Prologo El primer mensaje

Demandred salió a las negras laderas de Shayol Ghul y el acceso, un agujero en la urdimbre de la realidad, desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Arriba, los negros y agitados nubarrones ocultaban el cielo cual un mar invertido de olas cenicientas que rompían perezosamente contra el pico oculto de la montaña. Abajo, luces extrañas relumbraban por el árido valle con descoloridos destellos azules y rojos que no lograban disipar la lóbrega oscuridad que envolvía su origen. Los rayos se descargaban hacia arriba, contra las nubes, y sonaba el lento retumbo de truenos. Humo y vapor escapaban a través de desperdigados conductos abiertos en la ladera, algunos de ellos tan pequeños como la mano de un hombre y otros lo bastante grandes para tragarse a diez personas.

El Renegado cortó la conexión con el Poder Único de inmediato, y junto con la dulzura desapareció la percepción incrementada de los sentidos que lo hacía todo más intenso, más claro. La ausencia del saidin lo dejó vacío, si bien allí sólo un necio querría ver, oler o sentir con demasiada claridad.

En lo que ahora se llamaba la Era de Leyenda, aquello había sido una isla idílica en un mar fresco, un lugar preferido por quienes disfrutaban con lo rústico. A despecho del vapor, ahora el frío era mordiente; Demandred no se permitió sentirlo, pero el instinto lo hizo arrebujarse en la capa forrada con pieles. Un vaho tenue ponía de manifiesto su respiración, aunque apenas duraba antes de que el aire lo absorbiese. Unos pocos cientos de leguas al norte el mundo era puro hielo, pero Thakan’dar estaba siempre tan seco como un desierto a pesar de encontrarse envuelto de manera continua en un invierno perpetuo.

Había agua, o más bien un reguerillo tan oscuro como tinta, que rezumaba por la rocosa ladera abajo, junto a una forja de techo gris. Dentro sonaba el repiqueteo de martillos, y con cada golpe surgía un destello blanco a través de las estrechas ventanas. Una mujer de aspecto harapiento se acurrucaba lastimosamente contra la tosca pared de piedra de la forja, estrechando entre sus brazos a un bebé, y una niña larguirucha ocultaba la cara en sus faldas. Sin duda eran prisioneros tomados durante una incursión a las Tierras Fronterizas. Pero había muy pocos; a buen seguro los Myrddraal estarían rechinando los dientes. Las hojas de sus espadas fallaban al cabo de un tiempo y tenían que reemplazarse aunque para ello hubiese que restringir las incursiones a las Tierras Fronterizas.

Uno de los forjadores salió, una corpulenta figura humana de movimientos tardos que parecía haber sido arrancada a golpes de la montaña. Los forjadores no estaban realmente vivos; si se los sacaba de Shayol Ghul se convertían en piedra o en polvo. Tampoco eran forjadores propiamente dichos, ya que su tarea se limitaba a fabricar espadas. Las manos de éste sostenían una cuchilla con unas tenazas largas, una hoja de acero ya enfriada, pálida como nieve a la luz de la luna. Vivo o no, el forjador actuó con cuidado al sumergir el brillante metal en el oscuro arroyo, ya que por remota que fuera la semblanza de vida que poseía desaparecería al contacto con aquella agua. Cuando el metal volvió a salir, era completamente negro. Empero, todavía no había terminado el proceso de su creación. El forjador regresó dentro con su pesado caminar y, de repente, se alzó el grito desesperado de un hombre.

—¡No! ¡No! ¡No! —gritó, y el sonido se perdió en la distancia sin menguar de intensidad, como si el que gritaba hubiese sido lanzado con repentina violencia a una distancia inimaginable. Ahora la cuchilla estaba terminada.

De nuevo apareció un forjador —tal vez el mismo o tal vez otro— y puso de pie a la mujer de un tirón. Los tres, la mujer, el bebé y la niña, empezaron a gemir, pero el infante fue arrancado de los brazos de la mujer y puesto bruscamente en los de la niña. Finalmente, la mujer encontró un atisbo de coraje para mostrar resistencia y, mientras sollozaba, empezó a dar patadas y a arañar al forjador, aunque por la ausencia de reacción de éste fue como si hubiese golpeado a una piedra. Los gritos de la mujer cesaron tan pronto como estuvo dentro, y los martillos comenzaron a repicar una vez más, ahogando el llanto de los niños.

Una cuchilla hecha, otra en fabricación y dos más a la espera. Demandred nunca había visto menos de cincuenta prisioneros aguardando a entregar su exigua contribución al Gran Señor de la Oscuridad. Oh, sí, los Myrddraal tenían que estar rechinando los dientes.

—¿Perdéis el tiempo remoloneando cuando habéis sido llamado por el Gran Señor? —La voz sonó como un pedazo de cuero podrido al desmenuzarse.

Demandred se giró lentamente —¿cómo osaba un Semihombre dirigirse a él en aquel tono?—, pero las palabras cortantes que iba a dirigirle murieron antes de salir de su boca. No fue por la mirada sin ojos de su blanquecino semblante; la mirada de un Myrddraal causaba terror a cualquier hombre, pero Demandred había erradicado ese miedo hacía mucho tiempo. Más bien fue por la propia criatura vestida de negro. Todos los Myrddraal tenían la talla de un humano alto, una aviesa imitación de un hombre, tan semejantes entre sí como si hubiesen sido hechos con un molde. Éste superaba la talla media en casi medio metro.

—Os conduciré ante el Gran Señor —dijo el Myrddraal—. Soy Shaidar Haran. —Giró sobre sus talones y empezó a subir la montaña, moviéndose con la sinuosa agilidad de una serpiente. La negra capa colgaba con una inmovilidad antinatural, sin la más leve ondulación.

Demandred vaciló antes de seguirlo. Los nombres de los Semihombres eran siempre en el impronunciable lenguaje de los trollocs, pero «Shaidar Haran» procedía de lo que la gente llamaba ahora la Antigua Lengua, y significaba «Mano del Oscuro». Otra sorpresa, y a Demandred no le gustaban las sorpresas, especialmente en Shayol Ghul.

La entrada a la montaña podría haberse tomado por uno de los desperdigados conductos, salvo que no emitía humo ni vapor. La boca era lo bastante amplia para que cupiesen dos hombres a un tiempo, pero el Myrddraal siguió caminando delante. El trazado del acceso descendía casi de inmediato, con el suelo del túnel tan gastado que semejaba el suave pulido de unas baldosas. El frío fue desapareciendo a medida que Demandred seguía a Shaidar Haran más y más abajo, reemplazado por un calor crecientemente intenso. Demandred era consciente del cambio de la temperatura, pero no permitió que lo afectara. Una luz pálida emanaba de la roca y alumbraba el túnel con más brillantez que el perpetuo crepúsculo del exterior. Del techo sobresalían agudos salientes cual pétreas fauces listas para asestar una dentellada, o como los dientes del Gran Señor para despedazar a los desleales o los traidores. No eran tal, claro está, pero resultaba muy efectivo.

De repente advirtió algo. Todas las veces que había seguido ese camino aquellas estacas pétreas casi le rozaban la cabeza. Ahora, sin embargo, quedaban a un palmo o más de la cabeza del Myrddraal. Tal hecho lo sorprendió, y no porque la altura del túnel cambiara —lo extraño era corriente allí— sino por el espacio extra otorgado al Semihombre. El Gran Señor daba migajas a los Myrddraal al igual que hacía con los hombres, y aquel espacio extra era un hecho digno de tenerse presente.

El túnel desembocó de repente en una amplia repisa que se asomaba a un lago de roca fundida, el rojo moteado con negro, del que se alzaban llamas altas como un hombre para después morir y surgir otra vez. No había techo, sólo un inmenso agujero que se elevaba a través de la montaña hasta el cielo; a un cielo que no era el de Thakan’dar y que hacía que éste pareciese normal en comparación, con sus nubes violentamente ajironadas que se desplazaban a gran velocidad, como empujadas por los mayores ciclones vistos por el mundo. A este lugar los hombres lo llamaban la Fosa de la Perdición, y muy pocos sabían lo apropiado de tal nombre.

Pese a todas sus visitas —y la primera había tenido lugar hacía más de tres mil años—, Demandred sintió un temor reverencial. Allí podía percibir la Perforación, el agujero horadado mucho tiempo atrás donde el Gran Señor había permanecido confinado desde el momento de la Creación. La presencia del Gran Señor lo colmaba todo. Físicamente, este lugar no estaba más próximo a la Perforación que cualquier otro en el mundo, pero aquí existía una tenuidad en el Entramado que permitía percibirla.

Demandred estuvo más cerca que nunca de esbozar una sonrisa. Qué necios eran quienes se oponían al Gran Señor. Oh, sí, la Perforación estaba obstruida todavía, aunque con menos firmeza que cuando él mismo había despertado de su largo sueño y escapado de su prisión. Obstruida, pero más grande que al despertar él. Empero, no tan grande como cuando había sido arrojado a ella por sus iguales al final de la Guerra del Poder, si bien en cada visita realizada desde su despertar la había hallado un poco más amplia. A no tardar, la obstrucción habría desaparecido y el Gran Señor volvería a tener acceso al mundo. A no tardar llegaría el Día del Retorno, y él gobernaría el mundo para toda la eternidad. Por debajo del Gran Señor, naturalmente. Y, también naturalmente, junto con aquellos de los otros Elegidos que sobreviviesen.

—Ya puedes irte, Semihombre. —No quería que la criatura estuviera presente para ver cómo se apoderaba de él el embeleso. Y el dolor.

Shaidar Haran no se movió.

El Renegado abrió la boca… y una voz estalló dentro de su cabeza.

Demandred.

Denominar voz a ese sonido era como llamar guijarro a una montaña. Casi le aplastó el cerebro contra el interior de su propio cráneo y lo sumió en el éxtasis. Cayó de hinojos. El Myrddraal permaneció en pie, observando impasiblemente, pero sólo una mínima parte del ser de Demandred era consciente de la criatura, con aquella voz llenando su cerebro.

Demandred. ¿Cómo va este mundo?

Nunca estaba seguro de cuánto era lo que el Gran Señor sabía del mundo. Se había sentido sobresaltado tanto por la ignorancia como por el conocimiento; pero no le cabía ninguna duda sobre lo que el Gran Señor deseaba oír.

—Rahvin ha muerto ayer, Gran Señor. —Hubo dolor. La euforia demasiado intensa se convirtió rápidamente en dolor. Sus brazos y piernas se retorcieron. Ahora estaba sudando—. Lanfear ha desaparecido sin dejar rastro, igual que ocurrió con Asmodean. Y Graendal dice que Moghedien no acudió a la cita acordada con ella. También fue ayer, Gran Señor, y no creo que sea coincidencia.

Los Elegidos disminuyen, Demandred. Los débiles caen. Quien me traiciona sufre la muerte definitiva. Asmodean, descarriado por su debilidad. Rahvin muerto por su orgullo. Me sirvió bien, mas ni siquiera yo puedo salvarlo del fuego compacto. Ni siquiera yo puedo apartarme de la senda del tiempo.

Durante un horrible instante aquella espantosa voz quedó embargada por la ira y por… ¿podría ser frustración? Sólo durante un instante.

Utilizado por mi viejo enemigo, el llamado Dragón. ¿Emplearías el fuego compacto en mi servicio, Demandred?

El Renegado vaciló; una gotita de sudor se deslizó un par de centímetros por su mejilla, pero dio la impresión de que tardó una hora en recorrer esa pequeña distancia. A lo largo de un año durante la Guerra del Poder ambos bandos habían utilizado el fuego compacto. Hasta que descubrieron las consecuencias. Sin mediar acuerdo ni tregua —jamás hubo tregua como tampoco hubo cuartel— ambos bandos dejaron de usarlo. Ciudades enteras perecieron bajo el fuego compacto aquel año, cientos de miles de hilos ardieron y desaparecieron del Entramado; la propia realidad casi se deshilachó, mientras mundo y universo se evaporaban como niebla. Si se esgrimía de nuevo el fuego compacto, puede que no quedara mundo que gobernar.

Había otro punto que lo atosigaba: el Gran Señor ya sabía cómo había muerto Rahvin, y parecía saber más que él respecto a Asmodean.

—Ordenad, Gran Señor, y yo obedeceré. —Puede que sus músculos se crisparan, pero su voz se mantuvo firme como una roca. En las rodillas se le habían empezado a formar ampollas a causa del calor de la piedra, pero por su falta de reacción habríase dicho que no pertenecían a su cuerpo.

Lo harás, sí.

—Gran Señor, es posible destruir al Dragón. —Un hombre muerto no podría usar el fuego compacto otra vez, y tal vez entonces el Gran Señor no consideraría necesario utilizarlo—. Es ignorante y débil, y su atención se dispersa en docenas de direcciones. Rahvin era un necio vanidoso. Yo…

¿Serás tú el Nae’blis?

Demandred se quedó mudo. El Nae’blis. El que estaría sólo un escalón por debajo del Gran Señor, al mando de los demás.

—Sólo deseo serviros, Gran Señor, en lo que pueda. —El Nae’blis.

Entonces presta atención y obedece. Escucha quién morirá y quién vivirá.

Demandred gritó mientras la voz se descargaba en su cerebro. Lágrimas de gozo rodaron por su rostro.

Impasible, el Myrddraal lo observó.


—Estaos quietas. —Malhumorada, Nynaeve echó la larga trenza por encima del hombro—. Esto no funcionará si no dejáis de moveros como chiquillas con azogue en el cuerpo.

Ninguna de las dos mujeres sentadas al otro lado de la desvencijada mesa parecía mayor que ella, aunque le sacaban veinte años o más, y tampoco se estaban moviendo, pero el calor había puesto a Nynaeve con los nervios de punta. Tenía la impresión de que le faltaba el aire en el reducido cuartito sin ventanas. Estaba empapada en sudor, mientras que ellas dos parecían frescas como una lechuga. Leane, con un vestido domani confeccionado con una seda azul excesivamente fina, se limitó a encogerse de hombros; la alta mujer de tez cobriza parecía poseer una paciencia inagotable. Por el contrario, Siuan, de piel clara y constitución robusta, parecía carecer de ella.

Ahora Siuan rezongó mientras se arreglaba la falda con gesto irritado; solía llevar ropas muy sencillas, pero aquella mañana vestía un atuendo de buen lino amarillo con una compleja greca teariana bordada en el filo de un escote al que casi podía tildarse de descarado. Sus azules ojos eran tan fríos como el agua de un pozo profundo. O como sería el agua de un pozo profundo si el tiempo no se hubiese vuelto loco. Su indumentaria habría cambiado, pero no su modo de mirar.

—No funcionará de ninguna forma —espetó. También su modo de hablar seguía siendo el mismo—. No se puede echar parches a la quilla cuando toda la barca ha ardido. En fin, es una pérdida de tiempo, pero lo prometí, así que continúa. Leane y yo tenemos trabajo pendiente que hacer.

Las dos se ocupaban de la red de informadoras de las Aes Sedai allí, en Salidar, las mujeres que enviaban tanto informes como rumores de lo que acontecía en el mundo.

También Nynaeve se alisó la falda. Su vestido era de sencilla lana blanca, con siete bandas de colores en el repulgo, una por cada Ajah. Un vestido de Aceptada. La irritaba más de lo que nunca habría imaginado. Preferiría con mucho llevar el de seda verde que tenía guardado. Estaba dispuesta a admitir su recién adquirido gusto por las ropas buenas, al menos para sus adentros, pero la elección de ese vestido en particular no era sólo por comodidad —era fino, ligero— ni porque el verde fuera el color predilecto de Lan. No, en absoluto. Eso sería una ociosa ensoñación de la peor clase. Una Aceptada que se pusiera cualquier otro atuendo excepto el blanco con bandas no tardaría en enterarse de que se encontraba muy por debajo de las Aes Sedai. Con firmeza rechazó aquellas ideas. No estaba allí para rumiar fruslerías. El azul también le gustaba. ¡No!

Delicadamente, tanteó con el Poder Único primero a Siuan y después a Leane. En cierto sentido no estaba encauzando en absoluto. Era incapaz de encauzar ni una pizca a no ser que estuviese furiosa; ni siquiera podía percibir la Fuente Verdadera. No obstante, se trataba de lo mismo. Finos filamentos de saidar, la mitad femenina de la Fuente Verdadera, examinaron cuidadosamente a las dos mujeres al tejerlos, sólo que no se originaban en ella.

En la muñeca izquierda Nynaeve llevaba un estrecho brazalete, una sencilla banda de plata segmentada. Bueno, de plata principalmente, y de un origen especial, aunque tal cosa no tenía importancia. Era la única joya que lucía aparte del anillo de la Gran Serpiente; a las Aceptadas se las disuadía de llevar joyas en exceso. Un collar a juego se ceñía en torno al cuello de la cuarta mujer, sentada en una banqueta junto a la pared toscamente encalada y con las manos enlazadas en el regazo. Vestida con ropas de granjera de burda lana marrón, el robusto y ajado rostro de campesina, no sudaba ni una gota. Tampoco movía un solo músculo, pero sus oscuros ojos no perdían detalle de nada. Para Nynaeve, el brillo del saidar envolvía a la mujer, pero era ella la que dirigía el encauzamiento. El brazalete y el collar creaban un vínculo entre ambas de manera muy parecida al modo en que las Aes Sedai podían coligarse para combinar su poder. Tenía que ver con algo así como «matrices absolutamente idénticas», según había explicado Elayne, tras lo cual su explicación se volvió totalmente incomprensible. A decir verdad, Nynaeve no creía que Elayne comprendiera ni la mitad de lo que fingía entender. En cuanto a ella, Nynaeve no entendía nada, excepto que podía sentir todas las emociones de la otra mujer, a la propia mujer, pero apartada en un rincón de su mente, y que todo el saidar que la otra mujer era capaz de absorber lo controlaba ella. A veces pensaba si no habría sido mejor que la mujer de la banqueta estuviese muerta. Desde luego, habría sido más sencillo. Y más limpio.

—Hay algo desgarrado o cortado —masculló Nynaeve al tiempo que se enjugaba el sudor de la cara sin darse cuenta. No era más que una vaga sensación, apenas perceptible, pero también era la primera vez que había notado algo más que vacío. Podía ser imaginación suya, así como el desesperado deseo de encontrar algo, cualquier cosa.

—Seccionar —dijo la mujer de la banqueta—. Así era como se llamaba a lo que ahora denomináis neutralizar en el caso de las mujeres y amansar en el de los hombres.

Tres cabezas giraron en su dirección, y tres pares de ojos le asestaron una mirada furibunda. Siuan y Leane habían sido Aes Sedai, hasta que las habían neutralizado en el golpe de mano dado en la Torre Blanca que había puesto a Elaida en la Sede Amyrlin. Neutralizadas. Una palabra que causaba escalofríos. No volver a encauzar jamás; pero recordándolo siempre y siendo consciente de la pérdida. Percibir siempre la Fuente Verdadera y saber que una no podía volver a tocarla nunca. La neutralización era tan imposible de curar como la muerte.

O, al menos, eso era lo que todo el mundo creía, pero Nynaeve era de la opinión de que el Poder Único tenía que ser capaz de curarlo todo salvo la muerte.

—Si tienes algo útil que añadir, Marigan, di lo que sea —instó con aspereza Nynaeve—. Si no, guarda silencio.

La mujer se echó hacia atrás, contra la pared, los ojos relucientes fijos en Nynaeve. El miedo y el odio bulleron a través del brazalete, pero siempre lo hacían en mayor o menor grado. Las personas cautivas rara vez apreciaban a sus captores, aun cuando supieran que merecían la cautividad e incluso algo peor (o quizá precisamente por ello). El problema era que Marigan también aseguraba que el seccionamiento —la neutralización— no podía curarse. Oh, claro que alardeaba afirmando que cualquier cosa salvo la muerte podía curarse en la Era de Leyenda y que lo que el Ajah Amarillo llamaba Curación sólo era un burdo y chapucero trabajo practicado con prisas a pie batalla; pero, si se intentaba hacerle concretar puntos específicos o incluso un indicio del cómo, no había nada que hacer. Marigan sabía de Curación tanto como Nynaeve sobre trabajos de herrería, lo que se reducía a saber que se metía un trozo de metal en carbón al rojo vivo y luego se lo golpeaba con un martillo. Ciertamente, no era bastante para hacer una herradura. Ni para curar algo más grave que una contusión.

Girándose en la silla, Nynaeve observó a Siuan y a Leane. Varios días haciendo esto cada vez que podía arrancarlas de sus otras tareas, y hasta ahora no había descubierto nada. De repente se dio cuenta de que estaba dándole vueltas al brazalete en su muñeca. Fuera cual fuese el provecho que sacaba de ello, detestaba estar vinculada con la mujer. La intimidad entre ambas le ponía la carne de gallina. «Al menos podré aprender algo —pensó—. Y no puedo tener peores resultados que lo que he tenido con todo lo demás que he intentado».

Con cuidado, desabrochó el brazalete —el broche no podía encontrarse a menos que se supiera dónde buscarlo— y se lo entregó a Siuan.

—Ponte esto. —Perder contacto con el Poder resultaba amargo, pero tenía que hacerlo. Y dejar de percibir las emociones de la otra mujer era como darse un baño. Los ojos de Marigan siguieron la fina pulsera de plata como si estuviese hipnotizada.

—¿Por qué? —demandó Siuan—. Dijiste que esta cosa sólo funciona…

—Deja de preguntar y póntelo, Siuan.

La otra mujer la miró con obstinación un instante —¡Luz, qué terca podía ser!— antes de ponerse el brazalete en la muñeca. Una expresión de estupor asomó a su semblante de inmediato y después sus ojos se estrecharon para mirar escrutadoramente a Marigan.

—Nos odia, pero eso ya lo sabía. Y hay miedo en ella, y… conmoción. Ni el menor atisbo en su cara, pero está impresionada de la cabeza a los pies. Me parece que tampoco ella creía que yo pudiera utilizar esta cosa.

Marigan rebulló con inquietud. Hasta el momento dos de las que sabían quién era podían usar el brazalete. Cuatro proporcionarían más oportunidades para hacer preguntas. De cara al exterior parecía estar cooperando totalmente, pero ¿cuánto estaba ocultado? Todo lo que pudiera, de eso no le cabía duda a Nynaeve.

Siuan suspiró y sacudió la cabeza.

—No puedo. Tendría que ser capaz de tocar la Fuente a través de ella, ¿no es así? Bueno, pues me es imposible. Un puerco conseguiría trepar por los árboles antes. Me han neutralizado, y no hay más que hablar. ¿Cómo se quita esto? —Manoseó torpemente el brazalete—. ¿Cómo demonios se quita?

Nynaeve posó suavemente su mano en la de Siuan, sobre el brazalete.

—¿No te das cuenta? El brazalete no funciona con una mujer que no puede encauzar como tampoco funcionaría el collar en ella. Si se lo pongo a una de las cocineras no será más que un bonito adorno para ella.

—Con cocineras o sin ellas, el hecho es que no puedo encauzar —manifestó fríamente Siuan—. He sido neutralizada.

—Pero hay algo factible de curar —insistió Nynaeve—, o de otro modo no sentirías nada a través del brazalete.

Siuan se soltó el brazo de un tirón y adelantó bruscamente la muñeca.

—Quítamelo —instó.

Nynaeve la complació al tiempo que sacudía la cabeza. ¡A veces Siuan podía ser tan zoquete como un hombre!

Cuando tendió el brazalete a Leane, la domani levantó la muñeca con ansiedad. Leane simulaba tomarse su neutralización con tanto optimismo como Siuan —o como Siuan fingía tomárselo— pero no siempre tenía éxito. Se suponía que el único modo de sobrevivir a la neutralización durante muchos años era encontrar algo que diera sentido a la vida, que llenara el vacío dejado por el Poder Único. Para Siuan y Leane ese algo era dirigir su red de informadoras y, lo más importante, intentar convencer a las Aes Sedai de Salidar de que respaldaran a Rand al’Thor como el Dragón Renacido sin que ninguna de ellas se diera cuenta de lo que se proponían. La cuestión era si bastaba con eso. La amargura plasmada en el rostro de Siuan y el placer que se reflejaba en el de Leane apuntaban que quizá nada sería suficiente nunca.

—Oh, sí. —Leane tenía un modo de hablar enérgico y apocopado. Salvo cuando hablaba con hombres, mejor dicho; al fin y al cabo era domani y últimamente estaba recuperando el tiempo perdido en la Torre—. Sí, está realmente anonadada, ¿verdad? Aunque ya empieza a controlarse. —Durante unos instantes guardó silencio, estudiando a la mujer de la banqueta. Marigan le sostuvo la mirada con desconfianza. Finalmente, Leane se encogió de hombros—. Tampoco puedo tocar la Fuente. Y he intentado hacer que sintiera la picadura de un tábano en el tobillo. Si hubiese funcionado, tendría que haber mostrado alguna reacción.

Ése era otro truco del brazalete: conseguir que la mujer que llevaba el collar tuviera sensaciones físicas. Sólo sensaciones, ya que no dejaba marca nada de lo que se hiciera, ningún daño real, pero el mero sonido de un par de golpes de vara había bastado para convencer a Marigan de que cooperar era la mejor decisión que podía tomar. Eso y también la otra alternativa: un rápido juicio seguido de una ejecución.

A despecho de su fracaso, Leane observó atentamente cómo Nynaeve desabrochaba el brazalete y volvía a cerrarlo en torno a su muñeca. Al parecer, ella al menos no había renunciado definitivamente a la esperanza de volver a encauzar algún día.

Recobrar el Poder era maravilloso. No tanto como absorber el saidar por sí misma, henchirse con él, pero incluso tocar la Fuente a través de otra mujer era como redoblar la fuerza vital que corría por las venas. Sentir el saidar dentro de sí significaba desear reír y bailar de pura alegría. Suponía que algún día acabaría acostumbrándose a ello; las Aes Sedai debían de estarlo. Puesto en una balanza, el hecho de tener que estar vinculada a Marigan era un precio pequeño.

—Ahora que sabemos que existe una posibilidad, creo… —empezó.

La puerta se abrió violentamente, y Nynaeve se puso de pie sin darse cuenta de lo que hacía. Nunca pensaba en utilizar el Poder; habría gritado de no tener la garganta constreñida por el sobresalto. Y no fue ella la única que reaccionó así, pero apenas reparó en que Siuan y Leane se incorporaban con igual precipitación. El miedo que penetró a oleadas a través del brazalete era fiel reflejo del suyo propio.

La joven que cerró tras de sí la puerta de tosca madera no advirtió la conmoción que había causado. Alta y espigada con el blanco vestido con bandas de Aceptada, y los dorados rizos cayendo sobre sus hombros, parecía fuera de sí por la rabia. Empero, a pesar de que su rostro estaba tenso a causa de la ira y sudoroso, de algún modo se las ingeniaba para seguir pareciendo hermosa; era un don innato en Elayne.

—¿Sabéis lo que están haciendo? Envían una delegación… ¡a Caemlyn! ¡Y se niegan a dejarme ir a mí! Sheriam me prohibió volver a mencionarlo. ¡Me prohibió hablar de ello!

—¿No vas a aprender nunca a llamar antes de entrar, Elayne? —Nynaeve enderezó la silla y volvió a sentarse. Más bien se dejó caer en ella, pues le temblaban las rodillas de alivio—. Creí que eras Sheriam. —La mera idea de que la descubrieran le producía un vacío en el estómago.

Elayne tuvo el buen juicio de ponerse colorada y se disculpó de inmediato. Sin embargo, lo echó a perder al añadir:

—Pero no entiendo por qué razón estás hecha un manojo de nervios. Birgitte sigue fuera y sabes que te avisaría si alguien se acercara. Nynaeve, tienen que dejarme ir.

—No tienen por qué —repuso Siuan de malhumor. Ella y Leane también se habían vuelto a sentar, Siuan muy derecha, como siempre, pero Leane se recostó pesadamente, tan desmadejada como la propia Nynaeve. Marigan estaba apoyada en la pared, respirando agitadamente, con los ojos cerrados y las manos apretadas contra el enjalbegado. Oleadas de alivio y puro terror se transmitían a través del brazalete con violentos impulsos alternativos.

—Pero…

Siuan no permitió que Elayne dijese una palabra más.

—¿Crees que Sheriam o cualquiera de las otras van a dejar que la heredera del trono de Andor caiga en manos del Dragón Renacido? Muerta tu madre…

—¡Eso no lo creo! —espetó Elayne.

—No crees que Rand la matara —prosiguió Siuan inexorablemente—, lo que no es lo mismo. Tampoco yo lo creo. Pero si Morgase estuviese viva se habría manifestado públicamente reconociéndolo como el Dragón Renacido. O, si lo considerara un falso Dragón a pesar de las pruebas, habría presentado resistencia. Ninguna de mis informadoras ha oído el menor rumor respecto a lo uno o a lo otro. Y no sólo en Andor, sino tampoco aquí, en Altara, ni en Murandy.

—Sí que han oído algo —replicó Elayne—. Hay rebelión en el oeste.

—Contra Morgase. Contra ella. Eso, si no se trata también de un mero rumor. —La voz de Siuan tenía un tono definitivo—. Tu madre ha muerto, muchacha. Más vale que lo admitas así y llores su pérdida de una vez.

Elayne levantó la barbilla, una costumbre muy irritante que tenía; era la viva imagen de una fría arrogancia, aunque la mayoría de los hombres parecían encontrar ese gesto atractivo por alguna extraña razón.

—No dejáis de protestar por lo mucho que tardáis en poneros en contacto con todas vuestras informadoras —adujo fríamente—, aunque no tomaré en cuenta la posibilidad de que os haya llegado ya toda la información que hay o no. Tanto si mi madre está viva como si no, mi sitio está ahora en Caemlyn. Soy la heredera del trono.

El sonoro resoplido de Siuan hizo que Nynaeve diera un brinco de sobresalto.

—Llevas siendo Aceptada el tiempo suficiente para saber que las cosas no funcionan así.

Elayne tenía un potencial como no se había conocido en mil años. No tanto como Nynaeve si ésta aprendía alguna vez a encauzar a voluntad, pero aun así lo suficiente para hacer que los ojos de cualquier Aes Sedai se iluminaran. Elayne encogió la nariz; sabía muy bien que, aunque hubiese estado ocupando el Trono del León, las Aes Sedai la habrían hecho ir con ellas para instruirla, pidiéndoselo si con eso bastaba o metiéndola en un barril si se hacía preciso. Abrió la boca, pero Siuan no dejó que metiera baza.

—Cierto, no pondrían pegas a que ocupases el trono, mejor antes que después, ya que hace muchísimo tiempo que no ha habido una reina que fuera Aes Sedai de manera tan notoria. Sin embargo, no te dejarán marchar hasta que seas una hermana de pleno derecho, e incluso entonces, por el hecho de que eres heredera del trono y serás reina muy pronto, no te permitirían acercarte al maldito Dragón Renacido hasta que estén seguras de hasta dónde pueden fiarse de él. Sobre todo después de esa… amnistía suya. —La boca se le torció en un gesto amargo al pronunciar la palabra, y Leane se encogió.

También Nynaeve sintió un regusto amargo en la lengua. Había crecido aprendiendo a temer a cualquier hombre capaz de encauzar, condenado a volverse loco y a traer la destrucción y el horror a cuantos lo rodeaban, antes de que la mitad masculina de la Fuente, infectada por la Sombra, lo matara de un modo espantoso. Pero Rand, a quien había visto crecer, era el Dragón Renacido, nacido tanto como una señal de que la Última Batalla estaba próxima como para luchar contra la Sombra en esa batalla. El Dragón Renacido; la única esperanza de la humanidad… y un hombre que podía encauzar. Peor aún: habían llegado rumores de que estaba intentando reunir a otros como él. Claro es que no podía haber muchos. Cualquier Aes Sedai perseguiría a alguien así; de hecho, el Ajah Rojo no hacía mucho más aparte de eso. No obstante, encontraban muy pocos, muchos menos que antaño, de acuerdo con los registros.

Empero, Elayne no estaba dispuesta a rendirse. Había en la joven un rasgo admirable: nunca se daría por vencida aunque tuviese la cabeza en el tajo y el hacha estuviera descendiendo sobre su cuello. Permaneció plantada allí, con la barbilla alta, sosteniendo la mirada de Siuan, cosa que en ocasiones a Nynaeve le costaba un esfuerzo ímprobo.

—Hay dos razones claras para que vaya allí. En primer lugar, sea lo que sea lo que le haya ocurrido a mi madre, lo cierto es que ha desaparecido y, como heredera del trono, está en mi mano tranquilizar al pueblo y asegurar que la sucesión no corre peligro. En segundo lugar, estoy en una posición inmejorable para hablar con Rand porque confía en mí. Sería mucho mejor interlocutora que cualquiera que la Antecámara elija.

Las Aes Sedai de Salidar habían establecido su propia Antecámara de la Torre o, más bien, una Antecámara en el exilio. Se suponía que estaban reflexionando respecto a la elección de una nueva Sede Amyrlin, una Amyrlin legítima para disputar a Elaida el derecho al título y a la Torre, pero Nynaeve no había visto señales que apuntaran algún progreso en esa dirección.

—Muy amable de tu parte sacrificarte, muchacha —comentó Leane en tono seco. La expresión de Elayne no varió, pero sus mejillas enrojecieron de ira; excepto Nynaeve, pocas personas fuera de aquel cuarto, y ninguna Aes Sedai, sabían que lo primero que haría Elayne al llegar a Caemlyn sería quedarse a solas con Rand y besarlo hasta dejarlo sin aliento—. Con tu madre… desaparecida, si Rand al’Thor te tiene a ti y a Caemlyn, tendrá Andor, y la Antecámara no permitirá que se apodere de Andor, o de cualquier otro lugar, si puede evitarlo. Tiene a Tear y a Cairhien en el bolsillo, así como a los Aiel, al parecer. Añade Andor, y Murandy y Altara, con nosotras en este último país, caerán en su poder con que chasquee los dedos. Se está haciendo demasiado poderoso, y con demasiada rapidez. Podría decidir que no nos necesita. Con Moraine muerta, no hay nadie cerca de él en quien podamos confiar.

Aquello hizo que Nynaeve se encogiera. Moraine era la Aes Sedai que los había sacado a Rand y a ella de Dos Ríos, y había cambiado así sus vidas. A ella, a Rand y Egwene y Mat y Perrin. Llevaba tanto tiempo deseando hacer que Moraine pagase por lo que les había hecho que perderla era como perder una parte de sí misma. Pero Moraine había muerto en Cairhien, llevándose con ella a Lanfear; se estaba convirtiendo rápidamente en una leyenda entre las Aes Sedai exiliadas al ser la única Aes Sedai que había matado, no ya a uno de los Renegados, sino a dos. Lo único positivo que Nynaeve veía en lo ocurrido era que ahora Lan se había liberado de ser el Guardián de Moraine. Si es que podía encontrarlo alguna vez.

Siuan retomó de inmediato el hilo de la conversación donde Leane lo había dejado:

—No podemos permitirnos el lujo de dejar que el chico largue velas y navegue sin ninguna guía. ¿Quién sabe lo que podría hacer? Sí, sí, ya sé que estáis dispuestas a abogar por él, pero no me interesa escuchar lo que tengáis que decir. Estoy intentando sostener en equilibrio sobre mi nariz un cazón vivo, muchachas. No podemos permitir que se torne demasiado poderoso antes de que nos haya aceptado, y, sin embargo, tampoco nos atrevemos a reprimirlo de manera excesiva. Estoy intentando que Sheriam y las otras sigan convencidas de que deben apoyarlo cuando, en secreto, la mitad de la Antecámara no quiere tener nada que ver con él y la otra mitad piensa, en lo más profundo de su corazón, que debería amansárselo, sea o no el Dragón Renacido. En cualquier caso, sean cuales sean vuestros argumentos, sugiero que hagáis caso a Sheriam. No conseguiréis hacerlas cambiar de opinión, y Tiana no tiene a muchas novicias aquí que la mantengan ocupada.

El semblante de Elayne se puso tenso por la ira. Tiana Noselle, una hermana Gris, era Maestra de las Novicias allí, en Salidar. Para que una Aceptada fuera enviada ante Tiana tenía que sobrepasar el límite mucho más que una novicia, pero por la misma razón la visita era siempre mucho más humillante y dolorosa. Tiana mostraría algo de amabilidad con una novicia, aunque sólo un poco; en cambio, consideraba que las Aceptadas tenían que saber a qué atenerse y por lo tanto se aseguraba de que se sintieran avergonzadas mucho antes de que abandonaran el cuartito que utilizaba como estudio.

Nynaeve había estado observando atentamente a Siuan y ahora le vino una idea a la cabeza.

—Sabías lo de esa… embajada o lo que quiera que sea, ¿verdad? Vosotras dos siempre estáis cuchicheando con Sheriam y su pequeño círculo. —La Antecámara podía tener toda la supuesta autoridad hasta que se eligiese una Amyrlin, pero Sheriam y el puñado de las otras Aes Sedai que habían organizado en primer lugar las cosas allí, en Salidar, todavía conservaban el verdadero control—. ¿A cuántas envían, Siuan?

Elayne dio un respingo; saltaba a la vista que no había pensado en ese detalle. Ello ponía de manifiesto lo alterada que estaba. Por lo general, era ella la que captaba matices que se le escapaban a Nynaeve.

Siuan no negó nada. Desde que la habían neutralizado podía mentir como cualquier mercader de lanas; pero, cuando decidía ser sincera, lo era tanto como una bofetada.

—A nueve. «Suficientes para honrar al Dragón Renacido». ¡Tripas de pescado! ¡Una embajada a un rey rara vez sobrepasa el número de tres! «Pero no bastantes para atemorizarlo». Si es que ha aprendido lo suficiente para asustarse.

—Más os vale que sea así —adujo fríamente Elayne—. Porque, si no, entonces ocho de esas nueve podrían ser demasiadas.

Trece era el número peligroso. Rand era fuerte, quizá más que cualquier hombre desde el Desmembramiento, pero trece Aes Sedai coligadas podrían superarlo, aislarlo con un escudo del saidin, y tomarlo prisionero. Trece era el número asignado cuando se amansaba a un hombre, aunque Nynaeve había empezado a pensar que esa asignación era más una costumbre que una necesidad. Las Aes Sedai hacían muchas cosas porque siempre las habían hecho.

La sonrisa de Siuan distaba mucho de ser agradable.

—Me pregunto por qué a nadie más se le ocurrió eso. ¡Piensa, muchacha! Sheriam lo hace, y también la Antecámara. Sólo una se aproximará a él al principio, y ninguna más hasta que se sienta cómodo con ello. Pero sabrá que van nueve, y alguien sin duda le dirá qué gran honor significa algo así.

—Entiendo —musitó Elayne—. Debí darme cuenta de que alguna de vosotras pensaría en ello. Lo lamento. —Eso era otra cosa buena que tenía la joven. Podía ser tan testaruda como una mula bizca, pero cuando se daba cuenta de que estaba equivocada lo admitía tan delicadamente como cualquier campesina, algo muy poco habitual en una noble.

—Min irá también —dijo Leane—. Su… talento podría serle útil a Rand. Las hermanas no sabrán esa parte, naturalmente. La chica sabe guardar bien sus secretos.

Como si eso fuera importante.

—Entiendo —repitió Elayne, esta vez con un tono cortante. Hizo un esfuerzo para dar un timbre más alegre a su voz, aunque resultó un rotundo fracaso—. Bueno, veo que estáis muy ocupadas con… Marigan. No era mi intención interrumpiros. Disculpadme, por favor. —Se marchó antes de que Nynaeve tuviese oportunidad de abrir la boca, y cerró de un portazo al salir.

Nynaeve se volvió, furiosa, hacia Leane.

—¡Creí que Siuan era la que hacía el papel de mala en vuestro equipo, pero eso ha sido mezquino!

—Cuando dos mujeres aman al mismo hombre, significa problemas, y cuando ese hombre es Rand al’Thor… —respondió Siuan—. Sólo la Luz sabe hasta qué punto está cuerdo aún o hacia dónde podrían empujarlo. Si va a haber tirones de pelo y arañazos, que se enzarcen ahora y aquí.

De manera inconsciente, la mano de Nynaeve encontró la trenza y, con un fuerte tirón, se la echó hacia atrás.

—Tendría que… —empezó. El problema era que ella podía hacer muy poco o nada al respecto, y, en cualquier caso, no cambiaría nada—. Continuaremos donde lo dejamos cuando entró Elayne. Sin embargo, Siuan… Si volvéis a hacerle algo así —«o a mí», pensó—, haré que lamentéis haber… ¿Adónde demonios vais?

Siuan había retirado la silla y se había incorporado, y Leane, tras una mirada de la otra mujer, hizo otro tanto.

—Tenemos trabajo pendiente —repuso cortante Siuan, que ya se encaminaba hacia la puerta.

—Prometisteis estar asequibles para mis estudios, Siuan. Sheriam os lo dijo.

Sheriam pensaba, como Siuan, que era una pérdida de tiempo, pero Nynaeve y Elayne se habían hecho merecedoras de algunas concesiones y cierta tolerancia. Como por ejemplo que Marigan fuera su doncella y así disponer de más tiempo para sus estudios como Aceptadas.

Siuan le lanzó una mirada divertida desde la puerta.

—Si quieres, ve a quejarte a ella. Y de paso le explicas cómo llevas a cabo tus investigaciones. Quiero disponer de Marigan un rato esta noche. Tengo más preguntas que hacerle.

—Sería estupendo, Nynaeve —dijo Leane tristemente mientras Siuan salía—, pero cada cual hace lo que puede. ¿Por qué no lo intentas con Logain? —Y se marchó.

Nynaeve frunció el ceño. Examinar a Logain le había descubierto aun menos que examinar a las dos mujeres. Ya no estaba segura de obtener de él algún resultado. De todos modos, lo último que deseaba hacer era curar a un hombre amansado. Además, la ponía nerviosa.

—Os mordéis unas a las otras como ratas en una caja cerrada —dijo Marigan—. Por los indicios, no pareces tener muchas posibilidades. A lo mejor deberías considerar… otras opciones.

—¡Cierra tu asqueroso pico! —Nynaeve le asestó una mirada iracunda—. ¡Ni una palabra, así te consuma la Luz! —El brazalete todavía le transmitía temor, pero había algo más, algo casi demasiado débil para existir. Una tenue chispa de esperanza, quizá—. ¡Así te abrase la Luz! —rezongó.

El verdadero nombre de la mujer no era Marigan, sino Moghedien. Una de las Renegadas, atrapada por su propio orgullo arrogante y retenida prisionera en medio de Aes Sedai. Sólo cinco mujeres en el mundo lo sabían, y ninguna era Aes Sedai, pero guardar el secreto de Moghedien era pura necesidad. Los crímenes de la Renegada garantizaban su ejecución tan seguro como que el sol saldría cada mañana. Siuan se había mostrado de acuerdo; por cada Aes Sedai partidaria de esperar, si es que había alguna, diez exigirían hacer justicia de inmediato. Y con ella se irían a una tumba anónima todos sus conocimientos sobre la Era de Leyenda, cuando con el Poder se llevaban a cabo cosas hoy impensables. Nynaeve no estaba segura de creer todo lo que la mujer le contaba de esa Era, y desde luego no entendía ni la mitad.

Sacarle información a Moghedien no era tarea fácil. A veces era como la Curación; la Renegada nunca se había interesado por lo que no le reportara ventajas a ella, preferiblemente con métodos rápidos y fáciles. No era de esperar que dijese la verdad, pero Nynaeve sospechaba que había sido una estafadora o algo por el estilo antes de entregar su alma al Oscuro. A veces Elayne y ella no sabían qué preguntas hacer, simplemente, y, por supuesto, Moghedien rara vez revelaba algo por propia voluntad. Aun así, habían descubierto muchas cosas, la mayoría de las cuales las transmitieron a las Aes Sedai; como si fuesen resultados de sus investigaciones y estudios como Aceptadas, ni que decir tiene. Así habían obtenido mucho mérito.

Elayne y ella habrían guardado para sí el secreto de la identidad de Moghedien de haber podido, pero Birgitte lo supo desde el principio, y tuvieron que decírselo a Siuan y a Leane. Siuan sabía lo suficiente de las circunstancias que habían llevado a la captura de la Renegada para exigir una explicación detallada, y tenía los resortes para conseguirla. Elayne y Nynaeve conocían algunos de los secretos de Siuan y Leane, y éstas parecían saberlo todo sobre ellas, excepto la verdad acerca de Birgitte. Había pues un equilibrio precario, con ventaja para Siuan y Leane. Además, algunas de las revelaciones de Moghedien estaban relacionadas con supuestas maquinaciones de Amigos Siniestros así como indicios sobre lo que los otros Renegados se traían entre manos. El único modo de pasar estos datos era hacer que parecieran provenir de las informadoras de Siuan y Leane. Nada sobre el Ajah Negro —un tema que no se quería sacar a la luz y cuya existencia se negaba por costumbre— aunque era lo que más interesaba a Siuan. Los Amigos Siniestros la asqueaban, pero la mera idea de unas Aes Sedai juramentándose con el Oscuro bastaba para convertir la ira de Siuan en una helada furia. Moghedien afirmaba que le había dado miedo acercarse a cualquier Aes Sedai, lo que tenía bastantes visos de ser verdad. El temor formaba parte integrante de la mujer; no era de extrañar que se hubiese ocultado en las sombras el tiempo suficiente para que se la apodara la Araña. En resumen, era un tesoro oculto demasiado valioso para entregárselo al verdugo, aunque la mayoría de las Aes Sedai no lo verían así, y seguramente rehusarían utilizar cualquier información obtenida a través de ella.

Nynaeve se sintió acometida por un sentimiento de culpabilidad y repulsión, y no por primera vez. ¿Había algún conocimiento, por poderoso que fuera, que justificara el ocultar a una Renegada impidiendo que recibiera su merecido? Entregarla significaba un castigo, seguramente terrible, para todas las personas involucradas, no sólo para ella, sino para Elayne, Siuan y Leane. Desenmascararla significaba que el secreto de Birgitte saldría a la luz. Y la pérdida de todos esos conocimientos. Puede que Moghedien no supiese nada sobre Curación, pero le había proporcionado a Nynaeve una docena de indicios respecto a lo que era posible, y tenía que haber más datos en su cabeza. Con ellos para guiarla, ¿qué podría acabar descubriendo?

Nynaeve deseó darse un baño, y no debido al calor.

—Hablaremos del tiempo —dijo amargamente.

—Sabes más que yo acerca de controlar los fenómenos atmosféricos. —El tono de Moghedien sonaba cansado, y un reflejo de ello se transmitió a través del brazalete. Habían sido abundantes las preguntas sobre ese tema—. Lo único que sé es que lo que está ocurriendo es obra del Gran… del Oscuro. —Tuvo el coraje de esbozar una sonrisa obsequiosa para congraciarse por su desliz—. Ningún simple mortal es lo bastante fuerte para cambiar eso.

Nynaeve tuvo que hacer un esfuerzo denodado para no rechinar los dientes. Elayne sabía más que nadie en Salidar respecto al funcionamiento del tiempo, y decía exactamente lo mismo; incluida la parte sobre el Oscuro, aunque cualquiera excepto un tonto sabría eso, teniendo en cuenta el fuerte calor que hacía cuando las nieves deberían estar ya próximas, y la falta de lluvia y la creciente sequía.

—Entonces hablaremos sobre cómo utilizar diferentes tejidos para curar enfermedades distintas. —La Renegada decía que se tardaba más que en lo que se hacía ahora, pero que toda la fuerza procedía del Poder Único, no del paciente ni de la mujer que encauzaba. Por supuesto, afirmaba que de hecho los hombres habían sido mejores en ciertos tipos de Curación, cosa que Nynaeve no estaba dispuesta a creer—. Tienes que haberlo visto hacer alguna vez al menos.

Se dispuso a extraer las pepitas de oro de la escoria. Ciertos conocimientos tenían un gran valor, aunque le habría gustado no sentirse como si estuviese rebuscando entre cieno.


Elayne no vaciló un momento una vez que hubo salido; se despidió de Birgitte con un gesto y siguió caminando. Birgitte, con el dorado cabello peinado en una compleja trenza, larga hasta la cintura, estaba jugando con dos niños pequeños mientras vigilaba el estrecho callejón, con el arco apoyado contra la valla inclinada que había a su lado. O, más bien, intentaba jugar con ellos. Jaril y Seve observaban fijamente a la mujer con los amplios pantalones amarillos y corta chaqueta de color oscuro, pero no mostraban ninguna otra reacción. Nunca lo hacían, y jamás hablaban. Se suponía que eran los «hijos de Marigan». Birgitte se sentía feliz jugando con ellos, pero también un poquito triste; siempre le había gustado jugar con críos, especialmente con niños pequeños, y siempre se sentía así cuando lo hacía. Elayne conocía los sentimientos de la mujer tan bien como los suyos propios.

Si supiera que Moghedien tenía algo que ver con el estado de los pequeños… Pero la Renegada afirmaba que ya estaban así cuando los había recogido en Ghealdan para reforzar su disfraz, unos huérfanos en la calle, y algunas de las Amarillas decían que sencillamente habían presenciado demasiados horrores en los disturbios de Samara. A Elayne no le costaba trabajo creer que era así considerando lo que ella misma había visto en aquel lugar. Las hermanas Amarillas aseguraban que el tiempo y los cuidados los ayudarían, y Elayne confiaba en que ocurriera así. Confiaba en no estar permitiendo que la responsable escapara a la justicia.

Ahora no quería pensar en Moghedien. En su madre. No, tampoco quería pensar en ella. Min. Y Rand. Tenía que haber algún modo de afrontar eso. Sin apenas reparar en el breve cabeceo de respuesta de Birgitte, se apresuró callejón adelante y salió a la vía principal de Salidar bajo un cielo de mediodía, despejado y ardiente.

Salidar había estado abandonado durante años, antes de que las Aes Sedai que habían escapado del golpe de mano de Elaida empezaran a reunirse allí, pero ahora el bálago cubría el techo de las casas, la mayoría de las cuales mostraban reparaciones recientes y numerosas, así como alguno que otro parche, del mismo modo que los tres grandes edificios que antaño habían sido posadas. Algunos llamaban a uno de ellos, el mayor, la Torre Chica; allí era donde se reunía la Antecámara. Ni que decir tiene que sólo se había reparado lo estrictamente necesario; muchas ventanas tenían los cristales rotos o carecían de ellos. Había asuntos mucho más importantes de los que ocuparse que reconstruir mampostería o dar nuevas manos de pintura. Las calles de tierra estaban abarrotadas; no sólo de Aes Sedai, naturalmente, sino de Aceptadas con sus vestidos de bandas en los repulgos y de novicias todas de blanco corriendo de allí para aquí, de Guardianes moviéndose con la letal agilidad de leopardos ya fuesen delgados o corpulentos, de sirvientes que habían seguido a las Aes Sedai desde la Torre. Incluso había algunos niños. Y soldados.

La Antecámara se preparaba para imponer sus pretensiones contra Elaida por la fuerza de las armas si era preciso y tan pronto como hubiesen elegido a una verdadera Sede Amyrlin. El lejano repicar de martillos, que llegaba a través del murmullo de la multitud desde las forjas situadas a las afueras del pueblo, hablaba de caballos que se herraban y de armaduras que se arreglaban. Un hombre de rostro cuadrado y con el oscuro cabello muy canoso venía por la calle cabalgando despacio; llevaba una chaqueta de color de ante y un peto abollado. Mientras se abría paso lentamente entre la multitud observaba a los grupos de hombres que marchaban con largas picas al hombro o arcos. Gareth Bryne había accedido a reclutar el ejército de la Antecámara de Salidar, aunque a Elayne le habría gustado saber todo el cómo y el porqué. Tenía algo que ver con Siuan y Leane, aunque no lograba imaginar exactamente qué, puesto que estaba haciéndoles sudar tinta a ambas, sobre todo a Siuan, a costa de algún juramento que Elayne tampoco tenía muy claro. Aparte de que Siuan no dejaba de protestar amargamente sobre tener que ocuparse de mantener limpios su cuarto y sus ropas encima de todas sus otras tareas. Protestaba, pero lo hacía; debía de ser un juramento muy serio.

Los ojos de Bryne pasaron sobre Elayne sin apenas detenerse. El hombre se había mostrado fríamente cortés y distante desde que la joven había llegado a Salidar, a pesar de que la conocía desde que estaba en su cuna. Hasta hacía menos de un año había sido el capitán general de la Guardia Real, en Andor. En un tiempo Elayne creyó que su madre y él se casarían. ¡No, no iba a pensar en su madre! Min. Tenía que encontrar a Min y hablar con ella.

Empero, no bien hubo entrado en la abarrotada y polvorienta calle la abordaron dos Aes Sedai. No tuvo más remedio que pararse y hacer una reverencia mientras la muchedumbre pasaba alrededor de ellas. Las dos mujeres estaban radiantes, sin sudar una sola gota. Elayne sacó un pañuelo de la manga para enjugarse la cara mientras deseaba que ya le hubiesen enseñado ese conocimiento en particular del acervo de las Aes Sedai.

—Buen día tengáis, Anaiya Sedai, Janya Sedai.

—Buen día a ti, pequeña. ¿Tienes algún descubrimiento más para nosotras hoy? —Como era habitual en ella, Janya Frende habló como si le faltase tiempo para pronunciar las palabras—. Habéis hecho grandes adelantos, tanto Nynaeve como tú, sobre todo considerando que sois Aceptadas. Todavía no consigo entender cómo lo logra Nynaeve teniendo como tiene tantas dificultades con el Poder, pero he de decir que estoy encantada.

A diferencia de la mayoría de las hermanas Marrones, que a menudo estaban absortas en sus libros y estudios, Janya Sedai tenía una apariencia cuidada, el corto y oscuro cabello peinado esmeradamente en torno al rostro intemporal que revelaba a una Aes Sedai que ha trabajado largo tiempo con el Poder. Pero el aspecto de la esbelta mujer sí apuntaba a qué Ajah pertenecía. Su vestido era de una fuerte lana de color gris —las Marrones rara vez prestaban atención a sus ropas excepto como ropajes para cubrirse decentemente— e incluso cuando hablaba con alguien tenía el entrecejo ligeramente fruncido, como si escudriñara otra cosa completamente distinta a través de uno. Habría resultado hermosa de no ser por ese ceño.

—Ese modo de envolveros en luz para haceros invisibles es extraordinario —continuó Janya—. Estoy segura de que alguien descubrirá cómo detener las ondulaciones para así poder moverse envuelta en ello. Y Carenna está realmente excitada respecto a ese pequeño truco de Nynaeve para escuchar a escondidas. Una picardía por su parte ocurrírsele algo así, pero muy útil. Carenna cree saber cómo adaptarlo para hablar con alguien a distancia. ¿Os imagináis? ¡Hablar con alguien que está a un kilómetro de distancia! O a dos o incluso a…

Anaiya le tocó el brazo, y Janya enmudeció mientras miraba, parpadeando, a la otra Aes Sedai.

—Estás dando grandes pasos, Elayne —expresó sosegadamente Anaiya. La mujer de rostro campechano siempre se mostraba calmada. «Maternal» era el término que la describía, y reconfortante por lo general, bien que sus rasgos de Aes Sedai hacían imposible calcularle la edad. También era una de las pocas que formaban parte del círculo de Sheriam que realmente tenía el poder en Salidar—. Mucho más de lo que esperaba cualquiera de nosotras, y esperábamos mucho. Eres la primera en crear ter’angreal desde el Desmembramiento. Es extraordinario, pequeña, y quiero que lo sepas. Deberías sentirte muy orgullosa.

Elayne tenía los ojos fijos en el suelo. Dos críos pasaron corriendo entre la multitud haciendo quiebros y riendo. Ojalá no hubiese nadie lo bastante cerca para que escuchara esto; en realidad, las personas que pasaban junto a ellas no les prestaban atención. Con tantas Aes Sedai en el pueblo, ni siquiera las novicias hacían reverencias a menos que una Aes Sedai se dirigiese a ellas, y todo el mundo tenía tareas que hacer que deberían haber estado terminadas el día anterior.

Elayne no se sentía orgullosa en absoluto, considerando que sus «descubrimientos» procedían de Moghedien. Había habido muchos que empezaban con «inversión», de modo que un tejido no podía verlo nadie excepto la mujer que lo había realizado, pero no las había hecho partícipes de todos. Por ejemplo, de cómo ocultar la capacidad de encauzar. Sin eso, Moghedien habría sido descubierta en cuestión de horas —cualquier Aes Sedai a dos o tres pasos de una mujer así podía percibir si estaba o no capacitada para encauzar— y, si hubiesen aprendido eso, también habrían podido descubrir cómo penetrarlo. Y cómo disfrazarse; invertir tejidos era lo que había permitido que «Marigan» no se pareciese en absoluto a Moghedien.

Algunas cosas que la mujer sabía eran simplemente demasiado repugnantes. Por ejemplo, la Compulsión, con la que doblegaba la voluntad de las personas y de la que se servía para implantar instrucciones en la mente de la víctima de modo que ni siquiera recordaba las órdenes cuando las llevaba a cabo. Y cosas peores. Demasiado repulsivas y quizá demasiado peligrosas para confiárselas a nadie. Nynaeve decía que debían aprenderlas a fin de saber cómo contrarrestarlas, pero Elayne no quería hacerlo. Estaban guardando tantos secretos, diciendo tantas mentiras a amigos y a gente que estaba de su parte, que casi deseaba poder prestar los Tres Juramentos sobre la Vara Juratoria sin esperar a ser ascendida a Aes Sedai. Uno de ellos obligaba a no pronunciar una sola palabra que no fuese verdad y de un modo tan íntimo como si formara parte de la propia carne.

—No lo he hecho tan bien como podría con los ter’angreal, Anaiya Sedai. —Eso, al menos, sí era obra suya y sólo suya. El primero había sido el brazalete y el collar (algo guardado muy en secreto, ni que decir tiene) pero eran una copia alterada de una detestable invención, el a’dam, que los seanchan habían dejado atrás cuando su invasión fue rechazada en la costa de Falme. El disco verde que permitía pasar inadvertida a cualquiera que no fuera lo bastante fuerte para ejecutar el truco de la invisibilidad —y no eran muchas las que lo eran— había sido idea suya desde el principio. No disponía de angreal ni sa’angreal para investigar, de modo que había sido imposible crearlo hasta el momento; e, incluso teniendo la facilidad de disponer del artilugio seanchan para copiarlo, resultó que crear ter’angreal no era tan sencillo como había imaginado. Éstos utilizaban el Poder Único en lugar de aumentarlo, y lo usaban para un propósito específico, para hacer una única cosa. Algunos los podían utilizar incluso personas incapaces de encauzar, hasta hombres. Tendría que haber resultado más sencillo. Puede que su función lo fuera, pero no su creación.

Su comentario modesto desató un torrente de palabras en Janya:

—Tonterías, pequeña. Vaya, pero si no me cabe duda de que tan pronto como estemos de vuelta en la Torre y podamos someterte a la prueba adecuadamente y ponerte la Vara Juratoria en la mano serás ascendida al chal al igual que al anillo. Estoy segura. Realmente estás cumpliendo todas las expectativas que teníamos puestas en ti. Y más. ¡Nadie habría imaginado…!

Anaiya volvió a tocarle el brazo; parecía una señal acordada de antemano, porque de nuevo Janya calló y parpadeó.

—No es menester hinchar en exceso el orgullo de la muchacha —dijo Anaiya—. Elayne, no voy a permitirte que te enfurruñes. Hace mucho que tendrías que haber superado eso. —La madre podía ser firme al igual que afable—. No quiero verte mohína por tener unos pocos fracasos, en especial cuando has alcanzado un éxito tan maravilloso. —Elayne había hecho cinco intentos con el disco de piedra. Dos de ellos no surtieron ningún efecto, y otros dos hacían que la persona pareciese una imagen borrosa, además de revolverle el estómago. El que funcionó fue el tercer intento. En opinión de Elayne, eso era algo más que unos pocos fracasos—. Todo lo que has hecho es maravilloso. Tú y también Nynaeve.

—Gracias —repuso Elayne—. Gracias a las dos. Trataré de no estar mohína. —Cuando una Aes Sedai decía que una estaba mohína, no se le podía decir que no lo estaba—. Con vuestro permiso, tengo entendido que la embajada a Caemlyn parte hoy y deseo despedirme de Min.

La dejaron marchar, aunque Janya habría tardado media hora en hacerlo si Anaiya no hubiese estado allí. Ésta miró a Elayne de manera penetrante —seguramente estaba enterada de las palabras que había tenido con Sheriam— pero no dijo nada. A veces los silencios de una Aes Sedai eran tan explícitos como cualquier palabra.

Jugueteando con el anillo de la serpiente que llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda, Elayne reanudó su camino a buen paso, casi corriendo, con los ojos prendidos en la distancia de manera que, llegado el caso, pudiese afirmar que no había visto a cualquier otra persona que intentara detenerla para felicitarla. Tal vez funcionara o tal vez su treta acabase con una visita a Tiana; tratarlas con mano blanda como recompensa por un buen trabajo tenía sus límites. En ese preciso momento habría preferido con mucho la visita a Tiana que unas alabanzas que no merecía.

El anillo de oro era un ofidio mordiéndose la cola, la Gran Serpiente, un símbolo de Aes Sedai, pero que también llevaban las Aceptadas. Cuando se pusiera el chal, con los flecos del color del Ajah que escogiera, llevaría el anillo en el dedo que quisiera. Sería el Ajah Verde por fuerza; sólo las hermanas Verdes tenían más de un Guardián, y ella quería tener a Rand. O, al menos, todo lo que pudiera tenerlo. La dificultad radicaba en que ya había vinculado a Birgitte, la primera mujer que se convertía en Guardián. Ésa era la razón de que pudiese percibir los sentimientos de Birgitte y que supiera que la arquera se había clavado una astilla en la mano aquella mañana. Sólo Nynaeve estaba enterada del vínculo. Los Guardianes eran para las Aes Sedai; a una Aceptada que se extralimitara con ese vínculo no habría trato de favor que pudiera salvarle el pellejo. En su caso había sido necesario hacerlo, no un capricho, o de lo contrario Birgitte habría muerto; empero, Elayne no creía que ello influyera en las consecuencias. Quebrantar una regla con el Poder podía resultar fatal para una misma y para otros, y, para que tal cosa quedara bien grabada en la mente de todas, las Aes Sedai rara vez permitían que quienquiera que rompía una regla por la razón que fuese escapara sin castigo.

Allí, en Salidar, había muchos subterfugios. No sólo lo de Birgitte y Moghedien. Uno de los Juramentos impedía que una Aes Sedai mintiera, pero se evitaba decir mentiras sobre algo si no se hablaba de ello. Moraine sabía cómo tejer un manto de invisibilidad, puede que del mismo modo que habían aprendido de Moghedien; Nynaeve había visto a Moraine hacerlo en una ocasión, antes de que la antigua Zahorí supiese algo del Poder. Sin embargo, nadie más en Salidar conocía este truco o, al menos, nadie lo admitía. Birgitte le había confirmado lo que Elayne empezaba a sospechar: casi todas tenían sus propios trucos secretos. Dichos conocimientos podían terminar convirtiéndose en una práctica generalizada que se enseñaba a novicias o Aceptadas si había suficientes Aes Sedai que los sabían, o podían morir con la Aes Sedai que los practicaba. En dos o tres ocasiones le había parecido vislumbrar un brillo en los ojos de alguien cuando hizo demostraciones de algo. Carenna se había interesado en la escucha de conversaciones a escondidas con una rapidez que resultaba sospechosa. Sin embargo, no era ésta precisamente la clase de acusación que una Aceptada podía hacer contra una Aes Sedai.

Saber estas cosas no hacía más llevaderos sus propios engaños, pero sí que ayudaba un poco. Eso y recordar la necesidad. Pero ojalá dejaran de felicitarla por cosas que no había hecho.

Sabía dónde podía encontrar a Min. El río Eldar corría a menos de cinco kilómetros de Salidar, y un pequeño arroyo fluía a las afueras del pueblo, en su curso hacia el río a través del bosque. La mayoría de los árboles que habían crecido dentro de la aldea se habían talado cuando las Aes Sedai empezaron a llegar, pero quedaba un pequeño soto a la orilla del arroyo, detrás de las casas, en una franja de tierra demasiado estrecha para ser de utilidad. Min afirmaba que le gustaban más las ciudades, pero a menudo iba a sentarse entre aquellos árboles. Era un modo de escapar de la compañía de Aes Sedai y Guardianes, cosa que era casi esencial para Min.

Efectivamente, cuando Elayne giró en la esquina de la casa de piedra hacia la estrecha franja de tierra y al arroyuelo, encontró a Min sentada allí con la espalda recostada en un árbol, contemplando el discurrir del agua entre las piedras; el mínimo caudal que quedaba, se entiende. El arroyo fluía por un cauce de barro seco el doble de ancho que la propia corriente. Los árboles conservaban unas pocas hojas allí, aunque la mayoría del bosque circundante empezaba a estar completamente desnudo de follaje. Incluso los robles.

Una ramita seca se partió al pisarla Elayne, y Min se incorporó de un brinco. Como era habitual en ella, vestía una chaqueta de hombre de color gris y calzones, pero llevaba pequeñas flores azules bordadas en las solapas y en los costados de las ajustadas perneras. Cosa extraña, ya que, aunque había contado que las tres tías que la habían criado eran costureras, ella no parecía distinguir un extremo de una aguja del otro. Miró intensamente a Elayne, se encogió y se pasó los dedos por el oscuro cabello, que ya le llegaba a los hombros.

—Lo sabes —fue cuanto dijo.

—Pensé que debíamos hablar.

Min volvió a pasarse los dedos por el pelo.

—Siuan no me lo dijo hasta esta mañana y desde entonces he estado intentando reunir el valor suficiente para contártelo. Quiere que lo espíe, Elayne. Para las hermanas de la embajada; y me dio nombres de Caemlyn, gente que puede enviarle mensajes desde allí.

—Pero no lo harás, naturalmente —manifestó Elayne sin el menor atisbo de pregunta en su tono, por lo que Min le dedicó una mirada agradecida—. ¿Por qué te daba miedo hablar conmigo? Somos amigas, Min, y prometimos que ningún hombre se interpondría entre nosotras. Ni siquiera aunque las dos lo amemos.

La risa de Min era algo ronca; Elayne suponía que a muchos hombres eso les resultaría atractivo. Y era guapa a su modo, con ese aspecto de pilluelo. Y tenía varios años más que ella; ¿estaría eso a su favor o en su contra?

—Oh, Elayne, lo dijimos cuando estaba a una distancia segura de las dos. Perderte sería como perder a una hermana, pero ¿y si una de nosotras cambia de opinión?

Mejor no preguntar cuál de ellas se suponía que cambiaría. Elayne intentaba no pensar en el hecho de que si ataba y amordazaba a Min con el Poder e invertía el tejido, podría mantenerla oculta en un sótano hasta mucho después de que la embajada hubiese partido.

—No lo haremos —se limitó a aseverar. No, no podía hacer eso a Min. Quería a Rand sólo para ella, pero era incapaz de hacer daño a Min. Quizá debería pedirle a la otra mujer que no se marchara hasta que pudiesen hacerlo las dos. Sin embargo, preguntó—: ¿Te ha liberado Gareth de tu juramento?

En esta ocasión, la risa de Min sonó como un ladrido.

—Ni hablar. Dijo que me haría saldarlo con el trabajo antes o después. En realidad a quien quiere retener aquí es a Siuan, sabe la Luz por qué.

Un leve gesto de tensión en su cara le hizo pensar a Elayne que allí había involucrada una de sus visiones, pero no preguntó. Min nunca hablaba de esas cosas salvo a quien le concernían directamente.

Poseía una habilidad conocida por muy pocas personas en Salidar. Elayne, Nynaeve, Siuan y Leane; nadie más. Birgitte lo ignoraba, aunque, en correspondencia, tampoco Min sabía lo de Birgitte. O lo de Moghedien. Cuántos secretos. Pero el de Min le concernía sólo a ella. A veces veía imágenes o halos alrededor de la gente, y en ocasiones sabía lo que significaban. Cuando lo sabía, nunca se equivocaba; por ejemplo, si decía que un hombre y una mujer se casarían, entonces antes o después acababan casados, aunque en aquel momento se odiaran profundamente. Leane lo llamaba «lectura del Entramado», pero no tenía nada que ver con el Poder. La mayoría de la gente sólo tenía imágenes o halos de vez en cuando, pero en el caso de las Aes Sedai y de los Guardianes eran permanentes. Los retiros de Min a este rincón se debían a la necesidad de escapar a aquella plétora de imágenes.

—¿Querrás llevarle a Rand una carta mía?

—Por supuesto.

La respuesta afirmativa de la otra mujer fue tan rápida y la expresión de su rostro tan franca que Elayne enrojeció y continuó hablando muy deprisa. No estaba segura de que ella hubiese aceptado, si la situación hubiese sido la inversa.

—No debes contarle lo de tus visiones, Min. Me refiero a las que nos conciernen. —Una de las cosas que Min había visto sobre Rand era que tres mujeres se enamorarían perdidamente de él, que estarían atadas a él para siempre, y que una de esas mujeres era ella. La segunda resultó que era Elayne—. Si sabe lo de la visión, podría decidir que no es eso lo que queremos nosotras sino el Entramado o que se debe a que es ta’veren. Podría decidir actuar noblemente y salvarnos impidiendo que ninguna de nosotras se acerque a él.

—Tal vez —repuso, dubitativa, Min—. Los hombres son raros. Lo más probable es que, si sabe que las dos iremos corriendo cuando se tuerza un dedo, se lo tuerza a propósito. No podrá remediarlo. He visto actuar así a los hombres. Creo que tiene algo que ver con tener barba y pelo en el pecho.

Su expresión era tan perpleja que Elayne no supo discernir si era una broma o no. Min parecía saber mucho sobre los hombres; había trabajado en establos principalmente ya que le gustaban los caballos, pero una vez mencionó haber sido camarera en una taberna.

—En cualquier caso —continuó Min—, no se lo contaré. Tú y yo nos lo repartiremos como un pastel, y puede que dejemos que la tercera coja un trocito cuando aparezca.

—¿Qué vamos a hacer, Min? —Elayne no tenía intención de decir aquello y mucho menos con un tono gemebundo. Una parte de ella deseaba dejar muy claro que no correría si Rand chasqueaba los dedos, y otra parte deseaba que los chasqueara. Parte de ella quería decir que no compartiría a Rand de ningún modo y con nadie, ni siquiera con una amiga, y que las visiones de Min podían irse a la Fosa de la Perdición; otra parte deseaba abofetear a Rand por hacerles esto a Min y a ella. Todo era tan infantil que sintió ganas de esconder la cabeza, pero al mismo tiempo era incapaz de desenredar la maraña de sentimientos que la abrumaban. Dando un timbre más firme a su voz respondió a su propia pregunta antes que Min—: Lo que vamos a hacer es sentarnos un rato aquí y charlar, pero no sobre Rand. —Dicho y hecho, eligió un lugar donde la capa de hojas muertas era particularmente espesa y el tronco de un árbol resultaba un buen respaldo—. Voy a echarte de menos, Min. Es muy agradable tener una amiga en quien confiar.

La otra joven tomó asiento a su lado, cruzada de piernas, y se puso a coger piedrecillas y a arrojarlas al arroyo.

—Nynaeve es tu amiga. Confías en ella. Y desde luego Birgitte parece serlo también; incluso pasas más tiempo con ella que con Nynaeve. —Un ligero ceño arrugó su frente—. ¿De verdad cree que es la Birgitte de las leyendas? Lo digo por el arco y la coleta, que se mencionan en todos los relatos, aunque su arco no sea de plata, y me cuesta creer que le pusieran ese nombre al nacer.

—Pues es su verdadero nombre —repuso Elayne con cuidado. En cierto modo, era cierto. Mejor cambiar el rumbo de la conversación hacia otro tema—. Nynaeve no ha decidido todavía si soy una amiga o alguien a quien tiene que convencer por la fuerza para que haga las cosas del modo que ella considera correcto. Y recuerda demasiado a menudo que soy la hija de la reina. Creo que a veces lo utiliza en mi contra. Tú nunca haces eso.

—Quizá porque tal circunstancia no me impresiona demasiado. —Min sonreía, pero estaba hablando en serio—. Nací en las Montañas de la Niebla, Elayne, en las minas. El mandato real de tu madre es casi inexistente tan lejos al oeste. —Su sonrisa de desvaneció—. Lo siento, Elayne.

La heredera del trono sofocó la chispa de indignación que afloraba dentro de sí — ¡Min era tan súbdita del Trono del León como Nynaeve!— y recostó la cabeza en el tronco del árbol.

—Hablemos de algo alegre.

El sol estaba alto y sus ardientes rayos pasaban a través del ramaje; el cielo era un limpio manto azul, sin asomo de nubes. Siguiendo un impulso, Elayne se abrió al saidar y dejó que la llenara, como si todo el gozo de la vida en el mundo hubiese sido destilado y cada gota de sangre en sus venas fuese reemplazada con esa esencia. Si fuera capaz de crear una sola nube, sería la señal de que todo saldría bien: su madre estaría viva; Rand la amaría; y Moghedien… Bueno, tendría su merecido, de algún modo. Urdió un tenue tejido en el cielo hasta donde alcanzaba a ver, utilizando Aire y Agua, buscando la humedad para formar una nube. Si pudiera esforzarse lo suficiente… La dulzura se tornó de repente en algo muy próximo al dolor, la señal de peligro; absorber demasiado Poder podía tener como consecuencia que se neutralizara a sí misma. Sólo una nube pequeña.

—¿Algo alegre? —repitió Min—. Bueno, sé que no quieres hablar de Rand; pero, aparte de su relación con nosotras, sigue siendo el tema más importante en el mundo ahora mismo. Y el más alegre. Los Renegados mueren cuando aparece él, y las naciones hacen fila para rendirle pleitesía. Las Aes Sedai de aquí están dispuestas a apoyarlo. Lo sé, Elayne; no tienen más remedio. Vaya, pero si lo próximo será que Elaida le entregue la Torre. La Última Batalla será un paseo para él. Está venciendo, Elayne. Estamos venciendo.

La heredera del trono interrumpió el contacto con la Fuente y encorvó los hombros. Contempló fijamente el cielo, con un repentino desánimo. No era preciso poder encauzar para advertir la mano del Oscuro en lo que ocurría, y si podía alcanzar de ese modo al mundo, incluso si sólo tenía acceso a él…

—¿De veras? —dijo, aunque demasiado bajo para que Min pudiese oírla.


La casona todavía no estaba acabada, con los altos paneles de madera del gran salón de tono pálido sin pulir, pero Faile Bashere t’Aybara celebraba audiencia todas las tardes, como era lo correcto para la esposa del señor, en un enorme sillón de respaldo alto con halcones tallados, delante de una chimenea apagada que tenía una réplica exacta al otro extremo de la estancia. El sillón vacío que había a su lado, con tallas de lobos y una gran cabeza de lobo coronando el respaldo, debería haber estado ocupado por su esposo, Perrin t’Bashere Aybara, Perrin Ojos Dorados, Señor de Dos Ríos.

Naturalmente, la casona no era más que una granja grande cuyo salón apenas superaba los quince pasos —¡qué cara puso Perrin cuando ella insistió en que fuera tan grande!; todavía seguía considerándose un herrero o incluso un aprendiz de herrero— y su nombre de pila era Zarina, no Faile. Pero estas cosas carecían de importancia. Zarina era un nombre apropiado para una mujer lánguida que suspiraba trémulamente con los poemas compuestos a su sonrisa. Faile, el nombre que había elegido tras su juramento como cazadora del Cuerno de Valere, significaba halcón en la Antigua Lengua. Nadie que mirase bien su rostro, con la enérgica nariz, los altos pómulos y los oscuros ojos sesgados que centelleaban cuando estaba furiosa, dudaría que le iba mucho más. En cuanto al resto, las intenciones contaban mucho. Al igual que lo adecuado y correcto.

En ese momento sus ojos chispeaban. No tenía nada que ver con la testarudez de Perrin, y muy poco con el calor reinante, tan impropio de la estación. Aunque, a decir verdad, tener que estar moviendo un abanico de plumas de faisán para combatir el sudor que le humedecía las mejillas tampoco ayudaba a mejorar su malhumor.

A esa hora avanzada de la tarde quedaban pocas personas de la multitud que había acudido para que mediara en sus disputas. De hecho, habían ido para que Perrin diera el dictamen, pero la idea de emitir un juicio sobre asuntos de personas entre las que había crecido lo aterrorizaba. A menos que Faile se las ingeniara para acorralarlo, su marido desaparecía como un lobo en la niebla cuando llegaba la hora de la audiencia diaria. Por fortuna, a la gente no le importaba cuando los atendía lady Faile en lugar de lord Perrin. O no le importaba a casi nadie, y esos pocos eran lo bastante listos para disimularlo.

—De modo que eso es lo que queréis que dirima —manifestó en voz fría. Las dos mujeres sudorosas que estaban plantadas delante de su sillón rebulleron con inquietud, sin apartar los ojos de las tablas enceradas del suelo.

Las opulentas curvas de la cobriza Sharmad Zeffar estaban cubiertas, aunque ni mucho menos ocultas, por un vestido domani de seda con cuello alto pero apenas opaco, de color dorado pálido y gastado en el repulgo y los puños, todavía con pequeñas manchas de viaje imposibles de quitar; la seda era seda, al fin y al cabo, y rara vez se lucía allí. Las patrullas que entraban en las Montañas de la Niebla, a la caza de los supervivientes trollocs de la invasión del verano pasado, habían encontrado pocas de estas criaturas bestiales —y ningún Myrddraal, gracias a la Luz—, pero sí hallaban refugiados casi a diario: diez aquí, veinte allí, cinco en alguna otra parte. La mayoría venía del llano de Almoth, pero bastantes procedían de Tarabon y, como en el caso de Sharmad, de Arad Doman, todos huyendo de países destruidos por la anarquía además de la guerra civil. Faile no quería pensar cuántos habrían muerto en las montañas; sin calzadas o incluso senderos, la cordillera no era un territorio fácil por el que viajar ni siquiera en las mejores condiciones, y las actuales estaban lejos de serlo.

Rhea Avin no era refugiada a pesar de que llevaba puesto un vestido de estilo tarabonés de un fino tejido de lana, con los suaves pliegues grises moldeando y resaltando sus formas casi tanto como el atuendo más revelador de Sharmad. Quienes sobrevivían al largo viaje por las montañas traían consigo rumores muy inquietantes, habilidades desconocidas en Dos Ríos y manos para trabajar las tierras despobladas por los trollocs. Rhea era una mujer bonita, de rostro redondo, que había nacido a menos de cuatro kilómetros de donde ahora se alzaba la casona; llevaba el oscuro cabello peinado en una gruesa trenza que le llegaba a la cintura. En Dos Ríos, las chicas no se trenzaban el pelo hasta que el Círculo de Mujeres decía que eran lo bastante mayores para casarse, ya tuvieran quince años o treinta, aunque muy pocas llegaban a los veinte antes de poder trenzárselo. De hecho, Rhea debía de ser por lo menos cinco años mayor que Faile y llevaba sus buenos cuatro años con el cabello trenzado, pero, a juzgar por su actitud en aquel instante, habríase dicho que todavía lo llevaba suelto sobre los hombros y que acababa de darse cuenta de que lo que le había parecido una idea maravillosa en su momento en realidad era lo más estúpido que podía haber hecho. A decir verdad, Sharmad parecía incluso más avergonzada aunque le sacaba uno o dos años a Rhea; para una domani debía de ser humillante encontrarse en una situación como ésa. Faile tenía ganas de darles buenos bofetones a las dos, pero ése no era el comportamiento de una señora.

—Un hombre —continuó con el tono más impasible que consiguió adoptar— no es un caballo ni un campo. Ninguna de las dos puede poseerlo, y pedirme que decida yo cuál de vosotras tiene derecho a él… —Inhaló lentamente—. Si pensara que Wil al’Seen os ha estado engañando a las dos con falsas esperanzas, entonces tendría algo que opinar al respecto. —A Wil se le iban los ojos tras las mujeres; y los de las mujeres tras él (tenía buenas pantorrillas), pero jamás hacía promesas. Sharmad parecía deseosa de que el suelo se la tragara; las domani tenían reputación de tener a los hombres comiendo de su mano, no al contrario—. Pero, no siendo ése el caso, éste es mi dictamen: las dos os presentaréis ante la Zahorí y le explicaréis el asunto sin dejar fuera nada. Ella se encargará del asunto. Espero tener noticias de que os ha visto antes de la caída de la noche.

Las dos mujeres se encogieron. Daise Congar, la Zahorí de Campo de Emond, no toleraba esta clase de tonterías. De hecho, llegaría mucho más allá de no tolerarlo simplemente. Empero, hicieron una reverencia al tiempo que musitaban un triste «sí, milady» al unísono. Muy pronto, si no ya, lamentarían amargamente hacerle perder tiempo a Daise.

«Y a mí», pensó firmemente Faile. Todo el mundo sabía que rara vez Perrin atendía en audiencia; en caso contrario, estas mujeres jamás habrían llevado allí su absurdo «problema». Si su marido hubiese estado donde le correspondía, Rhea y Sharmad se habrían escabullido en lugar de airearlo delante de él. Faile esperaba que el calor tuviese a Daise de un humor de perros. Lástima no poder poner a Perrin en manos de la Zahorí.

Cenn Buie reemplazó a las dos mujeres casi antes de que éstas hubiesen salido arrastrando los pies. A despecho de ir apoyado pesadamente en un bastón tan nudoso como él, se las ingenió para hacer una florida reverencia que después echó a perder al pasarse los huesudos dedos entre el cabello lacio y escaso. Como siempre, daba la impresión de que hubiese dormido con la burda chaqueta marrón puesta.

—Que la Luz brille sobre vos, mi señora Faile, y sobre vuestro venerado esposo, lord Perrin. —Las grandilocuentes palabras sonaban raras con su voz rasposa—. Permitidme añadir a los del Consejo mis mejores deseos de constante felicidad. Vuestra inteligencia y belleza alegran nuestras vidas, como lo hace la justicia de vuestros dictámenes.

Faile tamborileó los dedos en el brazo del sillón sin poder evitarlo. Floridas alabanzas en lugar de sus habituales rezongos agrios. Recordándole que él formaba parte del Consejo de Pueblo de Campo de Emond y, por ende, que era un hombre con influencia, digno de respeto. Y buscando despertar compasión con ese bastón; el techador era tan ágil como cualquier hombre con la mitad de edad que él. Quería algo.

—¿Qué asunto me traéis hoy, maese Buie?

Cenn se puso erguido, olvidando apoyarse en el bastón; y olvidando no dar el habitual tono agrio a su voz.

—Se trata de todos esos forasteros que llegan en avalancha y nos traen todo tipo de cosas que no queremos aquí. —Por lo visto había olvidado que ella también era forastera; la mayor parte de Dos Ríos lo había olvidado—. Costumbres raras, milady. Ropas indecentes. Las mujeres os hablarán sobre la forma en que esas descaradas domani se visten, si es que no os lo han dicho ya. —Algunas lo habían hecho ya, en efecto, aunque un fugaz brillo en los ojos de Cenn reveló que el viejo lo sentiría si ella accedía a las demandas de las mujeres del pueblo—. Forasteros quitándonos la comida de la boca, arrebatándonos nuestros medios de vida. Ese tipo tarabonés y su absurda fabricación de baldosas y tejas, por ejemplo. Dando ocupación a peones a los que se podría poner a hacer un trabajo útil. Le importa un pimiento la buena gente de Dos Ríos. Vaya, pero si…

Faile siguió abanicándose y dejó de escucharlo aunque en apariencia le prestaba gran atención; era una habilidad que su padre le había enseñado, necesaria en momentos como ése. Por supuesto. Las tejas de maese Hornval competirían con el techado de bálago de Cenn.

No todo el mundo opinaba lo mismo que Cenn respecto a los recién llegados. Haral Luhhan, el herrero de Campo de Emond, se había asociado con un cuchillero domani y un estañador del llano de Almoth, y maese Aydaer había contratado a tres hombres y dos mujeres que sabían fabricar muebles, así como tallar y dorar madera, aunque ciertamente no había oro por allí para tal menester. Los sillones de Perrin y de ella eran obra de ellos, un trabajo fino como cualquiera de los que Faile había visto. De hecho, el propio Cenn había cogido media docena de ayudantes, y no todos eran oriundos de Dos Ríos; muchos tejados habían ardido cuando los trollocs atacaron, y se estaban levantando casas nuevas por doquier. Perrin no tenía derecho a dejarla sola para escuchar estas tonterías.

Las gentes de Dos Ríos lo habían proclamado su señor —cosa lógica después de que los hubiese conducido a la victoria sobre los trollocs— y él estaba empezando a darse cuenta de que no podía cambiarlo, algo que quedaba muy claro cuando hacían reverencias y lo llamaban lord Perrin en su cara nada más haberles dicho que no lo hicieran, pero todavía se negaba en redondo a dejarse enredar en la parte incómoda que conllevaba ser un señor, todas esas cosas que la gente esperaba de sus lores y ladis. Y, lo que era peor, rehusaba ocuparse de sus deberes como señor. Faile sabía mucho de eso al ser la hija menor de Davran t’Ghaline Bashere, señor de Bashere, Tyr y Sidona, Defensor de la Tierra Interior, mariscal de la reina Tenobia de Saldaea. Cierto, ella había escapado para convertirse en cazador del Cuerno de Valere, y posteriormente renunció a ello por un esposo, lo que a veces todavía la asombraba, pero recordaba bien esas obligaciones. Perrin la escuchaba cuando se las explicaba e incluso asentía en los momentos adecuados, pero intentar que hiciese cualquiera de estas tareas era como intentar hacer que un caballo bailara el sa’sara.

Finalmente a Cenn se le acabó su retahíla de protestas farfulladas, y sólo en el último momento se tragó el improperio que tenía en la punta de la lengua.

—Perrin y yo elegimos tejado de bálago —manifestó sosegadamente Faile y, mientras Cenn asentía con satisfacción, añadió—: Todavía no lo habéis terminado. —El viejo dio un respingo—. Al parecer os habéis hecho cargo de más tejados de los que podéis abarcar, maese Buie. Si el nuestro no está acabado pronto, me temo que tendremos que pedirle a maese Hornval que lo haga con sus tejas. —La boca de Cenn se movió sin dar voz a su protesta. Si la señora ponía tejas en la casona, otros seguirían su ejemplo—. He disfrutado con vuestra conversación, pero estoy segura de que preferiréis terminar mi tejado que perder el tiempo con charlas ociosas, por agradables que sean.

Con los labios apretados, Cenn se tornó ceñudo un instante y luego hizo una reverencia apenas esbozada. Mascullando algo ininteligible excepto un forzado «milady» al final, salió de la estancia con aire ofendido y dando golpes en el suelo con su bastón. ¡Qué cosas se inventaba la gente para hacerle perder el tiempo! Perrin cumpliría con su parte en esto aunque para ello tuviera que atarlo de pies y manos.

Las otras peticiones no fueron tan enojosas. Una mujer antaño fornida, a la que el vestido zurcido y con flores bordadas le colgaba como un saco, que venía desde Punta de Toman, más allá del llano de Almoth, deseaba dedicarse a preparar remedios y hierbas curativas. El fornido Jon Ayellan, rascándose la calva cabeza, y el delgaducho Thad Torfinn, retorciendo las solapas de la chaqueta, se disputaban los límites de sus tierras. Dos atezados domani, con largos chalecos de cuero y barbas muy recortadas, eran mineros que creían haber encontrado indicios de que hubiese oro y plata en las cercanías, cuando venían a través de las montañas; y también hierro, aunque en eso estaban menos interesados. Y, por último, una enjuta tarabonesa, que cubría su estrecho semblante bajo un velo transparente y llevaba peinado el cabello rubio con multitud de finas trenzas, que afirmaba haber sido una maestra tejedora de alfombras y que sabía cómo organizar un telar para fabricarlas.

A la mujer interesada en las hierbas Faile la mandó al Círculo de Mujeres local; si Espara Soman, que así se llamaba, conocía realmente este tema, la pondrían a cargo de alguna de las Zahoríes del pueblo. Con tanta gente nueva que llegaba para instalarse, la mayoría en malas condiciones tras el viaje, las Zahoríes de Dos Ríos contaban al menos con una o dos aprendizas, y todas estaban a la expectativa para tener más. Tal vez no era exactamente lo que Espara deseaba, pero sí como debía empezar. Unas cuantas preguntas dejaron claro que ni Thad ni Jon recordaban exactamente dónde estaban los límites de sus tierras —por lo visto llevaban discutiendo por ello desde antes de que Faile hubiera nacido— de modo que les mandó que dividieran la diferencia; cosa que, aparentemente, era lo que ambos habían pensado que decidiría el Consejo del Pueblo y la razón de que hubiesen mantenido la disputa entre ellos durante tanto tiempo sin sacarla a la luz.

A los otros les dio el permiso que pedían. En realidad no lo necesitaban, pero era mejor dejarles claro desde el principio en qué manos estaba la autoridad allí. A cambio de su consentimiento y suficiente plata para comprar suministros, Faile consiguió que los dos domani accedieran a entregar a Perrin la décima parte de lo que encontraran, así como que localizaran la veta de hierro mencionada de pasada. A Perrin no le haría gracia, pero en Dos Ríos no había impuestos, y de un señor se esperaba que hiciese y proporcionase cosas para las que hacía falta dinero. Y el hierro sería tan útil como el oro. En cuanto a Liale Mosrara, si resultaba que la tarabonesa no era tan diestra en su oficio como presumía, entonces su actividad no duraría mucho, pero en caso de que lo fuera… Tres tejedoras de paños ya aseguraban que los mercaderes encontrarían algo más que lana en bruto cuando acudiesen desde Baerlon el año próximo, y unas alfombras buenas representarían otro artículo para comerciar que reportaría más dinero para la región. Liale prometió la primera y mejor pieza que saliera de sus telares para la casona, y Faile aceptó con un elegante gesto de cabeza el regalo; la tejedora de alfombras saldría ganando, ya que cuando sus creaciones empezaran a producirse, si se producían, la casona necesitaría más puesto que los suelos había que cubrirlos. En resumen, que todos parecieron quedar razonablemente satisfechos. Incluso Jon y Thad.

Mientras la tarabonesa retrocedía hacia la puerta haciendo reverencias, Faile se puso de pie, satisfecha de haber terminado las audiencias, y entonces quedó parada cuando cuatro mujeres entraron por una de las puertas que flanqueaban la chimenea, todas ellas sudorosas y con los toscos y oscuros vestidos de lana de Dos Ríos. Daise Congar, tan alta como muchos hombres e igualmente corpulenta, sobresalía por su talla entre las otras Zahoríes y se abrió paso a codazos para situarse a la cabeza del grupo ya que estaban a las afueras de su pueblo. Edelle Gaelin, de Colina del Vigía, esbelta y con la trenza canosa, dejó claro con su gesto estirado y la postura tiesa de la espalda que pensaba que debería estar en la posición ocupada por Daise aunque sólo fuese por edad y el largo tiempo que llevaba ejerciendo el oficio. Elwinn Taron, la Zahorí de Deven Ride, la más baja, era una mujer oronda con una afable sonrisa maternal que no se borraba de su rostro ni cuando obligaba a la gente a hacer algo que no quería. La última, Milli al’Azar, de Embarcadero de Taren, cerraba la marcha; la más joven, casi lo suficiente para ser hija de Edelle, siempre parecía encontrarse insegura entre las demás.

Faile permaneció de pie, abanicándose lentamente. De verdad deseaba que Perrin ahora estuviese allí. Y mucho. Esas mujeres tenían tanta autoridad en sus pueblos como el alcalde —a veces, en ciertos aspectos, más todavía— y había que tratarlas con sumo cuidado y con el respeto y la dignidad debidos. Eso hacía difíciles las cosas. Estando con Perrin se convertían en unas muchachitas tontas, sonrientes y deseosas de agradar, pero con ella… En Dos Ríos no había habido nobles desde hacía siglos, ni se había visto siquiera un representante de la reina durante siete generaciones. Todo el mundo seguía intentando decidir cómo actuar con un señor y una señora, incluidas estas cuatro mujeres. A veces olvidaban que era lady Faile y sólo veían a una joven cuyo matrimonio había presidido Daise unos pocos meses antes. Podían estar haciendo una reverencia tras otra y repitiendo «sí, por supuesto, milady» en un momento y de repente le decían lo que debía hacer exactamente respecto a algo sin que les pareciese en absoluto incongruente.

«No vas a volver a dejar esto para mí sola, Perrin», decidió para sus adentros.

Hicieron una reverencia con mayor o menor acierto y, hablando a la vez, saludaron:

—Que la Luz os ilumine, milady.

Dejando a un lado las formalidades, Daise tomó la palabra antes de volver a estar erguida.

—Tres chicos más han huido, milady. —Su tono era un término medio entre el respeto implícito de la frase y su «ahora escúchame bien, jovencita» que utilizaba a veces—. Dav Ayellan, Ewin Finngar y Elam Dowtry. Han huido para ver mundo a causa de los relatos de lord Perrin sobre lo que hay ahí fuera.

Faile parpadeó, sorprendida. Los tres jóvenes nombrados distaban mucho de ser unos chiquillos. Dav y Elam tenían la misma edad que Perrin, y Ewin era como ella. Y los relatos de Perrin, que los contaba rara vez y a regañadientes, no eran precisamente la única fuente por la que los jóvenes de Dos Ríos se enteraban de cosas sobre el mundo exterior ahora.

—Puedo pedirle a Perrin que hable con vosotras si queréis.

Las mujeres rebulleron, Daise buscándolo expectante con la mirada, Edelle y Milli arreglándose los pliegues de las faldas de manera automática, y Elwinn echándose la coleta sobre el hombro y atusándosela en un gesto igualmente inconsciente. De repente se dieron cuenta de lo que hacían e interrumpieron sus gestos bruscamente, sin mirarse entre sí. Ni a ella. La ventaja de Faile era que sabían el efecto que su marido causaba en ellas. Cuántas veces había visto a una u otra recobrando la compostura tras mantener una reunión con Perrin mientras era obvio que juraban para sus adentros no permitir que volviera a ocurrir; cuántas veces había visto que tales resoluciones quedaban completamente olvidadas nada más verlo. Ninguna estaba segura de si prefería tratar con él o con ella.

—No será necesario —dijo Edelle al cabo de un momento—. Los chicos que huyen son un problema, pero no importante. —Su tono estaba más distante del respeto intermedio que el «milady» utilizado por Daise.

La oronda Elwinn esbozó una sonrisa que era propia de una madre hacia su joven hija.

—Ya que estamos aquí, querida, en realidad podríamos tratar otro asunto. El agua. Algunos están preocupados, ¿comprendéis?

—Hace varios meses que no ha llovido —añadió Edelle, y Daise asintió con la cabeza.

Esta vez Faile parpadeó. Eran demasiado inteligentes para creer que Perrin podía hacer algo al respecto.

—Los manantiales fluyen todavía, y Perrin ha ordenado excavar más pozos. —En realidad sólo lo había sugerido, pero había tenido igual resultado que una orden, afortunadamente—. Y, mucho antes de que llegue la época de siembra, los canales de irrigación conectados con el Bosque de las Aguas estarán terminados. —Esto último era idea de ella; la mitad de los campos de Saldaea utilizaban sistemas de irrigación, pero en Dos Ríos nadie tenía noticias de dicha práctica—. De todos modos, las lluvias han de llegar antes o después. Los canales son sólo una medida de urgencia si llega el caso.

Daise volvió a asentir, lentamente, así como Elwinn y Edelle, aunque todo aquello lo sabían tan bien como ella.

—No es la lluvia —intervino Milli—. Es decir, no exactamente. Este tiempo no es natural. Ninguna de nosotras puede Escuchar el Viento, ¿comprendéis? —Se encogió ante las miradas que las otras le asestaron. Era obvio que había hablado más de la cuenta, además de revelar secretos. Se suponía que todas las Zahoríes podían predecir el tiempo con el don de «Escuchar el Viento»; por lo menos decían que todas podían. Empero, Milli no se arredró y prosiguió obstinadamente—: ¡Es verdad que no podemos! En cambio observamos las nubes y el comportamiento de los pájaros, las hormigas, las orugas y…

Inhaló profundamente y se puso erguida, pero siguió evitando los ojos de las otras Zahoríes. Faile se preguntó cómo se las arreglaría para imponerse al Círculo de Mujeres de Embarcadero de Taren, y mucho menos al Consejo del Pueblo. Claro que sus miembros eran tan recientes en el cargo como Milli en el suyo; la localidad había perdido a toda su población al llegar los trollocs y ahora todo el mundo era nuevo allí.

—No es natural, milady —continuó Milli—. Las primeras nieves tendrían que haber caído hace semanas, pero diríase que estamos en pleno verano. ¡No estamos preocupados, milady, sino asustados! Si nadie más quiere admitirlo, yo sí. Me paso despierta casi todas las noches. Hace un mes que no duermo como es debido, y…

Dejó la frase en el aire y enrojeció al comprender que quizás había ido demasiado lejos. Se suponía que una Zahorí conservaba el control en todo momento, que no iba corriendo por ahí admitiendo que estaba asustada.

Las demás desplazaron la mirada de ella a Faile. No dijeron nada, y sus rostros se mantuvieron tan inexpresivos como los de cualquier Aes Sedai.

Ahora lo entendía Faile. Milli había dicho la pura verdad. El tiempo no era natural, sino todo lo contrario. También ella permanecía despierta a menudo, rogando para que llegaran las lluvias o, mejor aún, la nieve, procurando no pensar en lo que acechaba tras el calor y la sequía. Sin embargo, se suponía que una Zahorí debía tranquilizar a los demás, de modo que ¿a quién podía acudir cuando era ella quien necesitaba que la tranquilizaran?

Puede que estas mujeres no supieran lo que estaban haciendo, pero habían acudido al lugar indicado. Parte del pacto entre el noble y el plebeyo, arraigado en Faile desde su nacimiento, era que el primero proporcionaba seguridad y protección. Y una parte de la seguridad proporcionada era recordarle al pueblo que los malos tiempos no duraban para siempre. Si las cosas iban mal hoy, entonces mañana irían mejor, y si no mañana, entonces el día siguiente. Deseó poder tener esa certeza, pero le habían enseñado a prestar fortaleza a los que estaban a su cargo aunque a ella misma le faltase, a apaciguar sus temores, no a incrementarlos con los suyos propios.

—Perrin me habló de la gente de su comarca antes de que yo viniese aquí —comenzó. Su marido no era un hombre al que le gustase alardear, pero ciertas cosas salían a la luz por sí mismas—. Cuando el granizo arrasa vuestros cultivos, cuando el invierno acaba con la mitad de vuestros rebaños, redobláis vuestros esfuerzos y seguís adelante. Cuando los trollocs devastaron Dos Ríos, los combatisteis, y una vez que acabasteis con ellos os pusisteis a reconstruir vuestros hogares a renglón seguido. —Jamás lo habría creído de no haberlo visto con sus propios ojos, considerando que eran sureños. Estas gentes habrían encajado perfectamente en Saldaea, donde las incursiones de trollocs eran algo natural, al menos en las zonas más septentrionales—. No puedo deciros que el tiempo será mañana como debería ser, pero sí que Perrin y yo haremos lo que sea preciso, lo que esté en nuestras manos. Y no necesito recordaros que afrontaréis lo que traiga cada día, sea lo que sea, y que estaréis preparadas para hacer frente a lo que nos depare el siguiente, porque ésa es la clase de personas que engendra Dos Ríos. De esa estirpe sois.

Verdaderamente eran inteligentes. Si no habían admitido para sus adentros a qué habían ido, ahora tendrían que hacerlo. De ser menos inteligentes, se habrían dado por ofendidas. Pero, aunque antes se hubiesen dicho a sí mismas exactamente lo mismo, las palabras tenían el efecto apetecido cuando provenían de otra persona. Naturalmente, tal cosa conllevaba cierta sensación de empacho. Se produjo la correspondiente reacción de aturdimiento y rostros rojos como la grana mientras sus expresiones hacían patente su deseo de encontrarse en cualquier otra parte.

—Bueno, sí —dijo Daise. Se puso en jarras y miró de hito en hito a las otras Zahoríes, como retándolas a que le llevaran la contraria—. Son exactamente mis mismas palabras, ¿no es verdad? La muchacha habla con sentido común. Es lo que dije desde el primer momento en que puso los pies aquí. Esa chica tiene la cabeza bien puesta sobre los hombros, eso es lo que dije.

—¿Alguien ha dicho lo contrario, Daise? —replicó, envarada, Edelle—. Yo no lo he oído. Lo hace muy bien. —Luego se volvió hacia Faile y añadió—: Lo hacéis estupendamente.

—Gracias, lady Faile —intervino Milli al tiempo que hacía una reverencia—. Les he dicho lo mismo a cincuenta personas, pero viniendo de vos, parece que…

Un sonoro carraspeo de Daise la hizo enmudecer; aquello era hablar más de la cuenta, y Milli se puso más colorada.

—Es una prenda bien confeccionada, milady. —Elwinn se inclinó para tocar con el dedo la estrecha falda pantalón que Faile prefería vestir—. Pero hay una costurera tarabonesa en Deven Ride que podría hacéroslas mejores. Si no os molesta que lo diga. Mantuve una charla con ella y ahora sólo confecciona prendas decentes, excepto para las mujeres casadas. —Aquella sonrisa maternal asomó de nuevo a sus labios, tolerante y férrea a la par—. O si están cortejando. Hace cosas preciosas. Vaya, estaría encantada de trabajar para vos con vuestra tez y vuestra figura.

Daise empezó a sonreír con aire de suficiencia antes de que la otra mujer hubiese terminado de hablar.

—Therille Marza, aquí, en Campo de Emond, ya ha confeccionado media docena de vestidos para lady Faile. Y uno de fiesta precioso.

Elwinn se puso más erguida, Edelle frunció los labios e incluso Milli adoptó una expresión pensativa.

En lo que a Faile concernía, la audiencia había terminado. La modista domani necesitaba mano dura y continua vigilancia para que no la vistiera como si estuviera en la corte de Ebou Dar. Lo del vestido de fiesta había sido idea de Daise y la había pillado desprevenida; aunque tuviese más estilo saldaenino que domani, Faile no sabía dónde iba a poder lucirlo. Tendría que pasar mucho tiempo antes de que en Dos Ríos se celebraran bailes o recitales. Si no lo cortaba a tiempo, las Zahoríes estarían compitiendo a no tardar para ver cuál pueblo la vestía.

Les ofreció té al tiempo que hacía el comentario, aparentemente casual, de que podían discutir cómo animar a la gente respecto al tiempo. Fue como poner el dedo en la llaga después de lo ocurrido en los últimos minutos, y, quitándose la palabra de la boca, todas adujeron obligaciones pendientes que les impedían quedarse.

Las vio salir, pensativa, con Milli cerrando la marcha como era habitual, cual una niña prendida de las faldas de sus hermanas mayores. A lo mejor tenía ocasión de intercambiar unas palabras en privado con algunas de las componentes del Círculo de Mujeres, en Embarcadero de Taren. Todos los pueblos necesitaban un alcalde y una Zahorí de carácter fuerte para que defendieran los intereses de sus convecinos. Sí, unas cuantas palabras medidas y discretas. Cuando Perrin descubrió que había sostenido una conversación con los hombres de Embarcadero de Taren antes de la elección del alcalde —si un hombre tenía buen caletre y cualidades en su opinión y en la de su marido, ¿por qué no podían saber los hombres que iban a votar que dicha persona contaba con el apoyo de los dos?—, cuando lo descubrió… Era un hombre afable, que no se enfurecía fácilmente, pero sólo para estar segura se había atrincherado en el dormitorio de matrimonio hasta que se calmó. Cosa que no ocurrió hasta que le prometió no «entrometerse» otra vez en ninguna elección de alcalde, tanto a las claras como a su espalda. Eso último fue muy injusto por su parte. Y también muy inoportuno. Sin embargo, no mencionó nada sobre las votaciones del Círculo de Mujeres. En fin, lo que no supiera no le haría daño; y sí mucho bien a Embarcadero de Taren.

Pensar en él le recordó la promesa que se había hecho a sí misma. El abanico de plumas se agitó con más rapidez. A pesar de todas las tonterías, aquél no había sido un día de los peores, ni siquiera el peor con la Zahoríes —no habían surgido preguntas sobre cuándo podría esperar lord Perrin un heredero, ¡por la Luz bendita!—, pero quizás el implacable calor había dirigido su irritación hacia el asunto adecuado. O Perrin cumplía con su deber o…

Un trueno retumbó sobre la casona y el relámpago iluminó las ventanas. La esperanza alentó dentro de Faile. Si las lluvias llegaban…

Corrió sin hacer ruido, gracias a las suaves zapatillas, en busca de Perrin. Quería compartir la lluvia con él; pero aún se proponía tener unas cuantas palabras con su marido, o más de unas cuantas si era necesario.

Lo encontró donde esperaba, en el tercer piso, en el porche techado que remataba la fachada: un hombre de pelo rizado, de hombros y brazos fornidos, vestido con una sencilla chaqueta marrón. Con la ancha espalda hacia ella, estaba apoyado en una de las columnas del porche, mirando hacia el suelo, a un lado de la casona, no hacia el cielo. Faile se paró en la puerta.

El trueno retumbó de nuevo y el rutilante relámpago azulado surcó el firmamento. Un firmamento completamente despejado. No era un heraldo de lluvia. No habría lluvia que pusiera fin al calor ni llegaría nieve a continuación. El sudor le perlaba la frente, pero la joven se estremeció.

—¿Ha terminado la audiencia? —preguntó Perrin, y ella dio un brinco, sobresaltada. No había girado la cabeza. A veces era difícil recordar lo aguzado que tenía el oído. O el sentido del olfato; confiaba en que fuese su perfume y no el sudor lo que había percibido.

—Pensé que a lo mejor te encontraba con Gwil o Hal.

Ése era uno de sus peores defectos; mientras que ella intentaba instruir sirvientes, para él eran hombres con los que reír y tomar una jarra de cerveza. Al menos no era mujeriego, como ocurría con muchos hombres. En ningún momento se percató de que Cali Coplin había entrado al servicio de la casona porque esperaba hacer algo más por lord Perrin que asear su cuarto y hacerle la cama. Ni siquiera se había dado cuenta cuando Faile echó a Cali persiguiéndola con un palo.

Al acercarse a él vio lo que estaba observando. Dos hombres, desnudos de cintura para arriba, practicaban con espadas de madera allá abajo. Tam al’Thor era un hombre robusto, canoso, y Aram, más esbelto y joven. Aram aprendía deprisa. Muy deprisa. Tam había sido soldado y maestro de esgrima, pero Aram lo estaba poniendo en apuros.

Automáticamente, los ojos de Faile fueron hacia el puñado de tiendas levantadas en un campo cercado que había a poco más de medio kilómetro, en dirección al Bosque del Oeste. El resto de los gitanos estaban acampados en medio de carromatos a medio terminar, semejantes a pequeñas casas sobre ruedas. Ni que decir tiene que ya no reconocían a Aram como a uno de los suyos; no desde que había empuñado esa espada. Los Tuatha’an jamás hacían uso de la violencia, por ningún motivo. Faile se preguntó si partirían como tenían planeado, cuando hubiesen reemplazado los carromatos que los trollocs habían incendiado. Después de agrupar a todos los que se habían escondido en la espesura, su número apenas superaba el centenar. Seguramente se marcharían, dejando atrás a Aram, por propia elección del joven. Que ella supiera, ningún Tuatha’an se había instalado en un lugar fijo nunca.

Claro que la gente de Dos Ríos solía decir que allí no cambiaba nunca nada y, sin embargo, los cambios habían sido muchos desde el ataque de los trollocs. Campo de Emond, a sólo cien pasos al sur de la casona, era más grande que la primera vez que lo vio, ahora reconstruidas todas las casas incendiadas y otras nuevas levantándose. Algunas de ladrillos, otra novedad. Y algunas techadas con tejas. Al paso que se construían nuevas viviendas, la casona se encontraría pronto dentro del pueblo. Se hablaba sobre una muralla, por si acaso regresaban los trollocs. Cambios. Un puñado de niños seguía al altísimo Loial por una de las calles de la población. Sólo unos pocos meses atrás, la apariencia del Ogier, con sus orejas copetudas, su nariz casi tan ancha como su rostro, y un metro más alto que cualquier hombre habría atraído a todos los chiquillos que lo miraban maravillados, habría hecho que sus madres acudieran aterradas para ponerlos a salvo. Ahora esas mismas madres mandaban a sus hijos con Loial para que les leyese relatos. Los forasteros, con sus raros atuendos, caminaban mezclados entre los oriundos del lugar, resaltando casi tanto como Loial, pero no llamaban la atención de nadie, como tampoco los tres Aiel que había en el pueblo, una gente extraña, alta, con ropas pardas y grises. Hasta hacía muy pocas semanas, había habido también dos Aes Sedai allí, e incluso ellas no recibieron más que reverencias respetuosas e inclinaciones de cabezas. Cambios. Los dos astiles de banderas, en el Prado próximo al manantial, se divisaban por encima de los tejados. En uno de ellos ondeaba la cabeza de lobo rojo que se había convertido en la enseña de Perrin, y en el otro el águila carmesí que representaba a Manetheren. Manetheren había desaparecido en la Guerra de los Trollocs, unos dos mil años atrás, pero esta tierra había formado parte de ella, y Dos Ríos enarboló ese estandarte casi por aclamación. Cambios, y no tenían ni idea de su enorme alcance ni de lo inexorables que eran. Perrin los conduciría a salvo a través de lo que quiera que viniese a continuación. Lo haría, sí, con su ayuda.

—Solía cazar conejos con Gwil —dijo Perrin—. Sólo tiene unos pocos años más que yo y a veces me llevaba de caza con él.

Faile tardó unos instantes en recordar de qué hablaban.

—Gwil está intentando aprender a ser un lacayo, y no lo ayudas cuando lo invitas a fumar una pipa contigo en los establos mientras habláis de caballos. —Inhaló lenta y profundamente. Esto no iba a ser fácil—. Tienes un deber con esta gente, Perrin. Por duro que sea, por mucho que te incomode hacerlo, tienes que cumplir con tu obligación.

—Lo sé —repuso suavemente él—. Lo siento tirando de mí.

Su voz sonaba tan extraña que Faile alzó la mano para agarrarlo de la corta barba y hacer que girara la cabeza hacia ella. Sus ojos dorados, tan raros y misteriosos como siempre, denotaban tristeza.

—¿A qué te refieres? No digo que no sientas afecto por Gwil, pero…

—Hablo de Rand, Faile. Me necesita.

El nudo que notaba en el estómago y que había intentado negar que existiera se tornó más tenso y angustioso. Se había convencido a sí misma de que ese peligro había desaparecido con la marcha de las Aes Sedai. Una estupidez por su parte. Estaba casada con un ta’veren, un hombre destinado a torcer el curso de otras vidas atrayéndolas hacia él del modo requerido por el Entramado, y había crecido con otros dos ta’veren, uno de ellos el mismísimo Dragón Renacido. Era una parte de su marido que ella tenía que compartir; no le gustaba compartir ni un cabello de él, pero las cosas eran como eran.

—¿Y qué piensas hacer? —inquirió.

—Ir con él. —Su mirada se desvió un instante, y los ojos de ella fueron en la misma dirección. Contra la pared estaban recostados un pesado martillo de herrero y un hacha con la hoja en forma de media luna y el mango de más de tres palmos de longitud—. No sabía cómo… —Su voz era apenas un susurro—. No encontraba el modo de decírtelo. Me voy esta noche, cuando todos se hayan dormido. Creo que no queda mucho tiempo y puede ser un viaje largo. Maese al’Thor y maese Cauthon te ayudarán con los alcaldes, si es que lo necesitas. Hablé con ellos. —Procuró dar un tono más ligero a su voz, pero fue un rotundo fracaso—. De todos modos, no deberías tener ningún problema con las Zahoríes. Qué curioso; cuando era pequeño las Zahoríes me parecían siempre aterradoras, y en realidad no plantean dificultades siempre y cuando uno se muestre firme.

Faile apretó los labios. Así que había hablado con Tam al’Thor y con Abel Cauthon, ¿no? Pero con ella no, ¿verdad? ¿Y qué sabía él de las Zahoríes? Le habría gustado que estuviese en su pellejo un día, y entonces vería lo fáciles que eran de tratar las Zahoríes.

—No podemos marcharnos tan pronto. Me llevará un tiempo organizar el séquito adecuado —manifestó.

—¿Marcharnos? —Perrin estrechó los ojos—. ¡Tú no vienes! ¡Será…! —Carraspeó y prosiguió en un tono más suave—: Será mejor que uno de nosotros se quede aquí. Si el señor se marcha, la señora debe quedarse para ocuparse de los asuntos. Es de sentido común. Hay que ocuparse de los refugiados que siguen llegando a diario, y solucionar las disputas que surgen de continuo. Si tú también te vas, será peor que cuando había trollocs por los alrededores.

¿De verdad creía que no se daría cuenta de su torpe rectificación? Había estado a punto de decir que sería peligroso. ¿Y cómo era posible que su deseo de alejarla del peligro la hiciera sentir siempre una agradable calidez interior y al mismo tiempo ponerla tan furiosa?

—Haremos lo que consideres que es mejor —contestó afablemente, y él parpadeó con desconfianza, se rascó la barba y luego asintió.

Ahora sólo quedaba hacerle ver lo que era mejor realmente. Al menos no había dicho de manera tajante que no podía ir, porque, cuando se plantaba, tenía tantas posibilidades de hacerlo cambiar de opinión como de mover de sitio un granero con sus manos; sin embargo, si tenía cuidado podía evitar que se cerrara en banda. Casi siempre.

De repente lo abrazó y enterró el rostro en su ancho pecho. Las fuertes manos de él le acariciaron suavemente el cabello; probablemente creía que estaba preocupada por su marcha. Bueno, por supuesto que lo estaba en cierto sentido, pero no porque se marchase sin ella. Todavía no se había dado cuenta de lo que significaba tener una esposa saldaenina. Les había ido todo tan bien estando lejos de Rand al’Thor… ¿Por qué el Dragón Renacido necesitaba a Perrin ahora, con tanta intensidad que su marido lo notaba a través de las muchas leguas que hubiese entre ambos? ¿Por qué quedaba tan poco tiempo? ¿Por qué? La camisa de Perrin se pegaba a su sudoroso torso, y el calor antinatural provocaba que más gotas de sudor resbalaran por la cara de Faile, pero a pesar de ello la joven tuvo un escalofrío.


Con una mano apoyada en la empuñadura de la espada y haciendo saltar sobre la otra palma una piedrecilla, Gawyn Trakand recorrió de nuevo las filas de sus hombres mientras comprobaba sus posiciones alrededor de la colina coronada por árboles. Un seco y abrasador viento que arrastraba polvo a través de las onduladas y marchitas praderas agitó la sencilla capa de color verde que colgaba a su espalda. No se veía nada aparte de hierba seca, alguno que otro soto y parches dispersos de arbustos agostados. Había un frente demasiado amplio que cubrir con los hombres de que disponía si se producía un combate allí. Los había situado en grupos de cinco espadachines a pie, con los arqueros cincuenta pasos más atrás, en la colina. Otros cincuenta hombres aguardaban con lanzas y caballos, cerca del campamento de la cumbre, a que los llamaran si su intervención era necesaria. Gawyn confiaba en que ese día no lo fuera.

Al principio no eran muchos los Cachorros, pero su reputación sirvió para que hubiese nuevos reclutamientos. El aumento de soldados sería útil; a los reclutas no se les permitía salir de Tar Valon hasta que su preparación era satisfactoria y tenían el nivel exigido. No es que Gawyn esperara que aquel día hubiese más posibilidades de luchar que cualquier otro; pero había aprendido por experiencia que a menudo el conflicto estallaba cuando menos se esperaba. Sólo las Aes Sedai esperarían hasta el último momento para decirle a un hombre algo como lo que iba a ocurrir ese mismo día.

—¿Todo va bien? —preguntó al tiempo que se detenía junto a un grupo de espadachines. A despecho del calor, algunos llevaban la capa verde, de manera que se veía el emblema de Gawyn, un jabalí blanco cargando, bordado en la pechera.

Jisao Hamora era el más joven y su sonrisa seguía siendo la de un muchacho, pero también era uno de los cinco que lucía la pequeña torre plateada en el cuello que los señalaba como veteranos en el combate de la Torre Blanca.

—Perfectamente, milord —respondió.

El grupo llevaba el nombre de los Cachorros con razón. El propio Gawyn, con poco más de veinte años, se contaba entre los mayores. Era una norma no aceptar a nadie que hubiese servido en algún ejército o defendido los colores de ningún lord o lady, ni siquiera que hubiese trabajado como guardia de mercaderes. Los primeros Cachorros habían entrado en la Torre como muchachos y jóvenes a los que adiestraban los Guardianes, los mejores espadachines, los mejores guerreros del mundo, y mantenían una parte al menos de esa tradición, aunque los Guardianes ya no los entrenaban. La juventud no era óbice. Habían celebrado una pequeña ceremonia hacía sólo una semana debido a la primera barba que Benji Dalfor se había afeitado que no era simplemente pelusilla; sin embargo, el muchacho tenía una cicatriz en la mejilla, un recuerdo indeleble del combate en la Torre. Las Aes Sedai habían estado demasiado ocupadas en los días posteriores a la deposición de Siuan Sanche como Amyrlin para practicar la Curación. Posiblemente Siuan seguiría siendo Amyrlin de no ser por la intervención de los Cachorros, que se habían enfrentado a sus instructores y los habían vencido en el recinto de la Torre.

—¿Sirve esto para algo, milord? —preguntó Hal Moir. Era dos años mayor que Jisao y, como otros muchos que no llevaban la torre de plata, lamentaba no haber estado allí. Ya aprendería—. No hay atisbo de los Aiel.

—¿Eso crees? —Sin hacer un solo gesto que sirviera de advertencia, Gawyn arrojó la piedra que tenía en la mano con toda la fuerza que pudo contra el único arbusto, un raquítico matorral, que estaba lo bastante cerca para que llegara el tiro. El susurro de las hojas fue lo único que se oyó, pero el matojo se sacudió un poco más de lo normal, como si una persona, escondida en él de algún modo, hubiese recibido el impacto. Las exclamaciones se alzaron entre los soldados nuevos; Jisao sólo bajó la espada.

»Un Aiel, Hal, puede esconderse en un pliegue del terreno en el que tú ni siquiera tropezarías. —No es que Gawyn supiera más sobre los Aiel de lo que se decía en los libros, pero sí que había leído todos los volúmenes que había encontrado en la biblioteca de la Torre en los que aparecían las experiencias de cualquier hombre que hubiese luchado contra ellos, de cualquier soldado que parecía saber de lo que estaba hablando. Uno tenía que prepararse para el futuro, y al parecer el futuro del mundo era la guerra—. Pero si la Luz quiere, hoy no habrá lucha.

—¡Milord! —llegó una llamada desde lo alto de la colina, cuando el vigía avistó lo que él acababa de divisar: tres mujeres saliendo de un pequeño soto situado a unos cuantos cientos de pasos, al oeste, y que se dirigían hacia ellos. Al oeste; sorprendente. Claro que a los Aiel les gustaban las sorpresas.

Había leído que las Aiel combatían al lado de los hombres, pero estas mujeres no podrían luchar con aquellas oscuras y amplias faldas y blusas blancas. Llevaban chales echados sobre los brazos a pesar del calor. Por otro lado, ¿cómo habían llegado a ese soto sin ser vistas?

—Mantened los ojos bien abiertos, y no en ellas —advirtió, y a continuación desobedeció su propia orden al observar con interés a las tres Sabias: las emisarias de los Aiel Shaido, porque allí fuera sólo podían ser eso.

Se aproximaron con paso majestuoso, no como si se dirigieran hacia un grupo numeroso de hombres armados. Tenían el cabello largo, hasta la cintura —Gawyn había leído que los Aiel lo llevaban corto— y sujeto con un pañuelo doblado y ceñido a las sienes. Lucían tantos brazaletes y collares de oro, plata y marfil que el brillo tendría que haber delatado su presencia a más de un kilómetro.

Muy erguidas y con una expresión orgullosa en el rostro, las tres mujeres pasaron ante los espadachines sin apenas dedicarles un vistazo y empezaron a subir la colina. Su líder era una mujer de cabello rubio que llevaba la amplia blusa con las cintas desatadas lo suficiente para dejar a la vista gran parte del moreno escote. Las otras dos tenían el pelo canoso y los rostros curtidos como cuero; la primera debía de tener menos de la mitad de años que las otras.

—No me importaría pedirle un baile a ésa —dijo con admiración uno de los Cachorros cuando las mujeres dejaron atrás su posición. Era como poco diez años más joven que la mujer rubia.

—Yo en tu lugar no lo haría, Arwin —espetó secamente Gawyn—. Podría interpretar mal tu invitación. —Había leído que los Aiel denominaban «la danza» a la batalla—. Además, se tomaría tu hígado para cenar. —Había columbrado fugazmente sus verdes ojos, y jamás había visto una expresión tan dura.

Siguió con la mirada a las Sabias hasta que subieron a la zona de la colina donde media docena de Aes Sedai esperaban con sus Guardianes. Las que tenían Guardianes, se entiende, porque dos de ellas eran del Ajah Rojo, y las hermanas Rojas no los tenían. Cuando las mujeres desaparecieron en una de las altas y blancas tiendas y los Guardianes tomaron posiciones alrededor para montar guardia, Gawyn reanudó su recorrido por las filas en torno a la colina.

Los Cachorros estaban alerta desde que se había corrido la voz de la llegada de las Aiel, cosa que no le gustó. Tendrían que haber estado alerta antes. Hasta la mayoría de los que no llevaban la torre plateada había visto combatir en los alrededores de Tar Valon. Elmon Valda, capitán al mando de los Capas Blancas, había desplazado a casi todos sus hombres hacia el oeste hacía más de un mes, pero el puñado que dejó en la plaza había intentado mantener unidos a los bandidos y bravucones que Valda había reunido. Los Cachorros los habían dispersado; Gawyn hubiera querido creer que también habían echado a Valda de allí —por supuesto, la Torre había mantenido a sus propios soldados lejos de las escaramuzas, a pesar de que la única razón de los Capas Blancas para estar allí había sido ver qué perjuicios podían causar a la Torre—, pero sospechaba que Valda tenía sus propios motivos. Probablemente órdenes de Pedron Niall, y Gawyn habría dado cualquier cosa por saber cuáles eran. ¡Luz, cómo detestaba ignorar algo! Era como caminar a trompicones en medio de la oscuridad.

Tuvo que admitir que la verdad era que estaba irritado. No sólo por lo de los Aiel, sino porque no le hubiesen hablado de esa reunión hasta aquella mañana. Tampoco le habían dicho adónde iban hasta que Coiren Sedai, la hermana Gris que estaba al mando de las Aes Sedai, hizo un aparte con él. Elaida había mantenido una actitud reservada y autoritaria cuando era consejera de su madre en Caemlyn, pero desde que había ascendido a la Sede Amyrlin su modo de actuar hacía que la Elaida de antaño pareciera franca y afable en comparación. Sin duda había hecho hincapié en que fuera él quien estuviera al mando de esta escolta tanto para alejarlo de Tar Valon como por cualquier otra razón.

Los Cachorros se habían puesto de su lado durante la lucha —la anterior Amyrlin había sido despojada de la Vara y la Estola por la Antecámara, de modo que el intento de liberarla había sido un acto contra la ley, pura y simplemente— pero Gawyn ya albergaba sus dudas sobre todas las Aes Sedai mucho antes de oír la lectura de los cargos contra Siuan Sanche. Que ejercían influencia y que hacían bailar a los tronos al son que tocaban era algo que se decía tan a menudo que apenas le había prestado atención, pero entonces vio utilizar esas influencias. Al menos, los efectos, y su hermana Elayne era de las que bailaban a su son y desaparecía de su vista, y, para los efectos, como si hubiese muerto. Ella y otra joven. Había luchado para encarcelar a Siuan y después cambió de parecer y la dejó escapar. Si Elaida llegaba a descubrirlo, ni siquiera el hecho de que su madre fuese una reina le salvaría la vida.

A pesar de todo, Gawyn decidió quedarse porque su madre siempre había apoyado a la Torre y porque su hermana quería ser Aes Sedai. Y porque también quería serlo otra mujer. Egwene al’Vere. No tenía derecho a pensar siquiera en ella, pero abandonar la Torre sería como abandonarla a ella. Por razones tan fútiles un hombre tomaba decisiones que marcaban su destino. Mas saber que eran fútiles no las cambiaba.

Observó con gesto ceñudo las secas praderas barridas por el viento mientras caminaba de una posición a la siguiente. Bien, allí estaba, confiando en que los Aiel no decidiesen atacar a pesar de lo que quiera que fuera lo que las Sabias Shaido estaban hablando con Coiren y las otras, o justamente debido a ello. Sospechaba que había suficientes ahí fuera para superarlos aun con la intervención de las Aes Sedai. Iban de camino a Cairhien y no sabía qué pensar al respecto. Coiren le había hecho jurar que mantendría en secreto su misión e incluso así parecía asustada de lo que estaba diciendo. Y con toda razón. Siempre era mejor examinar con cuidado lo que decía una Aes Sedai, puesto que aun cuando no podían mentir sí podían tergiversar la verdad dándole más vueltas que a una peonza; con todo, no encontró significados ocultos a sus palabras. Las seis Aes Sedai iban a pedir al Dragón Renacido que las acompañase a la Torre, con los Cachorros, al mando del hijo de la reina de Andor, como escolta de honor. Sólo podía haber una razón para hacer esto, una que obviamente impresionaba lo bastante a Coiren para insinuarla solamente. También le impresionaba a él. Elaida se proponía anunciar al mundo que la Torre Blanca apoyaba al Dragón Renacido.

Resultaba casi increíble. Elaida había sido Roja antes de ascender a Amyrlin, y las Rojas detestaban la mera idea de que un hombre encauzase; no tenían buena opinión de los hombres en general, a decir verdad. Empero, la caída de la antaño invencible Ciudadela de Tear, tal como anunciaba la profecía, demostraba que Rand al’Thor era el Dragón Renacido, e incluso Elaida afirmaba que la Última Batalla se aproximaba. A Gawyn le costaba identificar al joven y amedrentado campesino, que había ido a parar al Palacio Real de Caemlyn, con el hombre descrito por los rumores que llegaban por el río Erinin hasta Tar Valon. Se decía que había hecho ahorcar a Grandes Señores tearianos y que permitió a los Aiel saquear la Ciudadela. Ciertamente había conducido a los Aiel a través de la Columna Vertebral del Mundo, cosa que ocurría sólo por segunda vez desde el Desmembramiento, para causar estragos en Cairhien. Tal vez era a causa de la locura. A Gawyn le había caído muy bien Rand al’Thor y lamentaba que se hubiese convertido en lo que era.

Para cuando volvió a la posición del grupo de Jisao, se divisaba a alguien más viniendo por el oeste: un buhonero tocado con un sombrero flexible que llevaba una mula de carga. Se dirigía directamente hacia la colina; los había visto.

Jisao rebulló y luego volvió a quedarse inmóvil cuando Gawyn le tocó el brazo. Gawyn sabía lo que el joven estaba pensando; pero, si los Aiel decidían matar a ese tipo, no había nada que ellos pudiesen hacer para impedirlo. A Coiren no le haría ninguna gracia que iniciase una batalla con la gente con la que estaba conversando.

El buhonero siguió caminando despacio, despreocupadamente, justo al lado del arbusto al que Gawyn había lanzado la piedra. La mula se puso a triscar desganadamente la marchita hierba mientras el hombre se quitaba el sombrero, esbozaba una reverencia que abarcaba a todos y empezaba a enjugarse el sudor del rostro con un mugriento pañuelo de cuello.

—Que la Luz os ilumine, mis señores. Vais bien preparados para viajar en estos tiempos peligrosos que corren, como cualquiera puede ver, pero si hay alguna cosilla que necesitáis lo más probable es que el viejo Mil Tesen la lleve en sus fardos. No encontraréis precios mejores en quince kilómetros a la redonda.

Gawyn dudaba que hubiese siquiera una granja en un radio de quince kilómetros.

—Unos tiempos peligrosos ciertamente, maese Tesen. ¿No tenéis miedo de los Aiel?

—¿Los Aiel, milord? Están todos en Cairhien. El viejo Mil huele a los Aiel, ya lo creo. En verdad le gustaría que hubiese algunos aquí. Se hacen buenos negocios con ellos. Tienen montones de oro. De Cairhien. Y no molestan a los buhoneros. Todo el mundo sabe eso.

Gawyn se abstuvo de preguntar por qué, si con los Aiel en Cairhien se hacían tan buenos negocios, el hombre no se dirigía hacia el sur.

—¿Qué nuevas hay del mundo, maese Tesen? Venimos del norte y vos quizá sepáis cosas que todavía no nos han llegado allí.

—Oh, grandes acontecimiento en el sur, milord. Supongo que estaréis enterados de lo de Cairhien, ¿no? Lo del fulano que se llama a sí mismo Dragón y todo lo demás. —Gawyn asintió y el hombre continuó—. Bueno, pues ahora ha tomado Andor. O gran parte, en cualquier caso. La reina ha muerto. Hay quien dice que se apoderará de todo el mundo antes de… —El hombre enmudeció y soltó un ahogado chillido antes de que Gawyn cayera en la cuenta de que había agarrado al tipo por las solapas.

—¿Que la reina Morgase ha muerto? ¡Hablad, hombre! ¡Deprisa!

Tasen giró los ojos buscando ayuda, pero habló, y rápidamente:

—Es lo que se cuenta, milord. El viejo Mil no lo sabe de seguro, pero creo que es verdad. Todo el mundo lo dice, milord. Todos dicen que lo hizo el Dragón. ¡Cuidado con el cuello del viejo Mil, milord! ¡Milord!

Gawyn retiró las manos como si se hubiese quemado. Se sentía como si estuviera ardiendo por dentro. Era otro cuello el que habría querido tener entre sus manos.

—La heredera del trono. —Su voz le sonaba lejana—. ¿Se sabe algo de ella, de Elayne?

Tesen reculó un par de pasos tan pronto como el joven lo soltó.

—No que el viejo Mil sepa, milord. Algunos dicen que también ha muerto, que él la mató, pero el viejo Mil no lo sabe de seguro.

Gawyn asintió lentamente; aunque tenía la impresión de estar emergiendo del fondo de un pozo. «Derramar mi sangre antes que se derrame la suya. Dar mi vida para salvar la de ella».

—Gracias, maese Tesen. Yo… —«Derramar mi sangre antes que se derrame la suya». Era el antiguo juramento que había prestado cuando apenas era lo bastante alto para asomarse a la cuna de Elayne—. Podéis comerciar con… Alguno de mis hombres quizá necesite… —Gareth Bryne había tenido que explicarle lo que significaba, pero incluso entonces supo que debía cumplir el juramento aunque fracasara en todo lo demás. Jisao y los otros lo observaban preocupados—. Ocúpate del buhonero —ordenó secamente a Jisao y giró sobre sus talones.

Su madre muerta; y Elayne. Sólo un rumor, pero los rumores en boca de todos a veces acababan siendo verdad. Subió unos cuantos pasos hacia el campamento de las Aes Sedai antes de darse cuenta de lo que hacía. Le dolían las manos. Tuvo que mirárselas para advertir que las tenía agarrotadas por la fuerza con que aferraba la empuñadura de la espada y hubo de hacer un esfuerzo ímprobo para aflojarlas. Coiren y las otras se proponían llevar a Rand al’Thor a Tar Valon, pero si su madre estaba muerta… Y Elayne. ¡Si estaban muertas, ya se vería si el Dragón Renacido podía vivir con una espada atravesándole el corazón!


Katerine Alruddin se incorporó de los cojines en los que había estado sentada con las otras mujeres en la tienda mientras se ajustaba el chal rematado con flecos rojos. Casi resopló con desprecio cuando Coiren, oronda y pomposa, manifestó:

—Como se ha acordado, así será.

Esto era una reunión con salvajes, no la conclusión de un tratado entre la Torre y un dirigente. Las Aiel no denotaron reacción alguna; sus rostros continuaron tan inexpresivos como cuando habían llegado. Ello resultaba un tanto sorprendente; reyes y reinas delataban sus más recónditos sentimientos cuando se hallaban ante dos o tres Aes Sedai, cuanto más frente a una docena. En consecuencia, unas salvajes ignorantes tendrían que estar temblando visiblemente a estas alturas. Quizás era por eso por lo que apenas había habido reacción. Su cabecilla, cuyo nombre era Sevanna, seguido por algunas tonterías sobre «septiares» y «Aiel Shaido» y «sabia», dijo:

—Está acordado siempre y cuando vea su rostro. —Tenía un gesto avinagrado en la boca, y llevaba la blusa desatada para atraer la mirada de los hombres; el que los Aiel eligieran a alguien como ella de líder demostraba lo primitivos que eran—. Quiero verlo y que él me vea cuando esté derrotado. Sólo así vuestra Torre Blanca está aliada con los Shaido.

El atisbo de ansiedad en su voz hizo que Katerine reprimiera una sonrisa. ¿Sabia? La tal Sevanna era realmente una necia. La Torre Blanca no tenía aliados; estaban los que servían a sus fines de manera voluntaria y los que lo hacían a la fuerza, nada más.

Una leve tirantez en las comisuras de los labios de Coiren delataba su irritación. La Gris era una buena negociadora, pero le gustaba que las cosas se hiciesen así, paso a paso, tal como se había planeado.

—Sin duda vuestros servicios merecen lo que pedís.

Una de las Aiel de cabellos grises, una tal Tarva o algo así, estrechó los ojos, pero Sevanna asintió entendiendo con esa frase exactamente lo que Coiren quería que entendiese.

Coiren salió para acompañar a las Aiel hasta el pie de la colina, junto con Erian, una Verde, y Nesune, una Marrón, así como los cinco Guardianes que tenían entre las tres. Katerine llegó hasta el borde de los árboles para observar. A su llegada, a las Aiel se les había permitido subir solas, como las suplicantes que eran, pero ahora se les concedía el honor de hacerles creer que realmente eran amigas y aliadas. Katerine se preguntó si serían lo suficientemente civilizadas para advertir tales sutilezas.

Gawyn estaba allí abajo, sentado en una roca, con la mirada fija en las praderas. ¿Qué pensaría el joven si se enterara de que él y sus chicos habían sido enviados allí sólo para alejarlos de Tar Valon? Ni Elaida ni la Antecámara eran partidarias de tener cerca una manada de lobeznos que se negaban a aceptar la correa. Quizá se pudiera convencer a los Shaido de que eliminaran ese problema. Elaida lo había dado a entender así. De ese modo, su muerte no tendría repercusiones contra la Torre por parte de su madre.

—Si sigues mirando al muchacho más tiempo, Katerine, empezaré a pensar que deberías ser una Verde.

Katerine sofocó el repentino chispazo de rabia e inclinó la cabeza respetuosamente.

—Sólo especulaba cuáles serían sus pensamientos, Galina Sedai.

Su trato respetuoso era el adecuado en un lugar público como aquél, y puede que incluso un poquito más. Galina Casban parecía más joven que la verdadera edad de Katerine a pesar de tener el doble de años que ella, y desde hacía dieciocho la mujer de rostro redondo había sido la cabeza del Ajah Rojo. Algo que, naturalmente, no se sabía fuera del propio Ajah; este tipo de cosas sólo les incumbía a ellas. Ni siquiera era una de las Asentadas de las Rojas en la Antecámara de la Torre; Katerine sospechaba que las superioras de la mayoría de los otros Ajahs sí lo eran. Elaida la habría nombrado líder de esta expedición en vez de a la engreída Coiren de no ser por que la propia Galina hizo notar que una hermana Roja podría despertar sospechas en Rand al’Thor. Se suponía que la Sede Amyrlin pertenecía a todos los Ajahs y a ninguno, renunciando a su anterior lealtad a uno en particular, pero si Elaida mostraba deferencia hacia alguien —lo que en realidad era discutible— esa persona era Galina.

—¿Vendrá voluntariamente, como cree Coiren? —preguntó Katerine.

—Tal vez —repuso secamente Galina—. El honor que le hace esta delegación debería bastar para que un rey llevara su trono cargado a la espalda hasta Tar Valon.

Katerine no se molestó siquiera en asentir con la cabeza.

—Esa mujer, Sevanna, lo matará si se le da ocasión —manifestó.

—Entonces, no habrá que dársela. —La voz de Galina era fría, y sus labios estaban prietos—. A la Sede Amyrlin no le gustaría que le desbarataran sus planes. Y tú y yo pasaríamos días gritando en la oscuridad antes de que muriésemos.

En un gesto reflejo, Katerine se ajustó el chal a los hombros y se estremeció. Había polvo en el aire; debería quitarse la capa clara. No sería la cólera de Elaida lo que las mataría, aunque su ira podía ser terrible. Hacía diecisiete años que Katerine era Aes Sedai, pero hasta la víspera de su partida de Tar Valon no supo que compartía con Galina algo más que el Ajah Rojo. Llevaba doce años siendo miembro del Ajah Negro, sin sospechar siquiera que Galina también pertenecía a él desde hacía mucho más tiempo. Necesariamente, por seguridad, las hermanas Negras lo mantenían en secreto incluso entre ellas. Sus contadas reuniones se llevaban a cabo con los rostros ocultos y las voces distorsionadas. Antes de Galina, Katerine sólo conocía a otras dos. Las órdenes aparecían en su almohada o en un bolsillo de su capa, escritas con una tinta preparada para que se borrara si otras manos que no fueran las suyas tocaban el papel. Tenía un lugar secreto en el que dejar los mensajes, y órdenes estrictas de no tratar de ver quién iba a recogerlos. Jamás había desobedecido ese mandato. Puede que hubiese hermanas Negras entre las que venían detrás con un día de diferencia, pero no había modo de saberlo.

—¿Por qué? —preguntó. Las órdenes de proteger al Dragón Renacido, aun cuando se lo entregaran a Elaida, no tenían sentido.

—Plantearse interrogantes es sumamente peligroso para quien juró obedecer sin preguntar.

Katerine volvió a estremecerse y se contuvo a duras penas de hacer una reverencia.

—Sí, Galina Sedai —repuso, sumisa. Con todo, no pudo menos de repetir para sus adentros: ¿por qué?


—No saben lo que es el respeto ni el honor —gruñó Therava—. Dejaron que entráramos en su campamento como si fuésemos perros sin dientes y después nos sacaron de él bajo vigilancia, como a unos sospechosos de robo.

Sevanna no miró atrás; no lo haría hasta encontrarse a salvo, de vuelta entre los árboles. Las Aes Sedai estarían observando a la espera de captar algún gesto de nerviosismo.

—Accedieron, Therava —dijo—. Por ahora, eso basta. —Por ahora. Algún día esas tierras estarían a merced de los Shaido para saquearlas. Incluida la Torre Blanca.

—Todo esto se ha planeado mal —adujo la tercera mujer con voz tensa—. Las Sabias eluden a las Aes Sedai; siempre ha sido así. Quizás a ti te parezca bien, Sevanna, ya que siendo la viuda de Couladin y de Suladric actúas como jefe de clan hasta que enviemos a otro hombre a Rhuidean, pero el resto de nosotras no debería tomar parte en ello.

Sevanna tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo para no dejar de andar. Desaine se había opuesto a que la eligieran como Sabia, argumentando que no había realizado aprendizaje ni visitado Rhuidean y afirmando que el ocupar el lugar del jefe de clan la descalificaba para el otro cargo. Además, el que fuera la viuda, no ya de un hombre, sino de dos, tal vez significaba que traía mala suerte. Por fortuna, suficientes Sabias Shaido le habían prestado oídos a ella, no a Desaine. Lástima que Desaine contase con tantos partidarios para que fuera aconsejable deshacerse de ella. Se suponía que las Sabias eran intocables, e incluso las traidoras y necias que había en Cairhien iban y venían libremente entre los Shaido, pero Sevanna tenía intención de hallar un modo de invalidar esa prerrogativa.

Como si las dudas de Desaine hubiesen contagiado a Therava, ésta empezó a mascullar entre dientes, aunque no en voz demasiado baja:

—Lo que se hace con maldad va en contra de las Aes Sedai. Las servimos antes del Desmembramiento y les fallamos, y por eso se nos envió a la Tierra de los Tres Pliegues. Si les fallamos otra vez, nos destruirán.

Eso era lo que todo el mundo creía; era parte de antiguas historias, casi parte de las costumbres. Sevanna no estaba tan segura. Estas Aes Sedai le parecían débiles y estúpidas, viajando con unos pocos cientos de hombres como escolta a través de tierras donde los verdaderos Aiel, los Shaido, podían aplastarlos con millares.

—Ha empezado un tiempo nuevo —adujo, cortante, reiterando una parte de sus discursos a las Sabias—. Ya no estamos vinculados a la Tierra de los Tres Pliegues. Cualquiera puede ver que lo que fue ha cambiado. Nosotros hemos de cambiar o desapareceremos como si nunca hubiésemos existido. —Nunca les había dicho hasta dónde pensaba llegar con el cambio, naturalmente. Las Sabias Shaido no volverían a enviar un hombre a Rhuidean si ella se salía con la suya.

—Tiempo nuevo o viejo —rezongó Desaine—, ¿qué vamos a hacer con Rand al’Thor si conseguimos arrebatárselo a las Aes Sedai? Lo mejor y más fácil sería clavarle un cuchillo en las costillas mientras lo escoltan hacia el norte.

Sevanna no respondió. No sabía qué contestar. Todavía no. Lo único de lo que estaba segura era de que cuando tuviese al llamado Car’a’carn, el jefe de los jefes de todos los Aiel, encadenado ante su tienda como un perro rabioso, entonces esta tierra pertenecería realmente a los Shaido. Y a ella. Lo sabía incluso antes de que el extraño hombre de las tierras húmedas la encontrara en las montañas que esta gente llamaba la Daga del Verdugo de la Humanidad. Le había dado una piedra en forma de cubo, cincelada con complejos dibujos, y le dijo lo que tenía que hacer con ella, con la ayuda de una Sabia que pudiese encauzar, una vez que al’Thor estuviese en sus manos. La llevaba en la bolsita del cinturón a todas horas; no había decidido qué hacer con ella, pero hasta ahora no le había contado nada a nadie sobre el hombre ni el cubo. Con la cabeza alta, siguió caminando bajo el abrasador sol en un cielo otoñal.


El jardín de palacio podría haber ofrecido cierta frescura de haber tenido árboles, pero las plantas más altas eran macizos de arbustos podados en caprichosas formas, como caballos a galope u osos realizando acrobacias o cosas por el estilo. Los jardineros, en mangas de camisa, iban y venían con cubos de agua bajo el ardiente sol de la tarde, intentando salvar sus creaciones. Habían dado por perdidas las flores, de modo que habían desbrozado y limpiado todos los arriates para cubrirlos luego con césped que también se estaba secando.

—Lástima que haga tanto calor —dijo Ailron. Sacó un pañuelo de puntillas que guardaba en la manga adornada con chorreras de su chaqueta de seda amarilla y se enjugó delicadamente la cara, tras lo cual lo arrojó a un lado. Un sirviente vestido con librea dorada y roja lo recogió del paseo de grava y volvió a retirarse a un segundo plano; otro hombre de librea dejó un pañuelo de recambio en la mano del rey para que lo guardara en la manga. Ailron no lo agradeció, por supuesto, y ni siquiera pareció advertir el cambio—. Estos tipos por lo general se las ingenian para mantener todo vivo hasta la primavera, pero es posible que se pierda algo, no mucho, este invierno, ya que no parece que vayamos a tener invierno. Aguantan mejor el frío que la sequía. ¿No os parece que están muy bien, querida?

Ailron, Ungido por la Luz, Guardián de la Puerta Meridional, rey y defensor de Amadicia, no era tan apuesto como lo pintaban los rumores; claro que Morgase había sospechado al conocerlo, años atrás, que muy bien podía ser él mismo la fuente de esos rumores. Su oscuro cabello era espeso y ondulado; y, definitivamente, empezaba a retroceder en la frente, dejando evidentes entradas. Tenía la nariz un poco larga, y las orejas, un tanto grandes. Su rostro en conjunto sugería vagamente blandura. Algún día tendría que preguntarle. La Puerta Meridional ¿adónde?

Moviendo el abanico de marfil tallado, Morgase contempló una de las… creaciones de los jardineros. Parecían ser tres grandes mujeres desnudas luchando desesperadamente, a brazo partido, con serpientes gigantescas.

—Son realmente excepcionales —respondió. Cuando una se presentaba como una pordiosera, decía lo que debía decir.

—Sí. En verdad lo son. Ah, parece que los asuntos de Estado me reclaman. Me temo que son temas urgentes. —Una docena de hombres, ataviados con chaquetas de colores tan abigarrados como las flores que ya no había en el jardín, habían aparecido en la corta escalera de mármol que había al otro extremo del paseo, y esperaban delante de una docena de columnas estriadas que no sostenían nada—. Hasta esta noche, querida. Hablaremos más extensamente de vuestros atroces problemas y sobre lo que puedo hacer al respecto.

Se inclinó sobre la mano de la mujer, deteniéndose justo antes de posar los labios en ella, y Morgase respondió con una ligera reverencia mientras pronunciaba las oportunas necedades. Acto seguido, el monarca se alejó, seguido por toda la camarilla de sirvientes, salvo uno, que los había estado acompañando a todas partes.

Una vez que él se hubo marchado, Morgase agitó el abanico con más fuerza de lo que podía en su presencia —el hombre fingía que el calor apenas lo afectaba mientras el sudor le corría a mares por la cara—, y se dirigió de vuelta a sus aposentos. Suyos de palabra; un donativo, como el regalo del vestido color azul pálido que llevaba. Había insistido en el cuello alto a despecho del calor; tenía ideas muy tajantes acerca de los escotes bajos.

El único sirviente que se había quedado la seguía a corta distancia. Y también Tallanvor, por supuesto, casi pisándole los talones e insistiendo en llevar puesta todavía la burda chaqueta verde con la que había viajado hasta allí, y la espada a la cadera como si esperara un ataque dentro del palacio de Seranda, a unos tres kilómetros de Amador. Morgase trató de hacer caso omiso del joven pero, como era habitual, él no se lo permitió.

—Tendríamos que haber ido a Ghealdan, Morgase. A Jehannah.

Había permitido que ciertas cosas se prolongaran demasiado tiempo. Su falda hizo frufrú al girarse bruscamente para mirarlo a la cara, echando chispas por los ojos.

—Durante el viaje era necesaria la discreción, pero los que están a nuestro alrededor ahora saben quién soy. Es algo que deberás tener presente y mostrarás el debido respeto a tu reina. ¡De rodillas!

Él no se movió, para pasmo de Morgase.

—¿Sois mi reina, Morgase? —Al menos bajó la voz para que el sirviente no pudiese escuchar y chismorrear después, pero sus ojos… Casi reculó al advertir el descarnado deseo que traslucían. Y la cólera—. No os abandonaré a este lado de la muerte, Morgase, pero vos abandonasteis mucho cuando dejasteis Andor en manos de Gaebril. Cuando volváis a recuperarlo me arrodillaré a vuestros pies y podréis arrancarme la cabeza a puntapiés si así lo queréis, pero hasta entonces… Deberíamos haber ido a Ghealdan.

El necio joven habría dado gustoso la vida luchando contra el usurpador incluso después de descubrir que ninguna casa de Andor la apoyaba, y día a día, semana a semana desde que ella había tomado la decisión de buscar ayuda en otro país, se había ido volviendo más insolente e insubordinado. Podría pedirle a Ailron la cabeza de Tallanvor y recibirla sin que el rey le hiciese una sola pregunta. Sin embargo, el que no se las hiciera no significaba que no las pensara. Realmente era una mendiga allí, y no podía permitirse el lujo de pedir un solo favor más que los absolutamente imprescindibles. Además, sin Tallanvor no se encontraría allí. Sería una prisionera —o algo peor— de lord Gaebril. Tales eran las únicas razones de que Tallanvor conservara la cabeza sobre los hombros.

Su «ejército» guardaba las puertas talladas de sus aposentos. Basel Gill era un hombre de mejillas sonrosadas, con el canoso cabello peinado hacia atrás en un fútil intento de tapar la calva. Su coselete de cuero, reforzado con láminas de acero, se ceñía excesivamente sobre su oronda cintura, y llevaba una espada que no había tocado en veinte años antes de que se la colgara del cinturón para seguirla. Lamgwin era corpulento y duro, aunque los gruesos párpados le daban aspecto de estar medio dormido. También portaba una espada, pero las cicatrices de su rostro y la nariz rota en más de un sitio dejaban muy claro que estaba acostumbrado a utilizar los puños o un garrote. Un posadero y un camorrista; aparte de Tallanvor, ése era todo el ejército que tenía hasta ahora para recobrar Andor y su trono de las garras de Gaebril.

Los dos hombres hicieron una torpe reverencia, pero ella pasó rápidamente entre ambos y cerró la puerta en las narices de Tallanvor.

—El mundo sería un lugar mucho mejor sin hombres —manifestó con un gruñido.

—Y, ciertamente, un lugar más vacío —dijo la vieja niñera de Morgase desde la silla colocada junto a la ventana de la antesala. Con la cabeza inclinada sobre el bastidor de bordar, el moño gris de Lini se movió levemente. Delgada como un junco, la anciana no era, ni por asomo, tan débil como aparentaba—. Deduzco que Ailron tampoco estuvo hoy más accesible, ¿me equivoco? ¿O se trata de Tallanvor, pequeña? Tienes que aprender a no dejar que los hombres te alteren. Enrabietarse hace que salgan manchas en la cara.

Lini todavía no aceptaba que Morgase ya no estaba en el cuarto de niños, a pesar de haber sido niñera de su hija.

—Ailron estuvo encantador —repuso cuidadosamente Morgase. La tercera mujer que había en la estancia, puesta de rodillas mientras sacaba sábanas dobladas de un arcón, resopló de manera audible, y sólo con un gran esfuerzo de voluntad evitó Morgase lanzarle una mirada furibunda. Breane era la… compañera de Lamgwin. La mujer baja, con la piel tostada por el sol, iba a donde iba él, pero era cairhienina y Morgase no era su reina, cosa que dejaba bien clara—. Un día o dos más —continuó Morgase—, y creo que obtendré un compromiso por su parte. Por fin hoy se ha mostrado de acuerdo en que necesito tropas del exterior para recobrar Caemlyn. Una vez que Gaebril haya sido expulsado de la capital, los nobles volverán a ponerse bajo mi mando. —Confiaba en que lo hicieran; estaba en Amadicia porque se había dejado cegar por Gaebril y había maltratado a sus mejores y más viejas amigas entre todas las casas por orden de él.

—«Un caballo lento no siempre llega al final del viaje» —recitó Lini, todavía enfrascada en el bordado. Le encantaban los viejos refranes, algunos de los cuales Morgase sospechaba que se los inventaba sobre la marcha.

—Éste llegará —insistió Morgase. Tallanvor estaba equivocado respecto a Ghealdan; según Ailron, ese país estaba casi sumido en la anarquía a causa de ese Profeta sobre el que los sirvientes hablaban en voz baja, un tipo que predicaba el renacimiento del Dragón—. Me gustaría tomar un poco de ponche, Breane. —La otra mujer se limitó a mirarla hasta que Morgase añadió—: Por favor.

Incluso entonces, Breane se puso a servir la copa con gesto rígido y malhumorado. La mezcla de vino y zumo de frutas tenía hielo y era refrescante con ese calor; la copa de plata le proporcionó una agradable sensación al ponérsela contra la frente. Ailron se hacía llevar hielo y nieve desde las Montañas de la Niebla, aunque era preciso un tráfico de carretas casi ininterrumpido para satisfacer las demandas de palacio. Lini también cogió una copa.

—Respecto a Tallanvor… —empezó, tras dar un sorbo.

—¡Déjalo ya, Lini! —espetó Morgase.

—¿Y qué, si es más joven que vos? —intervino Breane. Se había servido también un ponche. ¡Descarada mujer! Se suponía que era una sirvienta, fuera lo que hubiese sido en Cairhien—. Si lo queréis, tomadlo. Lamgwin dice que os juró lealtad, y he advertido el modo en que os mira. —Soltó una risa ronca—. No rehusará.

El comportamiento de los cairhieninos era vergonzoso, pero al menos la mayoría de ellos no aireaban sus costumbres libertinas. Morgase estaba a punto de ordenarle que saliese de la habitación, cuando sonó una llamada en la puerta. Sin aguardar a que diera permiso, un hombre de cabello blanco, todo él fibra y huesos, entró. La nívea capa llevaba el emblema de un sol llameante en la pechera. Morgase había confiado en eludir a los Capas Blancas hasta que hubiese logrado un acuerdo firme estampado con el sello de Ailron. De repente, la frialdad del vino pareció llegarle a los huesos. ¿Dónde estaban Tallanvor y los demás para que este hombre hubiese entrado sin trabas?

Con los oscuros ojos fijos en ella, el Capa Blanca hizo un mínimo gesto remedando una reverencia. Su rostro estaba envejecido, con la piel tirante sobre los huesos, pero reflejaba tanta debilidad como una maza de guerra.

—¿Morgase de Andor? —inquirió en una voz profunda—. Soy Pedron Niall. —No era un Capa Blanca cualquiera, sino nada menos que el mismísimo capitán general de los Hijos de la Luz en persona—. No temáis, no he venido con la intención de arrestaros.

Morgase adoptó una postura erguida.

—¿Arrestarme? ¿Con qué cargos? No puedo encauzar. —No bien acababa de hablar cuando casi se mordió la lengua de pura rabia. No debería haber mencionado la palabra «encauzar»; que se hubiese puesto a la defensiva era señal de lo aturdida que estaba. Lo que había dicho era cierto, considerando los resultados. Cincuenta intentos para percibir la Fuente Verdadera en una sola ocasión, y, cuando la tocó, otras veinte intentonas para abrirse al saidar a fin de absorber un insignificante hilillo, una vez. Una hermana Marrón llamada Verin le dijo que no era necesario que la Torre la retuviese hasta que aprendiera a manejar con seguridad su mínima habilidad. Ni que decir tiene que la Torre lo hizo de todas formas. Aun así, incluso esa ínfima capacidad era ilegal en Amadicia, y la pena impuesta por ello era la muerte. El anillo de la Gran Serpiente que lucía en el dedo y que fascinaba tanto a Ailron, ahora parecía estar lo bastante caliente para brillar.

—Fuisteis instruida en la Torre —murmuró Niall—. Eso también está prohibido. Pero, como he dicho, no he venido a hacer un arresto, sino a ofrecer ayuda. Haced que vuestras criadas salgan y hablaremos. —Se puso cómodo, tomando asiento en un sillón mullido, con la capa echada hacia atrás—. Tomaré un poco de ese ponche antes de que se vayan.

Para desagrado de Morgase, Breane le llevó una copa de inmediato, con los ojos bajos y el rostro tan vacío de expresión como un trozo de piedra. La reina hizo un esfuerzo para recobrar el control.

—Ellas se quedan, maese Niall. —No daría a ese hombre la satisfacción de tratarlo con un título. El capitán general no se inmutó—. ¿Qué les ha ocurrido a mis hombres que estaban fuera? Os haré responsable si se les ha ocasionado daño alguno. ¿Y por qué pensáis que necesito vuestra ayuda?

—Vuestros hombres están ilesos —repuso con actitud desdeñosa antes de llevarse la copa a los labios—. ¿Creéis que Ailron os dará lo que necesitáis? Sois una mujer hermosa, Morgase, y Ailron siente debilidad por las mujeres de cabello dorado. Se irá acercando un poco más cada día al acuerdo que buscáis, pero sin llegar del todo a él, hasta que decidáis que quizá, con cierto… sacrificio por vuestra parte, también él cederá. Pero jamás llegará a lo que queréis, le deis lo que le deis. La chusma del que se llama a sí mismo Profeta hace estragos en el norte de Amadicia. Al oeste se encuentra Tarabon, dividido por una guerra civil con diez bandos distintos, bandidos juramentados con el llamado Dragón Renacido, y rumores sobre Aes Sedai y el propio falso Dragón que amedrentan a Ailron. ¿Daros soldados? Daría su alma como prenda para encontrar diez hombres de armas por cada uno que tiene, incluso por cada dos. Por el contrario, yo puedo enviar cinco mil Hijos de la Luz cabalgando hasta Caemlyn con vos a la cabeza sólo con que me lo pidáis.

Decir que estaba estupefacta sería minimizar el estado de ánimo de Morgase. Se dirigió hacia una silla situada delante del hombre con la altivez y majestuosidad debidas, y tomó asiento antes de que le fallasen las piernas.

—¿Por qué querríais ayudarme a expulsar a Gaebril? —demandó. Obviamente, estaba enterado de todo; sin duda contaba con espías entre la servidumbre de Ailron—. Jamás he dado a vuestra institución carta blanca en Andor como buscáis hace tiempo los Capas Blancas.

Esta vez el hombre hizo una mueca. A los Capas Blancas no les gustaba que los llamaran así.

—¿Gaebril? Vuestro amante ha muerto, Morgase. El falso Dragón, Rand al’Thor, ha añadido Caemlyn a sus conquistas.

Lini dio un respingo, como si se hubiese pinchado, pero el hombre mantuvo la mirada prendida en Morgase.

En cuanto a ella, la reina tuvo que aferrar el brazo del sillón para evitar llevarse la mano al estómago. Si no hubiese estado apoyando en el brazo del sillón la copa que sostenía en la otra, sin duda el ponche se habría vertido en el suelo. ¿Gaebril muerto? La había embaucado, había hecho de ella su furcia, usurpado su autoridad, oprimiendo al país en su nombre y, finalmente, se había autoproclamado rey de Andor, que jamás había tenido un monarca varón. ¿Cómo, después de todo eso, era posible este sutil pesar porque no volvería a sentir sus manos? Era una locura; de no estar segura que era imposible, habría creído que Gaebril había utilizado el Poder Único sobre ella de algún modo.

Pero ¿que Rand al’Thor tenía ahora Caemlyn? Eso podía cambiarlo todo. Lo había conocido tiempo atrás en una ocasión, un asustado joven campesino del oeste que intentaba mostrar el debido respeto a su soberana. Sin embargo, también era un joven que llevaba la espada con la marca de la garza de un maestro espadachín. Y Elaida había mostrado prevención contra él.

—¿Por qué lo llamáis falso Dragón, Niall? —Si el hombre se proponía dirigirse a ella por su nombre de pila, ni siquiera merecía que lo tratara con un plebeyo «maese»—. La Ciudadela de Tear ha caído, tal como anunciaban las Profecías del Dragón. Los propios Grandes Señores de Tear lo han aclamado el Dragón Renacido.

La sonrisa que esbozó Niall era burlona.

—Allí donde ha aparecido, siempre ha habido Aes Sedai. Son ellas las que encauzan por él, fijaos bien. No es más que una marioneta de la Torre. Tengo amigos en muchos sitios —lo que quería decir era que tenía espías—, y me informan que hay evidencia de que la Torre ayudó a Logain, el último falso Dragón. Quizá se llenó de ínfulas y tuvieron que poner fin al problema.

—No hay prueba de eso. —Le complacía que su voz sonase firme. Había oído rumores sobre Logain de camino a Amador, pero sólo eran hablillas.

—Creed lo que gustéis —dijo él, encogiéndose de hombros—, pero yo prefiero la verdad a fantasías absurdas. ¿Acaso el verdadero Dragón Renacido habría actuado como lo ha hecho él? ¿Decís que los Grandes Señores lo aclamaron? ¿A cuántos tuvo que colgar antes de que el resto inclinara la cabeza? Permitió que los Aiel saquearan la Ciudadela y todo Cairhien. Dice que Cairhien tendrá un nuevo gobernante, uno que nombrará él, pero el único que posee verdadero poder allí es él mismo. Dice que también habrá una nueva dirigente en Caemlyn. Estáis muerta, ¿no lo sabíais? Se menciona el nombre de lady Dyelin, creo. Se ha sentado en el Trono del León, utilizándolo para celebrar audiencias, pero supongo que era demasiado pequeño ya que se hizo para mujeres. Lo ha guardado como un trofeo de su conquista, reemplazándolo por su propio trono, en el gran salón de vuestro Palacio Real. Claro que no todo le ha salido bien. Algunas casas andoreñas creen que os asesinó; existe compasión hacia vos ahora que estáis muerta. Conserva lo que tiene de Andor con puño de hierro, sin embargo, con una horda de Aiel y con un ejército de rufianes de las Tierras Fronterizas, reclutados por la Torre para él. Pero si pensáis que os dará la bienvenida a Caemlyn y os devolverá el trono…

Dejó de hablar sin acabar la frase, pero el torrente de noticias había acribillado a Morgase como una granizada. Dyelin era la siguiente en la línea de sucesión al trono sólo si Elayne moría sin descendencia. ¡Oh, Luz, Elayne! ¿Seguiría a salvo en la Torre? Era curioso pensar que era tal su antipatía por las Aes Sedai, en buena parte porque habían permitido que Elayne estuviese perdida durante un tiempo, que les había exigido que enviaran de regreso a Elayne cuando nadie osaba exigir nada a la Torre. Sin embargo, ahora confiaba en que mantuviesen a su hija a buen recaudo. Recordó una carta de Elayne después de su regreso a Tar Valon. ¿Habría habido otras? Evocaba con gran incertidumbre muchas cosas ocurridas durante el tiempo en que Gaebril la había tenido subyugada. Sin duda Elayne tenía que estar a salvo. Debería estar preocupada también por Gawyn, y por Galad —sólo la Luz sabía dónde estarían—, pero Elayne era su heredera. La paz en Andor dependía de una sucesión sin conflictos ni sobresaltos.

Tenía que meditar despacio, con cuidado. Todo encajaba, pero también lo hacían las mentiras bien hiladas, y este hombre era un maestro en ese arte. Necesitaba hechos. Que en Andor se la creyera muerta no la cogía de sorpresa; había tenido que salir a escondidas de su propio reino para eludir a Gaebril y a quienes podrían entregársela a él o a otros que quisieran vengar en ella las injusticias de Gaebril. Si creerla muerta despertaba compasión, podría utilizarlo cuando volviese de entre los muertos. Hechos.

—Necesito tiempo para pensar —contestó.

—Por supuesto. —Niall se incorporó sin brusquedad; ella debería haberse levantado también del sillón para que al estar de pie el hombre no la apabullara con su altura, pero no estaba segura de que las piernas pudiesen sostenerla—. Volveré dentro de un día o dos. Entretanto, quiero asegurarme de que estáis a salvo. Ailron está tan absorto en sus propias preocupaciones que a saber quién podría entrar a hurtadillas, tal vez con ánimo de causaros daño. Por ende, me he tomado la libertad de apostar unos cuantos Hijos a vuestra puerta. Con permiso de Ailron, naturalmente.

Morgase siempre había oído decir que el verdadero poder de Amadicia eran los Capas Blancas, y ahora tenía prueba de que era realmente así.

Niall mostró algo más de cortesía al marcharse que al entrar e hizo una reverencia que habría dedicado a un igual. De uno u otro modo, le estaba dejando claro que no tenía elección.

Tan pronto como el hombre se hubo marchado, Morgase se puso de pie, pero Breane fue más rápida y corrió hacia las puertas. Aun así, antes de que ninguna de las dos mujeres hubiese dado tres pasos, una de las hojas se abrió con violencia, y Tallanvor y los otros dos hombres entraron precipitadamente en la estancia.

—Morgase —exclamó Tallanvor, tragándosela con los ojos—. Temí que…

—¿Temiste? —replicó desdeñosamente. Esto era demasiado; nunca aprendería—. ¿Así es como me proteges? ¡Un muchacho no lo habría hecho peor! Claro que es un muchacho quien lo ha hecho.

Aquella mirada abrasadora permaneció clavada en ella un momento más; después, el joven oficial se abrió paso hacia la puerta, empujando a Basel y a Lamgwin.

—Había al menos treinta, mi reina. —El posadero se retorcía las manos—. Tallanvor habría luchado; intentó gritar para avisaros, pero lo golpearon en la cabeza con la empuñadura de una espada. El viejo dijo que no tenían intención de haceros daño, pero que sólo os necesitaban a vos y que si tenían que matarnos… —Sus ojos fueron hacia Lini y Breane, que estaba mirando fijamente a Lamgwin, de arriba abajo, como para asegurarse de que no había sufrido daño alguno. El hombre parecía igualmente preocupado por ella—. Mi reina, si hubiese creído que con eso habría servido de algo… Lo lamento. Os he fallado.

—«La medicina adecuada siempre sabe más amarga» —recitó quedamente Lini—. En especial a una criatura resentida que monta una pataleta.

Al menos, esta vez no lo dijo en voz alta para que la oyeran todos. Tenía razón, y Morgase lo sabía. Excepto en lo de la pataleta, naturalmente. Basel estaba tan abatido como para aceptar de buen grado que lo decapitaran.

—No me habéis fallado, maese Gill. Puede que algún día os pida que deis la vida por mí, pero sólo si es con un buen propósito. Niall sólo deseaba hablar. —Basel se animó de inmediato, pero Morgase podía sentir los ojos de Lini clavados en ella. Sí, una medicina muy amarga—. ¿Querréis pedir a Tallanvor que vuelva a entrar? Quiero… Quiero pedirle disculpas por las intempestivas palabras que he pronunciado.

—El mejor modo de disculparse con un hombre es salirle al paso en un lugar recóndito del jardín —dijo Breane.

Morgase reaccionó como si la hubiese abofeteado y cuando quiso darse cuenta le había arrojado a Breane la copa, derramando el ponche sobre la alfombra.

—¡Fuera! —chilló—. ¡Todos vosotros, fuera de aquí! Podéis transmitir mis disculpas a Tallanvor, maese Gill.

Breane se limpió calmosamente el ponche de su vestido y después se dirigió sin prisa hacia Lamgwin y enlazó su brazo en el de él. Basel casi los empujó en su ansia por que salieran cuanto antes de allí.

Para sorpresa de Morgase, también se marchó Lini. No era propio de ella; lo más normal era que se hubiese quedado para sermonearla como si todavía tuviese diez años. Morgase no sabía por qué se lo aguantaba; con todo, casi le pidió a la vieja niñera que no se marchara. Sin embargo todos salieron, las puertas se cerraron y… tenía cosas más importantes de las que preocuparse que la posibilidad de que hubiese herido los sentimientos de Lini.

Paseó de un extremo al otro de la alfombra, tratando de pensar. Ailron exigiría concesiones comerciales —y tal vez el «sacrificio» insinuado por Niall— a cambio de ayuda. Estaba dispuesta a darle las ventajas de comercio, pero temía que Niall tuviese razón respecto del número de soldados de que podría prescindir para ponerlos a su disposición. Las demandas de Niall serían más fáciles de conceder, en cierto sentido. Probablemente, dar libre acceso a tantos Capas Blancas como quisiera. Y libertad para sacar a rastras a los Amigos Siniestros que encontraran en todos los desvanes, para enardecer a las multitudes contra mujeres sin amigos a las que acusaran de ser Aes Sedai, para matar a verdaderas Aes Sedai. Tal vez Niall exigiese incluso una ley contra quienes encauzaran, contra mujeres que fueran a la Torre Blanca.

Sería posible —pero muy difícil y con gran derramamiento de sangre— expulsar a los Capas Blancas una vez que se hubiesen atrincherado en Andor, pero ¿era necesario permitir siquiera que entraran? Rand al’Thor era el Dragón Renacido, estaba segura de eso por mucho que Niall dijese; bueno, casi segura. No obstante, gobernar naciones no era parte de las Profecías del Dragón, que ella supiera. Dragón Renacido o falso Dragón, no podía quedarse con Andor. Empero ¿cómo podía saberlo?

Una tímida llamada a la puerta la hizo girar sobre sus talones.

—Adelante —dijo con tono cortante.

La puerta se abrió lentamente para dejar paso a un sonriente joven vestido con librea dorada y roja que traía una bandeja con una jarra de ponche recién hecho, la plata del recipiente salpicada de gotitas condensadas por el frío. Casi había esperado que fuera Tallanvor. Lamgwin montaba guardia solo en el corredor, por lo que Morgase alcanzó a ver. O, más bien, recostado contra la pared como un guardia de taberna. Indicó con un gesto al joven que soltara la bandeja.

Furiosa —Tallanvor debería haber acudido; ¡tendría que haber acudido!—, reanudó sus paseos de un extremo al otro de la estancia. Basel y Lamgwin podrían enterarse de los rumores que corrían por el pueblo más próximo, pero sólo serían eso, rumores, y quizá propagados por Niall. Lo mismo rezaba para la servidumbre de palacio.

—Mi reina, ¿puedo hablar?

Morgase se volvió, sorprendida. El acento era de Andor. El joven estaba de rodillas, esbozando y borrando su sonrisa a costa del nerviosismo. Habría resultado atractivo de no ser por tener rota la nariz sin que se la hubiesen curado apropiadamente. A Lamgwin le daba un aspecto rudo; este muchacho daba la impresión de que hubiese tropezado y caído de bruces.

—¿Quién eres? —demandó—. ¿Cómo has llegado aquí?

—Me llamo Paitir Conel, mi reina, y soy de Mercado de Sheram. En Andor —añadió, como si ella no supiera tal cosa. Con impaciencia, Morgase le hizo un gesto para que continuara—. Vine a Amador con mi tío Jen, que es un comerciante de Cuatro Reyes. Pensó que podría encontrar algunos tintes taraboneses. Ahora escasean con todos los problemas que hay en Tarabon, pero creyó que quizá fuesen más baratos… —Al ver que Morgase apretaba los labios, prosiguió con precipitación—: Oímos que estabais aquí, en palacio, mi reina, y, dada la ley de Amadicia y que fuisteis entrenada en la Torre Blanca y todo lo demás, pensamos que podríamos ayudaros… —Tragó saliva con fuerza y finalizó con un hilo de voz—: Ayudaros a escapar.

—¿Y contáis con los medios para ayudarme a huir? —No era el mejor plan del mundo, pero siempre le quedaba la posibilidad de cabalgar hacia el norte, a Ghealdan. ¡Cómo se refocilaría Tallanvor! No, no lo haría, y eso sería incluso peor.

Sin embargo, Paitir sacudió la cabeza con pesadumbre.

—Tío Jen tenía un plan, pero ahora hay Capas Blancas por todo el palacio. No sabía qué otra cosa podía hacer excepto presentarme ante vos, como me dijo él. Se le ocurrirá algo, mi reina. Es listo.

—Estoy segura de ello —musitó. De modo que Ghealdan volvía a ser algo intangible—. ¿Cuánto tiempo hace que salisteis de Andor? ¿Un mes? ¿Dos? —El joven asintió—. Entonces ignoráis lo que está ocurriendo en Caemlyn —suspiró.

Paitir se lamió los labios.

—Yo… Estamos alojados en Amador con un hombre que tiene palomas, un mercader. Recibe mensajes de todas partes, entre ellas Caemlyn. Pero son malas las noticias que he sabido, mi reina. Puede que le cueste un día o dos, pero mi tío discurrirá otro plan. Sólo quería que supieseis que hay ayuda en camino.

En fin, era una remota posibilidad. Una carrera entre Pedron Niall y el tío del tal Paitir. Ojalá no estuviese tan segura de quién sería el vencedor.

—Entretanto, puedes contarme hasta qué punto van mal las cosas en Caemlyn.

—Mi reina, se supone que sólo tenía que informaros de lo de la ayuda. Mi tío se pondrá furioso si…

—Soy tu soberana, Paitir —lo interrumpió con firmeza—, y de tu tío Jen también. No le importará que respondas a mis preguntas.

Parecía que el joven estaba a punto de salir corriendo, pero Morgase se acomodó en el sillón y empezó a sonsacarle.


Pedron Niall se sentía muy satisfecho cuando desmontó en el patio principal de la Fortaleza de la Luz y entregó las riendas a un mozo de cuadra. Tenía bien cogida a Morgase; y sin tener que decir un solo embuste. No le gustaba mentir. Todo había sido su propia interpretación de los acontecimientos, pero estaba seguro de que tenía razón. Rand al’Thor era un falso Dragón y un instrumento de la Torre. El mundo estaba lleno de necios que no sabían pensar. La Última Batalla no sería una especie de lucha titánica entre el Oscuro y un Dragón Renacido, un simple mortal. El Creador había abandonado a la humanidad a sus propios recursos mucho tiempo atrás. No, cuando llegase el Tarmon Gai’don sería como en la Guerra de los Trollocs, hacía más de dos mil años, cuando hordas de estas bestias y otros Engendros de la Sombra salieron en tropel de la Gran Llaga, cruzaron a sangre y fuego las Tierras Fronterizas y estuvieron a punto de ahogar a la humanidad en un mar de sangre. No estaba dispuesto a permitir que la raza humana se enfrentara a algo así sin estar preparada y encontrándose dividida.

Una sucesión de reverencias de Hijos lo siguió en su camino por los corredores de piedra de la fortaleza hasta su sala de audiencias privada. En la antesala, su secretario de rostro consumido, Balwer, se incorporó rápidamente al tiempo que empezaba a recitar una lista de papeles que esperaban la firma del capitán general, pero la atención de Niall estaba puesta en un hombre alto que se levantó ágilmente de una de las sillas colocadas contra la pared; en la pechera de la blanca capa llevaba bordado un cayado de pastor, de color carmesí, detrás del sol radiante, con tres nudos dorados de rango debajo.

Jaichim Carridin, Inquisidor de la Mano de la Luz, ofrecía un aspecto tan duro como siempre, pero con más canas en las sienes que la última vez que Niall lo había visto. Sus ojos, oscuros y hundidos, traslucían un atisbo de preocupación, y no era de extrañar. Las dos últimas misiones que se le habían asignado habían acabado en desastre, algo muy poco prometedor para un hombre que aspiraba a ser Inquisidor Supremo algún día, y tal vez incluso el capitán general.

Echó su capa a Balwer e hizo una seña a Carridin para que lo siguiera a la sala de audiencias, donde las banderas y estandartes capturados en batallas a viejos enemigos colgaban como trofeos en los oscuros paneles de las paredes; un enorme sol radiante incrustado en el suelo contenía suficiente oro para que la mayoría de los hombres lo mirasen boquiabiertos. Aparte de eso, la estancia reflejaba una sobriedad militar, un reflejo del propio Niall. Pedron tomó asiento en un sillón de respaldo alto, bien construido pero sin ornamentos. Los grandes hogares gemelos a ambos extremos de la sala estaban apagados y limpios en una época del año en que deberían albergar un fuego crepitante. Prueba suficiente de que la Última Batalla estaba próxima. Carridin hizo una profunda reverencia e hincó una rodilla en el sol radiante del suelo, pulido a fuerza del roce de pies y rodillas durante siglos.

—¿Habéis pensado en la razón por la que os mandé llamar, Carridin?

Después del llano de Almoth y Falme, después de Tanchico, no podía culparse al hombre si creía que iba a ser arrestado. Empero, si sospechaba tal cosa no lo dejó entrever en su voz. Como siempre, no pudo evitar traslucir que sabía más que nadie. Definitivamente, más de lo que se suponía que debería saber.

—Quizá sea por las Aes Sedai de Altara, señor, justo en nuestras fronteras, a un paso. Una oportunidad de barrer de la faz del mundo a la mitad de las brujas de Tar Valon.

—¿Lo habéis hablado con vuestros amigos? —Niall dudaba que Carridin tuviera ninguno, pero había hombres con los que bebía. Últimamente, con los que se emborrachaba. Aun así tenía aptitudes. Aptitudes útiles.

—No, capitán general. Sé a qué atenerme para hacer algo así.

—Bien —dijo Niall—. Porque no vais a acercaros siquiera a ese tal Salidar, y tampoco ninguno de los Hijos.

No supo descifrar si la expresión fugaz que asomó al rostro de Carridin era de alivio. En tal caso, no encajaba con su carácter; jamás había mostrado falta de valor. Y ciertamente el alivio no estaba en consonancia con su respuesta:

—¡Pero si están como un dulce esperando que un niño le eche mano! Ésta es la prueba que confirma los rumores de que la Torre está dividida. Podemos destruir a este grupo sin que las otras levanten un dedo. La Torre quedaría lo suficientemente debilitada para que pudiéramos derribarla.

—¿Eso creéis? —inquirió secamente Niall. Enlazó las manos sobre el estómago y mantuvo un tono suave. Los interrogadores (la Mano despreciaba ese apelativo, pero hasta la propia institución lo utilizaba) no veían nunca nada si uno no se lo ponía delante de las narices—. Ni siquiera la Torre puede apoyar abiertamente a ese falso Dragón, al’Thor. ¿Y si se les rebela, como hizo Logain? ¿Sólo un grupo de rebeldes, decís? De ese modo pueden apoyarlo, y la Torre no se manchará las manos ocurra lo que ocurra. —Estaba convencido de que era así. Y, si no, siempre habría medios para profundizar la brecha y debilitar más la Torre, pero creía que estaba en lo cierto—. En cualquier caso, lo que ve el mundo es lo que importa. Y no dejaré que vea una mera lucha entre los Hijos y la Torre. —No hasta que el mundo comprendiese lo que era realmente la Torre: un pozo de Amigas Siniestras manipulando fuerzas que la humanidad no estaba destinada a tocar. Una fuerza que había causado el Desmembramiento del Mundo—. Ésta es una lucha del mundo contra el falso Dragón, al’Thor.

—Entonces, si no voy a Altara, mi señor, ¿cuáles son mis órdenes?

Niall recostó la cabeza al tiempo que suspiraba. De repente se sentía cansado, notando todos los años que tenía y más.

—Oh, sí que vais a Altara, Carridin.

Conocía el nombre y el rostro de Rand al’Thor desde poco después de la supuesta invasión en Falme por gentes del otro lado del océano, un complot de las Aes Sedai que había costado la vida de mil Hijos y que dio pie a que se engrosara el número de los partidarios del Dragón y que el caos se extendiera por todo Tarabon y Arad Doman. Supo lo que era al’Thor y creyó que podía utilizarlo como acicate para forzar la unión de las naciones. Una vez unidas —bajo su liderazgo— acabarían con al’Thor y estarían preparadas para la llegada de las hordas trollocs. Había enviado emisarios a los dirigentes de todos los países para hacerles ver el peligro. Sin embargo, al’Thor se movía más deprisa de lo que nunca hubiese imaginado, ni siquiera ahora. Su intención había sido dejar suelto por las calles a un león rabioso el tiempo suficiente para asustar a todo el mundo, pero el león se había convertido en un coloso que se movía como el relámpago.

No obstante, no todo estaba perdido; tenía que recordárselo a sí mismo constantemente. Hacía más de mil años, Guaire Amalasan se había proclamado a sí mismo el Dragón Renacido, un falso Dragón que podía encauzar. Amalasan había conquistado más naciones que las que ahora dominaba Rand al’Thor cuando un joven rey llamado Artur Paendrag Tanreall se le opuso e inició su propia ascensión al imperio. Niall no se consideraba otro Artur Hawkwing, pero era lo que tenía el mundo.

Ya había empezado a contraatacar el creciente poder de al’Thor. Además de los emisarios a los dirigentes, había enviado hombres a Tarabon y Arad Doman; unos pocos hombres en busca de los oídos adecuados en los que susurrar que todos sus problemas podían achacarse a los partidarios del Dragón, esos necios y Amigos Siniestros que se habían declarado a favor de al’Thor. Y podían achacarse asimismo a la Torre Blanca. Ya llegaban muchos rumores de Tarabon respecto a Aes Sedai involucradas en la lucha; rumores que prepararían los oídos de los hombres para que escucharan la verdad. Ahora era el momento de poner en marcha la siguiente fase de su nuevo plan, de señalar a los indecisos que nadaban entre dos aguas qué bando elegir. Tiempo. ¡Tenía tan poco! Con todo, no pudo menos de sonreír. Hubo quienes, ahora ya muertos, dijeron una vez: «Cuando Niall sonríe, va a lanzarse sobre la yugular».

—Altara y Murandy van a sufrir una plaga de partidarios del Dragón.


La estancia tenía la apariencia de una sala de estar de un palacio, con el abovedado techo de escayola ornamentado, las alfombras de exquisita manufactura sobre el suelo de baldosas blancas, y los paneles de las paredes profusamente trabajados, aunque distaba mucho de ser un palacio. En realidad distaba mucho de cualquier cosa y de cualquier lugar en el sentido en que la mayoría de los humanos podría entender. El vestido de seda bermeja de Mesaana hizo frufrú cuando se desplazó alrededor de una mesa con incrustaciones de lapislázuli, en la que se entretenía colocando fichas de dominó de marfil en hileras con las que formaba una compleja torre, cada nivel más ancho que el inmediato inferior. Se preciaba de hacer esto merced al mero conocimiento de puntos de tensión y apalancamiento, no con la ayuda del Poder. La torre tenía ya nueve niveles.

En realidad, más que entretenerse lo que hacía era eludir la conversación con sus compañeros. Semirhage estaba sentada en un sillón de respaldo alto, tapizado en rojo, haciendo una labor; los largos y delgados dedos daban minúsculas puntadas con destreza para crear un complejo dibujo de florecillas. No dejaba de sorprenderle que a esa mujer le gustase una actividad tan… corriente. Su vestido negro marcaba un fuerte contraste con el sillón. Ni siquiera Demandred se atrevía a sugerirle en su cara que vestía de negro tan a menudo porque Lanfear llevaba ropas blancas.

Por enésima vez, Mesaana intentó analizar por qué se sentía tan incómoda en presencia de la otra mujer. Mesaana conocía muy bien sus puntos fuertes y sus debilidades, tanto en el Poder como en cualquier otro terreno. Estaba bastante a la par con Semirhage en casi todos los aspectos, y, si había en algunos que no, contaba con otras facetas fuertes contra las debilidades de Semirhage. No era por tal razón. Semirhage disfrutaba siendo cruel, sentía un puro placer en infligir dolor, pero sin duda no era ése el problema. Mesaana podía ser cruel cuando la ocasión lo requería y le importaba poco lo que Semirhage hacía a otros. Tenía que haber un motivo, pero no era capaz de descifrarlo.

Irritada, colocó otra ficha de dominó y la torre se vino abajo con un ruidoso repiqueteo, desperdigando fichas de marfil por el suelo. Mesaana chasqueó la lengua y le dio la espalda a la mesa mientras se cruzaba de brazos.

—¿Dónde está Demandred? Hace diecisiete días que se fue a Shayol Ghul, pero hasta ahora no nos ha informado que hay un mensaje y después no aparece.

Ella había estado en la Fosa de la Perdición dos veces en ese tiempo; había realizado aquel recorrido que destrozaba los nervios, con los colmillos pétreos rozándole el cabello. Y todo para encontrar únicamente a un Myrddraal extraordinariamente alto que se negaba a hablar. La Perforación estaba allí, por supuesto, pero el Gran Señor no había respondido. No se quedó mucho tiempo ninguna de las dos veces. Había creído que estaba más allá del miedo, al menos de la clase que inspiraba la mirada de un Semihombre, pero por dos veces la impasible mirada sin ojos del Myrddraal había conseguido que se marchara a un paso vivo que sólo un férreo autocontrol evitó que se convirtiera en una carrera. Si encauzar allí no hubiese sido un modo seguro de morir, habría destruido al Semihombre o habría salido de la Fosa utilizando el Talento conocido como Viaje.

—¿Dónde está? —repitió.

Semirhage levantó la vista de la labor; los oscuros ojos en su semblante suavemente moreno no parpadearon. Después dejó la labor a un lado y se incorporó con grácil agilidad.

—Llegará cuando sea —manifestó calmosamente. Su sosiego, al igual que su elegante gracia, era un rasgo siempre presente en ella—. Si no quieres esperar, vete entonces.

De manera inconsciente, Mesaana se irguió hasta casi ponerse de puntillas, pero aun así tuvo que alzar la cabeza para mirarla. Semirhage era más alta que la mayoría de los hombres, pero estaba tan bien proporcionada que no se reparaba en ese detalle hasta que se plantaba delante de uno, mirando hacia abajo.

—¿Que me vaya? Es lo que pienso hacer, y Demandred puede…

No hubo advertencia, por supuesto. Nunca la había cuando un hombre encauzaba. Una brillante línea vertical apareció en el aire y después se ensanchó lo suficiente para que Demandred cruzara el acceso; el recién llegado saludó con un gesto de cabeza a cada una de ellas. Iba vestido de gris oscuro, con un encaje pálido en el cuello; se adaptaba bien a las modas y tejidos de la Era presente.

Su perfil, de nariz aguileña, era bastante atractivo, aunque no exactamente del estilo que hace que el corazón de todas las mujeres palpite con más fuerza. En cierto sentido, esos «casi» y «no del todo» eran la historia de la vida de Demandred. Había tenido la desgracia de nacer un día después que Lews Therin Telamon, que se convertiría en el Dragón, mientras que Barid Bel Medar, como se llamaba entonces, pasó años igualando casi los logros de Therin, pero no igualando del todo su fama. Sin Lews Therin habría sido el hombre más aclamado de la Era. De haber sido designado como líder en lugar de serlo el hombre al que consideraba intelectualmente inferior a él, un necio excesivamente cauto que demasiado a menudo se las ingeniaba para evitar el desastre arañando un poco de suerte, ¿se encontraría hoy aquí? En fin, eso sólo eran conjeturas inútiles, aunque no era la primera vez que Mesaana se las hacía. No, lo importante era que Demandred despreciaba al Dragón, y ahora que el Dragón había renacido había transferido todo ese desprecio íntegro.

—¿Por qué…?

Demandred levantó una mano.

—Vamos a esperar hasta que estemos todos, Mesaana, y así no tendré que repetirme.

La Renegada percibió el primer fluido del saidar un instante antes de que la brillante línea apareciese y se convirtiera en un acceso. Graendal salió, por una vez sin la compañía de servidores medio desnudos, y dejó que la abertura se desvaneciera con tanta rapidez como Demandred había hecho un poco antes. Era una mujer rolliza, con el cabello rubio rojizo peinado en complejos rizos. De algún modo se las había arreglado para encontrar camalina para el vestido de cuello alto; de cuello alto, pero, en consonancia con su naturaleza, el tejido era transparente como niebla. A veces Mesaana se preguntaba si Graendal prestaba realmente atención a lo que no fuera sus placeres sensuales.

—Me preguntaba si estaríais aquí —dijo frívolamente la recién llegada—. Los tres habéis sido tan reservados… —Soltó una alegre risa, algo estúpida. No, sería un craso error juzgar a Graendal por lo que parecía a simple vista. La mayoría de los que la habían tomado por una necia llevaban muertos mucho tiempo, víctimas de la mujer de la que habían hecho caso omiso.

—¿Va a venir Sammael? —preguntó Demandred.

—Oh, no se fía de ti —contestó Graendal mientras agitaba displicentemente una mano repleta de anillos—. Creo que ya no se fía de nadie. —La camalina se oscureció, semejando una niebla encubridora—. Está reuniendo y situando a sus ejércitos en Illian, quejándose de no disponer de lanzas de descarga para equipar a las tropas. Y, cuando no se dedica a eso, está buscando angreal o sa’angreal utilizables. Algo que tenga una fuerza decente, se entiende.

Todos los ojos fueron hacia Mesaana, quien hizo una profunda inhalación. Cualquiera de ellos habría dado… en fin, casi cualquier cosa por un angreal o sa’angreal apropiado. Todos eran más fuertes que cualquiera de esas criaturas medio instruidas que en la actualidad se llamaban a sí mismas Aes Sedai, pero si un número suficiente de aquellas chiquillas a medio entrenar se coaligaban entre sí podían aplastarlos a todos ellos. Salvo por que, naturalmente, ya no recordaban cómo hacerlo; y tampoco disponían de los medios para llevarlo a cabo, en cualquier caso. Para los varones se necesitaba una coligación superior a trece, y para más de uno haría falta superar las veintisiete. En realidad, esas chiquillas —las mayores le parecían niñas; había vivido más de trescientos años, aparte del tiempo encerrada en la Perforación, y sólo se la consideraba una mujer de mediana edad—, esas muchachitas no representaban un peligro real, pero ello no aminoraba el deseo de los allí presentes de contar con angreal o, mejor aún, los más poderosos sa’angreal. Con aquellas reliquias de su propia Era podrían encauzar cantidades de Poder que de otro modo los abrasaría hasta reducirlos a cenizas. Cualquiera de los Elegidos arriesgaría mucho con tal de conseguir uno de esos preciados objetos. Pero no todo. No sin que hubiese verdadera necesidad. Empero, tal circunstancia no atenuaba el deseo.

De manera automática, Mesaana adoptó un tono aleccionador:

—La Torre Blanca tiene ahora centinelas y salvaguardas en los cuartos de seguridad, además de que se cuenta todo cuatro veces cada día. La Gran Reserva, en la Ciudadela de Tear, también está protegida con una salvaguarda, algo muy peligroso que me habría inmovilizado firmemente si hubiese intentado atravesarlo o deshacerlo. No creo que se pueda destejer salvo por quien lo dispuso, y hasta entonces es una trampa para cualquier mujer capaz de encauzar.

—Un revoltijo polvoriento de basura inútil, según tengo entendido —adujo Demandred con desdén—. Los tearianos recogieron cualquier cosa relacionada con el Poder, aunque sólo fuese un rumor.

Mesaana sospechaba que el hombre sabía más de lo que daba a entender y que no estaba basado únicamente en rumores. También sospechaba que había igualmente una trampa para varones en la Gran Reserva o, en caso contrario, a aquellas alturas Demandred tendría su sa’angreal y haría mucho que habría arremetido contra Rand al’Thor.

—Sin duda tiene que haber algunos en Cairhien y Rhuidean; pero, aun en el caso de que no toparas con al’Thor, esos dos lugares están llenos de mujeres que encauzan.

—Muchachas ignorantes —resopló desdeñosamente Graendal.

—Si una pinche de cocina te clava un cuchillo en la espalda, ¿estarás por eso menos muerta que si caes en un duelo sha’je en Qal? —replicó Semirhage.

—Cierto —convino Mesaana—. Y ello sólo deja lo que quiera que pueda haber enterrado en antiguas ruinas u olvidado en un desván. Si quieres confiar en encontrar algo por casualidad, hazlo, pero yo no. A no ser que alguien conozca el paradero de una cámara estática. —En esta última frase hubo cierto timbre de acritud. Las cámaras estáticas tendrían que haber subsistido al Desmembramiento del Mundo, pero lo más probable es que dicho cataclismo las hubiese sumergido en el fondo de algún océano o enterrado bajo montañas. Era muy poco lo que quedaba del mundo que habían conocido aparte de unos cuantos nombres y leyendas.

—Siempre pensé que tendrías que haber sido maestra —dijo Graendal, toda mieles y sonrisas—. Oh, discúlpame. Lo olvidé.

El semblante de Mesaana se ensombreció. El primer paso en su camino hacia el Gran Señor lo dio cuando le fue negado un puesto en el Collam Daan, tantos años atrás. No apta para la investigación, le dijeron, pero podía seguir enseñando. Y eso fue lo que hizo ¡hasta que halló el modo de darles a todos una lección!

—Aún estoy esperando oír lo que el Gran Señor ha dicho —murmuró Semirhage.

—Sí. ¿Tenemos que matar a al’Thor? —Mesaana advirtió que tenía las manos crispadas agarrándose la falda y aflojó los dedos. Qué extraño. Jamás permitía que nadie la sacara de quicio—. Si todo va bien, dentro de dos meses, tres como mucho, se encontrará donde podré llegar a él sin peligro, y estando indefenso.

—¿Donde podrás llegar a él sin peligro? —Graendal enarcó una ceja en un gesto socarrón—. ¿Dónde has montado tu guarida? Bah, no importa. A pesar de su planteamiento básico, es tan buen plan como cualquiera de los que he oído últimamente.

Demandred permaneció callado, inmóvil, observándolas. A Graendal no; sólo a Semirhage y a ella. Cuando por fin habló, casi para sí mismo, se dirigió a las dos:

—Cuando pienso en la encumbrada posición que habéis alcanzado una y otra no puedo menos de maravillarme. ¿Cuánto es lo que sabe el Gran Señor y desde cuándo? ¿Cuánto de lo que ha ocurrido ha sido por designio suyo desde el principio? —No había respuesta para esas preguntas. Finalmente, manifestó—: Así que queréis saber lo que me dijo el Gran Señor, ¿no? Muy bien, os lo contaré, pero todo quedará entre nosotros, en secreto. Puesto que Sammael prefiere mantener las distancias no se lo hará partícipe de nada. Ni a los otros, estén vivos o muertos. La primera parte del mensaje del Gran Señor era sencilla: «Dejad que el Señor del Caos gobierne», fueron sus palabras exactas.

Las comisuras de sus labios se torcieron levemente, una mueca lo más parecida a la sonrisa que Mesaana había visto en él. A continuación les contó el resto.

Mesaana se encontró tiritando sin saber si era por la excitación o por el miedo. Podía resultar; podía ponerlo todo en sus manos con sólo extenderlas, como quien coge una fruta madura al caer. Pero se necesitaba suerte, y jugarse algo al azar la ponía nerviosa. Demandred era el jugador. Tenía razón en algo: Lews Therin había forjado su propia suerte como se acuña una moneda. En opinión de Mesaana, Rand al’Thor había hecho lo mismo hasta el momento.

A menos que… A menos que el Gran Señor tuviese otro plan aparte del que había revelado. Y eso la asustaba más que cualquier otra posibilidad.


Un espejo con marco dorado reflejaba la estancia, los inquietantes dibujos de mosaicos en las paredes, los muebles dorados, las finas alfombras, los otros espejos y los tapices. Una estancia palaciega sin una sola ventana… ni una puerta. El espejo reflejaba una mujer vestida con un atuendo rojo oscuro que paseaba de un lado a otro de la habitación, con una combinación de rabia e incredulidad en su bello semblante. Todavía incredulidad. También reflejaba el rostro del observador, y ése le interesó mucho más que el de la mujer. No pudo evitar tocarse la nariz, la boca y las mejillas por centésima vez para asegurarse de que eran reales. No era un rostro joven, pero sí más que aquel que tenía cuando despertó del largo sueño y todas sus interminables pesadillas. Eran rasgos corrientes y vulgares, y él siempre había detestado ser corriente y vulgar. Identificó el sonido en su garganta como una risa en ciernes, una risita nerviosa, y la reprimió. No estaba loco. A despecho de todo, no lo estaba.

Se le había dado un nombre durante este segundo y mucho más horrendo sueño antes de que despertase con ese rostro y ese cuerpo: Osan’gar. Un nombre dado por una voz que conocía y que no osaba desobedecer. Su antiguo nombre, dado con menosprecio y adoptado con orgullo, había desaparecido para siempre. La voz de su señor había hablado y lo había decidido así. La mujer era Aran’gar, y quien había sido ya no era.

Qué interesante elección la de esos nombres. Osan’gar y Aran’gar eran las dagas de mano izquierda y mano derecha en un estilo de duelo que fue fugazmente popular al principio en aquel largo período desde que la Perforación se realizó hasta el comienzo de la Guerra del Poder. Sus recuerdos eran fragmentados, imprecisos —se había perdido mucho durante el largo sueño, y también durante el corto— pero eso sí lo recordaba. La popularidad de este tipo de duelo había sido breve porque casi inevitablemente los dos duelistas morían. Las cuchillas de las dagas estaban impregnadas de un veneno de efecto lento.

Algo pasó como un borrón por el espejo y el hombre se giró, aunque no deprisa. Tenía que recordar quién era y asegurarse de que lo recordaran los demás. Todavía no había puerta, pero ahora había un Myrddraal compartiendo la estancia con ellos. Ninguna de las dos cosas era extraña en aquel lugar, pero el Myrddraal era más alto que todos los que Osan’gar había visto hasta entonces.

No se apresuró y dejó esperar al Semihombre a que él quisiera darse por enterado de su presencia; pero, antes de que tuviese ocasión de decir nada, Aran’gar se adelantó.

—¿Por qué se me ha hecho esto? —espetó—. ¿Por qué se me ha puesto en este cuerpo? ¿Por qué?

La última pregunta casi fue un chillido. Osan’gar habría pensado que las comisuras de los labios del Myrddraal se curvaban ligeramente de no ser tal cosa imposible, ni allí ni en ninguna parte. Hasta los trollocs tenían cierto sentido del humor, aunque perverso y violento, pero no los Myrddraal.

—A los dos se os dio lo mejor que pudo tomarse de las Tierras Fronterizas. —Su voz sonaba como el deslizarse de una serpiente sobre la hierba—. Es un buen cuerpo, fuerte y sano. Y mejor que la otra alternativa.

Ambas afirmaciones eran ciertas. Era un buen cuerpo, apropiado para una danzarina daien de antaño, impecablemente lozano, con verdes ojos en una cara ovalada que enmarcaba una lustrosa mata de negro cabello. Y cualquier cosa mejoraba la alternativa.

Tal vez Aran’gar no lo veía de ese modo. La ira moteaba de manchas rojas su hermoso semblante. Osan’gar sabía que iba a hacer algo temerario; siempre había habido un problema en ese aspecto. En comparación Lanfear parecería cauta. El hombre buscó el contacto con el saidin. Encauzar allí podía ser peligroso, pero no tanto como permitirle a la mujer hacer una verdadera estupidez. Buscó el saidin… y no ocurrió nada. No lo habían aislado con un escudo; lo habría notado, y sabía el modo de eludirlo o romperlo, con el tiempo, si no era demasiado fuerte. Esto era distinto, como si lo hubiesen seccionado. La impresión lo dejó petrificado en el sitio.

No fue el caso de Aran’gar. Quizás había hecho el mismo descubrimiento, pero la había afectado de manera distinta. Chillando como un gato furioso, se abalanzó contra el Myrddraal con las uñas por delante.

Un ataque fútil, por supuesto. El Myrddraal ni siquiera se movió. La agarró despreocupadamente por el cuello y la levantó hasta extender el brazo de manera que los pies de la mujer quedaron colgando en el aire y su grito se convirtió en un gorgoteo mientras aferraba la muñeca del Semihombre con las dos manos. Con la mujer colgando en vilo, volvió aquella mirada sin ojos hacia Osan’gar.

—No se te ha seccionado, pero no encauzarás hasta que se te dé permiso para hacerlo. Y nunca me atacarás. Soy Shaidar Haran.

Osan’gar intentó tragar saliva, pero su boca estaba tan seca como estropajo. Era imposible que la criatura tuviese nada que ver con lo que quiera que le hubiesen hecho. Los Myrddraal poseían ciertos poderes, pero no hasta ese punto. Sin embargo sabía lo que le pasaba. Nunca le habían gustado los Semihombres; había colaborado en la creación de los trollocs, mezclando humanos y animales —estaba orgulloso de ello, de la destreza requerida para llevarlo a cabo, de la dificultad que había entrañado— pero estos vástagos, producto de una regresión de su naturaleza original, lo ponían nervioso en el mejor de los casos.

Shaidar Haran volvió de nuevo su atención hacia la mujer que se retorcía entre sus dedos. El rostro había empezado a adquirir una tonalidad purpúrea y sus pies se sacudían débilmente.

—Te adaptarás, el cuerpo se doblega al alma, pero la mente se doblega al cuerpo. Ya te estás adaptando. Muy pronto será como si nunca hubieses tenido otro. O puedes rehusarlo. Entonces otro tomará tu puesto, y a ti se te entregará a… mis hermanos, bloqueada como estás ahora. —Aquellos finos labios se torcieron levemente de nuevo—. Echan de menos sus diversiones en las Tierras Fronterizas.

—No puede hablar —intervino Osan’gar—. ¡La estás matando! ¿Es que no sabes quiénes somos? ¡Suéltala, Semihombre! ¡Obedéceme!

La criatura tenía que obedecer a uno de los Elegidos, pero el Myrddraal observó impasible la cara de Aran’gar, cada vez más congestionada, durante unos interminables instantes más antes de bajarla para que sus pies tocasen la alfombra y luego aflojó los dedos.

—Obedezco al Gran Señor. A nadie más —manifestó. La mujer se tambaleó, tosiendo e inhalando aire a bocanadas. Si el Myrddraal hubiese retirado la mano con la que la sostenía, Aran’gar se habría desplomado—. ¿Te someterás a la voluntad del Gran Señor? —No era una exigencia, sólo una pregunta de trámite pronunciada con aquella voz rasposa.

—Lo… lo haré —consiguió responder roncamente, y Shaidar Haran la soltó.

La mujer se tambaleó mientras se frotaba el cuello y Osan’gar se adelantó para ayudarla, pero ella lo amenazó con una mirada furibunda y el puño levantado antes de que la tocara. Él retrocedió, alzando las manos. Ésa era una enemistad que no le convenía. Pero era un buen cuerpo, y un buen bromazo. Siempre se había preciado de su sentido del humor, pero aquello era cómico.

—¿No sentís gratitud? —inquirió el Myrddraal—. Habíais muerto, y ahora estáis vivos. Pensad en Rahvin, cuya alma está más allá de la salvación, más allá del tiempo. Tenéis la oportunidad de servir al Gran Señor otra vez y redimiros de vuestros errores.

Osan’gar se apresuró a afirmar que estaba agradecido, que lo único que deseaba era servir y ganarse la absolución. ¿Rahvin muerto? ¿Qué había ocurrido? Daba igual; un Elegido menos significaba más oportunidades de obtener verdadero poder cuando el Gran Señor estuviese libre. Le escocía tener que humillarse ante una criatura que podía considerarse tan creación suya como los trollocs, pero recordaba la muerte con demasiada claridad. Se arrastraría ante un gusano con tal de no volver a pasar por lo mismo. Advirtió que Aran’gar manifestaba su gratitud con idéntica rapidez a pesar de la ira que había en sus ojos. Saltaba a la vista que también ella recordaba.

—Entonces ha llegado el momento de que retornéis al mundo al servicio del Gran Señor —dijo Shaidar Haran—. Nadie salvo el Gran Señor y yo sabe que estáis vivos. Si tenéis éxito, viviréis para siempre y seréis encumbrados por encima de todos los demás. Si fracasáis… Pero no fracasaréis, ¿verdad?

Entonces sí que sonrió el Semihombre. Y fue como ver sonreír a la muerte.

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