes de mirada huraña de So Tehar, sin necesidad de trocearlo antes con un cuchillo. No había ni mozo de establo ni patán; sólo estaba Adeleas, que garabateaba afanosamente en su libreta y asentía con la cabeza. Tenía las manos totalmente limpias; ni rastro de estiércol.

Mat entró en la posada y pidió un ponche a la posadera; después cambió de opinión e hizo que le sirviera un brandy. Éste resultó ser un líquido turbio que, según insistió la desgarbada mujer, estaba hecho con ciruelas, pero sabía como si con él pudiera limpiarse óxido de los metales. A Juilin le bastó con olisquearlo una vez y Thom ni siquiera hizo eso. Incluso Nalesean sólo dio un pequeño sorbo antes de pedir ponche, y eso que el teariano era de los que se bebían cualquier cosa. Mat perdió la cuenta de cuántas copitas de peltre vació; pero, fueran las que fuesen, hizo falta que Nerim y Lopin aunaran fuerzas para llevarlo a la cama. En realidad nunca se había permitido plantearse la posibilidad de que la cabeza de zorro tuviera limitaciones. Tenía pruebas más que suficientes de que frenaba el saidar, pero si lo único que esas mujeres tenían que hacer era coger algo con el Poder y arrojárselo… «Es mejor que nada», se repitió una y otra vez, tendido en el colchón lleno de bultos y contemplando las sombras proyectadas por la luz de la luna sobre el techo. «Mucho mejor que nada». Sin embargo, de haber sido capaz de sostenerse en pie sin ayuda, habría bajado de nuevo a pedir más brandy.

Y por ello estaba de un humor de perros, con la lengua como si la tuviera cubierta de plumas, tambores resonando dentro de su cabeza y todo él chorreando sudor por el implacable sol, cuando, al quinto día, la calzada remontó una cuesta desde donde se divisaba Ebou Dar al fondo, extendiéndose a ambas orillas del anchuroso río Eldar, y una gran bahía llena de barcos más allá.

Su primera impresión de la urbe fue el color blanco: edificios blancos, palacios blancos, torres blancas, cúpulas blancas; estas últimas, de formas puntiagudas como nabos o peras, a menudo mostraban bandas carmesí o azules o doradas, pero, en conjunto, la urbe era blanca y reflejaba la luz del sol de un modo que casi hacía daño a los ojos. Las puertas en las que terminaba la calzada conducían a un gran arco de medio punto encastrado en una muralla enjalbegada, tan gruesa que el caballo de Mat dio diez pasos bajo su sombra antes de emerger de nuevo al sol. Parecía una ciudad de plazas, canales y puentes; las plazas eran muy grandes, con fuentes o estatuas en el centro, y estaban abarrotadas de gente; había canales anchos y estrechos por los que se desplazaban chalanas que los barqueros impelían con pértigas; los puentes eran de todos los tamaños, algunos bajos, otros que se elevaban en un alto arco, otros lo bastante amplios para que a sus lados hubiera hileras de tiendas. Palacios con grandes pórticos de columnas se alzaban al lado de comercios en los que se exhibían alfombras y telas; casas de cuatro pisos, con amplios ventanales en arco que quedaban ocultos tras postigos de lamas, compartían calle con establos, talleres de cuchilleros y pescaderías.

Estando el grupo en una de las plazas, Vandene detuvo a su montura para conferenciar con Adeleas mientras Nynaeve las miraba con el entrecejo fruncido y Elayne las contemplaba tan fríamente que uno habría jurado ver carámbanos colgando de su nariz y su barbilla. A instancias de la heredera del trono, Aviendha había montado a lomos de su desgarbado caballo pardo para entrar en la ciudad, pero ahora la Aiel volvió a desmontar con la misma torpeza con que había subido antes a la silla. Mostraba tanta curiosidad como Olver, que tenía los ojos abiertos de par en par desde el primer momento en que divisó la ciudad a lo lejos. Birgitte parecía empeñada en ir pegada a Elayne del mismo modo que Jaem hacía con Vandene.

Mat aprovechó la ocasión para abanicarse con el sombrero y echar una ojeada en derredor.

El palacio más grande que había visto hasta el momento ocupaba todo un lado de la plaza cuadrada, todo él cúpulas y afiladas torres y columnatas a tres o cuatro pisos de altura sobre el suelo. En los otros tres lados de la plaza se mezclaban caserones con posadas y comercios, cada uno de ellos tan blanco como los que lo flanqueaban. Una estatua de mujer con vestiduras ondeantes, más alta que un Ogier, se alzaba sobre un pedestal aun más alto en el centro de la plaza, con un brazo levantado para señalar al sur, hacia el mar. Sólo un puñado de personas deambulaba por las pálidas piedras del pavimento, lo que no era de extrañar con tanto calor. Unos pocos tomaban su comida en la grada inferior del pedestal, y las palomas y las gaviotas se apiñaban a su alrededor para disputarse las migajas. Era una escena de tranquilidad. Mat no entendió por qué sintió de repente rodar los dados dentro de su cabeza.

Conocía muy bien esa sensación. A veces la percibía cuando la suerte estaba totalmente a su favor en el juego. Siempre estaba presente cuando se avecinaba una batalla. Y también parecía producirse cuando se estaba jugando el cuello por una decisión equivocada.

—Entraremos por una de las puertas laterales —anunció Vandene, a lo que Adeleas asintió con la cabeza—. Merilille se ocupará de que nos proporcionen cuartos para refrescarnos.

Entonces, eso quería decir que ése era el palacio de Tarasin, donde Tylin Quintara, de la casa Mitsobar, ocupaba el Trono de los Vientos y gobernaba de verdad en, más o menos, un radio de ciento cincuenta kilómetros alrededor de Ebou Dar. Una de las pocas cosas que Mat había conseguido descubrir acerca de este viaje era que las Aes Sedai iban a reunirse en palacio con una de sus hermanas y, ni que decir tiene, con Tylin. Las Aes Sedai verían a la reina. Mat contempló aquel inmenso y reluciente montón de mármol y piedra enlucida y pensó qué se sentiría estando allí dentro. Por lo general le gustaban los palacios; al menos, le gustaban los sitios donde hubiera servidumbre y dorados; además, no había nada malo en dormir en un colchón de plumas. Empero, un palacio real significaba tropezar con un noble a cada paso. Mat prefería tratar con un solo noble por turno; hasta Nalesean podía resultar irritante en ocasiones. Un palacio de ese tamaño significaba o estar preguntándose continuamente dónde estarían Nynaeve y Elayne o montar guardia para no perderlas de vista. No estaba seguro de qué sería peor, si que le permitieran acompañarlas allí dentro como un guardia personal o que rehusaran. Casi podía oír a Elayne diciendo con ese frío tono suyo: «Por favor, buscad algún lugar donde puedan alojarse maese Cauthon y mis hombres. Que se les proporcione alimento y agua». También lo comprobaría. Se dejaría caer por allí para realizar sus inspecciones y para decirle que hiciera lo que ya había empezado a hacer. No obstante, si había un lugar donde ella y Nynaeve estarían a salvo y sin meterse en líos sería en el palacio de la reina. Además, lo que de verdad le apetecía era un sitio donde pudiera apoyar los pies en una mesa y beber ponche con una chica sentada en sus rodillas mientras ésta le frotaba las sienes para que se relajara. Y unos paños húmedos en la frente no estarían nada mal. Le dolía la cabeza. El sermón remilgado que Elayne había soltado esa mañana respecto a los perjuicios de la bebida y a dar ejemplo con el comportamiento todavía resonaba en sus oídos. Esa era una razón más para ponerse en su sitio. Había estado demasiado débil para contestarle, recién salido de la cama y preguntándose si sería capaz de subir a lomos de Puntos; Elayne se había salido con la suya demasiadas veces, así por las buenas. Si no ponía fin a esto ahora mismo, dentro de poco estaría saludando a esa presumida como si fuera un soldado raso.

Todas estas ideas pasaron por su mente en el corto espacio de tiempo que tardó Vandene en hacer girar su castrado bayo hacia el palacio.

—Tomaré habitaciones para mis hombres en una de esas posadas —anunció en voz alta—. Si tú o Elayne decidís salir a la calle, Nynaeve, podéis mandar aviso y traeré a unos cuantos soldados para acompañaros. —Probablemente no le avisarían; no había quien convenciese de lo contrario a una mujer que pensaba que podía cuidar de sí misma en la guarida de un oso sin más armas que sus manos. Sin embargo, confiaba en que a Vanin se le ocurriría alguna cosa para saber cuándo salían. Y, si no él, entonces Juilin; un rastreador debería saberlo—. Esa misma servirá. —Eligiendo al azar, señaló un edificio ancho que había al otro lado de la plaza. Un letrero que no alcanzaba a leer se mecía sobre la puerta en arco.

Vandene miró a Adeleas. Elayne miró a Nynaeve. Aviendha lo miró a él, ceñuda.

Sin embargo, Mat no les dio oportunidad de hablar a ninguna de ellas.

—Thom, Juilin, ¿qué tal unas copas de ponche? —Quizás un poco de agua sería mejor; en toda su vida había bebido tanto.

—Tal vez más tarde, Mat —respondió Thom mientras sacudía la cabeza—. He de estar cerca por si Elayne me necesita.

Aquella sonrisa casi paternal que dirigió a la joven se borró cuando el juglar la vio mirando a Mat con expresión perpleja. Juilin no sonrió —rara vez lo hacía ya— pero también dijo que debía estar cerca de las mujeres y que quizá más tarde se tomarían esas copas.

—Como gustéis —contestó Mat mientras se calaba el sombrero otra vez—. Vanin. ¡Vanin!

El hombre grueso dio un respingo de sobresalto y dejó de mirar con adoración a Elayne. ¡Incluso se sonrojó! ¡Luz, qué mala influencia era esa mujer!

Mientras Mat hacía dar media vuelta a Puntos, la voz de Elayne pareció golpearlo en la espalda; y en un tono aun más remilgado que el empleado por la mañana.

—No debes dejarlos beber demasiado, maese Cauthon. Algunos hombres no saben cuándo deben parar. Y desde luego no deberías permitir que un chiquillo viera cómo se emborrachan unos hombres hechos y derechos.

Mat rechinó los dientes y continuó cruzando la plaza sin mirar atrás. Olver lo observaba. Iba a tener que advertir a los soldados que no se embriagaran delante del chico, especialmente a Mendair. ¡Luz, cómo detestaba que esa mujer le dijera lo que debía hacer!

Resultó que la posada se llamaba La Mujer Errante, pero el letrero colgado sobre la puerta, así como la sala común, prometían todo lo que Mat deseaba. Dentro de la estancia de techo alto hacía ciertamente más fresco que en la calle, con las altas ventanas resguardadas tras postigos tallados en arabescos en los que parecía haber más huecos que madera pero que proporcionaban sombra. Había forasteros sentados entre los residentes: un larguirucho murandiano con bigotes retorcidos; un fornido kandorés con dos cadenas de plata cruzadas sobre la pechera de la chaqueta; y otros a los que Mat no supo identificar a primera vista. Una tenue nube de humo de pipa flotaba en el aire, y dos mujeres tocando flautas y un hombre con un tambor que sujetaba entre las rodillas interpretaban una extraña música. Y lo mejor de todo: las camareras eran bonitas y los hombres jugaban a los dados en cuatro mesas. El mercader kandorés jugaba a las cartas.

La majestuosa posadera se presentó como Setalle Anan, aunque sus ojos de color avellana revelaban que la mujer no era oriunda de Ebou Dar.

—Bienvenidos, milores… —Los grandes pendientes de aro se mecieron cuando inclinó la cabeza ante Mat y Nalesean—. ¿Puede La Mujer Errante ofreceros su humilde alojamiento?

Era bonita a pesar de las hebras grises que había en su cabello, pero Mat la miraba a los ojos. Llevaba un cuchillo de esponsales colgado de una cadena, y la empuñadura, engastada con piedras rojas y blancas, reposaba sobre el nacimiento de sus generosos senos; también llevaba unos de esos cuchillos curvos en el cinturón. Con todo, Mat no pudo menos de sonreír.

—Señora Anan, me siento como si hubiese vuelto a casa.

Lo extraño es que los dados habían dejado de rodar dentro de su cabeza.

Загрузка...