En otoño, apenas unos días separaron el periodo en que, avergonzado de confesármelo a mí mismo, disfrutaba de la ausencia de mi madre, hospitalizada «para una simple revisión», según nos dijo ella, y la tarde en que, al salir de la escuela, me enteré de su muerte.
Al día siguiente de su ingreso en el hospital, reinaba ya un agradable abandono en nuestro piso. Mi padre se quedaba mirando la televisión hasta la una de la mañana. Yo, saboreando ese preludio de libertad de adulto, intentaba retrasar cada día un poco más la hora de regresar a casa: nueve, nueve y media, diez…
Pasaba esas últimas horas de la tarde en un punto de la ciudad donde, en el crepúsculo de otoño y con un pequeño esfuerzo de imaginación, se producía una ilusión óptica sorprendente: la de un atardecer lluvioso en una metrópoli de Occidente. Era un lugar único en medio de las anchas y monótonas avenidas de nuestra ciudad. Allí las calles, al entrecruzarse, se dispersaban como los radios de un círculo; las fachadas de los edificios se recortaban en forma de trapecio. Yo sabía que, en París, Napoleón había ordenado que los cruces de las calles tuvieran esa disposición, para evitar así colisiones de coches…
Cuanto más densa era la oscuridad, más completa resultaba mi ilusión. Poco me importaba saber que una de esas casas albergaba el museo local del ateísmo y que las paredes de las demás escondían abarrotados pisos comunitarios. Contemplaba la acuarela amarilla y azul de las ventanas bajo la lluvia, los reflejos de los faroles en el asfalto grasiento, los perfiles de los árboles desnudos. Estaba solo y era libre, feliz. Entre susurros, hablaba conmigo mismo en francés. Ante esas fachadas en forma de trapecio, la sonoridad de esta lengua se me antojaba de lo más natural. ¿Se materializaría en algún encuentro la magia que había descubierto aquel verano? Me parecía que cada mujer con la que me cruzaba quería hablarme. Cada media hora arrancada a la noche insuflaba consistencia a mi espejismo francés. Dejaba de pertenecer a mi época y a mi país. En aquella glorieta nocturna, me sentía maravillosamente ajeno a mí mismo.
Últimamente el sol me producía hastío; el día se había convertido en una inútil espera de mi auténtica vida, la noche…
La noticia, sin embargo, me llegó en pleno día; yo entornaba los ojos cegados por la primera escarcha. A mi paso, resonó una voz en medio del alborozado tropel de alumnos, que seguían mostrándome la misma hostilidad y desdén.
– ¿Os habéis enterado? Se ha muerto su madre…
Columbré algunas miradas curiosas. Reconocí al que había hablado; era el hijo de nuestros vecinos…
La indiferencia del comentario me dio tiempo para hacerme a la idea de una situación inconcebible: mi madre había muerto. Todos los acontecimientos de los últimos días se fundieron de súbito en un cuadro coherente: las frecuentes ausencias de mi padre, su silencio, la llegada, días atrás, de mi hermana (entonces caí en la cuenta de que no coincidía con las vacaciones universitarias…).
Me abrió la puerta Charlotte. Había llegado de Saranza esa misma mañana. ¡Luego todos lo sabían! Y yo seguía siendo «el niño al que de momento no le diremos nada». Y ese niño, sin saber nada, seguía paseándose por su carrefour «francés», imaginándose adulto, libre, misterioso. Ese desengaño fue el primer sentimiento provocado por la muerte de mi madre. De inmediato dio paso a la vergüenza: ¡mi madre se estaba muriendo, y yo, en mi egoísta satisfacción, me regodeaba con mi libertad, recreando el otoño parisiense bajo las ventanas del museo del ateísmo!
Durante esos tristes días, e incluso en el entierro, Charlotte fue la única que no lloró. Con rostro impasible y ojos serenos, se ocupaba de todas las tareas domésticas, recibía a las visitas y acomodaba a los parientes llegados de otras ciudades. Su sequedad disgustaba a la gente…
«Puedes venir a casa cuando quieras», me dijo al marchar. Meneé la cabeza, recordando Saranza, el balcón, la maleta atestada de viejos periódicos franceses. De nuevo sentí vergüenza: mientras ella y yo nos contábamos historias, la vida proseguía con sus alegrías y dolores auténticos, mi madre trabajaba, ya enferma, sufría sin confesárselo a nadie, se sabía condenada sin dejarlo traslucir con una palabra o un gesto. Y nosotros dos hablábamos durante días de las elegantes de la Belle Epoque…
Vi marcharse a Charlotte con alivio. Me sentía veladamente implicado en la muerte de mi madre. Sí, pesaba sobre mí esa vaga responsabilidad que experimenta el espectador cuya mirada hace tambalearse o incluso caer a un funámbulo. Charlotte me había enseñado a distinguir a la gente en medio de una gran ciudad industrial como París, ella me había encerrado en aquel pasado soñado desde el que yo dirigía miradas distraídas a la vida real.
Y la vida real era esa capa de agua que, con un escalofrío, vi estancada en el fondo de la tumba el día del entierro. Bajo una fina lluvia de otoño, lentamente, depositaron el ataúd en esa mezcla de agua y fango…
La vida real se dejó sentir también con la llegada de mi tía, la hermana mayor de mi padre. Vivía en una barriada obrera cuyos habitantes se levantaban a las cinco de la mañana para agolparse a las puertas de las gigantescas fábricas de la ciudad. Esa mujer trajo consigo el hálito pesado e intenso de la vida rusa: una extraña amalgama de crueldad, ternura, embriaguez, anarquía, irrefrenable alegría de vivir, lágrimas, esclavitud consentida, obcecación obtusa e inesperada agudeza… Descubrí, con creciente asombro, un universo eclipsado antaño por la Francia de Charlotte.
Mi tía temía, por encima de todo, que mi padre se diera a la bebida, hábito fatal de los hombres que había conocido en su vida. Por eso, cada vez que venía a vernos repetía: «¡Nikolái, ni se te ocurra beber amargo!». Es decir, vodka. El asentía maquinalmente sin oírla, y reiteraba sacudiendo enérgicamente la cabeza:
– No, no. Tenía que haberme muerto yo primero. Está claro. Así…
Y se llevaba la mano a su cráneo calvo. Yo sabía que encima de la oreja izquierda tenía un «agujero», una zona tan sólo cubierta por una piel fina y lisa en la que se percibían rítmicos latidos. Mi madre siempre había temido que mi padre se viera envuelto en una pelea y muriera de un simple papirotazo…
– Ni se te ocurra tocar el amargo…
– No. Tenía que haberme muerto yo primero…
Aunque no se dio a la bebida, las advertencias de su hermana resultaron estúpidamente justificadas. Una noche de febrero, en la época de los últimos y más rigurosos fríos del invierno, se desplomó en un callejón cubierto de nieve, fulminado por un ataque cardiaco. Los milicianos que lo encontraron tumbado en la nieve, confundiéndolo a primera vista con un beodo, lo llevaron al «desemborrachadero». Hasta el día siguiente no se advertiría el error…
De nuevo la vida real, con su fuerza arrogante, vino a desafiar mis quimeras. Bastó y sobró un ruido: los milicianos habían transportado el cuerpo en un furgón cubierto con una lona donde hacía tanto frío como en el exterior; y ese cuerpo, al colocarlo sobre el banco de madera del furgón, sonó como un bloque de hielo…
No podía mentirme a mí mismo. En la profunda maraña de pensamientos sin máscara, de confesiones sin rodeos -que me hacía a mí mismo-, la desaparición de mis padres no había dejado heridas incurables. Sí, en aquellas conversaciones secretas conmigo mismo reconocía para mis adentros que no sufría en demasía.
Y si lloraba alguna vez, no lloraba por haberlos perdido. Eran lágrimas de impotencia ante una verdad pasmosa: toda una generación de muertos, de mutilados, de personas que no habían disfrutado de su juventud. Decenas de millones de seres eliminados por las buenas de la vida. Los caídos en el campo de batalla disfrutaban al menos del privilegio de haber tenido una muerte heroica. Pero los supervivientes que fallecían diez o veinte años después de la guerra parecían morir «normalmente», «de viejos». Era preciso acercarse mucho a mi padre para ver encima de su oreja la señal ligeramente cóncava donde se notaba latir la sangre. Era preciso conocer a mi madre para distinguir en ella a la niña petrificada ante la ventana negra, bajo un cielo cuajado de extrañas estrellas runruneantes, durante la primera batalla de la guerra. Para ver en ella también a la adolescente esquelética, lívida, que se atragantaba al devorar mondas de patata…
Observaba la vida de ambos a través del vaho de las lágrimas. Veía a mi padre regresar a su pueblo natal, después de la desmovilización, una cálida noche de junio. Mi padre lo reconocía todo: el bosque, el río, la curva de la carretera. Luego se topaba con un lugar desconocido, una calle negra, formada por dos hileras de isbas calcinadas. Y ni un solo ser vivo. Únicamente el alegre canto de un cuclillo acompasado con los ardientes latidos de la sangre encima de su oreja.
Veía a mi madre, recién aprobados los exámenes de ingreso en la universidad, veía a aquella muchacha petrificada en rígida posición de firmes ante un muro de rostros despectivos, una comisión del Partido reunida para juzgar su «crimen». Sabía que la nacionalidad de Charlotte, sí, su origen francés, constituía una terrible tara en esa época de lucha contra el «cosmopolitismo». En el cuestionario que se debía rellenar antes del examen, ella había escrito con mano temblorosa: «Madre, de nacionalidad rusa»…
Y se habían conocido esos dos seres, tan distintos y tan próximos en su juventud mutilada. Y habíamos nacido mi hermana y yo, y la vida había seguido a despecho de las guerras, los pueblos calcinados, los campos de concentración.
Sí, a veces yo lloraba al pensar en su silenciosa resignación. Ellos no reprochaban nada a nadie, ni exigían compensaciones. Vivían e intentaban hacemos felices. Mi padre se había pasado la vida recorriendo los espacios infinitos entre el Volga y el Ural, montando con su brigada líneas de alta tensión. Mi madre, expulsada de la universidad a raíz de su crimen, no se había sentido nunca con ánimos para intentarlo de nuevo. Trabajaba de traductora en una de las grandes fábricas de nuestra ciudad. Como si aquel francés técnico e impersonal pudiera disculparla de su criminal ascendencia gala.
Yo observaba aquellas dos vidas, a la par triviales y extraordinarias, y sentía nacer en mi pecho una ira confusa, sin acertar a saber contra quién iba dirigida. Sí que lo sabía: ¡contra Charlotte! Contra la serenidad de su universo francés. Contra el inútil refinamiento de aquel pasado imaginario: ¡valiente locura dedicarse a pensar en tres criaturas aparecidas en un recorte de prensa de principios de siglo o intentar recrear los estados de ánimo de un presidente enamorado! Y olvidar a ese soldado salvado por el invierno, que se había taponado la cabeza fracturada con un pedazo de hielo para contener la hemorragia. Olvidar que si yo vivía era gracias a aquel tren que se deslizaba a tientas entre los convoyes atestados de carne humana triturada, un tren que se llevaba a Charlotte y a sus hijos para ocultarlos en las profundidades protectoras de Rusia… Aquella frase de propaganda que me dejaba en otro tiempo indiferente: «¡Veinte millones de personas han muerto para que vosotros podáis vivir!», sí, aquella cantinela patriótica cobró de súbito para mí un nuevo y doloroso sentido. Y muy personal.
Rusia despertaba en mí, cual oso tras un largo invierno. Una Rusia despiadada, hermosa, absurda, única. Una Rusia opuesta al resto del mundo por su tenebroso destino.
Sí, si lloré alguna vez cuando murieron mis padres, fue porque me sentí ruso. Y porque, a ratos, el injerto francés que llevaba en mi corazón empezó a dolerme muchísimo.
Mi tía, la hermana de mi padre, contribuyó inconscientemente a ese cambio…
Se instaló en nuestro piso con sus dos hijos, mis primos pequeños, feliz de abandonar el abarrotado piso comunitario de su barriada obrera. No es que quisiese imponemos otro régimen de vida y borrar las huellas de nuestra vida de antaño. No, sencillamente, vivía como podía. Y la originalidad de nuestra familia -sus discretas connotaciones francesas, tan alejadas de Francia como el francés de las traducciones técnicas de mi madre- se difuminó por sí sola.
Mi tía era un personaje surgido de la época estalinista. Aunque Stalin había muerto veinte años atrás, ella no había cambiado. Y no porque le profesase un gran amor al generalísimo. Su primer marido había muerto en un tumulto callejero durante los primeros días de la guerra. Mi tía sabía quién era el culpable de ese catastrófico principio y lo contaba a quien quería oírla. El padre de sus dos hijos, con el que no había llegado a casarse, había pasado ocho años en un campo de concentración. «Por tener la lengua demasiado larga», decía mi tía.
No, su «estalinismo» residía sobre todo en su modo de hablar, de vestirse, de mirar a la gente a los ojos como si continuásemos en plena guerra, como si la radio pudiese seguir entonando con fúnebre y patética voz: «Tras una serie de heroicos y encarnizados combates, nuestros ejércitos han tomado la ciudad de Kíev…, la ciudad de Smoliensk…, la ciudad de…», y todos los rostros se petrificasen siguiendo esa inexorable progresión hacia Moscú… Vivía como en los años en que los vecinos cruzaban una mirada silenciosa señalando con un fruncimiento de cejas una casa: por la noche se habían llevado a toda una familia en un coche negro…
Vestía un gran chal oscuro y un viejo abrigo de recia tela. En invierno calzaba botas de fieltro; en verano, unos zapatos cerrados de suela gruesa. No me hubiera sorprendido nada verla embutirse una guerrera militar y unas botas de soldado. Cuando ponía las tazas en la mesa, sus manotas parecían manipular cascos de obús en la cadena de una fábrica de armamento, como durante la guerra…
El padre de sus hijos, a quien yo llamaba por su patronímico, Dimítrich, venía a veces a casa, y en nuestra cocina resonaba entonces su ronco vozarrón, que parecía templarse poco a poco tras un largo invierno de varios años. Ni mi tía ni él tenían ya nada que perder, y no le temían a nada. Hablaban de todo con agresiva y desesperada destemplanza. El hombre bebía mucho, pero sus ojos se mantenían límpidos, y sólo sus mandíbulas se contraían cada vez con más fuerza, como para proferir mejor, de cuando en cuando, algún duro juramento aprendido en los campos de concentración. El me invitó a beber mi primera copa de vodka. Y gracias a él pude imaginarme una Rusia invisible, un continente rodeado de alambradas y torretas de vigilancia. En ese país prohibido, las menores palabras cobraban un significado temible, abrasaban la garganta como el «amargo» que yo bebía en una copa de cristal tallado.
En cierta ocasión habló de un pequeño lago, en plena taiga, que estaba helado once meses al año. Por deseo del jefe del campo, el fondo de ese lago se había transformado en cementerio: resultaba más sencillo que cavar en la tierra helada. Los prisioneros morían por decenas…
– Un día fuimos allí, en otoño; teníamos que echar al agua a diez o doce. Había un agujero. Y entonces vi a todos los demás, a los anteriores. Desnudos, claro, porque antes de echarlos les quitaban la ropa. Sí, en pelotas, bajo el hielo, y no estaban podridos. ¡Eran como trozos de jolodets, para que os hagáis una idea!
El jolodets, esa carne en gelatina de la que había precisamente una fuente en la mesa, se convirtió a partir de entonces en una palabra terrible; hielo, carne y muerte petrificados en una sonoridad irrefutable.
Lo que más me hacía sufrir al oír las confesiones nocturnas de mis tíos era el indestructible amor a Rusia que sus confidencias despertaban en mí. Mi razón, luchando contra la mordedura del vodka, se rebelaba: «¡Este país es monstruoso! El mal, la tortura, el sufrimiento, la automutilación, son los pasatiempos favoritos de sus habitantes. Y sin embargo lo amo. Lo amo por lo absurdo que es. Por sus monstruosidades. Veo en ello un sentido superior que se resiste a cualquier razonamiento lógico…».
Tal amor representaba un desgarramiento permanente. Cuanto más negra resultaba ser la Rusia que descubría, con más violencia la quería. Como si para amarla fuese menester arrancarse los ojos, taparse los oídos y renunciar a pensar.
Una noche, oí a mi tía y a su amante hablar de Beria…
Años atrás, por las conversaciones de nuestros invitados, me enteré de lo que ocultaba ese apellido terrible. Todos lo pronunciaban con desprecio, pero no sin un asomo de respetuoso terror. Yo era demasiado joven para captar la inquietante zona de sombra que subyacía en la vida de aquel tirano. Tan sólo adivinaba que se trataba de una debilidad humana. La evocaban a media voz y, por lo común, en ese momento reparaban en mi presencia y me echaban de la cocina…
Ahora éramos tres en nuestra cocina. Tres adultos. En cualquier caso, mi tía y Dimítrich no pretendían ocultarme nada. Hablaban, y a través de la bruma azul del tabaco, de mi ebriedad, me imaginaba un cochazo negro con cristales oscuros. Pese a su imponente tamaño, parecía un taxi en busca de clientes. Avanzaba con solapada lentitud, se detenía y arrancaba de nuevo, como para alcanzar a alguien. Yo observaba curioso sus idas y venidas por las calles de Moscú. De repente, adiviné lo que se proponía. El coche negro perseguía a las mujeres. A las guapas y jóvenes. Las examinaba desde los cristales opacos y avanzaba al ritmo de sus pasos. Luego las dejaba ir. O, a veces, decidiéndose por fin, se precipitaba tras ellas en una bocacalle transversal…
Dimítrich no tenía motivos para ocultarme nada. Lo contaba todo sin ambages. En el asiento trasero estaba repantigado un personaje gordinflón, con unas lentes embutidas en su rostro rechoncho. Beria. Elegía el cuerpo femenino que más le apetecía. Acto seguido, sus sicarios detenían a la viandante. Era la época en que ni tan sólo se necesitaba un pretexto. Trasladada a su residencia, la mujer era violada, sometida con alcohol, amenazas, torturas…
Dimítrich no contaba -ni él mismo lo sabía- qué pasaba después con aquellas mujeres. En cualquier caso, nadie volvía a verlas.
Pasé varias noches sin dormir. De pie ante la ventana, con la mirada perdida, la frente perlada de sudor, pensaba en Beria y en las mujeres condenadas a no vivir más que una noche. Mi cerebro se llenaba de quemaduras. Notaba en la boca un sabor ácido, metálico. Imaginaba que era el padre o el novio, o el marido de aquella joven acosada por el coche negro. Sí, durante unos segundos, mientras podía soportarlo, me veía en la piel de ese hombre, sentía su angustia, sus lágrimas, su cólera inútil, impotente, su resignación. ¡Porque todo el mundo sabía cómo desaparecían aquellas mujeres! Un horrible espasmo de dolor me recorría el vientre. Abría la ventana, rascaba la nieve que estaba pegada en el marco, me frotaba con ella la cara. Eso no mitigaba mis quemaduras. Veía ahora a aquel hombre retrepado tras el cristal oscuro del coche. En los vidrios de sus lentes se reflejaban las siluetas femeninas. Las seleccionaba, las examinaba, evaluaba sus encantos. Acto seguido, elegía…
¡Y yo me odiaba! Porque me resultaba imposible no admirar a aquel acosador de mujeres. Sí, había algo en mí que -con espanto, repulsión, vergüenza- se extasiaba ante el poder del hombre de las lentes. ¡Todas las mujeres le pertenecían! Se paseaba por el infinito Moscú como en medio de un harén. Y lo que más me fascinaba era su indiferencia. No necesitaba que le amasen; tanto le daba lo que pudieran sentir por él sus elegidas. Escogía a una mujer, la deseaba y, el mismo día, la poseía. Luego la olvidaba. Y cuantos gritos, lamentos, lágrimas, quejidos, súplicas e insultos oyera no eran para él sino alicientes que incrementaban el placer de la violación.
Perdí el conocimiento al inicio de mi cuarta noche en vela. Justo antes de sufrir el síncope, creí percibir el pensamiento febril de una de aquellas mujeres violadas, la que adivinaba de repente que en ningún caso la dejarían marchar. Este pensamiento que se abría paso a través de su delirio forzado, de su dolor, de su asco, resonó en mi cabeza y me hizo caer al suelo.
Al volver en mí, me sentí distinto. Más tranquilo, más fuerte también. Como un enfermo que tras una operación se habitúa de nuevo a caminar, avanzaba lentamente de una palabra a otra. Necesitaba ponerlo todo en orden. Murmuraba en la oscuridad breves frases que confirmaban mi nuevo estado.
– O sea que hay en mí otro ser capaz de contemplar tales violaciones. Puedo ordenarle que se calle, pero sigue estando ahí. Luego, en principio, todo está permitido. Me lo ha enseñado Beria. Y si Rusia me subyuga es porque no conoce límites, ni para el bien ni para el mal. Sobre todo para el mal. Me permite envidiar a ese cazador de cuerpos femeninos. Y aborrecerme. Y acercarme a una mujer magullada, aplastada por una masa de carne sudorosa. Y adivinar su último pensamiento lúcido: el de la muerte que seguirá al repugnante coito. Y aspirar a morir al tiempo que ella. Porque no se puede seguir viviendo cuando se lleva dentro a ese doble que admira a Beria…
Sí, era ruso, y de pronto comprendía de manera confusa qué implicaba eso. Llevar dentro de sí a todos los seres desfigurados por el dolor, los pueblos calcinados, los lagos helados llenos de cadáveres desnudos. Conocer la resignación de un rebaño humano violado por un sátrapa. Y el horror de sentirse partícipe en semejante crimen. Y el deseo rabioso de revivir todas esas historias pasadas para extirpar de ellas el sufrimiento, la injusticia, la muerte. Sí, alcanzar al coche negro en las calles de Moscú y aniquilarlo de un manotazo. Luego, conteniendo la respiración, acompañar a la joven que abre la puerta de su casa, sube la escalera… Dar cobijo a toda esa gente en mi corazón para poder liberarlos un día en un mundo redimido del mal. Pero, entretanto, compartir su dolor. Aborrecerse por cada desfallecimiento. Llevar ese compromiso hasta el delirio, hasta el desvanecimiento. Vivir casi cada día al borde del precipicio. Sí, eso es Rusia.
Y así, en mi desconcierto juvenil, me aferraba a mi nueva identidad, que en adelante sería para mí la vida misma, la que -pensaba yo- borraría para siempre mi ilusión francesa.
Esa vida reveló rápidamente su rasgo más característico (que la rutina de los días nos impide ver), su total inverosimilitud.
Antes vivía a través de los libros. Iba pasando de uno a otro personaje, según la lógica de una intriga amorosa o de una guerra. Pero aquella noche de marzo, tan tibia que mi tía había abierto la ventana de nuestra cocina, comprendí que esa vida no tenía la menor lógica ni coherencia. Y que acaso sólo fuese previsible la muerte.
Aquella noche, me enteré de lo que mis padres me habían ocultado siempre. Aquel turbio episodio en Asia central: Charlotte, los hombres armados, su asalto, sus gritos. Yo sólo conservaba aquella reminiscencia difusa e infantil de los relatos de antaño. ¡Las palabras de los adultos eran tan oscuras!
Esta vez la claridad de mis tíos me deslumbró. Con toda naturalidad, mientras pasaba las patatas humeantes a una fuente, mi tía dijo dirigiéndose a nuestro invitado sentado al lado de Dimítrich:
– Por supuesto que allá no viven como nosotros. ¡Le rezan a su dios cinco veces al día, para que te hagas una idea! E incluso comen sin mesa. Sí, todos sentados en el suelo. Bueno, en una alfombra. ¡Y sin cucharas, con los dedos!
El invitado, más bien con ánimo de reavivar la conversación, objetó con tono polemizante:
– Mujer, que no viven como nosotros es mucho decir. El verano pasado estuve en Tashkent. Y tampoco es tan distinto de aquí…
– ¿Y has estado en su desierto? -Mi tía alzó la voz, contenta de haber dado con un buen tema y de que la cena prometiese ser animada y amena-. Sí, en el desierto. A su abuela, por ejemplo -la tía hizo un gesto señalándome con la barbilla-, esa Cherlo…, Churl…, bueno, esa francesa, fue muy serio lo que le pasó allá. Los basmachs, esos bandidos que no querían someterse a los soviéticos, la cogieron un día en una carretera, ella era aún muy joven, y la violaron, ¡pero como bestias salvajes! Todos, uno tras otro. Serían seis o siete. Y tú me sales con que son como nosotros… Luego le dispararon una bala en la cabeza. Menos mal que el asesino de marras apuntó mal. Y al campesino que la llevaba en su carro lo degollaron como a un cordero. Así que eso de que viven como nosotros dejémoslo…
– Bueno, ¡pero es que estás hablando de otras épocas! -intervino Dimítrich.
Y siguieron discutiendo mientras bebían vodka y comían. Tras la ventana abierta, se oían los apacibles ruidos de nuestro patio. El aire de la noche era azul, suave. Hablaban sin reparar en que yo, petrificado en mi silla, no respiraba, no veía nada, no entendía lo que decían. Al final, abandoné la cocina como un sonámbulo, salí a la calle y caminé por la nieve fundida, tan ajeno a la límpida noche de primavera como un marciano.
No, no estaba aterrorizado por el episodio del desierto. Contado de manera tan trivial, no podría nunca -lo presentía- liberarse de esa masa superflua de palabras y gestos cotidianos. Su virulencia quedaría mitigada por los dedazos que cogían un pepinillo, por el vaivén de la nuez de Adán en el cuello de nuestro invitado mientras trasegaba vodka, por el alegre bullicio de los niños en el patio. Ocurría como con aquel brazo humano que había visto un día, en una autopista, junto a dos coches empotrados el uno contra el otro. Un brazo arrancado que alguien, mientras llegaban las ambulancias, había envuelto en un papel de periódico. Los caracteres de imprenta y las fotos pegadas a la carne sanguinolenta casi neutralizaban su horror…
No, lo que me conmocionó de verdad fue la inverosimilitud de la vida. Una semana antes me enteraba del misterio de Beria, de su harén de mujeres violadas, asesinadas. Y ahora, de la violación de una joven francesa, en quien me daba la impresión de que jamás podría reconocer a Charlotte.
Demasiadas cosas a la vez. Tal exceso me confundía. La coincidencia gratuita, evidente hasta el absurdo, me desquiciaba. Me decía que en una novela, tras una historia atroz de mujeres raptadas en pleno Moscú, el narrador dejaría que el lector se recobrase durante largas páginas. Ello le permitiría prepararse para la aparición de un héroe que acabaría con el tirano. Pero a la vida poco le importaba la coherencia de la trama. Derramaba su contenido en batiburrillo, sin orden ni concierto. Con su torpeza, malograba la pureza de nuestra compasión y comprometía nuestra justa ira. La vida era en definitiva un interminable borrador en el que los acontecimientos, mal dispuestos, interferían los unos en los otros, un borrador en el que los personajes, demasiado numerosos, se impedían amar, sufrir, ser amados u odiados individualmente.
Me debatía entre los dos trágicos relatos: Beria y las jóvenes cuya vida concluía con el último gemido de placer de su violador; Charlotte, joven, irreconocible, arrojada a la arena, golpeada, torturada. Notaba que me invadía una extraña insensibilidad. Estaba decepcionado de mí mismo, me echaba en cara mi obtusa indiferencia.
Pero aquella misma noche, en la cama, todas mis reflexiones sobre la incoherencia tranquilizadora de la vida se me antojaron falsas. Torné a ver, como medio en sueños, el brazo envuelto en el periódico… ¡No, resultaba cien veces más aterrador con aquel vulgar envoltorio! La realidad, con toda su inverosimilitud, superaba con mucho a la ficción. Sacudí la cabeza para ahuyentar la visión del periódico formando ampollas en la carne ensangrentada. De repente, sin interferencia alguna, límpida, diáfana en el aire translúcido del desierto, se incrustó en mis ojos otra visión. La de un joven cuerpo femenino postrado en la arena. Un cuerpo ya inerte, pese a las desenfrenadas convulsiones de los hombres que se arrojaban salvajemente sobre él. El techo de mi habitación se tornó verde. El dolor era tal que sentí dibujarse en mi pecho los contornos ardientes de mi corazón. Bajo mi nuca, la almohada era dura y áspera como la arena…
Mi reacción me cogió desprevenido. Empecé a abofetearme con saña, al principio conteniéndome, luego sin compasión. Sentía dentro de mí al otro, al que en los cenagosos recovecos de mis pensamientos contemplaba aquel cuerpo femenino con placer…
Me golpeé hasta que mi rostro hinchado, bañado en lágrimas, me asqueó por su superficie pringosa. Hasta que ese otro, agazapado en mi interior, enmudeció totalmente… Luego, tropezando con la almohada, que había tirado en mi agitación, me acerqué a la ventana. Una tenue media luna hendía el cielo. Las estrellas frágiles, temblorosas, sonaban como el hielo crujiente bajo los pasos de un noctámbulo que cruzaba en ese momento el patio. El aire frío calmó mi rostro tumefacto.
– Soy ruso -dije de súbito a media voz.
Me curé gracias a aquel cuerpo, joven y de una sensualidad todavía ingenua. Sí, ese día de abril me creí por fin liberado del invierno más doloroso de mi juventud, de sus infortunios, de sus muertos y del peso de las revelaciones que había traído.
Pero lo principal era que mi injerto francés parecía haber dejado de existir. Como si hubiese logrado ahogar ese segundo corazón en mi pecho. El último día de su agonía coincidió con aquella tarde de abril que marcaría para mí el comienzo de una vida sin quimeras…
La vi de espaldas, de pie ante una mesa de gruesas tablas de pino sin pulir, bajo los árboles. Frente a ella, un instructor seguía sus movimientos y, de cuando en cuando, echaba una ojeada al cronómetro que apretaba en la mano.
Aquella joven cuyo cuerpo impregnado de sol me había deslumbrado tendría la misma edad que yo, quince años. Estaba desarmando un fusil ametrallador para, acto seguido, volver a armarlo con la mayor rapidez posible. Se estaban celebrando unas competiciones paramilitares en las que participaban varias escuelas de la ciudad. Íbamos situándonos uno tras otro ante la mesa, aguardábamos la señal del instructor y nos arrojábamos sobre el Kaláshnikov, desarmando sus pesados elementos. Había que colocar las piezas extraídas encima de las tablas y, un instante después, en una divertida marcha atrás, volver a montarlas. Algunos dejábamos caer al suelo el resorte negro, otros se equivocaban al ensamblar las piezas… Me dio la impresión de que ella bailaba ante la mesa. Vestida con una guerrera y una falda de color caqui, un gorro encasquetado sobre sus rizos pelirrojos, ondulaba el cuerpo al ritmo del ejercicio. Había debido de entrenarse mucho para manipular con tal pericia la masa resbaladiza del arma.
Yo la contemplaba estupefacto. ¡Todo en ella era tan sencillo y tan vivo! Sus caderas, respondiendo al movimiento de los brazos, se mecían levemente. Sus rotundas y doradas piernas trepidaban. Gozaba de su propia agilidad, que le permitía incluso gestos inútiles, como el cadencioso combarse de sus bonitas y musculosas nalgas. Sí, bailaba. Y aunque no podía verle el rostro, adivinaba su sonrisa.
Me enamoré de la desconocida joven pelirroja. Ni que decir tiene que sentía sobre todo un deseo muy físico, un embeleso carnal ante aquel talle, de una fragilidad todavía infantil, que contrastaba con un busto ya femenino… Ejecuté mi número de desmontaje-ensamblaje con todos los miembros embotados; tardé más de tres minutos, y quedé en el pelotón de los torpes… Pero más que el deseo de estrechar aquel cuerpo contra mí, de palpar con los dedos la piel bronceada, me embargaba una dicha nueva y sin nombre.
La mesa de gruesas tablas instalada en la linde de un bosque, el sol y el olor de las últimas nieves ocultas en la oscuridad de la espesura, todo era divinamente sencillo. Y luminoso. Como ese cuerpo con su feminidad todavía dormida. Como mi deseo. Como las palabras del instructor. Ninguna sombra del pasado turbaba la limpidez del momento. Yo respiraba, deseaba, ejecutaba maquinalmente las órdenes. Y con indecible gozo, sentía que la maraña de mis dolorosas reflexiones del invierno se desvanecía… La joven rusa se contoneaba ligeramente ante el arma. El sol iluminaba su cuerpo a través del fino tejido de la guerrera. Sus rizos de fuego escapaban de la gorra. Y como en el fondo de un pozo, en sordo y lúgubre eco, resonaban estos nombres grotescos: Marguerite Steinheil, Isabel de Baviera… No acertaba a creer que mi vida se limitara en otro tiempo a tan polvorientas reliquias. Había vivido sin sol, sin deseo, en el crepúsculo de los libros. En pos de un país fantasma, del espejismo de aquella Francia de antaño poblada de espectros…
El instructor lanzó un grito de alegría y mostró a todo el mundo su cronómetro: «¡Un minuto y quince segundos!». Era el mejor tiempo. La pelirroja se volvió, radiante, y quitándose la gorra sacudió la cabeza. Sus cabellos se inflamaron al sol, sus pecas brotaron como chispas. Cerré los ojos.
Y al día siguiente, por vez primera en mi vida, descubrí ese placer tan singular de apretar contra mí un arma de fuego, un Kaláshnikov, y de sentir sus nerviosos temblores en mi hombro. Y de ver cubrirse de agujeros, a lo lejos, una figura de contrachapado. Las sacudidas insistentes del arma, su fuerza viril, poseían para mí una naturaleza profundamente sensual.
Además, desde la primera ráfaga, mi cabeza se llenó de un vibrante silencio. Mi vecino de la izquierda había disparado primero, ensordeciéndome. Aquel incesante carillón, que retumbaba en mis oídos, los irisados rayos de sol en mis pestañas, el agreste olor de la tierra bajo mi cuerpo, me hacían sentir en el súmmum de la felicidad.
Porque por fin volvía a la vida. Por fin le encontraba un sentido. Vivir en la venturosa simplicidad de unos gestos ordenados: disparar, caminar en formación, comer en escudillas de aluminio la kacha de mijo. Dejarse llevar por un movimiento colectivo dirigido por otros. Por los que conocían la meta suprema. Los que, generosamente, asumían el peso de nuestra responsabilidad, convirtiéndonos en seres livianos, transparentes, nítidos. Esa meta era, a su vez, sencilla y unívoca: defender la patria. Me apresuré a identificarme con aquel objetivo fundamental, a disolverme en la masa maravillosamente irresponsable de mis compañeros. Arrojaba granadas, disparaba, montaba una tienda. Feliz. Embelesado. Sano. Y a ratos recordaba con estupor al adolescente que, en una vieja casa al borde de la estepa, se pasaba días enteros meditando sobre la vida y milagros de tres mujeres divisadas en un revoltillo de viejos periódicos. Si alguien me hubiera presentado a ese soñador, sin duda no lo habría reconocido. No me habría reconocido…
Al día siguiente, el instructor nos llevó a presenciar la llegada de una columna de tanques. Divisamos primero una nube gris que se hinchaba en el horizonte. Luego, una potente vibración se propagó por la suela de nuestras botas. La tierra temblaba, y la nube, tomándose amarilla, ascendió hasta el sol y lo eclipsó. Desaparecieron todos los ruidos, cubiertos por el traqueteo mecánico de las orugas. El primer tanque atravesó el muro de polvo; asomó primero el tanque del comandante, luego un segundo, un tercero… Y antes de detenerse, los tanques describieron una apretada curva para ponerse en hilera, al lado del precedente. Sus orugas restallaban entonces violentamente desgarrando la hierba en largas tiras.
Hipnotizado por el poderío del imperio, imaginé de repente el globo terrestre, y que esos carros -¡nuestros carros!- podían desollarlo de cabo a rabo. Me invadió un orgullo que nunca hasta entonces había experimentado…
Y los soldados que salían de las torrecillas me fascinaron por su serena virilidad. Todos ellos se parecían; estaban tallados en la misma materia firme y sana. Los adivinaba invulnerables a los cavernosos pensamientos que me habían torturado durante el invierno. No, todo aquel limo mental no habría permanecido un solo segundo en la límpida corriente de sus razonamientos, sencillos y directos como las órdenes que obedecían. Envidiaba tremendamente su vida. Estaba expuesta allí, bajo el sol, sin una sola mota de sombra. Su fuerza, el olor viril de sus cuerpos, sus guerreras polvorientas. Y la presencia, en algún lugar, de la joven pelirroja, de aquella adolescente, de aquella promesa amorosa. Sólo ansiaba una cosa: poder, un día, asomar por la angosta torrecilla de un tanque, saltar sobre las orugas, luego a la tierra blanda, y caminar con paso agradablemente cansado hacia la mujer-promesa.
Esa vida, una vida profundamente soviética en la que había sido siempre una especie de marginado, me exaltó. Fundirme en su rutina generosa y colectivista se me antojó de repente una luminosa solución. ¡Vivir como vivían todos! Conducir un tanque y, cuando me licenciaran, derretir acero en medio de las máquinas de una gran fábrica a orillas del Volga; acudir cada sábado al campo de fútbol a ver un partido. Pero, sobre todo, saber que en esa tranquila y previsible sucesión de días latía un gran proyecto mesiánico: ese comunismo gracias al cual seríamos todos, un día, permanentemente felices, cristalinos en nuestros pensamientos, estrictamente iguales…
En aquel momento, rasando casi los árboles del bosque, aparecieron los cazas sobre nuestras cabezas. Volando en grupos de tres, hicieron estallar el cielo sobre nosotros. Irrumpían en sucesivas oleadas hendiendo el aire y haciéndome estallar el cerebro con sus decibelios.
Más tarde, en el silencio de la noche, observé durante largo rato la llanura desierta, las oscuras estrías de la hierba arrancada aquí y allá. Un niño -pensaba- había imaginado una fabulosa ciudad que se elevaba por encima de aquel brumoso horizonte… Ese niño ya no existía. Me había curado.
Desde aquel memorable día de abril, la minisociedad escolar me aceptó. Me recibieron con la generosidad condescendiente con que se trata a los neófitos, los conversos fervorosos o los arrepentidos entusiastas. Puse todo mi empeño en mostrarles que mi singularidad había quedado definitivamente superada. Que era como ellos. Y que, además, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para expiar mi marginación.
Entretanto, la propia minisociedad había cambiado. Copiando cada vez mejor el mundo de los adultos, se había dividido en clanes. ¡Sí, casi en clases sociales! Entre ellas distinguí tres que prefiguraban ya el futuro de aquellos adolescentes, unidos poco tiempo antes en una pandilla homogénea. Había primero un grupo de «proletarios». La mayoría provenía de familias obreras que suministraban mano de obra a los talleres del enorme puerto fluvial. Había también un núcleo de alumnos competentes en matemáticas, futuros tejnars que, mezclados en otro tiempo con los proletarios y dominados por ellos, se desmarcaban cada vez más, ocupando el primer plano de la escena escolar. Por último, estaba la camarilla más cerrada y elitista, la más minoritaria también, en la que se reconocía a la inteligentsia en ciernes.
Yo era uno más en cada una de esas clases, y todo el mundo me apreciaba por mi papel de mediador. En un momento dado, me creí casi insustituible. Gracias a… Francia.
Porque, ya curado de ella, me dedicaba a contarla. Me hacía feliz poder confiar a quienes me habían aceptado entre ellos toda aquella reserva de anécdotas acumuladas desde hacía años. Mis relatos gustaban. Combates en las catacumbas, ancas de rana pagadas a precio de oro, calles enteras entregadas al amor venal en París…, todos estos temas me dieron fama de versado narrador.
Hablaba, y al hablar notaba que me había curado del todo. Los accesos de locura que tiempo atrás me sumían en un vertiginoso pasado no habían vuelto a repetirse. Francia se había convertido en pura materia narrativa. Divertida, exótica a los ojos de mis colegas, excitante cuando describía «el amor a la francesa», pero en definitiva no muy distinta de los chascarrillos, con frecuencia procaces, que nos contábamos durante los recreos mientras fumábamos apresuradamente un pitillo.
No tardé en advertir que debía acomodar mis relatos franceses al gusto de mis interlocutores. La misma anécdota cambiaba de tono según la contase a los «proletarios», a los «tejnars» o a los «intelectuales». Orgulloso de mi talento de conferenciante, modificaba los géneros, adaptaba los niveles de estilo, seleccionaba las palabras. Así, para agradar a los primeros, me demoraba largo rato en los tórridos retozos del presidente y Marguerite. El mero hecho de que un hombre -y por añadidura un presidente de la República- hubiese muerto por haberse extralimitado en el amor los sumía ya en el éxtasis. Los tejnars, en cambio, se mostraban más sensibles a las peripecias de la intriga psicológica. Querían saber qué había sido de Marguerite tras su proeza amorosa. Les referí entonces el misterioso doble asesinato que se produjo en el Impasse Ronsin: aquella terrible mañana de mayo en que el marido de Marguerite apareció estrangulado con un cordón y su suegra asfixiada con su propia dentadura postiza… No olvidé añadir que el marido, que era pintor, no daba abasto con los encargos oficiales, en tanto que su esposa no había renunciado a sus amistades influyentes. Y que, según cierta versión, uno de los sucesores del difunto Félix Faure, a todas luces un ministro, había sido sorprendido por el marido…
A los «intelectuales», por su parte, no parecía importarles el tema. Algunos, incluso, para mostrar su desinterés, lanzaban de cuando en cuando un bostezo. Sólo abandonaron esa fingida flema para hacer juegos de palabras. El nombre de «Faure» fue pronto víctima de un retruécano: «dar a Faure» significaba, pronunciado en ruso, «dar puntos a su rival». Estallaron las risas, sabiamente hastiadas. Uno, siempre con esa risita indolente, soltó: «¡Qué forward, Faure!», aludiendo al delantero de fútbol. Otro, poniendo cara de subnormal, habló de la fortochka, el ventanuco… Me di cuenta de que ese estrecho círculo utilizaba una lengua compuesta casi exclusivamente de palabras con doble sentido, alusiones, frases distorsionadas o giros tan sólo conocidos por sus miembros. Con una mezcla de admiración y de angustia, comprobé que su lengua no necesitaba del mundo que nos rodeaba, ¡de aquel sol, de aquel viento! No tardé en imitar con desenvoltura a aquellos malabaristas de las palabras…
La única persona a quien no gustó mi cambio fue Pachka, aquel mal alumno con el que salía antes a pescar. A veces se acercaba a nuestro grupo, nos escuchaba y, cuando yo empezaba a contar mis historias francesas, me miraba con recelo.
Un día se formó a mi alrededor un corro más nutrido que de costumbre. Mi relato debía de interesarles especialmente. Les hablaba (resumiendo la novela de Spivalski, aquel pobre desgraciado al que habían acusado de todos los pecados mortales y asesinado en París) de los dos amantes que habían pasado una larga noche en un tren casi vacío, huyendo a través del imperio moribundo de los zares. Al día siguiente, se separaban para siempre…
Mis oyentes pertenecían en esta ocasión a las tres castas: hijos de proletarios, futuros ingenieros, intelligentsia. Yo describía los fogosos abrazos en el fondo de un compartimiento, el tren nocturno que atravesaba pueblos muertos y puentes incendiados. Me escuchaban ávidamente. Estaba claro que les resultaba más fácil imaginar a una pareja de amantes en un tren que a un presidente de la República en compañía de su amada en un palacio… Y para complacer a los amantes de los juegos de palabras, evoqué la detención del tren en una ciudad de provincias: el protagonista bajaba el cristal de la ventanilla y preguntaba a los escasos individuos que transitaban por el andén cómo se llamaba el lugar. ¡Era una ciudad sin nombre! Una ciudad poblada por extranjeros. El grupo de estetas dejó escapar un suspiro de satisfacción. Y yo, merced a un hábil flash-back, regresé al compartimiento para volver a los amores errabundos de mis extravagantes pasajeros… En ese momento, vi asomar por encima del auditorio la cabeza desgreñada de Pachka. Escuchó unos minutos y luego rezongó, dominando fácilmente mi voz con su áspero vozarrón:
– Estarás contento, ¿no? A esta panda de hipócritas la tienes encandilada. ¡Se les cae la baba con tus cuentos chinos!
Nadie se habría atrevido a plantar cara a Pachka de haberse hallado a solas con él. Pero la multitud se arma de un valor especial. Le contestó un gruñido indignado. Para calmar los ánimos, repliqué con tono conciliador:
– ¡Que no, Pachka, que no son cuentos chinos! Que es una novela autobiográfica. Ese tipo, después de la revolución, huyó realmente de Rusia con su amante. Y luego lo asesinaron en París…
– Entonces ¿por qué no les cuentas lo de la estación, eh?
Me quedé de una pieza. De pronto recordé que ya le había contado esa historia a mi amigo. Resulta que, por la mañana, los enamorados se hallaban en una cervecería vacía a orillas del mar Negro, en una ciudad enterrada bajo la nieve. Tomaban té muy caliente ante una ventana cubierta de escarcha… Varios años después, volverían a verse en París y se confesarían que les eran más queridas aquellas horas matinales que todos los sublimes amores de su vida. Sí, aquella mañana gris, umbría, los toques apagados de las sirenas de la niebla, y su presencia cómplice en medio del huracán asesino de la historia…
A esa cervecería de la estación se refería Pachka… Me sacó del apuro el timbre. Mis oyentes apagaron el cigarrillo y se precipitaron al aula. Y yo, desconcertado, pensaba que ninguno de mis estilos -ni el que adoptaba hablando a los «proletarios», ni el de los «tejnars», ni siquiera las acrobacias verbales que encandilaban a los «intelectuales»-, no, ninguno de esos lenguajes podía recrear el misterioso hechizo de aquella mañana de nieve transcurrida en el borde del abismo de los tiempos. Su luz, su silencio… Por lo demás, ¡a ninguno de mis compañeros le habría interesado esa escena! Era demasiado sencilla: sin ganchos eróticos, sin intriga, sin juegos de palabras.
Al regresar de la escuela, recordé que todavía no les había hablado a mis compañeros, al referirles la anécdota del presidente enamorado, de la espera muda junto a la ventana oscura del Elíseo. El solo, frente a la noche de otoño, y en algún lugar de aquel mundo oscuro y lluvioso, una mujer con el rostro oculto tras un velo refulgente de bruma. Pero ¿quién me habría escuchado si se me hubiera ocurrido hablar de aquel velo húmedo en la noche de otoño?
Pachka intentó dos o tres veces, y siempre patosamente, arrancarme de mi nuevo círculo de amigos. Un día me invitó a pescar en el Volga. Con expresión un tanto desdeñosa, decliné la invitación delante de todo el mundo. Pachka permaneció varios segundos ante nuestro grupo, solo, titubeante, extrañamente frágil pese a su complexión robusta… En otra ocasión, me alcanzó a la vuelta de la escuela y me pidió que le prestara el libro de Spivalski. Al día siguiente ni me acordaba…
Me tenía demasiado absorto un nuevo placer colectivo: la Montaña Alegre.
Así llamaban en nuestra ciudad a un enorme recinto de baile al aire libre, situado en la cumbre de una colina desde la que se divisaba el Volga. Apenas sabíamos bailar. Pero nuestros contoneos rítmicos no tenían, en realidad, más que una sola meta: abrazar un cuerpo femenino, tocarlo, someterlo. Para no tener miedo después. Por las noches, durante nuestras escapadas a la Montaña, desaparecían las castas y las camarillas. Todos éramos iguales en el ardor de nuestro deseo. Sólo los jóvenes soldados que disfrutaban de permiso formaban un grupo aparte. Yo los observaba con envidia.
Una noche oí que alguien me llamaba. La voz parecía venir de las copas de los árboles. Alcé la cabeza, ¡y vi a Pachka! La pista de baile estaba rodeada de una alta valla de madera. Tras ella se erguía una masa de vegetación silvestre, una espesura, mezcla de jardín abandonado y de bosque. Y allí, encaramado a una gruesa rama de arce, por encima de la valla, estaba él…
Acababa yo de abandonar el baile tras haber topado patosamente con los pechos de mi pareja… Era la primera vez que bailaba con una muchacha tan desarrollada. Mis manos, posadas en su espalda, estaban empapadas en sudor. Una inesperada floritura de la orquesta me despistó, hice un movimiento en falso y mi pecho se aplastó contra el suyo. ¡El efecto fue más intenso que una descarga eléctrica! La suave elasticidad del seno femenino me conmocionó. Seguí moviéndome sin oír la música, viendo, en vez de la bonita cara de mi pareja, un óvalo luminiscente. Cuando la orquesta enmudeció, la muchacha se fue sin decir palabra, visiblemente desilusionada. Crucé la pista, escurriéndome por entre las parejas como si caminara sobre hielo, y salí.
Necesitaba quedarme solo, serenarme, tomar aire. Caminé por la alameda que bordeaba la pista de baile. El viento que soplaba del Volga me refrescaba la frente, que me ardía. «¿Y si ha sido ella», pensé de súbito, «la que ha querido chocar conmigo a propósito?» Sí, a lo mejor pretendía que yo notara la tersura de su pecho y su gesto era una señal que yo, en mi ingenuidad y timidez, no había sabido interpretar. ¡Luego quizás había desperdiciado la oportunidad de mi vida!
Como un niño que acaba de romper una taza y cierra los ojos esperando que esa oscuridad momentánea arregle el destrozo, apreté los párpados: ojalá tocara la orquesta la misma canción y yo pudiera recobrar a mi pareja para repetir uno por uno los gestos que habíamos hecho, hasta que se produjera el apretón previsto. Jamás había sentido ni volvería a sentir con tal intensidad una proximidad tan íntima y, a la par, la lejanía más irremediable de un cuerpo femenino…
En pleno desasosiego sentimental, oí la voz de Pachka, oculto entre el follaje. Alcé la vista. Me sonreía, medio estirado en una gruesa rama:
– ¡Vamos, sube! Te haré un sitio -dijo, doblando las piernas.
Pachka, que era torpe y patoso en la ciudad, se metamorfoseaba en plena naturaleza. Encaramado a la rama, semejaba un voluminoso felino descansando antes de la caza nocturna…
En otras circunstancias, habría ignorado su invitación. Pero su postura era demasiado insólita y, además, yo me sentía atrapado en flagrante delito. ¡Era como si, desde su rama, hubiera interceptado mis enfervorecidos pensamientos! Me alargó la mano y trepé junto a él. El árbol era un auténtico puesto de observación.
Visto desde arriba, aquel ondular de cientos de cuerpos abrazados cobraba una dimensión distinta. Parecía absurdo (¡todos aquellos seres pateando el suelo!) y a la vez dotado de cierta lógica. Los cuerpos se movían, se aglutinaban lo que duraba un baile, se separaban, a ratos permanecían pegados durante varias canciones. Desde nuestro árbol podíamos abarcar con una sola mirada todos los jueguecillos afectivos que se tejían en la pista. Rivalidades, desafíos, traiciones, flechazos, rupturas, altercados, explicaciones, conatos de pelea rápidamente controlados por un servicio de orden al acecho. Pero, sobre todo, el deseo que se traslucía a través del velo de la música y del ritual del baile. Divisé en la oleada humana a la muchacha cuyos pechos acababa de rozar. Durante un rato, seguí sus distintos cambios de pareja…
Sentía que, en resumidas cuentas, aquel torbellino me recordaba insidiosamente algo. «¡La vida!», me sugirió de repente una voz muda, y mis labios repitieron en un susurro: «La vida…». El mismo amasijo de cuerpos movidos por él deseo, un deseo que disimulan con innumerables remilgos. La vida… «¿Y dónde estoy yo en este instante?», me pregunté, adivinando que de la respuesta a mi pregunta nacería una verdad extraordinaria que lo explicaría todo, y definitivamente.
Se oyeron unos gritos por la zona de la alameda. Reconocí a mis compañeros, que regresaban a la ciudad. Me así a la rama, listo para saltar. La voz de Pachka, teñida de áspera resignación, sonó poco segura:
– ¡Aguarda! ¡Ahora apagarán los focos, ya verás, y saldrán un montón de estrellas! Si trepamos más arriba veremos Sagitario…
Ni le escuché. Salté abajo. El suelo trenzado de gruesas raíces retumbó violentamente en la planta de mis pies. Corrí a alcanzar a mis compañeros, que se alejaban gesticulando. Tenía ganas de hablarles cuanto antes de mi pareja, la del pecho opulento, de oír sus comentarios, de ensordecerme con las palabras. Me urgía volver a la vida. Y, con perversa alegría, parodié la extraña pregunta que me rondaba por la cabeza un instante antes: «¿Dónde estoy? ¿Dónde estaba? Pues en una rama, junto al tonto de Pachka. ¡Junto a la auténtica vida!».
Por un peregrino azar (yo sabía ya que la realidad se compone de inverosímiles repeticiones de las que huyen, por considerarlas un grave defecto, los autores de novelas), Pachka y yo volvimos a vernos al día siguiente. Y sentimos ese apuro que embarga a dos compañeros que, por la noche, han intercambiado confidencias trascendentes, exaltadas y sentimentales, se han confesado las cosas más íntimas y, por la mañana, se ven a la cotidiana y escéptica luz del día.
Yo deambulaba en torno al recinto todavía cerrado. Serían apenas las seis de la tarde. Quería a toda costa ser la primera pareja de la muchacha de la víspera. Supersticiosamente, esperaba que el tiempo diese marcha atrás y me permitiese pegar la taza rota.
Pachka apareció por entre la maleza, me vio, titubeó un segundo y se acercó a saludarme. Iba cargado con sus pertrechos de pesca. Llevaba bajo el brazo una gruesa hogaza de pan negro de la que iba arrancando trozos que masticaba con apetito. De nuevo me sentí pillado en flagrante delito. Me miró de arriba abajo, examinando mi camisa clara con el cuello abierto, mi pantalón a la moda, muy ancho por abajo. Luego, meneando la cabeza a modo de adiós, echó a andar. Solté un suspiro de alivio. Pero de repente Pachka se dio media vuelta y me gritó con voz un poco ruda:
– ¡Ven, que te enseñaré algo! Vamos, no te arrepentirás…
Si se hubiera detenido para esperar mi respuesta, habría farfullado una negativa. Pero siguió caminando sin mirarme. Le seguí con paso vacilante.
Bajamos hacia el Volga y cruzamos el puerto con sus enormes grúas, sus talleres, sus almacenes de chapa ondulada. Río abajo, nos internamos en un amplio descampado repleto de viejas barcas, de construcciones metálicas oxidadas, de largos troncos medio podridos dispuestos en pirámides. Pachka ocultó sus cañas y redes bajo uno de los troncos carcomidos y comenzó a saltar de una a otra barca. Había también un antiguo desembarcadero y algunas pasarelas que cedían flexiblemente bajo los pies. Por lo demás, lanzado en pos de Pachka, no advertí en qué momento habíamos dejado atrás la tierra firme para encontramos en aquella isla flotante de embarcaciones abandonadas. Me así a una baranda rota, salté a una especie de junco, salvé una borda y me deslicé sobre la madera húmeda de una balsa…
Fuimos a dar por fin a un canal de orillas escarpadas y cuajadas de saúcos en flor. Los cascos de viejos barcos apretujados, borda contra borda, en fantástico desorden, impedían ver la superficie del agua.
Nos acomodamos en el banco de una barquichuela. Sobre ella se alzaba el costado de una gabarra que ostentaba las huellas de un incendio. Estirando el cuello, divisé arriba, en la cubierta de la gabarra, una cuerda tendida junto al camarote; unos jirones de tela descolorida ondeaban suavemente: era ropa que llevaba años puesta a secar…
La noche era cálida, brumosa. El olor del agua se mezclaba con los efluvios insulsos del saúco. De cuando en cuando, un barco que pasaba a lo lejos, por el centro del Volga, enviaba a nuestro canal una serie de perezosas olas. Nuestro barco se balanceaba frotándose contra el costado negro de la gabarra. Todo aquel cementerio medio sumergido se animaba. Se oía el crujir de un cabo de amarre, el chapoteo sonoro del agua bajo un pontón, el susurro de las cañas.
– ¡Qué barbaridad, cuánto empalletado! -exclamé utilizando un término cuyo origen marino me sonaba vagamente.
Pachka me lanzó una mirada un poco perpleja; fue a decir algo, pero mudó de parecer. Me levanté, pues me urgía regresar a la Montaña Alegre… De súbito, mi amigo me tiró con fuerza de la manga para que me sentara y, con un nervioso susurro, anunció:
– ¡Espera, que ahí llegan!
Oí un ruido de pasos. Primero el chasquido de los zapatos en la arcilla húmeda de la orilla, luego el taconeo en la madera de una pasarela. Por último, un martilleo metálico encima de nosotros, en la cubierta de la gabarra… Y al punto nos llegaron de sus entrañas unas voces ahogadas.
Pachka se irguió cuan largo era y se pegó al costado de la gabarra. Hasta ese momento no me había fijado en los tres ojos de buey. Los cristales estaban rotos y tapados desde el interior con trozos de contrachapado. La superficie de éstos estaba cubierta de finos cortes hechos con una cuchilla. Sin despegarse de su ojo de buey, mi amigo agitó la mano invitándome a imitarle. Me así a un saliente de acero que corría a lo largo de la borda y arrimé la cara al ojo de buey de la izquierda. El que estaba en el centro quedó desocupado.
Lo que vi a través de la hendidura era a la par trivial y extraordinario. Una mujer, de quien sólo veía la cabeza, de perfil, y la parte superior del cuerpo, parecía acodada en una mesa, con los brazos paralelos, las manos inmóviles. Su rostro parecía sereno e incluso soñoliento. Sólo su presencia allí, en aquella gabarra, podía resultar sorprendente. Aunque al fin y al cabo… Sacudía levemente la cabeza de rizos claros, como si asintiera sin parar a un interlocutor invisible.
Me separé del ojo de buey y eché una mirada a Pachka. Estaba perplejo.
– Bueno, ¿qué es lo que había que ver? -inquirí.
Pero él, con las manos pegadas a la superficie desconchada de la gabarra, tenía la frente arrimada al contrachapado.
Me desplacé entonces hacia el ojo de buey contiguo, asomándome a una de las fisuras que perforaban la madera…
Me dio la impresión de que nuestra barca se iba a pique, descendía hasta el fondo de aquel canal atestado, y de que la borda de la gabarra, por el contrario, ascendía hacia el cielo. Febrilmente, me dejé imantar por su áspero metal, intentando retener la imagen que acababa de deslumbrarme.
Era un trasero femenino de una desnudez blanca, maciza. Sí, las caderas de una mujer arrodillada, vista siempre de lado, sus piernas, sus muslos, cuya envergadura me espantó, y el arranque de su espalda cortada por el campo de visión de la rendija. Tras ese enorme trasero estaba un soldado, también de rodillas, con el pantalón desabrochado y la guerrera desaliñada. Se aferraba a las caderas de la mujer y tiraba de ellas hacia sí, como si quisiera hundirse en aquel amasijo de carne que al mismo tiempo rechazaba sacudiendo violentamente todo el cuerpo.
Nuestra barca empezó a escurrirse bajo mis pies. Un barco que remontaba el Volga había mandado olas a nuestro canal.
Una de ellas logró hacerme perder el equilibrio. Para evitar caerme, di un paso hacia la izquierda y quedé al nivel del primer ojo de buey. Apreté la frente contra el marco de acero. En la rendija apareció la mujer de pelo rizado, la del rostro indiferente y somnoliento que había visto primero. Acodada en lo que parecía un mantel, vestida con una blusa blanca, continuaba asintiendo con pequeños cabeceos y, distraídamente, se examinaba los dedos…
El primer ojo de buey. Y el segundo. La mujer con los párpados entornados de sueño, su ropa y su peinado, tan corrientes. Y la otra. El trasero desnudo y erguido, la carne blanca en la que se hundía un hombre que parecía enclenque a su lado, los muslos macizos, el pesado movimiento de las caderas. En mi joven cerebro espantado, ningún vínculo podía asociar ambas imágenes. ¡Imposible unir la parte superior de ese cuerpo femenino con la parte inferior!
Era tal mi excitación que el costado de la gabarra me pareció de repente horizontal. Aplastado como un lagarto sobre su superficie, me desplacé hacia el ojo de buey de la mujer desnuda. Seguía allí, pero ahora la robusta redondez de sus carnes permanecía inmóvil. El soldado, de frente, se abrochaba con gestos blandos y torpes. Otro soldado, más bajo que el primero, se arrodilló tras las ancas blancas. Sus movimientos, en cambio, eran de una rapidez nerviosa, medrosa. En cuanto empezó a menearse, empujando con el vientre los pesados hemisferios blancos, pasó a ser idéntico al primero. En nada se diferenciaban sus gestos.
Mis ojos se llenaron de puntitos negros. Me flaqueaban las piernas. Y mi corazón, pegado al metal oxidado, hacía vibrar todo el barco con sus latidos profundos, jadeantes. Una nueva serie de pequeñas olas sacudió la barca. El costado de la gabarra recobró la verticalidad, y, privado ya de mi agilidad de lagarto, me deslicé hacia el primer ojo de buey. La mujer de la blusa blanca movía maquinalmente la cabeza, contemplándose las manos. La vi rascarse una uña para descascarillarse la capa de esmalte…
Esta vez los pasos sonaron en orden inverso: el martilleo metálico en la cubierta, el taconeo en las tablas de la pasarela, el chasquido de la arcilla húmeda. Sin mirarme, Pachka saltó desde nuestra barca a un pontón medio sumergido, y de allí a un embarcadero. Yo le seguí, con los blandos brincos de una marioneta de trapo.
Al llegar a la orilla, se sentó, se quitó las botas y, arremangándose el pantalón hasta las rodillas, entró en el agua abriéndose paso entre los largos tallos de las cañas. Apartó las lentejas de agua y se lavó durante largo rato, lanzando gruñidos de placer que, de lejos, alguien habría tomado por gritos de angustia.
Era un gran día en la vida de la muchacha. Esa noche de junio iba a entregarse por primera vez a uno de sus jóvenes amigos, a uno de aquellos muchachos que pateaban la pista de la Montaña Alegre.
A decir verdad, la chica no valía gran cosa. Su rostro tenía esos rasgos neutros que, en el desfile humano, pasan inadvertidos. El cabello, de un rojo pálido, tan sólo permitía adivinar su color a la luz del día. Bajo los focos de la Montaña o en la azulada aureola de los faroles, parecía sencillamente rubia.
Yo había descubierto aquella práctica amorosa hacía apenas unos días. En el hormigueo humano del baile, veía formarse grupos; un torbellino de adolescentes nacía, rebullendo, excitándose, y se dispersaba para iniciarse en lo que parecía tan pronto estúpidamente sencillo como fabulosamente misterioso y profundo: el amor.
Debió de quedar marginada en uno de esos grupos. Primero había bebido como los demás, a escondidas, entre los arbustos que cubrían las laderas de la Montaña. Luego, cuando el pequeño círculo agitado se dispersó en parejas, se quedó sola, pues el azar matemático no le brindó compañero. Las parejas se habían eclipsado. Se notaba ya achispada. No estaba habituada al alcohol y había bebido demasiado, por excesivo afán, por temor a no estar a la altura de los demás, por su deseo también de mitigar la angustia de aquel gran día… Había regresado a la pista, sin saber qué hacer con su cuerpo, presa de una impaciente exaltación. Pero empezaban ya a apagar los focos.
Todo esto lo adivinaría yo más tarde… Aquella noche tan sólo vi a una adolescente que deambulaba por un rincón del parque, dando vueltas en torno al círculo lívido de un farol, cual mariposa nocturna atrapada por un rayo de luz. Me sorprendieron sus andares: caminaba como sobre una cuerda, con pasos ingrávidos y tensos a la par. Comprendí, por cada uno de sus gestos, que luchaba contra la ebriedad. Su rostro tenía una expresión envarada. Todo su ser se concentraba en ese único esfuerzo: no caerse, evitar que se le notase la ebriedad, seguir dando vueltas en torno al círculo luminoso hasta que los árboles oscuros dejasen de bambolearse, de brincar ante ella agitando sus ramas sonoras.
Me dirigí a su encuentro. Penetré en el círculo azul del farol. Su cuerpo (su falda negra, su blusa clara) concentró de súbito todo mi deseo. Sí, se convirtió de inmediato en la mujer que siempre había deseado. Pese a su jadeante fragilidad, pese a sus rasgos difuminados por la ebriedad, pese a todo lo que en su cuerpo y en su rostro hubiera debido disgustarme y que sin embargo se me antojaba de pronto tan hermoso.
En sus vueltas, se tropezó conmigo y alzó los ojos. Vi sucederse varias expresiones en su rostro: miedo, ira, sonrisa. Acabó imponiéndose la sonrisa, una sonrisa vaga que parecía dirigirse a otra persona. Me cogió del brazo. Bajamos la colina.
Al principio, hablaba sin parar. Su voz juvenil no lograba mantener un tono uniforme. Tan pronto susurraba como casi gritaba. Asiéndose a mi brazo, tropezaba de cuando en cuando y lanzaba entonces una palabrota, llevándose con regocijada celeridad la mano a los labios.
O, de repente, se apartaba bruscamente de mí, con cara ofendida, para apretarse contra mi hombro un instante después. Adiviné que mi acompañante estaba representando una comedia amorosa preparada con mucha antelación, un juego que tenía por objeto demostrar a su pareja que no era una chica cualquiera. Pero, en su ebriedad, trastocaba el orden de esos pequeños interludios. Y yo, pésimo actor, permanecía mudo, pues me subyugaba esa presencia femenina súbitamente tan accesible y, sobre todo, la sorprendente facilidad con que iba a ofrecérseme aquel cuerpo. Siempre había pensado que tal ofrecimiento vendría precedido por un largo camino sentimental, mil palabras, un ingenioso devaneo amoroso. Me callaba, sintiendo aplastarse contra mi brazo un pechito femenino. Y mi compañera, en animado chapurreo, rechazaba las insinuaciones de un fantasma cada vez más atrevido, hinchaba los carrillos por unos segundos como muestra de rechazo, para luego envolver a su amante imaginario en una mirada que se le antojaba lánguida y que simplemente estaba enturbiada por el vino y la excitación.
La llevé hacia el único lugar que podía albergar nuestro amor: la isla flotante donde, a comienzos de verano, espiara con Pachka a la prostituta y a los soldados.
En la oscuridad, debí de equivocarme de dirección. Tras un largo deambular por entre las barcas adormecidas, nos detuvimos en una especie de vieja chalana cuya baranda tenía los soportes rotos y se hundía en el agua.
La muchacha enmudeció bruscamente. Probablemente se le estaba pasando la borrachera. Yo permanecía inmóvil, adivinando su tensa espera en la oscuridad. No sabía cómo actuar. Me arrodillé y palpé las tablas, arrojando al agua un rollo de cuerdas raídas y un montón de algas secas. Entregado a ese quehacer, rocé casualmente su pierna. La piel se le cubrió de carne de gallina bajo mis dedos…
Permaneció muda hasta el final. Mantuvo siempre los ojos cerrados, y parecía ausente, abandonándome su cuerpo sacudido por pequeños estremecimientos. Debí de hacerle mucho daño con mis movimientos apresurados. Aquel acto tan soñado naufragó en una serie de torpes y dificultosas manipulaciones, como si el amor abocara en una precipitada y nerviosa prospección. Rodillas y codos adoptaban una extraña fijeza anatómica.
El placer fue como la llama de una cerilla en el viento helado: un fuego que apenas tiene tiempo de quemar los dedos antes de apagarse, dejando un punto cegador en los ojos.
Al intentar besarla (pensé que era el momento en que debía hacerlo) noté que se mordía con fuerza la boca…
Y lo que más me aterró fue que un segundo después no necesitaba ni sus labios, ni sus pechos picudos que asomaban por la blusa abierta, ni sus escurridos muslos, que se había apresurado a cubrir con la falda. Su cuerpo me era ya indiferente e inútil. Una vez satisfecho mi obtuso placer camal, no necesitaba nada más. «¿Qué hace ahí tumbada y medio desnuda?», me preguntaba malhumorado. Sentí bajo la espalda la aspereza de las tablas y la quemazón de unas astillas en la mano. El viento tenía un penetrante regusto a agua estancada.
Se produjo quizás, en aquel intervalo nocturno, un olvido pasajero, un fulgurante sueño que duró unos minutos. Porque no vi acercarse el barco. Abrimos los ojos cuando su enormidad blanca estaba ya encima, con sus deslumbrantes luces. Pensaba que nuestro refugio se hallaba en el fondo de una de las innumerables bahías atestadas de herrumbrosos restos de embarcaciones. Pero había ocurrido lo contrario. Habíamos llegado, en la oscuridad, al extremo de un cabo que despuntaba casi sobre el centro del río… El barco iluminado que descendía lentamente por el Volga se alzó bruscamente sobre nuestra vieja chalana mostrando sus tres cubiertas escalonadas. Las figuras humanas se recortaron en el cielo oscuro. Se veía a gente bailando en la cubierta superior, bajo la luz de los focos. Nos llegó el cálido fluir de un tango, envolviéndonos. Las ventanas de los camarotes, más discretamente iluminadas, parecieron inclinarse, dejándonos penetrar en su intimidad… El paso del barco creó un flujo tan potente que nuestra balsa describió un semicírculo, un rápido deslizamiento que nos dio vértigo. El navío pareció rodearnos con su luz y su música… En ese instante, la muchacha me apretó la mano y se acurrucó contra mí. La cálida densidad de su cuerpo parecía concentrarse por entero en mis manos como el cuerpo palpitante de un pájaro. Sus brazos, su cintura, tenían la flexibilidad del ramo de nenúfares que recogiera yo un día, juntando en el agua varios tallos resbaladizos…
Pero ya el barco se perdía en la oscuridad. El eco del tango se apagó. En su periplo a Astrakán, se llevaba la noche con él. El aire se llenó de una palidez vacilante en torno a nuestra balsa. Se me hizo extraño vernos en medio de un gran río, en ese tímido despuntar del día, sobre las tablas húmedas de una balsa. Y en la orilla se dibujaban lentamente los contornos del puerto.
La muchacha no me esperó. Sin mirarme, comenzó a saltar de una a otra barca. Se escabullía con la desabrida premura de una joven bailarina tras una salida equivocada a escena. Yo seguía con la vista su nerviosa carrera, con el corazón en suspenso. En cualquier momento podía resbalar en la madera mojada, fallarle una pasarela suelta, hundirse entre dos barcas cuyas bordas se cerrarían sobre su cabeza. La intensidad de mi mirada la sujetaba en sus piruetas a través de la bruma matinal.
Un instante después la vi caminar por la orilla. En el silencio, la arena húmeda crujía suavemente bajo sus pasos… Hacía un instante estaba tan cerca de mí, y ahora se alejaba. Me embargó un dolor muy nuevo para mí: una mujer se alejaba, rompiendo los invisibles lazos que todavía nos unían. Y allí, en la orilla desierta, se convertía en un ser extraordinario. La mujer a la que amaba se tomaba de pronto independiente de mí, ajena a mí; luego hablaría con los demás, sonreiría… ¡Viviría!
Se volvió al oírme correr tras ella. Vi su cara pálida, sus cabellos, que eran -ahora me daba cuenta- de un tono rojizo muy claro. No sonreía y me miraba en silencio. No recordaba ya lo que quería decirle al oír, un minuto antes, crujir la arena bajo sus pies. «Te quiero» hubiera sido una mentira impronunciable. Su falda negra arrugada, sus brazos, delgados como los de un niño, me eran más caros que todos los «te quiero» del mundo. Proponerle que volviéramos a vernos ese día o el siguiente resultaba impensable. Nuestra noche sólo podía ser única. Como el barco que había pasado, como nuestro sueño fulgurante, como su cuerpo en el frescor del gran río aletargado.
Intenté decírselo. Hablé, deshilvanadamente, del crujir de la arena bajo sus pasos, de su soledad en la orilla, de su fragilidad, aquella noche, que me había traído a la memoria los tallos de los nenúfares. Sentí de repente, y con intensa felicidad, que tenía que hablarle del balcón de Charlotte, de nuestras veladas en las estepas, de las tres elegantes en los Campos Elíseos una mañana de otoño…
Su rostro se crispó en una expresión a la par despectiva e inquieta. Le temblaron los labios.
– Pero ¿tú estás tocado o qué? -dijo, interrumpiéndome con ese tono una pizca nasal con que increpaban las muchachas a los pelmazos en la Montaña.
Permanecí inmóvil. Ella se encaminó a los primeros edificios del puerto y no tardó en perderse en su densa sombra. Empezaban a aparecer obreros en las puertas de los talleres.
A los pocos días, en medio del hervidero nocturno de la Montaña, oí una conversación de mis compañeros de escuela, que no habían reparado en mi proximidad. Una de las muchachas de su pandilla se había quejado -según decían- de su pareja, que no sabía hacer el amor (expresaron la idea con mucha mayor crudeza), y había referido, al parecer, detalles cómicos («tronchantes», al decir de uno de ellos) de su comportamiento. Yo los escuchaba esperando alguna revelación erótica. De pronto salió a relucir el nombre del galán escarnecido: Frantsuz… Era mi mote, del que yo me sentía bastante orgulloso. Frantsuz, «francés» en ruso. A través de sus risas me llegó un intercambio de réplicas, entre dos amigos, a modo de conciliábulo: «Esta noche nos encargamos de ella cuando acabe el baile. Pero los dos, ¿eh?».
Adiviné que seguían hablando de la muchacha. Abandoné mi rincón y me encaminé hacia la salida. Mis compañeros me vieron. «¡Frantsuz! Frantsuz…» Ese cuchicheo me acompañó un momento y se esfumó con la oleada de música.
Al día siguiente, salí para Saranza sin avisar a nadie.
Me dirigía a la pequeña ciudad adormecida, perdida en medio de las estepas, para destruir Francia. Había que acabar de una vez por todas con la Francia de Charlotte, que me había convertido en un extraño mutante, incapaz de vivir en el mundo real.
En mi mente, esa destrucción debía asemejarse a un largo grito, a un rugido de ira que expresase lo mejor posible mi rebelión. Ese alarido brotaba aún sin palabras, pero estaba seguro de que me saldrían no bien los serenos ojos de Charlotte se posasen en mí. De momento, gritaba para mis adentros. Sólo me asaltaba un caótico y abigarrado torrente de imágenes.
Veía el brillo de unas lentes en la hermética penumbra de un cochazo negro. Beria elegía un cuerpo femenino para esa noche. Y nuestro vecino de enfrente, apacible y sonriente jubilado, regaba las flores en su balcón, escuchando el runrún de un transistor. Y en nuestra cocina, un hombre con los brazos cubiertos de tatuajes hablaba de un lago helado lleno de cadáveres desnudos. Y los pasajeros del vagón de tercera que me llevaba hacia Saranza parecían no enterarse de las paradojas que me desgarraban. Seguían viviendo. Tranquilamente.
Con mi grito quería volcar sobre Charlotte esas imágenes. Esperaba de ella una respuesta. Quería que se explicase y se justificase. Porque esa sensibilidad francesa -la suya- que me había transmitido me condenaba angustiosamente a vivir entre dos mundos.
Le hablaría de mi padre y de su «agujero» en el cráneo, aquel pequeño cráter en el que latía su vida. Y de mi madre, de quien habíamos heredado el miedo al timbrazo inesperado los días de fiesta. Ambos estaban muertos. Inconscientemente, echaba en cara a Charlotte que hubiera sobrevivido a mis padres. Le echaba en cara su serenidad durante el entierro de mi madre. Y aquella vida tan europea, por su sensatez y pulcritud, que llevaba en Saranza. Veía en ella la encamación de Occidente, ese Occidente racional y frío al que los rusos siguen profesando incurable odio. Esa Europa que, desde la fortaleza de su civilización, observa con condescendencia nuestros infortunios de bárbaros: las guerras en las que moríamos por millones, las revoluciones cuyas tramas ha escrito ella para nosotros… En mi rebelión juvenil había una gran parte de ese recelo innato.
El injerto francés, que creía atrofiado, seguía vivo en mí y no me permitía ver. Escindía la realidad en dos. Como hiciera con el cuerpo de la mujer a la que había espiado a través de dos ojos de buey diferentes: había dos mujeres; la una con blusa blanca, apacible y muy normal, y la otra, aquel gigantesco trasero que hacía casi totalmente superfluo, por su eficacia camal, el resto del cuerpo.
Y sin embargo, yo sabía que ambas mujeres no eran sino una. Igual que la realidad desgarrada. Mi ilusión francesa me enturbiaba la vista como si estuviera ebrio, duplicando el mundo en un espejismo engañosamente vivo…
Mi grito maduraba. Las imágenes que iban a convertirse en palabras remolineaban en mis ojos cada vez más rápidamente: Beria murmurándole al chófer: «¡Acelera! ¡Alcanza a ésa! Voy a ver…», y un hombre disfrazado de Papá Noel, mi abuelo Fiódor detenido en la víspera de Año Nuevo, y el pueblo calcinado de mi padre, y los escuálidos brazos de mi joven amada, unos brazos infantiles de venas azuladas, y el trasero que se erguía con fuerza bestial, y la mujer descascarillándose el esmalte rojo de las uñas mientras poseían la parte inferior de su cuerpo, y el bolso del Pont-Neuf, y el «Verdún», ¡y todo ese fárrago francés que echaba a perder mi juventud!
En la estación de Saranza, permanecí un momento en el andén. Buscaba por costumbre la figura de Charlotte. Luego, con ira zumbona, me taché de idiota. No podía esperarme nadie. ¡Mi abuela no tenía ni idea de mi visita! Además, el tren que me había dejado allí no tenía nada que ver con el que cogía cada verano para ir a esa ciudad. Esta vez llegaba a Saranza no por la mañana, sino por la noche. Y el convoy, increíblemente largo, demasiado largo y voluminoso para una pequeña estación de provincias, arrancó pesadamente y partió para Tashkent, hacia los confines asiáticos del imperio. Urguench, Bujará, Samarcanda…, el eco de su trayecto resonó en mi cabeza despertando esa tentación oriental, dolorosa y profunda para todo ruso.
En esta ocasión todo era distinto.
La puerta estaba abierta. Era aún la época en que sólo cerraba su piso de noche. La empujé como en un sueño. Me había imaginado tan nítidamente ese instante, creía saber palabra por palabra lo que iba a decirle a Charlotte, y de qué iba a acusarla…
Sin embargo, al oír el imperceptible chirrido de la puerta, tan familiar como la voz de un allegado, al respirar el ligero y grato olor que flotaba siempre en el piso de Charlotte, sentí que mi mente se vaciaba de palabras. Sólo seguían sonando en mis oídos unos pocos retazos del grito que tenía preparado:
«¡Beria! Y el viejo regando tranquilamente sus gladiolos. ¡Y la mujer cortada en dos! ¡Y la guerra olvidada! ¡Y tu violación! ¡Y la maleta siberiana, atestada de viejos papelajos franceses, que llevo arrastrando como un recluso sus cadenas! ¡Y nuestra Rusia, que tú, la francesa, no entiendes ni entenderás nunca! ¡Y mi amada, de la que van a “encargarse” esos dos jóvenes cabrones!».
No me oyó entrar. La vi sentada delante de la puerta del balcón. Tenía el rostro inclinado sobre una prenda de color claro extendida en sus rodillas, y su aguja brillaba (no sé por qué, pero en mi memoria, Charlotte estaba siempre zurciendo un cuello de encaje)…
Percibí su voz. No era un canto, sino más bien una lenta recitación, un murmullo melodioso salpicado de pausas, acompasado por un fluir de pensamientos silenciosos. Sí, una canción medio canturreada, medio dicha. En el caluroso bochorno de la noche, sus notas producían una impresión de frescor semejante a la fina sonoridad de un clavecín. Escuché las palabras y, por unos segundos, tuve la sensación de oír una lengua extranjera, desconocida, una lengua que no me decía nada. Al cabo de un minuto, reconocí el francés… Charlotte canturreaba muy lentamente, suspirando de vez en cuando, dejando penetrar entre una estrofa y otra el insondable silencio de la estepa.
Era la canción cuyo hechizo descubriera siendo todavía muy niño, y en ella se concentró ahora todo mi rencor.
Aux quatre coins du lit,
Un bouquet de pervenches… [13]
«¡Sí, precisamente esa sensiblería francesa que no me deja vivir!», pensé airado.
Et là, nous dormirions
Jusqu’à la fin du monde… [14]
¡No, no podía oír esas palabras!
Entré en la estancia y anuncié con estudiada brusquedad y en ruso:
– ¡Aquí estoy! ¡Seguro que no me esperabas!
Ante mi gran asombro y decepción, la mirada que me dirigió Charlotte era totalmente serena. Adiviné en sus ojos ese infalible dominio de sí mismo que se adquiere controlando día a día el dolor, la angustia, el peligro.
Cuando supo, por algunas preguntas discretas y de apariencia trivial, que no había venido a comunicarle ninguna noticia trágica, salió al vestíbulo y telefoneó a mi tía para informarle de mi llegada. Y de nuevo me sorprendió la soltura con que Charlotte se dirigía a aquella mujer tan distinta a ella. Su voz, esa voz que canturreaba hacía un rato una vieja canción francesa, se tiñó de un leve acento popular y en pocas palabras supo explicarlo todo, solventarlo todo, atribuyendo mi fuga a nuestros habituales encuentros estivales. «Intenta imitamos», pensé mientras la oía hablar. «¡Nos parodia!» La serenidad de Charlotte y esa voz muy rusa no hicieron sino exacerbar mi irritación.
Espié cada una de sus palabras. Una de ellas tenía que desencadenar mi explosión. A buen seguro, Charlotte me propondría tomar «bolas de nieve», nuestro postre favorito, y de ese modo yo podría arremeter contra todas esas fruslerías francesas. O, intentando recrear la atmósfera de nuestras veladas de antaño, empezaría a hablar de su infancia, por ejemplo de un esquilador de perros en un muelle del Sena…
Pero Charlotte no decía nada. Me prestaba poca atención. Como si mi presencia no hubiese perturbado en nada el clima de una velada más de su vida. De cuando en cuando se cruzaban nuestras miradas, me sonreía, y su rostro tomaba a velarse.
Me sorprendió la cena por su sencillez. No hubo «bolas de nieve», ni ninguna otra golosina de nuestra infancia. Advertí con estupor que aquellas rebanadas de pan negro y el té claro constituían la alimentación habitual de Charlotte.
Después de cenar, la esperé en el balcón. Las mismas guirnaldas de flores, la misma estepa infinita bajo la calurosa bruma. Y entre dos rosales, el rostro de la bacante de piedra. De pronto me acometieron deseos de arrojar la cabeza de la bacante por la barandilla, de arrancar las flores, de quebrar con mi grito la inmovilidad de la llanura. Sí, Charlotte se sentaría en su sillita, colocaría una labor sobre sus rodillas…
Apareció, pero en vez de acomodarse en la sillita, vino a apoyarse en la barandilla, a mi lado. Así permanecíamos mi hermana y yo en otro tiempo, el uno al lado del otro, viendo cómo se sumergía lentamente la estepa en la noche, mientras escuchábamos los relatos de nuestra abuela.
Sí, se acodó en la madera resquebrajada y contempló la extensión sin límites envuelta en una transparencia violeta. Y de repente, sin mirarme, rompió a hablar con voz lejana y cavilosa que parecía dirigirse a mí y a alguien no presente:
– Fíjate qué extraño… Hace una semana conocí a una mujer. Fue en el cementerio. Su hijo está enterrado en la misma calle que tu abuelo. Hablamos de ellos, de su muerte, de la guerra. ¿De qué otra cosa puede hablarse ante las tumbas? Su hijo fue herido un mes antes de acabar la guerra. Nuestros soldados marchaban ya sobre Berlín. La mujer rezaba cada día (era creyente, o la espera le hacía serlo) para que su hijo permaneciese ingresado en el hospital una semana más, tres días… Pero su hijo murió en Berlín, en el transcurso de uno de los últimos combates. En las calles de Berlín ya… Bueno, me contaba todo eso con mucha sencillez. Hasta sus lágrimas eran sencillas cuando hablaba de sus oraciones… ¿Y sabes qué me recordó su relato? A un soldado herido de nuestro hospital. Le daba miedo volver al frente, y cada noche se abría la herida con una esponja. Yo lo sorprendí y se lo conté al médico jefe. Le pusimos al herido un yeso, y al poco tiempo, ya curado, marchaba de nuevo al frente… Ya ves, por entonces todo eso me parecía tan claro, tan justo… Y ahora me siento un poco perdida. Sí, la vida ha quedado atrás, y de repente le doy vueltas a todo. Puede que te resulte estúpido, pero a veces me hago esta pregunta: «¿Y si yo mandé a la muerte a aquel joven soldado?». Me digo que probablemente, en algún lugar perdido de Rusia, había una mujer que cada día rezaba para que su hijo se quedase en el hospital el mayor tiempo posible. Sí, como la mujer del otro día, en el cementerio. No sé… No puedo olvidar la cara de esa madre. Verás, aunque no fuera en absoluto así, ahora creo que había en su voz como un pequeño tono de reproche. No sé cómo explicarme todo eso a mí misma…
Calló, permaneció largo rato sin moverse, con los ojos muy abiertos; sus iris parecían conservar la luz del crepúsculo apagado. Yo, inmóvil, la miraba a hurtadillas, incapaz de volver la cabeza, de modificar la postura del brazo, de aflojar los dedos entrecruzados…
– Te prepararé la cama -me dijo por fin, abandonando el balcón.
Me incorporé y miré sorprendido a mi alrededor. La sillita de Charlotte, la lámpara con la pantalla color turquesa, la bacante de piedra con su melancólica sonrisa, el estrecho balcón suspendido sobre la estepa nocturna… ¡Todo se me antojó de repente tan frágil! Recordé, estupefacto, mi deseo de destruir ese efímero marco… El balcón se tomaba minúsculo -como si lo observase desde muy lejos-; sí, minúsculo e indefenso.
Al día siguiente, invadió Saranza un viento ardiente y seco. En las esquinas de las calles aplastadas por el sol se formaban pequeños tomados de polvo, seguidos de una sonora detonación: tocaba una banda militar en la plaza principal, y la sofocante ventolera traía hasta la casa de Charlotte retazos de bullanga guerrera. Luego, regresaba bruscamente el silencio y se oía el repiquetear de la arena contra los cristales y el febril bordoneo de una mosca. Era el primer día de las maniobras que tenían lugar a pocos kilómetros de Saranza.
Caminamos largo rato. Primero, cruzando la ciudad, después por la estepa. Charlotte hablaba con la misma serenidad y despego que la noche anterior en el balcón. Su voz se fundía con la alegre baraúnda de la banda militar, y, cuando de repente cedía el viento, sus palabras sonaban con extraña nitidez en el vacío hecho de sol y de silencio.
Me refería su breve estancia en Moscú, dos años después de la guerra… Una clara tarde de mayo, caminaba a través del nudo de callejas de la Presnia que bajaban hacia el Moskova, y se sentía como convaleciente, reponiéndose de la guerra, del miedo, e incluso, sin atreverse a confesárselo, de la muerte de Fiódor, o más bien de su ausencia cotidiana, obsesiva… En la esquina de una calle, oyó un fragmento de la conversación que sostenían dos mujeres que pasaban a su lado. «Samovares…», dijo una de ellas. «El buen té de antaño…», pensó, como en eco, Charlotte. Cuando salió a la plaza, frente al mercado, con sus puestos de madera, sus kioscos y su cerca de gruesos tableros, comprendió que se había equivocado. Un hombre sin piernas, embutido en una especie de caja de madera con ruedas, se acercó a ella alargando su único brazo:
– ¡Anda, guapa, un rublillo para este inválido!
Charlotte lo evitó instintivamente, pues el desconocido semejaba un hombre brotado de la tierra. Entonces reparó en que los aledaños del mercado eran un hervidero de soldados mutilados: de «samovares». Desplazándose con su caja, provista en unos casos de pequeñas ruedas con neumáticos de goma, en otros de simples cojinetes de bolas, los lisiados abordaban a la gente a la salida, pidiendo dinero o tabaco. Algunos transeúntes daban algo, otros apretaban el paso, otros soltaban un juramento y agregaban con tono moralizante: «Ya os alimenta el Estado… ¡Menuda vergüenza!». Los samovares eran en su mayoría jóvenes; algunos iban ostensiblemente borrachos. Todos miraban con ojos penetrantes, un tanto enloquecidos… Tres o cuatro cajas se abalanzaron hacia Charlotte. Los soldados hincaban su bastón en el suelo pisoteado de la plaza, contorsionándose, ayudándose mediante violentas sacudidas con todo el cuerpo. No obstante el esfuerzo que ponían, aquello parecía más bien un juego.
Charlotte se detuvo, sacó apresuradamente un billete del bolso y se lo dio al primero que se acercó. El hombre no pudo cogerlo: su mano única, la mano izquierda, no tenía dedos. Fue deslizando el billete hasta el fondo de la caja y, de repente, tambaleándose en su asiento y alargando el muñón hacia Charlotte, le rozó el tobillo y alzó hacia ella una mirada de amarga demencia…
Charlotte no tuvo tiempo de comprender lo que ocurrió a continuación. Otro mutilado, éste con dos brazos útiles, apareció junto al primero y, brutalmente, le arrebató el billete arrugado en el fondo de la caja. Charlotte lanzó un grito y abrió de nuevo el bolso. Pero el soldado que acababa de acariciarle el tobillo parecía haberse resignado y, volviendo la espalda a su agresor, subía ya por la empinada calleja cuya parte superior se abría al cielo… Charlotte permaneció un instante indecisa. ¿Alcanzarle? ¿Volver a darle dinero? Otros samovares desplazaban ya sus cajas hacia ella. La invadió un hondo malestar, mezcla de temor y vergüenza. Un grito ronco desgarró el monótono rumor que flotaba sobre la plaza.
Charlotte se volvió bruscamente. La visión fue más rápida que un relámpago. El manco, en su caja rodante, arrancó calle abajo en medio de un ensordecedor estrépito de cojinetes. Tocó varias veces el suelo con el muñón para dirigir su enloquecida carrera. Y de su boca, deformada por un horrible rictus, asomaba un cuchillo que llevaba apretado entre los dientes. El mutilado que acababa de robarle el dinero apenas tuvo tiempo para empuñar el bastón. La caja del manco se estampó contra la suya. Saltaron salpicaduras de sangre. Charlotte vio que otros dos samovares se abalanzaban sobre el manco, que sacudía la cabeza, lacerando el cuerpo de su contrincante. Brillaron otros cuchillos entre los dientes. Se oían gritos por doquier. Las cajas chocaban unas contra otras. Los transeúntes, pasmados ante el espectáculo de aquella batalla, que ya era campal, no se atrevían a intervenir. Otro soldado bajaba a toda velocidad la pendiente de la calle y, con el cuchillo apretado entre las mandíbulas, se hundió en el terrorífico maremágnum de cuerpos mutilados… Charlotte intentó acercarse, pero el combate se libraba casi a ras de suelo; habría sido preciso reptar para interponerse. Acudían ya los milicianos, lanzando' estridentes alaridos. Eso hizo reaccionar a los espectadores. Algunos se apresuraron a marcharse. Otros se retiraron a la sombra de los álamos para ver el desenlace del combate. Charlotte divisó a una mujer que, inclinándose, separaba a un samovar de entre los cuerpos hacinados y repetía con voz desconsolada: «¡Liocha! ¡Me prometiste que no volverías por aquí! ¡Me lo prometiste!». Y se fue, llevándose al hombre mutilado en brazos, como a un niño. Charlotte intentó ver si el manco seguía allí. Uno de los milicianos la apartó de un empujón…
Caminábamos en línea recta, alejándonos de Saranza. El estruendo de la banda militar se había apagado en el silencio de la estepa. Ya sólo oíamos el rumor de las hierbas mecidas por el viento. Y en ese infinito de luz y calor, se dejó oír de nuevo la voz de Charlotte.
– No, no se peleaban por el dinero robado, ¡qué va! Todo el mundo era consciente de ello. Se peleaban para… para vengarse de la vida. De su crueldad, de su estupidez. Y de aquel cielo de mayo que se cernía sobre sus cabezas… Se peleaban como si quisieran provocar a alguien. Sí, al ser que había mezclado en una sola vida aquel cielo de primavera y sus cuerpos mutilados…
«¿Stalin? ¿Dios?», estuve a punto de preguntar; pero con el viento de la estepa las palabras se tornaban ásperas, difíciles de articular.
Nunca nos habíamos alejado tanto. Hacía rato que Saranza se había sumergido en la bruma que flotaba en el horizonte. Necesitábamos errar sin rumbo fijo. A mi espalda, sentía casi físicamente la presencia de una plazoleta moscovita…
Llegamos por fin a un terraplén de ferrocarril. La vía marcaba una frontera surrealista en aquel infinito sin más punto de referencia que el sol y el cielo. Curiosamente, al otro lado de la vía férrea, el paisaje cambió. Nos vimos obligados a contornear varios barrancos, gigantescas fallas de fondo arenoso, y a descender a un valle. Bruscamente, entre la maraña de sauces, brilló el agua. Intercambiando una sonrisa, exclamamos ambos al unísono:
– ¡Sumra!
Era un lejano afluente del Volga, uno de esos ríos discretos, perdidos en la inmensidad de la estepa, cuya existencia se conoce tan sólo porque van a desembocar al gran río.
Permanecimos a la sombra de los sauces hasta el atardecer… Durante el camino de regreso, Charlotte concluyó su relato.
– Las autoridades acabaron hartándose de los mutilados de la plaza, de sus gritos y de sus peleas. Lo que se les reprochaba en realidad era que daban una mala imagen de la gran Victoria. Verás, al soldado se le prefiere o valiente y sonriente o… muerto en el campo de batalla. Y aquéllos… Total, que un día aparecieron varios camiones militares, los milicianos sacaron de sus cajas a los samovares y los arrojaron a los volquetes. Como quien carga maderos en una telega. Una moscovita me contó que los llevaron a una isla, por la zona de los lagos del Norte. Acondicionaron para ellos una antigua leprosería… En otoño intenté informarme sobre ese lugar con idea de trabajar allí. Pero cuando llegué a aquella región, en primavera, me dijeron que no quedaba un solo mutilado en la isla y que la leprosería había sido definitivamente clausurada… La comarca era preciosa. Pinos hasta perderse la vista, grandes lagos y sobre todo un aire purísimo…
Tras una hora de marcha, Charlotte me lanzó una sonrisilla cansada:
– Espera, que me sentaré un poco…
Se sentó en la hierba seca, estirando las piernas. Maquinalmente, caminé unos pasos más y me volví. Una vez más, como desde una extraña lejanía, o de una gran altura, vi a una mujer de cabello blanco con un sencillo vestido de satén claro, una mujer sentada en el suelo en medio de esa cosa inconmensurable, que se extiende desde el mar Negro hasta Mongolia y que llamamos «la estepa». Mi abuela… La veía con ese inexplicable distanciamiento que, la víspera, se me había antojado una especie de ilusión óptica provocada por mi tensión nerviosa. Creí percibir el vertiginoso extrañamiento que debía de sentir con frecuencia Charlotte: un extrañamiento casi cósmico. Allí sentada, bajo el cielo violeta, parecía hallarse totalmente sola en este planeta, en la hierba malva, bajo las primeras estrellas. Y su Francia, su juventud, quedaban más lejanas de ella que aquella pálida luna -arrumbadas en otra galaxia, bajo otro cielo…
Alzó el rostro. Sus ojos me parecieron más grandes que nunca. Habló en francés: La sonoridad de esa lengua vibraba como un postrer mensaje proveniente de la lejana galaxia.
– ¿Sabes, Aliocha? A veces me da la impresión de que no entiendo en absoluto la vida de este país. Sí, de que sigo siendo una extranjera. Aunque llevo medio siglo viviendo aquí. Aquellos samovares… No puedo entenderlo. ¡Había gente que se reía al verlos pelear!
Hizo ademán de levantarse. Me precipité hacia ella tendiéndole la mano. Me sonrió, asiéndose a mi brazo. Y mientras yo me inclinaba, murmuró unas palabras cuyo tono firme y grave me sorprendió. Es probable que, mentalmente, yo las tradujera al ruso y las recordara así. Ello dio una larga frase, mientras que el francés de Charlotte lo resumía todo en una sola imagen: el samovar manco que está sentado, arrimado al tronco de un inmenso pino, y contempla, silencioso, el reflejo de las olas muriendo tras los árboles…
En la traducción rusa que conservó mi memoria, la voz de Charlotte agregaba con un tono de justificación: «Y a veces pienso que entiendo este país mejor que los propios rusos. Porque conservo grabado el rostro de ese soldado desde hace tantos años… Porque he entrevisto su soledad a orillas del lago…».
Se levantó y caminó lentamente, apoyándose en mi brazo. Yo sentía desvanecerse en mi cuerpo, en mi respiración, al adolescente agresivo y nervioso que llegara la víspera a Saranza.
Así comenzó nuestro verano, el último verano que pasé en casa de Charlotte. A la mañana siguiente, me desperté con la sensación de ser por fin yo mismo.
Me embargaba un gran sosiego, a la par amargo y sereno. Ya no tenía que debatirme entre mis identidades rusa y francesa. Me había aceptado.
Pasábamos casi todos los días a orillas del Sumra. Salíamos a primera hora de la mañana, llevándonos pan y queso y una gran cantimplora de agua. Al atardecer, aprovechando las primeras ráfagas de aire fresco, regresábamos.
Como ya conocíamos el camino, no se nos hacía tan largo. Descubríamos mil puntos de referencia en la soleada monotonía de la estepa, mil jalones que pasaron pronto a sernos familiares. El bloque de granito cuya mica refulgía al sol en lontananza. Una franja de arena que semejaba un minúsculo desierto. Aquel lugar cuajado de zarzas que había que evitar. Cuando Saranza desaparecía de nuestra vista, sabíamos que al punto se recortaría en el horizonte la línea del terraplén, que brillarían los raíles. Y una vez salvada esa frontera, alcanzábamos nuestra meta; tras los barrancos que cercenaban la estepa con sus abruptas hondonadas, barruntábamos ya la presencia del río. Parecía esperamos…
Charlotte se acomodaba con un libro a la sombra de los sauces, a un paso de la corriente. Yo nadaba hasta el agotamiento, me zambullía, cruzando varias veces el río estrecho y poco profundo. A lo largo de sus orillas se alineaba un rosario de islotes cubiertos de tupida hierba donde apenas había espacio para tumbarse e imaginarse en una isla desierta en medio del océano…
Luego, estirado en la arena, escuchaba el insondable silencio de la estepa… Nuestras conversaciones nacían sin causa aparente y parecían derivar del soleado fluir del Sumra, del rumor de las largas hojas de los sauces. Charlotte, con las manos posadas en el libro abierto, miraba más allá del río, hacia la llanura abrasada por el sol, y rompía a hablar, tan pronto contestando a mis preguntas como anticipándose intuitivamente a ellas.
Durante una de esas largas tardes de verano transcurridas en medio de la estepa, donde la sequedad y el calor arrancaban un sonido a cada hierba, supe lo que se me había ocultado antaño de la vida de Charlotte. Y también lo que mi inteligencia infantil no alcanzaba entonces a concebir.
Supe que aquel soldado de la Gran Guerra, el que le deslizara en la mano la piedrecita llamada «Verdún», había sido realmente su primer amor, el primer hombre de su vida. Sólo que no se habían conocido el día del solemne desfile del 14 de julio de 1919, sino dos años más tarde, pocos meses antes de que Charlotte partiese para Rusia. Supe también que el soldado distaba mucho de ser el héroe bigotudo y resplandeciente de medallas que forjara nuestra cándida imaginación. Era más bien flaco, de cara pálida y ojos tristes. Tosía con frecuencia. Tenía los pulmones abrasados, pues había sido víctima del gas en el curso de uno de los primeros ataques con este tipo de arma. Tampoco había abandonado el gran desfile para acercarse a Charlotte y alargarle el «Verdún». Le había entregado dicho talismán en la estación, el día de su marcha para Moscú. Estaba seguro de volver a verla muy pronto.
Un día, Charlotte me habló de la violación… Su voz serena tenía ese tono que parecía decir: «Por supuesto, ya sabes de qué se trata… Ya no es un secreto para ti». Yo confirmaba esa entonación con una serie de pequeños «sí, sí» pronunciados con alegre indolencia. Me daba miedo, al levantarme, tras escuchar aquel relato, ver a otra Charlotte, ver un rostro que ostentase la expresión indeleble de una mujer violada. Pero lo primero que se grabó en mi cerebro fue aquel resplandor luminoso.
Un hombre tocado con un turbante y vestido con una especie de abrigo, muy grueso y caluroso, sobre todo en medio de las arenas del desierto que le rodeaban. Unos ojos oblicuos como cuchillas, la cobriza piel curtida de su cara redonda y reluciente de sudor. Es joven. Con gestos febriles, intenta asir el puñal curvo que pende de su cinturón, al otro lado del fusil. Esos pocos segundos parecen interminables. Porque el desierto y el hombre de gestos apresurados son vistos por una minúscula parcela de la mirada, por ese intersticio entre las pestañas. Una mujer postrada en el suelo, con el vestido hecho jirones y el pelo revuelto medio enterrado en la arena, parece enquistarse para siempre en ese paisaje vacío. Un hilillo rojo cruza su sien izquierda. Pero está viva. La bala le ha desgarrado la piel bajo el pelo y se ha hundido en la arena. El hombre se contorsiona buscando el arma. Desea que la muerte sea más física -el cuello rebanado, el chorro de sangre empapando la arena-. El puñal que busca ha caído al otro lado cuando, poco antes, con los faldones de su larga prenda ampliamente abiertos, se debatía sobre el cuerpo aplastado… Tira de su cinturón con rabia, lanzando miradas de encono al rostro petrificado de la mujer. De repente, oye un relincho. Vuelve la cabeza. Sus compañeros galopan ya lejos; sus perfiles, en lo alto de una cresta, se recortan con nitidez sobre el fondo del cielo. Se siente de pronto extrañamente solo: él, el desierto a la luz del crepúsculo, aquella mujer agonizante. Escupe rabioso, golpea con su bota puntiaguda el cuerpo inerte y, con la agilidad de un caracal, salta al caballo. Cuando se desvanece el ruido de los cascos, la mujer abre lentamente los ojos. Comienza a respirar, vacilante, como si hubiera perdido la costumbre. El aire sabe a piedra y a sangre…
La voz de Charlotte se confundió con el leve silbido de los sauces. Luego calló. Pensé en la ira de aquel joven uzbeco: «¡Necesitaba a toda costa degollarla, reducirla a una carne sin vida!». Y comprendí, con lucidez ya viril, que no era una simple crueldad. Recordé de pronto los primeros minutos que seguían al acto amoroso, cuando el cuerpo deseado un instante antes se tomaba de pronto inútil, desagradable a la vista y al tacto, casi hostil. Recordé a mi joven compañera en nuestra balsa nocturna: era cierto, le reprochaba no desearla ya, sentirme decepcionado, notarla allí, pegada a mi hombro… Llevando mi pensamiento hasta el límite, desplegando ese egoísmo de macho que me aterraba y me tentaba a la par, pensé: «¡La verdad es que, después del amor, es mejor que la mujer desaparezca!». Y se me apareció de nuevo aquella mano febril buscando el puñal.
Me incorporé bruscamente y me volví hacia Charlotte. Quería hacerle la pregunta que me torturaba desde hacía meses y que, mentalmente, había formulado y vuelto a formular mil veces: «Dime, en una sola palabra, en una sola frase, ¿qué es el amor?».
Pero Charlotte, creyendo sin duda anticiparse a una pregunta mucho más lógica, habló antes que yo.
– ¿Y sabes lo que me salvó? O mejor dicho, ¿quién me salvó?… ¿No te lo ha contado nadie?
Yo la miraba. No, el relato de la violación no había dejado huella alguna en sus rasgos. Tan sólo se veía una palpitación de sombra y de sol en las hojas de los sauces que rozaban su rostro.
La había salvado un saigak, ese antílope del desierto de enormes ollares, semejantes a una trompa de elefante tronchada, y -en asombroso contraste- de grandes ojos temerosos y tiernos. Charlotte los había visto con frecuencia correr en manadas a través del desierto… Cuando pudo por fin incorporarse, vio un saigak que trepaba lentamente por una duna. Charlotte lo siguió sin pensárselo, instintivamente: el animal era la única baliza en medio de las infinitas ondulaciones de arena. Como en un sueño (el aire lila tenía esa engañosa vacuidad de los sueños), logró acercarse al animal. El saigak no huyó. En la desvaída luz del crepúsculo, Charlotte vio unas manchas oscuras en la arena: sangre. El animal se desplomó; luego, agitando violentamente la cabeza, se levantó del suelo, titubeó con sus largas patas temblequeantes y dio unos saltos desgalichados. Cayó de nuevo. Estaba herido de muerte. ¿Habían sido los mismos hombres que habían estado a punto de matarla a ella? Tal vez. Era primavera. La noche fue gélida. Charlotte se hizo un ovillo, pegando el cuerpo al lomo del animal. El saigak ya no se movía. Pequeñas sacudidas le recorrían la piel. Su respiración silbante se asemejaba a los suspiros humanos, a las palabras susurradas. Charlotte, entumecida por el frío y el dolor, se despertaba a menudo, percibiendo ese murmullo que parecía esforzarse obstinadamente en decir algo. Durante uno de esos despertares, en plena noche, divisó con estupor una chispa que brillaba en la arena. Una estrella caída del cielo… Charlotte se inclinó hacia ese punto luminoso. Era el ojo abierto del saigak, y una soberbia y frágil constelación se reflejaba en aquel globo lleno de lágrimas… No supo en qué instante los latidos del corazón de aquel ser se detuvieron… Por la mañana, el desierto refulgía de escarcha. Charlotte permaneció unos minutos de pie ante el cuerpo inmóvil salpicado de cristales. Luego, lentamente, escaló la duna que el animal no había podido salvar la víspera. Al llegar a la cresta exhaló un «¡ah!» que resonó en el aire matinal. A sus pies se extendía un lago, teñido de rosa por los primeros rayos de sol. A esa agua quería llegar el saigak… Encontraron a Charlotte, sentada en la orilla, aquella misma tarde.
Ya en las calles de Saranza, al caer la noche, agregó a manera de emocionado epílogo:
– Tu abuelo -dijo muy quedo- jamás sacó a relucir esta historia. Jamás… Y quería a Serge, tu tío, como si fuese su propio hijo. Incluso quizá más. Es duro, para un hombre, aceptar que su primer hijo haya nacido de una violación. Sobre todo si piensas que Serge no se parecía a nadie de la familia. No, nunca quiso hablar de eso…
Noté un leve temblor en su voz. «Amaba a Fiódor», pensé sencillamente. «El hizo que aquel país, en el que ella tanto había sufrido, pudiera ser el suyo. Y sigue amándole. Después de tantos años sin él. Le ama en esta estepa nocturna, en esta inmensidad rusa. Le ama…»
El amor se me apareció de nuevo en toda su dolorosa simplicidad. Inexplicable. Inexpresable. Como la constelación que se reflejaba en el ojo de un animal herido, en medio de un desierto cubierto de hielo.
El azar de un lapsus me reveló una realidad desconcertante: el francés que yo hablaba no era ya el mismo…
Aquel día, mientras le hacía una pregunta a Charlotte, se me trabó la lengua. Debí de toparme con una de esas parejas de palabras que inducen a error, muy abundantes en francés. Sí, eran gemelas del estilo de «percepteur-précepteur», o «décemer-discemer». Estos pérfidos dúos, tan peligrosos como «luxe-luxure», provocaban antaño, por mis torpezas verbales, no pocas mofas de mi hermana y discretas correcciones de Charlotte…
En esta ocasión no era cosa de que nadie me soplase la palabra exacta. Tras una segunda vacilación, me corregí a mí mismo. Pero mucho más trascendental que ese momentáneo titubeo fue la siguiente revelación: ¡estaba hablando una lengua extranjera!
Mis meses de rebeldía habían dejado, por lo tanto, secuelas. No es que notase de pronto menos soltura para expresarme en francés. Pero se había producido una ruptura. De niño me confundía con la materia sonora de la lengua de Charlotte. Me movía en ella sin preguntarme por qué ese reflejo en la hierba, ese brillo coloreado, perfumado, vivo, tan pronto existía en masculino y poseía una identidad crujiente, frágil, cristalina impuesta, al parecer, por su nombre: tsvetok, como se envolvía en un aura aterciopelada, afelpada y femenina, convirtiéndose en «une fleur».
Más adelante me vendría a la mente la historia del ciempiés. Cuando le preguntó alguien por la técnica de su danza, el bicho se hizo de inmediato un lío con los movimientos, antes instintivos, de sus innumerables miembros.
Mi caso no fue tan desesperado. Pero desde el día del lapsus la cuestión de la «técnica» resultó insoslayable. En lo sucesivo, el francés se convertía en un instrumento cuyo alcance yo podía medir al hablar. Sí, en un instrumento independiente de mí, que yo manejaba siendo consciente de cuando en cuando de lo extraño de semejante acto.
Por desconcertante que fuese, mi descubrimiento me proporcionó una penetrante intuición con respecto al estilo. Aquella lengua -instrumento cincelada, afilada, perfeccionada -me decía a mí mismo-, no era ni más ni menos que la escritura literaria. En las anécdotas sobre Francia, con las que entretuve a mis colegas durante todo aquel año, había notado ya el primer esbozo de esa lengua novelesca: ¿no la había manipulado acaso para agradar lo mismo a los «proletarios» que a los «estetas»? La literatura se revelaba como una permanente sorpresa ante ese fluir verbal en el que se fundía el mundo. El francés, mi lengua «abuelomatema», era -ahora lo veía- la «lengua del asombramiento» por excelencia.
…Sí, desde el lejano día transcurrido a orillas de un riachuelo perdido en medio de la estepa, a veces, en plena conversación en francés, me viene a la memoria mi sorpresa de antaño: una señora de cabello gris y grandes ojos serenos está sentada con su nieto en el corazón de la llanura desierta, abrasada por el sol y muy rasa en la infinitud de su aislamiento, y hablan en francés con la mayor naturalidad del mundo… Revivo la escena, me sorprende hablar francés, balbuceo, abomino de mi francés. Lo curioso, o más bien muy lógico, es que en tales momentos, cuando me muevo entre las dos lenguas, me da la impresión de vivir y sentir más intensamente que nunca.
Quizás ese mismo día en que, al pronunciar «preceptor» en vez de «perceptor», penetraba en un silenciosa «mixtura de lenguas», reparé también en la belleza de Charlotte…
La idea de esa belleza se me antojó en un principio inverosímil. En la Rusia de aquella época, toda mujer que rebasaba la cincuentena se transformaba en babuchka, un ser cuya feminidad y, máxime, belleza resultaba absurdo suponer. No digamos ya afirmar: «Mi abuela es guapa»…
Y sin embargo, Charlotte, que tendría por entonces sesenta y cuatro o sesenta y cinco años, era guapa. Acomodándose en la parte inferior de la orilla escarpada y arenosa del Sumra, leía bajo las ramas de los sauces, que cubrían su vestido con una trama de sombra y de sol. Sus cabellos plateados estaban recogidos en la nuca. En ocasiones, sus ojos me miraban sonriendo levemente. Yo intentaba discernir qué era lo que irradiaba, en aquel rostro, en aquel vestido tan sencillo, la belleza cuya existencia casi me avergonzaba reconocer.
No, Charlotte no era de esas mujeres «que no aparentan su edad». Sus rasgos no tenían tampoco ese huraño atractivo que poseen los rostros «bien conservados» de las mujeres que viven en lucha permanente contra las arrugas. No intentaba camuflar su edad. Pero el envejecer no provocaba en ella ese encogimiento que demacra los rasgos y reseca el cuerpo. Miré con atención el reflejo plateado de sus cabellos, las líneas de su rostro, sus brazos ligeramente bronceados, los pies descalzos que casi tocaban la perezosa corriente del Sumra… Y con insólita alegría, descubrí que no mediaba una estricta frontera entre el tejido floreado del vestido y la sombra moteada del sol. Los contornos de su cuerpo se perdían imperceptiblemente en la luminosidad del aire; sus ojos, cual una acuarela, se confundían con el cálido brillo del cielo, el gesto de sus dedos volviendo las páginas se entreveraba con el ondular de las largas ramas de los sauces… ¡Así pues, en esa fusión se escondía el misterio de su belleza!
Sí, su rostro, su cuerpo, no se crispaban, asustados por la llegada de la vejez, sino que se impregnaban del viento soleado, de las amargas fragancias de la estepa, del frescor de los sauces. Y su presencia confería una extraña armonía a aquella extensión desierta. Charlotte estaba allí, y, en la monotonía de la llanura abrasada por el sol se formaba una inaprensible consonancia: el melodioso rumor de la corriente, el acre olor de la arcilla húmeda mezclada con la penetrante fragancia de las hierbas secas, el juego de luces y sombras bajo las ramas. Un instante único, irrepetible, en el nebuloso transcurrir de los días, los años, los tiempos…
Un instante que no pasaba.
Descubrí la belleza de Charlotte. Y, casi al mismo tiempo, su soledad.
Aquel día, tumbado en la orilla, la escuchaba hablar del libro que se llevaba en nuestros paseos. Desde mi lapsus, no podía dejar de observar, a la par que seguía la conversación, el francés de mi abuela. Comparaba su lengua con la de los autores que yo leía y con la de los escasos periódicos que llegaban a nuestro país. Conocía todas las particularidades de su francés, sus giros favoritos, su sintaxis personal, su vocabulario e incluso la pátina del tiempo que se traslucía en sus frases: el tinte «Belle-Epoque»…
En aquella ocasión, más que ese tipo de observaciones lingüísticas, me vino un sorprendente pensamiento a la mente: «Hace ya medio siglo que esta lengua vive en total aislamiento, pugnando con una realidad ajena a su naturaleza, cual planta que se afana en crecer en un acantilado desnudo…». Y, sin embargo, el francés de Charlotte había conservado un extraordinario vigor, denso y puro, esa transparencia ambarina que cobra el vino al envejecer. Había sobrevivido a tempestades de nieve siberianas, al ardor de las arenas en el desierto de Asia central. Y seguía resonando a orillas de aquel río que serpenteaba por la estepa infinita…
Fue entonces cuando la soledad de aquella mujer se me apareció en toda su desgarradora y cotidiana simplicidad. «No tiene a nadie con quien hablar», pensé estupefacto. «A nadie con quien hablar francés…» Comprendí de súbito lo que podían significar para Charlotte esas pocas semanas que pasábamos juntos cada verano. Comprendí que aquel francés, aquel entretejido de frases que me parecía tan natural, se paralizaría tan pronto yo desapareciera durante un año entero, sería sustituido por el ruso, por el correr de las páginas, por el silencio. E imaginé a Charlotte, sola, caminando por las oscuras calles de una Saranza sepultada en la nieve…
Al día siguiente vi a mi abuela hablando con Gavrilych, el borracho y escandalizador de nuestro patio. El banco de las babuchkas estaba vacío: la aparición del hombre había debido de ahuyentarlas. Los niños se ocultaban tras los álamos. Los vecinos seguían con interés la escena desde sus ventanas: aquella extraña francesa que se atrevía a acercarse al monstruo. Pensé de nuevo en la soledad de mi abuela y noté un picor en los párpados: «Es su vida. Este patio, el borrachín de Gavrilych, la enorme isba, enfrente, con todas esas familias apretujadas…». Entró Charlotte, un poco jadeante pero con una sonrisa, los ojos velados de lágrimas de alegría.
– ¿Sabes? -me dijo en ruso, como si no le hubiera dado tiempo de pasar de una a otra lengua-. Gavrilych me ha hablado de la guerra; defendía Stalingrado en el mismo frente que tu padre. Me lo ha comentado más de una vez. Me ha contado un combate, a orillas del Volga. Luchaban para tomar una colina a los alemanes. Dice que hasta entonces nunca había visto tal amasijo de tanques en llamas, cadáveres despedazados y tierra ensangrentada. Al anochecer, sólo quedaba en la colina una docena de supervivientes, él entre ellos. Gavrilych bajó hacia el Volga, muerto de sed. Y allí, en la orilla, vio un agua muy mansa, la arena blanca, las cañas y los alevines, que se escabulleron al acercarse él. Como cuando era niño, en el pueblo…
Mientras la escuchaba, Rusia, el país de la soledad, no me parecía ya tan hostil a la idiosincrasia francesa de Charlotte. Pensaba, conmovido, que aquel hombretón borracho de mirada amarga, Gavrilych, no se hubiera atrevido a hablar con nadie de sus sentimientos. Se le habrían reído en las narices: Stalingrado, la guerra, ¡y sin ton ni son, las cañas, los alevines! Nadie en aquel patio se hubiera tomado siquiera la molestia de escucharle: ¿podía contar un borracho algo interesante? Había hablado con Charlotte. Con confianza, con la certeza de que ésta le comprendería. En esos instantes, se sentía más próximo a aquella francesa que a todos los vecinos que le observaban esperando presenciar de balde un espectáculo. El hombre los había observado con su mirada sombría, maldiciéndolos interiormente: «Están ahí todos como en un circo…». De pronto, había visto a Charlotte, que cruzaba el patio con una bolsa de comida. Se había incorporado y la había saludado. Un minuto después, contaba, con el rostro como iluminado: «Y ¿sabe usted, Charlota Norbertovna?, lo que pisábamos no era tierra, sino carne machacada. Nunca había visto nada igual desde el comienzo de la guerra. Y, por la noche, cuando acabamos con los alemanes, bajé hacia el Volga. Y allí, cómo le diría yo…».
Por la mañana, al salir de casa, pasamos junto a la gran isba negra. Dentro reinaba ya un animado runrún. Se oía el colérico crepitar del aceite en una sartén, el dúo masculino y femenino de una disputa, el batiburrillo de voces y músicas de varias radios… Dirigí una mirada a Charlotte, enarcando las cejas con una mueca burlona. Adivinó fácilmente lo que quería decir mi sonrisa. Pero el gran hormiguero despierto no pareció interesarle.
No habló hasta que nos internamos en la estepa:
– Este invierno -me dijo en francés-, le llevé unos medicamentos a la buena de Frossia, ya sabes, esa babuchka que siempre sale huyendo la primera en cuanto aparece Gavrilych… Hacía mucho frío, aquel día. Me costó Dios y ayuda abrir la puerta de la isba…
Charlotte siguió hablando, y yo advertía, con creciente sorpresa, que sus sencillas palabras se impregnaban de sonidos, de olores, de luces veladas por la niebla de los grandes fríos… Sacudió el picaporte, y la puerta, quebrando el marco de hielo, se abrió dificultosamente, dejando oír un agudo chirrido. Penetró en la casona de madera y se halló ante una escalera renegrida por el tiempo. Los peldaños soltaban quejumbrosos gemidos bajo sus pasos. Los pasillos estaban atestados de viejos armarios, grandes cajas de cartón apiladas a lo largo de las paredes, bicicletas, espejos deslustrados que abrían en aquel espacio cavernoso una inesperada perspectiva. Entre las oscuras paredes flotaba un olor a madera quemada, mezclándose con el frío que traía Charlotte entre los pliegues del abrigo… Mi abuela la vio al llegar al extremo de un pasillo del primer piso. Junto a la ventana, cubierta de volutas de hielo, se erguía una mujer joven con una criatura en los brazos. Sin moverse, con la cabeza levemente inclinada, miraba bailar las llamas en el portillo abierto de una gran estufa que ocupaba el ángulo del pasillo. Tras la ventana revestida de escarcha, blanco y límpido, se apagaba lentamente el crepúsculo de invierno…
Charlotte calló un segundo, y siguió hablando con voz un poco vacilante:
– Desde luego era un espejismo, claro… Pero su rostro se veía tan pálido, tan fino… Era como las flores de hielo que recubrían el cristal. Sí, como si sus rasgos se hubieran despegado de aquellos adornos de escarcha. Nunca había visto una belleza tan frágil. Sí, como un icono dibujado en el hielo…
Caminamos largo rato en silencio. Ante nosotros se desplegaba lentamente la estepa en medio del zumbido de las cigarras. Pero, pese a aquel ruido seco y al calor, me parecía percibir en los pulmones el aire helado de la gran isba negra. Veía la ventana cubierta de escarcha, el fulgor azulado de los cristales y a la joven con su hijo. Charlotte había hablado en francés. El francés había penetrado en aquella isba que siempre me inspirara temor por su vida tenebrosa, agobiante y muy rusa. Y en sus profundidades se había iluminado una ventana. Sí, Charlotte había hablado en francés. Hubiera podido hablar en ruso; ello en nada habría empañado aquel instante recreado. Luego existía una especie de lengua intermedia. ¡Una lengua universal! Pensé de nuevo en esa mixtura de lenguas que descubriera gracias a mi lapsus, en la «lengua del asombramiento»…
Y ese día, por primera vez, cruzó por mi mente esta exultante idea: «¿Y si fuera posible expresar esa lengua por escrito?».
Una tarde en que caminábamos a orillas del Sumra, se me ocurrió pensar en la muerte de Charlotte. O más bien, por el contrario, pensé en la imposibilidad de su muerte…
Aquel día el calor había sido especialmente agobiante. Charlotte se había quitado las alpargatas y, arremangándose la falda hasta las rodillas, se paseaba por el agua. Encaramado a uno de los pequeños islotes, la veía caminar a lo largo de la orilla. Una vez más, me pareció verla desde muy lejos, al igual que la orilla de arena blanca y la estepa. Sí, como si me hallase suspendido en la barquilla de un montgolfier. Así observamos (de eso me enteraría mucho más tarde) los lugares y los rostros que inconscientemente situamos en el pasado. Sí, la miraba desde esa altura ilusoria, desde ese futuro hacia el que convergían todas mis jóvenes fuerzas. Charlotte caminaba por el agua con la ensoñadora indolencia de una adolescente. Su libro había quedado abierto, bajo los sauces. De repente, en un solo reflejo luminoso, rememoré toda la vida de Charlotte. Fue como una palpitante sucesión de relámpagos: la Francia de comienzos de siglo, Siberia, el desierto, y de nuevo las nieves infinitas, la guerra, Saranza… Nunca había tenido ocasión de pasar revista a la vida de una persona viva de ese modo -de uno a otro cabo-, ni de decir: «Esa vida está cerrada». Nunca habría nada más en la vida de Charlotte sino Saranza, esa estepa. Y la muerte.
Me incorporé en mi islote, miré a aquella mujer que caminaba lentamente en la corriente del Sumra. Y con un júbilo incontenible que de súbito me estalló en el pecho, musité: «No, no morirá». Y me pregunté de dónde me venía esa serena seguridad, esa confianza tan extraña, sobre todo en un año marcado por la muerte de mis padres.
Pero, en vez de una explicación lógica, vi fluir una oleada de instantes en deslumbrante desorden: una mañana llena de soleada bruma en un París imaginario, el viento con efluvios de lavanda irrumpiendo en un vagón, el pitido de la Kukuchka en el tibio aire del atardecer, el lejano instante de la primera nieve que Charlotte viera remolinear durante aquella terrible noche de guerra, y también el instante presente: esa mujer delgada con el cabello gris recogido en un pañuelo blanco, una mujer que se pasea distraídamente por las claras aguas de un río que corre en medio de la estepa sin fin…
Esos reflejos se me antojaban a la par efímeros y dotados de una suerte de eternidad. Me invadía una embriagadora certeza: de manera misteriosa, hacían imposible la muerte de Charlotte. Adivinaba que el encuentro en la isba negra con la joven junto a la ventana cubierta de escarcha -¡el icono dibujado en el hielo!- e incluso la historia de Gavrilych, las cañas, los alevines, una noche de guerra, sí, incluso estas dos breves chispas de luz, corroboraban la imposibilidad de su muerte. Y lo maravilloso era que no había ninguna necesidad de demostrarlo, de explicarlo, de argumentarlo. Miraba a Charlotte, que subía por la orilla para ir a sentarse a su lugar preferido bajo los sauces, y me repetía a mí mismo cual luminosa evidencia: «No, esos instantes no desaparecerán jamás…».
Cuando me acerqué a ella, mi abuela alzó los ojos y me dijo:
– ¿Sabes?, esta mañana he copiado para ti dos traducciones distintas de un soneto de Baudelaire. Escucha, te las leeré. Verás como te gustan…
Pensando que se trataría de una simple curiosidad estilística, de esas que a Charlotte le gustaba entresacar de sus lecturas para luego enseñármelas, con frecuencia a modo de adivinanzas, me concentré, deseoso de mostrar mi dominio de las letras francesas. No podía siquiera imaginar que ese soneto de Baudelaire constituiría para mí una auténtica liberación.
Es cierto, la mujer, durante aquellos meses de verano, se imponía a todos mis sentidos como una incesante opresión. Sin saberlo, estaba viviendo esa dolorosa transición que separa el primer acto camal, con frecuencia apenas esbozado, de los que luego seguirán. Ese tránsito es en ocasiones más delicado que el paso de la inocencia hacia el primer cuerpo femenino.
Incluso en aquel lugar perdido que era Saranza, esa mujer múltiple, huidiza, innombrable, estaba extrañamente presente. Con ser más insinuante, más discreta que en las grandes ciudades, se mostraba mucho más provocadora. Como aquella moza, por ejemplo, que me crucé un día en una calle desierta, polvorienta, abrasada por el sol. Era alta, bien plantada, con esa sana robustez carnal que suele darse en provincias. Su blusa moldeaba un pecho opulento, redondo. Su minifalda ceñía la parte superior de unos rotundos muslos. Los tacones puntiagudos de sus zapatos blancos acharolados hacían que su andar fuese un poco forzado. El atuendo a la moda, el maquillaje y ese caminar convulso conferían a su aparición en la calle vacía un toque surrealista. ¡Pero sobre todo, la exuberancia camal, casi animal, de su cuerpo, de sus movimientos! En aquella tarde de calor mudo. En aquella ciudad aletargada. ¿Por qué? ¿Con qué propósito? No pude por menos de echar una mirada furtiva tras de mí: sí, sus pantorrillas rotundas, pulidas por el bronceado, sus muslos, los dos hemisferios de sus ancas, que se contoneaban ágilmente a cada paso… Me dije, perplejo, que por fuerza tenía que haber en aquella Saranza muerta una habitación, un lecho en el que aquel cuerpo se tumbaría y, abriendo las piernas, recibiría a otro cuerpo dentro de sí. Tan palmario pensamiento me sumió en una estupefacción sin límites. ¡Todo aquello era tan natural y a la vez tan inverosímil!
O también, una tarde, aquel brazo femenino desnudo, regordete, divisado en una ventana. Una callejuela curva, repleta de frondosos árboles inmóviles, y ese brazo blanquísimo, redondo, desnudo hasta el hombro, que se había agitado unos segundos mientras corría una cortina de muselina para sumir la habitación en la penumbra. Y no sé merced a qué intuición reconocí la impaciencia un tanto excitada de ese gesto, comprendí sobre qué clase de interior aquel brazo echaba la cortina… Incluso sentí el liso frescor del brazo en mis labios.
Cada vez que se producía uno de esos encuentros, resonaba una llamada insistente en mi cabeza: había que seducir de inmediato a aquellas desconocidas, hacerlas mías, llenar con su carne ese rosario de cuerpos soñados. Porque cada ocasión fallida era una derrota, una pérdida irremediable, un vacío que otros cuerpos sólo podrían colmar parcialmente. ¡En tales momentos, mi delirio se hacía insoportable!
Nunca me había atrevido a abordar el tema con Charlotte. Menos aún a hablarle de la mujer cortada en dos que vi en la gabarra, o de mi noche con la muchacha embriagada. ¿Adivinaba ella mi turbación? Seguramente. Aun sin poder imaginar a aquella prostituta divisada a través de los ojos de buey, o a la joven rusa de la vieja balsa, creo que identificaba con mucha precisión ese estadio en mi experiencia amorosa. Inconscientemente, a través de mis preguntas, de mis evasivas, de mi fingida indiferencia hacia temas delicados, de mis propios silencios, trazaba mi retrato de aprendiz de amante. Pero yo, como quien olvida que su sombra refleja en la pared los gestos que quiere ocultar, no me percataba de ello.
Así, mientras oía a Charlotte hablar de Baudelaire, creyendo que se trataba de una simple coincidencia, en la primera estrofa del soneto se perfiló esta presencia femenina:
Quand, les deux yeux fermés, en un soir chaud d’automne,
Je respire l'odeur de ton sein chaleureux,
Je vois se dérouler des rivages heureux
Qu’éblouissent les feux d’un soleil monotone… [15]
– ¿Ves? -prosiguió mi abuela en una mezcla de ruso y de francés, pues había que citar los textos de las traducciones-, Brussov traduce el primer verso así: «Un anochecer de otoño, con los ojos cerrados», etcétera. Balmont, en cambio, dice: «Cuando, cerrando los ojos, un asfixiante atardecer de verano»… A mi juicio, tanto el uno como el otro simplifican a Baudelaire. Porque, verás, en su soneto, esa «cálida tarde de otoño» es un momento muy especial, sí, en pleno otoño, de repente, como un momento privilegiado, ese anochecer cálido, único, un paréntesis de luz en medio de las lluvias y las desdichas de la vida. En sus traducciones, han desvirtuado la idea de Baudelaire: «Un anochecer de otoño», «un atardecer de verano», queda anodino, frío. Mientras que, en Baudelaire, ese instante hace posible la magia, ¿sabes?, como esos días apacibles de finales de otoño…
En sus comentarios, Charlotte utilizaba siempre un diletantismo levemente simulado que ocultaba conocimientos, con frecuencia muy amplios, de los que temía parecer vanagloriarse. Pero yo sólo oía ya la melodía, tan pronto rusa como francesa, de su voz.
De repente dejó de obsesionarme la carne femenina, esa mujer omnipresente que me acosaba con su inagotable multiplicidad, y me embargó un gran sosiego, un sosiego que tenía la transparencia de esa «cálida tarde de otoño», la serenidad de una lenta contemplación casi melancólica de un hermoso cuerpo de mujer echado y sumido en la venturosa lasitud del amor. Ese cuerpo cuyo reflejo camal se despliega en una serie de reminiscencias, olores, luces…
El río creció antes de que la tormenta llegara adonde nos encontrábamos. Reaccionamos al oír que la corriente chapoteaba ya, invadiendo las raíces de los sauces. El cielo se teñía de violeta y de negro. La estepa, erizada, se petrificaba en cegadores y lívidos paisajes. Con el frescor del primer aguacero nos invadió un efluvio penetrante y ácido. Y Charlotte, al tiempo que doblaba la servilleta que nos había servido de mantel, concluía su exposición:
– Pero al final, en el último verso, se produce una auténtica paradoja en la traducción. ¡Brussov supera a Baudelaire! Sí, Baudelaire habla de los «cantos de los marineros» en esa isla nacida de «el olor de tu seno entrañable». Y Brussov, al traducirlo, oye «las voces de los marineros gritando en varias lenguas». Lo maravilloso es que el ruso puede expresar eso con un solo adjetivo. Esos gritos en lenguas diferentes resultan mucho más vivos que los «cantos de los marineros», de un romanticismo un tanto cursi, la verdad. Como ves, ocurre lo que decíamos el otro día: el traductor de prosa es esclavo del autor, mientras que el de poesía es su rival. Además, en este soneto…
No tuvo tiempo de concluir la frase. La corriente se precipitó bajo nuestros pies arrastrando mis ropas, algunas hojas de papel y una alpargata de Charlotte. El cielo saturado de lluvia se desplomó sobre la estepa. Nos lanzamos a salvar nuestras cosas. Rescaté mi pantalón y mi camisa, que por suerte se habían quedado prendidos a las ramas de los sauces, y pesqué por los pelos la alpargata de Charlotte. También pude alcanzar las hojas con las copias de las traducciones. El aguacero no tardó en convertirlas en bolitas teñidas de tinta…
Si sentimos miedo, no llegamos a notarlo, pues el ensordecedor estrépito del trueno ahuyentó con su violencia todo pensamiento. Las trombas de agua nos aislaron en las temblorosas fronteras de nuestros cuerpos. Percibíamos con sorprendente intensidad nuestros corazones ahogados en aquel diluvio que mezclaba cielo y tierra.
A los pocos minutos, brilló el sol. Desde lo alto de la orilla contemplábamos la estepa, que parecía respirar, reluciente, estremecida por mil chispas irisadas. Intercambiamos una mirada sonriente. Charlotte había perdido su pañuelo blanco, y el cabello mojado le resbalaba en oscuras trenzas sobre los hombros. En sus pestañas brillaban gotitas de lluvia. El vestido empapado se le pegaba al cuerpo. «Es joven. Y muy guapa. A pesar de todo», dijo en mi interior esa voz involuntaria que no nos obedece y nos importuna con su ruda franqueza, pero que revela lo que la palabra meditada censura.
Nos detuvimos ante el terraplén del ferrocarril. Vimos acercarse, en lontananza, un largo tren de mercancías. Con frecuencia se detenía en aquel lugar un jadeante convoy, cortándonos el paso durante breves instantes. Nos divertía tropezamos con ese obstáculo, que respondía sin duda a un cambio de agujas o algún semáforo. Los vagones se interponían formando un gigantesco muro cubierto de polvo. De sus paredes expuestas al sol se desprendía una densa ola de calor. Y a lo lejos, el resuello de la locomotora era lo único que rompía el silencio de la estepa. Cada vez que esto ocurría, yo sentía la tentación de no esperar a que arrancara el tren y de cruzar la vía escurriéndome bajo los vagones. Pero Charlotte me sujetaba asegurándome que acababa de oír el pitido. A veces, cuando la espera se hacía demasiado larga, trepábamos a la plataforma descubierta que tenían en aquella época los vagones de mercancías y pasábamos al otro lado de la vía. Durante esos pocos segundos, nos invadía una gozosa excitación: ¿y si el tren arrancaba y nos llevaba hacia un destino desconocido, fabuloso?
En esta ocasión, no podíamos esperar. Empapados como estábamos, urgía regresar antes de que cayera la noche. Trepé el primero y le tendí la mano a Charlotte, que subió al estribo. En ese momento arrancó el tren. Cruzamos corriendo la plataforma. Yo podía haber saltado. Pero no Charlotte… Permanecimos ante la abertura exterior, donde la corriente se hacía cada vez más viva. El trazado de nuestro sendero se perdió en la inmensidad de la estepa.
No, no estábamos inquietos. Sabíamos que en una u otra estación tenía que detenerse nuestro tren. Incluso me daba la impresión de que a Charlotte, en cierto modo, le divertía nuestra imprevista aventura. Contemplaba la llanura, reavivada por la tormenta. Sus cabellos ondeaban al viento y se le pegaban al rostro. De vez en cuando, se los apartaba con un rápido gesto. A pesar del sol, caía a ratos una lluvia muy fina. Charlotte me sonreía a través de aquel velo rutilante.
Lo que se produjo de repente en aquella plataforma bamboleante en medio de la estepa se asemejó a la fascinación de un niño que, tras observar en vano un dibujo, descubre entre sus líneas sabiamente entremezcladas un personaje o un objeto camuflados. Lo ve, y los arabescos del dibujo cobran un sentido y una vida nuevos…
Lo mismo sucedía con mi mirada interior. ¡De repente, vi! O más bien cobré conciencia, en todo mi ser, del luminoso vínculo que ligaba aquel instante surcado de espejeos irisados con otros instantes que había vivido anteriormente: aquella noche lejana, con Charlotte, el melancólico pitido de la Kukuchka; la mañana parisiense, envuelta, en mi imaginación, en una bruma soleada; el episodio nocturno en la balsa con mi primera enamorada, cuando el enorme barco envolvió desde lo alto nuestros cuerpos abrazados; y las veladas de mi infancia vividas -así me lo pareció- ya en otra vida… Esos instantes, trabados, formaban un universo singular, con su propio ritmo, su aire y su sol particulares. Casi otro planeta. Un planeta en el que la muerte de aquella mujer de grandes ojos grises resultaba inconcebible. En el que el cuerpo femenino abocaba en una sucesión de instantes soñados. En el que mi «lengua del asombra- miento» sería comprensible para los demás.
Dicho planeta era el mismo mundo que veíamos desfilar desde el vagón. Sí, esa misma estación donde se detuvo por fin el tren. El mismo andén desierto, barrido por el aguacero. Los mismos escasos transeúntes con sus problemas cotidianos. Ese mismo mundo, pero visto de otra manera.
Mientras ayudaba a apearse a Charlotte, traté de precisar esa «otra manera». Sí, para ver ese otro planeta había que comportarse de un modo especial. Pero ¿cómo?
– Ven, vamos a comer algo -me dijo mi abuela, sacándome de mis cavilaciones, y se encaminó hacia el restaurante situado en una de las alas de la estación.
El comedor estaba vacío, y las mesas, sin poner. Nos acomodamos junto a la ventana abierta, desde la que se divisaba una plaza rodeada de árboles. En las fachadas de los edificios se veían largas bandas de calicó rojo con las habituales proclamas ensalzando el Partido, la Patria, la Paz… Se acercó un camarero y, con tono huraño, nos anunció que la tormenta les había dejado sin luz y que por consiguiente el restaurante cerraba. Quise levantarme, pero Charlotte insistió con esa cortesía envolvente que, por sus fórmulas anticuadas -calcadas del francés, como yo sabía- impresionaba siempre a los rusos. El hombre titubeó un segundo y se retiró, visiblemente desconcertado.
Nos trajo un plato sorprendente por su sencillez: una docena de rodajas de salchichón y un enorme pepino en salmuera cortado en finas láminas. Y lo más importante: colocó ante nosotros una botella de vino. Nunca había cenado así. El propio camarero debió de reparar en la pareja insólita que formábamos y en lo peregrino de aquella cena fría. Sonrió y balbució unas observaciones sobre el tiempo, como para disculparse del recibimiento que acababa de dispensamos.
Nos quedamos solos en el comedor. El viento que penetraba por la ventana olía a follaje húmedo. En el cielo se escalonaban nubes grises y violetas iluminadas por el crepúsculo. De cuando en cuando chirriaban las ruedas de un coche sobre el asfalto húmedo. Cada sorbo de vino confería una densidad distinta a aquellos sonidos y colores: la fresca frondosidad de los árboles, los cristales brillantes bañados por la lluvia, la tela roja de las "proclamas en las fachadas, el chirrido húmedo de las ruedas, el cielo aún tumultuoso… Notaba que, poco a poco, lo que vivíamos en el comedor vacío se desgajaba del momento presente, de aquella estación, de aquella ciudad desconocida, de su vida diaria…
Follajes frondosos, largas manchas rojas en las fachadas, asfalto húmedo, chirrido de neumáticos, cielo gris violeta. Me volví hacia Charlotte. Pero ya no estaba…
Y ya no es ese restaurante de una estación perdida en medio de la estepa. Sino un café parisiense; y tras el cristal veo un cielo de primavera. El cielo gris y violeta todavía tormentoso, el chirrido de los coches en el asfalto húmedo, la fresca exuberancia de los castaños, los toldos rojos del restaurante al otro lado de la plaza. También estoy yo, veinte años después, y acabo de reconocer esa gama de colores y de revivir el vértigo del instante recobrado. Una joven, sentada enfrente de mí, conversa, con gracia muy francesa, sobre temas intrascendentes. Miro su rostro risueño y, de vez en cuando, asiento a sus palabras con un cabeceo. Quiero a esa mujer. Me gusta su voz, su manera de pensar. Conozco la armonía de su cuerpo… «¿Y si le hablase de ese instante que viví hace veinte años, en medio de la estepa, en una estación vacía?», pienso, pero sé que no lo haré.
En esa lejana velada de hace veinte años, Charlotte se levanta ya, se atusa el pelo mirándose en el reflejo de la ventana abierta, y nos marchamos. Y en mis labios, junto con la grata aspereza del vino, se difumina esta frase que nunca me he atrevido a decir: «Si todavía es tan guapa, pese a sus cabellos blancos y a tantos años vividos, es porque a través de sus ojos, de su rostro, de su cuerpo, se transparentan todos estos instantes de luz y de belleza…».
Charlotte sale de la estación. La sigo, embriagado por esa revelación indecible. Y la noche se despliega por la estepa. Una noche que ha durado veinte años en la Saranza de mi infancia.
Volví a ver a Charlotte diez años después, durante unas horas, camino del extranjero. Llegué muy tarde, y tenía que salir a primera hora de la mañana para Moscú. Era una noche helada de finales de otoño, una noche en la que se acumularon en la mente de Charlotte los recuerdos inquietos de todas las separaciones de su vida, de todas las noches de adiós… No dormimos. Charlotte fue a preparar té, y yo me paseé por la casa, que me parecía sorprendentemente pequeña y entrañable por la fidelidad de los objetos familiares.
Tenía yo veinticinco años. Estaba excitado con mi viaje. Sabía ya que me marchaba para mucho tiempo. O más bien, que esa estancia en Europa se prolongaría muchísimo más de las dos semanas previstas. Me daba la impresión de que mi marcha conmocionaría la tranquilidad de nuestro imperio aletargado, de que todos sus habitantes no hablarían más que de mi huida, de que se inauguraría una nueva época a partir de mi primer gesto, de la primera palabra que pronunciase al otro lado de la frontera. Vivía ya de ese desfile de rostros nuevos que iba a conocer, de la belleza de los paisajes soñados, de la excitación que produce el peligro.
Con ese egoísmo un tanto fatuo de la juventud, le dije con tono un poco festivo:
– ¡Pues tú también podrías irte al extranjero! A Francia, por ejemplo… ¿A que te apetecería?
No se inmutó. Simplemente, bajó los ojos. Oí la silbante melodía del hervidor, el tintineo de la nieve helada contra el cristal negro.
– Verás -dijo por fin con sonrisa cansada-, cuando en 1922 fui a Siberia, la mitad, o tal vez la tercera parte del viaje, la hice a pie. Recorrí una distancia equivalente a la de aquí a París. Como ves, ni siquiera necesitaría vuestros aviones…
Sonrió de nuevo, mirándome a los ojos. Pero pese a su tono jovial, adiviné en su voz un hondo deje de amargura. Avergonzado, cogí un cigarrillo y salí al balcón…
Allí, asomado a la helada oscuridad de la estepa, creí por fin comprender lo que significaba Francia para ella.