Cómo empezó todo
En sueños, Mamoru Kusaka se vio transportado doce años atrás en el tiempo. Era un niño de cuatro años y se encontraba en la casa donde había nacido. Su madre, Keiko, también estaba allí, de pie en la entrada, junto al zapatero, con el teléfono en la mano. Absorta en las palabras de su interlocutor, se encorvaba ligeramente hacia adelante y retorcía el cable del auricular entre los dedos. A intervalos regulares de unos diez segundos, asentía e interrumpía el monólogo intercalando esporádicos «ajá» con intermitentes «entiendo».
No se trataba de un recuerdo. Mamoru estaba seguro de ello. El no estuvo presente cuando el jefe de su padre llamó para decir que este no se había presentado a trabajar en todo el día. Mamoru no sabría que su padre había desaparecido hasta mucho más tarde. Sin embargo, en esa bruma onírica, se vio a sí mismo sentado contra la pared, abrazándose las rodillas. Observaba a su madre que ganaba en palidez conforme respondía con un hilo de voz.
Mamoru se despertó y se quedó mirando las vigas del techo. Se preguntó a qué vendría semejante sueño tantos años después.
A menudo soñaba con el que fue su mejor amigo, el viejo Gramps. Solían ser reminiscencias de los últimos días que pasaron juntos. El anciano debió de presentir que había llegado su hora, puesto que obsequió a Mamoru con un juego de herramientas nuevo que estrenó con aquella caja de seguridad de triple cerradura. Toda una odisea. Era como si Gramps quisiese poner al chico a prueba por última vez.
Mamoru se incorporó para echar un vistazo al reloj de la mesita. Solo eran las dos de la madrugada. Dejó escapar un suspiro y escondió la cabeza bajo las mantas pero, en el silencio de la noche, pudo distinguir la débil voz de su tía Yoriko emerger desde la planta baja.
Estaba al teléfono.
Mamoru dio una patada al futón y se levantó. Se encaminó descalzo hacia el pasillo. El suelo estaba frío. En una sincronización casi perfecta, Maki, con aspecto soñoliento y un cárdigan cubriéndole el pijama, salía de su habitación, que quedaba al otro extremo del pasillo.
– Está al teléfono -confirmó en un susurro antes de encabezar el descenso por la escalera.
Mamoru supo que su prima estaba preocupada. Su padre era taxista y la chica era consciente de que una llamada a medianoche podía no traer nada bueno. Mamoru, a su vez, se estremeció.
Para cuando llegaron abajo y se colocaron, ambos descalzos, frente a Yoriko, esta ya había colgado el auricular.
– ¿Qué sucede? -preguntó Maki.
– Lo que tarde o temprano tenía que suceder -contestó Yoriko, ceñuda.
– ¿Un accidente?
Yoriko asintió.
– Papá ha sufrido un accidente, ¿verdad? ¿En qué hospital está?
– Tu padre ha salido ileso.
– Entonces, ¿qué ha ocurrido?
– Ha habido un accidente, sí… -Yoriko se humedeció los labios, sin saber muy bien cómo proseguir-. Ha atropellado a alguien.
Mamoru sintió que el frío de noviembre se le filtraba por las plantas de los pies y ascendía por su cuerpo hasta helarle el corazón.
– Una joven. Murió casi en el acto. Era la policía quien llamaba.
– ¿La policía?
– Han arrestado a tu padre.
Mamoru pasó en vela el resto de la noche. Solo llevaba nueve meses viviendo con Yoriko Asano, la hermana mayor de su madre, y apenas empezaba a acostumbrarse a su nueva familia y a su nueva vida en Tokio.
Los Asano vivían en el casco antiguo de la ciudad. Este sector de la urbe estaba situado por debajo del nivel del mar y ofrecía una extraña configuración en la que los ríos y los canales que recorrían la zona quedaban a una altura superior a los tejados de las casas. El marido de Yoriko, Taizo, contaba con casi veinte años de experiencia como taxista. La primavera anterior, Maki, la única hija del matrimonio, había terminado sus estudios en la universidad, y hacía muy poco que acababa de conseguir su primer empleo.
Mamoru había nacido y crecido en Hirakawa, un núcleo urbano enclavado muy al norte de Tokio, donde los cerezos florecían algo más tarde que en la capital. Esta ciudad amurallada se enorgullecía de la calidad de sus aguas y sus fuentes termales naturales. De hecho, la población local se dedicaba casi exclusivamente al turismo, cuando no a la artesanía lacada que era otra de las tradiciones del lugar.
El padre de Mamoru, Toshio Kusaka, trabajó en el ayuntamiento donde ocupaba un puesto de ayudante del director del área financiera. Esa fue su situación laboral cuando desapareció, poco después de que se descubriera que cincuenta millones de yenes se habían evaporado de las arcas municipales.
Mamoru apenas recordaba ya la pequeña celebración familiar en la que festejaron la promoción profesional de su padre. ¿Quién habría imaginado por aquel entonces que ese mismo ascenso iba a significar su caída en desgracia, hacia la que arrastraría al resto de su familia cuando, señalado como el autor de un delito de malversación, su retrato apareciera en las portadas de todos los periódicos?
Y por si fuera poco, el dinero solo era parte del escándalo: había una mujer de por medio.
Cuando su padre desapareció del mapa, Mamoru y su madre permanecieron en Hirakawa. El pasado diciembre, doce años más tarde de lo ocurrido, Keiko Kusaka, de treinta y ocho años, fallecía repentinamente de un derrame cerebral.
Ya inerte en el suelo, Keiko recobró el conocimiento unos instantes, lo justo como para revelar a Mamoru la existencia de una tía de la que el joven jamás había oído hablar. La hermana de su madre vivía en Tokio. Keiko pidió a su hijo que contactase con ella en el caso de que algo malo le pasara.
Mamoru no tardó en localizar la agenda de su madre y llamó. Yoriko y Taizo acudieron de inmediato y, desde la muerte de su madre, el chico quedó bajo su tutela. Solo entonces y gracias a Yoriko, supo la verdadera historia de la familia.
– Me casé con tu tío a los dieciocho años. Desde luego, no contamos con el permiso de tus abuelos, de modo que nos fugamos -relató Yoriko con el tono contundente con el que se expresaban los tokiotas-. Sé perfectamente por qué estaban tan enfadados. Ahora Taizo es un hombre honrado pero, en aquella época, nadie habría apostado un yen por él. Yo misma estuve a punto de abandonarle en más de una ocasión después de casarnos. No lo hice nunca, por ser demasiado orgullosa, supongo. El caso es que no estaba dispuesta a regresar corriendo a casa de mis padres, con la cabeza baja y un bebé en los brazos. No me aguardaba nada allí.
Yoriko no había retomado la relación con sus padres y su hermana hasta hacía unos pocos años.
– Ríete si quieres, pero tomé la decisión mientras veía un culebrón. Puede que simplemente llegara el momento de zanjar el asunto de una vez por todas. Taizo se ganaba la vida, e imaginé que yo ya no tenía motivos para rebelarme contra el mundo. Contaba con el respaldo de tu prima y de tu tío, así que escribí a la vieja dirección.
La carta le llegó devuelta a los pocos días con el sello «devolver al remitente». No obstante, Yoriko estaba decidida a contactar con su familia, y acabó tomando un tren con destino a Hirakawa. No tardó en dar con un conocido del barrio quien le indicó dónde podría encontrar a su hermana.
– Me fui derechita a la fábrica donde trabajaba tu madre y la reconocí en seguida. No había cambiado mucho. Llevaba sin verla más de quince años, pero supe que era ella en cuanto la avisté. Por supuesto, lo demás no resultó tan fácil. A lo de haber abandonado el seno familiar de la noche a la mañana, se sumaba la difícil relación que habíamos tenido siempre. En fin, teníamos pocas cosas que decirnos. Me llevó a ver la tumba de nuestros padres, donde pedí disculpas por todos los errores que pude cometer. Fue entonces cuando empezó a hablarme de sí misma, aunque sin extenderse demasiado. Eso sí, dijo que no me permitiría conocerte. Todo era culpa mía, de modo que no protesté. Yo era la hermana mayor y ni siquiera había estado allí para el funeral de nuestros padres.
Yoriko no quiso forzar las cosas. No sentía un apego especial a su tierra natal, y estaba claro que a Keiko no le entusiasmaba la idea de recuperar el tiempo perdido con su hermana.
– No la culpé -añadió Yoriko-. No se trataba de algo que pudiera perdonarme sin más.
Sin embargo, las hermanas empezaron a cartearse aproximadamente una vez al mes. Al cabo de un año de correspondencia, Keiko le contó a su hermana los infortunios de su matrimonio.
– ¡Qué mal trago! Me sentí fatal por ella. Aunque he de admitir que me sacaba de quicio su modo de encarar los problemas. No sé cuántas veces le dije que se olvidara del desgraciado de su marido y se viniera a vivir con nosotros. Pero se negó. Decía que estaba convencida de que tu padre regresaría algún día y que quería estar presente cuando lo hiciera. Siempre fue muy cabezota. Incluso afirmó que te criaría haciéndote creer que tu padre volvería a casa.
Hubo algo más de lo que Mamoru no tendría constancia hasta después de la muerte de su madre: cuando su padre desapareció, hacía ya doce años, dejó tras él los papeles del divorcio. Los documentos llevaban tanto su firma como su sello personal. Lo único que Keiko debía hacer era firmar y remitirlos a las autoridades. Sin embargo, nunca lo hizo.
Mamoru confesó a su tía que tenía la sensación de no haber conocido realmente a su madre. Yoriko asintió con compasión, antes de añadir:
– Tu madre era muy reservada. ¿Sabes qué? Yo ni siquiera sé el aspecto que tenía tu padre. Keiko jamás me enseñó una fotografía, y yo tampoco insistí demasiado, la verdad. Aunque sí sé que era alto y bastante bien parecido.
Yoriko enmudeció un instante y lanzó una atenta mirada a su sobrino.
– Tú te pareces a tu madre. Hay algo alrededor de tus ojos que me hace pensar en ella. Y me preocupa mucho que acabes siendo como mi hermana. Era fuerte, pero una persona no puede aislarse así de los demás. Cargó con todo sin pedir ayuda a nadie. Y entonces… Bueno, se fue.
Tras el funeral de Keiko, Yoriko pidió a su sobrino que se fuera a vivir con su familia a Tokio. El accedió, entre otras cosas, porque percibió algo en los ojos de su tía que jamás había podido distinguir en los de su madre.
La vida en Tokio no fue fácil al principio. No le costó mucho adaptarse a una ciudad tan grande, pero tuvo que aprender a vivir con una nueva familia. Maki fue un valiosísimo apoyo en este periodo de transición. Desde el primer día, ella lo trató como un miembro más de la familia. Al principio, él supuso que le inspiraba pena pero, poco a poco, se dio cuenta de que su prima era así.
Cuando se conocieron, ella estalló en carcajadas y dijo:
– Pues ahora que me ha salido un hermano de dieciséis años, me siento como una señora de veintiuno.
Mamoru supo más tarde que cuando su tío Taizo resumió la primera impresión que tuvo de su sobrino como «Un chico algo sombrío», Maki respondió: «En realidad, a mí me gustan así».
En una ocasión, Maki llamó a Mamoru desde la estación tras una noche de juerga con sus amigas.
– No hay taxis. Ven a recogerme.
Mamoru la encontró apoyada contra un poste, cantando, mientras un amigo la observaba.
– ¿Eres su hermano? -El chico se rascó la cabeza y señaló a Maki-. Iba a acompañarla a casa…
– Déjale en paz -gritó la chica, ebria, a su amigo-. Mamoru, prométeme que no cambiarás nunca, que no te convertirás en un pijo urbanita como este.
Llevarla a casa supuso toda una aventura para el chico y, para colmo, su prima no dejó de tararear en ningún momento. Cuando Mamoru se echó a reír por fin, ella se le unió.
– ¿Ves? -dijo-. ¡La vida en Tokio no es tan mala!
No, no era mala en absoluto, concluyó el chico. Y por esa misma razón, mientras su mirada se perdía en la oscuridad y oía los sollozos de su prima, sintió que el mundo se le caía encima.
Mamoru se levantó de un salto de la cama y se acercó a la ventana. Frente a la casa, discurría el canal cuyas aguas contenía un talud de hormigón. Dependiendo de la dirección en la que soplase el viento, los efluvios del río se colaban dentro de la casa. No era desagradable, excepto en los días más calurosos del verano.
Mamoru no había visto un canal en su vida hasta que llegó a Tokio. Fluían en artificiales cauces de hormigón y seguían trayectorias que le habían sido impuestas por la mano del hombre. En Hirakawa, los ríos no entrañaban ningún peligro para la población, y se les dejaba recorrer libremente su curso natural: estaban vivos, cada uno expresaba a su manera su forma de ser, su idiosincrasia. En cambio, los canales en Tokio eran tan somnolientos como aburridos y, visto lo visto, se conformaban con ello.
Cuando el chico compartió esta observación con su tío, este se apresuró a contestar: «Eso dices ahora, pero espera al día en que un tifón azote la zona».
A mitad de septiembre, un fuerte temporal arrasó la región de Kanto. Mamoru se colocó un impermeable, se acercó junto a Taizo al talud de hormigón y entendió lo que su tío quiso decir con aquello.
Tuvo la impresión de que el río por fin había despertado, sus aguas enfurecidas bramaban en un caudal abundante, con toda la violencia y el vigor de las lluvias. «Habida cuenta de nuestro poder, no tenemos ninguna prisa. En cuanto menos lo esperéis, derribaremos este talud y, de un solo golpe, os arrebataremos la tierra que siempre nos perteneció. Retomaremos nuestros derechos sobre ella así como sobre todo lo que vosotros, humanos, consideráis vuestro, y lo arrastraremos hacia el mar.»
En cuanto rememoró aquella noche, Mamoru sintió la necesidad de salir a echar un vistazo. El río fluía apacible; la superficie se asemejaba a una pizarra pulida. Sobre el talud que quedaba al otro lado, asomaba el garaje para autobuses de una compañía cuyo rótulo alumbraba las tranquilas calles. Las señales de tráfico que salpicaban la carretera parpadeaban ocasionalmente en rojo y verde, dulcificando la melancolía que flotaba en el aire.
Mamoru ascendió por el talud hasta alcanzar el lugar en el que había estado cuando el tifón sacudió la región. Bajó la oxidada escalera de hierro que conducía hasta debajo del puente. Una fina columna graduada medía el nivel del agua; ahí mismo, el día en que el tifón descargó su ira, Taizo y su sobrino observaron la crecida del caudal, sin dejar de parpadear, bajo el azote de la tromba de agua. En la pilastra quedaban señalados los niveles que el río había alcanzado durante los sucesivos tifones que asolaron la zona; incluso una de las marcas quedaba unos centímetros por encima de la cabeza de Mamoru. Junto a cada señal, una inscripción especificaba el nombre del tifón y la correspondiente fecha en la que tuvo lugar. Entre estos epígrafes meteorológicos, resaltaba una línea roja que rezaba «Nivel de alerta».
Taizo ya le había señalado aquel punto. «El agua jamás volverá a alcanzar semejante nivel», aseguró. «Esos descomunales aluviones son cosa del pasado. Ya no corremos peligro ninguno, no tienes de qué preocuparte.»
Mamoru había empezado una nueva vida en una nueva casa, con una nueva familia, pero no podía dejar de pensar en su desgraciada infancia. Parecía que la maldición lo había encontrado de nuevo. Estaba seguro de que era el único responsable de la desgracia que se cernía ahora sobre los Asano. Y empezaba a sospechar que el vecindario iba a estar en peligro ante unas posibles inundaciones.
El río dormía. Mamoru encontró una piedra a sus pies, la recogió y la lanzó al agua. La oyó chapotear sorprendentemente cerca. La marea debía de estar alta.
Algo más oscuro que la noche invadió su corazón.
Una universitaria fallece atropellada por un taxi.
El 14 de noviembre, la joven Yoko Sugano, de 21 años, alumna de la Universidad femenina Toa, fue arrollada alrededor de la medianoche por un taxi conducido por Taizo Asano, de 50 años, en la intersección de Midori Itchome en el distrito de K-, Tokio. La víctima no sobrevivió a las graves heridas resultantes. En cuanto al taxista involucrado en el accidente fue arrestado por conducción temeraria y llevado a la comisaría de Joto para prestar declaración.
El hombre se enteró del accidente por la edición matinal del periódico. Pese a que la noticia quedaba relegada a pie de página, el titular captó de inmediato su atención. A pesar de que con la discreta tipografía en la que figuraba, resaltaba poco entre el resto de información. Al principio, se contentó con mirar la noticia por encima y continuó con su lectura. No fue hasta pasados unos segundos cuando se dio cuenta. Volvió atrás y lo leyó detenidamente, fijándose bien en cada dato. Cuando hubo acabado, plegó el diario, se quitó las gafas y se frotó los ojos. No solo coincidía el nombre, sino también la dirección. No podía tratarse de un error.
Entonces, alcanzó un diario económico y lo abrió. En sus páginas quedaba reflejado el mismo incidente pero, esta vez, venían a añadirse unas líneas que mencionaban que el taxista se había saltado un semáforo en rojo.
El hombre negó con la cabeza. No era justo.
Oyó a su mujer subir la escalera. A juzgar por el ritmo de sus pasos, podía deducirse que aún no estaba muy despierta. ¿Qué diría cuando reparara en la expresión de su rostro? «¿Ha caído el valor de las acciones?» «¿Has perdido un cliente?» «¿Ha habido un accidente?» «¿Ha muerto algún conocido?». Estaría impaciente por saber a qué venía esa cara de deprimido.
Pero no podía contárselo, ni a ella ni a nadie.
Se puso en pie y se marchó del salón para evitar encontrarse con ella. Se encaminó hacia el cuarto de baño, abrió el grifo del lavabo y dejó que el agua se derramara sobre sus manos. Le resultó tan fría como el recuerdo de cierta mañana lluviosa, hacía muchos años. Se salpicó la cara una y otra vez. Miró su reflejo en el espejo. El agua le goteaba de la barbilla; la tristeza se había adueñado de sus rasgos.
Podía oír el sonido de la televisión que su mujer acababa de encender. Murmuró para sí mismo, en un tono de voz apenas audible, como para asegurarse de que nadie lo oyera:
– No es justo.
Se secó la cara con una toalla. Pasó frente a la cocina de la que emanaba el aroma a café y subió la escalera. Una vez entró en el estudio, cerró con sumo cuidado la puerta, sacó una llave y abrió el cajón inferior de su mesa. En su interior, guardaba un álbum de fotos de tapa azul. Lo sacó y lo abrió. Había tres fotografías: la primera, de un adolescente de unos quince o dieciséis años vestido con el uniforme del colegio y una mochila al hombro; la segunda, del mismo chico, esta vez paseando junto a una joven que aparentaba unos veinte años; la tercera, la de un taxi de color verde oscuro. En esta última, aparecía un robusto cuarentón lavando el vehículo; también figuraba el chico, con una manguera en las manos. Daba la impresión de que, de un momento a otro, se volvería hacia el hombre que examinaba la instantánea. Ambos sonreían.
Ojeó el resto del álbum. Otra página estaba ocupada por una única foto de una mujer ataviada con un uniforme blanco y un pañuelo a juego que le cubría la cabeza. Sujetaba una bandeja en la mano izquierda y una escoba en la derecha. Aparentaba treinta y tantos años. Era posible que el fotógrafo la pillase desprevenida; parecía volverse repentinamente hacia la cámara, con los ojos entrecerrados y una modesta sonrisa en la cara. No era especialmente bella, aunque la línea de sus redondas mejillas le daba cierta calidez.
El hombre clavó la vista en esta fotografía y, acto seguido, retrocedió hasta las del chico. Una vez más, masculló para sí mismo:
– Mamoru, ¿cómo hemos llegado a esta situación?
El chico le devolvía la mirada, sonriente.
Esa misma mañana, en otra parte de Tokio, una joven se detenía en la misma noticia. No solía leer la prensa, al menos no hasta que empezó todo aquello. Ahora, hojeaba el periódico todas las mañanas; ese ritual ya formaba parte de su rutina diaria. Releyó el artículo hasta tres veces. A continuación, se encendió un pitillo y dio varias bocanadas, lentas y profundas. Le temblaban las manos.
Dos cigarrillos más tarde, se levantó y se dispuso a vestirse. Era hora de ir al trabajo. Se puso un llamativo traje de chaqueta de color rojo y se aplicó algo de maquillaje. Antes de marcharse, se aseguró de que tanto puertas como ventanas quedaban cerradas, vació lo que quedaba de café en el fregadero y, en un gesto mecánico, recogió el periódico de camino a la puerta de su apartamento.
Cuando bajaba la escalera de la calle, una mujer que sujetaba una escoba la interpeló. Se trataba de la esposa de su casero, que vivía en el apartamento de abajo. Eran algo quisquillosos con los pagos del alquiler; nada fuera de lo normal. No podía quejarse, era un buen lugar para vivir.
– Señorita Takagi, ayer recogí un paquete de su madre. Pensaba llevárselo anoche pero regresó tan tarde a casa que no quise molestarla.
– Pasaré por su casa cuando vuelva esta noche -espetó con brusquedad al pasar apresurada por su lado.
– De acuerdo -contestó alzando la voz a la figura que se alejaba, imperturbable y con gran celeridad. Luego, añadió para sí misma-: ¡No se va a morir por decir gracias!
Para entonces, Kazuko Takagi ya había cruzado la calle que quedaba frente al edificio y se dirigía a paso ligero hacia la estación. Lanzó el periódico a una pila de basura que aguardaba la recogida matinal.
– Menuda excéntrica -murmuró la casera que retomó sus tareas con semblante ceñudo.
En otro punto de Tokio, otra persona se detenía en la misma noticia. Los huesudos y blanquecinos dedos de sus manos la recortaban con unas tijeras. Hecho esto, sacó un álbum de recortes y pegó el pedazo de hoja impresa en una página nueva, reservada a tal efecto. Fumie Kato, Atsuko Mita y Yoko Sugano. Tres noticias. Tres mujeres. Todas muertas.
La mañana de la familia Asano, como no podía ser de otra forma, se vio marcada por el mismo titular. Ni Mamoru ni Maki habían podido conciliar el sueño en toda la noche. Nada más colgar el auricular, Yoriko se dirigió sin demora a la comisaría de policía y no regresó hasta el amanecer. Su expresión era pálida, parecía agotada.
– ¡No me dejaron verlo! Alegaron que no eran horas de visita. Eso no es excusa.
Era tal el temblor de sus manos, que dos pares más tuvieron que intervenir para conseguir desplegar el periódico.
– Aquí está. Debe de ser este. -Maki aún intentaba convencerse de que el incidente no había tenido lugar. A Mamoru también le costaba asimilar lo sucedido. Sin embargo, los hechos reflejados ante sus ojos no dejaban lugar a dudas. Era real. La llamada recibida a medianoche no era fruto de una pesadilla.
Mamoru se vio invadido por una sensación muy extraña al leer el nombre de «Taizo Asano» en el periódico. Fue como descubrir una fotografía suya que ignoraba que le habían tomado. Al reparar en su nombre y apellido, no pudo afirmar con certeza que se trataba de su tío. Tal vez el protagonista de tal desgracia fuera otro Taizo Asano. Tal vez su tío apareciese por la puerta en cualquier momento.
– Qué crueldad -dijo Yoriko mientras plegaba el diario.
El desayuno quedó marcado por un silencio sepulcral. Maki no tenía mucho apetito, pero permaneció sentada a la mesa con una toalla húmeda y fría contra la cara, en un intento por reducir la hinchazón de sus ojos tras una noche de lágrimas.
– Tienes que comer algo -le instó Yoriko.
– No importa, no voy a trabajar hoy.
– ¡No puedes hacer eso! Me dijiste que estabais hasta arriba de trabajo. Además, ¿no has agotado ya todos tus días de vacaciones?
– ¿Cómo puedes hablar así? -Maki alzó la mirada y repuso con tono enfadado-: ¿A quién le importan las vacaciones o el trabajo? ¡Han arrestado a papá! ¿Qué se supone que tengo que hacer?
– No hay nada que puedas hacer por él estando aquí.
– ¡Mamá!
– Escúchame. -Yoriko soltó los palillos, apoyó sus rechonchos codos en la mesa y se inclinó hacia su hija-. Solo porque haya habido un accidente, no significa que tu padre sea culpable de nada. Está en comisaría, pero es posible que lo suelten hoy mismo. Yo confío en él. Ahora tranquilízate y ve a trabajar. -Suavizó la expresión de su cara, como si intentara reconfortar a Maki-. Si te quedas en casa, estarás todo el día ahí, angustiada. No solucionará nada en absoluto.
– Tía Yoriko, ¿y tú qué vas a hacer hoy? -intervino Mamoru.
– Iré a ver al antiguo jefe de tu tío y le pediré que contacte con el señor Sayama de nuestra parte. Es abogado, y quiero que me acompañe a comisaría. Me gustaría llevarle algo de comer y también una muda. De hecho, me dijeron que también podía proporcionarle algo de cambio para las máquinas expendedoras. Tengo que comprarle ropa interior nueva, pero me advirtieron que cortara las etiquetas y me asegurase de que no quedaba ningún cordoncito suelto…
Yoriko hablaba distraída, casi para sus adentros, hasta que se dio cuenta de que Maki y Mamoru estaban presentes. Se apresuró a recobrar el control.
– Volveré después al despacho del señor Sayama para escuchar lo que tiene que decir sobre todo este asunto.
Taizo estuvo muchos años trabajando con Tokai Taxi antes de ponerse por su cuenta. Su antiguo jefe era el señor Satomi, y Sayama, el asesor jurídico de la compañía.
Maki se levantó de la mesa a regañadientes. Echó un vistazo al reloj antes de marcharse a su habitación.
– Y ponte algo de maquillaje ¿quieres? -gritó Yoriko tras ella-. Si vas con esa cara, romperás todos los espejos con los que te cruces.
Como de costumbre, Maki y Mamoru se marcharon juntos.
– ¿Te importaría llevarme a la estación? -preguntó Maki, señalando el portaequipajes de la bicicleta de Mamoru-. No quiero tomar el autobús con esta pinta.
Mamoru esperó a que su prima se acomodara en la bicicleta y le rodeara la cintura con el brazo. Al cabo de unos minutos, Maki dio voz a sus pensamientos:
– Me pregunto si darán a papá algo para desayunar.
Mamoru procuró dar una respuesta que no provocara el llanto de su prima y le estropeara el maquillaje.
– Por supuesto que sí. La policía lo tratará bien.
– ¿Aunque lo hayan arrestado?
– Fue un accidente -apuntó su primo, con tono optimista-. Además, el tío Taizo tiene una hoja de servicio impecable, cuenta en su haber con todos esos premios por conducción modélica. La policía debe de estar al tanto de ese detalle. Todo irá bien, ya lo verás.
– No estoy tan segura… -Maki se rascó la cabeza, y el movimiento desequilibró la bicicleta de Mamoru, haciéndola tambalear-. Ya sabes que a mi padre no le gusta el donburi [1] y es lo único que sirven en las dependencias de la policía.
– Ves demasiado la tele. Encargarán el desayuno a algún restaurante que abra temprano.
– Quizás le den algo de arroz y sopa de miso. -Maki estaba absorta en las imágenes culinarias que invadían su mente-. En realidad, me da igual lo que coma, solo espero que esté caliente.
Mamoru había pensado lo mismo. Era una mañana muy fría, de esas que dejaban entrever que el invierno relevaba con sigilo al otoño. Dejó a Maki en la estación.
– ¡No llores en el trabajo! -le advirtió con afecto.
– Lo sé, lo sé.
– Pero si ves a tu novio, no tienes por qué fingir que no estás triste. Deja que te consuele.
– ¿Te refieres a Maekawa? -Maki era incapaz de guardar un secreto y ya había comentado a la familia que estaba saliendo con un compañero suyo de la oficina. Mamoru había hablado con él por teléfono en una ocasión, cuando el joven llamó preguntando por su prima.
– Sí, seguro que es un tipo de fiar. Eso me pareció cuando lo tuve al otro lado del teléfono.
Por fin, se las arregló para arrancar una sonrisa a su prima que, acto seguido, se apartó el pelo de los hombros. Mamoru se marchó en su bicicleta. Antes de doblar la esquina, se volvió y le dijo adiós con la mano. Maki, que aún lo observaba, le devolvió el gesto.
Mamoru asistía a un instituto público que quedaba a veinte minutos en bicicleta desde la casa de los Asano. El centro escolar solo llevaba dos años abierto y estaba equipado con un sistema de calefacción y de aire acondicionado de lo más moderno. Los jardines que, en perfecta armonía con los edificios blancos, se extendían frente al complejo estaban muy bien cuidados.
El aparcamiento para vehículos de dos ruedas estaba situado detrás de la cafetería, y se podía llegar hasta allí sin tener que reducir la velocidad. Cuando Mamoru aparcó, no había nadie más por la zona. No recibió otra bienvenida que la de tres fregonas que se secaban al sol en uno de los balcones.
Más animado de lo que había estado en casa, subió la escalera hacia su clase, el aula 1-A, y abrió la puerta. Sin embargo, aquella sensación de mejora no tardaría en evaporarse.
«¡Otra vez no!», se horrorizó Mamoru.
Junto a la puerta, había un tablón de corcho en el que destacaba, bien colocado y sujeto con chinchetas, la noticia que informaba del accidente en el que su tío estaba involucrado. Y, en la pizarra contigua, escrita con tiza roja y caligrafía basta, la palabra «¡ASESINO!» junto con una flecha que apuntaba hacia el trocito de papel.
Gente así abundaba adonde quiera que fuese. El chico intentó controlar la creciente sensación de rabia que le invadía. Los tipos que disfrutaban con la desgracia ajena eran como las cucarachas, tanto daba deshacerse de ellas, siempre habría cientos dispuestas a ocupar su lugar.
Mamoru pudo sentir el rencor contra quien fuera que hubiese invertido su tiempo y energía en resaltar lo que, en realidad, no era más que una breve noticia de relleno. El graciosillo se había tomado la molestia de hacer el siguiente montaje: recortar el artículo línea por línea; pegar los recortes dejando el interlineado necesario para ocupar todo el espacio; y subrayar el nombre y apellido del tío de Mamoru.
Lo mismo sucedió en Hirakawa cuando el delito cometido por su padre salió a la luz. A diferencia de la gran ciudad, los casos criminales eran poco frecuentes allí y ocurrían de forma muy esporádica. Y en lugares tan tranquilos, el menor escándalo cobraba demasiada importancia y dejaba estigmas que el tiempo difícilmente borraría. De hecho, Mamoru se convirtió en objeto de todo tipo de rumores y calumnias hasta que su madre falleció y él se marchó de la ciudad. Era conocido como «el retoño del canalla Toshio Kusaka». De ahí que la sorpresa que acababa de llevarse en el aula resultara tan amarga, no tanto por el acto en sí, sino porque estaba a punto de sufrir la misma pesadilla. Y Mamoru se hacía una idea muy clara de quién podía estar detrás de todo aquello.
Las escuelas públicas eran bastante permisivas en materia de puntualidad. Era como si dieran por sentado que, inevitablemente, una determinada cuota del alumnado llegaría tarde a clase cada día. Kunihiko Miura era aficionado a esta práctica y, de hecho, no apareció en clase hasta poco antes de que sonara el timbre que anunciaba el fin de la misma. Abrió la puerta que quedaba al fondo del aula, entró a paso lento y se tomó su tiempo para elegir un pupitre en el que sentarse.
Mamoru no se volvió para mirarlo, pero sabía que Miura lo observaba. Era alto, atlético, el típico chico que se detenía frente a cada escaparate para comprobar que llevaba bien el pelo. Conducía una moto, una 400cc, sobre la que alardeaba de pasear una chica nueva cada mes aproximadamente. Incapaz de ignorar los ojos que se le clavaban en la espalda, Mamoru se dio la vuelta. En cuanto sus miradas se encontraron, Miura esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Otros holgazanes que se acomodaban al fondo de la clase rieron con disimulo.
Había sido Miura. De eso no cabía la menor duda.
Miura y sus amigos tenían la edad mental de unos niños de diez. «Igual que los chicos de Hirakawa», reflexionó Mamoru.
– ¡Miura, elija de una vez su asiento! -increpó el profesor, plantado frente a la pizarra, que gesticulaba con el libro de inglés en la mano.
Se trataba del tutor de la clase. A Mamoru le consternaba que hubiesen asignado al señor Nozaki, más conocido entre los alumnos por el apodo de señor Nonashi [2]. Ese hombre era incapaz de imponer su autoridad. De hecho, al entrar en el aula, se contentó con dedicar un leve vistazo a las acusaciones formuladas en la pizarra y, sin pedir cuentas a nadie, las borró y abrió su libro.
Sin alterar lo más mínimo la expresión de indiferencia de la cara, el señor Nonashi, añadió:
– ¡Kusaka, mantenga la vista al frente!
Y a aquello le siguieron más risitas desde la parte trasera del aula.
– Pero ¿qué es esto? ¿Se puede ser más imbécil?
Una vez acabó la primera clase, una de las compañeras de clase de Mamoru, una alegre chica que respondía al nombre de Anego [3], arrancó el insultante papel del tablón. Conforme lo estrujaba y tiraba a la papelera, lanzó una mirada de soslayo a Miura. El chico hizo caso omiso y siguió charlando con sus amigos que se apostaban contra las repisas de las ventanas.
La relación entre Mamoru y Miura empezó con muy mal pie nada más arrancar el año lectivo. Por más que el detonante de la discordia consistiera en un asunto bastante trivial, Mamoru se arrepentía de no haberse quedado al margen en su momento. Tenía que ver con cierta chica de la clase contigua cuya deslumbrante belleza era reconocida por todo el instituto. Mamoru se había cruzado una vez con ella y pudo comprobar con sus propios ojos que su reputación le hacía justicia.
Todo empezó un día de finales de abril, después de las clases. La chica había extraviado su cartera y no lograba encontrarla. Cuando tales casos se daban, el alumno debía dar parte al bedel y marcharse a casa. Dado que la cartera perdida contenía las llaves tanto de su taquilla como de su bicicleta, la joven decidió regresar a casa andando y traer una llave de repuesto al día siguiente. En ese preciso instante, Miura y su pandilla pasaron por allí. El chico se empeñó en llevarla a casa en su motocicleta.
Pero resultaba que aquella chica no era de las que se montaban en una moto sin pensárselo dos veces. Al contrario, era más bien tímida, obediente y responsable; el tipo de chica que prefería montar en bicicleta e ir al cine -siempre que tuviera el permiso de sus padres, eso sí- a pasear en moto o salir por discotecas. No resultó extraño, pues, que visiblemente asustada, declinara la oferta. Miura, que no estaba dispuesto a recibir un no como respuesta, la exhortó a que lo esperara allí mismo mientras iba a buscar su moto; dicho lo cual, se marchó apresurado, con una sonrisa triunfal en la cara.
Mamoru había presenciado parte de la escena, y se percató de que la chica se había quedado petrificada y estaba a punto de echarse a llorar. Temía las represalias del chico si lo dejaba plantado. Mamoru, por su parte, se ofreció a abrir el candado de la bicicleta de la joven. Así, ella podría fingir haber encontrado su cartera y escabullirse de allí.
– ¿De verdad puedes hacerlo? -preguntó la chica cargada de esperanzas.
– Bueno, creo que los candados de las bicicletas son bastante endebles -respondió él con aire inocente para no aparentar ser un profesional del hurto. Cuando Miura volvió, quedó en evidencia delante de todos al encontrar a la chica acomodada en su sillín y lista para partir.
Mamoru desconocía quién podría haberle delatado y, en realidad, poco le importaba. Sin embargo, bastaron un par de días para que el rumor del incidente se extendiera como un reguero de pólvora por la clase. Lo cierto era que Miura ya no lo miraba sino con un destello diabólico en los ojos, o eso le parecía. Al cabo de dos semanas, cuando los alumnos rellenaban las fichas con sus datos personales, alguien vio que el apellido de Mamoru no coincidía con el de sus tutores legales. El rumor se extendió. Miura no iba a desaprovechar el hallazgo y empezó a urdir un plan para vengarse de su rival. En menos de una semana, había conseguido destapar la historia de Toshio Kusaka y propagado la infamia. Mamoru quedó asqueado por la retorcida energía que el chivato derrochaba en su innoble empresa.
Una mañana, al llegar a clase, encontró el viejo refrán «De casta le viene al galgo» garabateado en la superficie de su pupitre. Mamoru había anticipado una sucia jugada como aquella e incluso estuvo preparándose para encararla lo mejor posible. Fue en vano: se quedó de piedra al encontrar semejante abyección ante sus ojos.
En aquella ocasión, la ingeniosa Anego lo sacó del apuro al avisar al conserje del colegio y hacerse con un frasco de aguarrás. Mamoru se enteró de que el verdadero nombre de su bienhechora era Saori Tokida.
– Puedes llamarme Anego, como los demás. ¡Después de todo, mis padres me pusieron el nombre sin ni siquiera consultarme! -rió ante su propio comentario.
En cuanto Anego retiró el recorte de prensa del tablón, se acercó a Mamoru y se desplomó sobre la silla que quedaba a su lado. Una sombría expresión oscureció su fino rostro salpicado de pecas.
– Lo he visto en el periódico de la mañana. Debe de haber sido horrible. -Esas simples palabras de preocupación actuaron como un bálsamo en el corazón herido de Mamoru. Ambos guardaron silencio durante un instante-. Pero fue un accidente -añadió Anego con tono tranquilizador, al cabo de un rato-. Solo fue un accidente.
Mamoru asintió, agradecido, y desvió la mirada hacia la ventana.
East Cosmetics Ltd., la compañía donde Kazuko Takagi trabajaba, quedaba a cinco minutos a pie desde la estación de Shinjuku.
– He visto que tus ventas han caído. ¿Te encuentras bien? -preguntó su supervisor tras la reunión matinal. Kazuko captó la implícita crítica en sus palabras, pero prefirió hacer oídos sordos y se concentró en la organización de la agenda del día. Sin embargo, su jefe se puso un cigarro en la boca y se plantó detrás de su silla, como exigiendo una respuesta por su parte.
– Estoy un poco tensa últimamente -espetó ella.
Su superior expulsó una bocanada de humo por la nariz y esbozó una mueca antipática.
– Bueno, pues relájate ¿quieres?
Se marchó de la oficina a las diez en punto y decidió empezar por la estación. Hacía buen día; soplaba una brisa agradable. Pese a que la gente que pasaba por su lado parecía de buen humor, Kazuko caminaba con la cabeza gacha.
Apenas empezó a adaptarse a su nuevo empleo, se dio cuenta de que sus pasos la habían llevado de vuelta a Shinjuku. «Y no es aquí precisamente donde quiero estar». Detestaba aquel lugar. Odiaba la concentración de edificios, apiñados los unos contra los otros. Le daba nauseas la pestilencia que desprendía la basura acumulada en los pasillos del metro o en las jardineras que circundaban los rascacielos. Le sacaba de quicio el dinero malgastado, el consumo compulsivo.
«¿Y entonces para qué diablos he vuelto? ¿Para convertirme en la cómplice del despilfarro generalizado?». Solo pensar en ello la hacía sentirse más enfadada e impaciente.
Esa mañana, no dio pie con bola en el trabajo. No pudo quitarse de la cabeza la noticia que había leído en la edición matinal del periódico. Por más que intentara pensar en otra cosa, siempre acababa volviendo al dramático suceso. Se detuvo en una cafetería, tomó un café y fumó más que de costumbre. Mató el tiempo observando los rascacielos. En el interior del local, un teléfono público de color rosa se había vuelto la principal atracción, muy codiciado por los clientes que se turnaban para utilizarlo: un hombre vestido de traje, otro que parecía trabajar en un bar y llevaba un llamativo conjunto a cuadros, y una mujer que volvía de compras en los grandes almacenes. Cada uno de ellos esperó su turno, sacó una moneda e hizo su llamada.
Al mediodía, Kazuko se puso en pie y se encaminó hacia el teléfono. Pasó las hojas de su agenda hasta localizar la S. En una página repleta de nombres y números, solo se encontraban los datos de una amiga íntima: Yoko Sugano. La dirección y el número de teléfono habían sido tachados y modificados. Cuando Yoko se mudó, proporcionó a Kazuko los datos de su nuevo apartamento y le pidió que no se los revelase a nadie.
Kazuko marcó el teléfono y esperó a que diera tono. Se había quedado en blanco, ya no sabía que había planeado decir en caso de que alguien atendiese la llamada. Apartó el auricular para reflexionar un poco.
– ¿Sí? ¿Diga?
Al oír la distante voz que solicitaba su respuesta, Kazuko volvió en sí.
– ¿Es la casa de Yoko Sugano?
Tras un breve silencio, la persona al otro lado de la línea contestó.
– Eso es.
– Soy amiga de Yoko. Yo, esto… Me enteré por el periódico de esta mañana…
– Entiendo -dijo la voz-. Soy la madre de Yoko.
– No puede ser verdad. Yo…
– A nosotros también nos está costando mucho aceptarlo.
Kazuko se aferró al auricular y apretó con fuerza los párpados.
– ¿Es cierto que fue un accidente?
– Sí -respondió la madre con tono enfadado-. ¡Y el conductor insiste en que no fue culpa suya!
– Señora Sugano, siento muchísimo su pérdida. ¿Está ella… su cuerpo…?
– Esta tarde llegarán sus restos mortales. Vamos a celebrar el velatorio aquí.
– Me gustaría asistir. ¿Podría decirme la dirección y la hora?
La madre de Yoko la informó con todo lujo de detalles sobre cómo llegar a su ciudad, y Kazuko tomó nota. Una vez hubo terminado, la señora preguntó:
– ¿Eráis compañeras de clase?
Kazuko enmudeció; no sabía qué decir.
– ¿Oiga? ¿Sigue ahí?
– Ah… Trabajábamos juntas -repuso a la ligera Kazuko, antes de colgar.
La cafetería ya estaba sirviendo la comida y empezaba a llenarse de jóvenes ataviadas con sus uniformes de trabajo. Kazuko tuvo la repentina sensación de encontrarse fuera de lugar con su traje rojo. Se marchó a la estación de tren para tomar la línea que llevaba hacia el centro. Cuando llegó, compró un billete para el expreso que conectaba con su lugar de destino. El trayecto duraría un par de horas. Recordó que Yoko describía esa ciudad como un lugar triste en el que no había nada qué hacer.
«Kazuko, estoy asustada». Esas fueron las últimas palabras que escuchó de boca de su amiga. «¿Será una coincidencia? Las cosas no pueden suceder porque sí». Y entonces, se echó a llorar.
«Yo también estoy asustada», pensó Kazuko. «Pero Yoko, solo ha sido un accidente. Si ese taxista no se hubiese saltado el semáforo en rojo todavía estarías aquí. Pero has muerto… Y contigo toda esta locura.»
El sol brillaba con tanta intensidad que tuvo que entrecerrar los ojos. Conforme avanzaba, Kazuko se decía a sí misma que creía en las coincidencias. En Tokio cualquier cosa era posible.
Unos tres meses atrás, se encontraba en un ascensor en el que no cabía ni un alfiler. En el último instante que precedió el cierre de las puertas, un joven asomó en el vestíbulo, frente a ella. Iba mal vestido y había un ligero encorvamiento en sus andares que Kazuko creyó reconocer. Se sorprendió y, a su vez, el hombre reparó en ella. Había sido uno de sus «clientes». Fue un momento muy embarazoso. Kazuko quiso que se la tragase la tierra cuando él puso las manos en las puertas para colarse dentro. «Está completo. Espere el siguiente», dijo alguien junto a ella, y las puertas se cerraron ante la expresión asombrada del joven.
Eso sí que fue una coincidencia. Entre los millones de personas que vivían en Tokio, las oportunidades de cruzarse con un antiguo cliente eran ínfimas.
«Aquí cualquier cosa es posible. No puedes controlar todas las variables».
Esa misma noche, Yoriko llevó a Maki y Mamoru a un restaurante del vecindario para, tal y como ella expuso, llenar los estómagos y recobrar fuerzas. El local, que destacaba por su interior de madera y su brillante iluminación, tenía el aforo casi completo, y las deliciosas fragancias de las salsas impregnaban cada rincón. Una vez que los tres se acomodaron y pidieron, Yoriko les contó cómo había ido el día.
– Tu padre lo ha pasado muy mal, pero ahora está más tranquilo. No tienes de qué preocuparte -aseguró con firmeza.
Sin embargo, Maki no quedó del todo convencida.
– Pero ¿por qué ha de permanecer en la comisaría de policía? ¿No deberían soltarlo ya?
Mamoru miró a su prima y supo que la ansiedad acumulada durante todo el día empezaba a hacer mella en ella. Las ojeras ensombrecían su mirada.
Su tía, en cambio, parecía más optimista.
– Tengo que contaros algo -prosiguió. Del gigantesco bolso que siempre llevaba, extrajo un bloc de notas que lucía el membrete del Bufete de Abogados Sayama-. Ya que no tengo buena memoria, he pedido al señor Sayama que lo apuntase todo. Así, os podré poner al tanto de los detalles.
Taizo conocía muy bien la intersección donde tuvo lugar el accidente. Estaba situada en paralelo a la avenida principal, en un área residencial. La esquina sureste quedaba cubierta por una enorme zona de recreo flanqueada por un edificio en construcción. Las zonas residenciales ocupaban las esquinas noreste y suroeste. En la planta baja de una casa, en la esquina noroeste, había un pequeño estanco regentado por la familia que vivía arriba, y en el exterior una cabina telefónica y una máquina expendedora. El agente de policía que llegó a la escena llamó a una ambulancia desde esa misma cabina.
– Entonces, ¿la policía llegó inmediatamente después del accidente?
– Eso es y no jugó a favor de tu padre. El agente se encontraba haciendo su ronda por la zona y se acercó corriendo en cuanto oyó todo el alboroto. El policía la tomó con él y aquello lo sacó de sus casillas.
– ¿Le pegó papá? -Maki esbozó una mueca de preocupación.
– No llegaron a las manos, pero a punto estuvieron. El agente era muy joven y también perdió los estribos. Arrestó a tu padre de inmediato.
– ¡Cómo se atrevió! -vociferó Maki.
Al fin, Mamoru intervino con tono dubitativo.
– No me imagino al tío Taizo saltándose un semáforo…
– Sí, es extraño -prosiguió Yoriko-. Ya sabes que tu tío no ha tenido nunca un accidente, excepto aquella vez que impactaron contra su taxi por detrás. Pero él siempre ha estado muy orgulloso de su impecable historial.
Trajeron su comida a la mesa, pero ninguno fue capaz de probar bocado.
– Comamos antes de que se enfríe -les instó Yoriko aunque, por lo visto, Maki no había saciado su sed de preguntas.
– ¿Y a qué conclusión han llegado? ¡No me digas que lo consideran culpable!
– El señor Sayama dice que aún no lo tienen claro -suspiró Yoriko.
– ¿Y eso?
– No tienen ningún testigo. Desde luego, la multitud se agolpó en la escena tras el accidente, pero nadie presenció el momento de la colisión. -Yoriko empezaba a sonar algo cansada-. Y ya que la chica ha muerto…
– ¿Y cuál es la versión de papá?
– Que esa joven, Yoko Sugano, se le echó encima. Insiste en que su semáforo estaba en verde.
– ¡Si lo dice él, tuvo que haber pasado así! Papá no nos mentiría. -Maki era inflexible aún sabiendo que la palabra de su padre no pesaría demasiado en la investigación.
Tras unos segundos de silencio, Yoriko retomó el hilo de la conversación.
– La señorita Sugano falleció en la ambulancia, pero antes mencionó algo acerca del accidente.
– ¿Y qué dijo?
Yoriko agachó la cabeza. Maki y Mamoru intercambiaron una mirada.
– Apenas estaba consciente, pero no dejaba de repetir: «¡Es horrible, horrible! ¿Cómo ha podido?». Tanto el agente presente como los médicos del servicio de emergencias la oyeron decirlo de un modo muy claro.
Las últimas palabras de Yoko Sugano parecían pender del aire y petrificaron a los tres comensales. Mamoru se estremeció.
– Tu padre dice que la señorita Sugano invadió la vía, que aunque intentó esquivarla, le fue imposible. Insiste en que su semáforo estaba en verde. La policía, por su parte, sostiene lo contrario, y no hay nadie que pueda desmentirlo. Dicen que basta con examinar el lugar de los hechos para determinar a qué velocidad iba, en qué momento frenó y dónde se detuvo el vehículo. El problema es que no hay modo de averiguar si el semáforo estaba en verde o no, o de apreciar si la señorita Sugano irrumpió en la calzada de manera imprudente.
– ¿Qué va a pasar ahora? -Maki estaba visiblemente afectada-. ¿Qué le va a pasar a papá si no logran averiguar la verdad?
– Aún es pronto para saberlo -respondió Yoriko-. En el peor de los casos, si no se encuentra ninguna prueba que apoye el testimonio de tu padre, es posible que vaya a prisión. Ten en cuenta que es conductor profesional y que la víctima ha fallecido.
Maki se cubrió la cara con las manos, y Mamoru intervino de nuevo.
– ¿Y si encuentran alguna prueba? ¿Qué pasará entonces?
– No pueden soltarlo sin más. Tanto si se celebra un juicio como un procedimiento sumario, lo mejor que podemos esperar es la libertad condicional. El señor Sayama asegura que hará todo lo que esté en sus manos. -Yoriko intentó esbozar una sonrisa valiente-. Como mínimo, lo retendrán por no haber mantenido la vista en la carretera. Ha sido un golpe de mala suerte. Sobrepasó un poquito el límite de velocidad y, en otras circunstancias, no habría sido una falta tan grave. Está más que acostumbrado a conducir por esa zona, que no suele ser muy concurrida después de las diez de la noche. Venga, comamos -dijo, mirando a Maki y Mamoru-. Tu padre también estará cenando. Me dijo que, afortunadamente, no solo le servían donburi.
Pero Maki ni pestañeó. Finalmente, agarró el vaso de agua y tomó un sorbo.
– ¿Por qué no pueden soltarlo? Si ya ha prestado declaración… No les sirve de nada retenerlo. No intentará darse a la fuga.
– Bueno, también me he asesorado acerca de eso… -Yoriko se remitió de nuevo al bloc de notas-. Cuando tiene lugar un accidente de tráfico que deja víctimas mortales, el procedimiento contempla la detención provisional del conductor imputado durante un periodo prolongable de hasta diez días. Y esto vale tanto para tu padre como para cualquier otra persona que se encontrase en una situación similar.
– ¿Podemos ir a verlo? -preguntó Mamoru.
Yoriko frunció el ceño y retomó sus apuntes.
– Hum… Me temo que no.
– Pero ¿por qué?
– No lo permitirán esta vez.
– ¿A qué te refieres con «esta vez»? -Maki estaba cada vez más nerviosa y a Yoriko se le hizo difícil continuar.
– Ya sabes que tu padre conoce la zona de Midori como a la palma de su mano. Creo que la policía pretende restringir las visitas por temor a que intente hablar con uno de los asiduos del bar por el que suele dejarse caer, ese que abre toda la noche. Vamos, que consiga convencer a alguien de dar un falso testimonio.
– ¿Y por qué albergan esa sospecha?
– Supongo que ya habrá pasado alguna vez.
– ¡Pero él es incapaz de hacer algo así! -espetó Maki, indignada.
– ¡Ya lo sé! -Yoriko mostraba señales de cansancio y se le empezaba a agotar la paciencia-. Sé que tu padre no sería capaz de hacer algo semejante. Pondría la mano en el fuego por ello.
– ¿Hay algo que podamos hacer nosotros? -terció Mamoru.
La expresión de Yoriko se suavizó.
– Lo mejor que podéis hacer es seguir con vuestras rutinas. El señor Sayama y yo nos encargaremos del resto. ¡Dejad de preocuparos! -Y como si acabara de acordarse de una tarea pendiente, prosiguió con un tono aparentemente tranquilo-. Mañana, el señor Sayama y yo acudiremos a casa de los padres de la difunta señorita Sugano. Vivía en Tokio porque asistía a la universidad, pero la casa de sus padres queda a un buen trecho. Quizás nos quedemos a pasar la noche, de modo que espero que os ocupéis de todo aquí.
– ¿Insinúas que vas a asistir al velatorio?
– Así es. Quizás compartamos visiones distintas sobre las circunstancias del accidente, pero esa gente ha perdido a su hija. Tarde o temprano, tendremos que resolver las cosas con ellos.
Los tres, mal que bien, acabaron la cena y regresaron a casa a pie. En cuanto alcanzaron la puerta, oyeron sonar el teléfono. Yoriko se apresuró a abrir y Maki se coló dentro.
– ¿Diga? ¿Diga? Sí, es la casa de los Asano.
Mamoru observó una ola de crispación inundar los rasgos de su prima y tendió la mano hacia el auricular un segundo antes de que Maki lo dejara caer al suelo.
– Sinvergüenzas -masculló mientras dejaba el auricular en su sitio. El autor de la llamada ya había colgado.
– ¿Qué han dicho? -A Yoriko se la veía aterrada.
– «Asesino. Un hombre que asesina a una mujer debería ser condenado a muerte.» No he sido capaz de seguir escuchando. Creo que iba bebido.
– Será mejor que no le deis importancia -les advirtió Yoriko antes de encaminarse hacia el salón.
Maki se quedó allí plantada, observando el teléfono.
– Mamá, ¿ha habido más llamadas como esta? -Yoriko enmudeció ante la pregunta-. ¿Por qué no nos lo contaste?
Mamoru, inmóvil, miraba sucesivamente a madre e hija. Maki prorrumpió en sollozos.
– ¿Por qué ha tenido que pasar esto? ¡No es justo!
– Pues las lágrimas no solucionarán nada -le reprendió Yoriko.
– Cuando fui al trabajo, el jefe de mi departamento me convocó en su despacho y me enseñó la noticia del periódico. Sabía que se trataba de papá.
– ¿Y qué? -espetó Yoriko con semblante grave-. ¿Acaso te van a despedir por ello?
– No, no dijo nada parecido. Pero todos están al tanto de lo que ha sucedido. Que si es cierto que se saltó un semáforo en rojo… Que si lo van a meter en la cárcel… -Maki se mordió el labio; las lágrimas le perlaban el rabillo de los ojos-. Apuesto a que pasó lo mismo contigo, Mamoru. A ver, cuéntanos lo que has tenido que aguantar en el instituto. ¡La gente no tiene corazón! -vociferó y salió corriendo hacia su habitación en la que se encerró de un portazo.
Mamoru se volvió hacia su tía.
– A partir de ahora yo responderé al teléfono.
Yoriko miró de reojo a su sobrino y le lanzó una débil sonrisa.
– Tú ya tienes bastante… No quiero que cargues con nada más. -De súbito, como si acabara de tener una revelación, se volvió hacia él-. Tras la desaparición de tu padre, tuviste que soportar este tipo de humillaciones, ¿verdad?
«No tienes ni idea», pensó Mamoru, pero las palabras que pronunció fueron bien distintas.
– No lo sé. Era demasiado pequeño como para comprender lo que me decían los demás.
El teléfono sonó dos veces más en el transcurso de la hora siguiente. La primera llamada, de una mujer algo fuera de sus cabales que despotricó sobre la inseguridad vial. La segunda, sin embargo, era tan singular como escalofriante.
– Me habéis hecho un favor al encargaros de Yoko Sugano. -Una voz algo afónica y agitada-. Hablo en serio. Gracias por asesinarla. Se lo estaba buscando. -El anónimo colgó antes de que Mamoru pudiese articular palabra.
Hacia las once de la noche, hubo otra llamada. Mamoru respondió con una voz que esperó sonara amenazante.
– ¡Si no cambias el tono, jamás te echarás novia! -Era Anego.
Mamoru se echó a reír y se disculpó.
– Te agradezco de veras lo que has hecho hoy.
– ¿Te refieres a lanzar a la basura ese artículo? No ha sido para tanto. Te llamo porque tengo algo que decirte. Después de clase fui a por Miura para cantarle las cuarenta. Y resulta que, según él, no ha sido obra suya. Dice que tiene una coartada.
– ¿Una coartada?
– Esta mañana llegó tarde, como de costumbre, ¿no? Pues bien, cuando se disponía a entrar en clase, le sorprendió un profesor. Dice que no tuvo tiempo de colgar nada en el tablón ni de escribir lo que fuera en la pizarra. Y añade que el profesor puede confirmarlo. No sé a quién pretende engañar ese gilipollas.
Mamoru era todo oídos. Apreciaba la franqueza de Anego, aunque le sorprendió la brusquedad de su lenguaje.
– Si no fue él, ha tenido que ser uno de sus compinches. ¿Qué más da? Anego, quiero que te mantengas al margen. ¿Para qué echar leña al fuego? El tipo ya echa chispas solo.
– No te preocupes, Miura no va a tomarla conmigo. Pero qué extraño, ¿no? -Anego estaba absorta en sus cavilaciones-. Miura no es un chico feo. Yo diría incluso que es atractivo. A las chicas les gustan los chicos como él. Juega al baloncesto y es el titular más joven del equipo. Aparte, sus notas no están del todo mal. Entonces, ¿por qué la toma con los que están pasando por un mal momento?
– ¡Yo qué sé! Estará enfermo. Es mejor pensar eso.
– Sí, o puede que tenga algún tipo de complejo. -añadió Anego antes de dar las buenas noches y colgar.
Tenía razón, pensó Mamoru. Miura debía de esconder algo. Un padre que trabajaba en una gran compañía de seguros, una familia pudiente… «Debe de ser la avaricia», imaginó. Lo tenía todo, pero era uno entre tantos otros privilegiados. Quizás el único modo de sentirse superior a los demás fuera pisotearlos un poco. Para Miura y un sinfín de chicos de la misma especie, el camino para alcanzar la felicidad ya no consistía en acumular riquezas sino en arrebatárselas a los demás.
En algún momento pasada la medianoche, la discusión se reanudó con fuerza entre Maki y Yoriko. Mamoru, solo en su cuarto, constató cómo las voces que ascendían por la escalera se hacían cada vez más audibles.
– ¡No me lo puedo creer! -gritó Maki a su madre entre sollozos. Su voz se ahogó al final de la frase-. ¿Cómo puedes hablar así de papá? ¿Me estás diciendo que crees que sería capaz de hacer algo así?
– Esto es entre tu padre y yo. No tengo nada más que añadir. -Yoriko también estaba gritando pero, de algún modo, parecía más serena que Maki-. No sé si tu padre es responsable. De todos modos, tanto da lo que yo crea. ¡He sido la esposa de un taxista desde que ibas en pañales! Sé mucho más que tú sobre lo que implica o deja de implicar un accidente.
– Papá nunca se saltaría un semáforo en rojo, atropellaría y mataría a alguien y después lo negaría.
– ¿Y quién dice lo contrario?
– ¡Si acabas de insinuarlo! Pretendes presentar tus disculpas ante los padres de esa chica y dejar el asunto zanjado. ¡Es como si admitieses su culpabilidad!
– ¡No sabes lo que dices! -Mamoru oyó un ruido sordo: el puño de Yoriko golpeando la mesa-. Una chica ha muerto. No hay nada vergonzoso en dar nuestro pésame a la familia. No dejo de repetírtelo una y otra vez: ¡esto también es por el bien de tu padre!
– No estoy de acuerdo -Maki seguía en sus trece-. Jamás te perdonaré por comprometerte de este modo.
Pues allá tú -contestó Yoriko. Enmudeció unos segundos antes de retornar la palabra con voz temblorosa-: Maki, insistes en que solo piensa? en tu padre, pero ¿realmente has considerado qué significa contar con antecedentes penales? ¿No te preocupa lo que pueda decir la gente? Si quieres mi opinión, me parece algo egoísta por tu parte.
Silencio.
Mamoru oyó a continuación que su prima rompía a llorar, enfurecida, mientras subía corriendo la escalera. El portazo que retumbó después de que entrara en su habitación selló el silencio de la casa.
Unos diez minutos más tarde, Mamoru se asomó al pasillo y se encaminó hacia el cuarto de Maki. Llamó a la puerta, pero no hubo respuesta.
¿Maki? -susurró su nombre y entreabrió la puerta. Su prima, sentada en la cama, escondía la cara entre las manos.
Me da igual que sea mi madre -sollozó-. Una ha de saber cuándo morderse la lengua.
Mamoru se inclinó contra la puerta y la observó sin mediar palabra.
¿Acaso he dicho alguna barbaridad? -preguntó ella.
No, por supuesto que no.
Entonces, ¿por qué…?
Porque ella tampoco lo ha hecho.
Maki se retiró el pelo de la cara y alzó la mirada.
¿Cómo puedes ponerte del lado de las dos?
Es que ambas tenéis razón -sonrió el chico.
¿Qué opinas tú, Mamoru?
Estoy seguro de que el tío Taizo no sería capaz de cometer un delito como ese.
No me refiero a mi padre, sino al tuyo. -Maki lo miró, aún tenía las mejillas empapadas.
Eso fue harina de otro costal. Mi padre sí tenía algo que reprocharse. La malversación de fondos es un delito grave.
Pero ¿consiguieron reunir pruebas contra él? ¿Demostraron su culpabilidad?
Mamoru asintió.
Debió de ser una pesadilla para ti.
Mamoru no respondió. No quería soltar toda la amargura acumulada a lo largo de esos dichosos años. ¿Podría contarle la verdad? ¿Podría explicar a su prima que la razón por la que nunca perdonaría a su padre nada tenía que ver con ese maldito dinero? Los abandonó, sencillamente. Prefirió no afrontar el peso de la ley y huyó como un cobarde. Dejó que fueran los que se quedaban atrás quienes asumieran las consecuencias de sus actos.
– ¿Maki?
– ¿Qué?
– Lo digo en serio. Las dos tenéis razón.
– ¿Qué quieres decir?
– Tú crees al tío Taizo y no quieres que tu madre se rinda hasta que resuelvan el caso. Y no me negarás que te preocupa que cuente con antecedentes penales.
– Entonces, ¿tú también piensas eso de mí? -Maki lo fulminó con la mirada.
Mamoru se negaba a dar marcha atrás.
– Escúchame, prima, tus padres te necesitan. Has de apoyarlos a los dos por igual. Tu madre está destrozada, le aflige el hecho de que nadie apueste por la inocencia del tío Taizo. Sabes que tiene que hervirle la sangre cuando la policía dice que no soltará a tu padre hasta que aparezcan pruebas exculpatorias.
Entrelazó los dedos y tiró de ambas manos en direcciones opuestas. Se figuraba que aquella debía de ser la sensación que uno experimentaba cuando, en su fuero interno, se debate entre dos emociones antagónicas, dos sentimientos diametralmente opuestos, pero frutos de un mismo corazón. Estaba seguro de que eso fue lo que su madre sintió. Jamás tocó los papeles del divorcio y jamás dijo una mala palabra de su marido del cual, incluso, mantuvo el apellido. Pero Mamoru sabía que, en el fondo, se sintió traicionada.
Maki se puso en pie y sacó una pequeña mochila de su armario. Empezó a meter ropa.
– ¿Te vas?
– Me quedaré en casa de una amiga -dijo, y entonces lanzó una sonrisa que apenas logró el efecto tranquilizador esperado-. Pero volveré.
– ¿Vas a casa de Maekawa?
– No, él vive con sus padres. Las cosas nunca salen como las describen en las novelas románticas. Y… -Maki se mordió la lengua. Mamoru esperó a que prosiguiera pero ella no terminó la frase.
El chico la acompañó hasta la calle y se aseguró de que se montaba en el taxi. Cuando regresó adentro, se sorprendió al encontrar a su tía Yoriko en el salón, fumando un cigarrillo.
– No es la primera vez que hace algo así -dijo con los ojos enrojecidos-. No te preocupes.
Mamoru decidió salir a correr. Cada noche, el mismo ritual: una carrera de dos kilómetros. Se atavió con un chándal y cuando bajó la escalera, reparó en que su tía había apagado las luces de la habitación. Sin embargo, al pasar junto a su puerta, oyó un hondo suspiro.
«Me recuerda mucho a mamá», pensó.
Era tarde. Apagó el motor y las luces, y se quedó sentado en el interior del vehículo, mirando por la ventanilla.
Se había detenido junto a la orilla del canal, a los pies del puente. Las farolas arrojaban la más tenue de las luces sobre su coche de color plata.
Esperó.
Sabía que el chico pasaba por allí cada noche y quería verlo. Encendió un cigarrillo y abrió unos centímetros la ventanilla para dejar entrar algo de aire. Se coló una suave fragancia traída por la brisa y el agua.
La ciudad dormía bajo un manto de estrellas.
Se quedó un buen momento absorto en los astros, como si contemplara el firmamento por primera vez. Hacía mucho que se había olvidado de las estrellas.
El agua estancada. Las casas bajas. La maleza y esos hogares anticuados, cubiertos de argamasa, contrastaban con los edificios de estilo occidental. En una de esas casas que quedaba al otro lado de la carretera, alguien se había olvidado de retirar la colada. Divisó una camisa blanca y unos pantalones de niño en la oscuridad.
El chico apareció por fin, unos cuatro cigarrillos más tarde. Dobló la esquina a trote lento, emergiendo en el espejo retrovisor del conductor. Este se apresuró a apagar el cigarrillo y a hundirse en el asiento.
Era más bajito de lo que pensaba. Consideró que todavía no habría dado el estirón. Con aquel chándal de color azul claro parecía un chico limpio, saludable y totalmente indefenso.
Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Avanzaba a un ritmo constante. No parecía cansado. Se había subido las mangas hasta los codos y sus brazos acompañaban el movimiento de sus piernas.
Se convertiría en un buen atleta. Durante un instante, el hombre se sintió orgulloso. El chico se acercaba. Seguía con la cabeza al frente; no se había percatado de la mirada acechante que lo observaba desde dentro del coche. Tras adelantarlo unos pasos, se detuvo; sus hombros subían y caían. Su silueta llenó el espacio que abarcaba el parabrisas.
Instintivamente, el hombre intentó agacharse aún más, pero no tenía libertad de movimiento. Se tranquilizó al conjeturar que, de todas formas, el chico no podría verle la cara. Estaba bajo la luz que arrojaba la farola y era imposible que pudiera distinguir a alguien agazapado en la oscuridad por más que ese coche desconocido aparcado en la calle hubiese levantado sus sospechas.
El hombre no podía moverse. Tampoco apartar los ojos del chico que, sin darse cuenta, lo atravesaba con la mirada.
El corredor ladeó la cabeza como si algún ruido hubiese captado su atención. Tenía unos rasgos finos, era atractivo y probablemente se convertiría en un hombre apuesto. Se parecía a su madre, pensó la figura al acecho. «A no ser por la firme expresión de su boca que denota un carácter fuerte», matizó en su mente.
Durante ese breve instante, el hombre tuvo que bregar contra el abrumador impulso de abrir la puerta, salir a luz de la farola y dirigirse al joven. Poco importaba lo que le contestara, solo quería oír su voz, escuchar lo que fuera que le dijera, ver cómo cambiaba su semblante. Pero no poseía el valor de hacer algo parecido.
El chico se enderezó, dio media vuelta y retomó la carrera. Cuanto más se alejaba, más blanquecino se veía su conjunto azul. Después, dobló una esquina y desapareció de su vista.
El hombre aflojó su puño húmedo y se quedó un momento paralizado, sin apartar la vista de la esquina.
«¡Soy yo! ¡Soy yo!». Las palabras resonaban sin descanso en su cabeza. Una y otra vez, como martillazos. «¡Soy yo!».
El hombre recapacitó. Tuvo la precaución de no moverse hasta estar seguro de que había superado la tentación de echar a correr tras el chico y gritarle esas mismas palabras. Aspiró una profunda bocanada de aire y se inclinó hacia adelante, buscando algo en el bolsillo interior de la chaqueta.
Se trataba de un diminuto objeto que resplandecía en el hueco de su mano.
Un anillo. Lo había guardado junto con el álbum de fotografías en el que aparecía el chico y su madre. Era el anillo de boda de Toshio Kusaka. Las iniciales quedaban grabadas en el interior y aún eran legibles. Ahora lo llevaba consigo y lo mantenía lo más cerca posible del corazón. Guardó el anillo en el bolsillo, giró la llave y arrancó el coche.
«Te compensaré», se dijo a sí mismo. «Por fin ha llegado mi momento. Mamoru, pronto volveré a verte.»