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Distintas clases de Fuerzas observaban a Tomás a pleno sol, entre el verdor, y lo juzgaban según el campo de sus conocimientos. Aquéllas que poseen el don de salirse fuera del tiempo, movían melancólicamente sus transparentes cabezas, porque eran capaces de apreciar las consecuencias del éxtasis en el que vivía Tomás. Estas Fuerzas conocen, por ejemplo, las composiciones con las que los músicos han tratado de expresar la felicidad; pero, para apreciar la vanidad de sus esfuerzos, basta con acercarse a la cama de un niño que acaba de despertar, en una mañana de verano, oyendo por la ventana el silbido del mirlo, un coro de cacareos, cloqueos y graznidos desde el corral, todas las voces en medio de la luz que nunca acabará. La felicidad es también el tacto: con los pies desnudos, Tomás pasaba desde la lisa superficie de la madera del suelo hasta el frescor del mosaico de piedra en el corredor y la redondez del pavimento en el sendero, sobre el que se secaba el rocío. Hay que tener en cuenta que era un niño solitario, en medio de un reino que podía variar a su antojo. Los demonios, que se encogían rápidos cuando él se acercaba y se escondían debajo de las hojas, se comportaban como las gallinas que, cuando se asustan, estiran el cuello y muestran su ojo inexpresivo.

Sobre el césped, en primavera, aparecían unas flores llamadas «llavecitas de san Pedro». A Tomás le gustaban mucho: la hierba uniformemente verde y, de pronto, esa claridad amarilla, sobre un tallo desnudo, realmente como un manojo de pequeñas llaves, y en cada una un pequeño círculo rojo. Las hojas de la parte baja eran arrugadas, agradables al tacto, como el terciopelo. Cuando en los parterres florecían las peonías, las cortaban con Antonina para llevarlas a la iglesia. Hundía en ellas su mirada y todo él hubiera deseado introducirse en aquel palacio rosado; el sol atraviesa sus paredes y, al fondo, entre el polvillo dorado, corretean los menudos insectos: uno de ellos se le introdujo una vez en la nariz por haber aspirado el perfume con demasiada fuerza. Saltando sobre una pierna, seguía a Antonina cuando iba a buscar carne a una gruta excavada en tierra, en el jardín. Bajaban por una escalera de madera, y Tomás disfrutaba palpando con los dedos de los pies el frío de las losas de hielo extraídas del Issa y cubiertas de paja. Afuera, un calor agobiante; allí, todo tan distinto, ¿quién hubiese podido adivinarlo? Le costaba creer que la gruta no seguía más adentro y que terminaba allí, con aquella pared de obra que rezumaba humedad. Y también los caracoles. Por los senderos mojados después de la lluvia, pasaban de un césped a otro, dejando atrás una huella de plata. Si se les cogía con la mano, se escondían en su caparazón, pero volvían a salir en seguida si se les cantaba: «Caracol, col, col, saca los cuernos y ven al sol». Si todo esto les gustaba a los mayores, era de una manera, como podían fácilmente comprobarlo las Fuerzas, en cierto modo vergonzante; por ejemplo, ensimismarse contemplando la anilla blanquecina sobre el caparazón de un caracol, decididamente no era cosa de adultos.

A Tomás el río le parecía inmenso y lleno de ecos: las palas de las lavanderas golpeaban tac-tac-tac y, a lo lejos, otras les contestaban, como si hubiera un tácito acuerdo para comunicarse a distancia. Era toda una orquesta, y las mujeres nunca se equivocaban; cada nueva lavandera que entraba cogía en seguida el ritmo. Tomás se refugiaba entre los arbustos, subía al tronco de un sauce y solía pasar horas enteras escuchando y contemplando el agua. En la superficie, correteaban las arañas, alrededor de cuyas patas se forman pequeños hoyos. Estaban también las cantáridas, gotas de metal tan resbaladizas que el agua no las mojaba, que bailaban dando vueltas, siempre dando vueltas. Iluminados por un rayo de sol, bosques de plantas en el fondo y, entre ellas, bancos de pececillos que se dispersan en todas direcciones y vuelven a reunirse: movimientos de cola, fugas, otros movimientos de cola. A veces, desde el fondo, subía hasta la luz un pez mayor que los demás, entonces el corazón de Tomás empezaba a latir de emoción. Saltaba en su rama cuando, en el centro del río, se oía un chapoteo, luego un brillo fugaz y unos círculos que iban agrandándose. Como algo extraordinario, pasaba a veces una barca: aparecía y desaparecía tan aprisa que no le daba ni tiempo de observarla. El pescador se sentaba muy al fondo, casi en el agua, movía su remo de dos palas y arrastraba tras de sí una cuerda.

Muy pronto, Tomás se fabricó unas cañas de pescar; era muy paciente, pero no tenía mucho éxito. Fueron los hijos de los Akulonis, Józiuk y Onuté, los que le enseñaron cómo se prepara el anzuelo. Al principio, iba a su casa, en un extremo del pueblo, sólo por unos minutos, luego se acostumbró y, si no volvía a la suya, ya sabían dónde encontrarle. A la hora de comer, le daban una cuchara de madera y se sentaba a la mesa con todos, comiendo de la misma fuente buñuelos de queso con nata líquida. Akulonis era muy alto, y su espalda recta maravillaba a Tomás, quien no conocía a nadie que anduviera tan erguido. Con las correas de las sandalias se ceñía la tela de los pantalones hasta las rodillas. Le entusiasmaba la pesca y, lo que era más importante, poseía una barquita. Detrás de los manzanos, junto al granero, el terreno bajaba hasta formar como una ensenada cubierta de ácoro, a través del cual la canoa había abierto una especie de paso; allí yacía, medio recostada sobre la orilla. A los niños les estaba prohibido empujarla hasta el agua, así que solamente podían hacer ver que navegaban, balanceándose sobre uno de sus extremos. La canoa consistía en un tronco vaciado y dos flotadores para el equilibrio, que no impedían que volcase fácilmente. Akulonis iba con ella a pescar el lucio, con cucharilla. El hilo que iba dejando atrás se lo pasaba por la oreja para notar en seguida el tirón del pez. Durante la noche dejaba cañas de pescar y le dio una a Tomás. Sobre el sedal, a cierta distancia de la caña, ataba unas horquillas de avellano, en las que enroscaba el sedal que se introducía en una ranura y, más abajo, en su extremo libre, colocaba un doble anzuelo. El mejor cebo es la perca pequeña, porque, cuando se le coloca el anzuelo en un costado, después de abrirle la piel con una navaja, es capaz de seguir moviéndose durante toda la noche; los otros peces pequeños no tienen tanta resistencia, mueren demasiado aprisa. Todo el mérito de lo ocurrido debería atribuírsele a Akulonis, que fue quien lanzó el anzuelo después de escoger cuidadosamente el lugar. Tomás no conseguía conciliar el sueño. Se levantó muy pronto y bajó corriendo hasta el río, sobre el que descansaban todavía las nieblas del amanecer. En el rosado remanso, entre remolinos de vapor, vio las horquillas: vacías. No podía creerlo, pero empezó a tirar con dificultad: se oía un chapoteo. Volvió a subir corriendo, a toda velocidad, lleno de felicidad, para enseñarles a todos un pez del tamaño de su brazo. Todos fueron a verlo. No era un lucio, sino alguna otra especie, y Akulonis dijo que era más bien raro que se dejara pescar. A Tomás jamás le había ocurrido nada parecido y lo estuvo contando con orgullo durante años.

Sentía una gran simpatía por la señora Akulonis, clara como Pola, y buscaba sus caricias. En su casa se hablaba en lituano, y Tomás, casi sin darse cuenta, empezó a pasar de una lengua a otra. Los niños mezclaban las dos, excepto cuando tenían que decirse algo, para lo cual usaban expresiones de hace siglos: así, cuando los niños corrían desnudos para lanzarse al agua, no podían gritar otra cosa que no fuera: «¡Eb, Vyraü», que significa «¡Eh, hombres!». Vir, como supo más tarde Tomás, quiere decir lo mismo en latín, aunque el lituano es seguramente más antiguo que el latín.

Pero pasaba el verano. Llegaba el tiempo de las lluvias, de la nariz pegada a los cristales y de dar la lata a los mayores. Al atardecer, en la cocina donde las chicas se reunían junto a Antonina para hilar o pelar alubias, se contaban cada día nuevas historias; era desesperante que algo, como ocurría a menudo, interrumpiera esa diversión. Tomás escuchaba las canciones; una sobre todo le intrigaba mucho, pues Antonina la cantaba con aire de misterio y le decía que no era para él. Cuando él estaba presente, sólo cantaba el estribillo:

Frú, frú hace la faldita,

¿no siente miedo la señorita?

y de lo demás sólo le llegaban fragmentos. Era sobre un caballero que se marchó a la guerra y murió, pero una noche, transformado en fantasma, volvió a ver a su amada, la montó a su caballo y se la llevó a su castillo. Pero, en realidad, no poseía ningún castillo, sino una tumba en el cementerio.

Una de las chicas de la región de Poniewiez repetía a menudo una canción, que, según le parecía a Tomás, se refería a unos albañiles que construían una casa:

Señor patrón, déme la cuenta

ya no quiero trabajar

déme lo que he ganado,

pues me voy a marchar.

la última palabra se cantaba alargándola mucho para indicar que se iba a ir muy lejos.

Mi maleta preparada

junto a la puerta,

He besado a mi Kasienka

que llora, despierta.

Había otros cantos más alegres, como:

Con su copa y su botella

a Grynkiszek se marchó

se buscó una joven bella

de Grynkiszek a Wajwod.

Corre, corre caballito,

a la iglesia he de llegar.

Sólo con mi Miguelito

me querré casar.

O bien:

Jovencitas, si bailáis,

los zapatos destrozáis.

– Mi hermano Conrado

los arreglará.

Tengo un perro lanudo,

me los buscará.

Cuando se predice el futuro por el sistema de derretir cera, el momento de mayor emoción es cuando la cera líquida cae chisporroteando en el agua fría y toma la forma de las figuras del Destino. Luego se la observa, dándole vueltas, hasta que los allí reunidos exclaman: ¡Oh! ¡Ah!, al descubrir formas de coronas, animales, cruces y montañas. Por san Andrés, Tomás pasó mucho miedo por culpa de esos augurios. Sólo a las chicas les está permitido mirarse al espejo, pero formalmente: encerrándose en su habitación a las doce de la noche. Él intentó hacerlo en broma, delante de todos, pero acabó llorando porque vio el reflejo de unos cuernos rojos. Tal vez fueron los bordados de alguna blusa que pasó un momento a sus espaldas, pero tampoco estaba seguro de que fuera así y, durante mucho tiempo, evitó toda clase de espejos.

Cierto invierno (cada uno de ellos tiene esa primera mañana en que se pisa la nieve caída durante la noche), Tomás vio un armiño, o una comadreja, junto al Issa. El hielo y el sol, las varas de los arbustos en la ladera inclinada del otro lado, parecían ramos de oro con pinceladas, aquí y allá, grises y azules. Y, de pronto, apareció aquella bailarina increíblemente ligera y graciosa, una blanca hoz que se doblaba y enderezaba. Tomás la contemplaba con los labios entreabiertos, como petrificado, pero lleno de deseo. ¡Poseer! Si tuviera en la mano una escopeta, dispararía, porque uno no puede quedarse así, cuando la admiración te ordena que aquello que la produce sea tuyo para siempre. ¿Pero qué ocurriría entonces? No quedaría ni la comadreja, ni la admiración, sólo un ser sin vida en tierra; es mejor que sólo los ojos se salgan de las órbitas y que no se pueda hacer nada más que esto.

En primavera, cuando florecen las lilas, los niños se quitaban las botas y caminaban torciendo los pies, porque cada piedrecilla pinchaba como un clavo. Pero, en seguida, la piel se endurecía y, hasta los primeros hielos, Tomás correteaba descalzo por los senderos; los domingos, los zapatos le apretaban y se los quitaba en seguida después de la misa.

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