Efecto en cadena
Una y otra vez, una y otra vez.
El interrogatorio policial se repetía implacable, sin darle tregua. Se sentía como un actor mediocre al que obligaban a repetir varias veces la misma escena hasta que alguien decidía que ya era suficiente.
– Voy a preguntárselo de nuevo -le advirtió por quinta o sexta vez. No obstante, él prefirió actuar con docilidad. El detective que había retomado el mando del interrogatorio inició su intervención con una frase que ya le resultaba bastante familiar-: Detengámonos una vez más en este punto.
Todos los humanos no eran iguales: unos eran pobres y otros ricos; algunos nacían con un don y otros no; los había que sufrían enfermedades y los que gozaban de buena salud. El tribunal de justicia era el único lugar donde todos eran tratados por igual. Alguien mencionó esa frase cuando él aún era estudiante y, desde entonces, la llevaba grabada a fuego en la memoria.
Y en esos momentos, tenía una aportación que hacer a dicha premisa: los humanos también eran tratados por igual en las comisarías. Nada de lo que dispusiera le podía ser útil ahí. Sus amigos, que tanto habían hecho por él en el pasado, no le servían de nada. Todos los detectives mostraban una cortesía impecable e incluso le dejaban prender un cigarrillo cuando se le antojaba fumar. Las preguntas, en cambio, seguían repitiéndose sin piedad. Si los agentes detectaban algún tipo de variación en la respuesta, por muy ínfima que fuese, lo interrumpían en seco. «Espere un momento, ¿acaso no ha dicho otra cosa distinta antes?».
En esos momentos, se sentía como un trozo de queso rancio que los detectives, cual ratones, iban poco a poco mordisqueando y haciendo migas. Un trocito por aquí, otro por allá… Su destino ya estaba sellado. Por suerte para él, despertó rápido de su ensueño. Ya no había ni ratones ni queso.
«No sería capaz de soportar semejantes vejaciones si la verdad no fuese algo tan simple», pensó. Esa faceta de su personalidad que siempre era capaz de poner en tela de juicio sus propias acciones admiró la persistencia de los detectives.
– ¿Dónde se encontraba cuando presenció el accidente?
– Quizá a unos diez metros de distancia. Ella corría hacia la intersección. Se alejaba cada vez más de donde yo me encontraba.
– ¿Y qué estaba haciendo usted allí?
– Paseando.
– ¿Qué hora era?
– Pasada la medianoche.
– ¿Y hacia dónde se dirigía exactamente a esas horas de la noche?
– Una amiga mía vive en un apartamento que queda cerca. Iba a hacerle una visita.
– ¿Cómo de cerca?
– En el mismo barrio. A unos diez minutos a pie.
– Es una buena caminata. ¿Por qué iba a pie entonces? Ha dicho que se apeó del taxi en la misma calle donde bajó Yoko Sugano y que luego echó a andar. ¿Por qué? ¿Por qué no pidió al taxista que lo dejara en casa de su amiga?
– Siempre hago la misma ruta. La mitad del viaje en taxi, y la otra mitad a pie.
– Es una práctica algo extraña. ¿A qué se debe?
– Soy un empresario de éxito.
– De mucho éxito, diría yo.
– Pues sí, gracias. Comprenderá entonces que he de ser discreto. En otras palabras…
– Deje que le ayude a acabar su frase. En otras palabras, cuando usted, el vicepresidente de la compañía Shin Nippon, decide ir a visitar a una señorita en mitad de la noche, toma las precauciones necesarias para pasar desapercibido. Sería todo un escándalo y, si su mujer se enterase, podría verse arrastrado a una situación desagradable. ¿Es eso lo que insinúa?
– Exacto.
– Esa «amiga» de la que habla es Hiromi Ida, de veinticinco años.
– Sí.
– Usted paga el alquiler de su apartamento que es además su lugar de encuentro. Y puesto que es usted muy discreto, solo acude allí de noche, ¿verdad?
El hombre agachó la cabeza.
– ¿Admite entonces que Hiromi Ida es su amante?
– Supongo que es una manera de decirlo.
– Pues digámoslo así, entonces. Bien, Hiromi Ida es su amante. Usted iba de camino a su apartamento cuando presenció el accidente. ¿Estoy en lo cierto?
– Sí.
– ¿Conoce su esposa la existencia de esa mujer?
– Tal vez. No lo sé. De todos modos, no tardará mucho en enterarse si es que no lo ha hecho ya.
– ¿De qué color era el taxi que vio?
– De color verde oscuro… Pero no puedo afirmarlo con seguridad. De lo que no me cabe la menor duda es que era oscuro.
– ¿Había algún pasajero en su interior?
– Creo que iba vacío.
– ¿Podía usted ver el semáforo desde donde estaba?
– Sí, perfectamente. Solo hay una carretera.
– ¿Y reparó en la señal?
– Sí.
– ¿Por qué motivo?
– ¿En serio necesita un motivo? Yo caminaba por la carretera en esa dirección y pretendía cruzar en cuanto pudiese. Miré por instinto.
– ¿Recuerda la matrícula del taxi?
– ¿Cómo?
– La matrícula del coche, ¿se fijó en ella?
– No, lo siento.
– ¿Sabe usted si dicho vehículo formaba parte de la flota de una compañía de taxis o era privado? ¿Reparó en la señal que a tal efecto lucen en el techo?
– No. No me acuerdo. Todo ocurrió muy deprisa.
– Entiendo. ¿Qué hizo después de que el accidente tuviera lugar?
– Seguí mi camino… hacia casa de Hiromi.
– ¿Y eso? ¿No se le ocurrió detenerse para atender a las víctimas?
– No quería verme involucrado. La gente empezaba a asomarse para averiguar qué había sucedido. Y supuse que ellos se encargarían de alertar a las autoridades.
– ¿A qué se refiere con «verse involucrado»? Usted no tuvo nada que ver en el accidente.
– No quería que nadie me viese allí.
– ¿Confiesa que huyó de la escena?
– Bueno… Sí.
– ¿Y a qué hora llegó al apartamento de Hiromi Ida?
– Tomé una especie de desvío y llegué allí justo después de las doce y media.
– Imagino que regresaría muy tarde a casa. ¿No le preguntó su esposa dónde había estado?
– Digamos que está acostumbrada.
– Claro. Entiendo sus razones. Se alejó cuanto antes de la escena para que nadie pudiera situarlo a una hora y en un lugar que podían comprometerlo. Vamos, que estaba cagado.
– Agente, tenga cuidado con lo que dice. No creo que «cagado» sea el término más adecuado.
– Mis disculpas. Tendré más en cuenta a quién me estoy dirigiendo. Al fin y al cabo, su esposa es la presidente de la compañía Shin Nippon e hija única de su fundador.
– Sí, pero yo soy quien está al mando.
– Si usted lo dice. Sigamos. ¿Le contó a Hiromi Ida lo del accidente?
– No.
– ¿Y por qué no?
– No quise preocuparla.
– Porque si ella se empecinaba en ir a echar un vistazo y su relación con ella salía a la luz, estaría usted en un callejón sin salida. ¿A eso se refiere con lo de no querer preocuparla?
– Correcto.
– Entiendo. Veamos, está usted en un punto donde puede ver con claridad la intersección. La víctima se aleja corriendo. El semáforo para el taxi…
– Estaba en verde. No me cabe la menor duda.
– ¿Está diciendo que Yoko cruzó un semáforo de peatones en rojo?
– Es más, ni siquiera se aseguró de que no viniese ningún vehículo.
– ¿Y a qué cree que se debió ese comportamiento? ¿Qué sensación tuvo cuando la vio?
– Era tarde. Pensé que tenía prisa por llegar a casa. Era una chiquilla. Por otra parte, están construyendo un edificio junto a la carretera por la que circulaba el taxi, y la verdad es que la obra entorpece la vista del peatón. Yo mismo avisté el taxi cuando ya era demasiado tarde. Lo mismo pudo sucederle a ella. Accidentes así ocurren a miles.
– ¿Qué ropa llevaba la víctima?
– No pude verlo con claridad. Quizá un traje de color oscuro. Tenía el pelo largo y era muy bonita.
– ¿Cómo pudo verle la cara si caminaba detrás de ella?
– Hablé con ella minutos antes.
– ¿Cómo que habló con ella?
– Cuando se apeó del taxi, la vi en la carretera antes de doblar la esquina de la calle donde se encuentra la intersección. Le pregunté la hora. Tenía el reloj ligeramente adelantado.
– ¿Para qué quería usted saber la hora?
– Me pareció buena idea tenerlo en cuenta antes de ir a ver a Hiromi. Quizá ya estuviese durmiendo.
– ¿Siempre se deja caer por su apartamento sin avisar?
– Así es.
– Descríbame el momento en el que le preguntó la hora.
– Se sobresaltó al ver que un desconocido la abordaba. Le pregunté con mucha educación, y ella me contestó. Nada más.
– ¿Y qué hora era?
– Las doce y cinco. Eso me dijo.
– ¿Y entonces echó a correr?
– No, siguió caminando durante un momento. Dudo que yo le inspirara algún tipo de recelo, pero puede que le asustase saber que alguien anduviera detrás, a poca distancia. Empezó a caminar cada vez con más rapidez hasta que echó a correr.
– ¿A usted le pareció extraño?
– No, lo achaqué al comportamiento típico de una joven. Y me sentí mal por ello.
– ¿Fue entonces cuando la atropello el taxi?
– Sí, y en parte me siento responsable de lo que sucedió.
– Si empezamos a hablar de responsabilidades podemos tirarnos aquí toda la noche. Centrémonos en su empeño por desaparecer de la escena.
– De acuerdo.
– A propósito, ninguno de los individuos que interrogamos mencionó que alguien se marchara precipitadamente del lugar del accidente.
– Lógico. No me marché en seguida. No solo estuve allí cuando sucedió todo, sino que además permanecí un buen rato agazapado en la sombra.
– ¿Cómo dice?
– Sabía que si me marchaba de inmediato, llamaría la atención, incluso levantaría sospechas. Esperé hasta que aparecieron unos cuantos vecinos y me uní a ellos en la intersección. Al cabo de unos minutos, aproveché que todo el mundo estaba distraído para marcharme.
– Algo no cuadra. Después de tomarse tantas molestias para pasar inadvertido, de repente, decide dar la cara y prestar declaración.
– Como ya sabrá, tengo amigos en el cuerpo de policía. Amigos íntimos.
– Sí, estamos al tanto.
– Hablamos de lo ocurrido. Me enteré de que no había ningún otro testigo, y que el taxista corría el riesgo de ser acusado de homicidio involuntario. No podía pegar ojo. Y luego está esa noticia que publicaron… La conciencia no me permitía dejar que saliese a la luz una versión equivocada de los hechos.
– ¿Entonces, según usted, el taxista dice la verdad?
– Absolutamente. Su semáforo estaba en verde. La señorita Sugano ignoró el semáforo de peatones y se echó encima del taxi. Lo vi todo con mis propios ojos. Lamento muchísimo haber huido. De haberme quedado y haber dado la cara, no se habrían llevado arrestado al taxista.
El hombre alzó la vista y miró a los detectives a los ojos.
– Sí, tengo una amante y no me llevo bien con mi mujer. Tengo problemas como todos… Aun así, no permitiré que un hombre inocente sufra. Por eso estoy aquí.
– Ha hecho usted lo correcto.
Tras una noche más sin conciliar el sueño, los tres miembros de la familia Asano, sentados a la mesa, intercambiaban miradas.
– Voy a quedarme en casa todo el día a esperar la llamada del señor Sayama -anunció con sosiego Yoriko mientras preparaba el café. Daba la sensación de que intentaba mantener el control para que los chicos no se preocupasen-. Que haya aparecido un testigo no significa que todo haya acabado.
– Creo que yo también me quedaré -dijo Maki.
– Y yo -añadió Mamoru.
– No hay razón alguna para que vosotros… -Yoriko empezó a protestar, pero los dos jóvenes la interrumpieron en el acto.
– ¡Eso lo decidiremos nosotros! -exclamaron al unísono.
Yoriko los envió a sus respectivas habitaciones para poder limpiar abajo. Cargó a Maki con una cesta de la colada que debía poner a secar en la terraza.
– ¡Y tiéndela bien para que no se arrugue!
Maki soltó un gruñido, pero al abrir la puerta del segundo piso que conducía hasta la terraza, esbozó una sonrisa.
– ¡Qué bonito día de otoño! ¡Tengo un buen presentimiento!
Mamoru deseaba tanto como su prima que las cosas se arreglasen por fin, aunque sus razones eran bastante más complejas. Y ese testigo… ¿Quién sería en realidad? ¿Lo creería la policía? ¿Jugaría su declaración a favor o en contra de su tío? Mamoru rezaba para que el caso quedase cerrado sin tener que recurrir al sórdido pasado de Yoko Sugano. El chico no le había contado ni a su tía ni a su prima lo que había averiguado el día anterior. Su ejemplar de Canal de Información estaba escondido, oculto detrás de los libros que guardaba en su estantería.
Lo que le preocupaba por encima de todo era Yukiko, la hermanita de Yoko. Recordó su sonrisa en la fotografía donde aparecía vestida con quimono. ¿Qué sucedería si la chica se enteraba de que su hermana estuvo involucrada en una estafa millonaria? ¿Qué había pasado sus últimos días huyendo, aterrada por algún tipo de amenaza?
Yukiko estaba a punto de empezar a trabajar y convertirse en miembro de pleno derecho de la sociedad. ¿Qué sería de ella tras el tsunami que suscitarían semejantes revelaciones? Mamoru se ponía enfermo solo de pensar en ese giro del destino. Quería que el desconocido pasado de Yoko permaneciese bajo tierra. Lo deseaba con tanta fuerza como que su tío saliese de la cárcel.
– Mamoru, ¿tienes un momento? -Maki asomó por la puerta de su habitación-. ¿Hubo alguna llamada mientras estuve fuera?
– No, ninguna.
Maki agachó la mirada, en un gesto de decepción.
– ¿Te refieres a si tu novio ha llamado?
Maki asintió. Y Mamoru decidió ofrecerle un rayo de esperanza.
– Ayer estuve todo el día fuera. Quizá llamara cuando no había nadie en casa. Estoy seguro de que está muy preocupado por ti. ¿Por qué no lo llamas a la oficina?
– Es una buena idea. -Una sonrisa iluminaba de nuevo su cara-. Llamaré un poco más tarde.
La casualidad quiso que, en ese preciso instante, el teléfono sonara. Maki y Mamoru intercambiaron una mirada antes de apresurarse hacia la escalera. Yoriko, con un plumero en la mano, se disponía a descolgar el auricular, pero Mamoru se le adelantó en el último momento.
– Casa de los Asano, ¿dígame?
– Kusaka, ¿es usted? -El señor Nozaki, del instituto de Mamoru. El chico chasqueó la lengua, contrariado, e hizo un gesto a su prima y a su tía para confirmarles que no era la llamada que estaban esperando.
– Sí, he olvidado avisarlo… Resulta que hoy…
– ¡Venga al instituto inmediatamente!
– ¿Cómo?
– Necesito que esté aquí lo antes posible. Venga a verme a la sala de profesores. Hablaremos en cuanto llegue. -No hubo tiempo para despedidas.
– ¿Era del instituto?
– Sí. -Mamoru miró el auricular unos cuantos segundos antes de colgar. Al parecer, el señor Incompetente estaba enfadado por no sabía qué motivo-. Era el señor Nozaki. Quiere que vaya a verlo inmediatamente.
– ¿Es que no los avisaste? -Yoriko le dio un suave capirotazo-. Pues entonces será mejor que vayas. Llamaré al instituto si hay alguna novedad.
Mamoru se encogió de hombros. Maki no pudo evitar sonreír mientras descolgaba el teléfono para llamar a la oficina.
Por desgracia, se trataba de algo serio. Nozaki esperaba a Mamoru y, en cuanto lo divisó, se abalanzó sobre él.
– Sufrimos un robo el sábado por la noche.
Mamoru supo de inmediato lo que se le venía encima.
– ¿Qué se han llevado?
– Entraron en la sala del equipo de baloncesto y se llevaron tanto las cuotas mensuales que pagan los jugadores como el dinero para financiar el campamento de Año Nuevo.
– ¿Cuánto había?
– Medio millón de yenes. Lo justo para cubrir los gastos de toda una semana de campamento para veintidós chicos.
Mamoru cerró los ojos. «¿Por qué tiene que pasarme esto? Era lo único que me faltaba».
– ¿Y por qué dejaron tanto dinero sin vigilancia?
En Japón, la mayoría de los equipos masculinos que disputaban algún tipo de liga escolar estaban liderados por entrenadoras. Pese a gozar de semejante estatus, las tareas que desempeñaban las chicas se reducían más bien a las de una criada. Cinco años atrás, Iwamoto, el director del departamento de Educación Física y entrenador del equipo de baloncesto, decretó que el centro pondría punto y final a aquella tradición. Su discurso venía a ser: «¿Qué se han creído que son? ¿Profesionales? ¡De aquí en adelante serán ustedes quienes se hagan la colada! Esa es una tarea que corresponde a cada miembro del equipo y a nadie más. Y si no les gusta, ¡ya saben dónde está la puerta!».
Fue así como los chicos empezaron a responsabilizarse de la limpieza y recaudación de sus propias cuotas. Esta última tarea fue encomendada a Sasaki, alumno de primero recién llegado al equipo que además era amigo de Miura.
– Sasaki guardó el dinero en una taquilla cerrada con llave -prosiguió Nozaki-. Y la sala del equipo también estaba cerrada a cal y canto. Cuando el domingo por la mañana, el equipo acudió al entrenamiento, tanto las cerraduras de la sala como la de la taquilla habían sido forzadas. Utilizaron una cizalla. Kusaka, el robo tuvo lugar entre las seis y media de la tarde del sábado, después del entrenamiento, y las siete y media de la mañana del domingo. Dígame, ¿dónde estuvo durante ese tiempo?
– En casa.
– ¿Alguien puede corroborarlo?
– Estuve solo. Vino una amiga que se quedó hasta las nueve de la noche, pero el resto del tiempo no había nadie más en casa. -Verse arrastrado hacia semejante embrollo le provocaba una sensación de rabia que iba in crescendo-. ¿Acaso soy sospechoso?
– El sábado por la mañana, en clase -continuó Nozaki, ignorando la pregunta de Mamoru-, Miura, Sasaki y Tsunamoto hablaron del campamento de Año Nuevo, y me han dicho que usted estaba presente. Por lo visto, también mencionaron el dinero del que disponían, así como el hecho de que quizás lo guardaran en la sala del equipo.
– ¿O sea, le dijeron que yo escuché la conversación y por eso me está acusando? -Qué extraño que Miura y los gamberros que tenía por amigos no entrasen en la lista de posibles sospechosos.
– Dicen que nadie más estaba al tanto de dónde se encontraba el dinero.
– Yo no sé nada de ningún dinero. No escuché ni una palabra. ¿Cree a Miura y Sasaki, y a mí no va a darme el beneficio de la duda?
– Sabía que le habían tendido una trampa. Miura habría aguzado bien el oído mientras Mamoru y Anego conversaban. Mamoru le había comentado que estaría solo en casa esa noche, de ahí que ella y su hermano fueran a hacerle una visita. Esos sinvergüenzas sabían perfectamente que Mamoru no dispondría de una coartada para el sábado por la noche-. ¿Y el resto del equipo de baloncesto? Ellos debían de saber dónde estaba guardado el dinero.
– No, no fue ninguno de ellos.
– ¿Y cómo está tan seguro?
Nozaki enmudeció. Mamoru reparó en que le palpitaban las venas de las sienes.
– ¿Cómo puede culparme de algo así? ¿Por qué yo? -Mamoru repetía una y otra vez la misma pregunta aunque, a juzgar por la expresión de su profesor, ya sabía la respuesta: «De casta le viene al galgo. De tal palo tal astilla».
Por supuesto, Nozaki conocía la historia del padre de Mamoru. Todos estaban al corriente, tanto profesores como alumnos. Desde el día en que Miura destapó su secreto, el rumor se había extendido como la pólvora. El instituto ya era un auténtico polvorín, y a la menor chispa, todo estallaría. Mamoru sintió que la desesperación le atravesaba el corazón como una espada. Nada había cambiado.
– ¿Y qué opina el señor Iwamoto? ¿También cree que yo soy el culpable?
– Lo único que puedo decir es que ha aplazado los entrenamientos hasta atrapar al responsable. El campamento queda definitivamente suspendido. No habrá marcha atrás, aparezca o no el dinero. Y no solo eso, también ha sancionado a todo el equipo por descuidar tal suma. Ya conoce la versión de Miura y se va a encargar él mismo de llevar una investigación a cabo.
Mamoru se vio invadido por una leve sensación de alivio. Iwamoto era conocido entre los alumnos por el apodo de «Sabueso»: un tipo riguroso a la vez que obcecado, al que no le iban las medias tintas. Mamoru estaba seguro de que no dudaría en poner el instituto patas arriba hasta dar con el dinero robado.
El chico contempló el rostro pálido de Nozaki.
– ¿Qué me dice de usted? ¿Cree que he sido yo?
Nozaki se negó a contestar durante unos cuantos segundos. Ni siquiera era capaz de mirar al chico a la cara.
– Yo solo… -farfulló al fin-. Solo quiero que me diga la verdad.
– Pues entonces ya está. Yo no lo hice. Eso es todo lo que tengo que decir.
– ¿Que eso es todo? -resopló Nozaki-. ¿Está seguro de que no tiene nada más que añadir?
Mamoru pensó en su tío, todavía en detención preventiva. Ahora comprendía cómo debía de sentirse. «¿Acaso nadie va a creerme? ¡Estoy diciendo la verdad!». Estaba furioso y sabía que no podría aguantar ni un segundo más. «¡Me tienes miedo!», quiso espetar al hombre que se sentaba frente a él con los labios fruncidos y la mirada esquiva. La idea de que uno de sus alumnos hubiese hecho algo indebido era suficiente como para hacerle perder los estribos.
– Voy a faltar unos días -anunció Mamoru de camino a la puerta-. No me cabe duda de que eso facilitará la investigación.
– ¿Está auto-expulsándose?
– No, solo voy a quedarme en casa. -Mamoru ya no pudo soportarlo más-. No se preocupe. No voy a demandarlo por vulnerar mis derechos, ni presentaré una queja contra usted ante el Ministerio de Educación.
– ¿Qué demonios quiere decir con eso? -La descolorida tez de Nozaki adoptó de súbito un tono verdoso.
– Tan solo dígame una cosa -dijo Mamoru-. ¿Qué tipo de cerradura tenía la sala?
– Un candado. El señor Iwamoto tiene la llave.
«Aún si padeciese una especie de sonambulismo patológico, jamás abriría un candado con una cizalla. Solo un aficionado haría algo semejante», pensó el chico.
Mamoru se alejó de la sala de profesores arrastrando los pies. Tuvo la sensación de que se desplomaría de un momento a otro. No quería regresar a casa, su tía Yoriko era una experta leyendo la mente de los jóvenes. Su talento era tal que Mamoru siempre acababa preguntándose dónde habría aprendido a afinar esa intuición suya. Ahora se sentía abatido y si se acercaba a casa con semejante semblante, solo empeoraría las cosas.
Se acercó al teléfono público que había en el pasillo e introdujo una moneda en la ranura. Quizá el señor Sayama ya hubiese llamado y su tía estuviera intentando contactar con él.
– No hay novedades. -Y esa fue la novedad. Yoriko descolgó el teléfono al primer tono y el nerviosismo patente en su voz se apaciguó en cuanto reconoció la voz de su sobrino. El señor Sayama le había dicho que la investigación policial seguía su curso y se prolongaría un par de días más.
Apenas colgó el teléfono, alguien lo interpeló.
– ¡Kusaka! -Era Yoichi Miyashita que, sin aliento, intentaba alcanzarlo-. ¡Por fin! Anego y yo llevamos todo el día buscándote.
– Pues aquí estoy. -El chico se volvió sobre sí mismo y en cuanto reparó en Yoichi ahogó un grito-. ¿Qué te ha pasado?
Yoichi iba cubierto de vendas; una le envolvía el brazo derecho, otra le tapaba el pie izquierdo. Ni siquiera llevaba zapato, solo asomaban los dedos. Andaba arrastrando su maltrecho pie. Tenía cortes y costras en los labios, y el párpado derecho, morado.
– Me he caído de la bici -se apresuró a explicar-. ¿Puedes creerlo?
– ¿Todo eso por una caída? ¿Te has roto el brazo?
– No, solo tengo alguna que otra magulladura.
– ¿Cómo ocurrió?
– No fue para tanto. El médico lo ha solucionado con unas cuantas vendas. -Yoichi se esforzaba por esbozar una sonrisa, pero la expresión que adoptó su rostro logró el efecto contrario.
– ¿Y cómo vas a acabar tu cuadro para esa exposición?
– Me recuperaré en seguida. No te preocupes por mí. ¿Qué vas a hacer ahora?
– ¿Qué se supone que he de hacer? -Mamoru también forzó una sonrisa-. No tengo ni idea.
– ¡Son unos embusteros! ¡Todos y cada uno de ellos! -Yoichi estaba furioso-. No tienen pruebas. Miura te la ha jugado.
– Eso parece.
– ¿Cómo puede el señor Nozaki creerlo a él y no a ti?
– Porque Miura no tiene un criminal como padre -masculló Mamoru, pero en cuanto contempló la expresión de simpatía en el rostro de su compañero, bajó la guardia-. ¿Es que tú no te lo has planteado? Lo decía Mendel en su teoría de la herencia.
Yoichi intentó reprimir las lágrimas. Se armó de valor y miró fijamente a Mamoru.
– Mi padre solía hacerme un dibujo muy gracioso cuando era niño -dijo-. No era ninguna una obra de arte, sino más bien un garabato, algo que solía llamar tsurusan. Yo lo imitaba siempre hasta que me pidió que dibujara otra cosa. Un tren, una flor, cualquier cosa. Después, me apuntó a clases de pintura, a las que asistía con uno de mis vecinos. A mi padre se le daba fatal dibujar, nunca supo hacer otra cosa que un estúpido tsurusan.-Yoichi esbozó por fin una sonrisa-. Cuando me convierta en un verdadero artista, utilizaré ese mismo tsurusan como firma. La pega es que nunca consigo reproducirlo: cada vez que lo intento, ¡me sale la cara de mi padre!
Taizo no regresó a casa al día siguiente, ni tampoco al otro. Los Asano aguardaban tan pacientemente como las circunstancias les permitían, y eso que sus rostros reflejaban la duda y la desesperación.
Mamoru se levantaba cada mañana, se ataviaba con el uniforme del instituto y partía de casa, como de costumbre, solo que en lugar de acudir al centro, se dirigía a Laurel. Fue a ver a Takano para explicarle la situación, y este le dio carta blanca para trabajar los días que quisiera.
– No me digas que estás considerando abandonar los estudios para ponerte a trabajar -le preguntó.
– No -repuso Mamoru-. A no ser que me expulsen, claro está.
– No te preocupes. Atraparán al culpable.
Takano también manifestó su satisfacción ante el hecho de que hubiesen encontrado a un testigo del accidente en el que se había visto implicado el tío Taizo.
– Todo saldrá bien -le aseguró-. Quizá vaya para largo, pero tú no desesperes.
Los otros empleados en la Sección de Libros también se sorprendieron al ver a Mamoru entre semana.
– ¿No deberías estar en el instituto? -Madame Anzai mostró su obvia desaprobación.
– Pues…
– He oído que el centro ha cerrado por un brote de algo malo. ¿Es cierto? -Sato interrumpió la conversación, dándole un ligero golpe en el hombro.
– Aún falta para que llegue el invierno. No puede tratarse de gripe. -Madame no estaba del todo convencida.
– Son paperas, ¿verdad, Mamoru? -Sato seguía en sus trece.
– ¿Paperas?
– Eso es, Madame Anzai. ¿No las tuviste de pequeña?
– Creo que no.
– Pues será mejor que te andes con cuidado porque están en todos lados, contaminando el aire. Y no te olvides de avisar a ese novio tuyo. ¡Ya sabes lo que puede ocurrir cuando un hombre pilla paperas!
– ¿Es eso cierto? -Ahora se la veía algo preocupada.
– Pues claro. Puede quedarse impotente para toda la vida. ¡Y no querrás que suceda algo así! -Sato se llevó a Mamoru hacia un lado, poniendo distancia entre Madame y ellos.
– Te debo una. Gracias -dijo Mamoru.
– No hay de qué. Me alegro de que estés aquí. Sé que te ocurre algo, pero no tienes de qué preocuparte. No pasa nada por perder un día o dos de clase.
Había muchísimo trabajo que hacer. Diciembre se acercaba a pasos agigantados, y acababan de recibir los nuevos calendarios y agendas que debían ser clasificados y expuestos en las estanterías. En cuanto se veía inmerso en su tarea, Mamoru se olvidaba tanto de su tío como del medio millón de yenes desaparecido.
El jueves por la tarde, durante su descanso en el almacén, Makino, el guarda de seguridad, se acercó a hacerle una visita.
– ¡Chaval! ¿Estás haciendo pellas para ganarte la vida como un hombre hecho y derecho?
Sato asomó sobre una pila de cajas de cartón y empezó a tararear algún viejo himno sindicalista mientras movía los brazos al compás.
– Con eso basta -entonó Makino-. Siéntate.
– ¡Gracias, señor! -Sato se estaba divirtiendo.
– ¿Es cierto que tienes veintiséis años? Me compadezco de tus pobres padres.
Mamoru estalló en ruidosas carcajadas.
– ¿Y tú cómo estás, Makino?
– Con las pilas recargadas y deseando pasar a la acción. No soporto tener tanto tiempo libre.
– ¿Tiempo libre? ¿En una tienda llena a rebosar de clientes?
– Ve a preguntar a los otros guardas en la tienda y verás lo que te dicen -dijo este, aparentando desconcierto.
– Supongo que la economía no está en muy buena forma -terció Sato con despreocupación.
– No seas ingenuo. El ascenso de los hurtos siempre es proporcional al descenso económico. El robo es lo único que sobrevive en época de vacas flacas. Además, la economía lleva años en este estado.
– ¿Y entonces qué pasa? ¿Los rateros también se contagian por el espíritu festivo? -aventuró Mamoru.
– No creo. Dudo que si no se comportan durante el resto de año, lo hagan ahora.
En ese preciso instante, Takano reclamó la presencia de Makino, quien se apresuró hacia la oficina. En cuanto Sato y Mamoru intercambiaron una mirada, Makino irrumpió de nuevo.
– ¡Llamad a la policía! ¡Alguien amenaza con tirarse desde la azotea! ¡Avisad también a los bomberos! ¡Y que no hagan sonar la sirena o acabaré con ellos! -Y entonces, desapareció otra vez.
Sato agarró el teléfono y Mamoru siguió a Makino. Bajó corriendo al vestíbulo y vio que Takano y el guarda subían los escalones de dos en dos. La música que sonaba en los altavoces pasó de clásica a pop. Era una especie de código que alertaba a los empleados de una situación de emergencia.
Cuando llegaron a la azotea, reparó en que tanto el jardín en miniatura como la zona de recreo estaban abarrotados de curiosos. Mamoru agarró a otro empleado del brazo.
– ¿Dónde?
– Junto al depósito de agua. Creo que es una chica.
Mamoru se giró sobre sí mismo, echó a correr hacia la planta inferior y se dirigió hacia el lado opuesto de la azotea. Había memorizado la distribución de la tienda para poder dar indicaciones cuando se las pedían, y no tardó en dar con el pasillo custodiado por un cartel de «Prohibido el paso». Al volver la primera esquina, asomaba una puerta de acero ignífuga que le cortaba el paso. Mamoru la abrió de un empujón y se precipitó hacia el tramo de escalones que conducía hasta la azotea y quedaba reservado exclusivamente a técnicos y limpiadores.
En el descansillo, una puerta de vidrio reforzado por donde se filtraban los rayos del sol le impedía llegar hasta arriba. Un simple candado la cerraba. Pese a la glamurosa decoración del interior, el edificio era bastante antiguo. Las alarmas de seguridad y las cerraduras electrónicas fueron instaladas hacía pocos años, pero aún abundaban puertas más anticuadas a las que no se podía acceder, a no ser que alguien trepara por la fachada y llegase hasta a ellas desde la azotea.
Como un niño con zapatos nuevos, Mamoru se puso a hurgar en los bolsillos. Debía de llevar algo encima que le fuera útil. Entonces, reparó en su tarjeta identificativa: el imperdible de unos tres centímetros de largo podría resultarle útil. Si el cilindro de una cerradura de tambor de pines se asemejaba a un intrincado laberinto, un candado era más bien como un camino allanado en mitad del campo. Abrió la puerta con sumo cuidado y asomó la cabeza fuera. El sol brillaba con tanta fuerza que le hizo entrecerrar los ojos. No se había equivocado, estaba en el punto exacto.
El muro de hormigón que rodeaba parcialmente el depósito de agua quedaba frente a él, y el depósito en sí justo detrás.
La chica en cuestión estaba sentada sobre el depósito, de espaldas a Mamoru. Llevaba un jersey rojo. Mamoru solo alcanzaba a ver parte del jersey y de su nuca. Distinguió que la chica avanzaba unos centímetros hacia la valla que se alzaba al borde de la azotea. Se preguntó cómo se las habría ingeniado para llegar hasta encima del depósito, de dos metros de alto. Por muchos puntos de apoyo que hubiese, subir hasta ahí debía de suponer todo un esfuerzo para una chica tan joven.
Ya se encontraba al borde del tanque, contra la valla. Una leve inclinación hacia adelante la separaba de una caída de seis pisos de altura. Estaba de espaldas a Mamoru y no parecía haberse percatado de la presencia del chico. Por lo visto, tenía la mirada clavada en la multitud de curiosos que intentaba disuadirla de cometer una locura y la instaba a bajarse del depósito.
Mamoru rodeó el depósito hasta dar con el lugar desde el que abarcaba toda la escena. La angustiada muchedumbre se encontraba a su derecha, a unos cinco o seis metros de distancia, agrupada detrás de un guarda de seguridad y una mujer ya mayor que se llevaba las manos a la cabeza. Seguramente la madre de la joven suicida. Takano se situaba casi frente a Mamoru, y Makino aguardaba tras él. Un murmullo se extendía entre la multitud.
Mamoru reflexionó un instante. Llegó a la conclusión de que tendría que trepar hasta el depósito para intentar agarrar a la chica y conducirla hasta abajo.
– Nadie va a hacerte daño. Lo que estás haciendo es muy peligroso. ¿Por qué no bajas? -Era la voz del guarda de seguridad.
– ¡No se acerquen a mí! -aulló la joven.
Mamoru levantó la cabeza e intentó captar la atención de Takano. Cuando este finalmente lo avistó, puso los ojos como platos y lo miró boquiabierto. Mamoru le rogó que guardase silencio, a lo cual Takano asintió en un gesto casi imperceptible, mirando de soslayo a la chica.
Hizo un movimiento extraño, como si quisiese preguntar a Mamoru qué pretendía con todo aquello. Justo entonces, la chica gritó de nuevo:
– ¡No se acerquen! ¡Si lo hacen, saltaré!
Mamoru indicó a Takano que treparía hasta el depósito e interceptaría a la chica. Del mismo modo, le dio a entender que quería que hablase con la chica para distraer su atención. Su encargado parpadeó varias veces para confirmarle que lo había entendido todo y estaba de acuerdo con él. Mamoru rodeó el depósito para que la chica no advirtiese su presencia. Treparía el muro y se acercaría a ella desde detrás. Saltó y logró rozar el borde del muro, pero no pudo sujetarse.
– Señorita -intervino Takano-. No se preocupe. No pretendemos hacerle daño. Quédese ahí, si es eso lo que quiere. Ahora bien, eso no nos impide que charlemos un rato, ¿verdad? Yo me llamo Takano, Hajime Takano, y trabajo aquí. Mi nombre viene a decir: «comienzo».
Me gustaría saber cómo se llama usted. ¿Sería tan amable de decírmelo?
– ¡Misuzu! ¡Se llama Misuzu! -vociferó la madre en un grito de desesperación-. ¡Baja de ahí! ¡Misuzu, por favor, baja! -le rogaba a su hija.
Mamoru lo intentó de nuevo. Esta vez, consiguió agarrarse al borde del muro y asegurar los pies en los puntos de apoyo. Solo necesitaba un pequeño impulso para llegar hasta arriba. Distinguió la voz de Takano que proseguía con tono tranquilizador:
– Ha venido a comprar con su madre, ¿no es cierto? Dígame qué ha comprado.
Mamoru consiguió equilibrarse y asomó la cabeza. Desde el punto estratégico donde se encontraba, tenía una vista exclusiva de la escena, tanto de los empleados de la tienda que aguardaban al otro lado como de la chica. Takano había dado unos pasos hacia ella.
– ¡Aléjese! -grito la chica a Takano.
Mamoru avanzó con mucho tiento para no hacer el menor ruido. El viento azotaba el jersey rojo de su objetivo. Tomó la precaución de no mirar hacia la valla de seguridad que protegía el borde de la azotea pero, aun así, se vio invadido por una sensación de vértigo.
– ¿Se ha pasado por la Sección de Libros? -continuó Takano-. Es ahí donde yo trabajo. ¿Es aficionada a la lectura?
Mamoru ya estaba sobre el tanque, a dos metros de la joven.
– No, odio la lectura -susurró ella.
– ¿La odia? -repitió Takano-. ¿Y cómo es eso?
Mamoru estaba preparado para abalanzarse y detenerla.
– Estoy asustada -dijo en un hilo de voz que apenas era más que un gemido-. La odio. Estoy asustada… asustada. Muy, muy asustada.
Algunos de los curiosos ya habían divisado a Mamoru. Una expresión de sorpresa se dibujó en el rostro del guarda de seguridad. El cambio no pasó desapercibido para la chica que, de súbito, se volvió sobre sí misma. Al ver a Mamoru, soltó un grito tan estridente y desgarrador que casi noquea al chico. No obstante, este se armó de valor, se lanzó a ciegas sobre ella, la agarró por el jersey rojo, y la apartó de la valla. El brusco movimiento le hizo perder el equilibrio y a punto estuvo de caer a los pies del depósito.
La chica no dejó de gritar. Conforme los curiosos se agolpaban alrededor del depósito, Takano se abrió camino hasta los jóvenes, aún en peligro, y los rodeó a ambos con sus brazos para apartarlos del borde.
– Ya está, ya está. No pasa nada. Tranquila, tranquila -canturreaba Takano cual mantra, consolando a la chica. Por fin, consiguió calmarla. La chica se rindió, dejó de forcejear y prorrumpió en llanto. Necesitaban una escalera para bajarla del depósito, y fueron los bomberos quienes se encargaron de llevarla hasta abajo y tumbarla sobre una camilla.
– ¡Ha faltado muy poco! -Mamoru y Takano se quedaron un rato sentados arriba, enjugándose el sudor de sus frentes.
Takano dejó escapar un profundo suspiro mientras negaba con la cabeza.
– Un paso en falso y habrías caído al vacío con ella.
– Bueno, al final no ha pasado nada.
– ¡Eh, chaval! ¿Dónde has aprendido eso, en la tele? -le gritó Makino con los brazos en jarras desde donde se encontraba, dos metros abajo junto al depósito. Mamoru, para seguirle el juego, se encogió como si el guarda acabase de descubrir su secreto-. Tendré que hablar con el encargado para que instalen más medidas de seguridad en esta zona.
– ¿Cómo habrá llegado hasta aquí arriba?
– Pues como tú -repuso Takano-. Al parecer, buscaba algún tipo de instrumento musical y, por alguna razón que seguimos sin comprender, entró en una especie de trance. Se puso a actuar como un animal salvaje atrapado en una colina en llamas; siguió subiendo y subiendo, hasta acabar aquí arriba.
– ¿Qué le habrá ocurrido?
– Los que la vieron dicen que daba la impresión de que alguien la perseguía. -Takano se encogió de hombros y miró fijamente a Mamoru-. Y tú, ¿cómo has llegado hasta aquí?
– Subí por la escalera de servicio.
– ¿No está cerrada con llave esa puerta?
– Hoy no lo estaba. -El temblor que se había apoderado de su cuerpo empezaba a remitir, y Mamoru pudo por fin bajar al suelo. Un bombero le clavó la mirada y frunció el ceño.
– Siento el alboroto que se ha formado -se disculpó Takano, inclinando la cabeza a modo de reverencia.
– ¡No podemos permitir que la gente monte espectáculos así!
Mamoru fue acribillado a preguntas no solo por parte de la policía, sino también por el departamento de bomberos. Y aún le quedaba mucho trabajo que hacer en la tienda. Necesitó alguna que otra hora extra para terminar las tareas que tenía pendientes antes de dirigirse a casa, exhausto.
Se montó en su bicicleta y tomó el camino que se extendía junto al río. Cuando, rumbo a la casa de los Asano, tomó un desvío, alguien llamó su atención. Al mirar hacia atrás, reconoció a su prima Maki que corría para alcanzarlo; su chaqueta abierta revoloteaba a su paso.
Llegaron juntos a casa, abrieron la anticuada puerta corredera, y anunciaron al unísono:
– ¡Estoy en casa!
– ¡Bienvenidos! -Contestó una voz familiar. Una voz que llevaban demasiado tiempo sin escuchar. Intercambiaron una mirada de desconcierto en el momento en que Taizo aparecía por la puerta del salón para recibirlos.
– ¡Yo también estoy en casa! -dijo, sonriente.
Esa noche, Yoriko preparó tal festín que no hubo sitio en la mesa para disponer todos los platos.
– ¡Papá dice que ha soñado con el momento de tomarse una cerveza! -bromeó Maki-. Debería darte vergüenza, ¡preferir beber una cerveza en lugar de abrazar a tu hija!
Taizo estaba más delgado y se le veía cansado. Pero tras apurar un gran vaso de cerveza, una sonrisa iluminó su rostro, devolviendo a sus ojos la vivacidad de siempre.
– No me importa con qué haya soñado en el tiempo que ha estado en la cárcel. Lo importante es que por fin está en casa -dijo Yoriko mientras tomaba la botella y servía más cerveza a su marido.
Taizo se enderezó en la silla para adoptar una posición formal.
– Quiero deciros que siento muchísimo todo lo que ha pasado y toda la preocupación que os he causado. Tú, Yoriko, sufriste además una agresión. Lo único que puedo decir es gracias, gracias a los tres. -Nada más acabar el breve y solemne discurso, Taizo se plantó sobre la estera de tatami para ejecutar una exagerada reverencia.
– ¡Vamos, papá! ¡Vas a hacer que nos pongamos colorados! -protestó Maki-. ¡Venga, comamos!
Después de la cena, Taizo puso a Maki y a Mamoru al tanto de los nuevos detalles de la investigación que habían provocado su puesta en libertad.
– ¿Qué tipo de persona era el testigo? ¿Fue su testimonio lo que convenció a la policía de tu inocencia?
– Maki, ¿has oído hablar de la compañía Shin Nippon? -preguntó Taizo.
– ¡Por supuesto! Nuestro director se está devanando los sesos para dar con el modo de que contraten nuestros servicios. -Maki trabajaba para una compañía de transporte aéreo de mercancías-. En un principio, Shin Nippon centraba sus actividades exclusivamente en la importación de muebles y antigüedades. Sin embargo, ya llevan cinco años consolidándose en el mercado de apartamentos turísticos y complejos hoteleros. De esta forma, se especializan en construcción de calidad que luego amueblan con artículos selectos. Esta reconversión ha conocido un gran éxito y Shin Nippon es un negocio de lo más boyante. Fueron ellos quienes impulsaron aquella moda retro de hace algunos años.
– ¿Y qué tiene que ver Shin Nippon? -inquirió Mamoru.
– El testigo no es otro que el vicepresidente de la compañía, Koichi Yoshitake.
– He oído hablar de él -dijo Maki con emoción-. Escribe una columna llamada «El espectador desapercibido» para una revista. Han publicado un libro con una selección de sus artículos.
– ¡Es cierto! ¡Lo he visto! -interrumpió Mamoru-. Es un gran volumen lleno de imágenes.
– Eso es. Fotografías y comentarios sobre los lugares de trabajo de periodistas, autores, arquitectos y otra gente destacada.
– Se vende muy bien.
– Por eso es famoso -masculló Yoriko-. Y por eso ha tardado tanto en dar la cara.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Mamoru.
Yoriko miró a Taizo a quien le entró un ataque repentino de tos.
– El señor Yoshitake iba de camino a casa de su amante cuando presenció el accidente -explicó.
Maki y Mamoru se quedaron sin palabras. Fue Yoriko quien retomó la explicación.
– La policía albergaba sus sospechas porque tardó varios días en aparecer. Comprobaron su historia con suma minuciosidad. Habló con la señorita Sugano minutos antes del accidente, le preguntó la hora… Dice que probablemente llegaba tarde a casa y que por eso corría.
– Tiene sentido -accedió Maki, asintiendo-. Yo también vuelvo corriendo a casa cuando se me ha hecho tarde. ¿Por qué siempre se empecinan en sospechar tanto de la gente? Jamás me casaré con un policía.
– ¡No creo que ninguno te aceptase como esposa! -apuntó jocosa Yoriko.
– Resumiendo, alguien como el señor Yoshitake podía haberse mantenido al margen y no confesar lo que presenció. Le debo mi puesta en libertad -dijo Taizo cargado de emoción-. Está emparentado con una familia muy influyente. Su esposa es la presidenta de la compañía y, según comentó uno de los detectives, está dispuesta a pedir el divorcio.
– Debe de haber sido muy duro para él -añadió Yoriko-. Y pese al riesgo que corría, acudió a la policía. Tuvo que ser una decisión muy delicada.
– ¡Eh, alto ahí! -A Maki se la veía indignada-. Papá jamás habría sido arrestado si ese hombre se hubiese quedado donde estaba. ¡No olvidemos que hemos vivido esta pesadilla porque él huyó de la escena!
– ¡Maki, qué difícil es complacerte! -exclamó Taizo con una irónica sonrisa-. Sé que lo habrás pasado mal. Y tú también, Mamoru. Ya me he enterado de lo sucedido en el instituto.
– No ha sido para tanto -repuso el chico. Maki guardó silencio y Mamoru decidió cambiar de tema-. ¿Y qué va a pasar ahora?
– No han retirado los cargos de negligencia contra tu tío. -repuso Yoriko-. El señor Sayama está haciendo lo posible para que todo se quede en una multa. Dice que incluso puede que lleguen a un acuerdo.
Mamoru entendía que su tío podía perder el carné de conducir, y que aquello supondría un nuevo problema con el que tendrían que lidiar después. Sin embargo, por ahora, tenerlo en casa era más que suficiente. Se sentían aliviados. El chico se alegraba de no haber tenido que sacar a la luz el secreto de Yoko Sugano, así que prefirió ver el lado positivo de todo el asunto. Al fin y al cabo, parecía que el caso quedaba resuelto, que no se añadiría más dolor a la tragedia.
– Uno ha de afrontar las consecuencias de sus actos -masculló Maki como si hubiese leído la mente de su primo y rematara su reflexión.
A las nueve de la noche, Mamoru llamó a Nobuhiko Hashimoto para comunicarle que ya no tendría que testificar en ningún juicio. Saltó el contestador automático, y Mamoru resumió brevemente la situación, le dio las gracias y colgó. También supuso un alivio no tener que hablar directamente con él.
Más tarde, llamó a Anego. Ella le dijo que había estado tomando apuntes por él en clase, le puso al tanto de las novedades sobre el asunto del dinero robado y sobre la respectiva actuación del señor Incompetente, del señor Iwamoto y de Miura. Se alegró mucho al escuchar que el tío Taizo estaba de vuelta en casa.
Mamoru salió a correr a las diez en punto. Decidió cambiar su ruta habitual y se dirigió hacia la intersección donde el accidente había tenido lugar. Las mismas estrellas que le devolvieron la mirada la noche en que irrumpió en el apartamento de Yoko Sugano brillaban en el cielo, al igual que la luna, en apariencia tan cerca que tenía la impresión de poder alcanzarla con las manos. El silencio caía sobre el cruce. No había nadie a su alrededor y el único sonido que alteraba la quietud de la noche era el leve chasquido emitido por el semáforo al cambiar de luz.
«Perdóname por haberme entrometido en tu vida. No le contaré a nadie lo que he averiguado. Descansa en paz.» Cuando se dirigió a casa, se sintió como si se hubiese quitado un peso de encima. A pocos metros de su destino, avistó una figura sentada en la orilla del río. Era su tío Taizo.
– ¿No puedes conciliar el sueño? -Mamoru tomó asiento a su lado. Agradeció el tacto del frío hormigón tras la carrera. Cubriéndole el pijama, Taizo lucía un jersey que Maki le había tejido y regalado para su cumpleaños. Lanzó al río la colilla de su cigarrillo que, tras dibujar una leve estela rojiza, desapareció en el agua.
– Vas a pillar un buen resfriado si no te abrigas -reprendió con suavidad a su sobrino.
– Estoy bien.
Taizo pidió al chico que lo esperarse mientras se acercaba a una máquina expendedora cercana. Al cabo de unos minutos, regresó con dos tazas de café y le pasó una.
– Ten cuidado que quema.
Bebieron el café en silencio.
– Siento todos los problemas que os he causado -murmuró Taizo.
– Y yo siento no haber podido hacer nada para ayudarte -repuso Mamoru.
Enmudecieron de nuevo. Taizo apuró su vasito y lo dejó junto a sus pies.
– He oído que has estado faltando al instituto.
Mamoru se sobresaltó y escupió un trago de café antes de ponerse a toser. Taizo le dio unas cuantas palmadas en la espalda.
– ¿Cómo te has enterado? -preguntó finalmente Mamoru, con un nudo en la garganta.
– Cuando regresé a casa y tu tía salió a comprar, llamaron del instituto. Sobre las tres.
– ¡Me alegro de que fueras tú quien atendiese la llamada! ¿Quién era?
– Un tal señor Iwamoto. Me pidió que me asegurase de que mañana asistas a clase. Quiere verte en cuanto llegues.
Mamoru no daba crédito. ¿Significaba eso que habían encontrado al culpable o que, por el contrario, le iban a cargar el muerto?
– Tío Taizo, quiero que sepas que no estoy faltando a clases por lo del accidente. -Taizo no apartó la mirada del río-. Hablo en serio. No tiene nada que ver con eso. -Entonces, le explicó lo sucedido.
Taizo escuchó sin hacer el menor comentario.
– ¿Y qué va a pasar ahora? -preguntó una vez hubo acabado el chico.
– No lo sé. Creo que podemos confiar en que el señor Iwamoto haga lo que es debido. Ya nos enteraremos de lo que decide.
De nuevo, el silencio recayó sobre ellos. Ambos observaban el imponente logotipo de la compañía de autobuses establecida al otro lado del río. Un autobús enorme entró en el garaje, y Mamoru se preguntó si todavía podían estar en servicio a aquellas altas horas de la noche.
– La vida ha sido dura contigo, Mamoru -dijo Taizo al cabo de un rato-. Los niños también sufren experiencias dolorosas, ¿verdad?
Mamoru miró a su tío y, por fin, averiguó lo que le atormentaba.
– Maki está creciendo -aventuró.
– Eso es -rió Taizo.
Mamoru rememoró lo nerviosa que había visto a su prima cuando esta preguntó si alguien la había llamado. Y también las palabras que pronunció la misma noche: «Hay ciertas cosas que superan a uno».
– No podré conducir nunca más -masculló Taizo casi para sí mismo.
– Si llegan a retirarte el carné, no será por mucho tiempo.
– No es eso a lo que me refiero. -Taizo, con la mirada perdida, encendió otro cigarrillo-. He conducido todos estos años sin provocar ni un solo accidente. Estaba muy orgulloso de mi expediente.
– No es algo de lo que pueda alardear mucha gente.
– Ahora, sin embargo, cargo con la responsabilidad de la muerte de una persona. Y no de una persona cualquiera sino de una joven que tenía toda la vida por delante.
«Yo no estaría tan seguro», pensó su sobrino.
– He tenido mucha suerte, pero no me he dado cuenta hasta este momento. Me confié demasiado y ahora estoy sufriendo las consecuencias. Es así como yo lo veo. Y, sin embargo, esa noche me sentía bien. -Taizo le explicó que puesto que presentaba síntomas de resfriado, había decidido volver a casa antes de tiempo. En el momento en que activó la señal de «Fuera de Servicio», alguien le dio el alto. Se trataba de una mujer de unos cuarenta años que se dirigía al aeropuerto de Narita, una carrera larga y cara desde el centro de Tokio. Por lo visto, el marido, que acababa de ser trasladado al extranjero, había caído enfermo y ella se disponía a tomar un avión para reunirse con él. Llamó un taxi, pero le dijeron que debería esperar un buen rato. Por eso decidió salir a la calle a buscar uno.
– Menuda suerte.
– Fue en esa urbanización que acaban de levantar en Mitomo. ¡Es imposible encontrar un taxi en esa zona! La mujer dijo que dar conmigo había sido un milagro.
Taizo aceptó la carrera y llevó a la mujer hasta el aeropuerto de Narita. En la parada de taxis del aeropuerto, recogió a otro joven. Su mujer acababa de dar a luz a su primer bebé, y había realizado un largo viaje desde el extranjero para conocerlo. Taizo dejó al joven a unos cuantos bloques de la intersección donde tuvo lugar el accidente.
– Me sentía bien, satisfecho con el trabajo que había realizado, con lo que mi intervención suponía para esas personas. Y, entonces, atropellé a la chica. Por el modo en el que se me echó encima, diría que alguien la perseguía. -Taizo hablaba con entonación sosegada-. Intenté esquivarla, pero fue imposible. Con el impacto contra el parachoques, salió despedida por los aires, paso por encima del capó y aterrizó en el parabrisas. -Taizo se frotó la cara con las manos y suspiró antes de proseguir-: Emitió un sonido… Un sonido que jamás había oído. Y que no quiero volver a oír nunca. Sin embargo, se repite en mis sueños. A veces, lo oigo incluso dentro de mi cabeza. Me pasó durante los interrogatorios y cuando me aislaron en ese calabozo.
Mamoru intentó imaginar ese sonido. ¿Y la chica del jersey rojo? ¿Qué habría pasado si se hubiese arrojado al vacío?
– Salí corriendo del coche y la vi. Ahí estaba. Yacía en el suelo, bocabajo. Aún respiraba. Recuerdo que le rogué que se quedase conmigo. Pero dudo que me escuchara. Tenía esa expresión de asombro en la cara, y seguía repitiendo en un hilo de voz: «¡Es horrible, horrible!». Sentí que la cabeza me iba a explotar; no era consciente de lo que estaba sucediendo. No había nadie más allí. Entonces, apareció ese agente de policía.
«¡Es horrible, horrible! ¿Cómo ha podido?». Mamoru casi podía oírla pronunciar esas quejumbrosas palabras.
– Yo estaba conmocionado, e imagino que la escena que el agente se encontró también afectó a su buen juicio. No recuerdo lo que sucedió después. Creo que le grité que llamase a una ambulancia y dije que alguien la perseguía. Supongo que le imploré a voces que encontrara a ese desconocido.
– ¿Cuándo te enteraste de que había fallecido?
– Cuando estaba en comisaría. Pensé que nunca me dejarían volver a casa.
Ninguno de los dos articuló palabra durante un buen rato. Se quedaron callados, oyendo el sonido del agua. La marea empezaba a bajar.
– No podré conducir nunca más -repitió Taizo-. No volveré a ponerme detrás de un volante en toda la vida. -Se quedó sentado con la cabeza en las manos, mirando el río.
Mamoru avistó una balsa que se mecía suavemente y la observó durante un instante. Le hizo pensar en los escombros que dejaba la corriente cuando, tras una inundación, el agua volvía a su cauce.
– ¡No pudo haber sido Miyashita! -En un rincón de una sala del gimnasio, Iwamoto se sentaba en una silla con los pies cruzados.
– ¿Miyashita? ¿Esa es la conclusión a la que ha llegado después de tanto tiempo? -Mamoru dio un paso hacia adelante.
Iwamoto jamás dejaría pasar semejante falta de respeto por parte de un alumno, pero la gravedad del asunto era tal que prefirió ignorar el arrebato de ira de Mamoru.
– Vino a mí y lo confesó todo.
– ¿Cuándo ocurrió eso?
– Ayer, durante el descanso del almuerzo. Le pregunté sobre el incidente y me dijo que era culpable, aunque se anduvo con evasivas. Le mandé a casa para que se tranquilizase un poco. -Iwamoto frunció el ceño y prosiguió-: Se ahorcó en cuanto llegó a su habitación.
Mamoru se puso pálido como un fantasma, e Iwamoto se apresuró a matizar:
– Intentó atentar contra su propia vida. Por suerte, la soga no aguantó y el chico acabó aterrizando contra el suelo. Sus padres estaban en casa, y se encargaron de todo. Ahora está bien. ¡Borre esa expresión de su cara! ¡Si alguien entra, pensará que intento acabar también con usted!
– Pero… -Mamoru tragó saliva unas cuantas veces hasta lograr articular su frase-. ¿Dónde está ahora?
– Hoy va a guardar reposo en casa. Quiere que vaya a verlo. Se niega a decirme por qué ha inventado una confesión tan ridícula. Se empeña en hablar con usted.
– Iré a verlo ahora mismo.
– No, primero asistirá a sus clases y después podrá marcharse. Hay tiempo. Ya le dije que usted iría a su casa esta tarde. No puedo permitir que siga faltando a clase, Kusaka. -Iwamoto dio un ligero capirotazo a Mamoru y la visión de este se le nubló durante un segundo-. Eso es por haber perdido cuatro días. Considérelo un «visto bueno» extraoficial. Si duele, ya se lo pensará mejor la próxima vez que quiera faltar a clase. Me temo que, para su desgracia, es usted demasiado testarudo.
– ¡Como usted!
– Touché. -Iwamoto mantuvo su expresión de enfado, pero su mirada irradiaba buen humor.
– ¿Y qué ha pasado con el dinero robado? ¿Significa eso que van a acusarme?
– No sea idiota. -Iwamoto lo fulminó con la mirada-. Jamás se me pasó por la cabeza que usted fuese el responsable.
– Pero…
– Miura y sus secuaces lo planearon todo. Y lo he descubierto yo solito. No está mal, ¿eh? Pero no dispongo de ninguna prueba. He estado vagando por la ciudad todas las noches desde que ocurrió y, por fin, pillé a Miura y a Sasaki saliendo de una sala de cine para adultos. Y estaban ebrios. -El enfado de Iwamoto quedaba patente-. Aunque recurra a la policía para esclarecer el caso, no podrán hacer nada.
– Que gasten mucho dinero no significa que lo hayan robado.
– Tiene razón. Hoy en día, todos los chicos trabajan. Aunque me parece que todavía existen leyes que lo prohíben. -Iwamoto clavó de nuevo la mirada en el chico, y Mamoru agachó la cabeza-. El caso es que ellos rompen tanto las reglas del instituto como las del equipo de baloncesto. Reuní a los miembros del equipo y todos los señalan con el dedo. Cuando tienes estudiantes de primer año como ellos, te arriesgas a que suceda este tipo de cosas. El dinero robado es solo un ejemplo. Los chicos de cursos superiores deberían haber sido más cautelosos y, para que aprendan, todos han sido sancionados. Les tocará limpiar los aseos hasta las vacaciones de invierno y trabajarán para reembolsar hasta el último yen.
Iwamoto sacó un pañuelo de su bolsillo, y se sonó la nariz emitiendo un ruido ensordecedor.
– Y así se resume mi actuación en todo este asunto. Para empezar, la culpa es mía. Debería haberlos vigilado de cerca. Habrá tenido que aguantar carros y carretas, Kusaka. Lo siento mucho. -Iwamoto se levantó y le hizo una reverencia formal, inclinando la cabeza-. Es posible que el castigo parezca indulgente, pero voy a mantener a Miura y sus cómplices en el equipo de baloncesto. No les dejaré marchar aunque me lo pidan de rodillas. Esos gamberros precisan más que nadie de la disciplina del entrenamiento. ¿Entiende mi postura?
Mamoru asintió.
– Ahora, a clase. Antes de que se marche, una última cosa: acuda al señor Nozaki y discúlpese por su injustificada ausencia. Ese hombre se toma muy en serio su trabajo.
– Entendido. -Mamoru dio media vuelta, dispuesto a marcharse.
Iwamoto intervino de repente, como si se hubiese dejado algo en el tintero.
– Kusaka, yo no me trago esa teoría de que heredamos nuestro carácter.
Mamoru se detuvo en seco.
– Si los gusanos solo dieran gusanos, esto no sería más que una manzana podrida. Yo no soy ninguna lumbrera, pero lo que me empuja a seguir en este trabajo es ver cómo esos mismos gusanos se transforman en preciosas mariposas de diferentes tamaños y colores.
Mamoru sintió que sus facciones se crispaban antes de estallar en carcajadas. Era un gustazo poder liberar tensiones de aquel modo.
– Pero hay demasiados idiotas malintencionados. Ven el rabo de un elefante y gritan que hay una serpiente. Avistan los cuernos de una vaca y se convencen de que es un rinoceronte. La verdad es que no pueden ver más allá de sus propias narices. Se abalanzan sobre ti en cuanto tienen oportunidad. Hay que evitarlos a toda costa porque ellos no van a apartarse de tu camino para ponerte las cosas más fáciles.
Yoichi Miyashita vivía en un edificio de tres plantas. Sus padres, notarios de profesión, utilizaban la primera planta como despacho. El hijo había diseñado el cartel en el que, sobre un paisaje típico, se anunciaba «Trámite de todo tipo de registro. Gestión de patrimonio inmobiliario».
Yoichi se parecía mucho a su madre, una mujer bajita y de rasgos finos. La señora Miyashita condujo a Mamoru hacia la habitación de su hijo que quedaba en la tercera planta. Uno de los cuadros de Yoichi colgaba enmarcado en la pared, junto a su habitación.
Mamoru llamó a la puerta.
– ¿Quién es? -preguntó una voz débil.
– Un amigo de tsurusan.
La puerta se abrió y Yoichi apareció tras ella.
– Soy un negado. Ni siquiera valgo para hacer un nudo de soga decente. -Yoichi no era capaz de mirar a Mamoru a los ojos.
Mamoru contempló el techo y reparó en la rejilla desde la cual había intentado suicidarse Yoichi: era lo suficientemente resistente como para aguantar su peso. Se alegraba de que su compañero no fuera muy hábil con los nudos. Bajo las vendas que todavía llevaba desde su accidente de bicicleta, a Yoichi se lo veía más frágil que nunca.
– ¿Por qué lo hiciste?
Yoichi guardó silencio.
– El señor Iwamoto me lo ha contado todo. ¿Acaso te viste en un callejón sin salida? ¿Te asustaba que te expulsasen del instituto? ¿Intentabas ayudarme cuando dijiste que habías sido tú el autor del robo? -Se produjo un desagradable silencio. Mamoru tuvo la sensación de que los padres del chico procuraban no hacer el menor ruido hasta que Yoichi se recuperase del todo-. Pues he de decirte que has cometido un craso error. ¿Y si hubieses muerto? ¿Consideraste cómo nos sentiríamos los demás si algo así sucediese? ¡Piensa toda la responsabilidad que me hubieses dejado!
Finalmente, en un tono apenas más audible que el vuelo de una mosca, Yoichi respondió.
– Fui yo.
– ¿Cómo vas a ser tú?
– Fui yo. -Yoichi no cejaba en su empeño-. Fui yo quien lo hizo. Si supieses lo que he hecho, no volverías a hablarme en la vida.
– ¿Qué quieres decir con eso? -Mamoru empezaba a inquietarse-. ¿Qué es lo que hiciste?
Las lágrimas colmaban los ojos de Yoichi.
– Todo. Fui yo -repitió-. Puse ese artículo sobre tu tío en el tablón, escribí esas acusaciones en la pizarra y también la palabra «asesino» en la fachada de tu casa. Fui yo quien hizo todas esas cosas.
Mamoru se quedó mudo de asombro. Observó a Yoichi que ladeaba la cabeza, intentando ocultar sus lágrimas. Entonces, reparó en la venda de su mano.
– ¿Te cortaste la mano cuando rompiste nuestra ventana?
Yoichi asintió.
De repente, Mamoru lo comprendió todo.
– Miura y los demás te amenazaron para que lo hicieses -aseveró en voz baja.
Yoichi asintió de nuevo.
– Te utilizaron para que nadie pudiese culparlos de nada. -Mamoru recordó el día en que Yoichi se dejó caer por Laurel. Quiso decirle algo en aquel momento, pero prefirió guardar silencio. Esa era la única explicación-. ¿No tuviste ningún accidente con la bicicleta, verdad? Uno de ellos se enteró de que habías ido a los grandes almacenes para ponerme al tanto de todo y te dieron una paliza.
Yoichi se enjugó la cara con la mano izquierda.
– Seguro que prometieron romperte todos los dedos de la mano para asegurarse de que no volvías a sostener un pincel. -Mamoru sintió la sangre bombeándole en los oídos.
– No sé hacer nada -dijo Yoichi-. No se me dan bien los deportes. No soy un buen estudiante, y las chicas no me hacen ni caso. Pero sé dibujar y pintar. Es lo único en lo que destaco sobre los demás. Si pierdo eso, no me quedará nada. Esos cabrones me asustaron. Creo que incluso una amenaza de muerte no me habría parecido tan escalofriante en comparación con su palabra de cortarme las manos y arrancarme los ojos. Y si eso ocurre, prefiero estar muerto. Sería como sacarme las entrañas y dejarme vacío. No podía hacer nada contra ellos.
Por fin, Yoichi pudo mirar a Mamoru a la cara.
– Me siento fatal, Kusaka. Tú sí intentaste entenderme. Fuiste el único que me tomó en serio. Y quise compensarte de algún modo.
– ¿Compensarme?
– Si daba la cara y aceptaba la responsabilidad del robo, te sacaría del apuro. Lo que pasa es que ni siquiera se me da bien mentir. Pasé toda la noche en vela, tramando un plan y, aun así, no logré convencer al señor Iwamoto. Me dijo que me dedicara a mi pintura y no me preocupase por ti. Cuando llegué a casa, me sentí peor de lo que me había sentido nunca. No le encontraba ningún sentido a la vida. ¡Pero soy un negado hasta para hacer un nudo!
Mamoru respiró profundamente.
– ¡Pues menos mal!
Mamoru se marchó de casa de los Miyashita y regresó al instituto. Para cuando llegó, ya habían dado las seis y media de la tarde y el centro estaba cerrado. Trepó la reja y se coló dentro del recinto por la entrada nocturna. El sol se había puesto hacía mucho, y la zona estaba desierta. Subió a la segunda planta, sacó una linterna y se dispuso a registrar la taquilla de Miura que quedaba al final de la quinta hilera de la derecha y estaba equipada con un lustroso candado de combinación de color rojo.
Unos pocos segundos bastaron para abrirlo. Tal era el desorden que reveló el interior de la taquilla que Mamoru tuvo que contenerse para no adecentarla un poco. Toallas sucias; un caos de libros, papeles, libretas y cubiertas arrugadas; camisetas sudadas y un paquete de cigarrillos medio vacío. Mamoru arrancó una hoja de una de las libretas y escribió: «Ojo con la teoría de la herencia, Kunihiko Miura».
Dejó la nota sobre la pila de escombros, cerró la puerta y colocó el candado.
Una vez fuera del centro, se coló en la primera cabina telefónica con la que se topó. Tenía una llamada que hacer.
– ¿Dígame? -Su voz sonaba peculiarmente agradable. Quizá estaba esperando la llamada de su novia.
– ¿Miura?
– Sí… ¡Un momento! ¿Eres tú, Kusaka?
Mamoru pudo sentir que se le disparaban los latidos del corazón y le palpitaban las sienes. Intentó hablar de un modo tan claro como lleno de determinación.
– Solo voy a decírtelo una vez, Miura. Sé lo que hiciste. Y por qué lo hiciste… Soy nuevo en la ciudad, vengo del quinto infierno y soy un pobre huérfano cuyo padre era además un ladrón. ¿Me equivoco? En otras palabras, soy la presa perfecta para ti. Me das pena, y ¿sabes por qué? Has abierto una puerta que deberías haber dejado cerrada.
Hubo un momento de silencio antes de que Miura se pusiese a gritar como un energúmeno. No obstante, Mamoru ya había anticipado su reacción y fue él quien lo silenció a voces.
– Esta es tu única oportunidad. Escúchame bien porque no lo volveré a repetir. ¿De acuerdo? Soy un desgraciado, un parásito que vive a expensas de los demás. Y sí, mi padre era un estafador. Pero hay algo más, algo que ignoras. Es cierto, era un ladrón, y bien lo sabe todo el mundo… Lo que todos desconocen es que también era un asesino. Mató a mi madre. Nadie pudo probarlo nunca. -De alguna manera, Mamoru no estaba mintiendo puesto que culpaba a su padre de la prematura muerte de su madre-. ¿Recuerdas esa pintada que mandaste hacer en mi casa? ¡Pues resulta que es cierto! ¡Soy el hijo de un asesino!
Miura seguía mudo de asombro.
– ¡Tenías razón, Miura! Soy el hijo de un asesino. Y tú crees que ese tipo de cosas se hereda, ¿no es cierto? De casta le viene al galgo. No hay vuelta de hoja. Así que será mejor que te andes con ojo. Por mis venas corre la sangre de un asesino.
– Espera… Espera un momento -farfulló Miura.
– ¡Cierra el pico! Volvamos la vista atrás. ¿Recuerdas esa chica que tanto te gustaba? ¿Su bicicleta? Te dijo que había encontrado la llave y que por eso no hacía falta que la llevases a casa, ¿verdad? Bueno, pues tenías razón. Yo estaba detrás de toda esa farsa. Fui yo quien abrió el candado de su bicicleta; a mí no me hace falta ninguna llave. Nací con ese talento. Y puedo utilizarlo a mi antojo porque soy el hijo de un asesino. El candado de una bicicleta es pan comido para mí. Y esa no es más que una de mis muchas habilidades. Soy capaz de cualquier cosa, no lo olvides.
Cuanto más se extendía en su diatriba, más enfadado se sentía. Por fin, Mamoru escupió sus últimas palabras.
– Si alguna vez, aunque solo sea una, te atreves a hacerme algo a mí, a alguno de mis amigos o a mi familia, nadie podrá detenerme. Puedes encerrarte tras todas las puertas que quieras o intentar huir, pero no te servirá de nada. No te dejaré en paz. A propósito, ¿qué me dices de esa moto tuya? ¿La guardas en algún lugar seguro y protegido? Será mejor que le eches un buen vistazo antes de montarte en ella. Tal vez estés conduciendo a toda velocidad cuando de repente te fallen los frenos.
Mamoru casi podía oír el temblor que sacudía las rodillas de su interlocutor.
– ¿Lo has pillado? Y no lo olvides, todo está en los genes. Ándate con ojo a partir de ahora.
Para añadir algo de drama al asunto, Mamoru colgó con violencia. El nudo del estómago se aflojaba por fin. Se dio cuenta de que sus propias rodillas le flaqueaban. Se apoyó sobre el cristal de la cabina telefónica y dejó escapar un profundo suspiro.
Del tabloide semanal, Spider, edición del 30 de noviembre:
¿Héroe o villano? El testigo que escuchó la voz de su conciencia.
¿Hay entre nuestros lectores algún afortunado cuyos ingresos anuales asciendan a diez billones de yenes? ¿Alguien que esté casado con una hermosa heredera y disponga además de una amante que la supera en belleza? Esta descripción corresponde a Koichi Yoshitake, vicepresidente de la compañía Shin Nippon, quien aparece en la fotografía que mostramos a la izquierda. Conocido por el golpe de suerte tan peculiar como extraordinario que le cambió la vida, el señor Yoshitake acaba de desvelar otra faceta de su personalidad: un singular sentido de la justicia y la ecuanimidad.
Todo ocurrió poco después de la medianoche del 13 de noviembre, cuando un taxi atropello a una estudiante de veintiún años. No hubo testigos. La policía se enfrentaba a un gran dilema: por un lado, el taxista juraba que la chica hizo caso omiso del semáforo en rojo del paso de peatones y prácticamente se le echó encima: por otro lado, las últimas palabras de la víctima refutaban las declaraciones del conductor. En este punto entró en escena el señor Yoshitake. Gracias a su testimonio, el taxista, detenido de forma preventiva hasta el cierre de la investigación, vuelve a ser un hombre libre.
El accidente tuvo lugar lejos del domicilio de Yoshitake quien, dicho sea de paso, no tenía un motivo razonable para explicar qué hacía en el lugar del accidente a esas horas de la noche. El testigo acabó confesando que, en el momento de la tragedia, iba de camino a casa de su amante, la señorita I., cuyo apartamento queda cerca de la zona.
De cuarenta y cinco años y natural de Hirakawa, Yoshitake es un perspicaz hombre de negocios que empezó trabajando como vendedor y ascendió hasta
el que actualmente es su puesto. El padre de su esposa no es otro que el fundador y propietario de la compañía Shin Nippon, que su yerno representa en calidad de vicepresidente. Como es lógico, su estatus familiar y profesional requiere de cierto grado de discreción a la hora de mantener relaciones extraconyugales.
Aun asi, Yoshitake se presentó en la comisaría de Joto cuando supo que, a falta de un testigo que apoyara su versión de los hechos, el taxista permanecía detenido. Su declaración coincide con la del conductor. Yoshitake llegó incluso a intercambiar unas palabras con la víctima a quien abordó para preguntarle la hora. La respuesta fue: «Las doce y cinco». Este dato fue definitivo para convencer a la policía de la credibilidad del testimonio y concluir que el accidente fue el resultado de la negligencia de la propia víctima. Yoshitake ha demostrado gran valor al anteponer la justicia a su vida privada, aunque algunos aseguran que su mujer no tardará en poner sobre la mesa los papeles del divorcio.
El asunto también ha salpicado a la señorita I. Una vez que su relación con Yoshitake salió a la luz, dejó el club nocturno donde trabajaba y, según cuentan, se fue a vivir con una amiga hasta que Yoshitake y su mujer llegaran a un acuerdo. En definitiva, si entre nuestros lectores contamos con un hombre tan afortunado, permítanos darle un consejo: para evitar la ira de su esposa y el llanto de su amante, evite a toda costa los accidentes de tráfico cuando se acuda a una cita amorosa.
A primera vista, todo parecía haber vuelto a la normalidad en casa de los Asano. A Maki no se la veía tan animada como siempre, pero iba a trabajar cada mañana. Yoriko sacaba al remolón de su sobrino de la cama, le preparaba el almuerzo y lo enviaba al instituto antes de ponerse a hacer sus tareas domésticas.
Solo Taizo estrenaba rutina. Siempre había trabajado por la noche y dormía cuando Maki y Mamoru se marchaban de casa. Ahora, se sentaba cerca de la ventana y los veía alejarse. Pasaba más tiempo que de costumbre leyendo el periódico. Cuando su familia reparó en que lo estudiaba con demasiada atención, supo que estaba consultando las ofertas de trabajo. Su taxi verde oscuro le fue devuelto al día siguiente de su puesta en libertad, pero Taizo solo se acercó al coche para lavarlo y no lo volvió a tocar.
El señor Satomi, de Taxis Tokai, le hizo una visita formal para ofrecerle un puesto hasta que le devolvieran el carné de conducir. La empresa necesitaba algo más que taxistas, por ejemplo, alguien que se encargara de la limpieza, el papeleo y la gestión de personal. Taizo declinó la oferta sin dudarlo un segundo. Se aferraba con fuerza a su decisión de mantenerse lo más lejos posible del negocio.
– ¡Este hombre no atiende a razones! -exclamó enfadado el señor Satomi antes de volverse sobre sus talones.
– No se preocupe, ya se le pasará -dijo Yoriko, forzando una sonrisa.
En el instituto de Mamoru las cosas también volvían a su cauce. Su estrategia parecía haber surtido efecto con Miura y su banda; habían dejado de molestarlo. Las heridas de Yoichi Miyashita empezaban a cicatrizar y volvía a asistir a clase.
Una noche, mientras la familia Asano se sentaba a la mesa a cenar, con las noticias de las seis de fondo, Mamoru desvió la mirada hacia la televisión y reconoció la fachada del edificio que salía en el reportaje.
«-A las tres en punto de esta tarde, en los grandes almacenes Laurel situados en el distrito de K., -decía el presentador del telediario- un anciano perdió los estribos y se puso violento.»
Mamoru dejó su cuenco de arroz sobre la mesa y escuchó con atención.
«-Tras adueñarse de un cuchillo de la Sección de Hogar, apuñaló a dos empleados. El agresor ha sido identificado como Kazunobu Kakiyama, un vecino de la zona.»
– Mamoru, ¿no es ahí donde trabajas? -preguntó Maki angustiada mientras se agachaba a recoger los palillos que el chico acababa de dejar caer al suelo.
«-Goro Makino, un guarda de seguridad de cincuenta y siete años, y Hajime Takano, de treinta han resultado heridos. Takano recibió una puñalada en el hombro y está hospitalizado con pronóstico reservado. No hubo que lamentar más víctimas pese a que, en el momento de la agresión, unos ciento quince clientes se encontraban en el interior del edificio. Una vez que la policía logró desarmar y reducir al desequilibrado, lo llevaron a la comisaría de Joto donde tendrá que prestar declaración. Dado el estado de perturbación del agresor y su conocido problema de consumo de sustancias estupefacientes, la policía cree que pudo actuar bajo la influencia de las drogas.»
Para cuando Mamoru llegó al hospital, el horario de visitas estaba a punto de finalizar. Takano yacía en una cama. Lucía una venda que le cubría el cuello y el hombro izquierdo y, en el brazo derecho, una intravenosa conectada a un gotero. Pese a su mal aspecto, en cuanto avistó a Mamoru, hizo lo que pudo por alzar la cabeza.
– ¡Entra! -Saludó al chico muy sonriente-.Te habrás preocupado mucho al enterarte de lo sucedido, ¿verdad?
– Lo vi en las noticias mientras cenábamos. Casi me atraganto.
Takano le dijo que unos detectives se habían pasado por allí para hablar con él y que regresarían al día siguiente para tomarle declaración.
– Es horrible lo que ha pasado. ¿Te duele mucho? -preguntó Mamoru.
– No es tan grave como parece. Me han cubierto de vendas para que la cosa no empeore.-Takano se valió de la barbilla para indicar el punto donde había recibido la puñalada. Unos centímetros más arriba y el cuchillo podría haberle alcanzado la yugular; unos centímetros más abajo, y le hubiese atravesado el corazón. Mamoru sintió un escalofrío descendiéndole por la espalda-. No soy tan rápido como pensaba. Estaba seguro de poder esquivarlo. Bueno, al menos, ningún cliente salió herido.
– ¿Y Makino?
– Se hirió la espalda cuando intentó reducir al agresor, pero le han hecho varias pruebas y no tiene nada grave. Saldrá de aquí por su propio pie en pocos días.
– ¿Quién hubiese pensado que algo así podría suceder en Laurel?
Las secciones de Libros y Hogar se situaban respectivamente a ambos extremos de la cuarta planta. Cuando Kayikama rompió la vitrina con la mano y se apoderó del cuchillo, una empleada activó la alarma y Takano y Makino acudieron de inmediato. De no ser por ellos, algún cliente habría salido herido.
– Deberían darte una medalla. Primero la chica de la azotea y ahora este agresor. ¿Qué haría la empresa sin ti?
– ¿Acaso no lo sabes? A ciertos incompetentes nos mantienen en plantilla por si han de recurrir a nuestra fuerza bruta en caso de emergencia. -Takano se echó a reír, pero Mamoru supo que debía de dolerle mucho-. Además, ¡fuiste tú quien evitó que esa chica se lanzase al vacío!
Conforme hablaban, la intravenosa inyectaba gotas de solución en el brazo de Takano. Al parecer, surtía efecto, puesto que Takano empezaba a mostrar signos de somnolencia. Mamoru se bajó con mucho tiento de la cama cuando Takano retomó la conversación.
– … Pero es una buena oportunidad, ¿sabes?
– ¿El qué?
– ¿Recuerdas a esa chica? ¿La del jersey rojo?
– Por supuesto que sí.
– Es una estudiante modelo en su instituto. Es muy extraño que hiciese algo parecido. De hecho, ni siquiera recuerda por qué… -Takano empezó a mascullar sus palabras y al ver que sus párpados caían, Mamoru se marchó de puntillas de la habitación.
Mientras se alejaba por el pasillo, se cruzó con una joven enfermera que llevaba un sujetapapeles en la mano. Mamoru se volvió sobre sí para contemplarla y vio que se dirigía hacia la habitación de Takano.
Cuando a Sato le extrajeron el apéndice, le dijo a Mamoru que todo hombre soltero fantaseaba con las enfermeras. Mamoru se preguntó si le habría llegado el turno a Takano. Ojalá, al menos así, alguien se quedaría con buen sabor de boca después de tal mal trago.
Pero ¿a qué se habría referido Takano con «una buena oportunidad»? No era algo que solía escucharse de alguien que acababa de escapar de la muerte. En cuanto salió del hospital se topó con una ambulancia que, con unas luces cegadoras, aparcaba frente a la salida de urgencias. Los paramédicos se apresuraron a llevarse a alguien que yacía en una camilla envuelto en mantas amarillas.
¿Cómo era posible que esa chica que casi saltó desde la azotea no recordase qué la había empujado a hacerlo?
A finales de año, la gente se acercaba a las tiendas incluso antes del horario de apertura, cuando las persianas aún seguían bajadas. Las expectativas de venta eran altas, y los empleados soportaban una gran presión.
Cada primer sábado del mes, Sato y Mamoru pasaban la mañana fuera de la Sección de Libros. Se les había asignado la tarea de preparar y llevar a cabo el sorteo de la tómbola que se celebraba en el gran vestíbulo de la primera planta. Cuántas más compras realizaran los clientes, más posibilidades de optar a un premio. Aquel era otro argumento comercial de peso para estimular las ventas durante la campaña de fin de año.
El artilugio consistía en un sistema electrónico, nada del otro mundo. De hecho, parecía más bien una tragaperras. El empleado levantaba una palanca, y los números desfilaban rápidamente en la pantalla. El cliente pulsaba un botón para detener la rotación, y el número sacado indicaba el premio. En suma, una máquina luminosa, que no hacía demasiado ruido y que encantaba a los niños. Sin embargo, para los dos empleados encargados de manejar sendas máquinas, el trabajo no era tan entrañable. Levantar y bajar la palanca para cada cliente de una cola que no se agotaba nunca se convertía en un ejercicio agotador.
– Eh, Mamoru, ¿has oído hablar del Shurado? -preguntó Sato, que esbozó una sonrisa algo forzada.
– ¿Shurado? ¿Qué es eso? ¿Algún tipo de arte marcial?
– No, qué va. Es uno de los seis niveles del infierno budista. El lugar al que van los que cayeron de forma deshonrosa en el campo de batalla.
– ¿Y qué tiene eso que ver con la tómbola? -preguntó Mamoru mientras entregaba un paquete de pañuelos como premio de consolación. El cliente que lo recogió rezagó la mirada en el premio estrella, un crucero de siete días por el mar Egeo, antes de marcharse cabizbajo.
– Los condenados al Shurado están cegados por el odio de la guerra y sus corazones rebosan de rencor -prosiguió Sato-. ¡Y lo que allí les aguarda no es sino otra batalla! Y vaya batalla: al levantarse el sol, hordas de enemigos irrumpen alzando sus espadas. Por más que caigan esos adversarios, vuelven a ponerse de pie. La encarnizada lucha no conoce tregua. Al caer la noche, a los malditos combatientes se les caen primero los brazos y después las piernas. Gimen, gritan y lloran de dolor.
– Has estado leyendo demasiado, ¿no?
– Espera, que aún hay más. Agonizan sin llegar a morir nunca. Lo que, desde luego, es lógico, dado que ya están en el infierno. Por mortales que sean sus heridas, en cuanto el sol se levanta, ya han cicatrizado. Y empieza otra vez el suplicio. Luchar y luchar es lo único que harán en el otro mundo. Y así sucede una y otra vez, por toda la eternidad. Suena terrible, ¿verdad?
– La imagen mental que tengo ahora mismo es la selección japonesa de rugby enfrentándose a los All Blacks.
– Y nosotros aquí, todo el día dándole a la palanca… -continuó Sato-. Todo el día engañando a los clientes.
– ¿Por qué dices eso? Ellos se lo pasan en grande.
– Pues a eso me refiero. Creen sinceramente que el premio estrella está ahí. Jamás he visto otra cosa que ese estéreo de música que dan con el tercer premio.
– ¿En serio? -La mujer que encabezaba la cola interrumpió la conversación. Tenía ambas cejas enarcadas en un gesto de obvia consternación.
– ¡Desde luego que no! -exclamó Sato con una hipócrita sonrisa en los labios-. ¡Pues claro que hay un premio estrella! -Le arrebató de las manos el boleto y accionó la palanca. Le tocó el cuarto premio.
– Hablas demasiado -le advirtió Mamoru antes de volverse hacia la dienta-. ¡Enhorabuena, señora! El cuarto premio. ¿Prefiere un rollo de plástico transparente o unas pastillas para la tos?
No hubo manera de que Sato se quedara callado aunque, al menos, continuó en voz baja.
– Los clientes aparecen con sus boletos en la mano y un sueño en mente. Acaban comprando cosas que no necesitan solo para hacerse con una participación extra. Cuando tú y yo nos vayamos al otro barrio, seguro que acabamos en el Shurado, Mamoru. El infierno de la tómbola. Estaremos levantando esta palanca desde que el sol salga hasta que se ponga; se nos caerán los brazos. Cada mañana nos despertaremos ante una cola infinita de clientes, cada uno de ellos con puñados de boletos. Haremos lo mismo una y otra vez, por toda la eternidad.
– Deja de decir tonterías. Vas a volver loco al chaval. -Era Madame Anzai, que sustituía a Takano mientras estaba de baja-. Yo me encargo, podéis ir a almorzar. Después quiero que paséis la tarde haciendo inventario en el almacén.
– ¡Oh! ¡Buda nos ha escuchado! -exclamó Sato.
Durante el descanso, en la cafetería reservada a los empleados, Mamoru se excusó ante Sato y se encaminó hacia el teléfono para llamar a Hashimoto. Madame Anzai le comentó que su tía Yoriko había llamado mientras él andaba atareado con la tómbola.
– Me ha dicho que justo después de que te marchases de casa esta mañana, recibiste una llamada de un tal Hashimoto. Quiere que lo llames.
¿Qué tendría que decirle Nobuhiko Hashimoto? Marcó su número, pero estaba comunicando. Lo intentó tres veces más a intervalos de unos dos minutos, y la línea seguía ocupada. Finalmente, se dio por vencido. Sato le sonrió cuando regresó a la mesa.
– Déjame adivinar, ¿ha llamado tu novia para romper contigo?
– Eso es, pero no me preocupa demasiado. Hemos roto un montón de veces y siempre lo arreglamos con un beso.
Sato inclinó la cabeza, en un gesto de derrota.
– ¡Tú ganas! Mírame a mí, viajando de un lugar a otro. ¡No intentes detenerme, mi amor!
– ¿Y dónde vas a pasar este Año Nuevo? -Mamoru cambió de tema sin transición.
– Mi plan es seguir en vivo el París-Dakar.
– ¡Vaya! Eso debe de costar un ojo de la cara.
– Sí, supongo… Por eso estoy trabajando y ahorrando. Cuento contigo para quedarte al mando cuando esté fuera. Y si no regreso, espero que cada vez que te acuerdes de tu viejo amigo, reces por mi descanso entre las dunas del desierto.
Esas palabras le recordaron a Mamoru la previa conversación sobre el Shurado, y decidió contarle a Sato algo sobre Yoko Sugano que no había podido sacarse de la cabeza.
– Sato, ¿alguna vez has pensado en dedicarte a otra cosa que te permita conseguir mucho dinero en poco tiempo para costearte tus viajes?
– ¿Dedicarme a otra cosa?
– Ya sabes, algo más fácil que te haga ganar importantes sumas de dinero.
– ¿Y a qué viene eso ahora? -Sato parecía desconcertado.
– Nada, solo curiosidad.
Sato se rascó la nariz y reflexionó unos minutos.
– Importantes sumas de dinero… No estaría mal, aunque en estos trabajos suele haber gato encerrado. Como estafar a alguien, a riesgo de que acaben estafándote a ti. No, no me interesa. Estoy a gusto aquí en la librería. Es el trabajo perfecto para mí. Y todo lo que tengo me lo he ganado con el sudor de mi frente.
En el almacén, encontraron tareas pendientes como para no aburrirse. Tenían que hacer inventario de ciertos artículos, y una montaña de libros y revistas que preparar para su devolución. Además, la pantalla de vídeo proyectaba un desfile de moda con trajes de baño de la pasada temporada. Sato entraba y salía para poder echar un vistazo a las modelos.
– ¡Deberías ver las piernas tan largas que les hacen esos bañadores! ¡Van casi desnudas! ¡Sal a echar un vistazo!
En cuestión de una hora, la camiseta que Mamoru llevaba bajo el uniforme estaba empapada en sudor, y la montaña de trabajo apenas había menguado. A Mamoru le pareció un infierno más aterrador que el de la tómbola. Al recaer en la pila de revistas abultadas en fardos, se acordó de Canal de Información.
¿Cuántas copias habrían vendido? ¿Cuánta gente habría leído ese artículo? Estaba convencido de que los ejemplares habrían acumulado polvo en alguna estantería y gran parte de la tirada habría acabado devuelta al editor.
«Nos quedaban algunos ejemplares, pero alguien los compró todos.»
Al parecer, ese hombre mencionó algo sobre una denuncia que pensaba interponer contra una de las chicas, pero ¿era tan fácil llevar a alguien ante los tribunales solo por fingir que era tu novia cuando lo único que quería de ti era el dinero? Perdido en sus cavilaciones, Mamoru dejó que sus ojos vagasen por las cubiertas de otro tipo de publicaciones, las conocidas como revistas de prensa. El proceso de edición era muy básico: recortar artículos de periódicos, revistas, y tabloides, reeditarlos y publicarlos por género. Mamoru conocía un par de esas revistas, una de crítica literaria y otra sobre informática. Ambas gozaban de una gran demanda y se vendían como churros.
La revista en la que se detuvo a continuación era algo diferente. Una publicación sensacionalista llena de sucesos, crímenes, accidentes y escándalos. Su difusión era bastante limitada y no correspondía al tipo de publicación que iba dirigida a un gremio determinado. Era de suponer que alguien tan curioso como para comprar una revista como esa se hiciera él mismo sus propios álbumes de recortes. Muy pocos lectores, un precio de venta bastante elevado… En definitiva, se trataba de un tipo de publicación algo artesana. Esa en particular llegaba a las estanterías de Laurel directamente de la mano del editor que no recurría a los servicios de ningún distribuidor y se presentaba en persona a tal efecto. Takano le había pedido que se volviera a pasar a recoger las copias no vendidas tres semanas después.
Mamoru reparó en el título: «Accidentes, suicidios y demás sucesos en los meses de septiembre y octubre», y tomó un ejemplar. Se preguntaba si encontraría aquella noticia sobre el accidente de su tío.
No encontró más que una simple mención del siniestro y algún que otro recorte de los tres principales rotativos, un diario de negocios, y del Tokyo Daily News, el periódico que solían leer los Asano. Un caso de secuestro ocupaba gran parte de la página. Mamoru pensó que no debían de ser pocas las desgracias que no quedaran plasmadas en las páginas de la prensa. Aquello no era justo; cualquier incidente era igualmente traumático para las personas implicadas.
Mientras ojeaba la revista, reparó en otro titular: «Una mujer se arroja a las vías al paso de un tren de la línea Tozai». Maki oyó hablar de ese incidente en el trabajo, y Mamoru recordaba lo que su prima le había relatado del suceso.
«En la estación, dijeron que la cabeza de esa mujer fue hallada en el enganche entre dos vagones. ¡Hablo en serio!».
Intrigado, Mamoru tomó asiento en el suelo y leyó la noticia. «La víctima responde al nombre de Atsuko Mita, de veinte años, trabajadora de…»
¡Atsuko Mita! ¿No era una de las mujeres entrevistadas para Canal de Información? Mamoru alzó la cabeza, parpadeó unas cuantas veces y volvió hundir la mirada en las líneas impresas. Atsuko Mita. Suicidio. No dejó ninguna nota, ni testamento.
Octubre: Atsuko Mita se quitaba la vida al saltar al paso de un tren. Noviembre: Yoko Sugano moría en un accidente, en lo que parecía ser un suicido puesto que, se abalanzó sobre el coche. Aún con la revista en la mano, Mamoru echó a correr hacia el teléfono público que había en esa misma planta. Intentó contactar con Hashimoto, de nuevo sin éxito.
Reflexionó durante un instante y decidió llamar al editor de la revista para preguntarle si otro suceso de semejantes características había sido publicado en ediciones anteriores. Mamoru explicó lo que quería averiguar y lo pusieron en espera. Impaciente, golpeaba los pies en el suelo mientras sonaba la melodía. Finalmente, alguien le atendió.
– ¿Oiga? Siento haberle hecho esperar. Efectivamente, hay algo sobre una tal Fumie Kato. Un artículo publicado el 2 de septiembre. Saltó desde la azotea de su edificio.
– ¿Se menciona si dejó testamento?
– Al parecer, no encontraron nada. Aquí dice que la policía no llegó a averiguar el motivo.
De modo que Fumie Kato también se había quitado la vida sin dejar tras ella su última voluntad.
– Otra pregunta, ¿ve en esa misma edición algún artículo sobre Kazuko Takagi?
Hubo una pausa que se prolongó unos minutos. Mamoru distinguió el sonido de la mujer pasando las páginas.
– No, no aparece ese nombre por ningún lado.
Tres. Ya iban tres. De las cuatro mujeres que aparecían en el artículo de Canal de Información, tres estaban muertas.
De súbito, Mamoru se dio cuenta de que Sato había vuelto y aguardaba a su lado.
– Eh, ¿qué pasa? Parece que acabaras de donar dos litros de sangre.
– Oye… me ha surgido algo. -Mamoru salió corriendo hacia la escalera. Tenía que ir a ver a Hashimoto. Seguro que Hashimoto también había caído en la cuenta. Esa debía de ser la razón de su llamada.
Tres de cuatro mujeres… No podía tratarse de una coincidencia.
No había rastro de Nobuhiko Hashimoto y todo indicaba que jamás volvería a casa. De su vivienda no quedaba más que la estructura carbonizada. Las paredes que aún permanecían en pie estaban rajadas y cubiertas de hollín. Solo las vigas de hierro apuntaban hacia el cielo. El escenario guardaba cierta similitud con el de un esqueleto ennegrecido.
Mamoru se acercó a la zona acordonada de la que colgaba un cartel: «¡Peligro! ¡Prohibido el paso!». Algo crujía bajo las suelas de sus zapatos. Los afilados cristales de una ventana y los restos de su colección de botellas se apilaban en un charco de agua ennegrecida.
Todo reducido a cenizas. El archivador estaba parcialmente derretido, y no quedaba nada del escritorio además de la estructura. El chico reparó en unos cuantos muelles del sofá en el que había tomado asiento.
¿Qué había sucedido? ¿Qué había sido de Hashimoto?
– ¿Conocías a Hashimoto?
Mamoru se volvió sobre sí mismo. Se encontró frente a una mujer que llevaba un delantal rojo y sujetaba una escoba en la mano.
– Pues… Sí.
– ¿Eres pariente suyo?
– No, apenas lo conocía. ¿Qué ha ocurrido?
– Hashimoto ha muerto.
– ¿Muerto? -Mamoru se quedó inmóvil, boquiabierto.
– Una explosión de gas -explicó la mujer-. Fue horrible. Todas las ventanas de las casas de esta calle estallaron en pedazos. Qué desastre. -La mujer observó de cerca al muchacho-. ¿Te encuentras bien? No tienes buen aspecto.
– ¿El señor Hashimoto murió en la explosión?
– Sí. Por lo visto, quedó totalmente carbonizado. -La mujer señaló a Mamoru con la mano que sujetaba la escoba-. Será mejor que te marches de aquí. Es peligroso. La policía ha ordenado que nos mantengamos alejados.
Mamoru se apartó de la casa y echó un último vistazo. De la montaña de escombros asomaba el reloj que vio una vez en la pared de la casa. El cristal estaba roto y las manecillas se habían detenido en las dos y diez.
No quedaba nada más que escombros calcinados. Eso explicaba que el número de Hashimoto estuviese ocupado tanto tiempo. Había oído que aunque las líneas telefónicas quedaran inutilizadas tras un accidente o desastre natural, no llegaban a cortarse hasta mucho después.
– ¿Sabe qué causó la explosión?
– Quién sabe. Quizá el alcohol o el hecho de que su esposa lo hubiese dejado. Era un hombre muy extraño. Nadie sabía lo que le pasaba por la cabeza.
Mamoru no lograba captar el significado de sus palabras.
– ¿Qué quiere decir?
– Sí, se suicidó. -La mujer se apoyó en la escoba-. No solo el gas estaba abierto, sino que lo había rociado todo con gasolina. Supongo que encendió una cerrilla y ya puedes imaginar el resto. El departamento de bomberos ya ha iniciado una investigación. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? ¿Puedes contactar con su familia? Esto… Alguien tiene que encargarse de mis ventanas rotas y de las fugas de agua y…
Mamoru no oyó el resto de su discurso. Ya no podía prestar atención a nada.
Nobuhiko Hashimoto había muerto. Mamoru se apoyó contra la valla de la casa que quedaba al otro lado de la calle. Otro suicidio más. Ya no eran tres de cuatro, sino cuatro de las cinco personas involucradas en la entrevista encargada por Canal de Información. No era posible. No podía tratarse de una coincidencia.
Alguien tenía que estar detrás de esos «suicidios». Alguien que, de un modo u otro, había planeado eliminar a esas cuatro personas de forma encubierta. Quizás no lo pareciera a priori, pero debía de existir un plan no menos frío y premeditado que el de eliminarlos limpiamente. Hashimoto era la única conexión entre las cuatro mujeres, el vínculo que conectaba esos tres cadáveres. Y el archivador que contenía las grabaciones de la entrevista y las fotografías tuvo que ser la sentencia de muerte del periodista, condenado por quien fuera que moviese los hilos en la sombra.
Quizá lo liquidaron por temor a que relacionase las tres muertes. Pero ¿por qué precisamente ahora? A no ser que Hashimoto hubiese conseguido resolver el enigma. Sí, eso explicaría su muerte.
Mamoru miró al cielo. La cuestión era, ¿cómo se habían llevado a cabo los asesinatos? En el caso de Yoko Sugano, podía haber una explicación creíble, pero ¿qué había de los demás? Lo mirase por donde lo mirase, tenía que tratarse de suicidios. No faltaban los testimonios que abundaban en este sentido. Una cosa era empujar a una persona desde una azotea o al paso de un tren, pero, ¿cómo incitar a alguien a terminar con su propia vida?
Un olor a quemado y gasolina flotaba en el aire. ¡Gasolina! Eso era. La explosión de gas no habría bastado. Pero con el uso añadido de combustible y el detonante de una chispa, uno se aseguraría de que el archivador quedase destrozado.
No tenía sentido. Si el asesino hubiese estado allí, tendría que haber salido herido. Por eso mismo, la investigación policial apuntaba al suicidio.
Entonces ¿qué había sucedido exactamente?
«¿Qué quería decirme Hashimoto?». Mamoru recordó la llamada recibida por la mañana. ¿Quería acaso que supiese que las tres mujeres habían muerto? ¿O habría descubierto cómo habían sido asesinadas?
Las ruinas de la casa estaban frías. ¿Cuándo habría tenido lugar la explosión? El reloj se detuvo a las dos y diez de la madrugada. Y ahora eran las cuatro y media de la tarde. Era más que probable que el incendio se hubiese producido a la hora que marcaba el reloj.
Eso significaba que Hashimoto no había podido realizar la llamada. Había sido otra persona que se hizo pasar por él. De repente, lo comprendió todo. Mamoru tenía el último ejemplar de Canal de Información. Y eso lo convertía en la última prueba viviente de que existía una conexión entre esas cuatro mujeres. Le entró un sudor frío.
«¡La revista está en casa!». Se acordó de que le había dejado a Hashimoto su dirección y número de teléfono. ¡El mismo que dio con sus datos, lo llamó para advertirle que era el siguiente en la lista!
Mamoru tenía que dar con un teléfono y poner sobre aviso a su tía. Atravesó varios bloques hasta dar con una cabina. Presa del pánico, le costó recordar su propio número de teléfono. Se aferró al auricular y oyó el tono de marcación. Quizás ya fuese demasiado tarde. ¿Y si comunicaba?
– Casa de los Asano, ¿dígame? -respondió su tía Yoriko.
– ¡Tía, tenéis que salir inmediatamente de la casa!
– ¿Qué? ¿Quién es?
– Soy Mamoru. No tengo tiempo para explicártelo. Haz lo que te digo. Salid todos de casa. No os llevéis nada. Asegúrate de que el tío Taizo y Maki no se quedan dentro. ¡Vamos!
– Mamoru, ¿qué demonios te ocurre?
– ¡Haz lo que digo! ¡Te lo ruego!
– No sé a qué estás jugando, pero han vuelto a llamar mientras estabas fuera. Ese tal Hashimoto quiere que contactes con él en cuanto…
– Ya lo sé, por eso te digo…
– Me ha dado su número. ¿Quieres que te lo diga?
Mamoru enmudeció. ¿Había dejado un número de teléfono?
– Dijo que tenía algo importante que discutir contigo. Toma papel y lápiz.
No era el número de Hashimoto. El prefijo correspondía al centro de la ciudad. A Mamoru empezó a dolerle la cabeza. Tuvo la sensación de estar jugando al balón prisionero con el Hombre Invisible. ¿De dónde vendría el siguiente lanzamiento? No quería hacer esa llamada, solo tenía ganas de echar a correr.
Pero acabó marcando el número que su tía le había dado. El teléfono dio dos tonos hasta que alguien contestó. Mamoru no sabía qué decir. Sostuvo el auricular con tanta fuerza que sus nudillos adoptaron un color blanco.
Una voz sosegada y afónica le habló.
– Eres tú, chico. Sé que eres tú. -Cayó un breve silencio hasta que el desconocido repuso con tono más animado-: Me temo que te he asustado sin querer. Quiero hablar contigo. Sin Nobuhiko Hashimoto de por medio, por supuesto. Su trabajo ha terminado…