Capítulo 5

La luz invisible

Esa voz… No le era desconocida. Sí, estaba seguro. Se trataba de la misma voz que, cierta noche, le dio las gracias por haber quitado de en medio a Yoko Sugano.

– Eres un chico listo -prosiguió, afónica. Mamoru determinó que quien se escondía tras esa voz debía de ser o bien un hombre muy enfermo o bien un fumador empedernido-. Listo y espabilado. Estoy deseando conocerte.

– ¡Tú! -pudo por fin contestar Mamoru. Entre dientes, añadió-: ¿Quién demonios eres? Tú has maquinado todo esto.

– ¿Todo esto?

– ¡Sabes muy bien a que me refiero! La explosión que acabó con la vida de Hashimoto, la desaparición de las tres mujeres que aparecían en el reportaje publicado en Canal de Información.

– ¡Vaya! -Su entonación denotó gran asombro-. ¿Ya has atado todos los cabos? Te llamaba precisamente para anunciarte la muerte de Hashimoto. Y pensaba aprovechar la oportunidad para hablarte de esas tres mujeres. Aunque es obvio que llego un poco tarde.

– ¿Por qué? -Mamoru fue incapaz de disimular el tono histérico que se desprendía de sus palabras-. ¿Por qué llevar a cabo semejante infamia y tomarte después la molestia de contármelo? ¿Qué pretendes?

– Todavía es demasiado pronto para decírtelo. -De súbito, adoptó un timbre casi dulce-. Responderé a todas tus preguntas a su debido tiempo. Hasta entonces, recuerda que tanto esas tres mujeres como Nobuhiko Hashimoto murieron obedeciendo mis órdenes.

– ¿Órdenes? Me estás tomando el pelo. ¿Qué tipo de persona aceptaría la orden de terminar con su propia vida?

Su interlocutor estalló en agrias carcajadas, de aquellas que un profesor reservaba al comentario jocoso de un alumno. De hecho, bien metido en su papel, prosiguió con el tono condescendiente con el que un docente se dirigiría a un estudiante particularmente torpe.

– Es demasiado pronto para que todo cobre sentido en tu cabeza. Todavía eres un crío. Aprende, Mamoru: el mundo está lleno de secretos que jamás te serán revelados.

Dos mujeres pasaron frente a la cabina telefónica arrastrando sus bicicletas. Una de ellas le lanzó una mirada agridulce, una mezcla de preocupación y deferencia.

Quizá la persona que aguardaba al otro lado de la línea luciera una expresión parecida. «Pobre chico», parecía compadecerse la voz. «Sé que la situación te supera, pero tendrás que sobreponerte rápido.» Mamoru se sentía ultrajado, y esa sensación de rabia mantenía a raya el miedo.

– Las tres se suicidaron -prosiguió el desconocido-. No busques otra explicación. E incluyo a Yoko Sugano. El plan no salió según lo previsto, y eso te ha causado alguna que otra contrariedad. Pero te aseguro que la chica se abalanzó sobre ese taxi por voluntad propia.

– Siguiendo tus órdenes, imagino -repitió Mamoru.

– Eso es. Tenía que deshacerme de todos ellos.

«¿Deshacerse?». Hablaba como si hubiese lanzado sus cadáveres al basurero.

– Y no me arrepiento de nada. De hecho, procuraré terminar el trabajo y acabar con la vida de la chica que queda del mismo modo.

«¿La que queda?». Mamoru bregó con sus recuerdos en busca del nombre de la cuarta «amante de alquiler»… Kazuko Takagi. Esa hermosa mujer de pelo largo que aparecía sentada, en el margen izquierdo de la fotografía.

– No tengo nada que temer -continuó la voz-. Nadie conseguirá jamás vincularme con todo esto. Aunque, claro, tampoco puedo correr demasiados riesgos. Por esa razón, Hashimoto tenía que desaparecer. Era un desgraciado, pero no un estúpido. Tras tu visita, empezó a husmear con la firme intención de averiguar qué había sido de esas cuatro chicas. Si hubiese descubierto que tres de ellas habían muerto, habría sospechado de mí en el acto.

– Entonces, Hashimoto te conocía. El sabía quién eras.

– Correcto. Deja que te dé una pista. Fui yo quien se presentó ante el editor de Canal de Información para comprar todos los ejemplares de la revista. También fui yo quien engañó a Hashimoto con esa historia de la demanda, sin otro fin que el de tener acceso a los documentos que conservaba de la entrevista.

Mamoru recordó que, en efecto, la mujer del editor, Akemi Mizuno, le comentó que un hombre había insistido mucho en comprar todos los números que quedaban, supuestamente para proteger la reputación de una hija o nieta.

– Sé que eres un hombre mayor.

– Digamos que he vivido, al menos, medio siglo más que tú.

– ¿Por qué haces esto?

– Es una simple cuestión de convicciones.

¡Vaya disparate! Casi le hizo gracia la respuesta…

– Convicciones, sí. Es lo único que hace que este vetusto cuerpo mío siga en funcionamiento. Hagámonos una promesa. Cuando llegue el momento de deshacerme de la cuarta chica, Kazuko Takagi, te pondré sobre aviso. Entonces, te lo explicaré todo y, por fin, comprenderás de lo que soy capaz.

– ¿Y esperas que me quede de brazos cruzados hasta que llegue ese día? -Mamoru no estaba asustado, sino más furioso que nunca-. No me importa de lo que seas capaz. No quiero saberlo. ¡No necesito saberlo! Nada me impide poner fin ahora mismo a esta conversación y salir corriendo hacia la comisara más cercana. -A punto de colgar, Mamoru se detuvo en seco. Había algo en esa voz contra lo cual era incapaz de luchar.

– ¡Oh, por supuesto que puedo detenerte ahora mismo! -dijo con una inquebrantable seguridad en sí mismo -. Piensa en ello. Hashimoto no tenía nada que perder en esta vida aparte de su mezquino orgullo. Tú, sin embargo arriesgas mucho más. No me quedó otra, tuve que encargarme de él. Contigo las cosas son muy distintas: eres diferente.

Mamoru se quedó de piedra. Su interlocutor esperó unos segundos hasta cerciorarse de que el joven lo escuchaba con atención y, entonces, prosiguió:

– Lo entiendes ahora, ¿verdad? No me importa que llegues a descubrir quién soy. No hay nada que puedas hacer contra mí, por la sencilla razón de que puedo someter a las personas a mi voluntad. Y eso incluye a tu familia y amigos. Puedo tomar represalias en cualquier momento.

Esas palabras despertaron el miedo que, como una bala, impactó de lleno en el corazón de Mamoru. En su trayectoria, el proyectil dejó una estela de luz en la que el chico pudo distinguir los rostros de todos aquellos a los que amaba.

– Eres un cobarde. -Fue todo lo que pudo contestar-. Si tan fácil es encontrarme y acabar con mi vida, ¿qué te lo impide?

– Me gustas, chico. Eres valiente e inteligente, y sabes cómo sacar partido a tus cualidades. Tenemos mucho en común.

– No tenemos nada en…

– ¿Qué tal si te hago una pequeña demostración? -le interrumpió-. Esta noche a las nueve. Te haré ver de lo que soy capaz a través de un miembro de tu familia. Y ya decidirás si me crees o no. Aún estarás a tiempo de tomar medidas. -Y, de repente, añadió con tono jocoso-: Claro, si es que para entonces te quedan ganas de interponerte en mi camino…

– ¡Estás loco! ¿Eres consciente de lo que estás haciendo?

– ¿Por qué no discutimos de ello cuando nos conozcamos? Estoy deseando que llegue el momento. Compartimos más de lo que te imaginas, y hay muchas cosas que me gustaría enseñarte. Hasta entonces, olvídate de mí. Seré yo quien contacte contigo.

– Encontraré a Kazuko Takagi -le advirtió Mamoru-. Me aseguraré de que no puedas hacerle ningún daño.

– Haz como te plazca -se echó a reír-. Tokio es una ciudad muy grande. ¿Cómo piensas localizarla? Dudo que logres dar con su escondite. Hazme caso, no te servirá de nada buscarla. Está tan asustada que ni asomará la cabeza.

Eso significaba que Kazuko Takagi sabía que era la única superviviente del cuarteto.

– Un último consejo. No pierdas el tiempo buscándome. No tienes ninguna pista y ya no podrás contactarme en este número de teléfono. Así que ten paciencia y espera a que te llame. -Puso punto y final a la conversación con una frase que parecía sacada de alguna obra dramática-: No responderé, y tampoco volveré a casa. No hasta que llegue la hora.


* * *

Kazuko Takagi supo que Nobuhiko Hashimoto había muerto cuando se encontró frente a los restos calcinados de su casa. Kazuko no podía soportar más la situación, de modo que, como último recurso, decidió ir a hacerle una visita. Pasó días vendiendo productos cosméticos, con una sonrisa pegada a la cara pese a que algo la estaba devorando por dentro. Algo molesto, imposible de ocultar o ignorar, como una mancha en la alfombra.

¿Cómo pasar por alto que era la única superviviente del grupo? Tal vez Hashimoto supiese algo. Y una vez llegó a esa conclusión, no pudo esperar por más tiempo. Cuando la entrevista salió publicada, se prometió a sí misma que nunca volvería a ver a ese embustero. Y ahora, ironías del destino, él era la única respuesta a sus preguntas. Nadie más conocía a las cuatro o sabía cómo contactar con ellas.

Pero ya era demasiado tarde para él.

Mientras permanecía de pie frente a lo que quedaba de la puerta de la casa del periodista, se dio cuenta de que el miedo que había estado atormentándola hasta ese momento no era más que el preludio del espanto que ahora sentía en sus carnes.

– ¡Usted! Oiga. -Kazuko reparó en la mujer que intentaba captar su atención. Llevaba un delantal rojo y lucía una expresión de pocos amigos-. ¿Es pariente de Hashimoto?

– No, solo una conocida.

La mujer entrecerró los ojos y alzó la barbilla, en un gesto suspicaz.

– Qué casualidad. Por aquí no dejan de desfilar únicamente conocidos…

– ¿Ha venido alguien más? -La imagen que tenía de Hashimoto no encajaba con la de una persona a la que le sobrasen amigos o gente que se preocupara por su bienestar.

– Sí, hace cosa de una hora. Un chico joven, todavía en edad de asistir al instituto. Se quedó ahí plantado, como usted. Pero se marchó con mucha prisa.

– ¿Un chico? -Qué extraño.

Cuando Fumie Kato y Atsuko Mita murieron, Yoko estaba convencida de que no podía tratarse de una coincidencia. Kazuko, sin embargo, se negaba a tomar en serio la conclusión de su compañera. «Tiene que ser uno de nuestros clientes», le decía Yoko. «Querrá vengarse y está acabando con nosotras una por una.»

«Ninguno de esos hombres tendría las agallas para hacer algo así», rebatía Kazuko. «¿Y por qué liquidarnos a las cuatro? No compartimos clientela, que yo sepa. Si uno de esos tipos buscase venganza, se limitaría a ir a por la chica que le engañó.»

«Tal vez sea por lo de la revista.»

«¡Anda ya! Sería mucha casualidad.»

«Te repito que alguien nos tiene en el punto de mira», masculló Yoko. «Ha leído ese artículo y no nos dejará en paz. Me muero de miedo.»

«¿Por eso te has mudado?».

«Sí», asintió Yoko. «Pero fue inútil, ya me ha encontrado. Viene a por mí.»

«¡Tranquilízate!». Kazuko intentó restar importancia al asunto, pero en su interior se estremecía ante la idea de que algo así pudiese sucederle a ella. «Ese hombre no puede hacer nada. Ni siquiera nos ha demandado. Nos contrataron para hacer lo que hicimos. Si hubo estafa, será la compañía quien responda. No es responsabilidad nuestra.»

«Por eso quiere asesinarnos a todas», Yoko habló en tal hilo de voz que Kazuko a duras penas pudo entenderla. «Es la única manera de saldar cuentas.»

«¡Deja de comportarte como una histérica! Atsuko y Fumie no fueron asesinadas, se suicidaron y punto. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No tenemos nada que reprocharnos. Bonito o no, era nuestro trabajo y nadie puede condenarnos por ello.»

Yoko enmudeció. Se limitó a mirar fijamente a Kazuko.

«¿Y ahora qué?».

«Kazuko, ¿de veras crees lo que estás diciendo? ¿Cómo puedes estar tan convencida de que no hicimos nada malo, de que nadie nos odia a muerte y reclama venganza?».

«¡Porque es la verdad!».

Yoko no bromeaba. Aquel mismo día, antes de que se separaran, le dijo: «Kazuko, me crees ¿verdad? Sabes que hay alguien que sería capaz de hacernos esto. Estás tan aterrada como yo».

Y resultaba que Yoko tenía razón. Alguien que conocía la verdad sobre aquellas chicas había decidido tomarse la justicia por su mano. El único cliente de Kazuko que tuvo en su poder la entrevista de Canal de Información estaba muerto. Ocurrió en mayo, cuatro meses antes de que Fumie Kato se lanzara al vacío desde la azotea de ese edificio. Kazuko había intentado localizarlo por teléfono cuando se empezó a especular sobre la posibilidad de que la amenaza proviniese de un cliente con el corazón hecho trizas. La persona que atendió su llamada aseguró que ese antiguo cliente suyo había fallecido a consecuencia de una sobredosis. Kazuko recordó que trabajaba en un laboratorio de la universidad. No podía recordar en qué campo estaba especializado, pero sí que llevaba a cabo una especie de investigación médica.

Kazuko quiso poner fin a un juego que se alargaba demasiado, de ahí que fuera ella misma quien le mandara la única copia de Canal de Información de la que disponía, y que Nobuhiko Hashimoto le había proporcionado. Quizás lograse que ese cliente lo comprendiese todo de una vez por todas, y si no, la podría guardar como recuerdo. ¡Vaya espécimen aquel! Un hombre tan repulsivo como necio, cuya vida entera giraba en torno a su puesto en la universidad. Se lo tomaba todo en serio y se tragaba, insaciable, cada patraña de Kazuko. De toda su extensa clientela, aquel era el único que se negaba a admitir la evidencia. Nunca contempló la posibilidad de que fuera una estafadora, ni siquiera cuando se le empezó a notificar por correo que su amada incumplía los pagos del crédito que él mismo había avalado.

«¡Imbécil!», llegó a decirle cansada de las incesantes llamadas que hacía. «¿Es que no te has dado cuenta todavía? ¡Fue todo una farsa, un montaje! ¡No significas nada para mí!».

De nada le sirvió. Él seguía en sus trece, nunca quiso aceptar la realidad. Estaba tan locamente enamorado de ella que era incapaz de comprender, de odiar. Y por esa misma razón, Kazuko decidió enviarle la revista. Quería asegurarse de que entendiera lo que sentía por él y por el resto de los hombres. Por lo visto, surtió efecto, dado que no volvió a saber más de él. Kenichi Tazawa, ese era su nombre. Kazuko jamás habría imaginado que llegara hasta el punto de quitarse la vida.

– ¿Qué más puede decirme sobre ese chico, señora? -inquirió Kazuko a la mujer del delantal rojo.

– Pues, no mucho… Un chico normal y corriente. Tenía el pelo liso; nada que destacar de su vestimenta. No parecía un delincuente.

– ¿Algún parecido con Hashimoto?

– No, el joven era mucho más guapo.

Mientras tanto, Mamoru ya estaba en el tren e iba de camino a casa. Si Kazuko hubiese llegado diez minutos antes, la habría reconocido en el andén de la estación y habría ido corriendo a su encuentro.

– Entonces ¿puede usted encargarse de contactar con la familia de Hashimoto? -insistió la mujer-. Alguien tiene que hacerse cargo de los desperfectos de mi casa.

– Considérese afortunada. Su problema puede solucionarse con dinero -repuso Kazuko antes de dar media vuelta. Al llegar a su apartamento, recogió algunas cosas y se marchó sin perder un minuto. No dijo a su casera ni a ninguno de los vecinos que se iba. Tenía que encontrar otro lugar en el que vivir, a poder ser, un apartamento que pudiese alquilar por semanas. Nadie la encontraría. Al menos durante una buena temporada.


* * *

Mamoru intentó mantenerse ocupado para no pensar en los minutos que quedaban hasta la fatídica hora. Salió a correr y no se detuvo hasta que ya no pudo más. Se encerró en su habitación, sacó sus herramientas de cerrajería y las pulió. Llamó a Anego y a Yoichi Miyashita. Contactó con el hospital para preguntar por la evolución de Takano. Maki regresó a casa sobre las siete y le hizo un resumen de la película que acababa de ver en el cine.

– Me he quedado dormida -confesó-. A mí me apetecía una película de acción, pero el resto del grupo se empeñó en esa película histórica. No me quedó otra alternativa.

– Te quedaste dormida porque estás en la calle hasta muy tarde -repuso Yoriko con firmeza.

Maki chasqueó la lengua.

– Es que tengo una intensa vida social. Hay un montón de fiestas de fin de año en las que tengo que hacer acto de presencia -protestó.

Mamoru, sin embargo, era consciente de que su prima solo salía para beber y olvidar sus problemas. En general, no llegaba a casa hasta pasada la medianoche, y siempre sola. El accidente de su padre puso en peligro la relación con su novio, Maekawa. Mamoru la había oído llorar una noche mientras hablaba por teléfono. Eludía el tema en casa, seguramente porque no estaba dispuesta a que nadie la compadeciese.

– Sé que me estoy pasando de la raya. Ni siquiera recuerdo dónde estuve la mitad del tiempo anoche. Está claro que se me fue la mano con la bebida.

– ¡Me estás asustando! A este paso acabarás colgándote un cartel que diga: «atrácame que mañana lo habré olvidado».

– No te preocupes, mamá. Según las estadísticas, el noventa por ciento de los incidentes violentos son infligidos por alguien que la víctima conoce. Además, solo estuve en la calle el tiempo que tardé en encontrar un taxi. No corrí ningún peligro.

– Lo que tú digas.

La mirada de Mamoru se desvió distraídamente hacia el reloj mientras escuchaba la discusión entre su tía y su prima. De súbito, su mente se quedó en blanco, cual soldado avanzando por un campo de minas, con el presentimiento de que algo malo iba a suceder.

– Mamoru, ¿qué pasa con el reloj? No paras de mirarlo.

Acababan de tomar la sencilla sopa en la que consistía la cena del domingo. Ya eran casi las ocho.

– No me había dado cuenta.

– Pues lo estás haciendo. ¿Es que vas a salir?

– No, solo me preguntaba si estaba atrasado.

– Imposible. Hoy mismo le he dado cuerda y lo he puesto en hora -contestó Taizo.

El reloj de pared de la familia Asano era tan viejo que cualquier anticuario hubiese estado dispuesto a dar lo que fuese por tenerlo en su catálogo. Ese regalo de boda había sobrevivido a terremotos y mudanzas, y ahí seguía, marcando las horas. Taizo le daba cuerda una vez a la semana y lo engrasaba con bastante regularidad. Un simple ritual con el que aseguraba el continuo tictac que regía el paso del tiempo en su hogar. Incluso ese emblemático objeto se presentaba en esos instantes como una auténtica bomba de relojería.

A las ocho y media, Mamoru subió a su habitación y cerró la puerta, decretando que nada ocurriría mientras permaneciera allí. Apagó la luz y se quedó sentado en la oscuridad, sin apartar la vista del reloj digital que quedaba junto a su cama.

Las nueve menos veinte. Alguien llamó a la puerta de su habitación.

– Soy yo. ¿Puedo pasar? -Maki abrió y asomó la cabeza antes de deslizarse dentro, sin esperar respuesta-. ¿Qué narices te ocurre? ¿Te encuentras mal?

No podía echar a su prima del cuarto sin más, así que se limitó a esbozar una leve sonrisa y a negar con la cabeza.

– Dime, ¿qué te parece? A mí me parece genial.

– ¿El qué? ¿Qué te parece genial?

– Ya sabes a qué me refiero. ¿No nos estabas escuchando? Mamá hablaba sobre la visita del señor Yoshitake.

Koichi Yoshitake, el jefe de Shin Nippon, se pasó por casa mientras Maki y él estaban fuera. Según parecía, vino acompañado por uno de sus subalternos con el propósito de ofrecer un trabajo al tío Taizo.

– Sabes que papá ya no puede ponerse al volante de un taxi, así que ha llegado la hora de que se recicle. Y no es que haya muchos empresarios dispuestos a contratar a un hombre de su edad. Más le vale aceptar la oferta del señor Yoshitake.

– ¿Y por qué iba el señor Yoshitake a…?

– Sabes que detuvieron a papá porque ese hombre salió huyendo de la escena. Supongo que intenta resarcirle de ello. No sé por qué razón papá y mamá le han pedido tiempo para pensarlo. Dicen que Shin Nippon paga muy buenos sueldos. Voy a intentar convencerlos. Y si te surge la oportunidad, menciona el tema tú también, como si tal cosa. Será nuestro pequeño plan.

Maki no podía dejar de hablar, y el reloj estaba a punto de dar las nueve. Mamoru, se quedó petrificado por los nervios, silenciado por la sequedad de su boca.

«¿A por qué miembro de su familia iría el hombre del teléfono?» «¿A quién elegiría para ejecutar su demostración?».

– … ¿Vale? ¿Me lo prometes? -Tras pronunciar aquello, Maki se levantó y se marchó. Mamoru espiró el aire de sus pulmones. Su mirada volvió a posarse sobre el reloj.

Las nueve menos cinco.

– Mamoru, ¡ven a doblar la ropa! -Yoriko lo reclamaba a voces desde el salón-. ¡Mamoru! ¿Me has escuchado?

Las ocho y cincuenta y cinco minutos, y treinta segundos. El chico dejó escapar un suspiro.

Tras oír un fuerte golpe en la puerta de la habitación, Mamoru vio a su tía abrirse paso. Llevaba los brazos cargados de ropa limpia.

– Tu tío está bañándose. Dobla la ropa y cuando termine, te aviso. -Yoriko se quedó allí plantada, mirando a su sobrino-. ¿Estás enfermo?

Mamoru negó con la cabeza. Las ocho y cincuenta y nueve.

– ¿Seguro? Estás pálido como un sudario. Ah, por cierto… ¿Qué pretendías esta tarde cuando llamaste a casa? -Al ver que Mamoru se negaba a responderle, Yoriko se volvió sobre sí misma, dispuesta a marcharse. Miró por encima del hombro, ceñuda, antes de cerrar la puerta. En ese instante, el despertador digital de Mamoru marcó las nueve en punto. Desde el salón resonó la primera campanada del reloj de pared. Mamoru permaneció inmóvil, sentado, rodeándose las rodillas con los brazos.

Las campanadas se prolongaron, y el reloj digital empezó a mostrar los segundos. Uno, dos…

El reloj de pared dejó de sonar. Ya eran las nueve y diez segundos.

Quince segundos.

Veinte segundos.

La puerta de Mamoru volvió a abrirse, muy despacio esta vez. Era Maki. Clavaba los ojos en el chico, aunque parecía no verlo. Tenía la mirada perdida, como si observara algo a lo lejos.

– Escúchame, chico -dijo con tono pausado-. Llamé a Nobuhiko Hashimoto. Murió en el momento en el que descolgó el teléfono.

Maki se marchó.

Mamoru se levantó de un salto y salió corriendo hacia el pasillo. Abrió de un empujón la puerta de la habitación de su prima. Estaba sentada frente al equipo de música.

– ¡Eh! ¿No sabes que tienes que llamar a la puerta? No puedes irrumpir así en mi cuarto -gritó, sobresaltada, con un CD en las manos-. ¿Qué demonios pasa contigo?

– Maki, ¿acabas…? ¿Acabas de entrar en mi habitación para decirme algo?

– ¿Te refieres a lo del señor Yoshitake? -No parecía recordar nada más-. Mamoru, te comportas de un modo muy extraño.

El muchacho se inventó una excusa y se marchó a su habitación. Se sentó en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos.

– ¡Maki, teléfono! -anunció la tía Yoriko desde el salón.

– ¿Quién es? -Mamoru oyó a su prima bajando apresurada la escalera. Como de costumbre.

Se sentía solo. Solo y muerto de miedo.


* * *

El día a día de Mamoru se estaba convirtiendo en una pesadilla de la que no terminaba de despertar. Temía por los suyos. Para conjurar la posibilidad de que algo malo les sucediese, se mantuvo apartado de todos aquellos a los que conocía. Tenía que poner punto y final a aquella locura. Y debía hacerlo solo.

Corrían mediados de diciembre. Las calles ya bullían de actividad. Las tiendas lucían la decoración de las fiestas de fin de año. La trompeta del Ejército de Salvación resonaba en cada esquina. Como cada año en esa época, las asociaciones de vecinos retomaron sus rondas nocturnas exhortando a los residentes a que extremaran la atención para detectar todo indicio de incendio. Durante sus largas noches en vela, Mamoru podía oír los intercambios de saludos de los distintos grupos cuando se encontraban durante sus patrullas.

– Este año nos tocan tres Días del Gallo [7], así que mejor no escatimar en precauciones -advirtió Yoriko. Con el fin de sensibilizar a la familia ante el riesgo de incendio, colocó pegatinas por toda la casa, habitación de Mamoru incluida. Aquella maldita pegatina atormentaba al chico que no podía evitar recordar la trágica muerte de Nobuhiko Hashimoto. Cada vez que la veía, le venía a la mente la imagen del archivador reducido a cenizas, el insoportable olor a quemado.

Llevaba días teniendo el mismo sueño. Empezaba con el siseo de un escape de gas. En cuanto reconocía el lugar donde se encontraba le sacudía un escalofrío. Se trataba de la casa de Hashimoto aunque, por algún capricho del sueño, esa casa y la de los Asano eran una misma. Distinguía la oscura silueta de Hashimoto, durmiendo. El teléfono sonaba. Una vez, dos veces, tres veces. Mamoru gritaba, le rogaba que no contestase. Pero Hashimoto se despertaba y descolgaba el teléfono. Entonces, había una explosión. Los cristales se hacían añicos y las llamas salían despedidas por las ventanas.

Mamoru se despertó. Siempre se despertaba en ese punto del sueño. Estaba empapado en sudor y curvado en una posición fetal, como si intentara protegerse de la onda expansiva de la explosión.

¿Y si se sinceraba con alguien? ¿Y si contaba toda la verdad sobre lo que le estaba sucediendo? Nadie lo creería. Lo tomarían por un loco, le aconsejarían que se tomase unas vacaciones. Se preguntaba si incluso él acabaría riéndose de sí mismo. No podía confiarse, tenía demasiado miedo de que cualquier persona a la que recurriese acabara muerta en cuestión de días. Quizás saltase desde una azotea o se arrojara al paso de un vehículo… Y, después, el teléfono sonaría: «Chico, has roto tu promesa…».

No, no podía contárselo a nadie. Y puesto que no podía hablar del tema, prefirió guardar silencio. A Maki no le hizo mucha gracia, y le preguntaba una y otra vez el motivo de su repentino mutismo. Yoichi Miyashita, que solía acercarse para charlar con él, siguió insistiendo unos pocos días, pero terminó cansándose del comportamiento de Mamoru. Anego dejó de preocuparse y empezó a actuar con despecho. Ni siquiera intercambiaba las palabras de siempre con Takano quien acababa de pedir el alta voluntaria para poder encargarse de la campaña de fin de año en la Sección de Libros de Laurel.

Una semana después de su primera visita, Koichi Yoshitake regresó, esta vez solo, para escuchar la respuesta de Taizo. Yoriko y su marido hablaron largo y tendido sobre el tema y, en una ocasión, también lo discutieron con Maki y Mamoru. Antes de tomar cualquier decisión, calcularon el dinero que necesitaban para vivir y consideraron lo difícil que le resultaría al viejo Taizo encontrar un nuevo trabajo. Shin Nippon acababa de inaugurar una nueva línea de servicios dedicada al alquiler de mobiliario, y lo que Yoshitake ofrecía a Taizo era un puesto en el departamento de expedición. Su tarea consistiría en preparar el cargamento de los camiones según las hojas de pedidos que le fuesen entregadas. Finalmente, Taizo decidió aceptar.

Yoshitake estaba encantado con la decisión.

Cuando lo oyó llegar, Maki se acercó de puntillas a la ventana para ver qué tipo de vehículo conducía. Soltó un silbido, impresionada.

– ¿Es de importación?

– No, no es un esnob. Leí un artículo sobre automóviles que él mismo escribió y en el que señalaba que los mejores coches del mundo son japoneses. Solo lo verás al volante de un coche de marca nacional.

La primera impresión de Mamoru fue que el tal Yoshitake era mucho más joven y saludable de lo que aparentaba en las fotografías de los periódicos. Lucía un intenso bronceado que resaltaba perfectamente bajo su camisa impoluta.

A la familia Asano le constaba y le afligía que su benefactor se hubiese visto inmerso en una complicada situación al testificar a favor de Taizo. Aquel asunto marcaría la vida del empresario, que tendría que soportar las burlas por siempre.

Mamoru y Maki no sabían muy bien qué expresión adoptar cuando Taizo los presentó como su hijo e hija. Al contrario, el invitado se comportó del modo más natural imaginable: elogió la comida que Yoriko se había tomado la molestia de preparar para recibirlo; expresó su satisfacción ante la decisión de Taizo; respondió con todo lujo de detalles a las preguntas de Maki sobre sus viajes de negocios al extranjero, las últimas tendencias en materia de moda o de diseño interior.

Maki escuchaba hechizada mientras él describía la primera vez que asistió a una subasta en el Sotheby's, donde se convirtió en el ganador de la puja por una preciosa pipa que la emperatriz viuda Cixi solía fumar en la Ciudad Prohibida, cuando la dinastía Qing estaba en declive. Era la primera vez que, desde el accidente de su padre, Maki se mostraba feliz y relajada.

– A la emperatriz viuda le perdían los lujos, ¿verdad?

– Eso dicen. Es probable que sus excesos fueran una de las razones por las que la dinastía Qing abdicó. Se comentaba que poseía dos mil vestidos. ¿Has visto alguna vez la película El último emperador?

– ¡Sí, es maravillosa!

Hacía unos meses que Maki había ido al cine acompañada por su primo, y Mamoru recordaba perfectamente que se había quedado dormida a mitad de la película. Supuso que era mejor no mencionar esa anécdota. Durante el tiempo que Yoshitake estuvo en casa, Mamoru tuvo la persistente impresión de que lo conocía de alguna otra parte. Pero ¿de dónde?

Antes de que se marchase, el chico se asomó por la ventana. ¡El coche! Ahora lo recordaba, era ese mismo coche de color gris plata en el que reparó la noche que fue al apartamento de Yoko Sugano. Sí, Yoshitake también estuvo allí, justo en el cruce donde se produjo el accidente.

Una vez que la familia se despidió y el invitado salió por la puerta, Mamoru lo siguió. Yoshitake buscaba la llave en el bolsillo.

«Incluso los ricos se olvidan de dónde han puesto las llaves», pensó.

En ese momento, Yoshitake reparó en él.

– Siento haberos entretenido tanto. ¿Me he dejado algo? -preguntó, lanzando una sonrisa bien ensayada y complaciente.

– ¿Le importa si le hago una pregunta algo extraña? -empezó Mamoru.

– ¿Qué tienes en mente?

– Señor Yoshitake, lo vi en la intersección donde la señorita Sugano fue atropellada. Fue el domingo después del accidente, a las dos o dos y media de la mañana.

Yoshitake miró al chico fijamente, con semblante grave. Por fin, su expresión pareció suavizarse, y de nuevo, brotó una sonrisa en sus labios.

– Supongo que me has pillado. ¿Cómo lo has sabido?

– Lo vi. Suelo salir a correr, y esa noche me acerqué hasta allí para ver el lugar del accidente.

– Entiendo. -Yoshitake se llevó la mano al bolsillo de la camisa, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno.

– También recuerdo el olor de sus cigarrillos. No es una marca corriente, ¿verdad?

– La próxima vez que salga de incógnito, procuraré llevar más cuidado -rió Yoshitake. El humo que emanaba su pitillo era de un color púrpura muy llamativo.

– Quería darle las gracias -dijo Mamoru-. Pese a todo lo que arriesgaba, decidió dar la cara.

– No es para tanto, créeme. Los medios de comunicación lo exageraron todo. No tienes que preocuparte por mí. Mi mujer no pedirá el divorcio y tampoco perderé mi puesto en la compañía. Que mi familia política me adoptara no significa que no sepa cuidar de mí mismo. He aprendido la lección. He decidido que tengo que ser más honesto con el papel que desempeño en la compañía, y estoy dispuesto a hacerlo.

Mamoru esbozo una sonrisa de alivio.

– Quienes merecéis mis disculpas sois tu hermana y tú -continuó-. Desaparecí como un cobarde con la esperanza de que no tuviera que testificar, de que apareciese alguien más. Lamento todo el dolor que os he causado.

– Pero al final acudió a la policía.

– Por supuesto que sí. Era lo correcto. -Yoshitake adoptó entonces una expresión de inquietud-. Oye ¿has perdido un poco de peso, verdad?

– ¿Yo? -repuso Mamoru, desprevenido.

– ¡Ahora soy yo quien te pilla por sorpresa! Me acerqué por aquí poco después del siniestro; aún no me había presentado en comisaría. Quería contárselo todo a tu familia. Pero no tuve agallas, aunque a ti sí que te vi.

Mamoru intentó situar el momento evocado.

– ¿Estaba usted dentro de este coche?

– Eso es.

Ahora lo recordaba.

– Estaba aparcado junto a la orilla del río, ¿verdad?

– Y tú estabas corriendo -repuso Yoshitake, asintiendo-, Y creo recordar que no tenías las mejillas tan hundidas.

– ¿En serio? -Seguramente tuviese razón. No había tenido un momento de descanso desde aquella turbadora conversación telefónica.

– Mira -añadió Yoshitake, algo cohibido-. Está claro que nuestros caminos se cruzaron a raíz de circunstancias desafortunadas. No obstante, quiero que sepas que me alegro mucho de haberte conocido a ti y a los tuyos. Sois muy afortunados de teneros los unos a los otros. Sé de lo que hablo, mi esposa y yo no tenemos hijos.

Su agridulce sonrisa habría emocionado a cualquiera.

– Me alegra haberos conocido a tu hermana y a ti. Si alguna vez te ves en apuros, espero que sientas la suficiente confianza como para acudir a mí. Te aseguro que si está en mis manos, haré lo que sea por ayudarte.

– Gracias -dijo Mamoru-. Muchas gracias por todo.

Yoshitake miró al chico a los ojos.

– Se lo debo a tu padre. Quiero hacer lo correcto, eso es todo.

Conforme pasaban los días, Mamoru se preguntaba si volvería a saber del hombre de la misteriosa llamada. Quizás todo hubiese acabado. Quizás ya no tuviera que preocuparse por nada. Sin embargo, cada vez que contemplaba esa posibilidad, las palabras del desconocido volvían a su mente, y la ronca voz parecía susurrarle al oído: «Cuando llegue el momento de deshacerse de la cuarta, te pondré sobre aviso», recordándole que todo era muy real y no había terminado.

Ni los periódicos ni los telediarios informaron sobre la muerte de una mujer cuya descripción correspondiera a la de Kazuko Takagi. Por mucho que Mamoru buscó el modo de contactar con ella, todos sus esfuerzos fueron en vano, tal y como había vaticinado el siniestro anciano.

Se trataba de un apellido bastante común. Miró en la guía telefónica, y empezó a llamar a todos los Takagi de Tokio, pero no pudo dar con la Kazuko Takagi que andaba buscando. Era posible que no viviera en la ciudad, e incluso que ese no fuera siquiera su verdadero nombre. Mamoru acabó dándose por vencido. Lo único que consiguió fue quedarse afónico, de tanto llamar.

No tuvo más remedio que esperar. Cuando llegase el momento, detendría al asesino. No permitiría que Kazuko Takagi muriese.

La única pregunta era por qué aquel misterioso hombre lo había contactado precisamente a él. ¿Qué habría querido decir con eso de «tenemos mucho en común»? Le dijo que se lo explicaría todo a su debido tiempo. De modo que lo único que podía hacer era esperar. Apretó con fuerza los dientes en un intento de armarse de valor.

Una noche cuando regresó a casa tras su habitual carrera, reparó en un coche desconocido que había aparcado frente a la casa. La puerta del pasajero se abrió, y Maki se apeó. El hombre que iba al volante seguía hablando con ella, pero su prima cerró la puerta y se alejó sin volver la vista atrás.

El hombre salió del coche, lo rodeó para interceptarla y la agarró por el brazo. Mamoru estuvo a punto de correr hacia ella, pero Maki se liberó del hombre que la sujetaba y le dio un bofetón en la cara.

Entonces, entró corriendo en casa y cerró de un portazo. Mamoru pasó junto al tipo que se había quedado allí, pasmado, y siguió a su prima hacia el interior de la vivienda.

Maki no estaba llorando. Al contrario, se la veía bastante animada.

– Vaya, eso ha sido impresionante -dijo Mamoru, provocando la risa de su prima-. ¿Así que ese era Maekawa?

– Sí, ese era. Empezó a comportarse de un modo muy extraño después del accidente de papá. Estoy segura de que pensó que alguien tan selecto como él jamás podría salir con una chica cuyo padre estuviese en prisión.

– Pero no ha ido a la cárcel. -Gracias a los esfuerzos del abogado Sayama, el intachable expediente de Taizo, y el acuerdo al que llegaron con la familia de Yoko Sugano, la condena se quedaría en un simple apercibimiento, lo mínimo para un conductor que atropella a un peatón. Quizás solo debiese pagar una multa.

– He tenido suerte porque ahora sé cómo es en realidad, aunque me ha costado mucho dejarlo. Ya no me gusta, pero no quiero que la gente piense que me ha abandonado. Estaba orgullosa porque muchas chicas iban tras él. Supongo que me puse a su altura y fui tan arrogante como él.

– Encontrarás un chico mejor.

– Sí. Al siguiente no le preocuparán tanto las apariencias.

– Conozco a alguien que no le importa lo más mínimo lo que piense la gente.

– Pues tendrás que presentármelo.

Mamoru se refería a su jefe, Takano. Aunque, en el fondo, no era el momento más adecuado para hacer las presentaciones. Se había producido cierto distanciamiento entre los dos. Y Mamoru se sentía responsable. No quería hacer correr ningún riesgo a su superior que, por su posición y proximidad, podría convertirse en una víctima colateral más de ese juego macabro. Y, encima, el chico confiaba demasiado en Takano y temía acabar contándoselo todo. De modo que para evitar cualquier desastre, prefirió guardar las distancias.

Al final, fue Takano quien dio un paso adelante. El trece de diciembre llamó a la puerta de los Asano.


* * *

– Sé que es una época del año algo ajetreada -dijo Takano-. Espero que no te moleste que haya venido.

Tenía mucho mejor aspecto, y ni siquiera se le notaban los vendajes que todavía llevaba bajo el jersey.

– ¡Ya estás recuperado! Supongo que tu club de fans estará más tranquilo.

– ¿Mi club de fans?

Maki se coló discretamente en la habitación cargada con una bandeja. En un gesto grácil, colocó las tazas de café frente a los dos jóvenes, aprovechó para dirigir a Takano una sonrisa sutil y sensual, sello distintivo de una buena anfitriona, y se marchó sin hacer el menor ruido.

– Esta debe de ser el miembro más reciente -rió Mamoru-. Pero ándate con ojo, no es ni por asomo tan dócil como aparenta.

Los dos charlaron durante un buen rato sobre todo y nada en particular. Takano seguía sin especificar el motivo de su visita. Y Mamoru prefirió no forzar las cosas.

– Bueno, vayamos al grano -dijo finalmente Takano mientras dejaba su taza vacía sobre la mesa-. Mamoru, has estado actuando de un modo muy extraño últimamente, así que he venido a ver cómo te va. Es imposible cruzar unas palabras contigo en la tienda. Y cuando hablamos por teléfono, casi me respondes de malas maneras.

– Lo siento. -A Mamoru le conmovió comprobar que Takano no le guardaba ningún rencor; solo estaba preocupado.

– Cuéntame, ¿tienes algún problema?

– Lamento haberte dado esa impresión. Pero estoy bien -Se preguntó si la mentira se le vería reflejaba en la cara.

– Bien, es un alivio oírlo. Ahora que hemos aclarado ese punto, quisiera consultar tu opinión sobre cierta cuestión.

– ¿Mi opinión?

– Deja que te explique. ¿Recuerdas a la chica que intentó saltar desde la azotea de las galerías? He estado dándole muchas vueltas y sigo sin entenderlo del todo.

Mamoru recordó que Takano había mencionado a esa chica en el hospital.

– Dijiste que era una estudiante modelo y no una chica problemática, ¿no es cierto?

– Sí, eso por una parte. Y el comportamiento de la madre durante el incidente también me llamó la atención. Lo mire por dónde lo mire, no le encuentro sentido. Y te diré algo más. -De repente, Takano adoptó un semblante grave-. ¿Has oído hablar de la cleptomanía?

– ¿Qué es eso?

– La necesidad patológica de robar. Se trata de un impulso irresistible que te empuja a apropiarte de cosas aunque no las necesites, e incluso teniendo el dinero para pagarlas. Las personas que padecen este trastorno son incontrolables, roban en cualquier lado, una casa, una tienda… Vamos, es una forma de comportamiento compulsivo.

Mamoru, simple alumno de un instituto público, no tenía la suerte de recibir clases de psicología ni de estar familiarizado con ese tipo de palabras, por lo que solo pudo contestar:

– Entonces, ¿estás diciendo que esa chica padecía… esa cosa?

– Eso he averiguado. Tanto ella como sus padres se sienten desamparados. No saben cómo manejar la situación. Sé que está viendo a un especialista.

– Debe de ser muy complicado.

Mamoru recordó las palabras que repitió la suicida: «estoy asustada, muy asustada». Puede que se refiriera al miedo provocado por su falta de autocontrol.

– Y, después, está ese tal Kakiyama que nos atacó a Makino y a mí.

– No se ha vuelto a saber de él. ¿Es cierto que estaba bajo el efecto de las drogas?

Takano negó con la cabeza.

– Eso es lo que sugiere su historial, pero cuando sucedió aquello estaba limpio. El análisis de sangre que le hicieron a posteriori dio negativo.

– ¡Vaya! Pero ¿sabes una cosa? Una vez leí en algún sitio que cuando has estado enganchado a las drogas, puedes ver cosas y perder el control incluso mucho después de haber dejado de consumirlas.

– Sí, la policía también lo mencionó. Se refieren a estos episodios como flash-back.

– Algo me dice que no estás convencido.

Takano lucía una mirada claramente escéptica en la cara.

– Esos dos incidentes ocurrieron en un intervalo de diez días, pero nunca antes había sucedido algo parecido en Laurel -contestó finalmente-. ¿No te parece extraño?

– No es más que una coincidencia. Son casos diametralmente opuestos.

– ¿Eso crees realmente? Yo no estaría tan seguro. Todo esto empezó después de firmar ese contrato con la Ad Academy.

– ¿La Ad Academy?

– ¿Recuerdas las megapantallas? Ad Academy es la compañía que las instaló.

Mamoru recordó el logo que había visto en la pantalla y que creyó reconocer de algún otro sitio.

– El nombre oficial de esta compañía lleva añadida la palabra «marketing» o algo parecido, aunque se la conoce como Ad Academy. Ha conquistado el mercado de pequeñas empresas minoristas como restaurantes familiares y otras cadenas. Lo cierto es que han tenido un éxito fulgurante.

– ¿Es una especie de agencia de publicidad?

– No creo que sea tan sencillo encasillarla en un determinado sector de actividad. Asesoran sobre técnicas de promociones de venta, formación de personal, investigación de mercado, un poco de todo… Al leer el folleto con el que se dan a conocer, uno tiene la impresión de que se venden como alquimistas que poseen la piedra filosofal. Y el hecho es que las empresas que contratan sus servicios registran un notable incremento en las ventas. ¿Por qué si no habría firmado Laurel un acuerdo con ellos?

– ¿Sospechas que pueda haber intimidación? ¿Soborno, tal vez?

– No, nada de eso -rió Takano-. Eso sería mucho más sencillo.

Pero no era oro todo lo que relucía. Corrían rumores sobre Ad Academy. Se decía que llevaban a cabo experimentos polémicos y utilizaban métodos que no podían calificarse de deontológicos.

– Tengo un amigo de la universidad que iba unos cursos por delante de mí y ahora trabaja en un centro de investigación. El caso es que me comentó que Ad Academy había desarrollado una especie de agente químico muy volátil, un estimulante destinado a influir en el comportamiento del consumidor. Y que llegaron a probar su pequeño hallazgo ¡en unos grandes almacenes! Se trata de una sustancia que penetra en el organismo por la nariz al ser difundida a través del sistema de ventilación. Por supuesto, no existen pruebas de que tal barbaridad haya tenido lugar, pero mi fuente es fidedigna y considero que son rumores fundados.

– ¿Y para qué querrían un estimulante? ¿Para atraer a los clientes o algo parecido?

– Para estimular su deseo de comprar.

Mamoru escuchó sin dar crédito.

– Ya habrás oído hablar de la compra compulsiva, ¿verdad? Consiste en comprar productos de forma indiscriminada e incontrolada, sin que exista una verdadera necesidad de adquirirlos. Suele tratarse de artículos cuyo precio de venta se sitúa por encima del poder adquisitivo del consumidor, el cual no efectúa ningún cálculo racional entre el coste que representa y el beneficio que le traerá dicho producto. Ya te imaginas lo que pasa cuando el comprador compulsivo despierta de su letargo consumista: se arrepiente. Ahora bien, si los mandamases de una tienda pudiesen inducir ese tipo de impulso artificialmente y condicionar a los clientes, no tendrían más que quedarse sentados y ver cómo sus artículos vuelan de las estanterías.

– O sea, ¿los clientes actuarían sin mesura como cuando hay rebajas?

– ¡Exacto! Lo que suena en Laurel durante las rebajas es música enérgica. En las secciones de Muebles y Joyería, por otro lado, ponen algo más suave y relajante con la intención de que el cliente se tome su tiempo cuando pasa por allí. Obviamente solo controlamos los impulsos de nuestros clientes hacia cierto punto. En Ad Academy van unos pasos más allá.

– Pone los pelos de punta.

– Y en los restaurantes, sucede algo similar. La sensación de hambre no procede del estómago sino de una zona del cerebro, el hipotálamo. De esta manera, es el cerebro el que activa el apetito y nos ordena comer cuando nuestro estómago está vacío o parar cuando está lleno. ¿Me creerías si te dijera que mediante el uso de drogas, de música u ondas sonoras determinadas, puedes engañar a tu cerebro y hacer que active el apetito y te ordene comer pese a que ya estés saciado?

– ¿Aún estando totalmente lleno?

– ¡Claro! Mira hasta dónde son capaces de llegar para fomentar las ventas. Durante una época, se puso de moda perder peso mediante la hipnosis. Se valen de los mismos procedimientos para inducir el efecto contrario.

Mamoru intentó procesar todo aquello.

– Así que, ¿insinúas que Ad Academy está recurriendo a métodos similares en Laurel?

– Pondría la mano en el fuego por ello.

– ¿Y has llegado a esa conclusión después de los dos incidentes? ¿Por qué?

– Efectos secundarios -repuso Takano sin un atisbo de duda-. Las víctimas sufren efectos adversos. Te voy a poner un ejemplo. Yo soy alérgico a la penicilina. De administrármela, moriría en el acto. Ciertas personas no pueden utilizar detergente porque les irrita la piel. Asimismo, las técnicas de inducción desarrolladas por Ad Academy pueden resultar contraproducentes para ciertos sujetos.

»La chica que intentó suicidarse y el hombre que me atacó tenían algo en común. Ambos estaban o estuvieron bajo tratamiento médico. De la primera, averigüé que le fue diagnosticado un caso de trastorno depresivo y estaba bajo tratamiento con sedantes. Del segundo, el tal Kakiyama, se sabe que consumió drogas en el pasado. Y esos repentinos flash-back de los que hablábamos pueden ser provocados por algo tan inocuo como un vaso de cerveza o una pastilla contra la gripe.

A Mamoru le pareció una locura.

– En resumen, crees que Ad Academy está utilizando una especie de fármaco casero para lograr que la gente gaste más dinero, que esa sustancia interactuó con el tratamiento que seguían esas dos personas, y que por ello perdieron el control. ¿Es eso lo que intentas decirme?

– Esa fue la idea que contemplé al principio, pero me encuentro en un callejón sin salida -suspiró Takano-. Pregunté al personal de mantenimiento. Para ellos, no existen signos de manipulación. Llevar a cabo semejante plan no es ninguna tontería. Requiere un importante dispositivo que no pasaría desapercibido. No es cuestión de vaporizar un poco de producto aquí y allá. Por otra parte, ese Kakiyama… Sus análisis estaban limpios, y dudo que Ad Academy sea capaz de producir sustancias químicas que no puedan ser detectadas.

– Entonces, ¿estás de nuevo en el punto de partida?

– Eso es precisamente lo que…

Alguien llamó y, acto seguido, abrió la puerta. Era Maki.

– Lleváis mucho tiempo charlando. ¿Qué tal otra taza de café? -Entró cargada con una cafetera y unas porciones de tarta de queso-. Acabo de prepararlo. Espero que te gusten los dulces.

En cuanto Mamoru reparó en la alegre expresión de Maki al servirles el café, supo que su prima estaba recuperada de su ruptura sentimental.

– ¿Qué decíais sobre Ad Academy? -preguntó antes de acomodarse como si tal cosa en una silla.

– ¿Hum?

– ¿De eso estabais hablando, no? No he podido evitar escucharos. Yo tuve una experiencia horrible con ellos.

– ¿Qué sucedió? -Su revelación despertó el interés de Takano.

– ¡Oh, el logo! ¡Ya me acuerdo! -interrumpió Mamoru sin pretenderlo. Pero, de súbito, supo perfectamente a qué se refería su prima-. ¡El preestreno!

Maki lanzó a su primo una mirada que venía a advertirle que se quedara calladito y, hecho esto, se volvió hacia Takano.

– Exacto. Proyectaron el preestreno de una película patrocinada conjuntamente por Ad Academy y una marca de cosmética. La película no estuvo mal, lo peor vino luego, en el vestíbulo. La marca de cosmética tenía montado un importante despliegue comercial para vender su nueva gama de productos a los asistentes. Yo compré un montón de cosas que, en realidad, no necesitaba. En cuanto llegué a casa, me arrepentí, pero no iba a tirarlos a la basura sin más, ¿no?

– Supongo que no. -La breve respuesta de Takano animó a Maki a continuar.

– Así que los utilicé, pero me salió una horrible erupción cutánea. Por muchas invitaciones que me manden, no volveré a participar en un acto organizado por ellos ni en broma.

– Sí, una vez me diste una de esas invitaciones.-Y fue precisamente en ese trozo de papel donde Mamoru vio el logo por primera vez.

– Pero no fuiste, ¿no?

– No me acuerdo. De todos modos, fuiste tú quien se gastó todo ese dinero. Deberías culparte a ti misma y a nadie más.

– Es que me dejé llevar por el momento. Yo no suelo comprar ese tipo de productos. De hecho, llevo mucho cuidado con el maquillaje que utilizo.

De repente, Takano se sobresaltó.

– ¡Eso es!

– ¿Qué pasa?

– Maki, no te dejaste llevar por el momento. Te condicionaron mediante publicidad subliminal.

Maki y Mamoru intercambiaron una mirada de desconcierto.

– ¿Publicidad sublimi-qué?

– Subliminal. Publicidad subliminal. -Takano esperó de sus interlocutores una señal de que entendían a que se refería. Al cabo de un rato, ya resignado, preguntó a Mamoru-: ¿Tienes un diccionario por ahí?

Fue Maki quien se puso en pie y salió corriendo hacia su habitación. Regresó con un diccionario del tamaño de una guía telefónica.

Mientras Takano buscaba la palabra, Mamoru le susurró a su prima:

– ¿Qué haces tú con un diccionario tan enorme?

– Lo gané en una partida de bingo. Fue horrible, no te puedes imaginar lo que me costó cargar con él hasta casa.

– ¡Aquí está! -Takano les mostró la página. El término que buscaba quedaba situado bajo la entrada «publicidad».

– subliminal: (que influye en la conducta aunque no es percibido por la conciencia). Caracteriza el mensaje audiovisual cuyas características de emisión quedan por debajo del umbral de la percepción sensorial. Dicho mensaje se difunde durante un lapso de tiempo tan breve que el espectador no puede percibirlo a nivel consciente, aunque sí a nivel subconsciente. De esta manera, el estímulo a priori imperceptible queda registrado por el cerebro con el fin de influir en la conducta del individuo y empujarlo, en este caso, a consumir un producto determinado. Este modelo de publicidad fue enunciado en 1957 por el estadounidense J. Vicary y desarrollado por la Precon Process and Equipment Corporation. El experimento llevado a cabo consistía en insertar imágenes a una velocidad comprendida entre 3 y 20 milésimas de segundo. El ojo humano no sería capaz de captar dichas imágenes que, por el contrario, sí quedarían grabadas en el subconsciente. El resultado fue un incremento del cincuenta por ciento en las ventas de palomitas y del treinta por ciento en las ventas de Coca-Cola. Por razones éticas obvias, la Comisión Federal de Comercio declaró este tipo de publicidad ilegal.

– Lo que significa, Maki, que mientras veías esa película, tu cerebro probablemente registró los anuncios de productos cosméticos sin que te dieses cuenta -explicó Takano.

Mamoru por fin empezaba a entenderlo todo.

– En Colombo, hubo un episodio llamado «Doble exposición» y esa era la técnica que empleaba el asesino.

– ¡Exacto! ¡De eso precisamente estoy hablando!

– ¡No es nada justo! -Maki echaba chispas.

– En Japón, la publicidad subliminal está ilegalizada porque faltan estudios que hayan documentado sus verdaderos efectos. Estoy seguro de que Ad Academy no dudaría en utilizar semejantes métodos. De hecho, para ellos, parece que el fin justifica los medios. Bien sabía yo que algún tipo de técnica empleaban en Laurel para influir en el comportamiento de los clientes.

– ¡Te refieres a las pantallas de vídeo! -exclamó Mamoru.

– Exacto. Ad Academy estaba dispuesta a todo para conseguir un cliente tan importante como unos grandes almacenes. De ahí que hayan sacado la artillería pesada, su dispositivo más novedoso: esas pantallas gigantes que difunden spots ambientales.

Los tres guardaron silencio durante un momento hasta que Maki intervino con un tono serio nada propio de ella.

– Pero ¿no decías que se desconoce el impacto que esas técnicas pueden tener sobre las personas?

– No conocemos muy bien los efectos, pero eso no significa que no los haya. Y es posible que Ad Academy haya avanzado en sus investigaciones sobre la publicidad subliminal. Tal vez hayan puesto a punto un método nuevo. No sé… ¿Por qué no influir en el subconsciente mediante ciertos sonidos y colores como apoyo a las imágenes?

Mamoru se removió en su asiento.

– ¡Hay que hacer algo! No podemos permitir que ocurran más accidentes.

Takano negó lentamente con la cabeza.

– He estado investigando y no he dado con ningún artículo que explore los efectos psicóticos provocados por la publicidad subliminal. En teoría no es posible. No importa el método que utilicen porque, al fin y al cabo, no es más que publicidad.

Así que a eso se refería Takano cuando dijo que se encontraba en un callejón sin salida.

– ¿Es cierto que han subido las ventas de repente, sin ninguna razón aparente? -Maki intentó aportar su granito de arena.

– No. Las ventas siempre se disparan a finales de año. Y según las cifras de las que disponemos, estamos viendo la curva exacta que en un principio predijimos.

– Ya han pasado cuarenta días desde que instalaron esas pantallas. Lo peor quizás esté por venir.

– Pero el problema sigue siendo el mismo. Por mucho dinero que se sacase con todo esto, ¿quién estaría dispuesto a emplear medios que puedan desencadenar comportamientos peligrosos? Ni los peces gordos que están al mando de Laurel pueden ser tan cicateros.

Takano tomó un sorbo de café, ya frío. Mamoru se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared.

– ¿Se ha notado algún otro cambio de conducta? -Maki hacía lo que podía por ayudar a Takano-. No sé, tal vez personas que se hayan mostrado más agradables que de costumbre.

– ¿Clientes o empleados?

– Clientes. Quizás alguien que se haya deshecho en halagos con un producto en particular. Cualquier otro tipo de comportamiento extraño que haya podido ser causado por un estimulante…

– A la gente le enloquece todo tipo de cosas. Hay algunas personas que adoran el dinero y otras, como Sato, a las que les entusiasma ver fotografías de montañas y desiertos.

– ¿Y a ti Mamoru? ¿Qué es lo que te vuelve loco? -Maki le dio un golpecito juguetón en la cabeza con la bandeja que llevaba en la mano. Takano se echó a reír.

– Espera un momento -dijo Mamoru mientras esquivaba otro golpe en la cabeza-. Sí hay alguien que últimamente se ha mostrado más excitado de lo normal. Makino.

– ¿Makino? -Takano enarcó ambas cejas, perplejo-. Estuvo en las Fuerzas de Autodefensa. De haber un golpe de estado, ni se inmutaría.

– Ya. Y seguro que después se dedicaría a recoger fragmentos de granadas para llevárselas a casa como recuerdo. Pero el día que arrestó al cleptómano de las ocho reincidencias, Makino parecía fuera de sí. Se lo estaba pasando en grande. Y, sin embargo, poco después, cuando le pregunté acerca de ello, me dijo que estaba aburrido. Y ahora que lo pienso, los demás guardas de seguridad están algo alterados últimamente. ¡Por lo visto, se quejan de que la proporción de hurtos ha bajado de forma drástica!

– Hum. ¿También en las demás secciones? -dijo Takano como dando voz a sus pensamientos-. ¿Los hurtos están descendiendo?

– Tú debes de saberlo mejor que nadie. Tienes las cifras, Takano.

– Nunca podemos cuantificar las pérdidas correspondientes a los hurtos hasta que se hace inventario. Pero ahora que lo mencionas…

Mamoru y Maki lo miraron fijamente, inquietos.

La expresión de Takano fue iluminándose gradualmente.

– ¡Eso es! -exclamó-. ¡Los hurtos! Ad Academy ha desarrollado sus anuncios no solo para incrementar las ventas sino también para reducir los hurtos.

Solo la Sección de Libros perdía unos cuatro millones de yenes al año. Madame Anzai ya había expresado su indignación por una situación en la que el perjuicio económico causado por los ladrones equivalía a los beneficios generados en un mes de trabajo.

– Pero ¿por qué tomarse la molestia de instalar un equipo tan aparatoso y caro para eso? Contratar más guardas de seguridad sería igualmente efectivo y mucho más económico.

– Escucha un momento -dijo Takano que se volvió hacia el chico-. Para empezar, esa pantalla actúa como elemento decorativo en cada planta. Además, ofrece información sobre diferentes productos, por lo que también tiene un fin publicitario. Ahora bien, si encima puedes insertar algunos fotogramas subliminales para disuadir a los clientes de cometer hurtos… ¡Dos pájaros de un tiro! Tienes razón, Mamoru. Sí esas pantallas solo sirviesen para prevenir los hurtos, perderíamos dinero. Pero resulta que contamos con mensajes subliminales que reducen el número de hurtos. ¡Es mucho más rentable que contratar a todo un equipo de guardas de seguridad!

«Hoy ha sido muy descuidado». Esas fueron las palabras de Makino al describir a ese ratero que había atrapado. «No suele operar de ese modo». Mamoru recordaba perfectamente que a Makino le sorprendió que le hubiese resultado tan fácil atrapar a ese hombre.

– Deben de intercalar algún tipo de mensaje subliminal con escenas de detenciones o guardas de seguridad que van tras los rateros. Cuando se disponen a apropiarse de algún artículo, el vídeo los convence de que alguien acabará pillándolos con las manos en la masa. Imagino que eso debe de desestabilizarlos y por ello es más fácil atraparlos. Y, por ende, los hurtos acaban descendiendo.

»La chica y el hombre que presentaron esos episodios psicóticos tenían algo en común. Ambos eran mentalmente vulnerables. Por un lado, tenemos a una persona que sufría una tendencia cleptómana; por otro lado, un adicto a las drogas que contaba con antecedentes penales. Pues imagina que su subconsciente se ve bombardeado por semejantes mensajes. ¡Se les acaban cruzando los cables! ¡El conjunto de factores es nitroglicerina pura!

– Es horrible. -Maki se estremeció-. Y eso que a nosotros nos gusta creer que actuamos por voluntad propia.

«Puedo someter a las personas a mi voluntad.» De nuevo, la espeluznante voz resonaba en la mente de Mamoru. «Es demasiado pronto para que todo cobre sentido en tu cabeza.»

– Vayamos a comprobarlo -terció Mamoru con determinación-. La cinta debe de estar en la sala de control de seguridad. Podríamos echar un vistazo y ver qué averiguamos.

Takano se dio una palmada en la rodilla.

– Podría valer la pena pero ¿cómo conseguirlo? La puerta está cerrada y nadie que no esté autorizado puede entrar ahí. Además, las cintas están guardadas bajo llave en un armario. Ni siquiera yo tengo acceso.

«Al rescate de nuevo», se resignó Mamoru. ¿Qué otra opción tenía sino recurrir a sus habilidades de cerrajero?

Maki tuvo que presentir que su primo tenía algo en mente porque se levantó con la intención de dejarlos a solas.

– Iré a fregar estos platos. Tomaros vuestro tiempo.

Una vez se hubo marchado, Takano se volvió para mirar a Mamoru a la cara. El chico aún no había resuelto el dilema. Jamás le había contado a nadie lo que Gramps le había enseñado. Pretendía guardárselo para sí mismo, pero tampoco estaba dispuesto a mentir a Takano.

– ¿Sabes, Takano? -empezó-. Creo que tengo el modo de entrar en esa sala y de extraer las cintas.

– ¿Tú?

– Es difícil de explicar y, en realidad, no me apetece mucho intentarlo, así que te pido que confíes en mí.

Takano reflexionó durante unos instantes.

– Cuando saliste a la azotea para rescatar a esa chica… Dijiste que la puerta estaba abierta… -Su semblante se hizo grave-. Y, sin embargo, cuando lo comprobé más tarde, reparé en el candado. ¿Acaso pretendes hacer algo… parecido, otra vez?

Mamoru asintió.

Takano enmudeció durante un buen par de minutos antes de añadir:

– Cuenta conmigo. ¿Cuál es el plan?


* * *

Decidieron pasar a la acción la noche siguiente, víspera de Año Nuevo. Después del cierre, los grandes almacenes no volverían a abrir sus puertas hasta el tres de enero, de modo que contarían con tiempo de sobra. Tras la jornada de trabajo, los empleados asistieron a una breve fiesta en la que se celebraba formalmente el fin de año. Cuando todo acabó, Mamoru fingió marcharse y se escondió en los aseos. Al cabo de una hora, los pasillos estaban vacíos y las luces apagadas, excepto las de emergencia y las de la sala de los vigilantes. Mamoru sacó su linterna del bolsillo y se adentró en las galerías sumidas en las tinieblas.

Había trazado su ruta durante el día, por lo que no tuvo problemas a la hora de encontrar el camino a seguir. Se agachó, se deslizó sigilosamente junto a las paredes y sorteó la indiscreta mirada de las cámaras de seguridad. Se detuvo en varias ocasiones para sacar un pequeño bote de desodorante y hacer una ligera pulverización. Las partículas en suspensión le ayudaron a detectar el sistema de infrarrojos diseminado en su itinerario.

Mamoru había pasado la tarde hablando con los guardas y vagando por los grandes almacenes. Incluso leyó el folleto de la agencia de seguridad contratada por Laurel. Procedió con suma prudencia para no levantar la menor sospecha. Uno de los guardas se sintió tan agradecido por su muestra de interés que se tomó su tiempo para explicarle cómo funcionaba todo.

Tenía la ventaja de que los vigilantes lo consideraban un chico servicial y diligente. Mamoru era experto en adoptar una expresión de pura inocencia, una cualidad que, sin duda, le había enseñado su madre. Aquella noche, mientras progresaba en su avance por las galerías, se sintió agradecido por ambas cosas.

La puerta de la sala de control de seguridad le entretuvo unos minutos. Se trataba de un sistema de abertura electrónico que se activaba desde un diminuto teclado numerado del 1 a 12 y con las letras A, B y C. Necesitaba dar con la contraseña.

Mamoru se arrodilló y apuntó la linterna hacia el teclado cuyos detalles examinó detenidamente. De las quince teclas, cinco reflejaban un sutil brillo que unos dedos algo sudorosos o grasientos habían dejado al introducir el código.

De nuevo, Mamoru recurrió a la levadura. La aplicó con un pincel sobre los cinco botones identificados. Cuatro mostraban con toda nitidez la huella dactilar de la última persona que accedió a la sala de control. El 3, el 7 y el 9 y la A. Mamoru sacó un ordenador de bolsillo en el que pretendía ejecutar un programa que determinara las posibles combinaciones. No le debía a Gramps ese último truco, tampoco era un invento propio, sino que lo tomó prestado de una revista de informática que, con descaro, lo divulgó en sus páginas.

Hasta ese momento, todo bien. Pero Mamoru recordó un dato que iba a simplificarlo todo mucho más. Laurel se encontraba en el término del distrito de Joto cuyo código postal correspondía al número 379. Lo único que tenía que hacer era averiguar dónde colocar esa A, y eso reducía las probabilidades a cuatro combinaciones posibles que se dispuso a introducir una tras otra en el teclado. La ganadora resultó ser la 3A79. No fue demasiado complicado.

Una vez dentro de la sala, solo tenía que abrir el armario que contenía las cintas proyectadas en las pantallas de cada planta. De algún modo, la palabra «armario» empleada en su momento por Takano quedaba bastante alejada de la realidad. Se trataba más bien de una caja fuerte equipada con una cerradura de combinación numérica. Lo que demostraba que Ad Academy no escatimaba en medios para mantener en un lugar bien seguro el contenido y, por extensión, que quizás tuviera algo que ocultar.

Antes de examinar la cerradura que le tocaba desarmar, el chico echó un vistazo alrededor del habitáculo. Por la manera en la que la persona encargada de custodiar aquel lugar le había regalado la primera contraseña, no debía de ser especialmente cautelosa. Mamoru pensó que tal vez hubiese anotado la combinación de la caja fuerte en una libreta que podía haber guardado en un cajón, bajo el teléfono, en el interior de un jarrón o bajo la alfombra…

Pero no encontró nada. Era posible que el guarda la llevara consigo. Mamoru cejó en su empeñó y se puso manos a la obra.

Lo primero que hizo fue colocar la punta de una mina de lápiz en el centro de la rueda giratoria. A continuación, pegó un trocito de papel blanco al otro extremo. El resultado le hizo pensar en el punzón y el rollo de papel utilizados en los sismógrafos.

Hecho esto, el chico pegó la oreja izquierda a la fría superficie de la caja y empezó a girar la rueda con minuciosidad. En ciertos puntos, la cerradura respondía con un distintivo clic, un leve movimiento que gracias a la mina de lápiz quedaba marcado en el papel. En esos puntos, se alineaban los pasadores. Acto seguido, el chico echó un vistazo al papel, contó las marcas y giró la rueda según sus cálculos.

Tardó unos treinta minutos en abrirla. Empapado en sudor, agarró las tres cintas, retrocedió por los pasillos y se escabulló por la ventana de los aseos. Las alarmas solo se activaban si la ventana era forzada desde el exterior, no si se abría normalmente.

Takano lo esperaba en el aparcamiento. Abrió la puerta de su coche y acució al chico a montarse.

– Un amigo nos espera en su estudio de edición. ¡Venga, vámonos!

El compañero de universidad de Takano era ingeniero de sonido. Se llamaba Kamoshida. Su estatura de gigante, combinada con una fisionomía que denotaba gran afabilidad, le hacía parecer un oso de peluche.

A juzgar por el blanco impoluto de sus suelos de linóleo y sus paredes insonorizadas, el estudio era nuevo. El espacio quedaba abarrotado por aparatos equipados con teclados y contadores de metraje.

Kamoshida se puso manos a la obra de inmediato. En primer lugar, introdujo la cinta que Mamoru había tomado «prestada» en un reproductor y tecleó en el ordenador la señal de comienzo correspondiente a cada fotograma antes de pasar a verlas en pantalla. Dado que cada segundo de la cinta contenía treinta fotogramas, fue un proceso muy lento. La cinta reveló su primer secreto en el fotograma número veinticinco: la imagen de un guarda de seguridad reduciendo a un ladrón en unos grandes almacenes. En el rostro del delincuente se leía su impotencia.

En la siguiente toma insertada, aparecían tres policías que, con las manos en las porras que sujetaban sus cinturones, corrían hacia la cámara con tanta rapidez que el viento parecía inflarles las mangas de las camisas.

Un hombre apresado por dos agentes, con el brazo retorcido a la espalda.

Una mujer que, perseguida por un guarda de seguridad, volvía la vista atrás boquiabierta, en un grito silencioso.

Una toma oculta tras otra se sucedían confirmando secuencias desagradables intercaladas entre escenas otoñales de hojas rojizas, entre paradisíacas imágenes del Pacífico o de desfiles de modelos.

Kamoshida dejó escapar un silbido.

– Así que no se les ocurrió otra cosa para luchar contra los hurtos…

– Nadie sabe qué empuja a la gente a robar -gimió Takano-. Esto no es más que una técnica de intimidación.

– Y también lo que impulsó esos episodios psicóticos -dijo Mamoru, sin apartar la vista de la pantalla del ordenador.

– ¡Imagina los efectos que podría tener en personas mentalmente inestables! -añadió Takano.

Kamoshida se giró sobre su silla y miró a Takano y al chico.

– Si los efectos de la publicidad subliminal no han sido reconocidos, ¿cómo piensas demostrar alguna relación de causa-efecto?

– Bueno, cuando los incidentes tuvieron lugar, eran estas las imágenes proyectadas.

– Es cierto, tú viste las secuencias de las hojas. Hasta ahí, bien. Pero no puedes demostrar que las secuencias subliminales ya estaban en las cintas cuando sucedieron los incidentes. -Kamoshida se encogió de hombros-. Te diré qué vamos a hacer. Me pasaré aquí toda la noche extrayendo el contenido subliminal de los tres vídeos. Aunque no nos servirá de mucho, pues Ad Academy volverá a la carga con otras nuevas. No puedes detenerlos.

Takano se quedó sentado un momento. Su mirada erraba por la pantalla en la que ya no aparecía ninguna imagen.

– ¿Podrías hacerme una copia? -preguntó por fin.

En el silencio del estudio, oyeron el chasquido del termostato. A Mamoru le dio escalofríos.


* * *

Kazuko Takagi pasó los últimos días del año en una cafetería llamada Cerberus. El local quedaba situado en una ciudad alejada tanto de Tokio como de la casa de sus padres.

Cerberus era un lugar diminuto en el que diez clientes bastaban para superar el aforo. Un hombre llamado Mitamura, de la misma edad de Kazuko, lo regentaba. Había pasado una semana desde que abandonó su apartamento. Ahora se alojaba en un piso alquilado por semanas. Kazuko estaba sentada en un banco del parque, sola, cuando conoció a Mitamura.

– ¿Qué haces aquí sentada cada día? -le había preguntado.

Kazuko alzó la vista, aunque permaneció callada. Daba por sentado lo que ese joven añadiría a continuación. «¿No nos hemos visto antes?». O quizás: «Si no tienes ningún plan en particular, ¿por qué no hacemos algo tú y yo?».

Y ocurrió tal y como había imaginado.

– ¿Te apetece una taza de café en ese local de ahí? -Señaló el Cerberus que quedaba en la acera de enfrente-. Te garantizo que hacen un café muy bueno. Es mi local.

Kazuko parpadeó, sorprendida. Miró primero a su interlocutor y, después, el cartel de Cerberus.

Él se echó a reír.

– Me cargué al propietario y usurpé su lugar. Su cadáver sigue ahí mismo, secándose bajo las tablas del suelo. ¡Venga! Estoy de coña. El bar es mío. Al menos, una de las columnas. El resto todavía pertenece al banco.

– ¿Por qué me invitas? -preguntó sin ambages Kazuko.

– Algunas de mis dientas tienen a sus niños en esa guardería de ahí. Parece que no les hace muchas gracia que te tires horas observándolos.

Kazuko echó un vistazo al jardín de infancia situado junto al parque. Los pequeños, ataviados con uniformes de color azul marino, jugaban felices en el diminuto patio de recreo.

– ¿Qué quieres decir?¿Que están algo inquietas porque me siento aquí cada día y miro en esa dirección?

– Pues sí. Ha habido algunos infanticidios últimamente. Todas están con los nervios a flor de piel.

Kazuko no pudo evitar sonreír. Ella no miraba la guardería por ninguna razón en particular. Se quedaba ahí sentada, con semblante desesperado, y con la impresión de que si la vida de alguien corría peligro, no era otra que la suya. ¡Menudo susto debían de haberse llevado las madres!

– ¡Vaya! ¡Una sonrisa! -se entusiasmó el hombre-. Alguien con una sonrisa tan bonita no puede ser peligroso. Arreglaré las cosas con esas madres. ¿Y si aceptas ese café como señal de disculpa por haber sido tan grosero contigo?

Y fue así como Kazuko acabó en el Cerberus. Detrás de ese nombre tan poco habitual, se escondía un local cálido y confortable. Servían un café fuerte y caliente. Mitamura se presentó y le contó cómo había levantado el Cerberus. En realidad, hablaba como si hubiese sido un proyecto de lo más sencillo. Estaba tan absorto en la historia, que ni siquiera le preguntó su nombre.

– ¿Quién eligió el nombre del local? -inquirió ella mientras se acomodaba en un taburete.

– Yo mismo. Es diferente, ¿no te parece?

– Sí, suena a monstruo o algo parecido.

– Has dado en el clavo. Según la mitología griega, Cerbero es el perro que custodia las puertas del infierno.

– ¿Y por qué llamaste así a tu bar?

– Me gusta la idea de que esta cafetería sea la puerta al infierno. Así, cuando los clientes salgan por ella, lo dejarán atrás. Por muy mal que se pongan las cosas, jamás serán peor que en el propio averno.

Kazuko sonrió y aceptó gustosa la oferta de Mitamura. Después de aquel encuentro, iba al Cerberus todos los días. E incluso si había demasiados clientes, y Mitamura siempre andaba demasiado atareado como para intercambiar unas palabras con ella, a Kazuko le divertía observarlo.

– ¿Qué vas a hacer en Año Nuevo? ¿Un viajecito, tal vez? -Mitamura sacó el tema la misma tarde de Nochevieja.

Kazuko negó con la cabeza.

– No tengo planes. Me quedaré sola en casa.

Ya les había anunciado a sus padres que no la esperaran. No quería ponérselo tan fácil a su perseguidor.

Perseguidor. Sí, Kazuko se veía definitivamente como alguien que estaba siendo perseguido.

– Oye, cerraré esta tarde y no volveré a abrir hasta pasada la medianoche, cuando ya estemos en Año Nuevo. Es el lugar de encuentro de los que regresan de su visita al santuario local. ¿Te apetece acompañarme al santuario antes de abrir? Hará frío a esas horas de la noche, pero será agradable.

Kazuko accedió. Era consciente de que cuando estaba sola se sentía asustada pero si, por el contrario, alguien la acompañaba, sus miedos se disipaban.

– De acuerdo pero con una condición-repuso ella.

– ¿Cuál?

– ¿Querrías acompañarme antes a mi apartamento? Está algo lejos y me gustaría recoger unas cosas.

Durante un instante, Mitamura la observó con atención, como si se preguntara qué tipo de vida llevaría ella.

– Claro, sin problemas -respondió al final.

Tras disculparse por el pésimo estado de su viejo Mini Cooper, Mitamura condujo a Kazuko hasta su apartamento.

– Todos mis ahorros fueron a parar a la hipoteca del local, así que tendré que apañarme con este coche una buena temporada.

– Mientras siga llevándote adonde quieras, no te quejes.

Había cinco o seis cartas en su buzón. La mayoría para publicidad de venta por catálogo y tarjetas de crédito, nada muy trascendente. Aunque le llamó la atención un sobre en el que no figuraba remitente alguno. Kazuko lo abrió. No había más que una breve nota.

Creo que puedo ayudarte. Eres la única que queda. Te espero el 7 de enero en el Ginza Mullion a las 3 de la tarde. Hablaremos allí. No le digas nada a nadie y ten mucho cuidado. Estás en peligro.

Kazuko se quedó paralizada con la carta en la mano. Mitamura se acercó a ella.

– ¿Qué pasa? ¿Acaso no has pagado el alquiler y el casero te está acosando? -Entonces, reparó en que la chica se había puesto totalmente pálida-. ¿Qué ocurre? -repitió, esta vez en serio.

Kazuko le pasó la carta. Mitamura la leyó y la miró, perplejo.

– ¿Qué es esto?

Kazuko empezó a temblar y no encontró el modo de serenarse. Se quedó allí plantada durante un buen rato, aferrada al brazo de Mitamura.

– ¿No me tomarás por una loca? -inquirió por fin-. No he estado contando más que mentiras, y todos se las tragan. Si cuento la verdad ahora, me asusta que nadie me crea.

Empezó a sincerarse y se lo relató todo.

Mitamura sugirió que siguiera las instrucciones de la carta.

– Yo te acompañaré. Habrá mucha gente allí. No puede pasar nada. Tenemos que averiguar lo que esa persona tiene que decir.

– Me asesinarán.

– Por supuesto que no. Ya no estás sola.

Esa noche, Kazuko pagó el alquiler de la semana pendiente del piso, recogió sus cosas y se mudó al Cerberus. No fue hasta llegar allí cuando, finalmente, se permitió llorar.

Más tarde, mientras regresaban de su visita al santuario, se toparon con una chica que repartía folletos en la carretera. Aguardaba frente a un cartel que decía: «La doctrina del Señor». Otra mujer que parecía ser su madre la acompañaba en sus cánticos y sus voces eran cristalinas y hermosas. La chica se acercó a Kazuko y le entregó un folleto.

– Es un verso de la biblia. Por favor, léalo. Que Dios la bendiga.

Kazuko aceptó el papel y, de repente, tuvo la sensación de tener entre las manos algo valioso, algo sagrado. Todavía no lo había leído cuando se montó en el coche de Mitamura. Su mirada se posó entonces sobre ese verso extraído del Libro de las Revelaciones. Sobrecogida por la siniestra evocación que se desprendía de las líneas, estrujó el panfleto y lo lanzó al cenicero que quedaba junto al salpicadero.

– ¿Qué decía? -quiso saber Mitamura.

– No lo he entendido -masculló.

Kazuko miró por la ventanilla. En algunas horas, el sol se levantaría, aniquilando las tinieblas. Un año nuevo empezaría en una ciudad nueva. Pero las agrias palabras del folleto se habían grabado a fuego en su corazón.

«Y yo miré. Contemplé un caballo pálido, y el nombre de su jinete era la Muerte. Y el infierno lo seguía.»

Si Mamoru Kusaka no se daba prisa, Kazuko estaba destinada a morir en una semana.

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