Precisamente en Francia estuve a punto de olvidar definitivamente la Francia de Charlotte…
Aquel otoño, me separaban veinte años de la época de Saranza. Cobré conciencia de esa distancia -del consagrado «veinte años después»- el día en que nuestra emisora de radio transmitió su último programa en ruso. Por la noche, al abandonar la sala de redacción, imaginé que una extensión infinita se abría como un abismo entre aquella ciudad alemana y la Rusia dormida bajo las nieves. Todo ese espacio nocturno en el que, todavía la víspera, resonaban nuestras voces se apagaba para siempre -así me lo parecía- con el sordo chisporroteo de las ondas vacías… El objetivo de nuestras emisiones disidentes y subversivas se había alcanzado. El imperio sumido en la nieve despertaba, abriéndose al resto del mundo. Ese país iba a cambiar muy pronto de nombre, de régimen, de historia y de fronteras. Nacía otro país. Ya no nos necesitaban. Cerraban la emisora. Mis compañeros intercambiaron despedidas artificialmente estrepitosas y efusivas y marcharon cada uno por su lado. Algunos querían rehacer sus vidas en la misma ciudad, otros hacer las maletas y emigrar a América. Otros, los menos realistas, soñaban con un regreso que les llevaría bajo la tempestad de nieve de veinte años atrás… Nadie se hacía ilusiones. Sabíamos que no desaparecía tan sólo una emisora de radio, sino nuestra propia época. Cuanto habíamos dicho, escrito, pensado, combatido y defendido pertenecía a esa época. Nos quedábamos contemplando ese vacío como personajes de cera de un museo de curiosidades, como reliquias de un imperio difunto.
En el tren que me llevaba a París, intenté dar un nombre a todos aquellos años pasados lejos de Saranza. ¿Exilio como modo de existencia? ¿Obtusa necesidad de vivir? ¿Una vida vivida a medias y, en definitiva, malgastada? El sentido de esos años se me antojaba oscuro. Traté entonces de transformarlos en lo que el hombre considera valores seguros de su vida: vivencias intensas de viajes («Al fin y al cabo, ¡he visto el mundo entero!», pensaba con pueril orgullo), cuerpos de mujeres amadas…
Pero los recuerdos no se avivaban, los cuerpos permanecían inertes. O, a veces, atravesaban la penumbra de la memoria con la huraña insistencia de los ojos de un maniquí.
No, aquellos años no habían sido sino un largo viaje al que, de cuando en cuando, lograba encontrarle una meta. Me la inventaba en el momento de salir, o ya en el curso del viaje, o incluso al llegar, cuando era preciso explicar mi presencia, aquel día, en una ciudad y en un país concretos.
Un viaje sin punto de partida y con un destino cualquiera. No bien comenzaba a cobrarle apego al lugar donde recalaba, a dejarme seducir por la grata rutina de los días allí transcurridos, me veía ya obligado a marcharme. Eran viajes que sólo conocían dos tiempos: la llegada a una ciudad desconocida y la marcha de una ciudad cuyas fachadas apenas empezaban a temblar ante mis ojos… Seis meses atrás, llegué a Múnich y, nada más salir de la estación, me decía con mucho sentido práctico que tenía que buscar un hotel, y más adelante un piso que quedara lo más cerca posible de mi nuevo trabajo en la radio…
En París, aquella mañana, tuve la fugaz ilusión de regresar de verdad: en una calle, no lejos de la estación, una calle aún aletargada en la mañana brumosa, vi una ventana abierta y el interior de una estancia en la que se respiraba una quietud sencilla y cotidiana pero para mí misteriosa, con una lámpara encendida sobre la mesa, una vieja cómoda de madera oscura, un cuadro ligeramente descolgado de la pared. La tibieza de esa intimidad entrevista me hizo estremecer, pues de repente se me antojó antigua y familiar. Subir la escalera, llamar a la puerta, reconocer un rostro, ser reconocido… Me apresuré a alejar de mi mente esa sensación de reencuentro en la que no vi, en aquel momento, sino el desfallecimiento sentimental de un vagabundo.
La vida se agotó rápidamente. El tiempo se estancó. Tan sólo me resultaba perceptible por el desgaste de mis tacones sobre el asfalto húmedo y por la sucesión de ruidos, muy pronto archisabidos, que las corrientes de aire transmitían de la mañana a la noche por los pasillos del hotel. La ventana de mi cuarto daba a un edificio en demolición. En medio de los cascotes se erguía una pared empapelada. Colgado en aquel lienzo coloreado, un espejo sin marco reflejaba la ligera y huidiza profundidad del cielo. Cada mañana me preguntaba si vería ese reflejo al abrir las cortinas. Ese suspense matinal comunicaba también un ritmo a un tiempo inmóvil al que me habituaba cada vez más. E incluso la idea de que un día sería preciso poner punto final a esa vida, romper la pequeña parcela que me ligaba todavía a aquellos días de otoño, a aquella ciudad, suicidarme quizá, se convirtió muy pronto en una costumbre… Y cuando, una mañana, oí que algo se desplomaba con un ruido seco y vi, tras las cortinas, que la pared había desaparecido dejando un vacío humeante de polvo, esa idea se me apareció como un maravilloso mutis por el foro…
Lo recordé unos días más tarde… Estaba sentado en un banco, en medio del bulevar empapado por una fina lluvia. Embotado por la fiebre, sentía en mi interior como un diálogo mudo entre un niño asustado y un hombre: el adulto, inquieto a su vez, intentaba tranquilizar al niño hablándole con tono falsamente jovial. La voz alentadora me decía que podía levantarme, tomarme otra copa de vino en el café y pasar allí una hora calen- tito. O bajar a la tibia humedad del metro. O incluso dormir otra noche en el hotel, aunque no tuviera con qué pagarlo. O, en última instancia, entrar en la farmacia de la esquina y sentarme en una silla de cuero, no moverme, callarme y, cuando se me acercasen los empleados alarmados, susurrar muy quedo: «Déjenme tranquilo, sólo un minuto; dejen que disfrute de esta luz y este calor. Me marcharé, se lo prometo…».
El aire frío que soplaba por el bulevar se condensó, se disgregó en una llovizna insistente. Me levanté. La voz tranquilizadora había enmudecido. Me daba la impresión de que una nube de algodón ardiente me envolvía la cabeza. Evité a un transeúnte que caminaba con una niña cogida de la mano. Temía asustar a la niña con mi cara encendida, con los temblores de fiebre que me sacudían… Al ir a cruzar la calzada, tropecé con el bordillo de la acera y agité los brazos como un funámbulo. Frenó un coche, evitándome por los pelos. Noté contra mi mano el breve roce de la portezuela. El conductor se tomó la molestia de bajar el cristal y soltarme un insulto. Vi su mueca, pero sus palabras me llegaron con una extraña lentitud algodonosa. En el mismo instante, me vino a la mente un pensamiento que me fascinó por su simplicidad: «Eso necesito. Este golpe, este impacto con el metal, pero mucho más violento. Un golpe que me destroce la cabeza, la garganta, el pecho. Y luego, el silencio inmediato, definitivo». Unos toques de silbato atravesaron la niebla febril que me abrasaba el rostro. Absurdamente, pensé que me perseguía un policía. Apreté el paso, chapoteando en un césped empapado de agua. Me ahogaba. La vista se me quebró en una multitud de facetas cortantes. Me entraron ganas de refugiarme en una madriguera, como un animal.
Tras un portalón abierto de par en par se extendía una ancha avenida cuyo brumoso vacío me aspiró. Me dio la impresión de nadar entre dos hileras de árboles, en el aire desvaído del crepúsculo. Casi de inmediato comenzaron a sonar toques de silbato en la avenida. Torcí por un pasaje más estrecho, resbalé en una losa, me interné entre unos extraños cubos grises. Por fin, me acurruqué desfallecido tras uno de ellos. Los toques de silbato siguieron sonando un rato y luego enmudecieron. A cierta distancia, oí el chirrido de la verja del portalón. En la pared porosa del cubo leí unas palabras que no entendí en un primer momento: «Concesión a perpetuidad. N°… Año 18…».
En algún lugar tras los árboles, sonó un silbato, seguido de una conversación. Dos hombres, dos guardianes, subían por la avenida.
Me incorporé lentamente. Y en medio del cansancio y del embotamiento de mi incipiente enfermedad, sentí que se dibujaba una sonrisa en mis labios: «La irrisión debe entrar a formar parte de la naturaleza de las cosas de este mundo. Con igual legitimidad que la ley de la gravitación…».
Todos los portalones del cementerio estaban ahora cerrados. Rodeé el panteón funerario tras el que me había dejado caer. Su puerta de vidrio cedió fácilmente. El interior me pareció casi espacioso. El suelo de losas, aparte del polvo y de unas hojas secas, estaba limpio y seco. Ya no me aguantaban las piernas. Me senté, y acabé tumbándome. Rocé con la cabeza un objeto de madera en la oscuridad. Lo toqué. Era un reclinatorio. Apoyé la nuca en el terciopelo ajado. Curiosamente, su superficie se me antojó tibia, como si alguien acabase de arrodillarse en él…
Los dos primeros días sólo abandonaba mi refugio para ir a buscar pan y lavarme. Regresaba de inmediato, me tumbaba y caía en un sopor febril que sólo los toques de silbato que sonaban al cerrar el cementerio interrumpían durante unos minutos. El portalón principal rechinaba en la niebla, y el mundo se reducía a esas paredes de piedra porosa que podía tocar abriendo los brazos, al reflejo de los cristales esmerilados de la puerta, al silencio sonoro que me parecía oír bajo las losas, bajo mi cuerpo…
No tardé en perder la noción del tiempo. Recuerdo tan sólo que una tarde me sentí por fin un poco mejor. Entrecerrando los párpados bajo el sol que asomaba de nuevo, regresaba… a casa. ¡A casa! Sí, lo pensé, eso pensé, y me eché a reír, atragantándome con un ataque de tos que hizo volverse a los transeúntes. Aquel panteón funerario que contaba más de un siglo, situado en la parte menos frecuentada del cementerio, pues no había por allí tumbas famosas, era… mi casa. Me dije con estupor que no había utilizado esa palabra desde mi infancia…
Aquella tarde, a la luz del sol de otoño que iluminaba el interior del panteón, leí las inscripciones de las placas de mármol empotradas en las paredes. Era, en realidad, una pequeña capilla que pertenecía a las familias Belval y Castelot. Y los lacónicos epitafios de las placas grabados en punteado bosquejaban su historia.
Me sentía aún demasiado débil. Leía una o dos inscripciones y luego me sentaba en las losas, respirando como tras realizar un gran esfuerzo, con la cabeza zumbándome de vértigo. Nacido en Burdeos el 27 de septiembre de 1837. Fallecido el 4 de junio de 1888 en París. Quizás eran esas fechas las que me daban vértigo. Percibía aquel tiempo pretérito con la sensibilidad de un alucinado. Nacido el 6 de marzo de 1849. Llamado junto al Señor el 12 de diciembre de 1901. Esos intervalos se llenaban de rumores, de figuras, de movimientos en los que se entreveraban la historia y la literatura. Era un flujo de imágenes cuya intensidad vivida y muy concreta me hacía casi daño. Se me antojaba oír el frufrú del largo vestido de una dama que subía a un coche de punto. Con tan sencillo gesto compendiaba los días lejanos de todas las mujeres desconocidas que habían vivido, amado, sufrido, que habían contemplado ese cielo, respirado ese aire… Sentía físicamente la envarada inmovilidad de un prohombre vestido con un traje negro: el sol, la plaza mayor de una ciudad de provincias, los discursos, los emblemas republicanos recientes… Las guerras, las revoluciones, el bullicio popular y las fiestas se concentraban por un segundo en un personaje, en un ruido, una voz, una canción, una salva, un poema, una sensación, y el tiempo seguía fluyendo entre la fecha del nacimiento y la de la muerte. Nacida el 26 de agosto de 1861 en Biarritz. Fallecida el 11 de febrero de 1922 en Vincennes…
Recorrí lentamente las inscripciones de los distintos epitafios: Capitán en el regimiento de Dragones de la Emperatriz. General de división. Pintor de escenas históricas al servicio del Ejército francés: África, Italia, Siria, México. Intendente general. Presidente de departamento en el Consejo de Estado. Literata. Ex gran refrendario del Senado. Teniente en el 224 de Infantería. Cruz de Guerra con Palmas. Muerto por Francia… Eran las sombras de un imperio que había resplandecido antaño en el mundo entero… La inscripción más reciente era también la más breve: Françoise, 2 de noviembre de 1952 -10 de mayo de 1969. Dieciséis años; no hacía falta añadir más.
Me senté en el suelo de losas, cerrando los ojos. Notaba en mi interior la palpitante densidad de todas aquellas vidas. Y sin tratar de hilvanar mis pensamientos murmuré:
– Adivino el ambiente que rodeó sus días y su muerte. Y el misterio de ese nacimiento en Biarritz, el 26 de agosto de 1861. La inconcebible individualidad de ese nacimiento, precisamente en Biarritz, ese día, hace más de un siglo. Y siento la fragilidad de ese rostro desaparecido el 10 de mayo de 1969, la siento como una emoción intensamente vivida por mí mismo… Esas vidas desconocidas me son familiares.
Me marché en plena noche. El recinto de piedra no era muy alto en aquella zona. Pero se me quedó enganchado el faldón del abrigo en una de las puntas de hierro clavadas en la parte superior del muro. Estuve en un tris de precipitarme de cabeza al suelo. En la oscuridad, el ojo azul de un farol describió un interrogante. Caí sobre una espesa capa de hojas secas. La caída se me antojó larguísima; me dio la impresión de aterrizar en una ciudad desconocida. Sus casas, a esas horas de la noche, semejaban monumentos de una ciudad abandonada. El aire olía a bosque húmedo.
Bajé por una avenida desierta. Por lo demás, todas las calles que tomaba bajaban, como para empujarme cada vez más hacia el fondo de aquella megalópolis opaca. Los pocos coches con que me cruzaba parecían huir de ella a toda velocidad. A mi paso, rebulló un vagabundo en su caparazón de cajas de cartón. Al asomar la cabeza le iluminó el escaparate de enfrente. Era un africano en cuyos ojos flotaba una especie de locura aceptada, serena. Habló. Me incliné hacia él, pero no entendí nada. Debía de hablar en su lengua… Las cajas de cartón que le cobijaban estaban cubiertas de jeroglíficos.
Cuando crucé el Sena, el cielo comenzaba a palidecer. Desde hacía ya un rato caminaba como un sonámbulo. La alegre euforia de convaleciente había desaparecido. Tenía la sensación de chapotear en la sombra todavía densa de las casas. Con el vértigo, las perspectivas se distorsionaban y parecían envolverme. Los edificios hacinados a lo largo de los muelles semejaban un gigantesco decorado de cine en la oscuridad de los focos apagados. No podía recordar por qué había abandonado el cementerio.
Al cruzar la pasarela de madera, me volví en varias ocasiones. Me pareció oír un ruido de pasos a mi espalda. O el latir de la sangre en mis sienes. El eco se dejó oír con más fuerza en una calle curva que me arrastró como un tobogán. Di media vuelta. Creí entrever una silueta femenina, envuelta en un largo abrigo, que se deslizó bajo un arco. Permanecí de pie, sin fuerzas, apoyado en una pared. El mundo se desintegraba, la pared cedía a la presión de mi mano, las ventanas se disgregaban y se escurrían sobre las fachadas lívidas de las casas…
Aquellas palabras estampadas en una placa de metal renegrido aparecieron como por ensalmo. Me aferré a su mensaje: como un hombre a punto de hundirse en la ebriedad o la locura se aferra a una máxima cuya lógica trivial, pero infalible, le retiene en este mundo… La placa estaba clavada a un metro del suelo. Leí tres o cuatro veces lo que decía:
CRECIDA. ENERO DE 1910
…No era un recuerdo, sino la vida misma. No, yo no revivía, vivía. Experimentaba sensaciones muy simples en apariencia. El calor de la barandilla de madera de un balcón suspendido en el aire de una noche estival. Las fragancias secas y aromáticas de las hierbas. El lejano pitido melancólico de una locomotora. El leve ruido de las páginas sobre las rodillas de una mujer sentada en medio de las flores. Sus cabellos grises. Su voz… Y ese ruido y esa voz se mezclaban ahora con el de las largas ramas de los sauces: me hallaba ya en la orilla de aquel río perdido en la luminosa inmensidad de la estepa. Veía a la mujer de pelo gris que, abismada en un límpido ensueño, caminaba lentamente por el agua y parecía tan joven… Y esa impresión de juventud me transportaba a la plataforma de un vagón que avanzaba raudo a través de la llanura resplandeciente de lluvia y de luz. La mujer, a quien tenía enfrente, me sonreía apartándose los mechones húmedos de la frente. Sus pestañas se irisaban con los rayos del crepúsculo…
CRECIDA. ENERO de 1910. Oía el silencio brumoso, el chapoteo del agua al pasar una barca. Una cría, pegada la frente al cristal, miraba el pálido espejo de una avenida inundada. Y yo vivía tan intensamente esa mañana silenciosa en un espacioso piso parisiense de comienzos de siglo… Y a esa mañana le sucedía otra en la que se oía el crujir de la grava en una alameda dorada por las hojas del otoño. Tres mujeres, embutidas en largos vestidos de seda negra, tocadas con amplios sombreros cargados de velos y plumas, se alejaban como si se llevasen con ellas ese instante, su sol y el aire de una época fugitiva… Otra mañana: Charlotte (ahora la reconocía), acompañada de un hombre, caminando por las calles sonoras del Neuilly de su infancia. Charlotte, embargada por una alegría un poco confusa, juega a hacer de guía. Me parecía distinguir la transparencia de la luz matinal en cada adoquín, ver la palpitación de cada hoja, adivinar aquella ciudad desconocida en la mirada del hombre y la perspectiva de las calles, tan familiar para los ojos de Charlotte.
Comprendí en ese instante que la Atlántida de Charlotte me había dejado entrever, desde mi infancia, la misteriosa consonancia de los instantes eternos. Estos, sin saberlo yo, trazaban desde entonces como otra vida, invisible e inconfesable, paralela a la mía. Al igual que un carpintero que se pasa los días tallando patas de silla o cepillando tablas no repara, hoy, en los encajes de virutas que forman en el suelo un hermoso tapiz rutilante de resina, atractivo por su clara transparencia, ni, mañana, en el rayo de sol que, a través de una angosta ventana atestada de herramientas, refleja el resplandor de la nieve.
Esa vida de pronto era esencial. Aunque todavía no sabía cómo, tenía que hacerla expandirse en mí. Merced a una silenciosa labor de la memoria, tenía que aprender las gamas de esos instantes. Aprender a preservar su eternidad de la rutina de los gestos cotidianos, del embotamiento de las palabras triviales. Vivir, consciente de esa eternidad…
Regresé al cementerio apenas un instante antes de que cerraran el portalón. La noche era clara. Me senté en el umbral de la puerta y empecé a escribir en mi agenda, que no había utilizado desde hacía mucho tiempo:
«Mi situación de ultratumba resulta ideal, no sólo para descubrir esa vida esencial, sino para recrearla, registrándola con un estilo que todavía ha de inventarse. O mejor dicho, ese estilo será en lo sucesivo mi manera de vivir. Mi vida la constituirán esos instantes al renacer en una hoja…».
No tardaría en interrumpir mi manifiesto por falta de papel. Escribirlo fue un gesto sumamente importante para mi proyecto. En mi grandilocuente credo, afirmaba que sólo las obras creadas al pie de la tumba o en ultratumba resistirían el paso del Tiempo. Citaba la epilepsia de unos, el asma y la habitación forrada de corcho de otros, el exilio, más profundo que los panteones, y otras cosas… El tono ampuloso de esa profesión de fe desaparecería rápidamente. Sería sustituido por un bloc que compré al día siguiente y en cuya primera página me limité a escribir:
«Charlotte Lemonnier. Notas biográficas».
Por lo demás, aquella misma mañana abandoné definitivamente el panteón de los Belval y Castelot… Me desperté en plena noche. Una idea imposible, descabellada, acababa de cruzar por mi mente, como una bala luminosa. Tan extraordinaria era que tuve que pronunciarla en voz alta para calibrarla:
– ¿Y si Charlotte viviera todavía?…
Perplejo, la imaginé saliendo a su balconcillo cubierto de flores, inclinándose sobre un libro. Hacía muchos años que no recibía noticias de Saranza, de manera que Charlotte podía seguir viviendo más o menos como vivía antes, como en los tiempos de mi infancia. Tendría ahora más de ochenta años, pero eso no modificaba en absoluto la imagen que de ella guardaba en mi memoria. Para mí seguía siendo la misma.
Fue entonces cuando se insinuó un sueño en mi mente. Probablemente su halo acababa de despertarme. Ir a ver a Charlotte, traerla a Francia…
La irrealidad de ese proyecto formulado por un vagabundo tumbado en las losas de un panteón era lo bastante evidente como para que no intentara demostrármela. Decidí, por el momento, no pensar en los detalles, vivir conservando en lo más hondo tan quimérica esperanza. Vivir de esa esperanza.
Aquella noche no pude conciliar el sueño. Me eché el abrigo y salí afuera. La tibieza de los últimos días de otoño había dado paso al viento del norte. Permanecí de pie contemplando las nubes bajas que se teñían poco a poco de una palidez grisácea. Recordé que un día Charlotte, con un tono de broma un tanto amargo, me dijo que después de todos sus viajes a través de la inmensa Rusia, llegar a Francia caminando no le parecía una cosa imposible…
Al principio, durante largos meses de miseria y vagabundeo, mi disparatado sueño se asemejaría mucho a esa triste bravata. Me imaginaría a una mujer vestida de negro que, en los albores de una oscura mañana de invierno, entraría en un pueblo fronterizo. Los faldones de su abrigo estarían salpicados de barro; su grueso chal, calado por la fría niebla. La mujer abriría la puerta de un café en la esquina de una estrecha plaza adormecida y se acomodaría junto a la ventana, al calor de una estufa. La dueña le llevaría una taza de café. Y contemplando, al otro lado del cristal, la apacible fachada de las casas con entramado, la mujer murmuraría muy quedo: «Es Francia… He vuelto a Francia. Después… después de toda una vida».
Al salir de la librería, crucé la ciudad y enfilé el puente que se erguía sobre la luminosa superficie del Garona. Me dije que en las películas antiguas utilizaban una vieja fórmula para sobrevolar en unos segundos varios años de la vida del protagonista. La acción se interrumpía y sobre un fondo negro aparecían unas palabras cuya franqueza sin ambages siempre me había gustado: «Pasaron dos años», o bien: «Tres años después». Pero ¿quién se atrevería actualmente a utilizar un recurso tan anticuado?
Y sin embargo, al entrar en aquella librería desierta, en pleno centro de una ciudad provinciana aplastada por la canícula, y al ver en el escaparate mi último libro, tuve exactamente esa impresión: «Tres años después». El cementerio, el panteón funerario de los Belval y Castelot, y ese libro entre el mosaico de cubiertas multicolores, bajo el letrero: novela francesa -novedades…
Llegué a los bosques de las landas hacia el atardecer. Me faltaban, pensé, dos o tres días más de camino, durante los que presentiría, tras aquellas ondulaciones cubiertas de pinos, la eterna espera del océano. Dos días, dos noches… Gracias a las «Notas», el tiempo había cobrado para mí una extraña densidad. Aun viviendo inmerso en el pasado de Charlotte, me daba la impresión de no haber sentido nunca con tal intensidad el presente. Los paisajes de antaño conferían un relieve muy singular a ese retazo de cielo que asomaba entre los racimos de agujas de pino, a ese calvero iluminado por los rayos del crepúsculo como una masa de ámbar…
Por la mañana, al reanudar el camino (un tronco de pino en el que no había reparado la víspera, y en el que habían practicado un corte, lloraba su resina, su «gema», como decían por la región), recordé, sin saber por qué, aquel estante en el fondo de la librería: «Literatura de la Europa del Este». Allí estaban mis primeros libros, apretados -como para provocarme un vértigo megalómano- entre los de Lermontov y Nabokov. Se trataba, por mi parte, de una pura y simple mistificación literaria. Porque esos libros habían sido escritos directamente en francés y rechazados por los editores: yo era «un ruso raro al que le daba por escribir en francés». Entonces, a la desesperada, me inventé un traductor y mandé el manuscrito presentándolo como traducido del ruso. Este fue aceptado, publicado y elogiado por la calidad de la traducción. Y yo me dije, primero con amargura y luego con una sonrisa, que mi maldición francorrusa seguía pesando sobre mí. Sólo que si de niño me veía obligado a disimular el injerto francés, ahora me echaban en cara mi idiosincrasia rusa.
Por la noche, poco antes de dormir, releí las últimas páginas de las «Notas». En el fragmento escrito la víspera, decía:
«Ha muerto un niño de dos años en la gran isba que queda enfrente de donde vive Charlotte. Veo al padre del niño apoyar contra la barandilla de la escalera exterior una caja oblonga cubierta de tela roja: ¡un pequeño ataúd! Sus dimensiones, propias de un juguete, me aterran. Necesito encontrar inmediatamente un lugar, bajo el cielo, en esta tierra, donde sea posible imaginar vivo a ese niño. La muerte de un ser mucho más joven que yo pone en tela de juicio al universo entero… Corro a ver a Charlotte, que repara en mi angustia y me dice algo sorprendente por su sencillez:
»-¿Recuerdas que, en otoño, vimos una bandada de aves migratorias?
»-Sí, pasaron volando por encima del patio y desaparecieron.
»-Eso es, pero siguen volando, en algún sitio, por países lejanos, sólo que nosotros, con nuestra vista demasiado débil, no podemos verlos. Lo mismo sucede con los que mueren…».
Aquella noche, a través del sueño me pareció notar que el ruido de las ramas era más intenso y se prolongaba más de lo habitual. Como si el viento no hubiera dejado un instante de soplar. Por la mañana descubrí que era el rumor del océano. La víspera, cansado, me había detenido, sin saberlo, en la frontera en la que el bosque se hundía en las dunas batidas por las olas.
Pasé toda la mañana en la orilla desierta, observando el imperceptible ascenso de las aguas. Cuando se inició la marea baja, reanudé mi camino. Descalzo por la arena húmeda y dura, comencé a bajar hacia el sur. Caminaba pensando en la bolsa que mi hermana y yo llamábamos, en nuestra infancia, «el bolso del Pont-Neuf», y que contenía las piedrecitas envueltas en trozos de papel. Había un «Fécamp», un «Verdún» y también un «Biarritz», cuyo nombre nos recordaba el cuarzo y no una ciudad que nos era desconocida… Caminaría bordeando el océano durante diez o doce días para dar con esa ciudad, una ínfima parcela de la cual estaba perdida en un remoto lugar de las estepas rusas.
En septiembre, a través de un tal Alex Bond, recibí las primeras noticias de Saranza…
El tal Mister Bond era en realidad un hombre de negocios ruso, un representante muy característico de esa generación de «nuevos rusos» que en aquel momento empezaba a destacar en todas las capitales de Occidente. Recortaban su apellido, a la americana, identificándose, con frecuencia sin saberlo, con protagonistas de novelas de espionaje o con extraterrestres de los relatos de ciencia ficción de los años cincuenta. Cuando nos conocimos, aconsejé a Alex Bond, alias Alexéi Bondartchenko, que afrancesase su apellido y se presentase como Alexis Tonnelier en vez de mutilarlo de esa manera. Con tono muy serio, me explicó las ventajas que entrañaba un apellido corto y eufónico de cara a los negocios… Me daba la impresión de comprender cada vez menos la Rusia que veía ahora a través de los Bond, los Kondrat, los Fred…
Tenía que viajar a Moscú y, conmovido por el cariz sentimental de mi encargo, aceptó dar ese rodeo. Ir a Saranza, caminar por sus calles y ver a Charlotte se me antojaba mucho más extraño que viajar a otro planeta. Alex Bond acudió allí «entre dos trenes», según su expresión. Y sin poder imaginar lo que suponía para mí Charlotte, me telefoneó y me dijo con el tono de quien intercambia noticias al regreso de unas vacaciones:
– ¡Oiga, menudo rincón perdido, Saranza! Gracias a usted he descubierto la Rusia profunda, ¡ja, ja! Y todas esas calles que van a dar a la estepa. Y esa estepa que no se acaba nunca… Su abuela está muy bien, no se inquiete. Sí, sigue muy activa. No estaba en casa cuando llegué. Me dijo su vecina que había ido a una reunión. Los vecinos del edificio donde vive han creado un comité de apoyo, o algo así, para salvar una vieja isba que hay en su patio y que quieren derribar, un enorme caserón que tiene dos siglos… Así que su abuela… No, no la vi, había ido allí entre dos trenes, y por la noche tenía que estar ineludiblemente en Moscú. Pero le dejé una nota… Puede usted ir a verla. Ahora dejan pasar a todo el mundo. ¡Ja, ja, ja! El Telón de Acero es, como quien dice, un colador…
Yo tenía todos mis documentos de refugiado, más un visado que me permitía viajar «a todos los países excepto la U.R.S.S.». Al día siguiente de mi conversación con el «nuevo ruso», me personé en la prefectura de policía con el fin de informarme de los trámites que se requerían para la naturalización. Intenté acallar un pensamiento que me rondaba insidiosamente por la cabeza: «A partir de ahora, tendré que enfrentarme con una invisible carrera contrarreloj. A la edad de Charlotte, cada año, o cada mes, puede ser el último».
Por ese motivo no quería escribir ni telefonear. Me daba un miedo supersticioso comprometer mi proyecto con unas palabras triviales. Tenía que conseguir rápidamente un pasaporte francés, ir a Saranza, hablar varias noches seguidas con Charlotte y traérmela a París. Veía realizarse todo esto con la fulgurante sencillez de un sueño. Y, bruscamente, esa imagen se velaba y un magma viscoso dificultaba mis movimientos: el Tiempo.
El papeleo que me exigían me tranquilizó: no había ningún documento imposible de encontrar ni se interponía traba burocrática alguna. Sólo mi visita al médico me dejó una impresión angustiosa. Y eso que el examen no duró más de cinco minutos y fue, en definitiva, bastante superficial: mi estado de salud parecía compatible con la nacionalidad francesa. Tras auscultarme, el médico me indicó que me inclinara manteniendo las piernas rectas y tocando el suelo con los dedos. Obedecí. Fue mi diligencia febril la que debió de crear ese malestar. El médico, incómodo, balbució: «Gracias, está bien», como si temiese que, llevado por mi impulso, repitiese la inclinación. Con frecuencia, un detalle nimio en nuestra actitud basta para transformar las situaciones más cotidianas: dos hombres, en un estrecho consultorio médico, una luz blanca, intensa; uno de ellos, de repente, se inclina, toca el suelo casi a los pies del otro y permanece así un instante, como esperando su aprobación.
Al salir a la calle, pensé en los campos de concentración, donde, mediante pruebas físicas similares, clasificaban a los prisioneros. Pero esa reflexión un tanto exagerada no explicaba mi malestar.
El problema residía en el excesivo celo con el que había obedecido la orden. Lo comprobé al ojear las páginas de mi expediente antes de entregarlo. En todo él se traslucía ese deseo de convencer a alguien. Y aunque en ningún formulario aparecía reseñada la pregunta, había mencionado mis lejanos orígenes franceses. Sí, había hablado de Charlotte como si quisiera adelantarme a cualquier objeción y disipar, de antemano, cualquier escepticismo. Y ahora no podía sustraerme a la sensación de haberla en cierto modo traicionado.
Era menester esperar unos meses. Me indicaron un plazo, que expiraba en mayo. Y de inmediato, esos días de primavera, todavía muy irreales, se llenaron de una luminosidad particular, desgajándose del círculo de los meses y formando un universo que vivía con su propio ritmo, en su propio clima.
Fue para mí una época de preparativos, pero sobre todo de largas conversaciones silenciosas con Charlotte. Cuando caminaba por las calles, me daba la impresión de observarlas con sus ojos. De ver, como ella hubiera visto, ese muelle desierto en el que los álamos, azotados por una ráfaga de viento, parecían transmitirse un mensaje susurrado, urgente; de sentir, como ella hubiera sentido, la sonoridad del pavimento en una vieja plazuela cuya tranquilidad provinciana, en pleno París, ocultaba la tentación de una dicha sencilla, de una vida sin pena ni gloria.
Comprendí que, a lo largo de los tres años de mi vida en Francia, mi proyecto no había interrumpido nunca su lento y discreto caminar. Desde la vaga imagen de una mujer vestida de negro que cruzaba a pie un pueblo fronterizo, mi sueño se había dirigido hacia una visión más real. Me veía yendo a buscar a mi abuela a la estación, acompañarla hasta el hotel donde residiría durante su estancia en París. Luego, una vez superado el periodo de miseria más extrema, me imaginé una vivienda más confortable que una habitación de hotel, donde Charlotte se sintiera más a sus anchas…
Tal vez gracias a esos sueños pude soportar la miseria y la humillación, con frecuencia atroz, que acompaña los primeros pasos en ese mundo en el que el libro, el órgano más vulnerable de nuestro ser, se convierte en mercancía. Una mercancía vendida en pública subasta, expuesta en los tenderetes y liquidada a precio de saldo. Mi sueño era un contraveneno. Y las «Notas», un refugio.
Durante esos meses de espera, la topografía de París cambió. Al igual que en ciertos planos donde los distritos aparecen pintados de diferente color, la ciudad se llenaba, a mis ojos, de tonalidades variadas que matizaban la presencia de Charlotte. Había calles cuyo soleado silencio, por la mañana temprano, conservaba el eco de su voz. Terrazas de café donde adivinaba su cansancio al regresar de un paseo. Una fachada, una vidriera que, ante su mirada, se revestía con la leve pátina de las reminiscencias.
Esa topografía soñada dejaba numerosas manchas blancas en el abigarrado mosaico de los distritos. Nuestros trayectos, de manera totalmente espontánea, evitarían las audacias arquitectónicas de los últimos años. La estancia en París de Charlotte sería demasiado breve. No tendríamos tiempo para familiarizarnos con todas esas pirámides, arcos y torres de vidrio. Sus perfiles quedarían inmovilizados en un extraño mañana futurista que no turbaría el eterno presente de nuestros paseos.
Tampoco quería que Charlotte viera el barrio donde yo vivía… Alex Bond, al reunirse conmigo, había exclamado con tono guasón: «¡Pero bueno, amigos míos, esto ya no es Francia, esto es África!», y se despachó con una perorata que, por su contenido, me recordó los argumentos de tantos otros «nuevos rusos». Aparecía todo: la degeneración de Occidente y el inminente fin de la Europa blanca, la invasión de los nuevos bárbaros («Nosotros, los eslavos, incluidos», agregó para ser ecuánime), un nuevo Mahoma «que quemará todos los Beaubourgs» y un nuevo Gengis Khan «que acabará con todas sus pamplinas democráticas». Inspirándose en el incesante desfile de gentes de color ante la terraza donde estábamos sentados, mezclaba en su discurso las previsiones apocalípticas con la esperanza de una Europa regenerada por la joven sangre de los bárbaros, los augurios de una guerra interétnica con la confianza en un mestizaje universal… Era un tema que le apasionaba. Debía de sentirse tan pronto en la esfera del Occidente moribundo -pues su piel era blanca y su cultura europea- como en la de los nuevos hunos. «Dirán ustedes lo que quieran, ¡pero la verdad es que hay demasiados extranjeros!», concluyó olvidando que, un minuto antes, había puesto en manos de éstos la salvación del viejo continente…
Nuestros paseos, en mis sueños, orillaban ese barrio y el hervidero intelectual que su realidad engendraba. No porque sus habitantes pudieran herir la sensibilidad de Charlotte. Mi abuela, emigrante por excelencia, había vivido siempre inmersa en una enorme multiplicidad de pueblos, culturas y lenguas. Desde Siberia hasta Ucrania, desde el norte ruso hasta la estepa, había conocido toda la diversidad de razas humanas que aglutinaba el imperio. Durante la guerra, había vuelto a verlas en el hospital, en absoluta igualdad frente a la muerte, una igualdad tan desnuda como los cuerpos operados.
No, a Charlotte no le hubieran impresionado los nuevos habitantes de aquel barrio parisiense. Si no quería llevarla era porque al cruzar sus calles no hubiera oído hablar una palabra de francés. Algunos veían en ese exotismo la promesa de un mundo nuevo, otros, un desastre. Pero nosotros no buscábamos exotismos, fuesen arquitectónicos o humanos, pues nos harían sentir -pensaba yo- más ajenos a todo aquello.
El París que quería que redescubriera Charlotte era un París incompleto; e incluso, en ciertos aspectos, ilusorio. Me acordaba de las memorias de Nabokov, en las que éste hablaba de los últimos días de su abuelo, quien, desde la cama, divisaba, tras la gruesa tela de la cortina, el brillo del sol meridional y las mimosas en flor. El abuelo sonreía, creyendo ver lucir en Niza la luz de la primavera, sin darse cuenta de que moría en Rusia, en pleno invierno, y de que ese sol era una lámpara que había colocado su hija tras la cortina para así crearle esa grata ilusión…
Sabía que Charlotte, aunque respetase mis itinerarios, lo vería todo. No se dejaría engañar por la lámpara tras la cortina. Veía el rápido guiño que me haría ante alguna indescriptible escultura contemporánea. Oía sus comentarios llenos de fino humor, cuya delicadeza no haría sino acentuar la obtusa agresividad de la obra observada. Vería también el barrio, el mío, que yo trataría de evitar… Acudiría allí sola, en mi ausencia, en busca de una casa de la Rué de l’Ermitage, donde vivía antaño el soldado de la Gran Guerra, el que le diera una pequeña esquirla oxidada que de niños llamábamos «Verdón»…
Sabía también que yo haría todo lo posible por no hablar de libros. Y que sin embargo hablaríamos mucho de ellos, incluso hasta altas horas de la noche. Porque la Francia aparecida un día en medio de las estepas de Saranza debía su nacimiento a los libros. Sí, era un país libresco por naturaleza, un país compuesto de palabras, cuyos ríos fluían como estrofas, cuyas mujeres lloraban en alejandrinos y cuyos hombres se enfrentaban en serventesios. Así descubríamos Francia de niños, a través de su vida literaria, de su materia verbal fundida en un soneto y cincelada por un autor. Nuestra mitología familiar daba fe de que un librito con la tapa raída y el dorado del canto deslucido acompañaba a Charlotte en todos sus viajes, como un último vínculo con Francia. O quizá como la posibilidad constante de la magia. «Sé de una melodía por la que daría yo…»: cuántas veces, en el desierto de las nieves siberianas, sobre estos versos se había edificado «un castillo de ladrillo con cantos de piedra, cristales teñidos de rojizos colores…». Francia se confundía para nosotros con su literatura. Y la auténtica literatura era esa magia merced a la cual una palabra, un verso, una estrofa, nos transportaban a un eterno instante de belleza.
Quería decirle a Charlotte que esa literatura, en Francia, había muerto. Y que en la multitud de libros actuales que yo devoraba desde que iniciara mi reclusión de escritor, buscaba en vano uno que pudiera imaginar en sus manos, en medio de una isba siberiana. Sí, un libro abierto, sus ojos levemente teñidos de lágrimas… En esas conversaciones imaginarias con Charlotte, me convertía en un adolescente. Mi maximalismo juvenil, apagado desde hacía tiempo ante las evidencias de la vida, despertaba. Buscaba de nuevo una obra absoluta, única; ansiaba encontrar un libro capaz, con su belleza, de rehacer el mundo. Y oía que la voz de mi abuela me contestaba, comprensiva y sonriente, como antaño, en su balcón de Saranza:
«¿Recuerdas, en Rusia, aquellos pisos estrechos abarrotados de libros? Sí, había libros debajo de la cama, en la cocina, en el recibidor, amontonados hasta el techo. Y libros inencontrables que te prestaban para una noche y que había que devolver a las seis en punto de la mañana. Luego había otros copiados a máquina, con seis hojas de papel carbón a la vez; te dejaban el sexto ejemplar, casi ilegible y al que llamaban “ciego”… Ya ves que no hay punto de comparación. En Rusia, el escritor era un dios. De él esperaban el Juicio Final y el reino de los cielos a un tiempo. ¿Recuerdas haber oído hablar alguna vez allá del precio de un libro? ¡No, porque el libro no tenía precio! La gente podía prescindir de un par de calcetines y helarse los pies en invierno, pero compraba un libro…».
Charlotte se interrumpía como para darme a entender que ese culto al libro en Rusia era ya un mero recuerdo.
«Pero ¿y ese libro único, absoluto, juicio y reino a la vez?», exclamó el adolescente en que me había convertido.
Ese susurro febril me arrancó de mi discusión imaginaria. Avergonzado como si me hubieran sorprendido hablando a solas, me vi tal cual era. Un hombre gesticulando en medio de una lóbrega habitación. Una ventana que da a una pared de ladrillo y que no necesita cortinas ni postigos. Una habitación que se puede cruzar en tres zancadas, donde los objetos, por falta de espacio, se aglutinan, se amontonan unos sobre otros, se entremezclan: vieja máquina de escribir, infiernillo eléctrico, sillas, estante, ducha, mesa, ropas espectrales colgadas de las paredes. Y por doquier hojas de papel, fragmentos de manuscritos, libros que confieren a ese interior abarrotado una especie de locura muy lógica. Tras el cristal, una noche de invierno lluviosa, y, fluyendo del dédalo de vetustas casas, una melodía árabe, lamento y júbilo entreverados. Y ese hombre viste un viejo abrigo claro (hace mucho frío). En las manos calza mitones, necesarios para escribir a máquina en ese gélido cuarto. Habla dirigiéndose a una mujer. Le habla con una confianza que no se tiene siempre, ni siquiera en la intimidad de la propia voz. Le pregunta por la obra única, absoluta, sin temor a parecer ingenuo o ridículamente patético. La mujer se dispone a contestarle…
Pensé, antes de dormirme, que Charlotte, al venir a Francia, intentaría enterarse de cómo había evolucionado la literatura, de la que unos cuantos libros viejos representaban para ella, en Siberia, un minúsculo archipiélago francés. E imaginaba que, una noche, al entrar en el piso en el que ella viviría, vería en el borde de la mesa o en el antepecho de la ventana un libro abierto, un libro reciente que Charlotte leería en mi ausencia. Me inclinaría sobre sus páginas y mis ojos se tropezarían con estas líneas:
«Fue en efecto la mañana más suave de aquel invierno. Lucía el sol como en los primeros días de abril. Se fundía la escarcha y la hierba mojada brillaba como impregnada de rocío… Había pasado mi única tarde redescubriendo mil cosas, con melancolía siempre creciente, bajo las nubes de invierno, y había olvidado aquel viejo jardín con la glorieta emparrada a cuya sombra se había decidido mi vida… Vivir teniendo esa belleza como ideal, eso me gustaría saber hacer. La limpidez de aquel país, la transparencia, la profundidad y el milagro de ese encuentro del agua, la piedra y la luz, he ahí el único conocimiento, la primera moral. Esa armonía no es ilusoria. Es real, y ante ella siento la necesidad de la palabra…».
Los novios, la víspera de su boda, o quienes acaban de mudarse de casa, deben de sentir esa grata desaparición de lo cotidiano. Esos pocos días festivos o el alegre desbarajuste de la instalación durarán siempre, a sus ojos, convirtiéndose en la materia misma, ligera y chispeante, de su vida.
Con una exaltación parecida vivía yo las últimas semanas de mi espera. Abandoné mi pequeña habitación y alquilé un piso, a sabiendas de que sólo podía pagar cuatro o cinco meses. Pero eso poco importaba. Desde la habitación donde dormiría Charlotte se divisaba la extensión gris-azulada de los tejados que reflejaban el cielo de abril… Pedí prestado todo el dinero que pude, compré muebles, cortinas, una alfombra y todo ese batiburrillo casero del que había prescindido en mi antiguo habitáculo. El piso, por lo demás, siguió vacío, y yo dormía en un colchón. Sólo la futura habitación de mi abuela tenía ahora aspecto habitable.
Y cuanto más se acercaba el mes de mayo, más crecía esa venturosa inconsciencia, esa locura derrochadora. Empecé a comprar en los chamarileros pequeños objetos antiguos para que imprimieran -tal era mi idea- un poco de carácter a aquella habitación de aspecto demasiado vulgar. En una tienda de antigüedades, encontré una lámpara de mesa. El anticuario la encendió para que yo la viera. Me imaginé a Charlotte a la luz de aquella pantalla. No podía irme sin comprar esa lámpara. Llené la estantería de viejos libros con el lomo de cuero y revistas ilustradas de principios de siglo. Cada noche, en la mesa redonda que ocupaba el centro de la habitación, desplegaba mis trofeos: media docena de copas, un viejo fuelle, un montón de postales antiguas.
Por más que me dijera que Charlotte no querría abandonar Saranza y menos aún la tumba de Fiódor durante mucho tiempo, y que hubiera estado tan a gusto en un hotel como en ese museo improvisado, no podía dejar de comprar y de añadir objetos. Y es que el hombre, incluso iniciado en la magia de la memoria, en el arte de recrear un instante perdido, se aferra por encima de todo a los fetiches materiales del pasado: como ese prestidigitador que, aun gozando, por voluntad de Dios, de dotes de taumaturgo, prefería la habilidad de sus dedos y las maletas de doble fondo, que tenían la ventaja de no turbar su sentido común. Y la auténtica magia -me constaba- se revelaría en el reflejo azulado de los tejados, en la fragilidad etérea de las líneas tras la ventana que Charlotte abriría al día siguiente de su llegada, a primera hora de la mañana. Y en la sonoridad de las primeras palabras francesas que intercambiaría con alguien en la esquina de una calle…
Una de las últimas noches de mi espera, me sorprendí rezando… No, no era propiamente una oración. No me sabía ninguna, pues había crecido a la luz desmitificadora de un ateísmo militante y casi religioso por su incansable cruzada contra Dios. No, era más bien una especie de súplica diletante y confusa cuyo destinatario me era desconocido. Al sorprenderme en flagrante delito de tan insólito acto, me apresuré a ridiculizarlo. Pensé que, dada la ausencia de religiosidad en mi vida pasada, habría podido exclamar como ese marino de un cuento de Voltaire: «¡He pisado cuatro veces el crucifijo en cuatro viajes al Japón!». Me taché de pagano, de idólatra. Con todo, esas burlas no disiparon el vago murmullo in- tenor que había atisbado en lo más hondo de mí mismo. Su entonación tenía algo de infantil. Era como si yo le propusiera un trato a mi interlocutor anónimo: sólo viviría veinte años más, incluso quince, bueno, conforme, sólo diez, a condición de que ese encuentro, esos instantes recobrados, se hicieran realidad…
Me levanté y abrí la puerta de la habitación contigua. En la penumbra de la noche de primavera, la habitación velaba, sumida en una discreta espera. Incluso el viejo abanico, aunque lo había comprado dos días antes, parecía llevar largos años sobre la mesita baja, iluminado por la palidez nocturna que se colaba por los cristales.
Era un día feliz. Uno de esos días perezosos y grises, perdidos en medio de las fiestas de comienzos del mes de mayo. Por la mañana, clavé un enorme perchero en la entrada. Podían colgarse en él por lo menos una decena de prendas. Ni siquiera pensé si nos serían de alguna utilidad en verano.
La ventana de Charlotte estaba abierta. Ahora, entre las superficies plateadas de los tejados, se veían, diseminados, los islotes claros de las primeras hojas.
A media mañana añadí un nuevo fragmento a mis «Notas». Recordé que un día, en Saranza, Charlotte me había hablado de su vida en París después de la primera guerra mundial. Me decía que en esa posguerra, que se convertía, sin que nadie pudiera adivinarlo, en un periodo de entreguerras, se adivinaba algo profundamente falso. Un ambiente de falso júbilo, un olvido demasiado fácil. Todo eso le recordaba, curiosamente, los eslóganes publicitarios que había leído en los periódicos durante la guerra: «¡Caliéntese sin carbón!», y a continuación explicaban que podían utilizarse «bolas de papel». O también: «¡Amas de casa, hagan la colada sin agua caliente!». E incluso: «Amas de casa, ahorren: ¡el cocido sin lumbre!»… Charlotte esperaba que al regresar a París con Albertine, con quien iba a reunirse en Siberia, se encontrarían con la Francia de antes de la guerra…
Al escribir esas líneas, me decía a mí mismo que pronto podría hacerle montones de preguntas a Charlotte, precisar mil detalles, enterarme, por ejemplo, de quién era ese señor vestido de frac que aparecía en una de nuestras fotos de familia y por qué la mitad de esa foto había sido cuidadosamente recortada. Y quién era esa mujer con una chaqueta enguatada cuya presencia entre los personajes de la Belle Epoque me sorprendiera en otro tiempo.
Al atardecer, cuando salí a la calle, descubrí en mi buzón un sobre de color crema que llevaba el membrete de la prefectura de policía. Me detuve en medio de la acera y tardé largo rato en abrirlo, rasgándolo torpemente…
Los ojos comprenden más rápidamente que la mente, sobre todo cuando se trata de una noticia que ésta no quiere comprender. Durante ese breve momento de indecisión, la mirada intenta quebrar el implacable encadenamiento de las palabras, como si pudiera modificar el mensaje antes de que el pensamiento acierte a captar su sentido.
Las letras brincaron ante mis ojos, acribillándome de fragmentos de palabras, de retazos de frases. Al final, la palabra esencial, impresa en gruesos caracteres espaciados como para ser deletreada, se impuso pesadamente: DENEGADO. Y, mezclándose con los latidos de la sangre en mis sienes, seguían todas las fórmulas explicativas de tumo: «Su situación no responde…», «en efecto, no reúne usted…». Permanecí casi un cuarto de hora sin moverme, con los ojos clavados en la carta. Por fin, arranqué a andar, olvidando adonde iba.
Todavía no pensaba en Charlotte. Durante los primeros minutos me torturó el recuerdo de mi visita al médico: sí, esa absurda inclinación hasta el suelo y mi diligencia se me antojaban ahora doblemente inútiles y humillantes.
Sólo al regresar a casa cobré realmente conciencia de lo que me sucedía. Colgué la chaqueta en el perchero y, tras la puerta del fondo, vi la habitación de Charlotte… Luego no era el Tiempo (¡oh, cuánto hay que desconfiar de las mayúsculas!) el que podía comprometer mi proyecto, sino la decisión de un modesto funcionario, con unas cuantas frases en una sola hoja mecanografiada. Un hombre a quien no conocería nunca y que únicamente me conocía a través de unos formularios. En definitiva, mis diletantes oraciones tenían que haberse dirigido a él…
Al día siguiente, interpuse un recurso. «Un recurso de alzada», como lo llamaba mi comunicante. Nunca hasta entonces había escrito una carta tan falsamente personal, tan estúpidamente altiva y al propio tiempo implorante.
No notaba ya el paso de los días. Mayo, junio, julio. Allí estaba aquel piso que había llenado de viejos objetos y de sensaciones de antaño, aquel museo abandonado cuyo inútil conservador era yo. Y la ausencia de la persona a la que esperaba. Por lo que respecta a las «Notas», no había añadido ninguna desde el día en que recibiera el rechazo de mi solicitud. Sabía que la naturaleza misma del manuscrito dependía de ese encuentro, el nuestro, en el que a pesar de todo confiaba.
Y con frecuencia, durante aquellos meses, me despertaba el mismo sueño en plena noche. Una mujer con un largo abrigo oscuro entraba en un pueblo fronterizo una silenciosa mañana de invierno.
Es un juego antiguo. Se elige un adjetivo que exprese una cualidad extrema: «abominable», por ejemplo. A continuación se busca un sinónimo que, siendo muy parecido, traduzca la misma cualidad de manera un poco menos intensa: «horrendo», pongamos por caso. El término siguiente repetirá esa imperceptible atenuación: «horrible». Y así sucesivamente, descendiendo cada vez un minúsculo escalón en la cualidad anunciada: «intolerable», «penoso», «desagradable»… Para llegar sencillamente a «malo» y, pasando por «mediocre», «regular», «del montón», empezar a remontar la pendiente con «modesto», «satisfactorio», «aceptable», «decente», «agradable», «bueno». Y llegar, una decena de palabras después, a «excepcional», «excelente», «sublime».
Las noticias que recibí de Saranza a principios de agosto debieron de seguir una gradación similar: transmitidas primero a Alex Bond, que había dejado a Charlotte su número de teléfono en Moscú, estas noticias y el paquetito que las acompañaba habían viajado largo tiempo, pasando de una a otra persona. Cada vez que se producía una transmisión, su sentido trágico disminuía, la emoción se difuminaba. Y aquel desconocido, cuando me telefoneó, me anunció con tono casi jovial:
– Escuche, me han dado un paquetito para usted. Se lo manda…, no sé quién era, bueno, esa pariente suya que falleció… en Rusia. Imagino que estará usted al corriente. Sí, le manda su testamento, je, je…
Había querido decir, en broma, «su herencia». Por error, sobre todo por esa dejadez verbal que observaba yo con frecuencia en los «nuevos rusos», cuya lengua más usual era el inglés, habló de «testamento».
Lo esperé durante largo rato en el vestíbulo de uno de los mejores hoteles parisienses. El vacío helado de los espejos, a ambos lados de los sillones, casaba perfectamente con el que llenaba mi mirada y mis pensamientos.
El desconocido salió del ascensor cediendo el paso a una mujer rubia, alta y llamativa, cuya sonrisa no parecía dirigirse a nadie en concreto. Les acompañaba un hombre muy ancho de espaldas.
– Val Grig -dijo el desconocido, estrechándome la mano, y me presentó a sus acompañantes, precisando-: Mi voluble intérprete y mi fiel guardaespaldas.
Sabía que no podría evitar la invitación a tomar algo en el bar. Escuchar a Val Grig sería una manera de agradecerle sus servicios. Me necesitaba para saborear plenamente el confort del hotel, su flamante condición de businessman international, y la belleza de su «voluble intérprete». Hablaba de sus éxitos y del desastre ruso, quizá sin percatarse de una chusca relación de causa a efecto que se establecía entre ambas cosas. La intérprete, que a buen seguro le había oído relatar sus gestas más de una vez, parecía dormir con los ojos abiertos. El guardaespaldas, como para justificar su presencia, miraba de arriba abajo a cuantas personas entraban y salían. «Me resultaría más fácil», pensé de repente, «explicarles lo que siento a unos marcianos que a estos tres…»
Abrí el paquete al subir al metro. Una tarjeta de visita de Alex Bond cayó al suelo. Eran unas palabras de pésame y disculpas (Taiwan, Canadá…) por no haber podido entregarme el paquete personalmente. Pero sobre todo figuraba la fecha de la muerte de Charlotte. ¡El 9 de septiembre del año anterior!
Había perdido la noción de las estaciones. No la recobré hasta que el metro se detuvo en la terminal. Septiembre del año anterior… Alex Bond había estado en Saranza en agosto, hacía ahora un año. Unas semanas después, solicitaba yo la naturalización. Quizás en el mismo momento en que moría Charlotte. Y todas mis gestiones, todos mis proyectos, todos los meses de espera, se enmarcaban ya después de su vida. Al margen de su vida. Sin ningún vínculo posible con esa vida ya concluida… El paquete lo había conservado la vecina, y, hasta llegada la primavera, no se lo había mandado a Bond. En el papel de embalaje aparecían unas palabras escritas por Charlotte de su puño y letra: «Le ruego haga llegar este sobre a Alexéi Bondartchenko, que tendrá la bondad de entregárselo a mi nieto».
Volví a coger el metro en la terminal. Al abrir el sobre, pensé con doloroso alivio que, en definitiva, no había sido la decisión de un funcionario lo que había dado al traste con mi proyecto, sino el tiempo. Un tiempo que daba muestras de poseer una chirriante ironía y que, con sus juegos e incoherencias, nos recuerda su poder sin límites.
El sobre contenía una veintena de páginas manuscritas sujetas con un clip. Como sea que me esperaba una carta de despedida, no comprendí semejante extensión, sabedor de lo poco proclive que era Charlotte a las fórmulas solemnes y a las efusiones verbosas. No decidiéndome a leerlas de un tirón, hojeé las primeras páginas, sin tropezarme con ninguna de esas fórmulas del tipo «cuando leas estas líneas, yo ya no estaré aquí», que temía precisamente encontrarme.
Además, la carta, al comienzo, parecía no ir dirigida a nadie. Pasando rápidamente de una línea a otra, de un punto a otro, creí comprender que se trataba de algo que no guardaba la menor relación con nuestra vida en Saranza, con nuestra Francia-Atlántida y ese fin cuya inminencia hubiera podido insinuarme Charlotte…
Salí del metro y, como no me apetecía subir a casa de inmediato, proseguí distraídamente mi lectura, sentándome en el banco de un parque. Veía ahora que el escrito de Charlotte no tenía que ver con nosotros. Relataba, con su fina y precisa caligrafía, la vida de una mujer. Sin darme cuenta, debí de saltarme el momento en que mi abuela explicaba cómo se habían conocido, cosa que, por lo demás, me importaba poco. Porque esa vida que describía Charlotte sólo era un destino femenino más, uno de esos destinos trágicos de los tiempos de Stalin, que nos conmocionaban cuando éramos jóvenes y cuyo dolor se había mitigado desde entonces. La mujer, hija de un kulak, había conocido, de niña, el exilio en las tierras pantanosas de la Siberia occidental. Más tarde, después de la guerra, acusada de hacer «propaganda antikoljosiana», había sido internada en un campo… Recorrí aquellas páginas como si se tratase de un libro que me sabía de memoria. El campo, los cedros que derribaban los prisioneros hundiéndose en la nieve hasta la cintura, la crueldad diaria, trivial, de los vigilantes, las enfermedades, la muerte. Y el amor forzado, bajo la amenaza de un arma o de la obligación de realizar un trabajo inhumano, y el amor comprado con una botella de alcohol… El hijo que la mujer había dado a luz purgaba la pena de su madre; tal era la ley. En ese «campo de mujeres», había una barraca aislada prevista para esos nacimientos. La mujer había muerto, atropellada por un tractor, meses antes de la amnistía del deshielo. El niño iba a cumplir dos años y medio…
La lluvia me obligó a abandonar el banco. Oculté la carta de Charlotte bajo la chaqueta y corrí hacia nuestra casa. El relato ininterrumpido me parecía muy típico: con la aparición de los primeros signos de liberalización, los rusos habían empezado a extraer de los profundos escondites de su memoria el pasado censurado. Y no entendían que la Historia no necesitara de esos innumerables pequeños gulags; le bastaba uno solo, monumental y admitido como clásico. Charlotte, al mandarme ese testimonio, había debido de sucumbir, como los demás, a la embriaguez de la palabra liberada. La conmovedora inutilidad de ese envío me dolió en lo más hondo. Comprobé de nuevo la desdeñosa indiferencia del tiempo. Aquella mujer, recluida con su hijo en el campo, se tambaleaba al borde del olvido definitivo, retenida únicamente por unas hojas manuscritas. ¿Y la propia Charlotte?
Abrí la puerta de entrada. Una corriente de aire agitó con un ruido sordo los batientes de una ventana abierta. Fui a cerrarla a la habitación de mi abuela…
Pensé en su vida. Una vida que enlazaba épocas tan distintas: los comienzos de siglo, esa edad casi arcaica, casi tan legendaria como el reinado de Napoleón y el final de nuestro siglo, el final del milenio. Todas esas revoluciones, guerras, utopías fracasadas y terrores perpetrados. Mi abuela había destilado su esencia en los dolores y alegrías de su vida. Y esa palpitante densidad de lo vivido se hundiría muy pronto en la nada. Como el minúsculo gulag de la prisionera y su hijo.
Permanecí un rato ante la ventana de Charlotte. Durante varias semanas me la había imaginado mirando desde allí los tejados…
Al anochecer, sintiéndome un poco culpable, me decidí a leer las páginas de Charlotte hasta el final. Retomé a la prisionera, a las atrocidades del campo y al niño que había traído a ese mundo duro y sucio unos instantes de serenidad… Charlotte escribía que había logrado autorización para personarse en el hospital donde estaba muriendo la mujer…
De súbito, la página que sostenía en la mano se transformó en una fina hoja de plata. Sí, me deslumbró por un reflejo metálico y pareció emitir un sonido frío, agudo. Una línea brilló con la misma intensidad con que el filamento de una bombilla lacera la vista. La carta estaba escrita en ruso, y sólo en esa línea Charlotte pasaba al francés, como si ya no se fiara de su dominio del ruso. O como si el francés, ese francés de otra época, hubiera de permitirme cierto despego con respecto a lo que iba a comunicarme:
«Esa mujer, que se llamaba María Stepanovna Dolina, era tu madre. Ella quiso que conservara este secreto el mayor tiempo posible…».
En esa última hoja aparecía prendido un pequeño sobre. Lo abrí. Había una foto que no me costó reconocer: una mujer con un voluminoso chascás, cuyas orejeras estaban bajadas, y una chaqueta enguatada. En un pequeño rectángulo de tela cosido al lado de la hilera de botones, un número. En sus brazos, una criatura arrebujada en una prenda de lana…
Por la noche, me vino a la memoria la imagen que siempre se me había antojado una suerte de reminiscencia prenatal, que me venía de mis abuelos franceses y de la que, de niño, me sentía muy orgulloso. Veía en ella la prueba de mi origen francés. Era aquél un día de soleado otoño, en la linde de un bosque, con una invisible presencia femenina, un aire muy puro y unas telas de araña ondeando en ese espacio luminoso… Ahora comprendía que el bosque era, en realidad, una taiga infinita, y que el delicioso veranillo de San Martín daría paso a un invierno siberiano que duraría nueve meses. Las telas de araña, plateadas y tenues en mi ilusión francesa, no eran sino unas hileras de alambradas nuevas que todavía no se habían oxidado. Me paseaba con mi madre por aquella zona del «campo de mujeres»… Era mi primerísimo recuerdo de infancia.
Dos días después abandoné el piso. El dueño se había presentado la víspera y había aceptado una solución amistosa: se quedaría con todos los muebles y objetos antiguos que yo había acumulado durante varios meses…
Dormí poco. A las cuatro estaba ya en pie. Preparé la mochila con idea de salir ese mismo día para realizar mi caminata habitual. Antes de irme, eché la última ojeada a la habitación de Charlotte. Iluminada por la luz gris de la mañana, su silencio no recordaba ya un museo. No, no parecía deshabitada. Titubeé un momento, cogí un viejo libro posado en el antepecho de la ventana y salí.
Las calles estaban desiertas y sumidas en el sueño. Sus perspectivas se perfilaban conforme avanzaba hacia ellas.
Pensé en las «Notas», que llevaba en la mochila. Esa misma tarde o al día siguiente, me decía, añadiría el nuevo fragmento que me había venido a la mente por la noche. Ocurría en Saranza, durante mi último verano en casa de mi abuela… Aquel día, en vez de tomar el sendero que nos llevaba a través de la estepa, Charlotte se había internado bajo los árboles de aquel bosque atestado de material de guerra que los vecinos llamaban Stalinka. Yo la había seguido indeciso: según se rumoreaba, en los matorrales de la Stalinka podía uno pisar una mina… Charlotte se había detenido en medio de un calvero y había murmurado: «¡Mira!». Vi tres plantas idénticas que nos llegaban hasta las rodillas. Grandes hojas picudas, zarcillos que se enroscaban en unos finos palos hundidos en el suelo. ¿Minúsculos arces? ¿Jóvenes arbustos de grosellero? No comprendía la misteriosa alegría de Charlotte.
– Es una viña, una viña de verdad -dijo por fin. -Ah…
La revelación no aumentó mi curiosidad. No podía relacionar aquella modesta planta con el culto que profesaba al vino la patria de mi abuela. Permanecimos unos minutos en el corazón de la Stalinka, ante la plantación secreta de Charlotte…
Al recordar aquella viña, sentí un dolor casi insoportable y, al propio tiempo, una profunda alegría. Una alegría que me pareció al principio vergonzosa. Charlotte había muerto y en el lugar donde se hallaba ubicada la Stalinka, por lo que contaba Alex Bond, habían construido un estadio. No cabía prueba más tangible de la desaparición total, definitiva. Pero prevalecía la alegría. Nacía de ese instante vivido en medio de un calvero, de las ráfagas de viento de las estepas, del sereno silencio de aquella mujer erguida ante cuatro arbustos bajo cuyas hojas adivinaba yo ahora los jóvenes racimos.
Mientras caminaba, miraba de cuando en cuando la foto de la mujer con la chaqueta enguatada. Comprendía ahora lo que confería a sus rasgos una lejana semejanza con los personajes que aparecían en los álbumes de mi familia adoptiva. Era esa leve sonrisa, surgida gracias a la fórmula de Charlotte: ¡«petitepomme»! Sí, la mujer fotografiada junto a las alambradas del campo de concentración debió de pronunciar, para sí, las enigmáticas sílabas… Luego me detenía un segundo, miraba sus ojos. «Tendré que hacerme a la idea de que esa mujer, más joven que yo, es mi madre», me decía.
Guardaba la foto y echaba a andar. Y cuando pensaba en Charlotte, su presencia en aquellas calles aletargadas poseía la discreta y espontánea evidencia de la vida misma.
Sólo me faltaban las palabras para expresarlo.