He escrito El síndrome de Copérnico en el silencio deliciosamente inquietante de mi refugio parisino, con algunas etapas en Toulouse, en Niza y en la relajante tierra rojiza de las tierras del Minervois, entre el mes de marzo de 2004 y el mes de mayo de 2006. Un período rico en acontecimientos, entre los cuales, un serio accidente de moto no fue de los menores. Quiero expresar mi profunda gratitud a Alain Névant, Stéphane Marsan, David Oghia, Leslie Palant, Claude Laguillaume y a todos aquellos que me han ayudado a atravesar esa penosa aventura sin perder completamente la cabeza.
Un equipo de rescate me apoyó a lo largo de la redacción de esta novela, a los que doy ahora las gracias: Hélène Loevenbruck, doctora en ciencias cognitivas, investigadora en el CNRS y benévola hermana mayor; Philippe Pichon, doctor en medicina y benévolo hermano mayor; Hervé Bonnat, director de comunicación del EPAD, que me tendrá que perdonar por haberlo matado en mi novela; Gilles Béres, abogado en los juzgados de París; el enciclopédico Patrick Jean-Baptiste, periodista científico y escritor de lo improbable; Emmanuel Baldenberger, especialista en literatura contemporánea y trotamundos idealista; y, por fin, Bernard Werber, fiel padrino literario y renombrado huraño.
Por su confianza, gracias a Stéphanie Chevrier, Gilíes Haéri, Virginie Plantard y a todo el equipo que trabajó con entusiasmo en esta novela en Éditions Flammarion.
Por su apoyo familiar, un guiño a JP & C, a los Piche & Love, a los Saint-Hilaire y al clan Wharmby.
Por su amor y su indulgencia cotidiana, tiernos besos para mis tres luces: Delphine, el hada; Zoé, la princesa, y Elliott, el dragón.