Sueñas; a menudo desde lo más profundo
de las sombrías prisiones,
Surge, como de un infierno, el murmullo
de las sombras.
Víctor Hugo
Los castigos, libro VII
Me llamo Vigo Ravel, tengo treinta y seis años y soy esquizofrénico. Al menos, eso es lo que siempre he creído.
Cuando tenía veinte años, si lo recuerdo bien, pues mis recuerdos no llegan hasta tan lejos y he de fiarme de lo que mis padres me han dicho, me diagnosticaron problemas psicológicos sintomáticos de una esquizofrenia paranoide aguda: perturbación de la memoria a corto y largo plazo, alteración del pensamiento lógico y, sobre todo, mi principal síntoma, llamado «positivo», alucinaciones auditivas verbales.
Sí. Oigo voces en mi cabeza.
Centenares de voces, diferentes, nuevas, cercanas o lejanas. Todos los días, en todos sitios, aquí, ahora. Son murmullos venidos de ninguna parte, amenazas, insultos, gritos o sollozos, voces surgidas de los raíles del metro, voces que flotan en las alcantarillas, que gruñen tras las paredes… Llegan acompañadas de crisis en las que mi vista se turba y mi cerebro grita de dolor.
Desde aquella época, me han hecho seguir un tratamiento a base de neurolépticos antiproductivos, que reducen más o menos mis delirios y alucinaciones. Los medicamentos han evolucionado, pero mi enfermedad, no. He aprendido a vivir con ella y con los efectos secundarios de los antipsicóticos: ganancia de peso, apatía, mirada esquiva, pérdida de libido… La apatía, a fin de cuentas, ayuda enormemente a asumir los demás y a dejar de luchar.
A la fuerza, he acabado por aceptar que estaba simplemente enfermo, que esas voces no eran más que producto de mi cerebro que fallaba. A pesar del sorprendente realismo de mis alucinaciones, las reconocí como tales, me rendí ante la evidencia, tal y como me pedía mi psiquiatra. Al cabo de los años, me rendí. En el fondo, creo que me resultaba menos fatigoso aceptar mi locura que seguir negándola. Mi psiquiatra incluso consiguió encontrarme trabajo hace cerca de diez años. Me contrataron para entrar datos en el ordenador en Feuerberg, una sociedad de patentes. No era complicado, bastaba con teclear kilómetros de cifras y palabras sin preocuparse de los que significaban. Mi jefe, François de Telême, sabía que era esquizofrénico, y esto no le suscitaba ningún problema. Lo principal era que yo lo supiera también.
Sin embargo, después de la explosión de la torre SEAM, ya no estaba seguro de nada, ni siquiera de todo aquello. Aquel día todo cambió para siempre.
Allí ocurrió un misterio que sólo yo conocía y que hizo cuestionarme muchas cosas. Sé que probablemente nadie me crea, pero eso carece de importancia. Además, me he acostumbrado. Hace un tiempo, ni siquiera me creía a mí mismo.
Es difícil hablar de uno mismo cuando no se tienen recuerdos. Es difícil quererse cuando no se tiene historia, pero desde aquella horrible mañana del 8 de agosto, vi a la vida saltarme encima. De repente, tengo muchas garas de hablar. Así que voy a hablar.
Cuaderno Moleskine, nota n.° 89: la búsqueda de sentido.
Ser esquizofrénico no me quita el derecho a reflexionar, aunque sea mal. La búsqueda de sentido no encierra peligros. Es una búsqueda de vida, de existencia, en sentido cartesiano. Pienso, luego existo. La esquizofrenia me hace dudar tanto de lo que es real, que sólo tengo una existencia segura en mi pensamiento.
Todo tiene una explicación. Merece la pena indagarlo todo, porque nada se conoce por completo.
Ésa es la razón por la que anoto, emborrono, busco y escribo en estos cuadernos Moleskine, que tengo por todas partes. Donde quiera que vaya, siempre tengo alguno a mano. Cuando leo -y leo mucho-, cuando pienso, cuando lloro, mi mano acaba siempre rascando las páginas de esos pequeños cuadernos negros. Buenos días, mi pequeño cuaderno negro. No eres el primero ni el último.
A menudo, me refugio en las bibliotecas. Los libros tienen la cualidad de no cambiar jamás de opinión. Pueden intentarlo. Aunque uno los relea, siempre dicen lo mismo. Sólo evoluciona nuestra interpretación. Pero ellos, al menos, tienen una constancia que me tranquiliza. Los más estables son los diccionarios. Puedo afirmar que los diccionarios son mis mejores amigos.
Con la cabeza hundida en las páginas de papel biblia, soy una estatua que piensa. No puedo caer.
Inmediatamente después de la explosión, mientras la sangre corría por mis tímpanos y mis manos, sordo, presa del pánico, me puse a correr durante mucho tiempo. Corrí en línea recta, sin reflexionar, en estado de choque. Mi instinto sólo me dictaba que me alejara de aquel humo negro que se ele vaba en el cielo, y de aquellos trozos que seguían cayendo. A pesar del zumbido que se había adueñado de mis oídos, oía a mi espalda el estruendo de la catástrofe. El desgarro de los palastros, la destrucción de vidrio, las sirenas de alarma… La torre no se había derrumbado todavía. Lo haría unos minutos más tarde.
Abandoné la explanada en llamas de la Défense, puse rumbo hacia Courbevoie y, sin saber verdaderamente lo que hacía, me subí al autobús. La policía todavía no había cerrado el perímetro, y todavía había gente que no estaba al corriente. Intercambiaban la poca información que tenían, lanzaban exclamaciones de incredulidad y terror. La cacofonía empezaba a invadir el autobús. Ante la mirada perpleja de los otros viajeros, me fui a sentar al fondo, en el último asiento, y no pronuncié palabra en todo el trayecto.
Me miraban sin atreverse a hablarme. La mayoría estaban colgados de sus teléfonos móviles e iban descubriendo progresivamente la magnitud del accidente. No tenían duda alguna de que yo venía de aquel infierno, pero no decían nada, nunca decían nada. Me dejaban tranquilo volviendo la mirada.
Cuando llegué a París, bajé del autobús y caminé, más bien titubeante, hasta el octavo distrito. Allí también la gente me miraba de reojo, pero para ellos no era más que otro excéntrico de la jungla parisina. Además, el cálido aire veraniego estaba lleno ya de pánico e incomprensión. Se adivinaba por la actitud de la gente, en los atascos…
Guiado por la costumbre, bajé por el Boulevard Malesherbes, después llegué a la Rue Miromesnil, donde vivía con mis padres.
Sí, con mis padres. A los treinta y seis años, todavía en su casa. No era por capricho, sino que una de las libertades que debía sacrificar por mi esquizofrenia era la independencia.
En ese momento volví en mí mismo, más o menos. En mitad de la calle, me crucé con una pareja joven a la que conocía.
Intenté torpemente ocultar mis manos ensangrentadas. Ellos me lanzaron una mirada inquieta, pero no se detuvieron debido a esa indiferencia adquirida que tan bien cultivan las capitales occidentales. Enseguida, como si aquellos rostros familiares me hubieran sacado de mi estupor, me di cuenta de mi locura. ¿Qué estaba haciendo yo allí? ¡Podría haber ido a la policía o quedarme en el lugar de los hechos con las fuerzas de rescate y explicar lo que había visto! Podría al menos haberme ido al hospital más cercano para que me curaran, pero no, estaba allí, solo, ausente, bajando por la Rue Miromesnil como un zombi descerebrado.
Me preguntaba si debía volví allá, al lugar del atentado, para reunirme con las otras víctimas del atentado y seguir el protocolo oficial; pero estaba demasiado asustado y necesitaba tranquilizarme, reencontrarme, volver a tocar el suelo, y sólo había una forma de hacerlo: debía ir al refugio reconfortante de nuestro antiguo apartamento, cerca del silencio discreto del Parc Monceau. Allí, al menos, sabía quién era, sabía dónde estaba. Y ninguna voz invadía mi cabeza.
Así, seguí caminando en dirección a nuestro edificio, subí lentamente la pequeña escalera y después entré exhausto en nuestro gran salón blanco.
En nuestra casa, todo era blanco: las paredes, los muebles, el suelo…; por consejo del psiquiatra, para que no trastocara mis sentidos.
Tiré las llaves encima de la mesita. Suspiré, después me quedé un momento en silencio, petrificado. Encendí un cigarrillo. El apartamento estaba vacío. Mis padres pasaban el mes de agosto en la playa, como cada año.
Solo. Estaba solo en lo más hondo de mi pesadilla, solo frente a mí mismo, frente a mi entendimiento, consciente, no obstante, de no poder confiar plenamente en ella. En mi persona, la soledad y la razón nunca han ido unidas.
Tras varios minutos, no sé muy bien cuántos, di unos cuantos pasos titubeantes y me dejé caer en el sillón, como un peso muerto. Con un gesto automático y desenvuelto, cogí el mando a distancia y encendí el televisor, como si quisiera verificar que todo aquello había ocurrido de verdad. Como si ver el atentado en la pequeña pantalla fuera un indicio de verdad más serio que el haberlo vivido yo mismo en directo. Después de todo, yo era esquizofrénico; incluso la televisión era más creíble que yo.
Vi las imágenes de la torre SEAM hundiéndose en medio de la Défense en todas las cadenas y desde todos los ángulos durante horas, horas enteras. Y entonces supe que no lo había soñado.
Había una decena de versiones de la misma pesadilla. Los puntos de vista variaban, los encuadres cambiaban, pero siempre era la misma escena. El hundimiento lento e irreal, y después esa humareda opaca, como una nube opaca, que se levantaba por encima del oeste parisino. Los gritos de los espectadores impotentes; las voces quebradas de los periodistas… Cambiaba de una cadena a otra. El contraste cambiaba ligeramente, pero las imágenes permanecían idénticas. Siempre eran las mismas secuencias, las de las cámaras de vigilancia o las que habían tomado en directo los turistas perplejos. Eran imágenes que había visto desde más cerca que nadie, a unos pocos metros.
Escuchaba sobrecogido los comentarios que los presentadores hacían con voz siniestra, por una vez sincera. Oía las hipótesis que se apuntaban. Desde luego se mencionaba el negocio de la sociedad SEAM, propietaria de la torre: una empresa de armamento europea, un buen blanco para un atentado terrorista. A continuación, hacían comparaciones con otros atentados: el del Drugstore Saint-German en 1974, el de la sinagoga de la Rue Copernic en 1980, después el de la Rue des Rosiers, dos años más tarde; el del RER Saint-Michel, en 1995, y, por supuesto, el del World Trade Center de Nueva York, seguido por los de Madrid y Londres. Todos estos ataques se habían atribuido a fundamentalistas islámicos como Abou Nidal, el GIA, Al-Qaeda… Así que, a la fuerza, la hipótesis que se privilegiaba para el caso de la Défense era la islamista. En el fondo, no sé muy bien qué quiere decir eso. Nunca he entendido las religiones en absoluto.
Repitieron en numerosas ocasiones una intervención del ministro de Interior, Jean-Jacques Farkas, un hombre mayor de mirada dura y rostro enjuto, que hacía las promesas habituales: darían con los terroristas y los juzgarían, el asunto se dilucidaría con luz y taquígrafos…
A continuación, se hablaba de las víctimas. Se mostraban fotos, el rostro de los desaparecidos en viejas instantáneas donde se los veía sonreír. Había que humanizar el drama. Se mostraba a las familias inquietas, que esperaban respuestas. El periodista daba paso a un psicólogo especializado en estrés postraumático. Hablaba de ansiedad, depresión, abandono…
Después, llegaba el turno del análisis de las consecuencias políticas y económicas. Vaticinaban cambios radicales en las relaciones internacionales, en la Bolsa, que es una institución que nunca he entendido. Pero todo esto es muy normal; al fin y al cabo, soy yo el que está loco, ¿no?
A aquello le seguía un breve reportaje sobre la SEAM, la sociedad europea de armamento con fondos mixtos cuyo accionariado mayoritario era el Estado francés. Con un volumen de negocios que sobrepasaba los 400 millones de euros, era el segundo mayor exportador de armas de Europa, y obtenía la parte esencial de sus resultados mediante la venta de armas a los países en vías de desarrollo. Fácilmente se llegaba a la conclusión de que la torre habría podido representar un símbolo político y económico para los terroristas, pero todavía no era seguro… Tal vez el ataque a la torre SEAM había sido simplemente un ataque al imperialismo occidental.
Fuera como fuese, los periodistas anunciaron rápidamente que la caza de los terroristas había empezado, según las declaraciones del ministro del Interior. Seguro que había gente a la que eso la tranquilizaba.
Hipnotizado por las imágenes, no reparé en el paso del tiempo.
En aquel instante, me ahogaba en los pozos más oscuros de mi esquizofrenia. Me repetía las mismas frases, flotaba en los mismos pensamientos. Siempre la misma idea, como una voz exterior, intratable, una obsesión. El final de todas las cosas. Mi angustia escatológica.
Llegué a darle este nombre después de buscar en diferentes diccionarios, donde por fin encontré la palabra que se ajustaba a mi mayor miedo. Del griego eschatos, «último», y logos, «discurso»; la escatología es el conjunto de doctrinas y creencias que se ocupan de la suerte última del hombre. Sobre su final, en definitiva.
Cuaderno Moleskine, nota n.° 97: angustia escatológica.
A menudo, tengo la sensación de que el Homo sapiens se está extinguiendo. Puedo ver la lógica del asunto, su evidencia. Y me digo que lentamente nuestra especie camina hacia su propio fin. No querría ceder al catastrofismo, desde luego, pero tengo derecho a estar angustiado.
La tierra tiene 4,5 millones de años. Admito que, pasada una cierta cifra, con el vértigo, es difícil hacerse una idea; pero os prometo que son las cifras del diccionario, es así. La tierra está ahí desde hace 4,5 mil millones de años, queramos o no.
La humanidad, por su parte, sólo lleva presente 2 millones de años; aunque podría parecer un tiempo significativo, es ridículo frente a los 140 millones de años que permanecieron los dinosaurios… Personalmente, eso merece todo mi respeto.
De todas las diferentes especies del ser humano, una sola ha sobrevivido, la nuestra: el Homo sapiens. Su curiosa historia podría haber empezado en África, hace ciento veinte mil años. Algunos creen que podría haber nacido en otro sitio, en Asia tal vez, y mucho antes. Sea como sea, tiene ya una buena edad, la suficiente como para extinguirse… No se me ocurre ninguna alternativa. Un día u otro, nos llegará el turno, y me temo que esta extinción puede ser inminente y que nuestra especie ya huele como un cadáver.
No debo de ser el único que piensa esto.
Desde luego, es posible que esté más preocupado que los demás; poseo una información que nadie más conoce y que no me tranquiliza. Pero estoy seguro de que ya otros sienten e intuyen la extraña impresión de que estamos llegando a nuestro destino, al final de la Historia; de que no podemos ir más lejos y de que es posible incluso que hayamos sobrepasado el límite.
La propia humanidad encierra una gran paradoja, pues es la especie que mejor se adapta a los cambios externos y la que demuestra mayor inclinación a autodestruirse. El hombre es a la vez capaz de inventar la vacuna y de organizar Auschwitz. La DHEA y la bomba de neutrones. Seguro que un día u otro inventarán una pildora de más.
Me gustaría equivocarme, me gustaría poder tener fe todavía; pero no me es posible, hay señales.
En primer lugar, está la impresión de que ya lo hemos probado todo: comunismo, capitalismo, liberalismo, socialismo, cristianismo, judaismo, islam, ateísmo… todo. Ya lo hemos probado todo. Y sabemos cómo ha acabado siempre, en un gran baño de sangre. Nos hemos masacrado a nosotros mismos eternamente, porque somos así. Así es el Homo sapiens: un destructor, un superdepredador del mundo y de sí mismo. Por tanto, ¿cómo no va a extinguirse?
No puedo ser el único que piensa esto.
También está lo demás: el virus que gana terreno en su combate contra el hombre, que se hace cada vez más fuerte, más difícil de derrotar; el clima, la capa de ozono, el calentamiento global, la sobrepoblación, la erosión del suelo, las catástrofes naturales, que cada vez son más numerosas y más devastadoras; la política, que es incapaz de detener nuestra caída y nuestros fracasos; el enfrentamiento que se avecina entre el norte y el sur… Por más que seamos los campeones de la adaptación, hemos de ser realistas, a fuerza de rebuscar en la mierda, acabaremos en el contenedor de reciclaje.
Y si verdaderamente, tal y como pretendían que creyéramos hace dos años los individuos involucrados en el asunto de la Piedra de Jordán, estamos solos en el universo, entonces, mi angustia escatológica es todavía más terrible, pero eso no la hace menos probable. Tras dos millones de años de evolución, el Homo sapiens estaría solo y sería el único ser pensante en la inmensidad del universo. ¿Un milagro absoluto de la vida, o un accidente sin sentido? Vaya uno a saber. Y un día se extinguirá. Solo. Insignificante en la riqueza del infinito. Un inmenso estropicio.
Pues en esto consiste mi angustia escatológica. A menudo tengo la sensación de que el Homo sapiens se está extinguiendo.
Tal vez en el fondo sea hora de que la naturaleza pase a otra cosa.
Debían de ser las tres o las cuatro de la mañana, cuando el hambre se hizo más fuerte que el poder de atracción de la televisión. Me levanté empapado en sudor, me dirigí a la cocina y abrí el frigorífico. Dudé durante un instante, sentí el aire fresco que salía del interior, después cogí las sobras de la víspera y fui a sentarme en el sillón sin tomarme la molestia de calentar el plato.
Mientras comía, empezaron a desfilar por la pequeña pantalla las fotos de nuevas víctimas, con sus nombres escritos debajo. Pronto el telediario sería una gigantesca página de necrológicas, y, por mi parte, no conseguía despegarme de aquel morboso espectáculo.
De repente, tuve una revelación.
A la vez que apartaba a un lado el plato vacío, la verdad que se me había escapado me heló la sangre. Fue como si la siniestra acumulación de aquellas imágenes hubiera acabado por retomar el contacto con la realidad. Con una cierta realidad. Tuve la sensación de despertarme al fin, de abrir los ojos: de golpe, recordé que había sobrevivido al atentado y el porqué. Entonces me di cuenta de que mi presencia allí, en ese sofá, con las manos todavía llenas de sangre, era absurda, irreal.
Sencillamente, tomé conciencia de que algo no marchaba, algo inverosímil.
La principal información que parece interesar a los telespectadores después de un atentado es el cómputo humano, el número exacto de muertos. Durante los días que siguen al drama, la cifra oficial aumenta, como una gran y macabra venta en una subasta, y se diría que la gente lo está esperando y que se decepciona cuando se para.
He hablado de la gente, pero hay que ser honesto: no me considero ajeno a esta malsana obsesión. Tal vez esté loco, desde luego, pero soy como todo el mundo.
No consigo explicármelo, pero también yo siento esa mórbida fascinación por el número de muertos tras los atentados o las catástrofes naturales. Por esa razón no consigo despegarme del televisor. Tal vez sea el querer ser testigo de algo que se sale de lo común. No es que disfrutemos con la muerte de los demás, sino que cuanto mayor sea el recuento, más cae dentro del ámbito de lo excepcional. Supongo que cuanto más grave sea el drama del que nos hemos librado, más vivos nos sentimos. Ya que uno no puede sentirse más lleno de vida que cuando ve pasar la muerte de cerca, o cuando la vive por poderes.
Debe de ser efecto de mi angustia escatológica. La muerte me da tanto miedo que no puedo evitar sondarla.
Cuaderno Moleskine, nota n.° 101: la muerte.
Lo que distingue a los hombres de los animales no es sólo su lenguaje articulado, sino también su facultad de reflexionar sobre sí mismos y, por tanto, de tomar conciencia de su propia finitud. No somos más que una sola cosa: seres que mueren. Vosotros, yo. Morimos lentamente.
En lo más profundo de mi ser, hay una inmensa paradoja. En realidad, hay muchas más, pero ésta de la que hablo es sin duda la más asombrosa.
Soy esquizofrénico. En pocas palabras, soy un discapacitado del alma, mi vida es una gran burla, algo inútil sin sentido. Y, sin embargo, nada me da más miedo que la muerte. He aquí la paradoja. ¿Cómo puede alguien temer que se termine una vida que apenas tiene interés? No sé por qué, pero así es. Me conformo con que el miedo me corroa las entrañas.
Parece ser que el riesgo de suicidio es elevado en los esquizofrénicos. La naturaleza nunca hace nada a medias. Más del 50 por ciento de los pacientes comete al menos un intento de suicidio en su vida, y más del 10 por ciento consigue poner fin a sus días. ¿Alguna vez se ha cruzado esa idea por mi cabeza?
Mi angustia por la muerte llega de noche. Es tan terrible que me hace llorar como un niño. Me incorporo en mi cama, noto las palpitaciones de mi corazón, el sudor chorrea por mis manos y todas las voces que viven en mí al fin se ponen de acuerdo para gritar una sola frase. Siempre la misma frase: «No quiero morir». Cierro los ojos, todos mis ojos: los de mi cuerpo y los de mi alma. Y lucho por no pensar más en ello. Todo mi ser rechaza la idea de la muerte de pleno. Esto hace mucho ruido en mi cabeza, pero acabo durmiéndome. Es la mejor manera de no verla llegar.
Vivo, estoy vivo, y no es posible que eso termine.
Se dice que en nuestra sociedad -Occidente, siglo XXI, el imperio de la hipocresía- la muerte se ha convertido en un tema tabú y que, a fuerza de no verla, ha acabado dándonos miedo. Pero ¿en qué podría ayudarme ver la muerte de los demás a aceptar la mía?
No vemos la muerte de los demás, la constatamos. El muerto es un objeto que desaparece. Pero yo no soy un objeto, yo soy un sujeto, ¡mierda! Hay que comparar lo que es comparable. Yo es un sujeto, ¿no? No sé ni por qué os lo pregunto. ¿Cómo podríais saberlo? Sólo soy un sujeto para mí mismo.
Entonces no, mi vida no se ve afectada por la muerte del otro, la experiencia de la muerte no es transferible, y, por tanto, ninguna muerte me hará aceptar la mía. Al contrario, la desaparición de los demás me recuerda la fatalidad que me espera, sin permitirme pensar, y todavía menos aceptar, mi propia muerte. ¿Cómo prepararse para lo que no se va a vivir? No puedo pensar en mi muerte por analogía a través de los demás, ya que mi muerte es única, incomunicable, y seré el único que la conozca.
Mi muerte no es inobservable, porque cuando llegue ya no estaré. No estar más, tampoco ser. Nada. Ni siquiera esa gran nada que éramos antes de nacer, pues al menos éramos una posibilidad. Pero ¿después?
La muerte es un grado de soledad todavía mayor que la vida. Como si no fuera suficiente con eso.
Veinticuatro horas después del atentado de la torre SEAM, los periodistas eran todavía incapaces de dar el recuento exacto. Decían que probablemente había más de mil victimas. «Pero corremos el riesgo de que la cifra oficial aumente sensiblemente en las próximas horas; quédense con nosotros.» La única cosa que repetían con seguridad era que, como la explosión que había tenido lugar en la planta baja había impedido una evacuación, ninguno de los ocupantes de la torre había sobrevivido.
Eso no era del todo exacto. Ahí estaba yo. Pero yo era el único que lo sabía, del mismo modo que era el único que conocía la razón, el motivo por el que había escapado de la explosiones.
Y esa razón no tenía sentido. Lo cambiaba todo. Y, en ese momento, en ese lugar, sentado en el sofá blanco de mis padres, me aterrorizaba, porque sabía que nadie me creería y que yo debería hacer acopio de mis fuerzas para creerme a mí mismo.
Había llegado a la torre SEAM poco después de las ocho de la mañana el día del atentado. Tenía mi cita semanal en el piso cuarenta y cuatro, en el gabinete Mater, el centro médico en el que trabajaba el psiquiatra que me había tratado siempre, el doctor Guillaume, que, según mis padres, era el mejor especialista de París. Cada semana, me inyectaba neurolépticos de acción prolongada, lo que me permitía no tener que tomar pildoras todos los días, y llevaba el seguimiento de mi enfermedad.
Unos quince segundos antes de que las bombas explotaran, veinte como máximo, mientras esperaba el ascensor en el vestíbulo de la torre, ocurrió algo que me llevó a abandonar corriendo aquel lugar; algo extraordinario que nadie, sin duda alguna, querrá creer.
En efecto, en aquel preciso instante, fui presa de una crisis epiléptica, tal y como mi médico las llamaba: unas «crisis de epilepsia temporal» que ocasionaban «accesos delirantes». Migraña, pérdida del equilibrio y problemas de visión eran las señales que, cada vez, anunciaban la llegada de mis alucinaciones auditivas; pero aquella vez ocurrió algo diferente. Oí en mi cabeza una voz que no era habitual. Y ahora sé con seguridad que no era cualquier voz.
Era la voz de uno de los portadores de las bombas.
No me hago ninguna ilusión: lo achacarán a mi locura y a mi manía persecutoria. De todos modos, estoy seguro de que era la voz de uno de los terroristas. Justo ahí. Como un susurro en el centro de mi cerebro.
Una voz llena de miedo y entusiasmo a la vez, una voz llena de urgencia y de amenazas. Una voz, en definitiva, que me hundió en un escalofrío glacial. Comenzó con unas palabras que no pude entender, palabras extrañas cuyo significado se me escapaba, pero que ahora no puedo olvidar. Recuerdo cada palabra, con precisión, a pesar de no haberlas entendido en aquel momento. «Brotes transcraneanos, 88, es la hora del segundo mensajero. Hoy, los aprendices de brujos en la torre; mañana, nuestros padres asesinos en el vientre, bajo 6,3.»
En el transcurso de mi vida, a menudo me ha parecido oír frases que parecían no tener sentido alguno. Mi psiquiatra me explicó muchas veces que ese tipo de discurso incoherente, aquellas alteraciones del pensamiento lógico eran una consecuencia normal de mis problemas psicóticos… Pero aquella vez fue diferente. Había algo más oscuro, más perturbador, tal vez en la entonación de la voz. Y además, realmente no es que la frase no tuviera sentido, sino que más bien parecía tener uno muy profundo que se me escapaba completamente: una realidad que no podía percibir, pero que escondía una misteriosa coherencia.
Después hubo otras palabras. Y entonces el pánico se apoderó de mí por completo.
La voz se calló durante unos segundos, después volvió, más grave todavía, y pronunció estas últimas palabras: «Ya está. Va a saltar. Todo el mundo morirá en esta puta torre de vidrio. Por la causa. Nuestra causa. Se van a enterar. Van a reventar todos. Esto va a saltar por los aires».
Llevaba años intentando ignorar las voces que hablaban en mi cabeza y no darles importancia. Pero aquel día, de repente, sin poder explicar por qué, sentí miedo y creí en aquellas palabras que acababa de escuchar. Me convencí en lo más hondo de mi ser de que eran reales. Muy reales. Comprendí que no mentían, que la torre iba a explotar literalmente…
Entonces huí. Sin esperar, sin razonar. Corrí fuera de la torre a toda velocidad, como perseguido por una horda de demonios. La gente me miraba con extrañeza. Algunos, como el vigilante de la torre, sabían tal vez que era uno de los locos que iban al gabinete del doctor Guillaume y no prestaron atención…
Cuando las bombas explotaron, estaba a unos treinta metros de la torre, no más; pero fue suficiente para salvar mi vida. Impulsado por la deflagración, caí al suelo, perplejo, herido, lastimado, pero vivo. Vivo.
Y a la mañana siguiente, sentado frente al televisor, después de haber pasado una noche alelado en el gran salón blanco de mis padres, con los ojos fijos en la pantalla, me acordé repentinamente de algunas frases. Aquellas voces que me habían salvado la vida. «Brotes transcraneanos, 88, es la hora del segundo mensajero. Hoy, los aprendices de brujos en la torre; mañana, nuestros padres asesinos en el vientre, bajo 6,3.»
Y entendí que todo iba a cambiar.
¡Porque, después de todo, tenía que haber oído aquellas extrañas palabras! ¡Por muy increíble e imposible que parezca! Si todavía estaba vivo allí, en aquel sofá, era porque las había oído, ¿no? Y si me habían salvado del atentado las voces de mi cabeza, y si me habían permitido huir apenas unos segundos antes del instante fatídico…, ¿cómo podía explicarlo?
Angustiado y agotado, me esforzaba por creer lo que acababa de comprender. No osaba formularlo, ni admitirlo. Llevaba tanto tiempo convencido de que estaba enfermo, que no podía negarlo de repente. No. Tenían que ser mentiras de mi cerebro enfermo, simples mentiras, alucinaciones. Y sin embargo, ¡el atentado no había sido un sueño! Aparecía en las pantallas del mundo entero. Las heridas de mi frente y mis manos no eran invención mía. Había estado al pie de la torre, y aquellas voces me habían ordenado huir. Me habían salvado la vida. Ésa era la verdad objetiva, ni más ni menos. Por tanto, debía tener el coraje de admitir la evidencia, la fuerza necesaria para aceptarla: cuestionarme aquello en lo que llevaba creyendo desde hace tanto tiempo, cuestionarme lo que me había costado tanto esfuerzo.
No había otra explicación, ningún otro razonamiento posible. Si había sobrevivido era porque las voces de mi cabeza no eran alucinaciones.
Sí, haber sobrevivido sólo podía significar una cosa: yo no era un esquizofrénico. Era… Era otra cosa.
Cuaderno Moleskine, nota n.° 103: el otro.
Estoy yo. Estáis vosotros. Están ellos.
Yo escribo; vosotros leéis, tal vez. Pero estas palabras no son yo. No me leéis a mí: yo soy inaccesible. Y no lo digo para vanagloriarme. Es así, forma parte del ser humano.
¿Acaso me oís? No. ¿Acaso podéis ver en mi interior? Todavía menos. Igual que yo no veo dentro de vosotros, aquí, ahora. No lo intentéis. Siempre seremos extraños.
El otro. Necesitaba estar seguro. Lo he buscado en diccionarios, y he comprobado que a ellos también les suscita dificultades. Normalmente se puede confiar en ellos, pero en este caso, pinchan hueso. El Petit Robert se ríe de nosotros.
Otro: Pronombre. El otro. Los otros hombres. V. próximo.
¡Qué graciosos! «¡Véase próximo!» Difícilmente podrían ser menos precisos. No es el tipo de definición que tranquiliza. Hay que buscar en la filosofía para que dé menos miedo. En el diccionario de Armand Colin, hay algo que casi resulta reconfortante.
Otro: 1. En sentido general: el otro como yo que no es yo, como correlativo del yo. 2. Fil.: en Rousseau: el otro designa a mi semejante, es decir, a todo aquel que vive y que sufre, con el que me identifico en la experiencia privilegiada de la piedad. En Hegel: el otro, dato irrecusable como existencia social e histórica, es, en una relación intersubjetiva, constitutivo de cada conciencia en su mismo origen…
Dato irrecusable… Hegel lo dice para gustar.
No hay mayor soledad que la que se siente frente a los demás.
Es una soledad que resulta agotadora. Solo, solo, solo, estoy solo. A veces, siento ganas de estar con otro, pero ¿para qué?
El otro es un misterio y una paradoja. Desde siempre, es el causante de todos mis tormentos. No os escondáis. Verdaderamente no es culpa vuestra. Es así. Y de todas maneras, sólo existo a través de vosotros.
Ésta es la verdad: el Homo sapiens no puede existir solo. Necesita un padre y una madre para ver la luz. Somos el producto de otros. Y esta dependencia jamás nos abandona. Se ve en todas partes. El lenguaje, la cultura… Todo viene de los otros. Somos herederos constantes.
Y, sin embargo, el otro permanece siempre inaccesible. Veo el cuerpo del otro, pero jamás veo su espíritu. Jamás veo su alma, su interioridad. Y mi interpretación del otro es forzosamente inexacta, igual que la que vosotros hacéis de mí.
Mientras el otro siga siendo otro, seremos víctimas de una eterna incomunicabilidad por mucho que intentemos evitarlo.
La invención del lenguaje es la mejor prueba de nuestra incapacidad de comprendernos.
Sentado en el salón de mis padres, me pasé el día entero dando vueltas a esa frase en mi cabeza. «No soy un esquizofrénico, soy otra cosa.» Parecía que intentara convencerme, y aquello me angustió terriblemente. Desde luego, la angustia era una vieja compañera; pero aquel día tenía un sabor que no conocía y que me atenazaba el corazón.
Habían pasado veinticuatro horas desde los atentados. Intentaba pensar con claridad y calmarme, reparar los habituales desvarios de mi pensamiento lógico. Los fallos.
«Esquizofrenia paranoide: el sujeto puede estar convencido de que fuerzas sobrenaturales influencian sus pensamientos y acciones.»
Mientras me fumaba un cigarrillo Camel, escribí frenéti camente todo lo que pude en un papel para no perder el hilo. Las cenizas caían sobre las hojas, pero no las apartaba. Muy pronto, había llenado centenares de páginas, que tiraba al suelo alrededor del sofá y que se amontonaban como en otoño las hojas al pie de un árbol. Hice esquemas, dibujos. Subrayaba las frases importantes, las que servían de vínculo entre las diferentes afirmaciones de mi razonamiento. Las conjunciones. «Unas voces en mi cabeza me han dicho que el edificio iba a saltar por los aires. POR TANTO, salí corriendo del edificio. El edificio explotó. POR TANTO, las voces no eran alucinaciones. POR TANTO, no soy esquizofrénico.»
De vez en cuando, soltaba algún grito de rabia o de miedo. Me levantaba tembloroso y daba vueltas por el apartamento de mis padres, sin dejar en ningún momento de morderme las uñas. «Pero, si no soy esquizofrénico, ¿qué soy entonces, doctor?»
Después volví a sentarme y me quedé unas cuantas horas sumido en una familiar apatía.
«Por tanto, por tanto, por tanto.¡Mierda de CQFD! CQ mierda de FD.»
Más tarde, tras recuperar la calma, intenté poner orden en los acontecimientos. Anoté varias veces la fecha y la hora del atentado, después las comparé con la cita con el doctor Guillaume que tenía apuntada en mi agenda. El 8 de agosto a las 8 horas. Las horas encajaban. Miré el billete de metro que todavía guardaba en el bolsillo. La hora y la fecha de la validación probaban sin dudas que había acudido a la cita. «Por tanto, estaba allí en el momento de la explosión. Por tanto, por tanto, por tanto.»
Me examiné las manos. ¿Las heridas eran reales? Me levanté, entré en el baño y las dejé bajo el agua un instante. El fondo del lavabo se coloreó de rojo. Estaba verdaderamente herido. Era sangre de verdad. Pegajosa.
No era esquizofrénico, no era esquizofrénico, no, no, no. Todo encajaba.
En el fondo, habría preferido que no hubiera sido así. Habría preferido tener la certidumbre de ser víctima de una nueva alucinación, haber sido el bueno de «Vigo Ravel, treinta y seis años, esquizofrénico». Simplemente. Pero todo encajaba.
El problema era que la realidad era mucho más angustiosa que una alucinación. No conseguía alcanzar cierta tranquilidad de espíritu. «Espíritu sano. ¿El espíritu santo? Las ideas en orden. ¿No están en su sitio? Desplazadas. Las ideas desplazadas. Las ideas, un poco demasiado a la izquierda. No os mováis más, ideas. Siéntate. Túmbate. Las alucinaciones auditivas, señor Ravel, se deben a un aumento funcional de las áreas del lenguaje, en las partes frontales y temporales izquierdas del cerebro. Un cerebro lento. Un cerebro volante. Un ciervo volante. Que vuela. Muy alto. Muy por encima de la media. Cuidado con la caída. Es mi angustia escatológica. El Homo sapiens está en proceso de extinción. De extinción. De extenderse. Tierno. No es tierno.»
Entrada la madrugada, creo que seguía sin dormir, y acabé por hundirme en un sueño agitado. Sacudido de vez en cuando por sobresaltos de angustia, me levanté bañado en sudor pasado el mediodía. No había apagado el televisor, pero mi visión era turbia, así que no conseguía enfocar para ver correctamente las imágenes. Me froté los ojos. No había nada que hacer.
Me levanté de un bote, me fui al baño para asearme un poco. Me miré en el espejo. Mi vista volvió a la normalidad. «¡Vigo, piensa, reflexiona! ¡Reponte! ¡Todo esto no es más que una gigantesca alucinación! Una crisis aguda, es todo. Te perdiste la inyección de neurolépticos de los lunes por la mañana, ahí lo tienes. ¡Estás desbarrando, pedazo de esquizo! ¡Pedazo de puto esquizo de mierda!»
Toqué a la puerta del lavabo, después abrí el botiquín y me tomé dos comprimidos de Leponex para las alucinaciones y dos de Depamida para el humor: un cóctel de probada eficacia para mis crisis más graves. En tan sólo unos minutos haría efecto.
Cuando volví al salón, un periodista sentado en mi sillón estaba entrevistando a uno de los responsables de la seguridad del barrio de la Défense. Era un tipo austero. Cogí un cigarrillo y me senté junto a ellos.
– … autoridades hablaban ya de más de mil trescientos muertos, en su última conferencia de prensa. ¿Se sabe ya cuántas personas había en la torre en el momento de la explosión?
– Todavía es un poco pronto para decirlo. En el mes de agosto, la afluencia a las oficinas baja sensiblemente. Pero, en general, en verano, hay al menos dos mil personas que vienen a trabajar por la mañana…
– Entonces, en su opinión, ¿podría haber al menos dos mil víctimas?
– Por el momento no puedo pronunciarme al respecto… Tan sólo esperamos que haya las menos posibles, y compartimos el dolor de las familias…
– ¿Quién había en la torre en el momento de las explosiones?
– Estaba el personal de la torre, evidentemente, y sobre todo los empleados de la oficina.
– ¿Cuántas sociedades albergaba la torre SEAM?
– Unas cuarenta.
– ¿De qué lectores?
– Desde luego, está la sede social de la SEAM, propietaria de la torre, que es una sociedad europea de armamento. Pero la empresa alquilaba una buena parte de los locales a otras compañías, principalmente, a empresas privadas. En general eran sociedades de servicios, de seguros de SSII, ese tipo de cosas…
Fruncí el ceño. ¿Principalmente, empresas privadas? ¿Y qué pasaba con el gigantesco gabinete médico que ocupaba todo el último piso? El gabinete Mater. ¿Por qué no lo mencionaba?
El doctor Guillaume… Su rostro me vino a la memoria, y los otros dos desaparecieron de mi sofá.
Ah, si tan sólo estuviera allí mi psiquiatra… ¡Él podría tranquilizarme! Me ayudaría a reencontrarme, a identificar mi alucinación y no dejarme llevar por la locura. Y entonces volvería a ser un esquizofrénico como los demás. Un buen y tierno esquizofrénico. Pero había que rendirse a la evidencia. El doctor Guillaume debía de estar muerto a esas horas. Aplastado bajo los escombros, carbonizado. Y, ahora, yo era el único juez de mi realidad. El único, el único, el único.
Cerré los ojos e imaginé el cuerpo calcinado de mi psiquiatra. No llegó a parecerme triste, sino más bien dramático. Egoístamente, me preguntaba cómo iba a poder recuperar mi historial médico. ¿Cómo iba alguien a poder revisar mi diagnóstico si no disponían de las notas de mi psiquiatra de los últimos quince años?
Alejé esa idea de mi cabeza. Era indecente pensar en mi historial médico cuando el doctor Guillaume estaba muerto sin ninguna duda. Un pequeño montón de cenizas. Entonces me di cuenta de que mis padres se iban a hundir cuando se enteraran del fallecimiento del psiquiatra.
Mis padres… Pensé en ellos. ¿Cómo es que no habían llamado todavía? Sabían que iba todos los lunes por la mañana a aquella torre. ¿Tal vez todavía no se habían enterado del atentado? Durante sus vacaciones, en la casita que alquilaban en la costa, eran capaces de no ver la televisión, ni leer los periódicos durante varios días. A aquella hora, seguramente se estaban tomando un cóctel al borde de su piscina, sin preocuparse ni por un instante de que su hijo hubiera sobrevivido al más terrible atentado jamás cometido en suelo francés.
De todos modos, no tenía con mis padres, Marc e Yvonne Ravel, una relación muy calurosa; no obstante, parecían interesarse por mi suerte, a su manera, en todo caso, lo suficiente como para alojarme y animarme a ver al doctor Guillaume una vez a la semana, por ejemplo. Digamos que manteníamos una relación respetuosa y cordial, que se ocupaban de mí sin lamentarme por mi deficiencia psicológica, pero sin demostrarme, no obstante, un afecto desbordante. No había nada de pasión. El hecho de que no tuviera ningún recuerdo ni de mi infancia, ni de mi adolescencia, no facilitaba, sin duda, las cosas, ni a ellos, ni a mí. No había buenos recuerdos que compartir, ni vacaciones, ni celebraciones, ni fiestas de familia… No recordaba nada y me sentía diferente a ellos, casi un extraño.
Me gustaría hablar largamente sobre mi padre, sobre mi madre, pero sinceramente tengo la impresión de no conocerlos. Es terrible: sería incluso incapaz de decir su edad. No sé nada ni de su pasado ni de su infancia. No sé cómo se conocieron, ni dónde y cuándo se casaron, en resumen, todas esas cosas que los niños saben y que un día comprenden.
Por lo general, teníamos poca relación. De todas maneras, prácticamente no tenía relación alguna con nadie, aparte de con mi jefe y mi psiquiatra, sólo tenía relaciones… de tipo profesional.
Los fines de semana, mis padres salían de la ciudad. Yo me quedaba solo en París, feliz por poder disfrutar del apartamento, encerrado en mi acostumbrada soledad. Entre semana, cuando volvía por la tarde de trabajar, ya habían cenado Y mi madre me dejaba algo de comer en la cocina. Cenaba solo, en la mesita de contrachapado, distinguiendo a lo lejos el ruido de la televisión de su habitación. A veces, los oía discutir. No podía evitar pensar que yo era el motivo de la mayor Parte de sus peleas. Mi nombre aparecía regularmente en la conversación. Tras unos minutos, mi padre gritaba más fuerte y se acababa. Parecía tener el argumento final para zanjar siempre el debate. Y mi madre se resignaba. A menudo me cruzaba con ella en el salón, después de aquellas peleas. Comentábamos alguna banalidad, casi enfadados. Ella parecía triste, pero yo no conseguía compadecerme de ella. Le dirigía una sonrisa vacía y después me solía ir a mi habitación, donde me encerraba hasta el día siguiente. Allí, leía libros, montones de libros, sobre los que tomaba notas, montones de notas, y finalmente, acababa durmiéndome intentando no pensar. Ese aislamiento era para mí la mejor manera de olvidar las voces de mi cabeza. No dejaba de ser algo siniestro, soy consciente, pero al menos no me sentía oprimido. Y, aunque, desde luego, había en lo más hondo de mí un ser que soñaba con algo diferente, había acabado por acostumbrarme. De todas formas, los efectos secundarios de mis neurolépticos no me incitaban a hacer nada más. Mis padres, tampoco, por otra parte.
A veces, me decía que eran tan letárgicos como yo. Me hacían pensar en las caricaturas de jubilados que se ven en los anuncios de los seguros de defunción, salvo por la sonrisa ficticia.
Pasada con creces la sesentena, ambos habían trabajado durante toda su vida en un ministerio; eso lo sabía. Pero no estaba seguro de en qué ministerio. Siempre hablaban de «el ministerio». Y mis recuerdos no llegaban lo suficientemente lejos. Hasta donde llegaba mi memoria, siempre habían estado jubilados.
En cierto sentido, eso me iba bien. De repente, me pregunté qué habría hecho si hubiera tenido unos padres más presentes, o, incluso, más afectuosos. Me pregunto si eso no me habría agobiado, si no habría sido peor.
A pesar de todo, decidí en ese momento que tenía que avisarlos; decirles que estaba vivo, al menos les debía eso.
Cogí el teléfono y marqué el número de la casa de vacaciones. Nadie respondió. Dejé sonar durante más tiempo, por si estaban lejos del aparato, pero no. Nada. Debían de haber salido. Solté un suspiro y volví a colocar el auricular.
Durante un instante, me pregunté si aquello era real. Empecé a tocarme la mejilla con la mano. Sentí los pelos duros de mi incipiente barba. ¿Era ésa mi mejilla? Acaricié mi vientre hinchado por los neurolépticos. ¿Era mío de verdad? ¿Yo era aquel tipo grande de pelo negro, un poco grueso, ancho de espaldas y de gesto desmañado? ¿De verdad estaba allí, en el apartamento de la Rue Miromesnil? Y mis padres ¿estaban de verdad en la costa? ¿De verdad era agosto? ¿Había sucedido realmente el atentado? ¿Había sobrevivido? ¿Había sido gracias a las voces en mi cabeza?
«Esas voces en mi cabeza. Cabeza, cabeza, cabeza.»
Y entonces, volvía la única pregunta de verdad. Redundante, obsesionante, penosa, dificultosa.
«¿Soy esquizofrénico, sí o no?»
Me eché a llorar suavemente. Era un lloro perdido, malgastado, infantil. No conseguía juzgar la validez de mis puntos de referencia y anclarme con seguridad en la realidad. Daba igual en cuál. Y eso me entristecía y me hacía sentir desamparado. Tenía ganas de refugiarme en mi interior, detrás del velo de mis lágrimas, pero no estaba seguro de estar solo allí. Aquellas voces podían volver a acosarme, en todo momento. Las palabras del doctor Guillaume me volvían a la cabeza como una vieja regañona cuya voz hubiera estado grabada en un magnetófono anticuado. «Sufre distorsiones tanto en su pensamiento como en su percepción, Vigo. Pero intente no encerrarse en usted mismo. Eso les pasa muy a menudo a las personas que sufren sus mismos problemas. La alteración de su contacto con la realidad no debe empujaros a la exclusión…»
No excluirse de la realidad. ¿Cómo se hace eso?
Me sequé algunas lágrimas que habían resbalado por mis mejillas. Miraba de nuevo la televisión. ¿Eso era la realidad, lo que salía en aquel pequeño aparato, las voces y las imágenes?
Pero, entonces, ¿por qué esos condenados periodistas no hablaban del gabinete médico del último piso? Todo era muy extraño. El gabinete era grande y, según mis padres, gozaba de una buena reputación. Había muchos médicos en esos locales, me había cruzado con decenas de ellos, y un montón de aparatos de análisis… ¡Eso debería haber interesado a los periodistas! Y era asombroso que nadie hablara del doctor Guillaume…, «el mejor psiquiatra de todo París».
En lugar de eso, filmaban a pobres personas que desfilaban por la Défense: unos con fotos de un desaparecido, que mostraban a los bomberos, a los policías, con aspecto desesperado; otros que consultaban las primeras listas oficiales de las víctimas, que estaban colgadas cerca del puesto médico avanzado.
De repente, se adueñó de mí la idea de volver al lugar. Tal vez el nombre del doctor Guillaume estaba escrito en las listas, o tal vez había sobrevivido… ¿Por qué no? Si aquella mañana había llegado tarde, él también podía haberse escapado de las bombas.
Necesitaba saberlo. No era razonable, sin duda, las esperanzas eran pocas, pero necesitaba saberlo. El doctor Guillaume era la única persona que podía ayudarme. Él era el único vínculo que podía volver a unirme a la realidad. El único que podría decir si era o no esquizofrénico. Tenía que verlo. Si estaba vivo, podría explicarle cómo me habían salvado las voces del atentado. Él me creería, o si no, me lo explicaría. Él sabría qué hacer.
Sin pensarlo más, me levanté y abandoné el apartamento.
Esa vez, cogí un taxi. -¿Qué le ha pasado?
Me di cuenta de repente de que debía de tener un aspecto lamentable.
– He estado en los atentados.
El chófer me lanzó una mirada de asombro. Miró mi ropa cubierta de sangre y de suciedad.
– ¡Dios mío! -soltó-. Usted está herido…
– Nada grave…
– ¿Y no ha ido al hospital?
– No, tengo que volver allí.
– ¿A la Défense? -Sí.
– Pero todo el sector está cerrado, señor.
– Tengo que ir. Tengo… Tengo familia que ha desaparecido allí -mentí-. Quiero volver. Lléveme lo más cerca posible, por favor.
El taxista dudó durante un momento antes de acceder. Debió de apiadarse de mí y pensar que estaba en estado de choque. De hecho, no se equivocaba del todo.
Era un magrebí de unos cincuenta años. Tenía una mirada alegre, que desprendía una generosidad muda, con bonitas arrugas alrededor de los ojos.
Arrancó sin esperar más y se dirigió hacia la Porte Maillot, mirando regularmente por su retrovisor. Yo veía su mirada de inquietud en el pequeño espejo rectangular. Tenía miedo de hablar. Hice todo lo posible para no continuar la conversación. Tapándome la boca con la mano y con la cabeza apoyada en el cristal, miraba a la gente que estaba fuera en sus coches, en las aceras, cada uno con su propia realidad. Había madres con sus niños, parejas, ancianos…, cada uno con su vida. Todas aquellas trayectorias invisibles que apenas eran visibles… Esos futuros que tal vez podían adivinarse… Los otros.
Lentamente sentí que llegaba: la crisis. Mi frente pareció invadida por una ola de dolor, insistente, pesado, y después el mundo se desdobló ante mis ojos. Las siluetas se multiplicaban; el horizonte se dividió.
«Pobre tipo, pobre, pobre tipo. Está completamente colgado.»
Me sobresalté. ¿Ésa era la voz del conductor? ¿En mi cabeza? ¿O era una alucinación? Habría jurado que era su voz. Seguía mirándome por el retrovisor, con aspecto desolado. Aparté la mirada. Tal vez había imaginado esa frase… Sí. Seguramente mi cerebro la habría producido.
Sin embargo… ¡Ya no sabía dónde estaba! No sabía qué creer. Desde hacía más de diez años mi psiquiatra afirmaba que no oía los pensamientos de la gente, sino que eran alucinaciones producidas por mi propio cerebro: alucinaciones auditivas, nada más. Pero, ahora, empezaba a dudarlo. «Pobre tipo.» Eso no podía ser una alucinación, ¡era tan real! No podían ser otra cosa que los pensamientos del conductor, y nada más.
En el mismo instante, las palabras del atentado me volvieron a la mente. «Brotes transcraneanos, 88, es la hora del segundo mensajero. Hoy, los aprendices de brujos en la torre; mañana, nuestros padres asesinos en el vientre, bajo 6,3.»
Me estremecí.
– ¿Podría encender la radio, por favor? -pregunté sin levantar la mirada.
– ¿Quiere los informativos?
– No, no, música. Bastante fuerte, si no le molesta.
Encendió el aparato. La melodía de una música oriental inundó enseguida el coche. Resoplé. Era un medio que había encontrado hacía tiempo para que no me molestaran las voces: escuchar música muy alta. Me relajé un poco mirando el cielo azul del verano. Me gustaba París en el mes de agosto. Había menos gente en la calle, menos voces en mi cabeza. La luz daba a los edificios un aspecto nuevo. Las ventanas de todos los pisos estaban abiertas. Eso me gustaba, me parecía acogedor.
– Lo siento, señor, no nos podemos acercar más -anunció finalmente el conductor, al tiempo que paraba el coche junto a la acera, en el límite entre Neuilly y la Défense. Los bulevares circulares están cerrados. Tendrá que caminar.
Frente a nosotros, unas barreras bloqueaban la carretera y provocaban un enorme atasco.
– De acuerdo. ¿Cuánto le debo?
Se volvió con una amable sonrisa en el rostro.
– Nada, señor -dijo el hombre, dándome una palmadita sobre la mano-. Esto corre de mi cuenta. Buena suerte con su familia.
Asentí con la cabeza, intentando demostrar agradecimiento. No se me dan muy bien los gestos afables. Sentía ganas de darle las gracias dignamente, pero no sabía hacerlo. Saber dar o recibir un poco de amor es todo un arte. Y yo no he recibido una buena formación.
Salí del taxi y me dirigí hacia la humareda que seguía levantándose sobre el barrio de negocios. Crucé varias calles, después pasé por el complicado laberinto de túneles subterráneos. Me había perdido ya más de mil veces en aquel complejo de cristal y hormigón. El arquitecto que concibió las vías de circulación de la Défense debía de tener un extraño sentido del humor. Llegué enseguida frente a una nueva barrera instalada por la policía; cintas de plástico rojo y blanco señalaban el perímetro. Dudé, después rodeé aquella barrera simbólica. Un agente de policía se precipitó enseguida hacia mí, con un comunicador en la mano.
– No puede usted pasar, señor -me espetó él con aspecto audaz.
– Pero debo volver allí -insistí-. Está mi médico, y yo también estaba allí.
La mirada del policía cambió por completo. Vio mi ropa, mis heridas, los restos de sangre. El cambio en la expresión de sus ojos demostró que había comprendido de repente que no era un simple curioso, sino una víctima del atentado. Debía de tener heridas en el rostro y los ojos hinchados. Un aspecto terrible.
– Pero ¿por qué no se han ocupado de usted los encargados de auxiliar a los afectados? ¿Qué hace usted aquí?
– No… No sé muy bien qué me ha pasado. Me asusté y me fui. Pero quiero ver las listas, quiero comprobar si está en ellas mi médico…
El policía dudó, después cogió el comunicador que llevaba en el cinturón.
– Está bien, señor. Está usted en estado de choque, no debería haberse ido así… Le voy a acompañar al puesto de atención médico-psicológica, sígame.
Él me tendió la mano y me cogió por el hombro, como si fuera un herido grave, después me condujo a través del laberinto de la Défense. Yo no abrí la boca. Conforme avanzábamos, el sol y las paredes se cubrían más de un polvo gris, y los rostros de los bomberos, de los policías o de los civiles eran más serios. Atravesamos varios subterráneos, después volvimos a subir a la superficie, en medio de la jungla de ruinas, y me condujo hasta el extremo este del barrio, cerca del Gran Arco. Allí, habían limpiado un espacio en el que había instalado un puesto de auxilio de urgencia. Había unos hombres vestidos con casullas amarillas que parecían organizar toda la operación, socorristas con brazaletes rojos y el personal médico que llevaba brazaletes blancos. Aquel pequeño mundo corría en todas las direcciones, y me preguntaba cómo podía existir la más mínima coherencia en aquel gigantesco caos.
A la derecha, vi cuatro tiendas blancas, instaladas bajo el Gran Arco. La más alejada llevaba una inscripción: «Secretariado PMA». Aquél era, o eso me pareció, el lugar que había visto en uno de los reportajes de la televisión, adonde acudían las familias a buscar noticias sobre los suyos o dar los nombres de los desaparecidos.
– Quédese aquí, señor, voy a buscar a alguien del equipo de emergencias para que se ocupe de usted.
Asentí, pero cuando se hubo alejado, me fui enseguida en la otra dirección, hacia el secretariado. En la esquina de la tienda, vi las listas de nombres colgados en grandes paneles de maderas.
La plaza del Gran Arco ofrecía un espectáculo siniestro e inquietante. Se podía distinguir a hombres de uniforme que corrían por todas las esquinas: enfermeros, médicos y socorristas continuaban recibiendo a nuevos heridos, mientras otros se encargaban de la evacuación. También había aún personas a las que sacaban de entre los escombros, y que habían permanecido durante más de veinticuatro horas bajo éstos. Desde luego, no había sobrevivido ninguno de los ocupantes de la torre; pero había muchas personas rescatadas de los edificios vecinos. Un poco más lejos, se veían periodistas y equipos de televisión sobreexcitados. A un lado, había un bombero con aspecto extraviado, sentado en el suelo, con el rostro cubierto de sudor, que respiraba con dificultad y escupía frente a él flemas negras, con los ojos inyectados en sangre. Por otro lado, una pareja lloraba uno en brazos del otro. Todavía más lejos, unos hombres vestidos de amarillo discutían, escribían cosas en grandes cuadernos, daban órdenes por teléfono… Más abajo, la explanada de la Défense no era más que un vasto campo en ruinas. A la derecha, apenas podía reconocerse la fachada del centro comercial, cubierta por un polvo opaco. Los edificios más pequeños, los cafés y los puestos móviles habían desaparecido bajo el amasijo de la torre. En algunos sitios, columnas de humo gris danzaban hacia el cielo de agosto. A lo lejos, mucho más cerca de lo que antes había sido la torre SEAM, se oía el ruido sordo de las máquinas que intentaban limpiar los escombros.
Temblando, me acerqué lentamente a los paneles de madera, Miré primero al azar, para ver si podía dar con el nombre del doctor Guillaume. Rápidamente entendí que las listas de víctimas estaban ordenadas por el nombre de la sociedad. De inmediato, busqué el nombre del gabinete médico. Mater, Por la letra M. Lo intenté varias veces, pero no conseguí hallarlo.
Di un paso atrás. Tal vez había algún otro panel, más lejos. Di una vuelta, pero no encontré nada. Noté que los latidos de mi corazón se aceleraban y oí voces confusas que se peleaban en mi cabeza. Tenía que seguir concentrado. El doctor Guillaume. ¿Dónde estaba el doctor Guillaume?
Esperé un momento, para volver a coger aliento, y después me dirigí hacia el bombero que había visto más allá y que seguía sentado en el suelo, con la máscara de gas colgada al cuello.
– Buenos días… ¿De verdad no ha habido supervivientes en la torre?
El joven alzó sus ojos escarlatas hacia mí. Movió la cabeza para decir que no, con aspecto cansado.
– Pero… yo… yo… no encuentro el nombre de mi médico… allí, en las listas. Y estaba en la torre, en el gabinete médico… Y…
El bombero lanzó un suspiro. Se aclaró la garganta.
– Vaya mejor a preguntar al secretariado -dijo, señalándome la última tienda.
Le di las gracias y me puse en camino. Delante de la entrada había decenas de personas, apretadas unas contra otras. Todo el mundo hablaba a la vez. La mayoría lloraba. Algunos volvían a salir, abatidos, apoyándose en los socorristas.
Me sequé la frente. ¡Hacía mucho calor! El aire estaba muy pesado. Gotas de sudor caían sobre mis párpados, y me picaban los ojos. Mis manos temblaban cada vez más. Me sentía mal. Me sorprendí al notar que todo daba vueltas a mi alrededor. Estaba completamente aterrorizado.
«Venga. Avanza, Vigo, con calma.»
Tosí. Después sacudí la cabeza. «Calma.» Avancé. La multitud que había delante de mí empezaba a darme miedo. Pero necesitaba saber y encontrar a mi psiquiatra. Era mi única oportunidad.
Resoplé. Hice acopio de valor, después me lancé. Intente meterme por aquella extraña asamblea, pero enseguida mesacudieron los síntomas que avisaban de una crisis violenta. El dolor de mi cabeza, el mundo que daba vueltas a mi alrededor y se desdoblaba. Enseguida empecé a oír decenas de voces en mi cabeza. «Es mi turno.» Voces confusas. Llantos. Llamadas de auxilio. «No puede estar muerta.» Cerré los ojos. Intenté alejarlas, dejar de escucharlas. Entré en la tienda, aplastado en medio de aquel gentío. «Mi hijo, ¿dónde está mi hijo?» Las voces estaban por todas partes, se deslizaban hasta el menor recodo de mi cerebro, cada vez más enredadas entre sí. «Todavía en los escombros.» Cada vez menos comprensibles. «Me da igual quién hay aquí. ¡Un responsable! ¡Quiero hablar con un responsable!» Me sentí invadido por una ola de calor. Una ola de pánico. Y las voces resonaron cada vez más fuerte en mi cabeza. Enseguida ya no conseguí distinguir unas de otras. «Traumatismo licencia se ha hecho imposible quien va a ir a buscarme todavía pero ya que yo le digo con mi hermano.» En mis tímpanos golpeaba un enorme estruendo. «El pánico tener atentado sino mañana.» Sentí que mi cabeza daba vueltas. «Es la hora del segundo mensajero.» Gotas de sudor se deslizaban por mi espalda, por mis brazos, mis piernas. Volví a secármelo frenéticamente. «¿Señor?» Me tapé los oídos con las manos. Grité. Mi vista se turbó. La multitud empezó a dar vueltas a mi alrededor. «Señor, ¿puedo ayudarle?» Tuve la impresión de ser el eje de una inmensa noria abigarrada. Me agarré a la mesa que había frente a mí. Mis piernas todavía temblaban. Los murmullos de mi cabeza se mezclaban con los latidos de la sangre en mis tímpanos. «¿Señor?»
Noté entonces que una mano me agarraba por el hombro. Me sobresalté. El rostro de una mujer que estaba frente a mí se dibujó lentamente, y me habló.
¿Puedo ayudarle, señor?
Estoy… Estoy buscando al doctor Guillaume -balbuceé mientras intentaba reponerme.
¿Un doctor? Para eso tiene usted que ir al PMA.
No. En la torre, estaba en la torre. En el gabinete médico, sabe usted, del último piso. ¿Está vivo? El doctor Guillaume, el psiquiatra del gabinete Mater…
– ¿El gabinete Mater? Pero ¿qué es eso, señor?
– Es el gabinete médico que estaba en el cuadragésimo cuarto piso de la torre SEAM. ¡El gabinete del doctor Guillaume!
No conseguí enmascarar mi asombro. Las voces seguían en mi cabeza. «Callaos.» Lancé miradas de cólera en torno a mí. La joven verificó sus listas.
– Señor, no figura ningún gabinete médico en la lista, ni ninguna sociedad con el nombre de Mater. No había ninguna sociedad en el cuadragésimo cuarto piso… Sólo hay locales técnicos ahí, señor. ¿Está usted seguro de que estaba en esta torre?
«¡Vais a cerrar la boca, pandilla de idiotas!»
Di un golpe en la mesa.
– Desde luego que sí -dije exasperado-, ¡el gabinete Mater! Voy todos los lunes por la mañana desde hace diez años. Pregunte usted al vigilante, al señor Ndinga. ¡Él me conoce!
La joven bajó de nuevo los ojos hacia las hojas. Parecía agotada, pero mantuvo la calma.
«¡Dejadme en paz!»
Ella volvió a levantar la cabeza con aspecto afligido.
– ¿Busca usted al señor Ndinga? ¿A Paboumbaki Ndinga? Lo siento sinceramente, señor. Es una de las víctimas… Espere un momento, alguien va a ocuparse de usted, y…
– ¡No! ¡Al doctor Guillaume, no al señor Ndinga! ¡Busque al doctor Guillaume!
La muchedumbre se movió, y dos personas pasaron frente a mí. Di unos pasos atrás a la vez que me tapaba las orejas. Tenía que irme. El ruido se había hecho insoportable. Di media vuelta y me marché rápidamente, apartando a varias personas.
Salí de la tienda y me detuve a un lado, sin aliento. Me dejé caer sobre un gran contenedor de plástico. «No había ninguna sociedad en el cuadragésimo cuarto piso…» La cabeza me daba vueltas. Tenía ganas de dormir.
De repente, una voz me sacó de mi turbación.
– ¿Busca usted el gabinete Mater?
Levanté la mirada. Entonces, vi el rostro del hombre que me había hablado. Tenía unos treinta años, ojos pequeños y negros, y el cabello corto y oscuro. Fruncí el ceño. Había algo en su aspecto…
– ¿Perdón? -balbuceé.
– Está buscando el gabinete Mater, ¿no? -repitió él.
Llevaba un chándal gris con una capucha que le caía sobre la espalda, del tipo que llevan los estudiantes en las universidades americanas. Recordé inmediatamente que lo había visto antes, cerca del secretariado, apartado a un lado, como si esperara a alguien. Y todos mis sentidos se pusieron en alerta. Me sentí invadido por una alarma inexplicable. Una urgencia. Como si mi inconsciente hubiera reconocido en este hombre a un enemigo. Un peligro.
Las palabras de la mujer resonaban todavía en mi cabeza. «Sólo hay locales técnicos ahí.»
Me levanté.
– No, no… -mentí, al tiempo que me alejaba.
– ¡Claro que sí! -insistió el hombre mientras me agarraba por el brazo-. Le he oído…
No dudé ni un segundo más. Con un gesto brusco me desembaracé de él y me puse a correr con todas mis fuerzas. Oí que se ponía a perseguirme. Mi instinto no me había engañado. Ese tipo iba a por mí no sé por qué extraña razón.
Corrí cada vez más rápido, hacia la izquierda del Gran Arco, subiendo de cuatro en cuatro los escalones que llevaban hasta un gran puente peatonal, sin preocuparme de cómo me tiraba la gente. Cuando hube llegado a lo alto de la escalera, eché una ojeada a mis espaldas. No podía creer lo que veía.
Ahora eran dos los tipos que me perseguían, ambos con sus chándales grises.
«Una alucinación. No puede ser otra cosa que una alucinación.»
Sin embargo, no sentía deseo alguno de verificarlo. Volví a echarme a correr. Tras pasar de largo a un grupo de socorristas perplejos, crucé la pasarela a toda velocidad, con la mano en la barandilla para no perder el equilibrio. Cuando llegué al final del puente, bajé los escalones tan rápido como me fue posible, después me precipité a la calle. Sin dejar de correr, volví a girar la cabeza. Los dos tipos se me echaban encima y estaban muy cerca. Y las voces amenazantes de mi cabeza me perseguían.
Empezaba a faltarme el aliento. ¡Malditos cigarrillos! Sin esperar, di media vuelta y me metí bajo el puente de los subterráneos de la Défense. Sin saber dónde iba a aparecer, bordeé una calle en penumbra. Enseguida, oí el eco de mis perseguidores. Sus pasos golpeaban en la acera y resonaban bajo la baldosa de hormigón. Aceleré tanto como pude. Yo mismo estaba sorprendido de la rapidez con la que podía correr durante tanto tiempo. Sin duda, el miedo me daba alas.
De repente, cuando llegué a una intersección, decidí tomar otra calle a la izquierda, más oscura todavía. Estuve a punto de perder el equilibrio al esquivar un cubo de basura. Me apoyé en una barrera y volví a correr todo recto. El sol parecía escurridizo, cubierto de polvo, pero no debía abandonar. No sabía quiénes eran aquellos hombres, pero una cosa era segura, no querían nada bueno.
Empezaban a dolerme las piernas, y también el pecho, como si me lo hundiera un puño invisible. Me preguntaba cuánto tiempo podría correr tan rápido. Llegué entonces al final de la calle, crucé y tomé otra vía a mi derecha. A lo lejos, volví a ver la luz del día. Me armé de valor. Sin girarme, salí al exterior. Cuando por fin estuve a plena luz del día, vi una nueva barrera instalada por los policías. Estaba saliendo del perímetro de seguridad. La calle iba a parar directamente al bulevar circular de la Défense. Salté torpemente la reja y, cuando levanté la cabeza, vi la parte delantera de un autobús que se dirigía hacia mí a un centenar de metros. El número 73. Se dirigía hacia una parada en la que esperaban unas diez personas. Me sequé la frente y lancé una rápida mirada tras de mí. Todavía tenía un poco de ventaja. Decidí probar suerte y me dirigí hacia el autobús. La calle hacía una ligera subida, pero creo que incluso corrí más rápido, en un último esfuerzo, con la esperanza de que todo acabaría muy pronto.
Cuando el autobús paró, todavía estaba a unos cincuenta metros. Solté una maldición. Si lo perdía, no tendría fuerza suficiente para seguir huyendo; pero todavía tenía una oportunidad, una muy pequeña.
Apreté los puños y busqué nuevas fuerzas en lo más profundo de mi ser. Después de todo, había sobrevivido a un atentado. No iba a dejar que una simple carrera acabara conmigo. Gritando de dolor, corrí todavía más rápido. Los coches pasaban a mi izquierda en dirección al Pont de Neuilly. Chorreaba de sudor. Otro esfuerzo más. Ya no estaba muy lejos. Pero cuando me acercaba a la parada, vi que las puertas se cerraban.
– ¡Espere! -grité como si el chófer pudiera oírme.
Con los brazos levantados, recorrí los últimos metros, y me precipité contra la puerta de cristal. El autobús ya había arrancado. Golpeé la ventana. Los tipos no estaban muy lejos. El chófer me lanzó una mirada sombría.
– ¡Por favor! -le rogué, mientras veía que los otros dos se acercaban.
Oí entonces el ruido agudo de las puertas que se abrieron frente a mí. Salté al interior.
Gracias, señor -le susurré sin aliento.
El chófer asintió, volvió a cerrar las puertas y arrancó. Avancé por el pasillo. El bus aceleró en el bulevar circular. Miré por la ventana. Mis dos perseguidores acababan de alcanzar la calle. Vi al primero soltar un grito de rabia y pegar un puñetazo al panel publicitario. Había ido de poco. Después su silueta se alejó. Había conseguido escapar. Yo, Vigo Ravel, esquizofrénico, había conseguido dejar atrás a esos dos tipos. Apenas podía creerlo.
Con la respiración todavía entrecortada, me dejé caer sobre un asiento en la parte delantera del autobús. Las personas que me rodeaban me miraban con suspicacia, pero empezaba a acostumbrarme. Ni siquiera los miraba. Poco a poco, fui recuperando las fuerzas e intenté tomar conciencia realmente de lo que acababa de pasar.
«¿Ha sido un sueño?»
¿Qué querían esos hombres de mí? ¿Por qué el primero me había preguntado si estaba buscando el gabinete Mater? ¿Y por qué la mujer del secretariado me había dicho que no existía? ¡Todo aquello era verdaderamente increíble! ¡Esa persecución, en pleno corazón de la Défense, en medio de las fuerzas de salvamento! Debía de estar completamente loco, en plena crisis de paranoia.
Cuando recuperé una respiración regular, me levanté y me fui a la parte del fondo del autobús, como para asegurarme de que los hombres de chándales grises no estaban allí. Me metí por entre los pasajeros y después pegué la frente al cristal de atrás. La silueta rodeada de humo del barrio de negocios iba disminuyendo progresivamente en la lejanía, como un mal sueño. Detrás de nosotros, había algunos coches, pero ningún perseguidor, ningún hombre vestido de gris. Me encogí de hombros. ¿Cómo podía ser tan real una alucinación, tan concreta? Me asustaba mi propia locura.
En ese momento los vi. Eran aquellos dos tipos, los mismos, allí, en un coche azul, justo al lado del bus. En un Golf. Y me estaban mirando con aire de satisfacción. Me habían encontrado.
El corazón me dio un brinco. Di un paso atrás. La pesadilla no se había acabado. Presa del pánico, me precipité de nuevo a la parte delantera del autobús. No sabía cómo salir de esa situación. En coche, no tendrían dificultad en seguirme. Estaba bien fastidiado. Cuando llegué cerca del conductor, le pregunté inquieto:
– Disculpe, ¿cuál es la próxima parada?
– Pont de Neuilly, Rive Gauche… ¿Todo va bien, señor?
– Sí, sí -respondí mientras volvía al centro del autobús.
La gente se apartaba a mi paso, como se aparta de un vagabundo que huele a basura y suciedad. Me agarré a una barra de metal, justo delante de las puertas centrales, y, de puntillas, intenté ver el coche azul. Lo vi enseguida por el rabillo del ojo, iba por el carril de la derecha del bulevar circular a la misma velocidad que el autobús. Guardaban una distancia de seguridad. Di un paso atrás para evitar que me vieran, pero sabía lo ridículo que era ese gesto.
Enseguida, el autobús llegó cerca del Pont de Neuilly. Empezó a aminorar la marcha. ¿Y si salía allí? Ellos me alcanzarían. La parada estaba justo delante del puente. No había muchos caminos para huir. ¿Saltar al Sena? No era el tipo de riesgo que estaba dispuesto a correr. Estaba loco, pero no hasta ese punto. Sin embargo, tenía que encontrar una forma de huir.
Cuando el autobús se paró, sentí que el terror puro se adueñaba de mí completamente. Parecía que se me iba a salir el corazón por la boca. Dejé que la gente saliera delante de mi. Coloqué tímidamente un pie en el primer escalón; pero, en el mismo instante, vi que uno de los tipos salía del coche, presto a saltarme encima. Me volví al interior. Las puertas se volvieron a cerrar. No había nada que hacer, estaba prisionero. El bus volvió a ponerse en camino, y el coche salió tras nosotros.
A lo largo de la Avenue Charles-de-Gaulle, el Golf permaneció pegado a nosotros. En cada parada, veía que los dos tipos dudaban. Entreabrían su puerta y asomaban la nariz fuera del coche. Acabarían saliendo y viniendo a atraparme al autobús.
Algo me decía que no les importaría hacerlo delante de todo el mundo.
Por mi frente, caían abundantes gotas de sudor. El conductor, que debía de haberse dado cuenta de mi extraño comportamiento desde el principio, me echaba miradas cada vez más suspicaces. Tenía que hacer algo.
Cuando llegamos a la gran Place de la Porte-Maillot, frente al Palais des Congrès, el autobús tomó una calle reservada, prohibida para los coches. Había muchos policías en la inmensa plaza, a causa de los atentados, sin duda, y mis perseguidores no se arriesgaron a seguirnos en dirección contraria. Se vieron obligados a quedarse allí; vi que me vigilaban de lejos. Pero cuando el bus se paró, no dudé ni un solo segundo. Era la mejor ocasión. Salí.
En cuanto salí, me puse a correr de nuevo. No sé de dónde saqué la fuerza para hacerlo. Salté por encima de la barrera de hormigón y me hundí en las calles de París. Cuando me giré, vi que el Golf arrancaba, saltaban chispas, y se dirigía hacia mí. Un policía dio la señal de alarma con un silbido. El coche se paró. Uno de los dos tipos salió de él y se puso a perseguirme. No me quedé mirando durante más tiempo. Tenía que huir.
Tomé la Avenue de Malakoff. Había mucha gente en las aceras. Pasé por entre un grupo de curiosos y huí en medio de un mar de insultos. La pendiente de la calle aumentaba cada vez más, pero no aminoré el ritmo. Apreté los puños y, esforzándome por respirar, me dirigí a la Avenue Foch. Parecía un loco furioso al que habían dejado abandonado en los barrios más elegantes. Las viejas damas, con sus largas capas y sus perritos, se apartaban a mi paso ofendidas.
Cuando llegué a la gran arteria que conduce al Arco del Triunfo, bordeé un terraplén, salté por encima de una verja, crucé una zona verde por donde se paseaban turistas con ropa de verano. Cuando llegué a la calzada, no hice siquiera una pausa para cruzar. Un coche frenó con urgencia; lo esquivé y continué mi carrera. No me atrevía a volverme, pero lo notaba detrás de mí, a mi perseguidor, adivinada su cara, su determinación. No pararía jamás, de eso estaba más que seguro. Seguí recto.
Una vez llegué al otro lado, me lancé a la primera calle. Entonces, lo oí: un chirrido de neumáticos, una súbita aceleración. Miré por encima de mi hombro. Era el Golf de nuevo. El segundo tipo había conseguido alcanzarme en coche. Su colega entró y se dirigió en línea recta hacia mí.
Me precipité hacia la otra acera, más estrecha. El coche me cortó el paso antes, incluso, de que llegara al pavimento. Aterrorizado, salté a un lado y aterricé sobre el capó de un Mercedes, y me encontré en el suelo, tendido sobre la espalda. Solté un grito de dolor. Entonces, oí que la puerta del Golf se abría. Me levanté enseguida. La gente de la calle se puso a gritar. Mis dos perseguidores, de nuevo reunidos, gritaban también:
– ¡Deténganlo!
Crucé una avenida y después, más lejos, entré en una callejuela que estaba a mi izquierda. Corrí con todas mis fuerzas, más de las que habría imaginado nunca. Parecía que hubiera vuelto a fijar mis límites y hubiera encontrado recursos escondidos. Tal vez fue una inyección de adrenalina. Dos veces, giré precipitadamente en callecitas, a derecha y a izquierda. Era el único medio de despistarlos. Cada vez, esperé que no me hubieran visto girar; pero no podía seguir así eternamente, ni atravesar todo París a ese ritmo frenético.
En aquel instante, vi, a mitad de calle, en un pequeño pasaje, un singular edificio de piedras, redondo y coronado por una cúpula y con una especie de linternilla.
Eché una ojeada detrás de mí. Los dos tipos no habían llegado todavía. Estaba fuera de su campo de visión. Tal vez era el momento adecuado para entrar en un edificio a fin de refugiarme en él. O, por el contrario, podía quedar atrapado sin salida… Decidí probar suerte y me dirigí a la pequeña y extraña puerta.
Estaba cerrada, por supuesto. Era una puerta vieja y oxidada, medio desencajada, de un color amarillento, sobre la que podía descifrarse un mensaje estropeado por el tiempo: «Canteras. No abrir, peligro». No había ningún mango, sino sólo una pequeña cerradura. Empujé con fuerza la puerta. Pero, evidentemente, no se abrió. Mi tiempo se agotaba. Si no me daba prisa, los dos tipos llegarían enseguida al cabo de la calle y me verían en aquel escondite. Di una patada a la puerta. Se resistió. No perdí el ánimo: el marco estaba tan oxidado que debía de ser posible forzar la entrada. Inspiré profundamente y di un segundo golpe. Después, un tercero. La vieja puerta cedió. Sin perder tiempo, me precipité al interior y cerré detrás de mí.
Me volví a encontrar en la oscuridad total. Esperé un instante para recuperar el aliento. Escuché enseguida los pasos de los dos tipos que corrían en esta dirección. Apreté los dientes y me quedé inmóvil. El ruido de su carrera resonaba en la calle, cada vez más próximo. Tragué saliva. No estaban más que a algunos metros. No hacer ruido. Y esperar. ¡Qué estúpido riesgo había corrido! ¡Encerrarme yo mismo! Sin embargo, cuando ya no lo creía posible, constaté que no me habían visto entrar. Sus pasos se alejaron hacia la otra punta de la calle. Solté un suspiro de alivio. Estaba tranquilo, por el momento, en todo caso.
Cuaderno Moleskine, nota n.° 107: solipsismo.
El sueño es la prueba, si es que era necesaria, de que nuestro cerebro es capaz de fabricarse sensaciones que se parecen a una cierta realidad. Hay pesadillas que apestan a realidad. En suma, nuestro cerebro es tal vez un simulador de vida particularmente socarrón.
A menudo veo nacer en mí una cierta certidumbre según cual mi yo y mi conciencia constituyen la única realidad existente. No es egocentrismo, sino el miedo de que los otros y todo el mundo entero sean representaciones falsas, productos de mi conciencia.
En el fondo, no creo conocer verdaderamente más que mi propio espíritu y lo que éste contiene; tan sólo ellos saben que existen.
Esto tiene un nombre. También, para asegurarme, lo he verificado en los diccionarios, para ver si era el único que creía estar solo. En realidad, somos bastantes.
De entrada, en el Petit Robert…
Solipsismo: n.m. (1878; del latín solus, «solo», e ipse «mismo», suf. -ismo). Filo. Teoría según la cual para el sujeto pensante no había más realidad que él mismo.
Y también en el diccionario de filosofía de Armand Colin.
Solipsismo: Doctrina, que nunca se ha defendido realmente, según la cual el sujeto pensante sería el único en existir. Este término, siempre peyorativo, se utiliza a veces para calificar una forma extrema de idealismo. Wittgenstein, en su Tractatus logicophilosophicus, subrayó la paradoja del solipsismo que, practicado rigurosamente, coincide con el puro realismo.
Tengo que leer a Wittgenstein. No sé si lo entenderé, porque ya he tenido dificultades con el título.
El aire era caliente. Caliente y húmedo. Descendí prudentemente los viejos escalones metálicos con la única luz de mi mechero. Los muros de piedra blanca se iluminaban a mi paso. Estaban cubiertos de pintadas, llenos de grietas y atracados por viejas barras de hierro oxidadas. La escalera se hundía en las oscuras profundidades de París. A lo lejos, se Perdía en la negrura. Recordé el cartel de la puerta. No había duda, estaba en una de las antiguas canteras de Chaillot: las catacumbas.
Dudé durante un instante. ¿Había sido una buena idea meterme allí dentro? No tenía linterna, y había oído varias veces que era fácil perderse en los subterráneos de la capital. No obstante, ¿tenía elección? Estaba casi seguro de que mis dos perseguidores merodeaban todavía por el barrio, acabarían por volver sobre sus pasos y buscar el lugar en el que me había escondido. No podía plantearme volver a salir. Entonces, no podía hacer otra cosa. Tenía que bajar allí dentro, a aquel agujero negro. Era sin duda el mejor escondite posible. Tal vez no el más tranquilizador, pero sí el más seguro.
Me estremecí, después me decidí a aventurarme más lejos. Al menos, podía ir a ver lo que había al final de los escalones. Quizás había otra salida en alguna parte.
Me volví a poner en camino, teniendo cuidado de no resbalar sobre el metal oxidado. El sonido regular de mis pasos se elevaba por la escalera. Los muros de piedra tallada se transformaron enseguida en paredes de roca calcárea bruta, y los escalones de metal dieron paso también a la roca. Respiré penosamente, todavía cansado y atenazado por la inquietud. En cada instante, me esperaba oír más arriba a los tipos que me habrían descubierto. Pero no. Por el momento, todo estaba silencioso. Tenía que conseguir calmarme.
Recuperé un poco de mi seguridad y aumenté el ritmo de mi marcha. Noté entonces que no había ninguna voz en mi cabeza. Las amenazas, los murmullos, todo había desaparecido. Conforme me adentraba en el subsuelo parisino, el silencio se iba imponiendo en mi espíritu. Esto no bastaba para extinguir mi angustia, pero ya era algo.
No podía mantener mi mechero encendido todo el tiempo por miedo a quemarme los dedos, pero también porque no quería malgastar la gasolina. Por tanto, lo apagaba a intervalos, y avanzaba largos tramos en absoluta oscuridad, a ciegas.
De repente, un escalofrío me recorrió la espalda. Allí el aire era mucho más fresco, y la oscuridad no mejoraba nada. Era un ambiente desagradable, irreal. Caminé durante minutos interminables a tientas, hasta que, por fin, la escalera se terminó.
Volví a encender de nuevo mi mechero y vi que ahora estaba en una galería estrecha. Debía de estar a varios metros bajo tierra. Las paredes estaban frías y ligeramente húmedas. Respiré durante un instante, inmóvil, después volví a ponerme en marcha agachado para no herirme la cabeza con el techo, que era muy bajo. Avanzaba lentamente en la oscuridad, paso a paso, apoyándome con la mano izquierda en la pared de piedra. Después de una larga caminata, una abertura se dibujó a un lado. Encendí mi luz y descubrí a mi derecha una pequeña habitación, bastamente tallada en la roca, a una profundidad de sólo unos metros.
Por el suelo, había viejas latas de cerveza y bolsas de plástico. Nada interesante.
Volví a ponerme en camino. Cuando, al cabo de un tiempo que me pareció bastante largo, vi que la galería parecía no querer acabarse nunca, decidí dar marcha atrás y refugiarme en la pequeña alcoba. No me apetecía perderme en el laberinto de las catacumbas, y dado que no podía volver a salir enseguida, decidí esperar en aquella habitacioncita hasta que los dos hombres que me habían perseguido abandonaran por fin el barrio.
Volví a entrar en aquel pequeño refugio, resuelto a pasar en él varias horas. Paseé mi mechero por delante de las paredes e intenté descifrar las inscripciones que habían grabado torpemente en la roca. Por aquí: «Anna, te quiero»; por allá: «Jode al IGC, Clemente, a la mierda», y más lejos también: «Si la curiosidad te ha traído hasta aquí, ¡vete!».
Me senté con cuidado en el suelo intentando esquivar los desechos dejados por algunos fiesteros nocturnos, y escondí la cabeza entre las rodillas.
Aquel pequeño gabinete oscuro llamaba a la introspección. Decidí abandonarme a ella. Después de todo, no tenía nada mejor que hacer. Quería recobrar mi calma interior, retomar el vínculo con la realidad, con la tierra, tal vez.
La fría roca parecía recubrir mi espalda. Puse las manos sobre el suelo, levanté un suave polvo. Tenía la impresión de estar apoyado contra una roca en la playa. Casi podía sentir la caricia de una brisa marina.
«No soy esquizofrénico.»
Repasé en mi cabeza la sucesión de los acontecimientos: el metro, la torre, las voces, las bombas, la huida, el apartamento de mis padres, el regreso a la Défense, los dos tipos que me perseguían, y ahora, el subsuelo de París…
Quería convencerme de que todo aquello era real, increíble, pero real. Tenía que confiar en mi juicio, en mis sentimientos.
Imaginé el rostro del doctor Guillaume, dibujé sus rasgos uno a uno en mi cabeza. Sabía con seguridad que había existido, que era parte de la realidad. Mis padres lo habían visto, habían hablado con él. Él era. Pero, entonces, ¿por qué aquella joven me había dicho que no existía y que no había ningún gabinete médico en la torre SEAM? «No había ninguna sociedad en el cuadragésimo cuarto piso… Sólo hay locales técnicos ahí, señor.»
Había algo anormal, algo que no tenía sentido.
«Y no soy yo. No soy esquizofrénico.»
La angustia volvió a invadirme.
«Pero ¿qué demonios estás haciendo en las catacumbas, mi pobre amigo?»
Levanté la cabeza. Apagué el mechero, estaba completamente oscuro, pero, de todos modos, abrí los ojos de par en par. Tenía ganas de salir, de irme de allí, de aquel lugar surrealista. Pero no podía, me arriesgaba a perder la vida.
¿Existían de verdad aquellos dos malditos tipos? Sí, desde luego. O no. Tal vez, no.
Por momentos, la cólera ocupaba el lugar de la angustia.
La cólera contra mí mismo. Contra mi incapacidad para razonar correctamente. No obstante, ¿tan complicado era observar los hechos? ¿Interpretar lo real? Entonces, ¿no había aprendido nada después de todos esos años?
Me parecía que ya era tarde. Fuera, debía de estar a punto de hacerse de noche.
En ese momento, volvió a darme. Primero, la quemazón familiar de la migraña, como una pinza que se cierra sobre la mitad izquierda de mi cerebro. El mundo, a continuación, se balanceó y empezó a dar vueltas. Y después, las voces.
Los murmullos. Lejanos, pero muy reales. Muy reales para mí. Conocía esos extraños encantamientos. Eran las voces que salían a veces de algunas bocas de alcantarilla. De algunas salidas de metro. Había aprendido a reconocerlas después de años de pasearme por París. Era el murmullo de la ciudad, indistinto, secreto, oscuro, que me petrificaba el alma. Decenas de cuchicheos incomprensibles, como el coro de un ejército de muertos.
Me tapé las orejas. Todo mi cuerpo se encogió, como para rechazar aquellas voces confusas; pero sabía que eso no serviría de nada. Nada podía acallar el murmullo de la sombras.
No sé durante cuánto tiempo me quedé así encerrado en mi angustia, ni al cabo de cuántas horas me dormí.
Cuando me desperté sobresaltado, las voces habían desaparecido. Me levanté, torpemente, con las piernas abotargadas. Encendí mi mechero, dudé durante un instante. No había sido un sueño. Estaba allí, bajo la ciudad, como una vulgar rata de alcantarilla. Me decidí a salir.
Con paso rápido, rehíce todo el camino en sentido inverso, y volví a subir velozmente los escalones hacia el exterior. Tenía la impresión de salir de una larga pesadilla, de tener que salir hacia aquella pequeña luz que estaba allí arriba. El mundo real. ¿Real?
Cuando llegué, por fin, frente a la puerta de hierro, me guardé el mechero en el bolsillo, apreté los puños y solté un largo suspiro. Un poco de valor. Salir.
Abrí lentamente. Los rayos de luz invadieron enseguida el pasadizo. Ya era por la mañana. París se coloreaba con miles de resplandores dorados. Los tejados de zinc centelleaban bajo el campo de antenas. Eché una ojeada a la calle y no vi a nadie. Ni rastro de mis dos tipos, en todo caso. Salí.
Me decidí a caminar hasta mi casa. No sentía ni el menor deseo de coger el metro y volver a encontrarme en las profundidades de la tierra, ni de subirme a un autobús en el que la gente me volvería a mirar de reojo por mis ropas desgarradas.
Encontré el camino hasta la Place Victor Hugo. La mañana se levantaba al ritmo de los camiones de la basura. Los primeros coches arrancaron envueltos en un halo de sol. Llegué hasta la Place de l'Étoile. Allí, el Arco del Triunfo resplandecía bajo el cielo inmaculado. Adiviné a lo lejos la llama del soldado desconocido. ¿No era yo uno de ellos? Un pequeño esquizofrénico, anónimo, perdido, esclavo de nuestra ridicula condición, sacrificado como otros miles a la locura militar de Napoleón. Encendí un cigarrillo y crucé las grandes avenidas, después recorrí la Avenue Hoche. Más abajo, entré en el Parc Monceau. Todavía estaba vacío a esa hora. Los árboles parecían hincharse, como si fueran los pulmones de la ciudad, con su primera respiración.
Después, atravesé el parque y bajé hasta la Rue Miromesnil. Cuando, finalmente, estuve junto al edificio, sentí que mis músculos se destensaban lentamente. Llegué a mi casa. En aquel lugar donde tenía referencias, casi me sentía seguro.
Abrí la gran puerta del portal, subí al piso y cogí la llave que tenía en el fondo de mi bolsillo. La deslicé en la cerradura y descubrí, entonces, con estupor, que no estaba echada.
Fruncí el ceño. ¿Había olvidado cerrar con llave? Sí, seguramente. Salí precipitadamente, preocupado, no era nada asombroso…
Pero, cuando volví a entrar en el salón, comprendí que se trataba de algo totalmente diferente.
Alguien había registrado el apartamento.
Cuaderno Moleskine, nota n.° 109: la Mâyâ.
En la filosofía hindú, encontramos una noción que se aproxima sensiblemente a la enfermedad que sufro. No es que me sienta solo, sino que sienta bien ser varios cuando se está delante de un precipicio.
La noción de Mâyâ designa la ilusión del mundo físico. Es lo que podemos percibir del mundo, pero que no es real. Según esta filosofía, el universo, tal y como lo vemos, no es más que una representación relativa de la realidad. Ésta está velada, es subyacente y superior. Trascendental.
Soy como un niño que intenta levantar el velo. Tengo las uñas destrozadas a fuerza de rascar la realidad.
El gran salón blanco de mis padres estaba totalmente revuelto. Se habría podido pensar que un temblor de tierra había sacudido toda la habitación. Los cajones de la cómoda y del pequeño escritorio estaban abiertos, y habían vaciado su contenido en el suelo. Habían vaciado el contenido de las papeleras en el suelo; los cojines del sofá estaban diseminados por las cuatro esquinas del salón. La alfombra, que estaba enrollada, había sido empujada a un lado. El suelo estaba cubierto de libros, de papeles, de todo tipo de adornos, de bolígrafos, de papeles mezclados. Habían roto la mesita baja; había miles de minúsculos trozos de cristal esparcidos por todas partes. Los cinco o seis ceniceros que yo solía dejar repartidos por la habitación también habían sido repartidos por aquel desastre.
Me quedé un momento con la boca abierta. Me froté los ojos, casi sin poder creérmelo. ¿Un robo? Desde luego que no. ¡La coincidencia sería demasiado grande! Tenía que haber alguna relación con lo que me había pasado y con esos tipos que me habían seguido por toda la ciudad. Pero ¿a qué me estaba enfrentando?
Di algunos pasos adelante, con los brazos colgando y el rostro descompuesto. Me incliné con cuidado para ver el interior de la habitación de mis padres: después de todo, los tipos podrían haber estado todavía allí dentro. El dormitorio estaba en el mismo estado: irreconocible. Volví a avanzar, esta vez hacia mi dormitorio. Tampoco se había librado. De hecho, parecía que era la habitación que había sufrido el asalto más violento. Habían puesto mi cama de pie, como una vulgar ficha de dominó. Todos mis libros, mis diccionarios estaban tirados por el suelo al pie de mi biblioteca y formaban una especie de montaña blanca, al borde de la avalancha. Mi ropa estaba por el suelo o la habían tirado sobre mi sillón.
Solté un juramento. Mis libros. ¡Mis pobres libros!
Volví al centro del salón. Recogí algunos objetos aquí y allá, como para asegurarme de que no estaba soñando. Levanté una lámpara de pie que me impedía el paso y, en ese instante, vi por el rabillo del ojo, en la otra punta del salón, un objeto que me heló la sangre.
Me erguí, perplejo. No me había equivocado. Allí, en medio de la pared, justo debajo de un estante, vi relucir un pequeño cristal redondo. Allí estaba el discreto ojo de una cámara de vigilancia, instalada a toda prisa, sin duda, mal camuflada. Boquiabierto, me quedé enfrente mismo del objetivo, incapaz de moverme. Después, en un repentino acceso de cólera y miedo, me puse a caminar en línea recta hacia aquel espía indiscreto y lo arranqué con un gesto brusco. El hilo se despegó del estante, y la minúscula cámara cayó al suelo.
No conseguía creerlo. ¡Una cámara! ¡En mi casa! ¡Habían instalado una cámara de vigilancia en mi casa! ¡En mi salón! Debía de estar en plena alucinación, en pleno delirio paranoico. Tenía que reponerme y razonar. Era completamente ridículo, grotesco.
Cerré los ojos y los volví a abrir. Pero la cámara seguía allí, una pequeña caja negra a mis pies.
La destruí a pisotones. El aparato se rompió en pedazos con un crujido seco. Tiré del cordón negro que salía de ella y lo seguí. Descubrí que estaba atado a la toma telefónica. Lo arranqué, incrédulo. Después di media vuelta y me precipité a mi habitación.
Huir, tenía que huir. Fuera o no fuese una alucinación, no podía quedarme en ese apartamento ni un segundo más. ¡Me iba a volver completamente loco!
Si no era un nuevo producto de mi cerebro enfermo, entonces los que habían puesto la cámara en mi apartamento llegarían seguramente de un momento a otro. No tenía ni la menor idea de qué podían querer esos tipos de mí, ni de quiénes eran; pero no tenía ningunas ganas de conocerlos.
Tenía que irme de inmediato y coger unas mínimas cosas esenciales. Cuando llegué a mi habitación, saqué de debajo de mi escritorio una vieja mochila, metí en ella algo de ropa y la cajita de madera en la que, en mi paranoia, guardaba siempre un poco de dinero en metálico, algo con lo que mantenerme una o dos semanas. ¿Un arma? No tenía ninguna. Cogí, no obstante, una gran navaja suiza que estaba sobre mi mesa. Me paré a pensar qué más podía coger. Lo más precioso que tenía: mis cuadernos Moleskine.
De repente, la idea de que los intrusos habrían venido para robarme se me pasó por la cabeza. Presa del pánico, me precipité a los pies de mi cama, vuelta del revés. Con las manos temblorosas, levanté las dos pequeñas placas de parqué bajo las que solía esconder mis cuadernos. Solté un suspiro de alivio. Todavía estaban allí. Todos. Los recogí y los puse en mi mochila.
En el cuarto de baño, recogí rápidamente mis enseres de aseo y mis medicamentos, que metí revueltos en la mochila. Eché una última mirada al apartamento, después salí al recibidor sin esperar más. Cerré de un portazo y bajé por la escalera de servicio.
Una vez en la calle, miré rápidamente a mi alrededor, seguro de que un enemigo invisible estaba a punto de echárseme encima; después, con la mochila a la espalda, subí por la Avenue Miromesnil corriendo, pegado a las paredes de piedra blanca y ladrillo rojo.
Tras torcer a la izquierda, entré en el ruidoso bulevar recorrido por largas filas de vehículos. Dejé tras de mí la sombra imponente de la iglesia de Saint-Augustin. Por las aceras, me hundí corriendo en la jungla parisina de columnas Morris y de otras cabinas telefónicas… Cuando llegué a la Place du Général Catroux, levanté la cabeza para mirar la gran estatua de Alexandre Dumas. El escritor estaba sentado sobre una gran silla, encima de sus obras. Él también parecía vigilarme. En cada momento, esperaba ver que guiñara los ojos como había resplandecido el objetivo de la pequeña cámara de vigilancia. Tenía la seguridad de que toda la ciudad me espiaba. Me deslicé sin esperar hacia la sombra tranquilizadora de los plátanos. El mundo parecía girar en torno a mí, lleno de voces confusas y ruidosas. Hacía tanto calor que el cielo estaba lleno de un vapor trémulo que me aturdía. Creí que me desvanecería varias veces. Pero tenía que seguir corriendo, seguir corriendo, como la víctima enloquecida de mil depredadores.
Crucé la Place Wagram para continuar recto hacia la Porte d'Asnières. Quería salir de París, de su locura o de la mía; alejarme de mi apartamento, de la cámara, de mi pesadilla.
Cuando ya no pude correr más, me dejé caer en un banco.
Cerré un instante los ojos, como si eso pudiera transportarme a otro mundo, a otra realidad. En mi cabeza resonaban miles de voces. Sudaba. Abrí los ojos y levanté la cabeza. La fachada de un hotel se dibujó frente a mí, como una respuesta maternal a todas mis angustias.
Era el mejor refugio con el que se podía soñar: un hotel Novalis, dos estrellas, anónimo, casi inexistente, blanco y frío, discreto; el no-lugar que justamente necesitaba. Para no ser.
Desde el atentado, no había tenido tiempo para cambiarme de ropa. La sangre y la suciedad se confundían en mi camiseta. Mi pantalón estaba desgarrado; mis manos, heridas; tenía el aspecto de un vagabundo que ha sido apaleado por una banda de gamberros. No sé cómo el tipo de debajo del hotel me permitió entrar con unas pintas como las mías. Tal vez, la cadena hotelera no le daba el placer de rechazarme.
– ¿Le queda alguna habitación?
Mientras hablaba, sin dejar de sudar, miré a mi alrededor, como si me siguieran.
– ¿Para cuánto tiempo?
– No lo sé. Para algunas noches.
– ¿No tiene equipaje? -preguntó él con un tono de desinterés.
– No, nada.
– Tiene que pagar por anticipado, señor.
Le di en efectivo la cantidad correspondiente a la primera noche. Él soltó un suspiro y me dio una llave.
– Habitación 44, segundo piso.
Y me dejó pasar sin preguntar nada más.
Algunas horas más tarde, a cambio de un billete de 50, aceptó incluso subirme una botella de whisky y cigarrillos…
Me quedé acostado, fumando cigarrillo tras cigarrillo, en estado de choque, mudo y atiborrado de ansiolíticos. Las personas como yo siempre tienen un arsenal de medicamentos al alcance de la mano. Al cabo de varios años, los médicos acaban olvidando lo que prescriben. Te dan recetas. Y uno acaba guardando un poco de todo: somníferos, neurolépticos, antidepresivos… Cuando se ha probado todo, durante cerca de quince años, siempre se encuentra la pildora adecuada para cada momento. Por poco aventurero que se sea, se llegan a conocer las mezclas y las virtudes que el alcohol añadía.
Entonces, yo añadía mucho.
Pasaron dos días sin que bajara de mi habitación. Tal vez más. Había perdido la cuenta. Me había fumado cuatro paquetes de cigarrillos con la punta de mis dedos amarillos. Mis crisis de angustia se sucedían, como mis alucinaciones y mis pérdidas repentinas de memoria. Todo había empeorado y tenía miedo. Simplemente miedo. Porque lo sabía.
Mi cuerpo entero temblaba. Estaba aterrorizado como una rata en el calor y la oscuridad de mi pequeña habitación. ¡Tan estándar, realmente anónima, tan inexistente! Todo era cuadrado: la cama, la pequeña televisión, los muebles… No era una habitación, era una celda, una jaula, una cama de hospital. Tenía ganas de gritar, pero mi propia voz me aterrorizaba. Como todas las otras. Las de mi cabeza, las del exterior, que oía en la noche ardiente, esos ecos indistintos que subían de la calle. Voces tristes. Frases cargadas de desasosiego.
Todo me oprimía. El olor de los productos de limpieza, el aire acondicionado, la ampulosidad de los revoques, que parecían moverse lentamente… Ese hotel parisino, cuya blancura camuflaba mal una insalubridad más profunda, parecía querer anonadarme completamente. Y si me quedaba allí, acabaría por pasar.
Recordé vagamente un instante de lucidez en la primera noche, cuando la angustia me dio un cierto descanso. Solté un largo suspiro. Tumbado sobre el rígido somier, con la espalda dolorida, el espíritu abrumado, giré la cabeza hacia la mesita de noche situada a mi izquierda. Había dejado mi reloj allí, cerca de la botella de whisky.
Mi viejo reloj de cuarzo, que siempre he llevado conmigo. Ni siquiera recuerdo el día que lo compré. Siempre había estado allí, en mi muñeca, fiel, y tal vez era, de mis escasas posesiones, el objeto al que me sentía más unido. Alguien me había dicho un día que tenía cierto valor -era un reloj de pulsera Hamilton, modelo Pulsar, uno de los primeros relojes de pulsera electrónicos, de los primeros años de la década de los setenta-, pero sobre todo tenía para mí un valor sentimental que me costaba entender. Un vínculo con mi pasado. Y ahora, estaba roto. Todavía hacía tictac, como buscando un último aliento. El cristal se había roto cuando caí el suelo por la onda expansiva. Desde el atentado, aparecían las mismas cuatro cifras obsesivas: 88.88.
Una hora que todos los relojes y los despertadores analógicos pueden indicar, pero que no existe. La tierra de nadie temporal en la que vegetaba anonadado e incrédulo. Mi vida se había parado entonces, en aquella elipse invisible en la que ninguna aguja se había posado jamás. Me sentía inmovilizado, extraviado, en aquel colchón demasiado duro de una habitación de hotel encima de los bulevares de los mariscales, aturdido por el miedo y los medicamentos, atrapado en los segundos infinitos de la hora que no existía.
Sonreí. Entonces, estaba fuera del tiempo. La idea era divertida para un esquizofrénico. Giré de nuevo la cabeza y dejé mi reloj donde estaba. Encendí otro cigarrillo mientras pensaba en los días extraños que acababan de suceder, en la locura que acababa de vivir. Noté que unas gotas dé sudor se deslizaban por mi frente. Intenté no secarme. De todas maneras, el calor del mes de agosto y la angustia se habían aliado contra mí. Era una batalla perdida por anticipado.
Mi paranoia jamás había alcanzado un nivel tan crítico. Estaba sordo por esas voces que invadían mi cabeza, esas frases que no podía olvidar, y que suponía que debían de tener un significado profundo, importante. «Brotes transcraneanos, 88, es la hora del segundo mensajero. Hoy, los aprendices de brujos en la torre; mañana, nuestros padres asesinos en el vientre, bajo 6,3.» No tenía conciencia de las horas, el tiempo me parecía a la vez terriblemente largo e impalpable, como encerrado para siempre en el medio de infinitos bucles de mi 88.88. Con cada pequeño ruido que invadía mi habitación, toqué con el dedo la superficie helada del terror puro, la raíz misma del miedo, que se hundía como un inmenso picador de hielo en las profundidades de mi columna vertebral.
Pero, finalmente, la mañana del tercer día, sin duda, cuando estaba inmerso, amorfo, en un sustituto del sueño, me sobresaltaron y despertaron tres golpes en mi puerta. Tres golpes ensordecedores cuyo eco llenó toda mi habitación. Tuve tanto miedo que creí que mi corazón se había parado. Sin embargo, oí que volvía a latir. Y más fuerte que nunca.
Me cubrí enseguida con mi gran sábana blanca y cerré los ojos, hecho un ovillo en medio de la cama, esperando resignado la muerte.
– ¿Señor? ¡Señor!
Abrí los ojos. Era la voz del tipo del hotel.
– ¿Hay alguien ahí dentro?
Golpeó de nuevo la puerta, más fuerte todavía.
– ¿Está usted vivo todavía? ¡Señor! ¿Está usted ahí?
Me senté en la cama, con la frente cubierta de sudor.
– Señor, si usted no abre, me voy a ver obligado a abrir yo mismo…
– ¡Espere! -grité, presa del pánico, sacando la cabeza de la cama-. ¡Espere! Estaba… Estaba durmiendo. ¡Me estoy vistiendo, ya voy!
– ¡Ah! Está usted ahí. Bueno… Sería muy amable si se reuniera conmigo en la recepción, no ha pagado usted las últimas dos noches…
Creo que esta llamada brutal a la realidad fue un desencadenante para mí. Como un electrochoque psicológico, una ducha fría. Sin saberlo, el guardia del hotel acababa de sacarme de la espiral paranoica en la que estaba hundido desde hacía varios días. Por primera vez desde que me había tirado a aquella cama, volví a tener un contacto con el mundo real, y, en cierto modo, eso me salvó, al menos por un tiempo, de mi laberinto de angustia.
Me levanté de golpe, impulsado por un violento sentimiento de culpabilidad, me dirigí hacia el pequeño lavabo blanco del minúsculo cuarto de baño, me desvestí por completo y me eché agua turbia y fría sobre el cuerpo. «Puta, ¿qué estás haciendo, pero qué estás haciendo?» Me froté con fuerza mis brazos y mi frente. Tuve que enjuagarme varias veces para quitarme el color rojo que había impregnado mis pelos. Me froté la mejilla. Una barba dura y que pinchaba la recubría. Cogí el neceser de mi mochila y me afeité. Mis manos temblaban de miedo y cansancio. Me corté dos veces. Cuando hube acabado, dejé la cuchilla al borde del lavabo y me erguí para mirarme en el espejo.
Apenas me reconocía. Era como si no hubiera visto esa figura desde hacía una eternidad. Mis rasgos acusaban el cansancio, tenía la cara de un muerto viviente. Sin duda, excepto por la barba, ahora había recuperado mi aspecto habitual, pero seguí teniendo una pinta desastrosa. De todas maneras, detestaba mirarme en los espejos. Tal vez no me gustaba mi cara, que siempre me había molestado: nariz demasiado grande, dientes estropeados, cejas eternas, tez amarillenta de fumador. Tenía la impresión de que no me pertenecía. En el fondo, sólo podía soportar mis ojos. Aquella gran mirada azul que conseguía sostener. Era la única cosa de mi rostro que me parecía real, que parecía pertenecerme. Para siempre.
En mi brazo, observé durante un momento el viejo tatuaje cuyo origen ignoraba. Era una cabeza de lobo. No recordaba ni el día ni la razón por la que me hice ese tatuaje. Se remontaba a esa época lejana que se escapaba totalmente a mi memoria.
Bajé la cabeza y contemplé mi vientre. Había adelgazado un poco. Muy poco. Los medicamentos me habían condenado a una detestable gordura eterna. Inspeccioné uno a uno los pliegues de grasa de mi estómago. ¿Cuánto de ese cuerpo me pertenecía a mí, de verdad? Después, más abajo, miré mi sexo, aquel sexo idiota que, según creía, jamás había conocido mujer. Tal vez ni siquiera la había deseado. Era incapaz de acordarme. ¿Seguía siendo uno un hombre cuando no se tiene ningún deseo?
Levanté los ojos y sostuve de nuevo mi propia mirada. Lo consideré una prueba. Había algo raro en ese espejo, en todos los espejos.
«¡Jodidos neurolépticos!»
Con un gesto de rabia, cogí la papelera que estaba a mis pies, me fui hacia la mesita de noche y tiré una a una las cajas de medicamentos a la basura.
«Se ha acabado. Lo dejo. Dejo estos medicamentos que me joden la vida. Me moriré si es necesario, pero se ha acabado. Lo dejo.»
Miré durante un instante las tabletas y cartones amontonados en el fondo de la papelera, después me dirigí a la ventana, la abrí de par en par y tiré todo lo que contenía a la calle. Las tabletas plateadas volaron como hojas muertas y se esparcieron por la acera y la calzada. Solté un pequeño grito de victoria, y esbocé una sonrisa burlona en los labios.
Volví al lavabo, cogí ropa limpia de mi mochila y me vestí rápidamente.
«No soy esquizofrénico.»
Me puse los zapatos, cogí todo el dinero que tenía en mi cajita, lo metí en mi cartera y salí, finalmente, de aquella maldita habitación con paso decidido.
Bajé rápidamente la escalera del hotel y me encontré con el recepcionista en el vestíbulo.
– Siento mucho haberlo molestado así, pero creía que le había pasado algo -me dijo él con una especie de sonrisa forzada.
– ¿Cuánto les debo? -pregunté secamente.
– Son 20 euros por noche, 40 en total.
Le di el dinero.
– Sin duda, me voy a quedar unos días más -le anuncié.
– Entendido. Ahora que le conozco y que sé que usted paga, no hay problema. Puede pagar cuando se vaya… Tiene que comprenderme, señor. Uno desconfía…
– Desde luego. Gracias.
No añadí nada más y salí rápidamente del hotel.
El sol de agosto inundaba el bulevar. Árboles y hombres desbordaban de vida. Observé el mundo. Todo parecía normal, tan normal como lo había conocido antes. Calmado, real, aunque envuelto, al salir de mi cueva, de un efímero resplandor dorado.
Me puse a caminar por la acera con paso que pretendía seguro. Un vientecillo irregular templaba el calor húmedo del verano, y me hacía cosquillas en la cara. De vez en cuando, pasaban coches cerca de mí, indiferentes. Me cruzaba con hombres, mujeres y niños. Algunas tiendas estaban abiertas. No toda la ciudad estaba de vacaciones. A un lado, había un quiosco de prensa con sus variopintas pancartas que recordaban los atentados; al otro, una cabina de la Compañía Eléctrica de Francia, cubierta de carteles y de adhesivos de colores que invitaban a las festividades urbanas, o anunciaban conciertos o veladas; más lejos, una panadería de la que salía el olor seductor de su bollería. Atadas a los tubos de una pequeña barrera verde, bicicletas, ciclomotores y motos esperaban el regreso de sus propietarios. La realidad me pareció perfecta, indiscutible. No había nada que resaltara. Tranquilo, me encaminé por ese mundo tangible, evitando cuidadosamente las salidas de metro y las bocas de alcantarilla.
Con una idea en la cabeza, avancé sin apartar la mirada de las fachadas de los inmuebles alineados. Crucé algunas calles, con los puños apretados en el fondo de los bolsillos, casi a paso ligero, y después, al cabo de un cuarto de hora, tal vez más, vi, en fin, lo que buscaba en una pequeña calle detrás de la Place Paul-Léautaud. En la pared, al lado de la puerta de un garaje, una placa de metal grabada anunciaba: «Sophie Zenati, psicóloga, 1.º izquierda».
Sin dudar, entré en el vestíbulo del viejo inmueble parisino y subí los peldaños de una pequeña escalera roja. Cuando llegué al primer piso, me quedé un instante ante la puerta mordiéndome el labio, indeciso; después, finalmente, llamé al timbre. Nada. ¿No había nadie? Volví a llamar al timbre una vez más, inquieto. Si el gabinete estaba vacío, ¿tendría el valor de buscar otro? Pero entonces oí pasos que se acercaban, bajo los que crujía el suelo de un viejo parqué de madera. La puerta se abrió.
– Buenos días, señor. ¿Tiene usted cita?
Era una mujer morena, de unos cuarenta años, pequeña, un poco rellena y con un rostro frío.
– No -respondí encogiéndome de hombros.
– ¿Viene usted a que le den cita?
– No, querría ver enseguida a la psicóloga -dije sin ceder.
– Ah, lo siento, pero no recibo más que con cita.
Entonces era ella. Me pregunté si tenía el aspecto de una psicóloga. O más bien, me pregunté si una psicóloga debía parecerse a mi psiquiatra. ¿Había algo en sus ojos que me hizo pensar en el doctor Guillaume? Me resigné a creer que eso no debía de tener mucha importancia. Eso fue tranquilizador, pero tenía que hacerme a la idea. Mi psiquiatra estaba muerto, tendría que establecer lazos de confianza con una nueva persona. Completamente nueva.
– Sí, lo entiendo, pero es una urgencia -insistí.
– ¿Una urgencia?
– Sí. Querría saber si soy esquizofrénico.
Mi interlocutora levantó las cejas.
– Ya veo.
Ella dudó. Yo no me moví ni un centímetro. La miraba, simplemente. No quería decir nada más. Era una especie de prueba. Si ella decidía que el tema merecía investigarse, tal vez sería la señal de que podía confiar en ella.
– Está bien -dijo ella, a la vez que suspiraba-. Puedo recibirlo en un cuarto de hora, pero no para una sesión completa. Y después, tendrá que coger una cita… No funcionamos así, sabe usted…
– Gracias.
Ella me dejó pasar; atravesamos un largo pasillo revestido de madera, después me rogó que me instalara en la sala de espera. Me senté en un asiento, ligeramente incómodo, escondiendo las manos bajo mis muslos como un niño tímido. La mujer desapareció tras una doble puerta.
Me quedé un momento paralizado, inmóvil; después empecé a calmarme y me puse a inspeccionar la habitación, como un alumno en el despacho del director. En una esquina, a mi izquierda, había juguetes de madera y plástico guardados en grandes cestos; a la derecha, una pequeña biblioteca, con filas de libros en desorden. No pude evitar fijarme en un gran título rojo que sobresalía entre los demás: Kramer contra Kramer. En las paredes desnudas habían colgado, hacía tiempo a juzgar por su estado, unos pósteres con números de emergencia como el de SOS Mujeres Maltratadas, u otros organismos de asistencia. Frente a mí, en una pequeña mesa, había apiladas unas revistas estropeadas. En lo alto del montón, un Paris Match aseguraba revelar todo sobre la vida privada del primer ministro. Al lado, un número de Elle alababa las virtudes de un régimen especial para el verano.
Saqué las manos de debajo de mis piernas, y me puse a frotarlas una contra otra, en un gesto nervioso. ¿Había hecho bien en ir allí? Sí, seguramente. Era un acto razonable. De hecho, especialmente razonable, y del que podía sentirme orgulloso. Un acto sensato.
De todos modos, necesitaba una opinión exterior a mí. Una opinión de un profesional. Seguramente, no podía librarme solo de mis angustias ni de esa duda repentina y justificada sobre mi enfermedad. Sin embargo, el doctor Guillaume estaba muerto. O tal vez no había existido nunca. Ya no lo sabía… En suma, sí, seguramente necesitaba ayuda, no había duda al respecto.
Algunos instantes más tarde, mientras intentaba ver los títulos de otros libros alineados en la biblioteca, la puerta se abrió de nuevo. Oí que la psicóloga se despedía, y vi que salía una mujer que debía de tener entre veinticinco y treinta años, y que cruzó la sala de espera sin dirigirme una mirada. Llevaba el pelo corto, a lo chico, y tenía la tez oscura de una mediterránea; tal vez, incluso, el sol de África del Norte había dorado su piel. Los rasgos finos, el rostro delicado: tenía un aspecto triste y salvaje. Sus ojos brillaban con un verde bello primaveral. La vi irse, sin atreverme siquiera a decirle adiós. En la consulta del doctor Guillaume, jamás me había cruzado con otro paciente.
– Puede entrar, señor, por favor.
Me levanté lentamente y crucé la puerta frotándome la nariz con la mano izquierda. La psicóloga se había instalado detrás de una mesa desordenada. Me observaba con aspecto serio.
– Siéntese -me dijo ella, señalándome la silla que estaba frente a ella.
Yo lo hice, sin dejar de mirar el fárrago que reinaba en el gabinete. Había montones de libros, un ordenador abandonado por el suelo, un gran climatizador blanco… Me había esperado un interior sobrio y, sobre todo, mucho más ordenado. ¿Una psicóloga negligente podía ser una buena psicóloga?
– Bien. Antes que nada, ¿cómo se llama usted?
– Me llamo Vigo Ravel, como el compositor, y tengo treinta y seis años.
Vi que anotaba mi nombre en un gran cuaderno negro.
– Venga, cuéntemelo todo.
– Doctora, creo que…
– Espere un momento -dijo ella levantando su bolígrafo-. Yo no soy doctora, soy psicóloga.
– ¿No es lo mismo?
– No, en absoluto. No he estudiado medicina…
– Ah, bueno, eso no es grave -dije sonriendo-; yo estoy loco, no enfermo.
Ella permaneció sorprendentemente serena. Eso no la había hecho reír.
– ¿Por qué dice usted que está loco?
– Eso no lo digo yo exactamente, sino mis padres y mi psiquiatra, el doctor Guillaume. Dicen que soy esquizofrénico… Llevan años tratándome.
– ¿Y usted no les cree?
Ella hablaba con una voz monótona y asentía regularmente con la cabeza, como para darme a entender que comprendía todo lo que yo decía, o bien para tranquilizarme, sin duda. Y lo más asombroso era que funcionaba. Sin entender por qué, sentía confianza hacia aquella mujer. Había en su mirada una contradicción que me gustaba: era a la vez maternal y neutra. Protectora e imparcial. Tenía la impresión de que podría decirle cualquier cosa y que ella no me juzgaría, al contrario que el doctor Guillaume, quien siempre había parecido estar evaluándome.
– Bueno, es un poco más complicado. Al principio no les creía, pero acabé creyéndoles, y ahora vuelvo a tener dudas… Es un poco complicado, lo admito. Me habría gustado hablarlo con mi psiquiatra, no la habría molestado; pero el problema, sabe usted, es que ha muerto en el atentado.
Vi que levantaba lentamente la cabeza y arqueaba ligeramente una ceja. Intentaba no parecer sorprendida, pero no pudo ocultármelo. Sonreí.
– ¿Su psiquiatra murió en el atentado de la Défense? -preguntó, a la vez que se aclaraba la garganta.
– Sí, bueno, eso creo. Ya no estoy seguro de nada, ahora. Ni siquiera estoy seguro de que haya existido. Disculpe, pero necesito saberlo: ¿el atentado ha ocurrido de verdad?
En esa ocasión, ella no intentó ocultar su asombro.
– Sí -dijo, frunciendo el ceño-. Sí, desde luego que ha tenido lugar el atentado de la Défense. ¿Por qué duda de que su psiquiatra haya existido?
Me estremecí. A medida que explicaba las cosas, iba tomando conciencia de lo excéntrico de mi historia.
– Cuando volví allí, a la Défense, las personas que se ocupaban de las víctimas me dijeron que no había ningún gabinete médico en la torre. Sin embargo, allí veía al doctor Guillaume todas las semanas, desde hace años. Y también iba allí el día del atentado… ¿Conocía usted al doctor Guillaume? Mis padres dicen que tiene una buena reputación.
– No, lo siento, no me dice nada. ¿Ha recibido atención médica de urgencia tras el atentado?
– No.
– ¿Y no le han hecho una evaluación psicológica?
– No, porque conseguí escaparme de la torre…
– Pero, entonces, ¿precisamente estaba usted dentro de la torre SEAM en el momento mismo del atentado?
– Sí, pero conseguí sobrevivir porque pude salir justo antes de que las bombas explotaran. Y por eso vengo a verla. Porque si he sobrevivido, significa que no soy esquizofrénico. Y necesito saber…
Ella me miró fijamente sin decir nada.
– ¿Cree usted que soy esquizofrénico? -insistí.
– De entrada, no me gusta decir que una persona es esquizofrénica. En psicología, no clasificamos a las personas, sino problemas. Prefiero decir que una persona presenta una esquizofrenia…
Asentí con la cabeza, pero en el fondo lo psicológicamente correcto me daba igual. Lo que me interesaba era saber si estaba totalmente loco o no.
– De acuerdo, entendido, pero según usted, entonces, ¿presento una esquizofrenia?
– Debería ser su psiquiatra más que yo el que lo dijera, ya que le ha seguido durante más tiempo… Su diagnóstico sería más seguro que el mío.
– Sí, pero mi psiquiatra está muerto. Y necesito saberlo. Es urgente. No puede usted dejarme con la duda. Usted es psicóloga. Al menos, es capaz de reconocer a un esquizofrénico, ¿no? Es básico. Si no, está usted dejando de asistir a una persona en peligro. ¿Cómo se sabe si se es esquizofrénico?
Creo que ella soltó un ligero suspiro.
– Es bastante complicado, pero empezamos a conocer mejor este problema. ¿Conoce usted un poco la historia del descubrimiento de esta enfermedad, señor Ravel?
– Sí, vagamente.
– ¿Le dicen algo los primeros estudios de Kraeplin?
– Sí, el doctor Guillaume me había hablado de ellos. Es el psiquiatra que, en 1900, diferenció la esquizofrenia de la paranoia, ¿no?
– Así es. Primero la llamó Dementia praecox, «demencia precoz», porque afecta esencialmente a los hombres jóvenes de entre dieciocho y veinticinco años. Esta diferenciación fue esencial. Desde entonces, el enfoque clínico de la esquizofrenia ha progresado mucho, y para diagnosticarla, hay muchos métodos. Su psiquiatra ha debido de hablarle sobre eso también, supongo. En general, hay que remitirse a los criterios diagnósticos del DSM IV.
– Sí, sí. Lo recuerdo. Pero no presté verdaderamente atención en aquel momento. ¿Qué es eso exactamente?
– Es una clasificación americana de las enfermedades psiquiátricas… En concreto, proporciona una lista de síntomas característicos de la esquizofrenia, o más bien, de las esquizofrenias. Cuando un paciente presenta, al menos, dos de estos síntomas, puede declararse que presenta una esquizofrenia.
– ¡Pues ya está! -exclamé-. Eso es exactamente lo que quiero saber: quiero saber si objetivamente, clínicamente, soy esquizofrénico. Porque durante años me han dicho que lo era; pero, ahora, ya no estoy seguro…
La psicóloga se quedó en silencio durante un instante. Me miraba con mucha seriedad, lo que me parecía bastante tranquilizador. Deslicé una mano en el bolsillo de mi chaqueta para buscar mis cigarrillos.
– ¿Puedo fumar?
– No.
Volví a dejar el paquete en su lugar.
– ¿Cuáles son los síntomas que hicieron que su psiquiatra le declarara una esquizofrenia? -me preguntó finalmente ella.
– Oigo voces en mi cabeza.
Ella anotó algo en su cuaderno.
– ¿Son voces exteriores o su propia voz?
– Bueno, más bien son voces exteriores que oigo cuando tengo crisis. En realidad, creo…, en fin, empiezo a creer que lo que oigo son los pensamientos de las personas.
No me atreví a darle ejemplos. Sin embargo, había uno que no podía olvidar. «Brotes transcraneanos, 88, es la hora del segundo mensajero…»
– Ya veo. Y bien, si es lo que quiere saber, entonces sí, se parece bastante, en efecto, a uno de los síntomas que se citan en el DSM IV. Pero esto no basta para afirmar que usted sufre una esquizofrenia…
– ¿Qué más hay?
– Hay montones de síntomas, señor Ravel, pero le repito que no se puede diagnosticar así este tipo de enfermedad, durante una simple entrevista. Requiere su tiempo. Y además, ahora tenemos medios más desarrollados. En ciertos casos, pueden incluso tomarse imágenes del cerebro.
– Sí, sí, lo sé: me he hecho montones de ellas. Montones, durante años. ¡Tienen tantas imágenes de mi cerebro en el gabinete del doctor Guillaume, que habrían podido hacer un cómic!
– Bueno, al menos, tiene usted sentido del humor…
Sonreí. Decididamente, había algo de esta psicóloga que me gustaba. Su manera de hablarme como a un adulto, especialmente. Ni el doctor Guillaume, ni mis padres, ni siquiera mi jefe me habían hablado de esta manera. Para ellos, siempre había sido un esquizofrénico, un enfermo y, por tanto, un ser globalmente irresponsable. Por primera vez, me pareció que esa mujer me miraba como un adulto normal, sensato, que presentaba tal vez un simple problema psicológico…
Era una nueva impresión. En nuestra conversación, había una especie de estimación, de respeto tácito, y eso me pareció tranquilizador. Casi liberador.
– Sea amable -le dije, al tiempo que me adelantaba en mi silla-. Sé que es un asunto delicado, pero dígame, de todos modos, lo que usted piensa. Deme su opinión, su opinión personal. Me siento verdaderamente perdido.
– No puedo formarme una opinión tan rápido, señor Ravel.
– Dígame, al menos, los otros síntomas para que vea si encajan conmigo.
– Hay muchos…
– ¡Deme ejemplos y ya veremos!
Ella volvió a suspirar, dudó, y después, encogiéndose de hombros, se decidió a responderme.
– Se puede tener la sensación de que el cuerpo está controlado por alguna otra persona, lo que, a veces, provoca movimientos involuntarios…
– No. No tengo ese síntoma. Controlo perfectamente mis gestos.
– Puede haber una desorganización del discurso, lo que tampoco parece sufrir… Aunque tenga cierta tendencia a embalarse cuando habla -añadió ella sonriendo.
– Es porque estoy hecho un lío, comprende, un poco estresado. Venga, ¿qué mas?
– Los enfermos, a menudo, son extraordinarios consumidores de tabaco, se ve por el color amarillento de los dedos, o por los agujeros causados por las quemaduras de tabaco en su ropa…
Examiné mis manos, avergonzado. Mis falanges estaban totalmente oscuras.
– Sí, bueno, hay esquizofrénicos que fuman como cosacos… Eso no prueba gran cosa. ¿Qué más?
– Verá usted, no me sé de memoria todos los síntomas. Tendría que mirar el manual. Lo que puedo decirle, por ejemplo, es que a menudo se observan en los pacientes tendencias, más o menos conscientes, a automedicarse. ¿Alguna vez se prescribe usted mismo los medicamentos?
– Tal vez, ¿y qué más?
– Puede haber un comportamiento catatónico, cambios de humor…
– Sí, eso, eso me pasa. Cambios de humor. Pero eso le pasa a todo el mundo, ¿no?
– Una obsesión por los detalles, los calendarios, las fechas, lo que puede llamarse aritmomanía…
– ¿Algo más?
– Escuche, verdaderamente, no sirve de nada hacer una lista con todos. Usted mismo ha dicho, señor Ravel, que sufre alucinaciones auditivas. Tal vez sería necesario empezar por ocuparse de esto. Sería más razonable que consultara a un psiquiatra que podría prescribirle medicamentos…
– No, no. ¡Basta de medicamentos! ¡He probado todos los neurolépticos, todos! En pildora, en inyección… Eso no sirve de nada, nunca he dejado de oír las voces en mi cabeza.
– Señor Ravel, en el cuadro de una esquizofrenia hay algo que llamamos «alianza terapéutica», y es verdaderamente importante. Debe asegurarse una continuidad en los tratamientos, si es posible con el mismo psiquiatra y con el mismo equipo. Los problemas que usted padece son demasiado importantes como para que se los tome a la ligera. No sólo debe seguir un tratamiento a base de neurolépticos, sino también una psicoterapia. Permítame derivarlo a un especialista…
– ¡No! No me apetece ver a otro doctor Guillaume. Sólo quiero su opinión…, la opinión de alguien como usted. Usted no puede forzarme -dije yo, poniéndome derecho.
– No, en efecto. A menos que represente una amenaza para el orden público. ¿Piensa usted que representa una amenaza para sus conciudadanos?
– No, no. ¡Nunca le he hecho daño ni a una mosca! Debe usted ayudarme, señora. No le pido gran cosa. Sólo quiero que me ayude a saber si las voces que oigo en mi cabeza son alucinaciones.
– ¿Y qué otra cosa podrían ser?
Me encogí de hombros. Ése era uno de los principales argumentos del doctor Guillaume. «¿Qué otra cosa podrían ser?» Ésa era la cuestión, la única cuestión válida.
– Bueno, ya se lo he dicho. Creo que son los pensamientos de la gente. Oigo los pensamientos de la gente.
– ¿Cuánto tiempo hace que lleva oyendo esas voces?
– No lo sé. No recuerdo mucho de mi pasado. Pero creo que al menos hace quince años.
– ¿Y las escucha todo el tiempo?
– No, no todo el tiempo. Hay señales antes de que las escuche. Una migraña, el mareo, y, después, mi vista se desdobla. Es una especie de crisis epiléptica. Ahora, por ejemplo, no las oigo.
– ¿No puede oír mis pensamientos?
– No.
Me estremecí.
– No me cree, ¿verdad? Como no puedo oír sus pensamientos, no me cree.
– No estoy aquí para creerle, señor Ravel. Todo lo que puedo hacer es ayudarle a que vea las cosas con más claridad… Y antes que cualquier otra cosa, me gustaría ayudarlo a que no se angustiara. Parece usted terriblemente angustiado.
– ¿No estaría usted también angustiada si hubiera oído la voz de los terroristas en la cabeza algunos segundos antes de que la Défense explotara?
– ¿Y qué le decían esas voces? ¿Le decían que pusiera bombas?
Sacudí la cabeza.
– ¡Claro que no! ¡En absoluto! Ya veo adonde quiere ir a parar. Está dando a entender que tal vez he sido yo el que ha puesto las bombas, en cuyo caso me convertiría en un verdadero peligro para el orden público, y así podría librarse de mí y hospitalizarme de oficio.
– Ésa no es mi intención. Pero veo que conoce el término de hospitalizar de oficio. ¿Eso le ha ocurrido alguna vez?
Finalmente, empezaba a irritarme. Contrariamente a lo que había esperado, había empezado a ponerme una mirada acusadora. Tal vez no valía más que el doctor Guillaume.
– ¡No, jamás! -respondí con sequedad-. Pero tampoco soy completamente tonto. He leído libros. Sé lo que es una hospitalización de oficio.
Dejamos pasar un buen rato sin decir palabra. No había apartado sus ojos de mí. Creí distinguir de nuevo en su mirada el resplandor del respeto que había visto al inicio de nuestra conversación. Volví a recuperar algo de confianza.
– A decir verdad, creo que soy bastante inteligente -murmuré-. Siempre intento comprender el mundo. Tomo montones de notas. Leo montones de libros. ¿Son inteligentes los esquizofrénicos?
– En general, los pacientes que sufren esquizofrenia tienen un coeficiente intelectual por debajo de la media… Pero no son más que estadísticas. Sin embargo, es cierto que padecen algunos problemas intelectuales, como déficit de atención o problemas de lenguaje… No obstante, hay personas muy inteligentes aquejadas de esquizofrenia, como el célebre premio Nobel de ciencias económicas, John Nash.
– ¿Y si me hiciera pruebas de atención o pruebas de coeficiente intelectual? ¡Estoy seguro de que estoy por encima de la media! ¿Probaría eso que no soy esquizofrénico?
Ella sacudió la cabeza.
– Por el momento, prueba sobre todo que es usted un pretencioso. Señor Ravel -me anunció ella con voz franca-, esto es lo que le propongo. Por ahora, vamos a dejar a un lado la cuestión de saber si presenta, o no, una esquizofrenia, y vamos a concentrarnos en las voces que escucha en su cabeza. Eso es lo que le causa más problemas, por el momento, y creo que sería más prudente trabajar eso, en primer lugar. ¿Qué me dice?
– No lo sé…
– No puedo obligarlo. Pero estas voces realmente parecen incapacitarlo para la vida diaria. Si verdaderamente no quiere consultar a un psiquiatra, cosa que desapruebo por completo, al menos podemos intentar trabajar esto juntos. No sé si puedo ayudarle, pero creo que necesita trabajar este problema.
– Quiere que vuelva a verla, ¿es eso?
– Usted debe decidirlo.
Me tomé un momento para reflexionar.
– No consigo manejarme yo solo -confesé finalmente.
– Es completamente comprensible. Hace un momento me ha dicho que tenía padres… ¿Pueden ayudarle?
– No, por ahora. No están aquí.
– El problema que usted padece es muy difícil de sobrellevar solo, señor Ravel. Pero no debe olvidar que es un problema, no una fatalidad. Hay posibilidades de que remita. El que sea usted consciente de este problema es ya un punto positivo.
– Sí, de acuerdo; pero a fin de cuentas, una vez que hayamos tratado la cuestión de mis alucinaciones, usted me dirá que soy esquizofrénico y volveremos al principio.
– Ya le he dicho que no afirmo este tipo de cosas. Y se lo repito: dejemos de lado esta problemática para concentrarnos en las voces que escucha.
– De acuerdo -respondí sin convicción-. Puedo intentarlo.
– Perfecto. Entonces, acordemos una cita.
– De acuerdo.
Ella sacó un segundo cuaderno negro, más pequeño, y la observé lamerse el dedo índice cada vez que volvía la esquina de una hoja. Tuve la impresión de que era un gesto que hacía mi madre, pero no conseguí imaginármela. No podía ver el preciso rostro de mi madre haciendo ese gesto preciso, y, sin embargo, estaba seguro de que había algún vínculo con ella… Era bastante extraño… Era bastante extraño. Como esos sueños en los que la gente tiene nombre, pero no un rostro.
– ¿Puede usted volver pasado mañana?
– Sí, sí… No tengo nada previsto.
– ¿No trabaja usted, señor Ravel?
– Sí, pero no este momento…
– Entonces, pasado mañana a las tres de la tarde.
Le pregunté cuánto le debía y le pagué enseguida.
– Hasta la vista, señor Ravel. Intente descansar. Tiene aspecto de no haber dormido mucho los últimos días, y la fatiga no mejora las cosas.
Me levanté y le di la mano, tomando conciencia de repente del sentido profundo de ese simple gesto. Un gesto que no hacía a menudo. Apretar una mano. Compartir durante un instante nuestros útiles. Algo así. Mis manos no son esquizofrénicas.
– Gracias, señora.
Salí de la consulta.
Cuaderno Moleskine, nota n.° 113: la memoria.
Se dice que poder ponerle nombre a nuestros problemas es ya encontrar la mitad del remedio. Ahí va: sufro una amnesia retrógrada. Para ser preciso, no recuerdo prácticamente ningún acontecimiento anterior a mis veinte años. Las pocas cosas de las que me acuerdo pueden ser falsos recuerdos, cosas que mis padres me habrían contado y de las que me habría apropiado, o bien lo que se llama «paramnesias reduplicativas», ilusiones de la memoria. Está en los diccionarios, y se traduce en impresiones de déjà-vu o de reviviscencias confusas de escenas de la infancia. A veces me asaltan, como fiases, ante un objeto, un olor, un sonido.
Es particularmente lamentable no acordarse de la propia infancia, ni siquiera de la adolescencia. En la comprensión, el conocimiento de uno mismo, una laguna tan grande es necesariamente un déficit. Por tanto, no me conozco bien. Por tanto, no estoy seguro de nada en lo que me concierne. No estoy seguro de mis preferencias políticas, ni de mis gustos, ni de mis deseos. Se dice que un hombre es la suma de todas las opciones que éste hace en su vida. Pero, entonces, ¿se puede ser un hombre si uno no se acuerda de ninguna de estas opciones?
Tal vez, no obstante, tengo la impresión de acordarme de hechos antiguos. Recuerdos vagos, antiguos, confusos, pero recuerdos de todos modos. No sé si son reales o si son paramnesias causadas por mis problemas mentales; sin embargo, he tomado la decisión de anotar aquí estos recuerdos. Tal vez podría así reconstruir poco a poco el ser que soy o que era. Es lo que los psiquiatras llaman la «técnica del paso a paso». Revivir lentamente el viaje de mi vida pasada, pero en segunda clase, por favor.
Al día siguiente de mi visita al psicólogo, después de haber Pasado mi primera noche relativamente en calma desde los atentados, me propuse no quedarme encerrado en el hotel. Llevaba horas dándoles vueltas a las preguntas en mi cabeza, y no siempre sabía dónde estaba. Me sentía muy solo, muy perdido, y enseguida me pareció que necesitaba ver a alguien, a alguien que me conociera, junto al que pudiera tal vez reencontrar el sentido de la realidad. Seguía sin tener noticia alguna de mis padres, y no estaba seguro de querer verlos por el momento. Por tanto, me decidí a ir a ver al señor De Telême, mi jefe.
Me aseé rápidamente, y me vestí, no sin sentir un verdadero placer. Volver a ponerme esa ropa era un primer paso para aceptar una realidad segura, una realidad en la que debía estar afeitado, limpio y presentable.
Me tomé un café y un cruasán en la planta baja del hotel, en un pequeño bar. Intenté no prestar atención a las voces de los otros clientes. Tenía que concentrarme en otra cosa. Eché una ojeada a los periódicos de la mañana. Sólo hablaban del atentado y de la pista islamista. Todavía se veían las fotos de la Défense, y de las fuerzas de auxilio en medio de las ruinas. Mi realidad. Pagué al camarero, y después me puse en camino.
La sociedad Feuerberg está instalada en la Place Denfert-Rochereau. Seguía inquieto por la idea de volver bajo tierra, así que cogí el autobús y crucé París por la superficie. Pero cuando estuve a pocos pasos de las oficinas y vi pasar tras las ventanas a numerosas siluetas, tuve de repente un extraño sentimiento, no tanto de miedo como de inquietud. ¿Estaba listo para volver a ver a mis colegas de golpe? Había desaparecido durante días, iban a asediarme con preguntas, a lanzarme miradas suspicaces… No. Era demasiado pronto para enfrentarme a eso. Era mejor ver al señor De Telême cara a cara.
Cogí mi teléfono móvil y llamé a su oficina. Me respondió su secretaria. Era una mujer a la que nunca había apreciado. Hablaba poco, jamás daba su opinión. Se contentaba con seguir al señor De Telême para todo, con un cuaderno y un bolígrafo en la mano, y esbozaba extrañas sonrisas, que no lo eran, en realidad.
– ¿Podría hablar con el señor De Telême, por favor?
– No está aquí hoy. ¿Quiere dejar un mensaje?
– No -respondí-. Volveré a llamar mañana.
La secretaria pareció dudar durante un instante.
– ¿Señor Ravel, es usted?
Ella me había reconocido. Había reconocido a Vigo Ravel, a mí. Por tanto, estaba en la realidad. Feuerberg, François de Telême, la secretaria… Eso, al menos, no me lo había inventado.
– No, no -mentí-. Gracias, señora, volveré a llamar.
Colgué enseguida. Di algunos pasos por la plaza, suspirando. ¡Qué imbécil! Había cruzado todo París para nada. Me habría bastado llamar para evitar el desplazamiento. Pero, después de todo, caminar me ayudaría a ver las cosas más claras. Por el momento, no oía ninguna voz en mi cabeza. No me había sentido tan tranquilo desde los atentados. Ahora que estaba aquí, y con una buena disposición, podía aprovechar el buen tiempo para pasear un poco…
Así, pasé el mediodía caminando por el distrito XIV. Como todavía no estaba completamente seguro y me esperaba que aparecieran los dos tipos que me habían perseguido, me paseé por los lugares más tranquilos y más discretos del barrio: los jardines del Observatorio, las callejuela de la villa d'Alésia, el parque Montsouris…
En el camino de regreso, más sereno, me sorprendí al encontrar en mí sensaciones antiguas: el estado de ánimo en el que había estado tanto tiempo. Volví a descubrir, sin verdaderamente explicármelo, esa resignación que el doctor Guillaume siempre había alabado. Poco a poco, la certidumbre de que era esquizofrénico se fue instalando de nuevo, y prácticamente me convencí de que todo lo extraño que me había pasado esos últimos días era tan sólo producto de mis delirios.
Los dos tipos que me habían perseguido, sin duda, no habían existido nunca, ni tampoco la cámara del apartamento de mis padres, y la frase que me había parecido oír en la torre SEAM. No era ningún mensaje indescifrable, era simplemente una frase sin pies ni cabeza que me había inventado.
En el fondo, era tranquilizador saberse simplemente loco. Era reconfortante, y era una respuesta fácil a todas mis cuestiones. Si era esquizofrénico, entonces, ya no había ningún misterio, sino sólo algunas alucinaciones a las que no debía dar ningún crédito.
Entonces, en el Boulevard Raspail, crucé una mirada que me pareció familiar. Me detuve, intranquilo, y observé más atentamente a la joven que cruzaba un poco más lejos. Ese corte de cabellos, esa nariz fina, esas piernecillas… Sí, era la contable de Feuerberg. Sin pensarlo, grité su nombre.
– ¡Joëlle!
La joven se giró, y después pareció sorprendida al descubrir mi rostro. Giró los ojos y retomó su marcha con un paso más rápido.
Dudé un segundo, desconcertado por su reacción; después empecé a seguirla.
– ¡Joëlle! ¡Soy yo, Vigo!
Ella caminó más rápido todavía. Corrí para alcanzarla y, cuando estuve a su altura, me deslicé ante ella y la cogí por el hombro.
– ¿Qué ocurre? -pregunté, perplejo-. ¿No me reconoce?
Ella se soltó, con los ojos llenos de pánico.
– Déjeme, por favor.
Después, volvió a ponerse en marcha. Estupefacto, la volví a coger del brazo, más firmemente esta vez.
– ¿Qué son estas tonterías? ¡Joëlle! Trabajamos juntos en Feuerberg. ¡Soy Vigo Ravel!
– ¡Señor, no sé de qué está hablando, no le conozco, déjeme tranquila!
Ella me empujó violentamente y se fue corriendo al otro lado de la calle.
Me pregunté si era posible que se hubiera equivocado, que hubiera confundido su rostro, pero estaba absolutamente convencido de reconocerla, hasta por su voz y su mirada. Era ella sin lugar a dudas. Pero ¿por qué iba a mentirme? Algunos peatones habían empezado a mirarme fijamente con suspicacia; sin embargo, me negué a dejarlo estar. Necesitaba una explicación. Me puse a correr.
La contable me llevaba ventaja, pero yo iba mucho más rápido y la alcanzaría enseguida. Vi que giraba por una calle a la derecha.
– ¡Oh! ¡Señor! ¡Déjela en paz!
Una rubia alta, que iba detrás de mí, pareció querer jugar a los justicieros; pero no tenía intención de dejarme impresionar. Corrí más rápido.
Cuando llegué a la esquina de la calle, vi a lo lejos a dos policías. Lancé un juramento. La joven se fue derecha hacia ellos. Iba a denunciarme. ¿Denunciarme por qué? ¿Por haberla reconocido? Di inmediatamente media vuelta, invadido por un inmenso sentimiento de injusticia. Era a mí, ahora, al que iban a perseguir, cuando era la única y verdadera víctima de esta historia.
Me precipité hacia el cruce y, sin dudar, me subí a un autobús. Dejé el barrio, apenado, y viendo alejarse las siluetas de los dos policías.
A la mañana siguiente, a la hora prevista, me senté frente a la mesa de «Sophie Zenati, psicóloga, 1.° izquierda».
– ¿Cómo se siente hoy, señor Ravel?
Extrañamente, me sentía feliz de volver a encontrarme con la señora Zenati, a la que me complacía poder llamar ya mi psicóloga. Así estaba seguro de apropiármela. Tenía la impresión de que se hacían cargo de mí.
– No sé -respondí, a la vez que me aclaraba la garganta-. Es extraño. Por un lado, me siento mejor, sin duda, por haber hablado con usted; pero, por otro, tengo una sensación extraña. Como si saliera de una larga pesadilla… Debo confesarle que, desde ayer, me pregunto si lo que le conté había sido real. Siento un poco de vergüenza, pero es así.
– ¿Qué quiere decir?
– Toda la historia del atentado… Y además, no se lo he dicho todo. También está lo del apartamento de mis padres, que encontré hecho un desastre, y después los dos tipos que me habrían perseguido hasta las catacumbas… Cuando pienso en ello ahora, me parece totalmente imposible. Completamente absurdo. Creo que deliraba un poco. Reconozco los síntomas de mi esquizofrenia. Mi delirio de persecución, todo eso…
– ¿Su esquizofrenia? ¿Por tanto, cree usted de nuevo que padece ese problema?
Suspiré.
– Ya no sé, he empezado a dudar de todo. Me pregunto si verdaderamente he sobrevivido al atentado, o si me lo he inventado todo… Parece increíble, en todo caso, que haya podido sobrevivir, ¿no?
– ¿Ha retomado su tratamiento con neurolépticos?
– No.
– Creo que debería hacerlo.
– No puedo soportar más los efectos secundarios.
– ¿Son más insoportables que sus problemas?
Me encogí de hombros.
– ¿Cómo podría decírselo? Esos medicamentos me convierten en un ser al que no puedo mirar en el espejo. Me hacen engordar, me vuelven completamente letárgico, me cuesta levantar los ojos, mirar a la gente a la cara. Y además, soy incapaz de tener la menor erección…
Ella asintió y escribió algo en su cuaderno. Imaginé, sonriendo, la frase que podía haber escrito: «incapaz de empalmarse». Mi vida era fabulosa.
– Tal vez podría hacer que le prescribieran medicamentos que no tienen los mismos efectos secundarios.
– Sí, tal vez.
Hubo un momento de silencio. Miré a mi alrededor. El despacho seguía igual de desordenado.
– Señor Ravel, le he traído un libro que me gustaría que leyera.
– ¿Cree que no tengo otra cosa que hacer?
– Es sobre la esquizofrenia. Es un libro excelente, claro y conciso. El autor, Nicolas Georgieff, es un buen psiquiatra. Debería leerlo; le permitiría identificar mejor sus problemas. Vería que la medicina moderna los reconoce claramente. ¿Quiere que le lea un pasaje?
– Sí, hágalo…
La psicóloga se puso sus gafas y empezó a leer como una maestra de escuela.
– «El delirio y la esquizofrenia son dos síntomas psicológicos típicos de la esquizofrenia. El delirio se define por una creencia absoluta e inquebrantable del sujeto en que son reales pensamientos imaginarios, creencia que no comparte con nadie más. Las ideas delirantes más frecuentes son las de persecución, en la que el sujeto está convencido de que unos personajes, reales o no, lo persiguen con fines malvados y se confabulan contra él.»
– Sí, eso se parece a lo que me pasa. ¡Es formidable! -dije con ironía.
– Espere. Ahora viene algo que puede interesarle: «Lo que caracteriza al delirio es una particular creencia llamada convicción delirante". Se trata de una convicción íntima que se escapa a cualquier contestación de los hechos. Nace, a menudo, de la atribución de un significado personal y extraño a un acontecimiento real cualquiera, que adquiere sentido brutalmente de manera evidente: el sujeto tiene la intuición de que tiene que ver con él. El delirio sitúa al sujeto en el centro del mundo, frente a acontecimientos que adquieren sentido para él, que le conciernen, y dejan de parecer aleatorios, para expresar necesariamente una lógica oculta. Las alucinaciones psicóticas, segunda categoría de problemas psicóticos típicos, consisten muy a menudo en la percepción de "voces" que se dirigen al sujeto».
– Genial. Leeré su libro.
Ella me lo tendió, a la vez que soltaba un suspiro.
– ¿Sigo sin poder fumar? -pregunté, arqueando las cejas.
– Sí, señor Ravel. No se fuma en mi despacho.
– Se hace usted valer.
Ella no se levantó.
– Dígame, ¿sigue escuchando esas voces en la cabeza?
– Sólo cuando tengo crisis.
– Y cuando siente que le van a llegar esas crisis, ¿no puede hacer nada para evitarlas?
– Cuando tengo una crisis, la única manera de no oír las voces es aislarme completamente.
– Eso puede ser algo positivo: ya sabe que lo que provoca su problema es la proximidad a otras personas.
– Sí, la proximidad a los demás.
– Pero el problema, señor Ravel, es que no puede pasarse el resto de su vida solo. Tendremos que encontrar, pues, otra solución. ¿Es usted consciente de ello?
– Sí. Y mucho más porque…
– ¿Sí?
– Mucho más porque lo echo en falta.
– ¿El qué? ¿El contacto con la gente?
– Sí, los demás. Siempre me he sentido un extraño, sin relación con la gente.
– ¿Con la gente con la que trabaja también?
– Sí, nunca hablamos. En Feuerberg estamos cada uno en un pequeño despacho, separados, y nos pasamos todo el día frente al ordenador… Ya ve. El siglo XXI en todo su esplendor. Ayer… Ayer me crucé con una colega en la calle, y ni siquiera me reconoció. O no quiso reconocerme, no lo sé.
– ¿No hace pausas en la máquina de café?
– En nuestras oficinas no hay máquina de café. El señor De Telême está en contra.
– ¿Y para almorzar?
– La mayoría se trae su propio bocadillo y se lo comen en su mesa. Tengo la impresión de que todos los empleados de esa empresa son tan esquizos como yo -añadí, sonriendo.
– Usted no es esquizo, señor Ravel. Se lo repito una vez más, creo que debería eliminar esa palabra de su vocabulario.
Asentí con la cabeza, con aspecto desanimado.
– ¿Verdaderamente no hay nadie con quien hable de vez en cuando?
– Bueno, sí, está el señor De Telême, el jefe. Sabe que estoy loco, de manera que es atento. De hecho, es más bien simpático. Es la única persona con la que alguna vez salgo. Sí. Podría decirse que es un amigo. Una especie de amigo… Aunque siga siendo mi jefe.
– Y cuando sale, ¿adonde va?
Sonreí.
– A un club de blues que frecuentamos bastante, en Neuilly.
– ¿Le gusta el blues?
– Sí, y además, hay tanto ruido en ese club que, si por casualidad tengo una crisis, dejo de oír las voces de mi cabeza…
– Entonces, cuando hay ruido, ¿no oye ninguna voz en su cabeza?
– Prácticamente. Se ahogan.
Ella volvió a escribir algunas notas en su gran cuaderno negro.
– Antes de ayer me dijo que cada vez estaba menos conducido de sus problemas esquizofrénicos. Hoy me dice us ted, finalmente, que empieza a creer en ellos de nuevo. ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?
– No lo sé. Mientras me paseaba por la calle, ayer, creo que me aclaré las ideas. Me di cuenta de que toda mi historia no se sostenía desde el principio.
– Dígame exactamente qué es lo que no se sostenía desde el principio.
– ¡Nada en absoluto! Ya no estoy seguro de nada. Se lo he dicho: ni siquiera estoy seguro de que el doctor Guillaume haya existido realmente.
– ¿No cree que debería verificarlo usted mismo? Eso tal vez le ayudaría. No solo, desde luego, sino con la ayuda de alguien…
– ¿Con usted?
– No. ¿No podría hacerlo con su jefe o, todavía mejor, con sus padres? ¿No tiene ninguna noticia de ellos desde los atentados?
– No. Ni siquiera sé si han vuelto a su casa, en la Rue Miromesnil. Tengo miedo de volver allí. Cuando fui, había, en fin, me pareció que había una cámara. Pero he debido de imaginarlo, desde luego, en medio de mi paranoia.
– ¿Una cámara?
– Sí, sí.
Ella lo anotó.
– Sus padres estarán muy preocupados a estas horas. Debería intentar ponerse en contacto con ellos y preguntarles si pueden ayudarle a aclararse, a discernir lo falso de lo real.
– ¿Y si lo hubiera inventado todo, como con la cámara? ¿Y si mis padres no existen?
– Lo sabrá si intenta verlos, señor Ravel. Eso me parece importante. La soledad en la que se ha encerrado me parece peligrosa. Necesita retomar el contacto con la realidad. De lo contrario, se arriesga a sufrir fases bastante penosas. Sería bueno que estuviera acompañado.
– Mientras la escuchaba, no podía evitar pensar en mis padres. La idea de que ellos también pudieran ser el fruto de mi imaginación me parecía factible y aterradora. Tal, vez el apartamento de la Rue Miromesnil tampoco era real. Tal vez siempre había vivido en ese hotel…
– ¿Qué posibilidades hay de que me haya inventado la existencia del doctor Guillaume? -pregunté, apoyando el mentón en mis puños.
– Si las personas de la Défense le dijeron que esa consulta médica no existía, hay muchas posibilidades de que lo haya inventado, en efecto.
– ¿Igual que invento las voces de mi cabeza? Esas voces no son reales, ¿verdad?
– Son reales para usted, Vigo. Usted las escucha. Pero debe entender que no pueden ser los pensamientos de la gente. Son sus propios pensamientos. Su cerebro confunde su yo y el mundo exterior, igual que su vida psíquica, su imaginario, y los acontecimientos reales que le rodean…
Solté un largo suspiro. Sí. Desde luego. Evidentemente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Sin embargo, todo me había parecido muy real.
– Según todas las informaciones, señor Ravel, ninguna de las personas que estaban en el interior de la torre SEAM ha sobrevivido… Ninguna. Y cuando se ven las imágenes, cuesta imaginar lo contrario.
– Entonces, ¿yo no estaba en la torre?
– Probablemente, no.
– ¿Y por qué tengo ese recuerdo?
– Tal vez estaba usted en las proximidades, lo que explicaría sus heridas. O bien ha visto las imágenes de la televisión, que le han impresionado y han provocado en usted una crisis de paranoia; en suma, todo bastante clásico…
– ¿Clásico? -dije, un poco ofendido.
– En el cuadro de los síntomas que padece, sí. Usted le ha dado un significado personal y extraño a un acontecimiento real que, no obstante, es ajeno a usted. Las crisis de esquizofrenia paranoica le dan la impresión al sujeto de ser el centro del mundo, frente a los acontecimientos más aleatorios que, para él, tienen una lógica muy precisa… Tal y como le he leído antes…
– En resumen, ¿las cosas que he imaginado no son sorprendentes para una persona que sufre esquizofrenia?
– Es un síntoma bastante corriente, sí. Usted se ha colocado en el centro de un acontecimiento excepcional, como si usted fuera el protagonista principal, como si pudiera estar en el corazón mismo del mundo entero. Y cuando a este tipo de síntoma se le añade la sensación de que nadie quiere creerle, tal y como usted decía el otro día, se puede hablar del síndrome de Copérnico.
– ¿El síndrome de Copérnico?
– Sí, es un síndrome que se da, a menudo, en pacientes aquejados de paranoia o de esquizofrenia: la seguridad de poseer una verdad esencial, capital, que lo coloca por encima del común de los mortales, pero que el mundo entero se niega a creer.
– ¿Y cree usted que padezco ese síndrome?
– Me parece bastante probable. Usted está seguro de haber descubierto algo extraordinario, la capacidad de escuchar el pensamiento de los demás, y que, además, ese poder le ha permitido escapar al atentado más terrible de nuestra historia. Por otro lado, está usted convencido de que nadie querrá creerle, que el mundo entero niega su verdad, incluso, que hay un complot para impedir que revele su historia… Tiene todos los elementos del síndrome de Copérnico.
– ¡Pero eso es horrible!
– No. Es un síntoma bastante banal.
– ¿Dice eso para tranquilizarme? -dije con ironía.
– En absoluto, se lo digo porque es la realidad, y lo que debe usted volver a empezar a hacer ahora es reconocer la realidad. Pero eso no será fácil, señor Ravel. Comprender que su cerebro le miente no debe llevarlo a excederse en sentido contrario; eso no debe hacerle perder el sentimiento de la realidad, ni de su propia persona. No todo es ilusión, ni alucinación. Hay algo real en lo que usted siente y ve, en lo que usted escucha. Debe volver a aprender a captar la realidad, y a distinguirla.
Asentí.
– Señor Ravel, ahora que nos conocemos, ¿está usted seguro de que no quiere consultar a un psiquiatra? Su problema es serio, y…
– ¡No! -le corté-. De verdad que no, al menos por el momento, en todo caso. Por favor. Prefiero continuar viéndola a usted. Necesito tiempo. Y referentes. Usted, mis padres… son referentes para mí.
– Ya veo. Bien. ¿Va a retomar el contacto con su familia? -Sí.
– Perfecto. ¿Quiere que lo hagamos juntos?
– No, no. Voy a ir a buscar mis cosas al hotel, después los llamaré yo solo.
– Muy bien. Me parece que ha tomado usted la decisión correcta.
Ella me dedicó una sonrisa de satisfacción. Debía de pensar que habíamos hecho progresos. Sin duda, tenía razón. Poco a poco, volvía a tomar conciencia de mi enfermedad. La crisis desaparecería pronto, o eso quería creer. Y podría volver a tener una vida casi normal, trabajar, seguir un tratamiento…
– Bien -dijo ella, poniendo las manos sobre su mesa-. Ya hemos hecho bastante por hoy. ¿Quiere que volvamos a vernos dentro de dos días?
¿Una rutina, una referencia? Sí, tenía ganas, lo necesitaba.
– Sí que quiero, sí -dije, mientras me retorcía las manos.
Ella consultó su agenda y fijó una nueva cita.
– Perfecto. Entonces, hasta la vista, señor Ravel. Retome el contacto con su familia e intente reconstruir un poco las cosas con ellos, ver cuáles de sus recuerdos son reales y cuáles, fruto de su imaginación. Pero tómese su tiempo. No se apresure. Es inútil querer hacer demasiado… Podría empezar por verificar quién es su psiquiatra…
– Entendido.
– Dentro de dos días, me contará cómo le ha ido.
Dije que sí con la cabeza y pagué la consulta. Mientras rellenaba el cheque, me fijé en mi nombre escrito en caracteres de imprenta: «Vigo Ravel». Nunca había imaginado mi patronímico. Visiblemente, el Crédit Agricole me reconocía como tal… Vigo Ravel.
Le di la mano a mi psicóloga y salí de su despacho. Al cruzar la salita de espera, vi a la mujer con la que me había encontrado dos días antes, en el mismo sitio. La reconocí enseguida: era la esbelta treintañera, de pelo corto y oscuro, con rostro fino, frágil, y los ojos de color verde, unas cejas atusadas y la piel tostada, tal vez, por el sol del Magreb. Estaba sentada, inmóvil, preparada para abrirle el corazón a la psicóloga, un alma en la sala de espera, con las lágrimas al borde de las palabras. En esa ocasión, su cita era después de la mía. Olvidando quién era, le dirigí un gesto amistoso de cabeza. Ella me devolvió lo que parecía una sonrisa.
En el rellano, cerré la puerta detrás de mí y me quedé inmóvil de repente, con los puños apretados. No me moví, como prisionero de la mirada de Medusa. Pero había sido más bien un ángel el que me había clavado al suelo.
Aquella joven, su tristeza, su silencio… No conseguía sacarme su rostro de la cabeza. Había algo en su mirada verde oscura… Fuerza y debilidad a la vez, como un arrebato roto, y esa pequeña luz enternecedora, una linterna encendida en una noche de pesadilla. Tenía el aspecto frágil y duro de la gente que ha sufrido. Conozco bien esos rostros.
Y, entonces, al final de esta extraña semana, a manera de conclusión, tal vez, como colofón, bajé las escaleras del inmueble y me fui a sentar a un banco que había en medio de la acera, decidido a esperarla. Para volver a verla.
Cuaderno Moleskine, nota n.° 127: Nicolás Copérnico.
Desde que la psicóloga mencionó el síndrome de Copérnico, la vida de ese astrónomo polaco me ha obsesionado… Me parece que tengo que conocerlo. Para intentar comprender, he buscado su rastro en los libros de historia. He anotado su biografía, como para hallar resonancias en ella, explicaciones y un poco de tranquilidad.
Nikolaj Kopernik nació el 12 de febrero de 1473, en Torun. Lo he buscado. Era la capital de la Prusia polaca. Su padre, que era panadero, murió cuando Copérnico tenía diez años. Pregunta: ¿la pérdida prematura de su padre lo empujó a sondear los misterios del universo? ¿Ya poner en cuestión toda la cosmogonía de su tiempo? Tal vez. ¿Qué soledad tan grande pondría a un hombre a interrogar así el cielo y su inmensidad? No estoy lejos de pensar que Copérnico debía de tener también angustias. Eso lo tenemos en común.
Después, fue adoptado por su tío, que era el obispo de Cracovia… Resulta irónico cuando se sabe que la Iglesia será durante tanto tiempo su mayor y más violento adversario. En realidad, la obra de Copérnico marca, en la historia, el inicio de las divergencias entre ciencia y religión… Veo algo ahí. Veo a un hombre que, tocando con el dedo una pequeña esquina de verdad, molestó profundamente a sus contemporáneos porque puso en cuestión el sistema de creencias y, por tanto, de poder, de la clase gobernante… Pero no nos precipitemos. Yo no he descubierto que la Tierra gira alrededor del Sol. Yo me engaño.
En todo caso, esta adopción le permitió a Copérnico cursar estudios con brillantez. Así, se inicia en las artes liberales en la Universidad de Cracovia. Después, su tío lo nombra canónigo de Frombork. En ese puesto, asume, en realidad, más responsabilidades financieras que religiosas.
A continuación, se desplaza a Bolonia, en Italia, para estudiar derecho canónico, medicina y astronomía. Allí conoció a Domenico María Novara, uno de los primeros científicos que puso en cuestión el sistema geocéntrico, tesis que entonces era la admitida por toda la cristiandad y según la cual la Tierra estaría en el centro del universo. Copérnico se aloja en casa de su profesor, que le transmite su pasión por la astronomía. Juntos, observan el eclipse de Aldebarán por la Luna, que tuvo lugar el 9 de marzo de 1497.
En 1500, Nicolás Copérnico se convierte en profesor de matemáticas en Roma, donde también da algunas conferencias notables sobre astronomía. Después decide irse a Padua para estudiar medicina. Recuerdo, de paso, que en esta misma universidad, un siglo más tarde, también dará clases un cierto Galileo. Paralelamente, Copérnico obtiene su doctorado en derecho canónico. Vuelve después a Polonia para cumplir con su deber de canónigo.
Además de trabajar como administrador y como médico, no abandona jamás sus investigaciones en astronomía, y consagra siete años de su vida a escribir De Hypothesibus Motuum Coelestium a se Contitutis Commentariolus, un tratado de astronomía que anuncia ya los principios del heliocentrismo, pero que no se publicará antes del siglo XIX.
Sin embargo, en 1512, trabaja en la que será la obra de su vida: De Revolutionibus Orbium Coelestium. Invirtió dieciocho años en acabarla. Este ensayo, tan magistral como controvertido, no se publicará hasta poco antes de la muerte de su autor. En efecto, Nicolás Copérnico muere en Frombork el 23 de mayo de 1543, unos días después de haber recibido el primer ejemplar impreso.
Me complace creer que murió con su libro entre las manos. Bien agarrado.
Mientras esperaba a los pies del edificio de la psicóloga, disfrutaba de la luz de un día magnífico, con los brazos colocados sobre el largo respaldo verde de aquel banco parisino. Me sentía bien, acunado por el ronroneo de los coches y los caprichos del viento, y el verano urbano satisfacía todos mis sentidos. No vi pasar el tiempo, pero sentí enseguida el ardor del sol en mis mejillas y mi frente.
Mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo, no podía evitar pensar en la joven de la sala de espera. ¿Qué me pasaba? ¿Estaba empezando a sentir una atracción? ¿Así era como los hombres se enamoraban? No. Seguro que no. El amor tenía que ser algo más complicado. Se habían escrito muchos libros, y se habían cantado muchas canciones. Pero entonces, ¿qué? ¿Qué quería yo de esa mujer de la que no sabía nada?
Tal vez necesitaba sentirme menos solo. Porque compartimos al menos una cosa: aquel pequeño despacho desordenado del primer piso, sus confidencias y sus secretos. Sí, sin lugar a dudas, tenía ganas de hablar con alguien que compartiera esa extraña realidad, la de nuestra psicosis o nuestras neurosis, la de nuestras confesiones. Porque, a pesar de lo que le había dicho a la psicóloga, la idea de hablar con mis padres no me encantaba particularmente. Por el contrario, reencontrar el sentido de la realidad hablando con aquella joven, en vez de con ellos, me parecía una excelente iniciativa.
Mis padres… Algún día, a pesar de todo, tendríamos que retomar el contacto. ¿Y si habían vuelto? Tal vez, en aquel mismo momento estaban en la Rue Miromesnil. ¿Habrían encontrado el apartamento tal y como lo había dejado? ¿Como si hubiera pasado un tornado?
Tenía que saberlo. Cogí mi teléfono móvil y me preparé a marcar el número de nuestro apartamento. Pero, cuando acercaba mis dedos al teclado, me di cuenta enseguida de que era incapaz de acordarme de él. Intenté averiguarlo, probar combinaciones distintas de cifras, pero no me venía nada a la cabeza. Decidí entonces consultar el directorio de mi teléfono. Estaba vacío. ¿Jamás lo había llenado? Me resultaba imposible responder y, con sensación de desamparo, me decidí a llamar al teléfono de información.
Un teleoperador me respondió con la cortesía ritual y afectada de los operadores privados.
– Buenos días -respondí yo-, querría el número de teléfono del señor Ravel, que vive en el número 132 de la Rue Miromesnil, por favor.
– ¿En qué ciudad?
– Ah, sí, en París.
– ¿El distrito?
– Está en el VIII, señor.
– Tenga la bondad de esperar, estamos efectuando su búsqueda.
Esperé con los ojos cegados por el sol. Encendí otro cigarrillo.
– Señor -repuso finalmente el desconocido al otro lado del hilo telefónico-, no hay ningún abonado con ese nombre en la Rue Miromesnil.
– ¿Cómo dice? -exclamé.
– No hay ningún señor Ravel que figure en el listín telefónico, en la Rue Miromesnil, en el distrito VIII de París. ¿Quiere que pruebe con una ortografía similar?
– No, es Ravel, como el compositor.
– Lo siento, no hay nadie con ese nombre, señor.
– Está bien -balbuceé-, gracias.
– Gracias a usted, señor, que tenga un buen día.
Él colgó.
Estaba boquiabierto. Necesité unos instantes para decidirme a despegar el auricular de mi oreja.
«No hay nadie con ese nombre, señor. No hay ningún señor Ravel.»
No tuve tiempo para valorar las consecuencias de esa frase asesina. La joven de la sala de espera apareció, de repente, tras la gran puerta cochera del inmueble.
Me levanté de un salto, sin reflexionar. Me debatía entre el deseo de verla y las ganas de huir y la de ceder a la angustia que surgía en mi interior. Me quedé un momento de pie, como un imbécil.
La miré, sobrecogido; su cuerpo estaba sumido en la sombra, mientras que un tenue rayo de luz iluminaba su rostro mate. Antes de cerrar la puerta tras ella, me vio y me dirigió una mirada de sorpresa.
Era demasiado tarde para fingir que no la había esperado. Di unos pasos adelante, con el rostro, sin duda, descompuesto.
– ¿Todavía está usted ahí? -dijo ella con desinterés.
– Eh… sí -dije tontamente.
– Ah. ¿Y qué está usted esperando?
Dudé. Podría haberle hecho creer que quería volver a subir para ver a la psicóloga. Por otro lado, con la impresión que acababa de sufrir («No hay nadie con ese nombre, señor»), la idea no me disgustaba. Pero algo se apoderó de mí y me oí responderle:
– Me gustaría invitarla a beber algo.
Ella se echó a reír, con una risa tan franca que me sobresalté.
– Escuche, honestamente, no necesito verdaderamente, pero de verdad, que alguien intente ligar conmigo en este momento.
Arqueé las cejas. ¿Ligar? Era algo que me sentía incapaz de hacer.
– No intento ligar con usted -le expliqué-. Sólo quiero beber algo…
– ¿Ah, sí? ¿Y por qué?
– Eh, bueno, no sé… Vamos a ver a la misma psicóloga.
Ella volvió a reírse, generosamente, en un tono casi infantil.
La puerta se cerró tras ella.
– ¿Y qué razón es ésa?
En efecto, yo era, sin duda, el único al que le podía parecer que tenía cierta lógica esa respuesta. De todos modos, intenté explicársela.
– Mire, me he dicho que si usted va a verla, a Sophie Zenati, psicóloga, 1.° izquierda, es que usted no está muy bien. Igualmente, yo voy a verla, y, por tanto, estoy mal. Y por eso me he dicho que tal vez podríamos ir a beber algo, así de simple. Estar mal juntos. Porque cuando alguien está mal, va bien compartirlo, ¿no?
– ¿Ah, sí? ¿Ir a beber algo, cuando se está mal, con alguien que está mal? ¡Qué idea tan maravillosa!
– Sí, porque las personas felices no comparten las penas.
– Ah. ¿Es usted desgraciado?
– La verdad es que no. Tengo una dementia praecox.
– ¿Y eso qué es?
– Soy esquizofrénico.
Ella arqueó las cejas.
– ¿Esquizofrénico? ¿Y quiere que vaya a beber algo con usted? ¡Muy bien! ¡Sabe usted hablar con una mujer!
– No muy bien, no. Es parte de la enfermedad. Relaciones problemáticas con los demás.
Esta vez, su sonrisa no fue burlona. Por tanto, era capaz de relajar ese rostro tan duro. Yo, a mi vez, volví a sonreír.
– ¿Y usted es desgraciada?
Ella se encogió de hombros. Pareció calibrarme con la mirada.
– No -dijo ella-. Depresión pasajera…
– Ah. Lo siento, pero le gano -dije, al tiempo que hundía las manos en los bolsillos-: esquizofrenia, es más grave.
– ¡Qué malvado!
Vi que ella empezaba a reír. Después de todo, no era tan torpe.
– Entonces, ¿viene usted? No puede imaginarse el esfuerzo que representa para un esquizofrénico invitar a alguien a beber algo.
Ella sacudió la cabeza y levantó su mano izquierda. Movió su dedo anular para enseñarme su alianza.
– Me esperan.
– Comprendo -dije, bajando la mirada-. Perdóneme. Es que no tengo a menudo la ocasión de conocer a alguien. Así que, en la consulta de mi psicóloga, me he dicho que… Bah…
Dejémoslo estar. ¡Buenos días, en todo caso! Sin duda, nos cruzaremos allí arriba uno de estos…
– Espere -me interrumpió ella-, ¿cómo se llama usted?
Tragué saliva. Luchaba para que mi mirada no se hundiera en la acera, para mantener la cabeza alta.
– Creo que me llamo Vigo. ¿Y usted?
– ¿Cómo que cree usted?
Azorado, me rasqué la cabeza.
– En estos últimos días, me he acostumbrado a dudar de todo, incluso de mi nombre. Lo único cierto es el nombre que está impreso en mi chequera… Vigo Ravel.
– ¿Ravel? ¿Como el compositor?
– Sí. ¿Y usted cómo se llama?
– Agnès.
Intenté enmascarar mi sorpresa. Me había esperado un nombre árabe, o más exótico en todo caso…
– Encantado.
Le tendí la mano. Ella la apretó con una dulzura que no había sospechado.
– Bueno -dijo ella, tras dejar escapar un suspiro-. Me parece bien ir a beber algo enfrente, si insiste usted; pero le aviso, no tengo mucho tiempo… De verdad que me esperan.
Casi no lo podía creer. Hasta donde alcanzaba mi memoria, era la primera vez que le proponía a una desconocida ir a beber algo conmigo, y además, había salido bien. De golpe, me pregunté qué iba a poder decirle. Tendría que mantener una conversación. Enseguida empecé a angustiarme. Ella debió de notarlo, y me dio una palmadita amable en el hombro.
– Allí hay un café al que voy a veces, cuando llego antes de hora -dijo, con el brazo extendido.
– De acuerdo, vamos -murmuré.
Cruzamos juntos la calle y nos instalamos en una soleada terraza. Ella se sentó en primer lugar, y yo tomé asiento torpemente frente a ella. Estaba nervioso, y eso parecía divertirle.
– ¿De verdad es usted esquizofrénico? -preguntó ella como si fuera una pregunta banal.
Al menos, me alivió la angustia: era ella la que se encargaba de dirigir la conversación.
– Eh, sí, creo -respondí-. Es un poco complicado, en este momento. Como le decía antes, ahora dudo de todo. Pero, globalmente, sí, a grandes líneas, creo que puede decirse que soy esquizofrénico.
– Ah, ¿y eso qué quiere decir? ¿Acaso, a veces, se cree usted que es Napoleón, ese tipo de cosas?
Sonreí. Tenía una franqueza llena de ingenuidad, de la clase que sólo tienen los niños. O tal vez, la similitud de nuestros supuestos sufrimientos nos invitaba a fraternizar más fácilmente. Era agradable.
– No. Estese tranquila. No me creo ni Napoleón ni Ramsés II. No obstante, tengo problemas bastante graves -admití casi con orgullo.
– ¿Ah, sí? ¿Cuáles?
Dudé. Aquello se estaba volviendo un interrogatorio. Pero, después de todo, yo me lo había buscado.
– Oigo voces.
– ¿Como Juana de Arco?
– Sí, como Juana de Arco.
– De acuerdo -dijo simplemente, como si esa explicación le bastara.
Pero sentí ganas de darle más detalles.
– A veces, tengo la impresión de que oigo los pensamientos de la gente; pero en realidad, parece ser que son alucinaciones producidas por mi cerebro.
Hizo un gesto de compasión.
– Eso debe de dificultar bastante las cosas…
– Sí -confesé-, atravieso un período particularmente difícil.
– Me lo imagino -dijo ella, asintiendo con la cabeza-. Pero ¿no debería ver también a un psiquiatra para tratar ese tipo de problemas?
– Bah, es una larga historia. Veía a uno, pero ya no lo veo desde los atentados del 8 de agosto… No sé si es cierto, pero creo que estaba allí en el momento de las explosiones. Desde entonces, mi vida ha sido un embrollo.
En ese mismo instante, el camarero del café se acercó a nuestra mesa con su uniforme negro y blanco.
– Buenos días, señores.
Agnès hizo un gesto amistoso con la cabeza. Estaba en territorio conocido.
– ¿Qué desea usted?
– Un café -pidió la joven.
– Dos -confirmé yo.
– Y dos cafés, dos -gritó el camarero antes de desaparecer en el interior.
Lo miré sonriendo. Había algo tranquilizador para mí en las caricaturas humanas. Esos clichés eran como pruebas irrefutables de la realidad.
– ¿Y usted? -dije yo acercando mi sillón a la mesa-. ¿Cuál es la razón de su… depresión pasajera?
La vi fruncir el ceño. Era, de nuevo, el rostro frágil que había visto en la sala de espera…
– Bah… Nada terrible. Soy un poco ciclotímica, como mujer. El cansancio, pequeñas preocupaciones en mi vida conyugal, todo eso… Y además… Tengo un trabajo… difícil. Un trabajo fatigante. En mi profesión, este tipo de depresión leve es frecuente.
Profesora. Estaba seguro de que era profesora. Había reconocido en sus ojos ese desgaste, esa desilusión que, no obstante, se niega a ceder. Debía de tener una plaza en un barrio difícil, en una Zona de Educación Prioritaria, como las llaman, uno de esos guetos modernos que el mundo se fabrica. Para los esquizofrénicos, se había inventado la hospitalización de oficio; la educación era prioritaria para los barrios desfavorecidos. Al menos, me sentía menos solo.
– ¿Y qué es lo primero que fue mal -pregunté-, su trabajo o su vida conyugal?
Ella se quedó silenciosa y aturdida. Insistí.
– ¿Su relación de pareja ha empezado a hacer mella a causa de sus problemas en el trabajo, o bien no soporta más su trabajo porque las cosas van mal en casa?
Ella soltó un suspiro.
– ¡Vaya! Es usted muy directo. Lo siento, Vigo, pero no era éste el tipo de conversación que había imaginado cuando acepté venir a beber algo con usted…
– Espere, le he dicho que oía voces en mi cabeza… ¿Y usted tiene miedo de confiar en mí? ¡Eso no es muy equitativo!
– No es que tenga miedo de confiar en usted, es sólo que no me apetece demasiado hablar de eso…
– Ah. ¿Prefiere usted que hablemos de la lluvia y del buen tiempo? Lo siento, pero no estoy seguro de saber hacerlo.
Ella sonrió.
– No, no, tranquilícese, a mí también me gusta la sinceridad…
– Es lo que me ha parecido entender -dije más tranquilo-. Además, me parece que está muy bien. Esa manera que tiene de plantear las preguntas… Es un buen ahorro de tiempo.
Ella asintió.
– Sí, está bien la franqueza. Pero no siempre se puede hablar tan directamente…
– Tiene usted razón. Como soy ansioso, tengo tendencia a ir un poco rápido a lo esencial. Debe de ser alguna consecuencia de la esquizofrenia. Cuando se tiene miedo a morir, también se tiene miedo de perder el tiempo.
– ¿Tiene usted miedo de morir? -preguntó ella sorprendida.
– ¿Y usted no?
Ella dudó.
– Zenati diría que más bien tengo miedo a vivir.
– Ya ve que vuelve a salir el tema de su depresión.
– Sí, pero ha de entenderme, acabo de pasarme una hora con nuestra adorada psicóloga, eso me basta ampliamente por hoy.
Asentí con la cabeza. El camarero nos trajo nuestro pedido.
– ¿Se ha fijado usted en el desorden de su despacho? -le pregunté como si le hiciera una confidencia-. Es extraño, ¿no? ¿Una psicóloga que no tiene sus cosas ordenadas?
Ella sonrió.
– Sí -dijo ella-, o tal vez es una argucia de psicólogo. Seguramente, el desorden es menos agobiante que el orden para los pacientes… Además, tal vez así nos incite a que confiemos en ella.
– ¿Eso cree usted? Pues yo creo que simplemente es desordenada.
La joven cogió su taza de café mientras reía, después tomó un sorbo. En ese instante, sin entender por qué, como una evidencia repentina, me di cuenta de que era guapa. Verdaderamente guapa.
Hasta ese momento, me había intrigado, asombrado. Pero allí, en la futilidad de ese simple gesto, en la eternidad gratuita de aquel segundo, finalmente descubrí que era magnífica. Su frágil rostro se llenó de triste ternura, y sus ojos verdes se volvieron muy dulces. Poseía la más bella de las bellezas, la que, con prudencia, se revela lentamente.
Cuando volvió a dejar la tacita blanca sobre la mesa, debía de estar petrificado.
– ¿Qué? -dijo ella frunciendo el ceño.
– Es usted… Es usted muy bella, Agnès.
Ella puso cara de estupefacción.
– No ha estado bien, ¿no?
Me di cuenta de lo que acababa de decir. Me rasqué la mejilla avergonzado.
– Discúlpeme. No lo he dicho para cortejarla, se lo juro. Es simplemente que aquí me ha parecido verdaderamente bella, mientras que antes tenía usted un semblante muy serio…
Ella resopló.
– Da lo mismo. Bueno, Vigo, puede decirse que usted ha hecho progresos en entablar relaciones con los demás.
– Yo… lo siento. No sé qué se me ha pasado por la cabeza.
– No es grave. Es mono y sincero. Digamos que su miedo de morir hace que diga usted todo lo que se le pasa por la cabeza…
Ella bebió un nuevo sorbo de café. Yo la imité.
En el momento en que dejé mi taza, sentí que un característico dolor se adueñaba de mi cabeza. Mi migraña, esa migraña. «¡No! ¡Ahora no!» Pero no había nada que hacer, lo sabía bien. Mis manos se pusieron a temblar. Las apoyé en la mesa para intentar controlarlas. Agnès me miraba. Intenté por todos los medios enmascarar la crisis que se adueñaba de mí. Pero enseguida mi vista se nubló y las imágenes que había frente a mí empezaron lentamente a desdoblarse. Los colores y las formas se repetían en ecos vacilantes. El rostro de Agnès se desdobló, como el mundo entero tras ella. Guiñé los ojos.
«Este tipo es verdaderamente raro. A veces, parece que está completamente loco. Pero es gracioso. No es verdaderamente mono, pero sus ojos son muy bonitos. Como los de mi tío…»
Me sobresalté. Era su voz. La voz de Agnès, en mi cabeza. Lo habría jurado. Pero no. Debía ser razonable, no era más que una alucinación. Una alucinación auditiva, completamente normal para un esquizofrénico como yo. Ya está. No tenía que prestarle atención, ni dejar que la locura se adueñara de mí. Con la mano temblorosa, cogí mi taza de café y me la bebí de un solo trago. La crisis se fue disipando lentamente, y con ella, los murmullos de mi cabeza.
– Está temblando. No es muy bueno su café, ¿verdad? -dijo Agnès inclinándose hacia mí.
Yo examinaba el fondo de mi taza. Estaba lleno de pequeños granos negros. Me había tragado algunos, y eran de una amargura desagradable. Pero no temblaba por eso. Dudé si decirle la verdad. «Me ha parecido oír sus pensamientos, Agnès.» Pero decidí finalmente que no era bueno decir todas las verdades.
– No, no es excepcional -concedí.
– Y, sin embargo, continúo viniendo aquí cada vez que vengo a ver a Zenati. Es raro, ¿verdad?
– Buf. Uno se acostumbra a todo.
– Tal vez. O bien soy yo que tengo una fastidiosa tendencia a acostumbrarme a lo que no es bueno. Mire, por ejemplo, ¿fuma usted?
– Como una chimenea -dije, a la vez que sacaba un paquete de tabaco.
Sonreí. No podía evitar mirarla, con su cabello corto a lo chico, sus ojos profundos y su piel llena de sol. Había algo en su actitud que me enternecía. Su voz y sus gestos atestiguaban una fuerza segura que la hacía parecer intocable, incluso infalible; sin embargo, su presencia en la consulta de la psicóloga y algo de su mirada dejaban translucir su fragilidad, más profunda.
– Esta mierda acabará con nosotros -dijo ella, mientras se encendía un cigarrillo.
– De algo hay que morir…
– Sí… Eso es lo que se dice para tranquilizar la conciencia, ¿no? Bueno, con estas palabras llenas de verdad, Vigo, me tengo que ir, ahora…
Ella dejó algunas monedas en la mesa y echó su silla hacia atrás.
– ¿No le habré asustado con mis historias de alucinaciones auditivas? -pregunté con cierto embarazo.
Me aterrorizaba la idea de no haberle gustado, de haber desvelado demasiado rápido la cruda verdad de mi esquizofrenia.
– En absoluto, Vigo. Si le dijera todo lo que tengo en la cabeza, tal vez sería usted el que se asustaría. Pero de verdad, tengo que irme. Como le he dicho, me esperan. Ya volveremos a vernos.
Sin reflexionar, la cogí de la mano.
– ¿Quiere usted que intercambiemos nuestros números de teléfono? -pregunté angustiado.
– ¿Para qué?
– No lo sé. Así, si un día se siente usted mal, puede llamarme a cualquier hora.
– ¿Ah, sí? Bueno, pues usted no lo haga -replicó ella sonriendo-. Yo por la noche duermo, y a mi marido no le parecería muy divertido.
No obstante, ella sacó su móvil del bolso.
– Vamos, le escucho.
Ella apuntó mi número, después me dio el suyo. Lo grabé rápidamente en mi directorio, desesperadamente vacío.
Ella se levantó, y después, sin que pudiera esperarlo, y todavía menos desearlo, me besó en la mejilla. Ella me dirigió, entonces, una última sonrisa, y se alejó a paso rápido. Yo la vi irse, derecha y ligera, cruzar la calle y desaparecer como se borra lo lejano en un horizonte de lluvia.
Me pasé una mano por la mejilla, como para asegurarme de que aquel beso había sido real. Después, me puse a mirarme las manos. Temblaban. Apreté los puños para que esos ridículos espasmos cesaran, pero no podía controlar los latidos de mi corazón. Y cada vez eran más rápidos. Cerré los ojos, incrédulo. ¿Era eso posible? ¿Estaba sintiendo aquello que no había sentido nunca? ¿Allí, de repente, bajo ese sol de verano, a mitad de una semana que sobrepasaba el entendimiento? ¿El amor? ¿Sin avisar? ¿Como una lluvia inopinada en pleno verano, inesperada y refrescante?
El recuerdo de su boca se alargó todavía un buen rato, como una caricia en mi mejilla. Me levanté de un salto y me fui a besar la ciudad.
Creo que debí de reír en voz alta dos o tres veces durante mi trayecto de vuelta. Las personas con las que me crucé debieron de tomarme por un loco; pero me daba igual, era un loco.
Tenía la sensación de tener quince años y jamás los había tenido. Tenía la sensación de que no me importaba nada, aparte de Agnès, cuyo nombre se me aparecía por todas partes a mi alrededor, se convertía en «ángel» y llenaba todo el cielo con sus alas de plumas. E-na-mo-ra-do. Qué ligeras eran esas cinco sílabas. Tenían el sabor de lo prohibido.
«¡Bravo, Vigo, te enamoras de una mujer casada y depresiva! Bravo, de verdad. Creo que Zenati, psicóloga, 1.° izquierda, te felicitará.»
Pero me daba igual Zenati. Me daban igual los atentados del 8 de agosto, me daban igual la Rue Miromesnil, Kraeplin y la dementia praecox, el doctor Guillaume y mi salud mental. Sólo contaba una cosa. Era capaz de estar enamorado. E-na-mo-ra-do. «¡En el suelo, con la cabeza en las nubes, e-na-mo-ra-do!» Y eso me parece delicioso. ¡Casi divertido! La letra de esa canción me viene a la cabeza, evidente y pertinente, como si la hubieran escrito para mí. «En el suelo, con la cabeza en las nubes, enamorado, hay llamas en el fondo de tus ojos…»
Enseguida estuve seguro de que eso no habría pasado si no hubiera dejado mi tratamiento con neurolépticos. Tenía la impresión de tener el control de mi vida, la impresión de que mis actos no los dictaba un psiquiatra o la medicación. París jamás me había parecido tan bello. Jamás mi mirada había volado tan alto.
Cuando llegué al hotel con el rostro iluminado, el patrón me observó extrañado.
– ¡Vaya! ¿Qué le ocurre? -soltó, perplejo-. Parece usted muy feliz hoy.
– Estoy de buen humor -confesé.
– Tiene usted suerte. Tenga, alguien ha dejado esto para usted.
Él me tendió un sobre blanco. Mi nombre, Vigo Ravel, estaba inscrito en la parte superior. Fruncí el ceño. De repente, me di de bruces con el suelo. Hice un aterrizaje forzado.
¿Quién podía haberme dejado un mensaje? Nadie, aparte de mi psicóloga, sabía que estaba allí, en aquel hotel.
Con la mano temblorosa, cogí el sobre.
– Gracias.
Sin esperar, abrí la carta. Sólo había una hoja. Una sola. Con algunas palabras escritas a mano. Con un mensaje muy simple. Y tuve que leerlo dos veces para estar seguro de que no estaba soñando. Pues no era un mensaje normal. Era un mensaje sorprendente, casi aterrador. Y me heló la sangre.
«Señor, su nombre no es Vigo Ravel, y usted no es esquizofrénico. Encuentre el Protocolo 88.» Y estaba firmado simplemente: «SpHiNx».
Creí que iba a desmayarme, a perder el conocimiento allí mismo, en el pequeño vestíbulo blanco de ese hotel Novalis.
En un solo día mi cerebro había atravesado demasiadas realidades diferentes. Demasiadas informaciones, demasiados sentimientos. Ahora tenía la seguridad de estar completamente loco. Loco de atar.
El encargado del hotel me miraba suspicaz. Bajé de nuevo la mirada a la carta, y leí de nuevo aquellas palabras: «Usted no es esquizofrénico. Encuentre el Protocolo 88».
¿Quién podía haber escrito eso? ¿Quién? ¿Por qué? ¡Eso no tenía ningún sentido! ¿El Protocolo 88? ¿Qué tontería era ésa? Tenía ganas de gritar, de despertar de esa terrible pesadilla. Pero no era una pesadilla. Era mi vida. La realidad. Habría querido que el encargado leyera el mensaje del hotel para poder estar seguro de que era auténtico, pero no podía, evidentemente. Sentía que no era necesario. De todos modos, no podía ser una alucinación. No podía haber inventado eso. Semejante nombre. ¡El Protocolo 88!
– ¿Todo va bien, señor Ravel?
Me sobresalté.
– Eh, sí, sí, todo va bien -mentí.
«Aparte de que tal vez no me llame señor Ravel, manda narices.»
– ¿Una mala noticia? -insistió él.
– Más o menos -admití.
Intenté recomponerme. Me guardé la carta en el bolsillo, saludé a mi interlocutor y subí con paso ligero a mi habitación.
Cuando llegué a la pequeña habitación demasiado cuadrada, me dejé caer como un peso muerto sobre la cama. Me puse boca arriba, con la cabeza entre las manos, y me quedé mirando fijamente el techo durante unos largos segundos. Aquel techo blanco que había mirado fijamente horas enteras durante mis noches de ansiedad. El techo era tan blanco como vacía estaba mi cabeza en el momento presente.
Dejé escapar un largo suspiro. Aquel mensaje no existía. Me lo había inventado. Sí. Seguramente. Eso debía de ser. In-ven-ta-do. Sin embargo, sentía el trozo de papel en mi bolsillo. La carta estaba doblada en dos. Sabía que estaba allí, junto a mi muslo. Verdaderamente allí. Sabía que me bastaba con extender la mano y releerla. Pero ¿a qué precio?
Después de todo, ¿lo había leído bien? Tal vez, lo había entendido mal con las prisas. Con el pánico…
Dudé todavía un segundo más, después hundí la mano en mi bolsillo y saqué el trozo de papel. Tumbado boca arriba, la leí de nuevo.
«Señor, su nombre no es Vigo Ravel, y usted no es esquizofrénico. Encuentre el Protocolo 88. SpHiNx.»
¿Qué crédito podía darle a ese mensaje surrealista? «Usted no es esquizofrénico.» ¡Eso es fácil decirlo! Pero ¿cómo podía saberlo? ¿Por qué debía creer ese mensaje? Con todo el tiempo que llevaba cuestionándomelo, con todo el tiempo que llevaban los psiquiatras aportando pruebas… ¿Cómo podía creer un simple trocito de papel, que un misterioso SpHiNx había dejado en la recepción de mi hotel? Todo aquello era totalmente ridículo.
Sin embargo, tal vez era un medio para saber. De salir de dudas. Sí. Tal vez. El único medio.
Con la mano temblorosa, cogí mi teléfono móvil y marqué el número de Agnès.
La joven descolgó tras el primer tono.
– ¡Vigo! ¡No ha debido llamarme! Creía que sólo lo haría en caso de emergencia. Y apenas hace una hora que nos hemos despedido.
– Sí, pero justamente es una emergencia.
– ¿Se ríe usted de mí? Esto me molesta, Vigo. ¡Jamás debería haberle dado mi número!
Ella estaba tan furiosa que apenas reconocía su voz. Me aclaré la garganta. Me sentía mal. Pero de verdad era una emergencia.
– Agnès, antes, en el café, cuando usted me miraba, ¿en qué pensaba?
– ¿Qué tonterías está diciendo?
Suspiré. No me atrevía a decir lo que tenía que decir. Sin embargo, necesitaba saberlo.
– Agnès, ¿su tío, su tío… tenía… tenía los ojos azules, como los míos?
– ¿Perdón? -exclamó ella, con voz de estupefacción.
Me di cuenta de lo absurda que era mi pregunta. Si me equivocaba, si todo había sido una alucinación, entonces ella me tomaría verdaderamente por un tremendo loco. Y sin duda, no querría volver a verme. Pero estaba seguro, estaba seguro de no equivocarme.
– Antes, en el café, cuando usted me miraba, le he dicho que me parecía guapa, y usted…, usted, Agnès, se ha dicho a sí misma que yo no era verdaderamente guapo, pero que tenía unos ojos bonitos, como…
– … como los de mi tío -continuó Agnès con una voz vacilante y de incredulidad-. ¿Cómo lo sabe usted, Vigo?
Finalmente obtuve la respuesta a mi pregunta más antigua. Por primera vez en mi vida, estuve seguro. Absolutamente seguro. Creí que iba a desmayarme. Pero no. Debía afrontar la realidad. Controlarla. Empecé a balbucear:
– Agnès… Yo… no soy esquizofrénico. Oigo los pensamientos de las personas.