Capítulo 3

Las musas inquietantes

Era la una de la madrugada, y Mamoru se encontraba en el cruce donde había tenido lugar el accidente. Las estrellas brillaban en el oscuro cielo. Soplaba un aire frío, y todo a su alrededor tenía un aspecto diáfano, limpio, como la pecera a la que acababan de cambiar el agua. La ciudad dormía.

Permaneció unos minutos inmóvil, observando el juego de luces del semáforo: rojo, amarillo, verde. Un mudo espectáculo eléctrico. Durante el día, dirigía eficientemente la incesante horda de vehículos. Quizá cuando caía la noche, su tarea se limitara a guardar el orden de los sueños de las masas durmientes.

Mamoru aspiró una profunda bocanada de aire, empapándose de las fragancias de la noche. Antes de salir de casa, se había ataviado con un chándal de color gris oscuro y un viejo par de zapatillas con las suelas desgastadas. Cuando salía a correr y a fin de proteger los tobillos, utilizaba otras zapatillas de suela más gruesa, pero se decantó por las más gastadas para conjurar la posibilidad de hacer demasiado ruido en una calle tan silenciosa como esa. Llevaba además unos mitones y una toalla blanca alrededor del cuello. Tendría un buen pretexto en el caso de que alguien preguntase qué hacía allí. Cada vez más adeptos al jogging salían a correr por la noche, porque así tenían las calles para ellos solos.

En el bolsillo derecho de los pantalones llevaba las herramientas que necesitaba para completar su tarea.

El semáforo de peatones se puso en verde, y Mamoru cruzó la desierta intersección. Tal y como contó su tía, había una máquina expendedora de tabaco así como una cabina telefónica frente a una tienda que ahora estaba cerrada a cal y canto. Mamoru había estudiado bien el mapa y sabía perfectamente hacia dónde tenía que dirigirse. Dio la espalda a la intersección y echó a correr a un ritmo tranquilo.

El diminuto edificio donde una vez residió Yoko Sugano apenas quedaba a cincuenta metros al oeste, frente a una estrechísima carretera secundaria. Los baldosines de la fachada adoptaban bajo la luz de las farolas un color que se asemejaba a la sangre seca. El camino de acceso, angosto y asfaltado, culminaba en una escalera de hormigón iluminada. No había ningún vestíbulo común; todos los apartamentos disponían de sus propias entradas exteriores.

Mamoru se detuvo unos segundos, el tiempo suficiente para echar un buen vistazo a su alrededor. No había nadie. Creyó oír el lejano rumor de un tarareo; tal vez hubiese un karaoke cerca. Entonces, cruzó la carretera y se dirigió hacia la escalera. Un par de ojos dorados y brillantes lo observaban desde detrás del edificio. A Mamoru se le heló la sangre un instante. No era más que un gato negro que huía calle abajo, pero tuvo la sensación de que lo habían descubierto.

Los buzones de aluminio de los residentes se apilaban al pie de la escalera. Quedaban divididos en cuatro hileras, una para cada planta, y todos estaban equipados con un candado de combinación. Uno de los buzones de la fila superior llevaba inscrito «Sugano 404».

Mamoru se quitó los zapatos, los escondió en un arbusto y subió la escalera descalzo. A esas horas de la madrugada, corría el riesgo de que el sonido de sus pasos desgarrara el silencio de la noche. Alcanzar la cuarta planta le resultó interminable. Y eso que estaba en forma. Durante sus entrenamientos en el instituto, subía escaleras con unos sacos de arena atados a los tobillos, pero incluso aquello, jamás le había parecido tan difícil como recorrer la distancia que lo separaba del apartamento de Sugano. Tenía las plantas de los pies congeladas, y la iluminación del edificio le hacía sentirse demasiado expuesto.

En cuanto alcanzó el rellano de la tercera planta, oyó voces. No sabía de dónde procedían, de modo que se agachó y aguzó el oído. Alguien caminaba por la calle. El corazón le latió con fuerza mientras aguardaba a que el desconocido se alejase. Entonces, retomó su ascenso.

Llegó a la cuarta planta y se volvió sobre sí mismo para observar lo que le rodeaba. Adyacentes al edificio, se levantaban dos casas de dos plantas y, algo más allá, otro inmueble de similar altura. Todas las cortinas estaban corridas, y no había ninguna luz encendida.

En el diminuto rellano donde se encontraba, asomaban cinco puertas blancas que disponían de un contador de gas del mismo color. Mamoru se agazapó y se arrastró hacia la marcada con el número 404. No había ninguna placa en la puerta. Se apoyó contra la barandilla y respiró hondo. Se había acercado hasta allí para hacerse una idea del lugar donde Yoko Sugano había vivido hasta hacía bien poco. Y poseía los conocimientos idóneos para alcanzar su objetivo.

Mamoru se acordó de Gramps, el viejo amigo del que había hablado a Anego, aquel cuya pérdida había dejado un vacío que nadie había vuelto a llenar. Jamás habría imaginado que alguna vez pondría en práctica todo lo que Gramps le había enseñado.

Tras la desaparición de su padre, los amigos de Mamoru se mostraron reacios a jugar con el niño. En un principio, no logró entender el motivo, pero conforme creció y las cosas fueron de mal en peor, comprendió todo lo que se le venía encima. Ningún entrenador lo querría en su equipo de béisbol, ninguna madre lo invitaría a las fiestas de sus hijos. La discriminación empezó con los adultos, pero los prejuicios, cual enfermedad viral, no tardaron en contagiar también a los más pequeños.

Poco después de entrar en primaria, Mamoru se sintió aislado. No tenía amigos con los que jugar al fútbol cuando acababa el colegio o con los que hacer los deberes, ni siquiera a los que lanzar pelotitas de papel mascado durante las clases. El niño no se lo tomó a pecho, sino que consideró que se trataba de una reacción de lo más normal. Toshio Kusaka había estafado a los contribuyentes. Si su mujer y su hijo no eran capaces de seguir con sus vidas, eran libres de marcharse a cualquier otro lugar.

Fue en esa época cuando su madre le relató lo sucedido. No se guardó nada para sí. Mamoru jamás podría olvidar las palabras que pronunció para concluir su explicación: «Mamoru, tú no has hecho nada de lo que tengas que avergonzarte. Nunca lo olvides». El chico tuvo la firme impresión de que su madre se agarraba a esas palabras para hacer la vida más llevadera.

Por aquel entonces, Keiko trabajaba en una planta de pintura. Allí coincidió con un conocido de la familia de su marido que la ayudó a salir hacia adelante. Gracias a aquel puesto de trabajo, su madre renunció a la única alternativa que, de no marcharse de Hirakawa, le quedaba: acabar con la vida de su hijo y suicidarse después. Al menos así, las cenizas de ambos reposarían en su tierra natal.

Si bien era cierto que Mamoru no tenía nada de qué avergonzarse, aquello no aligeró la carga que iba arrastrando: la soledad.

Hasta que Gramps se cruzó en su camino. Sucedió en un caluroso día de agosto. El chico dejó la bicicleta en el patio y se sentó junto a la pared que quedaba frente a su edificio. No sabía adónde ir ni tenía nada que hacer, pero estaba harto y aburrido de quedarse solo en casa.

– Menudo bochorno, ¿eh? -Mamoru alzó la vista, sorprendido de que alguien le dirigiera la palabra. Un hombre mayor pero robusto se plantaba bajo la sombra que daba la pared. Llevaba una camisa gris abierta y sujetaba una pequeña bolsa en la mano izquierda. Su cabeza casi huérfana de pelo estaba empapada en sudor. Sacó un pañuelo para enjugársela y habló de nuevo-: Si te quedas ahí sentado, te dará un golpe de calor. Yo iré a tomar un granizado de limón. ¿Me acompañas?

Mamoru dudó un momento antes de ponerse en pie. Solo llevaba en el bolsillo las pocas monedas que su madre le había dado para comprar el almuerzo.

Y así fue como empezó todo.

Su verdadero nombre era Goichi Takahashi, pero Mamoru siempre lo llamó Gramps, que venía a significar «abuelo». Jamás supo su edad exacta, pero debía de tener más de sesenta cuando se conocieron.

Cerrajero ya jubilado, era un verdadero especialista en cajas fuertes. Nació en Hirakawa aunque una terminada la guerra se trasladó a Osaka. Empezó a trabajar de aprendiz hasta forjarse una reputación en el oficio. Regresó a su ciudad natal tras la jubilación. Y con aquello se resumía lo que Mamoru conocía sobre el pasado de su discreto amigo.

Y así fue, a raíz de compartir un vasito de granizado de limón, como nació una gran amistad. Más tarde, Gramps lo llevó a ver su casa y el pequeño taller contiguo. Estaba atestado de diminutas y brillantes herramientas de diferentes formas y tamaños, y una imponente caja fuerte en la que Mamoru habría entrado perfectamente. Aquí y allá, asomaban varias cajas con diseños de lo más llamativos aunque, según el anciano, eran «imposibles de abrir».

– Este es mi hobby -le anunció Gramps, sonriente. Mamoru quedó hechizado por cada uno de los artilugios, y su nuevo amigo se echó a reír en cuanto reparó en su expresión-. Si no fuera por todas estas cosas, me sentiría muy solo. ¿Sabes qué? Estas cajas fuertes también lo estarían si nadie las cuidara. Puedes mirar, tocar y jugar con todo lo que no entrañe ningún peligro.

Tras aquel encuentro, el anciano le dio carta blanca para hacer lo que quisiese mientras estaba en el taller. Al niño le encantaba el tacto de la «piel» de las cajas fuertes y se quedaba embobado contemplando los imposibles acertijos que escondían los mecanismos internos de las cerraduras. Una vez abrió un viejo álbum lleno a rebosar de fotografías de llaves y cajas fuertes que parecían más preciadas que cualquier objeto de valor que pudieran atesorar en su interior. Mamoru comentó lo espléndidas que eran, a lo cual el viejo cerrajero no pudo sino asentir.

Gramps andaba siempre absorto en su tarea. Una vez que Mamoru acababa sus rondas habituales por el taller y escrutaba hasta el más mínimo detalle que encerraban sus cuatro paredes, se sentaba a observar al anciano: sus manos ágiles y minuciosas, el semblante alegre que lucía al manipular cajas fuertes y cerrojos.

Un día, después de que Mamoru no hubiese aparecido por el taller en dos semanas, Gramps se volvió hacia él y preguntó:

– ¿Qué me dices, Mamoru? ¿Te apetece intentarlo? -Estaba utilizando una lima fina para eliminar el óxido de una vieja caja fuerte.

– ¿Crees que podría hacerlo?

– ¡Por supuesto que sí! -Gramps sonrió y le tendió la lima-. Lo único que tienes que hacer es tratarla con cariño.

Mamoru pasó el resto de la semana limando con mucho tiento la caja fuerte. El discípulo despejó la capa de herrumbre acumulada con el paso de los años, revelando una superficie de un resplandeciente gris metálico. En cada esquina de la puerta asomaba una peonía tallada con sumo esmero. Cuando hubo acabado, Gramps le lanzó una sonrisa.

– Es una preciosidad, ¿verdad? -Mamoru había dejado de ser un mero espectador para convertirse en el ayudante de un maestro. Desde ese momento, solo fue cuestión de tiempo hasta que empezó a mostrar gran interés por el resto de las tareas de Gramps.

En una ocasión, Mamoru extravió la llave de su apartamento. Aún faltaban dos horas para que su madre saliese del trabajo y regresase a casa. En la ventana de la tercera planta colgaba la colada que debería haber recogido horas antes y, para colmo, el cielo empezaba a encapotarse. Mamoru fue corriendo a buscar a Gramps.

El anciano no necesitó más de cinco minutos para forzar la cerradura. Mamoru tuvo la sensación de estar presenciando un truco de magia, pero Gramps lo miró con semblante ceñudo.

– Tu madre y tú deberíais instalar una cerradura más sólida -le advirtió-. Esta parece de juguete.

Al día siguiente, Gramps apareció con una nueva cerradura para la puerta. Cuando se dispuso a colocarla, el chico intervino.

– ¿Crees que sería capaz de hacerlo?

– ¿Te gustaría intentarlo?

– ¡Sí!

– Bien -dijo Gramps-. Serás capaz de cualquier cosa siempre que te lo propongas.

Fue así como Mamoru empezó a aprender los entresijos del oficio. Su primer cometido fue familiarizarse con los diferentes tipos de cerraduras y sus correspondientes mecanismos. Existía en el mercado una miríada de modelos muy distintos entre sí que además variaban dependiendo del país donde los fabricaran. A este vasto campo de estudio venía a añadirse el hecho de que los tipos de tecnología empleados eran tan dispares como avanzados. Mamoru empezó a tratar con dispositivos de combinación numérica así como con candados de bicicletas o cerraduras de automóviles. Después, Gramps le enseñó todo lo que sabía sobre cerraduras de tambor de pines, el tipo más común. Mamoru aprendió a abrir cerraduras con la ayuda de dos trozos de alambre e incluso se confeccionó su propia ganzúa. Fue iniciado a la impresión de llaves, a la duplicación de las mismas, materia en la que perfeccionó su destreza realizando centenares de copias. Llegó incluso a aprender la técnica de desarmar cerrojos con una llave distinta a la original. Un proceso que le recordó al de hacer entrar en razón a una persona muy tozuda. Y como colofón, aprendió a manipular una cerradura con combinación para extraer el código cifrado que la abría.

Ahora que lo pensaba, Mamoru se daba cuenta de que ni las cerraduras ni las llaves solían ser un hobby muy común entre niños, pero para él resultó ser una verdadera pasión. No tenía nada más en lo que ocupar su tiempo libre. Y lo que fue una afición nacida de la casualidad se convirtió en todo un rompecabezas al que iba a dedicar los diez años siguientes de su vida.

En el mes de octubre del año anterior, justo cuando las últimas hojas caían de los árboles, Gramps murió de un infarto. Mamoru sintió que el mundo se le caía encima.

Gramps le había regalado un juego nuevo de herramientas pocos días antes. El chico se preguntaba si, de algún modo, el anciano presintió que le había llegado su hora. Aquel día, le preguntó:

– ¿Sabes por qué te he enseñado a forzar cerraduras?

Mamoru estaba tan embelesado con su nuevo juego de herramientas que no prestó demasiada atención a la pregunta.

– Por mi insistencia, supongo.

– No. ¿Acaso no recuerdas lo que te dije la primera vez que te encomendé una tarea? Puedes hacer cualquier cosa siempre que te lo propongas. -Lanzó una profunda mirada al chico antes de proseguir-: Jamás me has hablado de tu padre.

– Pensaba que ya lo sabías todo -contestó el chico, confuso-. Todo el mundo está al tanto de lo que sucedió.

– Y todavía hay personas que te lo recuerdan, ¿verdad?

– Algunas. Pero no tantas como antes.

– La gente olvida. Todos acaban olvidando tarde o temprano.

– Yo también procuro olvidarlo.

– ¿Te has divertido aprendiendo los trucos del oficio?

– Sí.

– ¿Por qué?

Mamoru reflexionó unos segundos antes de responder.

– ¡Porque nadie más puede hacerlo!

Gramps asistió y tomó las manos del chico entre las suyas.

– ¿Alguna vez has contemplado la posibilidad de usar tus conocimientos para robar o hacer daño a alguien?

– ¡Nunca! -Mamoru estaba indignado-. ¿Crees que sería capaz?

– No, desde luego que no. Mira, hay muchas cosas que te he enseñado y que ya no sirven de nada. Los tiempos cambian, y cada día sacan nuevos tipos de cerraduras y llaves. Ya verás como dentro de poco, el oficio tal y como lo conocemos habrá desaparecido. -Mamoru tuvo la sensación de que el anciano estaba melancólico-. Pero eso no significa que con el tiempo olvides todo lo que has aprendido. No eres como los demás. Tú eres especial. Puedes ver cosas que otros prefieren no ver. Puedes adentrarte en lugares donde jamás se atreverían a entrar los demás. Pero tú, sí. Puedes hacer cualquier cosa que te propongas.

Gramps miró a Mamoru a los ojos.

– Podrías haber hecho lo que te viniese en gana con todo lo que has aprendido y, sin embargo, no lo has hecho. Jamás se te ha pasado por la cabeza. Creo en ti y por esa razón te he enseñado todo lo que sé. Las llaves, Mamoru, protegen todo aquello que uno considera valioso. Tu padre -continuó con tono triste-, no poseía la destreza de abrir cerraduras, ni tampoco tenía en su poder una llave maestra. No obstante, hizo lo que no debería haber hecho. Robó dinero. Alguien le entregó la llave de una caja que protegía algo importante. Depositó su confianza en él, y tu padre lo traicionó. Abrió esa cerradura cuando no debería haberlo hecho jamás.

»Tendrás que sufrir las consecuencias de lo que tu padre hizo hasta que te conviertas en adulto. No será fácil. Pero no es eso lo que me preocupa. Tu padre no era malo, sino débil. Y todos llevamos dentro esa debilidad. Tú también. Y cuando te des cuenta de que está ahí, entenderás lo que él hizo. Lo que me inquieta es que los demás presupongan que tú seguirás sus pasos.

Mamoru miró a Gramps a la cara. No pudo ni quiso interrumpir el monólogo del anciano.

– Mi experiencia me dice que existen dos tipos de personas: aquellos que no hacen lo que no quieren aunque se les presente la oportunidad y aquellos que no se rinden hasta que consiguen lo que quieren. Ignoro por cuál de los dos apostaría. Lo que sí te puedo asegurar es que cuando inventas excusas para justificar lo que has hecho o no, estás cometiendo un grave error.

»Mamoru, jamás utilices a tu padre como excusa. Ni se te ocurra. Algún día entenderás de donde viene la debilidad de tu padre y lo triste de sus acciones.

Gramps volvió a tomar a Mamoru de la mano, en esta ocasión, del mismo modo que lo había hecho la primera vez que le enseñó a empuñar las herramientas. Tenía las manos secas y lisas, y sorprendentemente fuertes.

«¿Cuál he de utilizar?». Esa fue la primera pregunta que Mamoru se planteó frente al apartamento de Yoko Sugano. No necesitaba más luz que la fluorescente que manaba de la lámpara del rellano. De todos modos, no había cerradura cuyo interior se pudiese conocer a simple vista.

No obstante, a Mamoru le bastó un solo vistazo para determinar la mala calidad de la cerradura que tenía enfrente. Miró a la izquierda, a la derecha: las puertas de los pisos vecinos llevaban el mismo modelo. Se trataba del mismo cerrojo endeble e incluso menos efectivo que el que se utilizaba para equipar las puertas de las viviendas sociales. El pestillo era la única pieza que se salvaba del conjunto. Aun así, Mamoru sabía que tanto la puerta como el cerrojo tenían sus años. Bastaría con pasar una tarjeta de crédito por la ranura y un buen empujón para abrirla. No era, ni por asomo, el tipo de material que elegiría una joven para sentirse segura en su propia casa. Las cerraduras decían mucho sobre las intenciones del propietario de un inmueble. Mamoru reparó en que la cerradura solo estaba ensamblada con dos remaches pese a que hubiese agujeros para tres.

Las cerraduras de cilindro hacían funcionar el mecanismo de pasador mediante una combinación de pines de distintas dimensiones. Al introducirse la llave correcta en la hendidura cilíndrica, los pines se veían propulsados hacia arriba y, una vez alineados, era posible hacer rotar el tambor que abría la cerradura. Mamoru no había traído consigo el llavero en el que guardaba todas sus llaves, y el corazón le dio un vuelco al darse cuenta de lo mucho que lo necesitaba ahora.

No le quedaba otra que duplicar una. Quizá necesitara regresar y, de ser así, ya no tendría que manipular la cerradura una segunda vez.

Mamoru se apoyó sobre una rodilla y sacó una caja de herramientas del tamaño de un estuche de lápices. La abrió y extrajo una llave en bruto con una única muesca. Gramps le había enseñado a salpicar hollín sobre una llave sin duplicar antes de introducirla en la cerradura, pero Mamoru prefería utilizar la levadura con la que Maki hacía sus pasteles. Sería más fácil distinguir los puntos donde necesitaba hacer las muescas.

Cubrió la llave de polvo blanco y la introdujo con sumo tiento en la cerradura. El mayor problema que podía surgir en un momento como aquel eran los propios latidos de su corazón. Cuanto más nervioso se ponía, más riesgo corría que un mero temblor de manos frustrase todo el trabajo.

Sacó la llave y divisó una fina línea en el polvo. No todos podían distinguir ese detalle; tenías que saber lo que estabas buscando. La línea representaba la silueta de la cerradura. Mamoru sacó una lima, marcó esa línea y comenzó a esculpir la silueta. El éxito residía en tomarse el tiempo necesario, probar las veces que hiciera falta, y asegurarse de que el diseño era perfecto. Para el chico, la cerradura era como la dama que destacaba por sus principios. Hacía falta paciencia y tacto para desarmarla.

Al cuarto intento, Mamoru pudo sentir que las cinco muescas encajaban con la cerradura y, hecho esto, giró la llave muy lentamente. En cuanto lo hizo, oyó que el perno se movía. Le llevó veinte minutos en total.

Guardó la llave en el bolsillo, y sopló con suavidad en el interior de la cerradura. Estaba seguro de que nadie se molestaría en comprobar nada, pero quería borrar cualquier rastro que apuntara al uso de levadura. Entonces, se puso en pie y abrió la puerta.


* * *

Cuando Mamoru penetró en el apartamento, se encontró con un tipo de oscuridad muy distinta. Podía distinguir una fragancia dulzona pero muy tenue. La fallecida había dejado tras ella un olor a perfume. Mamoru se quedó inmóvil y sacó una diminuta pero potente linterna que arrojaba un fino haz de luz, un chisme que había comprado en Akihabara [5]. La encendió y la ajustó hasta la máxima potencia para poder orientarse con facilidad. El apartamento estaba dotado de un minúsculo recibidor, con apenas el espacio suficiente como para que un invitado pudiese quitarse los zapatos. A la derecha, quedaba un zapatero sobre el que descansaba un jarrón vacío. Tras este, en la pared, colgaba una copia de un cuadro de Marie Laurencin.

A Mamoru le crispaba los nervios esa chica de cara pálida que le devolvía la mirada desde el marco. Su prima también era admiradora de la pintora y tenía varios libros biográficos en su colección. La estética era de inspiración romántica, pero no del tipo que uno admiraría en lugares oscuros. Mamoru estaba seguro de que jamás llegaría a apreciar su obra.

En cuanto la linterna barrió el espacio que quedaba justo ante él, se vio invadido por una sensación de júbilo. Su pie derecho rozaba un paragüero metálico. Suerte que Mamoru permaneció inmóvil, de lo contrario, habría tropezado contra el objeto y, probablemente, despertado a los vecinos de rellano. Lo rodeó con sumo cuidado y se adentró en la siguiente habitación.

Se trataba de una cocina concebida a idéntica escala que el recibidor. Dos tazas y platillos, secos desde hacía mucho, todavía esperaban ser recogidos en el escurridero emplazado junto al fregadero. Una mesa blanca y dos sillas; una lámpara de techo de un tono rojizo que colgaba lo suficientemente baja como para darse un buen golpe en la cabeza. Un horno asomaba sobre un frigorífico pequeño, ambos de color blanco, al igual que el armario que quedaba al lado. Más allá, se levantaba otra puerta marcada por una pegatina que decía: «Baño».

Mamoru la abrió y entró. Una vez comprobó el espacio para asegurarse de que no hubiese ninguna ventana que delatara su presencia, encendió la luz que, fluorescente, resplandeció a regañadientes.

Estaba claro que Yoko Sugano era muy ordenada y que le gustaba el blanco y el rosa. Los artículos de tocador y las zapatillas de casa eran de color rosa pastel y quedaban bien colocados en el diminuto cuarto de color hueso. Un único pelo largo colgaba del borde de la bañera. Mamoru supuso que pertenecía a Yoko y que, por lo tanto, la chica debió de tener una increíble melena.

Fue entonces cuando recayó en que ignoraba por completo qué aspecto tenía la joven, cómo llevaba el pelo, o si era alta o baja. No había asistido al funeral y los periódicos no publicaron ninguna fotografía suya. Estaba casi seguro de que su tío tampoco había podido contemplar su físico en la décima de segundo que precedió el accidente.

Aquel pensamiento amenazaba con derrumbar su valentía de un manotazo, como si de un castillo de naipes se tratase. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? Se arrastró fuera del cuarto de baño, dejó la puerta entreabierta y la luz encendida: nadie podría vislumbrar la luz desde la calle, y aquello iba a facilitar la inspección del resto del apartamento. Había una puerta más al otro lado de la cocina, y ahí terminaba todo. La habitación a la que conducía dicha puerta medía unos cuatro metros cuadrados, superficie cubierta por un suelo de parqué. Estaba sobriamente amueblada con una cama sencilla y una cómoda bajita. Junto a la ventana, quedaban dispuestas una silla y una mesa de escritorio. La alfombra que ocupaba el centro del cuarto hacía juego con el armario portátil de plástico que, con toda probabilidad, habría comprado en una de esas cadenas de muebles y artículos de decoración donde se adquirían trastos que uno mismo debía montar en casa. La cremallera que lo abría estaba medio bajada.

Mamoru supuso que la madre de Yoko había hurgado en sus cosas en busca de algo con lo que vestirla para el velatorio. Al acercarse, percibió una agradable fragancia.

¿Por dónde empezar? Se había planteado la misma pregunta de antemano y, pese a que su plan inicial era dar con un diario, se dispuso a buscar un álbum de fotos. Sentía la obligación de conocer el aspecto de Yoko antes de seguir inmiscuyéndose en su vida. Localizó un álbum en la balda inferior de una estantería. Estaba cargado de fotografías, principalmente de mujeres. En una serie que parecía conmemorar algún antiguo viaje, figuraba un grupo de chicas vestidas con ropa de excursión. Posaban para el fotógrafo, con el índice y dedo corazón alzados a modo de signo de la paz, y con unas cataratas de telón de fondo. Determinó que Yoko Sugano debía de ser la chica pálida y alta con el pelo largo y liso cuyo rostro aparecía una y otra vez a lo largo del álbum. En algunas fotografías, asomaba junto con otra chica, ambas ataviadas con quimonos, que se le parecía bastante. Supuso que se trataba de su hermana pequeña. Probablemente las instantáneas fueran tomadas durante las últimas fiestas de Año Nuevo, cuando Yoko regresó a casa.

Decidió poner el álbum en su sitio, pero una tarjeta cayó de un bolsillo integrado en la contracubierta. Era un viejo carné de estudiante de una academia. Aquella fue la prueba definitiva de que Mamoru había acertado a la hora de poner cara a Yoko. Le pareció una chica preciosa. No de esas que, al cruzarse con ellas en la calle, uno sentía el impulso de acercarse y preguntar lo primero que se le pasara por la cabeza… Al contrario, era más bien una mujer de una belleza tan imponente que cortaría de raíz las iniciativas de cualquier galán. Parecía una de esas azafatas que trabajaban en ferias y congresos.

«Encantado de conocerte. Siento mucho que sea en estas circunstancias mientras me entrometo en tu vida», se lamentó el chico.

Ahora que Mamoru reparaba de nuevo en la estantería, se percató de que estaba llena a rebosar. Algunas novelas románticas y de misterio, aunque gran parte de la colección la acaparaban volúmenes relacionados con el aprendizaje de idiomas: varios diccionarios, que permitían suponer que Yoko estudió inglés y francés; manuales de introducción a la interpretación; ejemplares destinados a la preparación de exámenes específicos y a la formación en el extranjero.

Sin embargo, ningún diario a la vista. Era posible que Yoko nunca hubiera tenido uno. Tampoco encontró ni agendas ni libretas de direcciones. ¿Las llevaría consigo en el bolso el día del accidente?

¿Y las cartas?

Mamoru avistó el tablón que colgaba sobre la cabecera de la cama y una especie de sobre destinado a archivar la correspondencia. No contenía muchas cartas. «Hoy en día, todo el mundo se comunica por teléfono», pensó, incapaz de recordar la última vez que él mismo había escrito una carta.

Entre los pocos papeles guardados, encontró la tarjeta de un salón de belleza y una postal enviada por una amiga que le escribía desde el extranjero. «¿Qué tal te va? Me lo estoy pasando genial…». En este sobre donde se almacenaba el correo recibido, no se conservaba más que una carta firmada por Yukiko Sugano. Había unos cuantos pétalos de rosa esparcidos por el papel y la caligrafía era redonda, de una mujer joven. El sucinto mensaje informaba de que todos estaban bien, que Yukiko tenía un nuevo trabajo y que si Yoko la visitaba durante las vacaciones de septiembre, podría conocer al bebé de Ayako. Las últimas líneas denotaban cierta preocupación por Yoko. No la había encontrado muy bien cuando hablaron por teléfono. ¿Tenía algún problema? Mamoru sintió que se le cerraba la boca del estómago.

Había apostado que averiguaría algo yendo a casa de Yoko. No tenía que haber prestado atención a esa llamada telefónica. ¿Acaso imaginaba que la chica tenía algo que ocultar?

«¿Qué pensarían si dieran con mis herramientas para forzar cerraduras en mi habitación?», se preguntó. Tal vez lo confundiesen con un criminal. Y entonces, se hallaría en un buen brete.

Dejó escapar un suspiro, se sentó en el suelo y volvió a echar un vistazo a su alrededor. Hizo una comparación mental con la habitación de su prima Maki: desde esa perspectiva, la humildad del cuarto en el que se encontraba se hizo patente a la vez que conmovedora. La televisión y la radio eran vetustas, pertenecían a una época que había pasado a la historia hacía mucho. Probablemente las hubiese comprado de segunda mano. El escueto equipamiento audiovisual estaba desprovisto de grabadora de vídeo. La pantalla de la lámpara era poco elegante y algo anticuada, y las cortinas no podían ser de un género más económico.

Era un edificio decrépito. Mamoru encontró dos agujeros en la pared por donde se filtraba el agua. Los grifos de la cocina y del cuarto de baño estaban anticuados, y el suelo cubierto de arañazos. Se preguntó cuánto pagaría de alquiler por ese cuchitril. Imaginaba que Yoko recibía dinero de sus padres y salía adelante con lo que ganaba en un hipotético empleo a media jornada. No, la vida no era de color de rosa. Las estudiantes que podían permitirse una vida de lujos y ropa de diseño eran más bien la excepción que confirmaba la regla.

«¿Qué hay del dinero?»

A Mamoru no le agradó la idea de fisgonear hasta tal extremo en la vida privada de la chica, pero hizo de tripas corazón y reflexionó sobre el asunto. ¿Cuál podía ser la situación económica de Yoko?

Supuso que su única oportunidad de averiguar algo era estando allí, de modo que empezó a rebuscar en los cajones. En el segundo cajón del escritorio encontró un montón de facturas, una hoja en la que se detallaban los gastos de la casa y dos cartillas. Una de ellas había sido cancelada, por lo que examinó detenidamente la que parecía más nueva. Estaba claro que el nivel de vida de Yoko se caracterizaba por su austeridad. Acababa los meses con un saldo disponible que rozaba el 0, unos cientos de yenes de excedente como mucho. Una vez al mes, efectuaba un depósito de unos 80.000 yenes que, con total seguridad, le mandaban sus padres. Pocos días después, solía registrarse una transferencia en concepto de salario. El pasado mes ganó 103.541 yenes. Mamoru se remontó a fechas anteriores. Las cifras coincidían en septiembre, agosto, julio… No obstante, en el pasado mes de abril, la cartilla reflejaba una curiosa operación.

Había conseguido reunir en su cuenta mucho más dinero. Yoko había realizado un importante ingreso.

Resaltaban cantidades que oscilaban entre los 250.000 y los 600.000 yenes, e ingresos en efectivo en los que no se especificaba concepto alguno. No había nada anormal en cuanto a los pagos regulares que realizaba. En cambio, cada vez que el saldo rondaba los 500.000 yenes, se retiraba gran parte del dinero. Mamoru siguió hojeando la cartilla hasta alcanzar una página en la que se detallaba una relación anual de ingresos y reintegros. Había realizado un total de siete depósitos de 500.000 yenes cada uno. Una suma equivalente había sido retirada en abril, con lo cual, aún le quedarían unos tres millones de yenes ahorrados.

Mamoru volvió a echar un vistazo a su alrededor. ¿Cómo podía esa chica poseer un saldo millonario en su cuenta bancaria y llevar un estilo de vida tan sobrio? Hojeó la vieja cartilla y descubrió que la serie de depósitos colosales se inició en febrero del año anterior. Durante los quince meses siguientes, es decir, hasta abril de aquel año, Yoko Sugano había ahorrado hasta el último yen para acumular una suma astronómica de dinero.

¿Por qué ahorrar tantísimo dinero? ¿A qué se dedicaba para generar cantidades tan ingentes?

A continuación, el chico abrió la libreta en la que se detallaban los gastos domésticos. Todo quedaba debidamente plasmado y clasificado por meses. Destacaba una entrada el día doce de abril destinada a «los costes de la mudanza» y «fianza». Ahí había ido a parar el dinero del primer depósito de 500.000 yenes. Solo hacía seis meses que se había mudado a aquel apartamento.

Durante quince meses, ganó importantes sumas de dinero, y la fecha de la mudanza coincidía con el momento en el que los ingresos cesaban. Aquel dato paralizó todos sus pensamientos, cual aguja de un tocadiscos sobre un vinilo rayado.

«Gracias por asesinarla. Se lo estaba buscando.»

Pero ¿qué había hecho?

Mamoru colocó en su sitio las cartillas, se cruzó de brazos, y reflexionó sobre el nuevo hallazgo. Mientras contemplaba la idea de buscar algún dato más, reparó en la tenue luz rojiza que resplandecía en la oscura habitación.

Era el contestador automático. El diodo encendido apuntaba a la existencia de mensajes. Mamoru hurgó en el teléfono hasta dar con la diminuta cinta que se escondía en el interior del aparato.

Quizás hubiese algo ahí.

Encendió la linterna, rebobinó la cinta y empezó a escucharla desde el principio.

«Soy Morimoto. Me voy de viaje, así que no iré mañana a clase. Ya me contarás qué nota has sacado cuando regrese. Y no te apures, te traeré algo.»

Se oyó un tono agudo y, a continuación, una nueva voz.

«Hola, soy Yukiko. Llamaré más tarde. ¿Por qué no consigo localizarte nunca?».

La siguiente voz era de un hombre.

«Soy Sakamoto, del Instituto Hashida. Gracias por acudir el otro día a la entrevista. Me alegra anunciarle que ha superado con éxito el proceso de selección. Si es posible, nos gustaría empezar la semana que viene. Por favor, llámeme en cuanto oiga este mensaje.»

A continuación sonó otra voz de hombre, algo más animada esta vez.

«Así que has cambiado de número de teléfono sin avisar.» Esa voz afónica… Era la del siniestro hombre que había llamado a casa de Mamoru… El mismo que dijo: «Gracias por asesinarla. Se lo estaba buscando». Mamoru escuchó con atención.

«Me ha llevado algún tiempo, aunque tampoco me ha costado demasiado hacerme con tu nuevo número de teléfono y tu dirección. ¿Qué se le va a hacer? Quería comunicarte que he encontrado otro ejemplar de la revista Canal de Información en una librería de segunda mano. Me das pena, de verdad que sí, pero no puedes escapar. ¡Hasta pronto!».

Y ahí acababa la cinta.

Pertenecía a ese hombre, de eso no cabía duda. Una voz que Mamoru no podía quitarse de la cabeza… El mismo hombre que llamó a su casa contactó también con Yoko Sugano.

¿Cuándo la llamó? ¿Cuánto tiempo pasó antes de su muerte?

«No puedes escapar.»

La chica no solo se mudó, sino que también cambió su número de teléfono. ¿Qué sería ese Canal de Información? ¿Tendría algo que ver con todo el dinero que había ganado?

Las preguntas acribillaban su mente sin darle tregua.

Decidió que ya tenía suficiente por el momento. Por fin contaba con unas cuantas pistas por dónde empezar a investigar. Las palabras del desconocido debían de encerrar algún tipo de significado.

Mamoru se marchó del apartamento y se encaminó hacia la intersección donde había tenido lugar el accidente. Se quedó allí durante un rato y, a continuación, se arrodilló para atarse los cordones de las zapatillas. Cuando se puso en pie, reparó en un coche de color gris plata que cruzaba lentamente la intersección para detenerse al otro lado, junto a la zona de recreo. La puerta se abrió y el conductor se apeó. A Mamoru le picó la curiosidad, de modo que se escabulló hacia un lado de la carretera y observó con atención.

Se trataba de un hombre trajeado, alto y de hombros anchos. Aunque estuviera de espaldas, Mamoru pudo advertir que no era joven. El humo de color púrpura que se escapaba de su cigarrillo ascendía en espiral. ¿Qué estaría haciendo allí a aquellas horas de la noche?

Como imitando los movimientos que Mamoru había ejecutado antes, el hombre se quedó inmóvil en medio del silencioso cruce, sin apartar la vista del semáforo. De repente, se volvió hacia donde acechaba Mamoru que se apresuró a agazaparse en la oscuridad. Pudo distinguir el mentón cuadrado del desconocido, un pelo bien peinado y unos aladares de color grisáceo.

Al cabo de cinco minutos, el hombre se montó en su coche y desapareció. Mamoru echó a correr en dirección a casa. El olor a tabaco pendía aún del aire cuando cruzó la intersección.


* * *

– ¿Canal de Información?

Mamoru comenzó su jornada laboral del domingo clasificando las revistas que habían agotado sus tres semanas en depósito en la sección y debían ser devueltas a los editores. La Sección de Libros estaba abarrotada de clientes, y el ambiente era tan estridente como bullicioso. Mamoru y Sato estaban muy atareados.

Sato frunció el ceño al escuchar un nombre desconocido para él.

– No me suena nada. ¿Estás seguro de que es el nombre de una revista?

– Sí, estaba catalogada como «ejemplar de», así que debe de tratarse de una revista o de un libro. Estaba seguro de que tú lo sabrías.

La voz del contestador automático había mencionado «otro ejemplar» de Canal de Información encontrado «en una librería de segunda mano».

– Me parece un título demasiado raro como para que corresponda a un libro. -Sato parecía estar disfrutando con el acertijo.

– Y probablemente no tendría mucho gancho comercial -añadió Mamoru.

– Seguro que quedó descatalogado tras unos cuantos meses. Pero conozco los nombres de todas las revistas que han durado al menos un año. ¿Tienes ese ejemplar?

– No, nada más que la referencia. Es posible que saliese a la venta durante el pasado año.

– Nada nos impide hacer una consulta, aunque puede que no figure en ninguna base de datos. Tal vez sea algún tipo de publicación clandestina y, de ser así, no nos llevará a ningún sitio sin el típico subtítulo extraño que complementará la referencia.

«¿Una publicación clandestina?» ¿Por qué no se le había ocurrido tal cosa? Yoko Sugano era una chica hermosa, tal vez, modelo. Y todo ese dinero en su cartilla de ahorros… ¡Jamás habría podido ganar semejantes sumas con un empleo a media jornada cualquiera!

Mientras Sato y él sacaban las revistas anticuadas de sus envoltorios, el primero suspiró.

– Todas estas chicas tan preciosas acaban en revistas como estas. Cuesta no compadecerse de ellas. ¡Pero mira cuántos títulos hay! ¡Es como buscar una aguja en un pajar!

– Sí, supongo que tienes razón.

– ¡Hola, chavales! ¿Trabajando duro? -Makino, el guarda encargado de la seguridad en la Sección de Libros, deambulaba por la escalera de servicio. Aquel día, presumía de traje y corbata. Su forma de vestir le resultaba encomiable a Mamoru, no por lo que llevaba sino por cómo lo llevaba. Fuera cual fuese el atuendo, todo le quedaba como un guante. Cuando elegía un traje de corte británico, parecía un auténtico ejecutivo, de ésos que disponían de un vestidor enorme y se jactaban de una impresionante colección de ropa. Si se decantaba por una chaqueta fina y unos vaqueros desgastados de cuyos bolsillos asomaban sus apuestas, pasaba perfectamente por un corredor de apuestas de pacotilla de camino a casa tras una carrera.

– Estad alerta. A vuestros fieles clientes se les echan encima los exámenes finales y están muy inquietos.

– Eh, que yo también encajo con ese perfil -intervino Mamoru.

– Pues a apechugar, colega -farfulló Sato, pero Makino no estaba dispuesto a dejar que se saliese con la suya.

– ¿Y lo dice un tipo que ha tardado ocho años en acabar una carrera y aún no tiene un trabajo decente?

– ¿Cómo que no? Esto es un trabajo.

– Pues a eso me refería. ¿Piensas trabajar toda la vida a media jornada en una librería? Jamás cotizarás lo suficiente como para cobrar una pensión en condiciones cuando te jubiles y andes todo el día amargando la vida a tu mujer -resopló Makino-. Ya sabes lo que dicen de la gente que lee demasiado, ¿verdad? Si es mujer, que acaba siendo una solterona, y si es hombre, un eunuco.

– Venga ya, estás chapado a la antigua -rió Mamoru.

En ese preciso instante, Sato dio un brinco.

– ¡Mamoru! Creo que acabo de dar con la persona que resolverá el enigma de Canal de Información.

– ¿En quién estas pensando?

– Pues, en Madame Anzai, por supuesto. Ella nos lo dirá… Si es que no ha roto ya con ese novio suyo, claro.

– ¿Si no ha roto, dices? Qué manera tan suave de ponerlo -bromeó Makino.

Masako Anzai era toda una institución en la Sección de Libros. La veterana llevaba incluso más años trabajando allí que Sato. Era carismática e imponente, de ahí que se hubiese ganado el mote de Madame. Lo cierto era que no le haría ninguna gracia enterarse de que Sato había pensado en ella por una referencia a mujeres a las que se les pasa el arroz.

– Por ese Sato no muevo ni un dedo, pero si se trata de Kusaka… -Esa fue su respuesta cuando le preguntaron acerca de la misteriosa publicación.

– ¿Te suena de algo?

– Dame unas horas y estoy segura de que averiguaré algo. Pero ya sabes que no es fácil localizarlo. -Se refería a uno de sus novios que además de escritor, coleccionaba revistas-. Le gustaría abrir una hemeroteca en un futuro y la verdad es que ya ha creado una base de datos que no tendría nada que envidiar al servicio de documentación de cualquier periódico…

Mientras continuaba seleccionando las revistas, Mamoru se preguntó cuál sería el fruto de aquella búsqueda. ¿Qué tendría ese Canal de Información para causar tantas desgracias a Yoko Sugano? Si efectivamente se trataba de una publicación clandestina, ¿podría haberla utilizado alguien para hacerle chantaje?

No era más que una joven estudiante. Quizás se hubiese visto arrastrada, sin darse apenas cuenta, a una situación desafortunada, tal vez engatusada por alguien con un pico de oro que le prometiera montones de dinero. Al menos, ese era el tipo de historias de las que se hacían eco en programas de televisión y revistas.

Puede que el acosador la interceptara aquella fatídica noche en el cruce. Era posible que hubiese intentado escapar al verse perseguida.

O -una nueva idea le asaltó- puede que cometiera suicidio, que se tirase bajo las ruedas de un coche porque ya no era capaz de aguantar más. Cabía imaginar que esas quejumbrosas palabras que precedieron su muerte «¡Es horrible, horrible! ¿Cómo ha podido?» no fueran más que un lamento.

Mientras esperaba a que el novio de Madame se manifestase, Mamoru tuvo la oportunidad de presenciar cómo Makino, que tenía mucho olfato para eso, pillaba in fraganti a unos cuantos ladrones.

En una de esas ocasiones, dos colegialas intentaban ocultar un libro de fotografías de una conocida banda de rock bajo un jersey holgado. Makino les dio un golpecito en el hombro en el instante en el que pusieron el pie en la escalera mecánica que conducía hasta la planta superior. Las chicas se quedaron de hielo frente a la gigantesca pantalla que, en ese momento, mostraba imágenes de las aguas gélidas de un lago canadiense.

– ¡Vaya par de idiotas! -apuntó Madame desde la caja registradora mientras observaba cómo se llevaban a las chicas a la oficina-. Van a echarlas del instituto.

Ninguna de las culpables mostraba la menor señal de inquietud.

– ¿Crees que serán muy duros con ellas? Ese tipo de chicas no actúa como si hubiese cometido un delito.

– No, tienes razón. Y la policía tampoco se lo toma muy en serio, pero los centros escolares sí que toman medidas. -Las chicas llevaban los uniformes del mejor instituto privado de todo Tokio-. Makino dice que si se trata de un centro cuya política es estricta, contactan con los padres en el momento en el que se comete la menor infracción, y los obligan a esperar en el pasillo junto a sus hijas hasta que un claustro de profesores decide qué tipo de castigo infligirles. Y esas reuniones a puerta cerrada pueden durar horas. Casi me parece castigo suficiente.

– ¿Y entonces las expulsan?

– Eso he oído.

– ¿Tan duros son con un par de chiquillas que solo responden a un impulso? -Mamoru empezaba a apiadarse de aquellas chicas.

– Hum, impulso… -Madame se ajustó las gafas que habían acabado deslizándose por el puente de la nariz. Ladeó la cabeza y prosiguió-: Llámame anticuada si quieres y es posible que, al fin y al cabo, no se trate más que de un conflicto generacional, pero yo creo que el término «impulso» se ha quedado obsoleto. Los chicos de hoy en día roban con toda la intención; no hay nada impulsivo en ello. Creen que pueden disculparse y alegar que se han dejado llevar por una tentación momentánea. Pero eso no soluciona las pérdidas de hasta 4.5 millones de yenes que se producen cada año.

– ¿Tanto se pierde en hurtos de este tipo? -Mamoru sabía que existía un montón de rateros, pero no tenía ni idea de a cuánto podían ascender las pérdidas.

Madame Anzai asintió.

– Facturamos 20 millones de yenes al mes por un espacio de 300 metros cuadrados lo cual, dicho sea de paso, no es un resultado muy alentador.

– ¿20 millones de yenes no es lo suficientemente alentador? -Mamoru no daba crédito.

– Bueno, desde que Takano está al mando, el volumen de negocio ha conocido un leve incremento. Aun así, la empresa ha de pagar a los empleados y demás costes ¿no? Al final, el beneficio actual solo asciende a 4.4 millones mensuales. Eso significa que si los hurtos nos cuestan 4.5 millones al año, tenemos que trabajar un mes entero para cubrirlo.

»Y ocurre lo mismo en otros departamentos. Es incluso peor en la Sección de Audio. En definitiva, con este tipo de bromas pesadas, de impulsos como tú los llamas, cualquier tienda que sea más pequeña que la nuestra puede irse a pique.

De modo que todo aquel conjunto de pequeños hurtos sumaba semejante cantidad.

– Me he enterado de que algunos de los chicos incluso se reúnen para comerciar con los artículos que nos roban. ¡Están vendiendo artículos robados!

Makino regresó en el momento en que Madame ponía punto y final a su discurso.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– Le rogaron a Takano que no llamase al centro. Sus padres ya están de camino, así que supongo que les echarán un buen sermón y se irán a casa. -Makino parecía decepcionado-. Estoy seguro de que no es la primera vez que lo hacen, solo que en esta ocasión han sido más lentas y he podido pillarlas con las manos en la masa. Apuesto a que ya lo han hecho delante de mis narices sin que yo me diese cuenta.

– ¡Este Takano es un blandengue con las chicas! -exclamó Madame en voz alta, para que todos la escuchasen.

El otro caso de robo era diametralmente opuesto al de las colegialas. Un joven que afirmaba ser miembro de un grupo de teatro del que nadie había oído hablar fue interceptado en posesión de una colección de obras de teatro y una revista especializada que ofrecía un extenso reportaje fotográfico sobre los entresijos del montaje. El total de ambos artículos ascendía a 12.000 yenes.

Este caso, sin embargo, no era tan concluyente como el anterior. Makino pilló al culpable antes de que abandonara la tienda aunque de camino a los ascensores. No hizo ningún intento por escapar, sino que alegó su intención de pagar, abrió la cartera y mostró que llevaba encima 30.000 yenes. Amenazó a Makino con demandar a la tienda por calumnias.

Mamoru observó con ansiedad la escena desde detrás de la estantería de publicaciones recientes. Sabía que Laurel había recibido amenazas similares antes, y que incluso se habían puesto en marcha algunas acciones judiciales contra los grandes almacenes. También estaba al tanto de que la dirección había sancionado a ciertos empleados involucrados en esos incidentes.

En esta ocasión, no obstante, la suerte estuvo de parte de Makino, puesto que el sospechoso también llevaba dos videojuegos de la segunda planta. Llamaron a la policía y resultó que el ratero contaba con antecedentes: ¡tenía en su haber un total de ocho condenas!

– Ya le tenía echado el ojo. Sabía que tarde o temprano lo pillaría -explicó Makino-. Hoy ha sido demasiado descuidado. No suele operar de ese modo.

– ¡Han sido tus superpoderes sensoriales! -sonrió Mamoru.

Más tarde, cuando discutía el arresto con Sato, este le dijo:

– Makino está imparable esta semana. Ya ha desenmascarado a cuatro rateros. Quizá tenga algún tipo de sexto sentido.

Mamoru tuvo noticias de Madame Anzai durante la pausa del almuerzo. Entró con una libreta en la mano en el almacén donde el chico bebía una taza de café.

– Mi novio dice que por supuesto que existe una revista llamada Canal de Información.

– ¿En serio? -Mamoru se levantó de un salto, emocionado, derramando todo el café. Madame se apartó bruscamente para no mancharse.

– Vaya. ¿Tan importante es para ti?

– Sí que lo es.

– Aunque tiene un origen algo dudoso. El primer número salió a finales del año pasado, y solo le han seguido tres ejemplares más. Fue distribuida por los canales convencionales, pero la editorial, de la que nadie ha oído hablar por cierto, dejó de publicarla.

– ¿Qué tipo de revista era? ¿De qué editorial se trata?

– Mi novio dice que solo hay un registro. Los números están agotados, de modo que no lo sé. Lo que sí está claro es que no es el tipo de revista que pondrías en manos de un niño. Toma. -Le tendió la libreta-. Aquí está el nombre y la dirección de la editorial. Y esto de aquí es información sobre los editores. Pero dudo que consigas hablar con ellos.

Mamoru sostuvo la libreta como si fuese un billete para viajar alrededor del mundo.

– Estoy segura de que te encantaría ponerte con ello ahora mismo -añadió Madame, ceñuda-. Por desgracia, ya sabes la cantidad de trabajo que tenemos hoy Mamoru sabía que andaban faltos de personal. Las tardes de los fines de semana eran muy ajetreadas y una de las chicas ya se había marchado a casa con dolor de cabeza.

– Pero… -Madame había ocultado su mano izquierda detrás de la espalda. En cuanto la asomó, a Mamoru se le iluminó el rostro-. Aquí tienes tu permiso para marcharte antes. Takano me dijo que hiciese cualquier cosa que necesitases.

Mamoru se dirigió al vestuario. Su corazón rebosaba de agradecimiento hacia Madame Anzai, su novio y Takano.


* * *

Una mujer con tono animado respondió a la llamada.

– ¡Love Love, dígame!

Mamoru miró la libreta que Madame le había entregado. La caligrafía era nítida, así que no podía tratarse de un error: «Yoshiyuki Mizuno, editor».

– Perdone, creí que este era el teléfono de los Mizuno.

– Sí, es este.

– Busco a Yoshiyuki Mizuno.

– Es mi marido.

Mamoru dejó escapar un suspiro de alivio.

– Me gustaría hablar con él sobre una revista que solía publicar: Canal de Información.

– ¿Qué quieres saber? -repuso con tono de guasa la mujer tras un breve silencio.

– Me temo que no puedo explicárselo por teléfono. Me llamo Mamoru Kusaka. Soy estudiante… No quiero causar ninguna molestia.

– Bien, pues será mejor que te pases por aquí. Regentamos una cafetería llamada Love Love. ¿Conoces la dirección? Toma papel y lápiz.

No hubo necesidad de apuntar nada. La cafetería estaba situada en una ubicación excelente, frente a una estación de tren. La fachada era blanca y resaltaba por unas ventanas y toldos de estilo occidental. En su interior, las enormes aspas de un ventilador de techo giraban despacio.

El local estaba atestado de jóvenes clientes. Sonaba música de fondo. Mamoru reparó en una gramola.

– ¡Anda! ¡Qué chico tan mono! -Una señora alta, delgada, de unos treinta y tantos años lo saludó. Llevaba un jersey holgado, vaqueros ajustados y sandalias de cuero. A simple vista, no llevaba maquillaje, pero Mamoru percibió la fragancia de su perfume. Su cabello negro le rozaba los hombros y a un lado asomaba un mechón de color castaño claro.

– Soy Akemi Mizuno, la mujer de Yoshiyuki. Eres Mamoru, ¿verdad? Si quieres saber algo sobre Canal de Información, estoy segura de que podré ayudarte. Fui yo quien la financió y perdió el dinero cuando el proyecto se fue al traste.

– ¿Está aquí el señor Mizuno?

Akemi se echó a reír.

– No tengo ni idea de dónde estará. Una vez que sale, es imposible saber cuándo regresa.

Akemi estaba detrás de la barra, y Mamoru tomó asiento frente a ella. Le puso una taza de café.

– ¿Y qué busca un jovencito tan bueno como tú en una revista tan obscena como esa? Sé que los chicos necesitáis divertiros de vez en cuando, pero hay un montón de revistas y vídeos que puedes conseguir con mucha más facilidad.

– ¿De modo que Canal de Información es una revista porno?

– Fue clasificada como tal pero, por lo visto, no era lo suficientemente obscena para triunfar en el mercado. Un buen planteamiento, pero nada que lo respaldase. Eso es lo que Yoshiyuki te dirá.

– ¿Le queda algún ejemplar?

La expresión de júbilo abandonó el rostro de Akemi.

– Ya veo que hablas en serio ¿Por qué no me lo cuentas todo? Tengo la sensación de que si no lo haces, me veré metida en un buen lío.


Mamoru se lo explicó todo. Al menos, todo lo que había tramado de camino a la cafetería. Le dijo que un amigo suyo había encontrado un ejemplar en una librería de segunda mano, y que este le habló de la fotografía de una chica que guardaba un pasmoso parecido con su hermana, desaparecida hacía mucho.

– ¿Y por qué no la compró tu amigo? Así podría habértela enseñado.

– No me afirmó con seguridad que se tratase de ella. Ten amigos para esto…

Akemi tomó su propia taza de café, luciendo una manicura perfecta. Se quedó absorta en sus cavilaciones.

– ¿Está segura de que no le queda ningún ejemplar? -insistió Mamoru-. Si pudiera hacerme con uno…

Akemi lo miró fijamente.

– Hace unos pocos meses, alguien vino pidiendo un ejemplar de la revista. Era mucho mayor pero, por lo visto, perseguía el mismo objetivo que tú. En su momento no le di importancia aunque sonaba tan serio como tú ahora. Nos quedaban algunos ejemplares, y los compró todos.

»Estoy convencida de que algún pariente suyo aparecía como modelo en uno de esos números. Una hija o una nieta, quizás. Quería comprarlas todas para detener su circulación. Yoshiyuki y yo tuvimos una pelea por ese motivo. Yo dije que no importaba lo mucho que le pagara a esas chicas, que lo que estaba mal, estaba mal.

– ¿Entonces no le queda ningún ejemplar? -Mamoru sintió que el alma se le caía a los pies.

– Tenemos un ejemplar de cada número. Yoshiyuki insistió en conservarlos. ¿Estás seguro de que quieres verlos? ¿No existe otro modo de encontrar a tu hermana? Si tu amigo tenía razón, va a ser un golpe muy duro para ti.

– No me importa. Por favor, muéstremelas.

Akemi condujo al chico hasta la trastienda, y entraron en una especie de oficina. La mesa estaba llena de archivos, y había un calendario en una de las paredes.

Akemi Mizuno era una mujer de negocios. Su marido parecía ser el tipo que, contando con la financiación que su esposa podía asegurarle, no dudaba en embarcarse en cualquier aventura que se le antojase.

– Aquí están. Interrumpimos la publicación después del cuarto número. -Akemi extendió las revistas sobre la mesa y dejó a Mamoru solo para que les echara un vistazo.

Canal de Información era el tipo de revista que alguien ojearía en una de esas tiendecitas abiertas de noche y, a poder ser, de espaldas a la cajera. Escrutó con mucha atención cada una de las páginas, antes de pasar al siguiente número. Se alegró de que nadie más pudiera ver lo que estaba haciendo.

Entonces, dio con lo que buscaba.

Cuando Mamoru regresó a la barra, Akemi estaba charlando con un cliente. Alguien acababa de introducir una moneda en la gramola, y sonaba una canción que le era familiar. Venía a decir algo así como: «todos llevamos una máscara tras la que escondernos, y que dejamos caer solo cuando nadie más puede contemplar nuestro verdadero rostro…»

– ¿Has encontrado lo que buscabas? -Akemi se volvió para mirarlo.

Mamoru asintió.

– ¿Sabe quién escribió este artículo?

Extendió el segundo número de Canal de Información. Había una fotografía en la que aparecían cuatro mujeres de cintura para arriba. Hablaban y reían. Todas eran hermosas. Sus pieles y cabellos resplandecían en la arenosa superficie del papel.

La segunda mujer empezando por la izquierda era Yoko Sugano; Mamoru la reconoció gracias a las fotografías que había hallado en su apartamento. Bajo la imagen, figuraba un titular destacado: «Sus servicios cuestan una fortuna y conocen todos los subterfugios para salirse con la suya. Las amantes de alquiler se desnudan para los lectores».

Y bajo el titular, destacaban las declaraciones de las entrevistadas. La primera rezaba así: «Somos prostitutas modernas: nos pagas para que nos enamoremos de ti».


* * *

La dirección que Akemi proporcionó a Mamoru quedaba a media hora de distancia, a las afueras de la ciudad. La estación de tren de la zona disponía de una única salida, y conducía hasta un pequeño barrio que nada tenía que ver con aquel en el que residían los Asano. El anticuado vecindario arraigado en la tradición tokiota se veía sustituido por una flamante urbanización donde las hileras de árboles custodiaban unas calles perfectamente pavimentadas.

Mamoru se detuvo en una inmobiliaria para preguntar. Un hombre de mediana edad, con un traje de punto, se sentaba tras un mostrador, leyendo el periódico. Con suma amabilidad, dibujó un mapa en el reverso de una vieja guía.

– Queda a diez minutos a pie -afirmó.

Mamoru llegó a una casa verde. Pese al diseño moderno, el deterioro quedaba patente en los bordes del tejado y los marcos de las ventanas, y la puerta se había salido de sus goznes y se derrengaba hacia la pared. En lugar de cortinas, unas maltrechas persianas venecianas entorpecían la vista. A juzgar por los cristales, las ventanas llevaban al menos un año sin limpiar.

Subió los tres escalones y se encontró frente a una puerta en la que una placa anunciaba: «Nobuhiko y Masami Hashimoto». Nobuhiko Hashimoto era el nombre que Akemi le había dado.

Mamoru pulsó el polvoriento timbre en el preciso instante en que alguien lo interpelaba.

– Está roto.

Se volvió sobre sí mismo y se encontró con un hombre que asomaba su incipiente barba por una de las ventanas.

– El electricista no viene a arreglarlo. ¿Puedes creerlo?

Ya había caído la tarde, pero el hombre entrecerraba los ojos molesto por la luz, como si acabara de levantarse.

– La puerta no está cerrada. Entra. Necesitas que te firme algo, ¿no? -Apenas hubo acabado su frase cuando su cabeza desapareció dentro.

Mamoru abrió la puerta y aguardó en el diminuto vestíbulo. El zapatero estaba irremediablemente dañado. Era como si, en un arrebato de ira, alguien hubiese lanzando un objeto contra el mueble. Quizá una de las botellas de licor amontonadas en el suelo. Daba la impresión de que se acababa de celebrar una fiesta.

– ¿Dónde estás? -preguntó el hombre.

– ¿Es usted Nobuhiko Hashimoto? -se aventuró Mamoru, que procuraba mantener la compostura.

– El mismo. ¿Dónde firmo?

– No soy un mensajero. He venido a hacerle algunas preguntas acerca de este artículo. -En cuanto Mamoru sacó la copia de Canal de Información, el hombre sufrió un tic en uno de los párpados-. Siento haber venido sin avisar, pero hay algo que necesito saber.

– ¿Quién te ha dado mi nombre?

Cuando Mamoru explicó que Akemi Mizuno lo enviaba, su interlocutor esbozó una mueca y le lanzó una mirada severa.

– ¿No eres demasiado joven para este tipo de cosas? -Y entonces estalló en lúgubres carcajadas.

– Me dijo que fue usted quien llevó a cabo esta entrevista.

Hashimoto cerró los ojos. Se llevó la mano a la sien.

– Escucha, tengo resaca. Algún día lo entenderás. La cabeza me va a estallar. Lo último que quiero hacer ahora mismo es hablar de trabajo.

– Solo escuche lo que he venido a decirle -imploró Mamoru-. No estoy aquí por una simple cuestión de curiosidad.

El hombre le miró de hito en hito con semblante suspicaz. Sus ojos se posaron brevemente en la revista antes de verse arrastrados hacia el chico.

– De acuerdo. Será mejor que entres.

La cocina, o lo que en su día tuvo que ser una, quedaba a la derecha del estrecho vestíbulo. Era más bien una cloaca: la encimera se veía engullida por pilas de platos sucios, salpicada de restos putrefactos de comida; el suelo también quedaba cubierto por un dédalo de botellas de licor vacías. Y para rematar el panorama, un enjambre de moscas estaba de patrulla. Mamoru se preguntó cuánto tiempo se tardaría en limpiar aquella habitación.

El hombre condujo a Mamoru hasta el salón que, en realidad, parecía una oficina patas arriba. El espacio quedaba acondicionado por una gran mesa sobre la cual se apilaban más botellas y un ordenador gris. Junto a esta, una mesita que sostenía una impresora. Una estantería corredera que se alzaba hasta el techo y revelaba toda una colección de libros. Había tantos volúmenes que a Mamoru le recordó la Sección de Libros en Laurel. El único título que tuvo tiempo de identificar fue Honrarás a tu padre, de Gay Tálese. El libro se había convertido en todo un supervenías el año anterior, y Mamoru ya había tenido la ocasión de leerlo, movido por la curiosidad de averiguar qué recomendaciones haría el autor a los que no tenían ningún padre al que honrar.

Toda la habitación estaba descuidada y cubierta de polvo. Lo único que parecía alardear no ya de impoluto pero sí de aceptable era el cristal de las botellas a las que aún les quedaba algo de líquido dentro.

Mamoru se sentó en el sofá dispuesto frente a la mesa. Regurgitaba relleno de los abundantes agujeros, y manchas indescifrables se esparcían aquí y allá cual islotes de un archipiélago. Mamoru decidió que no utilizaría el cuarto de baño bajo ningún concepto.

– Entonces, ¿a qué has venido exactamente? -Hashimoto tomó asiento frente a Mamoru y encendió un cigarrillo. Aparentaba unos treinta y tantos años, pero su semblante decía que había perdido todo propósito en la vida. Ni siquiera se pasó la mano por su pelo despeinado en un vano intento por estar presentable.

Mamoru tomó una decisión crucial: iba a contar toda la verdad. Empezó desde el principio. Se lo contó absolutamente todo, desde el extraño de las llamadas anónimas hasta las últimas palabras pronunciadas por una agonizante Yoko Sugano.

Hashimoto escuchó con atención, fumando un cigarrillo tras otro. Cuando no le quedaba más que la colilla, la utilizaba para encender otro, antes de arrojar el que ya no necesitaba a una lata vacía.

– Entiendo-dijo-. Así que Yoko Sugano ha muerto.

– Sí, salió en los periódicos. -Mamoru no pretendía ser grosero, pero su tono denotaba una crítica implícita. No entendía que alguien que se ganaba la vida escribiendo artículos no leyera la prensa.

Hashimoto le lanzó una mirada cargada de excusas.

– Sí, bueno, lo cierto es que ahora no leo mucho. No ocurre nada medianamente emocionante y lo que hasta ahora leía estaba tan mal redactado que acabé perdiendo el interés.

– Pero sabe quién es Yoko Sugano. La fotografía, la entrevista… ¿Verdad?

No proporcionaban los nombres de las protagonistas del reportaje, sino que las llamaban señorita A, señorita B y así sucesivamente.

Hashimoto desvió la mirada hacia la ventana, casi como si hubiese olvidado que Mamoru estaba allí.

– Sí, es ella. -Se volvió hacia su invitado y continuó con tono sosegado-: Yoko Sugano era parte de esa entrevista. Yo estuve allí hablando con ella. La recuerdo porque, aunque ganaba menos dinero que las demás, era la más bonita.

Mamoru se sintió tan aliviado que la cabeza le dio vueltas.

– Entonces, ¿también conocía a las demás?

– No, tuve que buscar mujeres dispuestas a hablar conmigo. Les pagué una buena cantidad, por supuesto. Cada una recibió 100.000 yenes por dos horas de entrevista, sin contar la cena y el taxi.

– ¿Por qué tanto dinero?

– Para que pudiese utilizar sus fotografías. -Hashimoto se echó a reír en cuanto reparó en la expresión de desconcierto de Mamoru-. No les conté nada de eso, está claro. Se supone que guardarían el anonimato. Les dije que tomaría fotografías pero no las publicaría. Estaban acostumbradas a ganar dinero sin hacer prácticamente nada, aunque deberían haber sabido que yo no haría semejante inversión sin esperar nada a cambio. -A Hashimoto se lo veía disfrutar-. Cuando el reportaje vio la luz, todas protestaron. Yoko Sugano también llamó.

– ¿Y qué le dijo?

– «¿Cómo has podido? ¡Me has arruinado la vida!». Cosas por el estilo. Y yo contesté: «No te preocupes, mujer. Tu círculo de amigos no encaja con el público objetivo de la revista y jamás se toparán con tu fotografía. Nadie lo sabrá nunca». Ella empezó a llorar. Era obvio que no tenía lo que debía tener para realizar un trabajo de semejantes características.

Mamoru sabía que Yoko estaba aterrada. Se mudó de casa y cambió de número de teléfono. Rememoró el mensaje en su contestador automático: «No puedes escapar».

– ¿Y las cuatro se conocían de antes de la entrevista?

– No creo. Supongo que se hicieron amigas después. A mí no me gustaría nada congeniar demasiado con alguien que conozca ese aspecto de mi vida.

Hashimoto se puso de pie con una idea en mente. Recogió una de las botellas esparcidas en el suelo y escarbó entre las pilas de papeles que se acumulaban en la mesa hasta dar con un vaso sucio que se ocultaba bajo unos cuantos volúmenes sobre economía.

– Eres menor, ¿verdad? Así que no puedo ofrecerte nada para beber.

Mamoru no hubiese tomado una copa de esa botella ni aún teniendo la mayoría de edad.

Hashimoto, por su parte, llenó el vaso y se desplomó de nuevo en el asiento, engullendo algo de líquido durante el proceso.

– ¡El rey de los whiskys! -exclamó, apuntando a la botella.

Mamoru se entretuvo planteándose que tal vez Hashimoto hubiese desperdiciado buena parte de su existencia como fiel vasallo de dicho coronado soberano. Y eso que con la nariz hundida en el vaso, olfateando el brebaje, no mostraba ni un ápice de remordimiento, sino más bien lo contrario. Al chico le palpitaba el corazón cada vez con más fuerza.

– ¿Acaso tienes idea de lo que hacían esas mujeres? ¿De lo que significa «amantes de alquiler»?

Mamoru asintió. Durante el trayecto, sentado en el compartimiento del tren, había leído el reportaje con extrema discreción y estaba bastante seguro de saber lo que implicaba ese concepto.

– Para que lo sepas, lo único que yo añadí fueron esas «citas» a pie de foto. Eso sí que fue invención mía. Fue un error por mi parte que no hace justicia al gremio de la prostitución. Las verdaderas prostitutas sí que ofrecen a sus clientes algo a cambio de dinero.

Una solitaria mosca cruzó zumbando la habitación. Hashimoto intentó alejarla de un manotazo. Señaló al chico con el vaso.

– Vale. A ver si lo entiendes así. Imagina que trabajas en una empresa de informática, que eres camionero o profesor de instituto. Lo que sea. El caso es que siempre andas ocupado, con muchísimo curro y trabajando en turnos diferentes. Pasas días enteros sin ver a una mujer. Y un día, recibes una llamada de una.

Hashimoto se llevó un auricular imaginario a la oreja e imitó el sonido de un teléfono.

– ¿Mamoru Kusaka? Un amigo en común me ha dado tu teléfono. ¿Crees que podríamos vernos? Sé que no es muy correcto que las chicas llamen a los chicos, pero tu amigo dice que eres un trozo de pan. Y ya que no tienes novia, ¿por qué no lo intentamos tú y yo?

Hashimoto habló con un tono absurdamente agudo y sin dejar de parpadear. De no encontrarse en tales circunstancias, Mamoru hubiese estallado en carcajadas.

– Al principio, albergarías tus dudas y preguntarías quién le ha proporcionado tu número de teléfono. Ella se echaría a reír y alegaría que ha prometido guardar el secreto. Entonces, volvería a llamarte, una y otra vez. Y tú, cansado, solo y harto de cenar comida fría, accedes a conocerla. ¿Qué hay de malo en ello? Tienes algo de tiempo libre y una chica dispuesta a pasarlo contigo.

Mamoru asintió, sin apartar la vista de la cara de Hashimoto. El había recibido una llamada similar de una chica con voz alegre que empezó haciéndole preguntas para algún tipo de encuesta.

– Resulta que la chica que acude a la cita es una belleza -prosiguió Hashimoto-. Antes de que te des cuenta, estáis charlando como si os conocieseis de toda la vida. Ella no deja de sonreír y, encima, es una chica muy lista. Está encantada de conocer a alguien como tú, y eso también te hace feliz. Empezáis a veros con regularidad. Primero, vais al cine, a dar un paseo… O quizás un día decides comprar algo para almorzar y llevarla a algún sitio. Tú, por supuesto, corres con todos los gastos porque ella es una señorita. Empieza a gustarte. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Es guapa, inteligente y actúa como si estuviese locamente enamorada de ti.

»Un día aparece en una de vuestras citas con dos entradas y te invita a acompañarla. Se trata de un desfile en el que exhibirán abrigos de piel o quimonos. O tal vez solo sea una entrada con descuento para una feria de joyería. El caso es que te rodea con el brazo y os marcháis juntos a dondequiera que sea. La exposición está llena de parejas como vosotros. Todos se detienen en las diferentes casetas y charlan con los vendedores. A tu novia le encanta todo lo que ve pero, vaya, ¡es tan caro! El vendedor sugiere que utilice su tarjeta de crédito. Ella se lo piensa y, entonces, te pregunta si no te importa pagar porque no tiene saldo suficiente para cubrir todos sus gastos. O puede que seas tú quien tome la iniciativa y se lo regales. Al fin y al cabo, ella se lo merece todo.

Hashimoto no había acabado aún.

– Hasta que llega el día que te cuenta que trabaja para una compañía de financiación al consumidor. Se queja de no haber conseguido cumplir con los objetivos de venta que le impone la dirección. Y por si fuera poco, están en medio de una campaña de captación y ella está muy por detrás de sus compañeras de oficina. Te pregunta si puede utilizar tu nombre para fingir ante sus supervisores que está haciendo progresos. Jura que no pasa nada, que no te causará ningún problema. O es posible que te proponga hacer algún tipo de inversión. Tiene una amiga que trabaja en el mercado de valores y te comenta que esa oportunidad de forrarse solo se presenta una vez en la vida. Dispone de la información, no existe el menor riesgo. Podréis utilizar las ganancias para iros juntos de viaje. Tal vez diga que puede hacerte miembro de un balneario de lujo a un precio de ganga. Después lo podrás revender a otra persona y sacar unos beneficios considerables.

»Tú ya te imaginas escenas idílicas y le entregas todos tus ahorros. Ella está agradecida, sumamente agradecida. Dice que incluso puede que te de un beso.

Hashimoto apuró el whisky de un trago.

– Y ahí acaba todo -espetó con brusquedad-. De repente, no hay más llamadas. Tú intentas localizarla, y cada vez que llamas salta el contestador automático. Si responde, finge estar ocupada y declina todas tus ofertas. Tal vez responda otro hombre con ese tono de voz que augura que te vas a mear en los pantalones. Te preocuparás. Te sentirás incluso más solo de lo que te sentías antes de conocerla. Será entonces cuando llegue a tu buzón el primer aviso por impago.

«Somos prostitutas modernas: nos pagas para que nos enamoremos de ti.»

– Las joyas que le compraste. El abrigo de piel. El pago de la tarjeta de miembro del balneario que adquiriste para complacerla. Todo de una vez. Y se come la mitad de tu sueldo. Y es entonces cuando caes en la cuenta: solo te estaba utilizando para sacarte pasta.

Hashimoto levantó los brazos en un gesto de resignación.

– Pero ya es demasiado tarde. Y tienes que pagar. O puede que decidas acudir a alguna asociación de protección al consumidor. Allí te pedirán que presentes una queja si quieres tener la posibilidad de librarte de las obligaciones contratadas. Pero ¿qué hay de todo el tiempo que has malgastado con ella? ¿Qué ha ocurrido con tus sueños?

El tono de Hashimoto se hacía más estridente por momentos, y su resultona fachada de borracho se veía remplazada por una expresión mucho más grave e implacable.

– Fuiste un enclenque. Un idiota indefenso e inocente. Y ahora has de pagar por ello. Sin embargo, no has sido el único en caer en su red. Ella ha estado engañando a algún otro idiota al mismo tiempo. Tipos como tú. Pero por muy estúpido e ignorante que pueda ser un hombre, aún tiene derecho a soñar. Los sueños no pueden comprarse con dinero. Ni tampoco venderse. ¿Entiendes lo que quiero decir? La chica que se arrimó a ti rompió una regla que jamás debería romperse. Fue detrás de ti porque tú eras un hombre solo, un primo. Y ella sabía que podría sacarte hasta el último yen.

Hashimoto empezaba a jadear. Abrió la botella, se sirvió otro vaso de whisky y lo apuró de un trago.

– De verdad que no quise vender esa entrevista a Canal de Información. No fui yo quien inventó ese título sensacionalista. Un niño sabría dirigir una revista mejor que ese editor. Menudo imbécil. -Miró a Mamoru-. Pero excepto los pies de foto, yo no añadí nada a lo que dijeron esas zorras. No tuve necesidad de agregar frases ni juegos de palabras para introducir elementos nuevos a la historia. Ellas lo dijeron todo. Todo, hasta el menor detalle.

»Esas chicas preciosas con sus ropas de diseño… Cuando las tienes frente a ti te da la sensación de que no serían capaces de matar una mosca. Fueron educadas por buenos padres, en buenos hogares. Asistieron a escuelas decentes y todas tuvieron novio. ¡Pero si incluso contribuyeron a las obras de caridad que se celebran a finales de año! Se sienten orgullosas de lo que hacen para ganarse la vida. ¿Puedes creerlo? ¡Orgullosas! Se jactan de que su objetivo son los hombres solitarios. Los que llegan a sus apartamentos vacíos, los que no tienen a dónde ir los domingos y van a comprar de noche a la tienda donde llenan sus carritos de platos precocinados. Se divierten arrebatando a esos hombres todo lo que tienen. Se ríen de ellos porque para agradarlas se gastan una pasta en una simple prenda que ellas acaban tirando en la basura de una estación de tren.

Hashimoto estaba enfadado. Se inclinó hacia adelante y, apestando a alcohol, señaló a Mamoru con el dedo.

– Jovencito, esas mujeres son escoria. No siento ni una pizca de simpatía por ellas. Si una de ellas ha muerto, se ha llevado su merecido.

Antes de marcharse, Mamoru dio a Hashimoto la dirección y el número de teléfono de su tía y tío.

– ¿Estaría dispuesto a contar esa misma historia a nuestro abogado e incluso a declarar ante la policía? -preguntó.

– Supongo que tendré que hacerlo -repuso este, encogiéndose de hombros-. Tal vez alguien fuese detrás de Yoko Sugano. O puede que ya no pudiese más y optase por acabar con su miserable vida. ¿Y necesitas que lo demuestre?

– Eso es.

Hashimoto hurgó en un armario y sacó una abultada carpeta que lanzó a Mamoru.

– Ahí están las transcripciones de la entrevista y todas las fotos. -Las imágenes eran nítidas; en el reverso aparecían los nombres de cada chica: Yoko Sugano, Fumie Kato, Atsuko Mita y Kazuko Takagi-. Si te sirve de algo, todo tuyo.

– Genial.

– Ahora que lo pienso, alguien más se pasó por aquí por la misma historia. Me explicó que quería demandar a la estafadora que lo desplumó, que necesitaba todos los datos que le pudiera proporcionar sobre ella. Le verdad es que fue muy generoso por la copia que le facilité de ese mismo expediente. -Hashimoto alzó la botella, en un gesto triunfal-. No sé si ha inciado acciones legales. Llama de vez en cuando y, eso sí, jamás olvida mandarme más whisky.

– Bien, pues haremos lo que podamos para complacerlo.

– Haz lo que te parezca correcto -masculló Hashimoto entre risas.

Al reparar en la carpeta que yacía sobre la mesa, Mamoru recordó que Akemi Mizuno había mencionado que otra persona se interesó por el mismo asunto.

– Oiga, ese benefactor suyo, ¿no se trataría de un hombre mayor, por casualidad?

– Sí, justamente. Un tipo entrado en años. ¿Cómo lo has sabido?

– Creo que dio con usted por la misma vía que yo. Compró al editor de la revista los ejemplares sobrantes. ¿Le dijo a cuál de las chicas pretendía demandar?

Hashimoto dio un golpecito con el dedo en la fotografía de Kazuko Takagi.

– A esta.

Aún con su ejemplar de la revista en la mano, Mamoru se puso en pie.

– Guarde el expediente de momento. Ya le contactaré cuando lo necesitemos. Llame a este número si por motivos de trabajo ha de salir de la ciudad -explicó, apuntando al número que acababa de escribir en la libreta.

Hashimoto permaneció sentado y agitó los brazos hacia todo el desorden que lo rodeaba.

– Hablas con demasiada seriedad para no ser más que un crío. ¿Acaso tengo pinta de irme de viaje?

– Tiene razón. ¿Sobre qué está escribiendo ahora mismo?

– ¿A ti qué te parece? -rebatió Hashimoto, alzando la botella de whisky.

– No sabría qué decir.

– Yo tampoco. Mi mujer se ha largado, ¿sabes?

Las ebrias carcajadas de Hashimoto lo escoltaron hasta la salida.


* * *

– Firmad aquí… y aquí. ¿Habéis traído vuestros sellos [6]?

En un movimiento perfectamente acompasado, las dos chicas sentadas frente a Kazuko negaron con la cabeza. Una de ellas, cuya tez pálida le confería un aspecto enfermizo, no dejaba de apartarse del rostro un grasiento cabello. La otra padecía un grave caso de acné que le salpicaba toda la cara.

– Pues entonces, he de pediros vuestras huellas dactilares -prosiguió, esbozando la más radiante de las sonrisas para resaltar su cutis libre de impurezas-. Lo siento, pero os tendréis que manchar de tinta. -Ambas hicieron lo que se les pedía. Kazuko aguardó hasta que cumplieron con el requisito y, hecho esto, les tendió unas toallitas para que pudiesen borrar el rastro de tinta azul de sus dedos-. Muy bien. El contrato está completo. Tal vez os parezca algo caro, pero se trata de una cuota anual. Si hacéis cuentas, veréis que no os cuesta más que los productos de belleza que normalmente compráis. La transferencia es automática y solo asciende a diez mil yenes al mes. ¡Ni lo notaréis!

»También tengo un obsequio para vosotras. -Kazuko sacó dos vales de color verde claro del bolso y entregó uno a cada chica-. Un tratamiento especial en nuestro salón de belleza estética. No tiene fecha de caducidad, de modo que podéis ir cuando queráis. Hay masajes faciales y corporales en los que empleamos lo último en cremas de belleza. Queda entre nosotras, no le digáis a nadie que os los he dado solo por firmar el contrato. Se supone que no puedo regalarlos -aseguró, esbozando una sonrisa picara, como para que la confidencia sonara lo más honesta posible. Ellas se echaron a reír al unísono.

Kazuko sabía perfectamente que si esas chicas aparecían por el salón estético, dejarían de reír de inmediato. La invitación que les había regalado solo cubría el gasto de los albornoces, de uso obligatorio, y del refresco que les servirían en la sala de espera. Kazuko había omitido precisar que el vale no incluía los masajes.

Había avistado a las chicas deambular por la Sección de Cosméticos de unos lujosos grandes almacenes. Esta planta estaba plagada de tantos mostradores individuales cuantas marcas existían en el mercado de belleza. En cada uno de ellos aguardaba un asesor estético. Kazuko se había quedado rezagada atrás, sin perder de vista a sus presas mientras estas echaban un vistazo antes de dirigirse a otra zona de las galerías.

Abordó a sus objetivos e inició su charla comercial con tono suave y profesional, dejándolas suponer que ella también era asesora de belleza. Después, solo tuvo que acompañarlas del brazo hasta la elegante cafetería que quedaba al margen de la zona de ventas y, en cuestión de minutos, el trato quedó cerrado.

– Tenéis mucha suerte. Ambas poseéis unos rasgos preciosos -empezó Kazuko nada más acomodarse las tres en una mesa. Fingió estudiar sus caras con mucho interés-. Y es que claro, la fisonomía de un rostro traza el límite de nuestras competencias. Ni la cirugía plástica lo puede arreglar todo. Algunas de mis dientas tienen el mentón demasiado cuadrado… Menudo reto.

En este punto, Kazuko alzó la mirada al techo y las manos al aire, en un gesto de frustración. Las dos chicas no pudieron contener la risa.

– Cuando mujeres así piden mi ayuda, me da un apuro… Lo único que puedo aconsejarles es intentar disimular el problema con algo de maquillaje. ¿Qué fue de la mujer con semejante mentón? Ahora luce un aspecto mejorado. ¿Y qué hay de vosotras dos? Bien, os quedaréis de piedra cuando veáis el partido que podéis sacar a vuestra belleza.

Una vez que Kazuko hubo guardado las solicitudes, trípticos, datos bancarios y documentos con la debida autentificación aportada mediante huellas dactilares, tendió la mano hacia la cuenta. Pero, de súbito, se detuvo en seco y añadió:

– Tengo que marcharme. Aún he de ver a otras dientas. ¿Conocéis una agencia llamada HeartLux?

Las chicas negaron con la cabeza, con una chispa de curiosidad en la mirada.

– Se trata de una compañía que se fundó en Hollywood. Sus esteticistas trabajan con actrices y modelos. Las carreras de Brooke Shields y Phoebe Cates se dispararon cuando empezaron a beneficiarse del asesoramiento de los profesionales de HeartLux. Están a punto de abrir una sucursal en Japón, y yo…

– ¿Va a trabajar con ellos? -preguntaron las chicas, boquiabiertas.

Kazuko se encogió de hombros con modestia. Siempre se andaba con cuidado para no meter la pata y arriesgarse a una denuncia por difamación.

– Voy a ver qué me ofrecen. Mi compañía presta más atención al cuidado de la piel que al maquillaje. Sin embargo, los productos de HeartLux son mejores. No estoy muy segura de qué decisión tomar.

– ¡Debe de adorar su trabajo!

– He de admitir que es mucho más divertido que quedarse todo el día sentada en un despacho. -Una vez más tendió la mano hacia la cuenta.

Una de las chicas dudó un segundo antes de apresurarse a intervenir.

– No se moleste. Vamos a tomar algo de postre antes de marcharnos. -La vitrina que quedaba junto a la caja registradora ofrecía una colorida exposición de pasteles franceses.

– No puedo permitirlo -protestó Kazuko-. Al menos, dejad que pague mi consumición.

– Oh, no. Ya nos ha dado esos vales.

Kazuko les lanzó una sonrisa deslumbrante.

– ¿Estáis seguras? Bueno, ¡pues muchísimas gracias! Con los productos que pronto recibiréis, ya no tendréis que privaros de los dulces. Así que, ¡disfrutad del postre!

Kazuko abrió de un empujón las puertas de cristal y se marchó. Antes de cruzar la carretera, se volvió sobre sí misma para despedirse de las chicas a través de la ventana. Una hizo una leve referencia, y la otra agitó la mano.

HeartLux no era más que un nombre que había memorizado aquella misma mañana en un anuncio del tren. ¿Quién iba a saber de qué se trataba? Y lo de marcharse a ver otros dientas también había sido un farol.

Los productos cosméticos que esas dos jóvenes acababan de contratar y por los que se comprometían a pagar doce mensualidades no tenían ningún componente más que las cremas y jabones alineados en las estanterías de cualquier supermercado. De los 240.000 yenes de cuota anual, Kazuko se quedaba con la mitad. La compañía para la que trabajaba, East Cosmetics Inc., era especialista en succionar el dinero como una aspiradora de alta potencia. Reflejo de ello era su organización: mientras las mujeres se hacían pasar por asesoras de belleza, los hombres vendían una línea de colchones de plumas «de lujo», así como extintores.

Kazuko acabó en East Cosmetics porque se hartó de su anterior trabajo. No tenía la determinación necesaria. Requería de una ingente cantidad de energía: se trataba de seducir a hombres que, agobiados por sus empleos, tenían pocas oportunidades de conocer a mujeres. El objetivo: lograr establecer la confianza justa para despojarlos de todos sus bienes. Tras cada cita, se veía abrumada. Se preguntaba cuánto tiempo más necesitaría hasta llegar a su fin, o incluso si el dinero que sacaría de sus «clientes» compensaba tantos esfuerzos. Mientras se encontraba con ellos, tenía que fingir estar pasándolo bien. Tenía que obligarse a creer que se estaba divirtiendo.

Era mucho más fácil timar al sexo débil. De tratarse de una partida de póquer, sería como jugar contra un adversario cuyas cartas fueran transparentes. Tanto daba que su rostro permaneciese inexpresivo porque si podías anticipar su jugada, tenías todas las de ganar. Y la partida nunca se alargaba demasiado…

Kazuko era muy buena en lo que hacía, y también poseía el talento interpretativo de una temible «amante de alquiler». Por lo pronto, había logrado engañarse a sí misma. Ganó muchísimo dinero y lo gastó a su antojo. Durante una temporada, viajó mucho al extranjero, dos veces al mes. Su pasaporte estaba lleno de visados, aunque ningún lugar de los que había visitado la había marcado demasiado.

Y tras cada viaje, regresaba a Tokio para seguir con los timos.

En un principio, tenía la intención de ahorrar el dinero suficiente como para abrir su propio negocio. Pero no era consciente de que para llevar a cabo su proyecto, necesitaba mucho dinero. Mucho más del que podría conseguir con un trabajo decente, y lo único cierto era que no soportaba la idea de tener un trabajo normal y corriente. Hacía mucho tiempo ya que se había dado cuenta de que una mujer en Tokio no podía aspirar sino a los mismos empleos tediosos de toda la vida.

Las compañeras que había conocido durante la entrevista para Canal de Información se nutrían de una motivación análoga. El dinero… Las ansias de escapar a un destino profesional ya trazado por otros. Las cuatro poseían una gran belleza, pero nada que les asegurase un futuro.

Yoko Sugano quería estudiar en el extranjero sin tener que contar con la ayuda económica de sus padres. En cuanto a Fumie Kato, había dejado su puesto en una tienda de ropa, cansada de estar de pie todo el día y cumplir con la dictadura de los objetivos de ventas. Por su parte, Atsuko Mita buscaba una vía de escape que le permitiera olvidarse de una vez por todas de la fiera competición a la que se veía sometida en la compañía de seguros donde trabajaba. Todas estaban decididas a salir de aquel círculo vicioso. Y el dinero iba a ofrecerles esa oportunidad.

Fueron a tomarse una copa, hablaron, rieron y se abrieron las unas a las otras. Lo justo. Tampoco eran capaces de hablar sin tapujos del oficio sin que ninguna, nerviosa, estallase en carcajadas. Pero sí, estaban orgullosas de hacer lo que hacían.

«Estas dos pueden permitirse el lujo de gastar 240.000 yenes sin pestañear», pensó Kazuko. Al menos, eso creyeron ellas durante la hora que pasaron con Kazuko. Y era esa ilusión lo que le allanaba el camino para sacarles el dinero.

Funcionaba igual que cuando ejercía de amante temporal. El mismo esquema que le permitía dejar a esos hombres víctimas del desamor hasta el cuello de deudas. Ellos también mantenían la ilusión de haber encontrado a alguien que les hacía felices. Creando este espejismo, Kazuko pudo estafarlos y conseguir lo que quería. Siempre estaba alerta, dispuesta a cortar la relación en cuanto percibía cualquier ápice de sospecha por parte de sus clientes, en cuanto se preguntaban por qué algo tan maravilloso les estaba sucediendo a ellos. De hecho, eso le había ocurrido en más de una ocasión.

Pero los clientes de Kazuko, en gran parte, eran unos ingenuos. Tanto que llegaba a ser exasperante. Eran como niños que aún creían en Santa Claus. Por esa misma razón, no le importaba en absoluto utilizarlos. Sabía que pronto se repondrían… Los despreciaba. Los odiaba a todos.

A primera hora de la tarde, Kazuko decidió dar su jornada por concluida. Le había tocado el premio gordo con aquellas dos memas y no quería tentar a la suerte. En la estación, se detuvo frente a una hilera de cabinas telefónicas. Contemplaba la idea de llamar a sus padres, y no tardó en descartarla. Le ponía los pelos de punta no saber lo qué había sucedido durante esas dos horas. ¿Qué diantres habría ocurrido desde el momento en que abandonó el velatorio de Yoko Sugano hasta que volvió en sí, y se encontró sentada en el tren de vuelta a Tokio? A punto estuvo de irse de la ciudad y regresar a casa de sus padres.

Kazuko nació y creció en una ciudad que quedaba a menos de una hora en tren. Su hermano y la mujer de este vivían con su madre en la casa familiar. La madre de Kazuko jamás iba a verla a Tokio, prefería mandar paquetes antes que hacer el viaje. Ella lo achacaba con amargura a la estrategia de su cuñada por mantener separadas a madre e hija.

Cada vez que llamaba a casa, su cuñada insistía en que fuera a hacerles una visita. «Deberías venir más a menudo a ver a tu madre. Tiene las piernas muy mal y es impensable para ella hacer el trayecto hasta allí. Sé que te echa de menos. ¿Por qué no te vienes aquí una temporada?», decía antes de colgar. Sin embargo, justo antes de que el auricular cayera sobre el teléfono, Kazuko distinguía el profundo suspiro que su cuñada dejaba escapar. Un suspiro que significaba mucho más que sus incesantes protestas sobre el trabajo que le daban los niños y el sinfín de tareas domésticas.

De ahí que decidiera no llamar. Estaba absorta en sus cavilaciones mientras caminaba entre la multitud, rumbo a su apartamento. Su vida carecía de algo que no le proporcionaron las miradas de asombro de esas dos chicas que se tragaron cada una de sus palabras. A modo de oración, rezó: «Ojalá fuera real lo de HeartLux. ¿No sería maravilloso que existiera de verdad?».


* * *

Para cuando Mamoru regresó a casa ya era de noche. Le pesaba la cabeza y le dolían las sienes. Por lo menos, no volvía con las manos vacías. La información que había conseguido era valiosa y jugaría a favor del tío Taizo, aunque no se sintiera en absoluto contento con ello. Yoko Sugano escapaba de alguien la noche en la que la atropello el taxi. Quizás intentara huir de sí misma. Mamoru ya se figuraba que podían ser muchas las razones que la empujaron a salir corriendo aquella noche.

Pero había muerto. Nada podía salvarla, era imposible rebobinar la cinta hasta antes del accidente. Lo que había averiguado en las últimas veinticuatro horas, de salir a la luz, supondría una condena de muerte póstuma. Mamoru quería ayudar a su tío sin tener que recurrir a esa información y mancillar así la memoria de Yoko. Todo el camino de regreso a casa, estuvo pensando en las alternativas.

– ¡Estoy en casa! -En cuanto Mamoru puso un pie dentro, alguien se le acercó corriendo por el pasillo. Era Maki, de vuelta tras su breve fuga. Se le lanzó a los brazos-. ¡Espera un momento! ¿Qué ha pasado? -preguntó el chico, conmocionado.

Maki lo sujetaba por el cuello de la camisa y no podía dejar de llorar. Por fin, Yoriko apareció, con la mitad de la cara cubierta por una venda, y la otra mitad luciendo una sonrisa.

– Recibimos una llamada del señor Sayama poco después de que llegara a casa esta mañana. Ha aparecido un testigo.

Maki se enjugó la cara con la camisa de Mamoru, y finalmente se encontró la voz.

– Alguien presenció el accidente. Dice que el semáforo de papá estaba en verde, y que la señorita Sugano se le echó encima. -Maki agarró a su primo por el brazo y lo zarandeó mientras repetía-: ¿Me estás escuchando? Alguien estaba allí. Alguien que lo vio todo. ¡Tenemos un testigo!

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