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En el mundo había estallado una guerra muy grande, y la Región de los Lagos dejó de pertenecer desde un principio al emperador ruso, cuyos ejércitos fueron derrotados. Tomás vio a los alemanes una sola vez. Iban tres, montados en soberbios caballos. Entraron en el patio de la mansión: Tomás estaba sentado junto a Grzegorzunio quien, demasiado viejo para trabajar, se dedicaba a la cestería. El oficial más joven, estrecho de talle, sonrosado como una señorita, saltó del caballo, le dio unas palmaditas en el cuello y se bebió una pinta de leche. En seguida se vio rodeado por las mujeres de la servidumbre; tan sólo Grzegorzunio no se movió, ni apartó la navaja de la varita de mimbre. Les parecía muy raro a todos que un hombre vistiera un traje verde como la hierba. Llevaba en el cinto una pistola muy grande en una funda de piel, de la que sobresalía la culata metálica y el largo cañón por debajo. Tomás casi se enamoró de su soltura y de algo más que no hubiese sabido definir. El oficial devolvió la pinta, saltó sobre el caballo, saludó y se marchó con sus soldados, pasando junto a los establos por la alameda de tilos.

Nos quedaría todavía algo por decir acerca de su destino, pero nunca pasará de ser una mera suposición. Dio una vuelta alrededor de la iglesia de Ginie y, apoyado en el muro, se dedicó a dibujar en una libreta. A lo mejor recordaba otras iglesias parecidas, de madera, que había visto antes de la guerra, en Noruega. Y, mientras se levantaba y sentaba, apoyado en los estribos, acompañado del crujido del correaje, aspiraba el perfume de los prados junto al Issa y pensaba en la tierra destrozada del frente occidental, en Francia, donde hacía poco aún estaba luchando. Pero él no se fijó en Tomás entonces, ni (¿por qué iba a ser imposible?), veinte años más tarde, cuando, instalado en un coche de general, lleno de mantas y termos, apoyando su abundante barbilla sobre el cuello del uniforme, atravesaba las calles de una ciudad de Europa Oriental, que acababa de ser tomada por el ejército del Führer. Tomás (admitámoslo), apretaba los puños dentro de sus bolsillos y no reconoció en el vencedor a su efímero amor.

Para Ginie, la única consecuencia visible de la guerra fue la de que la gente dejó de ir de compras al pueblo porque no había nada que comprar. De ahí que nacieran nuevas actividades que interesaban vivamente a Tomás. Por ejemplo, la elaboración del jabón. Se encendía una gran hoguera en el huerto: sobre un trébede, había un gran perol en el que, con un palo, se daba vueltas a la brea de color oscuro, procurando taparse bien la nariz. A pesar del olor, ¡cuántas correrías y gritos para deliberar si el jabón estaba saliendo bien! Luego, la brea se solidificaba y se cortaba la masa a trozos. También había que fabricar velas. Utilizaban para ello botellas cortadas que se llenaban de sebo, y a las que, en el centro, se les colocaba un pabilo. Uno de los sistemas para cortar las botellas consiste en rodearlas con una cuerda mojada en petróleo: se prende fuego a la cuerda y el vidrio se parte en dos, exactamente en aquel punto. Compraron también dos lámparas de carburo, cuya forma y olor excitaban a Tomás. La abuela Surkont secaba hojas de fresas que le hacían las veces de té y, en vez de azúcar, usaba miel, aunque pronto descubrió la sacarina y, desde entonces, nunca volvió a ponerse azúcar, porque es igual de dulce y más barata.

Tomás tenía que estudiar, pero, en la casa, no había nadie que pudiera ocuparse de él, así que le mandaban a la aldea, a casa de José, llamado el Negro. Realmente era negro: tenía las cejas como dos gruesas tiznaduras, la cara enjuta y los cabellos ligeramente canosos sobre las sienes. Vivía en casa de su hermano y le ayudaba en la hacienda, pero se dedicaba a toda clase de quehaceres. Recibía libros de algún lugar desconocido, secaba plantas entre hojas de periódico que prensaba con una tabla, escribía cartas y hablaba de política. Había estado en varias cárceles por culpa de esta política y había trabajado en la ciudad, aunque no seguía la moda ciudadana: por los bordados de sus camisas, daba a entender que seguía siendo un campesino. Pertenecía a esa casta de gente que, entre los cronistas de nuestro tiempo, se ganó el título de nacionalista, es decir, deseaba trabajar para la mayor gloria del Nombre. Y de ahí provenían sus problemas y sus penas. Porque lo que él llevaba en su mente era Lituania, y, en cambio, a Tomás tenía que enseñarle a leer y escribir principalmente en polaco. Que los Surkont se sintieran polacos lo consideraba una traición, pues era difícil encontrar un apellido más autóctono. El odio hacia los señores -por el hecho de serlo y por haber cambiado de lengua para así apartarse más del pueblo- y la dificultad para odiar a Surkont que le había confiado al nieto precisamente a él, junto con la esperanza de que le abriría al chico los ojos sobre la maravilla del Nombre, toda esta mezcla de sentimientos se encerraba en su carraspeo cuando Tomás abría ante él su libro de lectura. La abuela estaba muy descontenta con esas clases y de ese acercamiento a la «plebe» y no aceptaba la existencia de lituano alguno, aunque su fotografía habría podido ilustrar un libro sobre los que habitaban en Lituania desde hacía siglos. Pero traer a casa una profesora particular le parecía una excesiva complicación, de modo que, aun murmurando entre dientes que le estropearían al niño, aceptó a José por necesidad. Tomás no comprendía esos problemas y esas tensiones y, cuando las comprendió, le parecieron algo excepcional. Si se hubiera encontrado con un pequeño inglés educado en Irlanda, o un pequeño sueco educado en Finlandia, habría encontrado en ellos muchos rasgos comunes, pero las tierras que se extendían más allá del valle del Issa estaban, para él, envueltas en niebla: todo lo que aprendió de los cuentos de la abuela es que los ingleses comen compota en el desayuno -y por eso les tenía simpatía-, que los rusos habían mandado al abuelo Arturo a Siberia y que su obligación era amar a los reyes polacos, cuyas tumbas están en Cracovia. Para la abuela, Cracovia era la ciudad más hermosa de la tierra y le prometía a Tomás que le llevaría allí cuando fuera mayor. En definitiva, como resultado de este patriotismo de la abuela, ubicado en algún remoto lugar, de la tolerancia del abuelo, a quien los problemas de las nacionalidades dejaban más bien indiferente y de las exclamaciones de José («nosotros», «nuestro país») nació en Tomás una desconfianza que se manifestaría siempre en el futuro cuando alguien hiciera en su presencia demasiadas referencias a títulos y estandartes; una especie de duplicidad de afectos.

Las enseñanzas de José se prolongaron durante mucho tiempo debido al caos de los años de transición, de los que surgió la pequeña república lituana. Por iniciativa de José, empezó entonces en Ginie la construcción de la primera escuela, de la que fue maestro.

Pero, de momento, la guerra estaba tan sólo llegando a su fin y esto se advertía al observar la carretera, por ejemplo desde el viejo banco junto al parque. A menudo pasaban por allí vagabundos que venían de lejos, de más allá de los lagos, de las ciudades. Huían del hambre. Llevaban atados a sus espaldas sacos y hatillos y, a menudo, empujaban carritos de madera con niños pequeños dentro. Una familia de ésas, compuesta por la madre y dos hijos, fue acogida en la casa, con la complicidad de Antonina que quedó cautivada por Stasiek, el mayor de los hijos, porque tocaba muy bien la armónica y cantaba canciones de moda en las ciudades, pero sobre todo porque hablaba con un estupendo acento mazur. Al escucharle, se extasiaba y cerraba los ojos con deleite. Stasiek, con sus orejas separadas y su delgado cuello, no atraía especialmente a Tomás, aunque le hizo una ballesta con culata como las de verdad. Por la noche, bajo el tilo, se oían risitas de las chicas y, cuando Stasiek se quedaba solo con Antonina, Tomás también se sentía inquieto hasta que se alejaba de ellos, con aire de aburrimiento; sin saber por qué, algo le molestaba, como cuando, al mediodía, el sol se esconde de pronto detrás de una nube.

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