38

Baltazar engordaba a ojos vista. Algunos sufrimientos del alma propician la gordura y son quizás más dolorosos que aquéllos por los que se adelgaza. Cuando oyó hablar del célebre rabino de Szylely, al principio se lo tomó a broma, pero luego su risa se convirtió en una angustiosa duda: ¿sería prudente rehusar una ayuda que a lo mejor podía salvarlo? Decidió tan sólo esperar a poder hacer el viaje en trineo. Con las primeras nieves, llegaron las heladas, cogió frío en los trineos, entró en una taberna para calentarse, se emborrachó y pasó allí la noche, recostado en un banco. Por la mañana, ardor en el estómago, la carretera inhóspita, rígidas columnas de nieve en polvo que el viento, aullando, levanta en torbellino y que hieren con sólo mirarlas. Por fin, llegó a Szylely. La casa del rabino, grande, con el tejado de madera que se hundía de viejo, estaba al final de la calle; se llegaba a la puerta tras atravesar un patio inclinado. Ya en el vestíbulo, le rodearon tres o cuatro personas. Había un montón de gente, jóvenes y viejos, que le preguntaban de dónde venía y para qué. Dejó el látigo en un rincón, se desabrochó la pelliza, sacó el dinero y contó la cantidad que, según decían, había que dejar como ofrenda. Finalmente, le introdujeron en una habitación donde un hombre barbudo, con la gorra hundida hasta la frente, sentado detrás de una mesa, estaba escribiendo en un libro muy grande. Éste le dijo a Baltazar que él no era el rabino, pero que tenía que explicarle a él el motivo de su visita, y él se lo repetiría al rabino: era el reglamento. Entonces, Baltazar, indeciso, empezó a rascarse la melena despeinada y se sintió indefenso. Creía, a pesar de todo, en una especie de rayo que lo traspasaría y le revelaría toda la verdad, incluso a sí mismo. ¿Hablar? Apenas salieran unos pocos sonidos de su boca, se notaría la falsedad y la falta de medios para poder expresarse. Tendría que ir desgranando confesiones totalmente contradictorias y, para colmo, allí, ante aquel judío desconocido, que no cesaba de mover la pluma y ni siquiera le había pedido que se sentara (sólo al cabo de un rato le indicó una silla). De lo que Baltazar fue capaz de balbucear se desprendía que no sabía qué hacer consigo mismo, que vivía y no vivía y que se moriría si aquel santo varón no le ayudaba. El judío dejó la pluma a un lado, hundió la mano en la barba y le preguntó: «;Tienes hacienda propia? ¿Mujer e hijos?». Y, después, añadió: «¿Son los pecados los que no te dejan vivir? ¿Unos pecados muy graves?». Baltazar asintió, aunque no sabía bien si eran los pecados, el miedo u otra cosa lo que no le dejaba en paz. «¿Y rezas a Dios?», siguió indagando el judío. No entendió la pregunta. Si uno está mal y desea mejorar, es evidente que es Dios quien debería solucionarlo, pero ¿y si no quiere hacerlo? No hay manera de acceder a El. Baltazar iba a la iglesia, como es debido, y por eso movió afirmativamente la cabeza: sí, rezaba.

Luego, pasó mucho rato esperando otra vez en el vestíbulo apoyado contra la pared, mientras cantidades de personas entraban y salían, sacudiéndose la nieve de las botas. El griterío iba en aumento, y el aire parecía más espeso con tantas voces y tanta gesticulación, delante de sus narices. De pronto, desde dentro, se oyó una llamada, y toda la multitud, Baltazar incluido, volvió a entrar en tromba en la habitación donde estaba el escribiente; se abrió otra puerta y, entre apretujones, se encontró en otra habitación oscura, cuyo extremo opuesto, al fondo, estaba casi todo ocupado por una mesa negra. En medio de tanto ruido, rumor de pasos y exaltación, se oyó una orden: «¡Silencio!», y todas las voces repitieron: «¡Silencio! ¡Silencio!».

Por una puerta lateral, entró el rabino; detrás de él, el secretario barbudo. El rabino era menudito, con cara de jovencita: como la cara de Santa Catalina en un cuadro de la iglesia de Ginie. Junto a las mejillas, sus cabellos rubios y esponjosos formaban ricitos. Iba vestido de oscuro, su blanca camisa estaba abrochada debajo de la barbilla con un botón brillante; en la cabeza, llevaba un solideo de seda. Entró con aire azorado, los ojos bajos, pero, cuando su ayudante hizo una señal a Baltazar para que se acercara y el rabino levantó los párpados, le observó durante un tiempo con una mirada penetrante, echando un poco la cabeza hacia atrás y alisándose con la mano las solapas de su levita. Ante él, Baltazar se sentía como un gigante indefenso.

Sin dejar de mirarle de aquel modo, pronunció unas palabras en su lengua. La estancia se llenó de susurros; los que se apretujaban detrás de Baltazar se balancearon, y de nuevo se oyó: «¡Silencio! ¡Silencio!». El secretario tradujo al lituano:

– Él dice: «Ningún-hombre-es-bueno».

Y el rabino volvió a hablar al otro lado de la mesa, y el barbudo tradujo:

– Él dice: «El-mal-que-has-hecho-hombre-no-es-más-que-tu-propio-destino».

Baltazar sentía que le empujaban por detrás, en el silencio lleno de siseos y expectación, oía al barbudo:

– Él dice: «No-maldigas-hombre-tu-propio-destino-porque-quien-cree-que-tiene-el-destino-de-otro-y-no-el-propio-morirá-y-será-castigado-no-pienses-hombre-có-mo-podría-ser-tu-vida-porque-si-fuera-distinta-no-sería-la-tuya». Ha dicho.

Baltazar comprendió que esto era todo. Otro hombre se hallaba ahora frente al rabino y éste le hablaba. Abriéndose paso con dificultad entre la multitud, salió de la casa, furioso. ¿De manera que para aquello había hecho veinte verstas con aquel frío glacial? ¡Malditos judíos! ¡Y maldita su propia estupidez! Sin embargo, una vez pasado el pueblo, mientras su bota, que pendía más allá del travesaño inferior de los trineos, abría un surco en la blancura, su cólera desapareció. En su lugar, surgió una gran congoja. ¿Qué esperaba en realidad? ¿Un sermón de una hora, o unas pocas palabras? Daba lo mismo. Y esto no era lo peor, lo peor era aquella especie de vacío total, que hace que uno tenga ganas de aullar: ni trompetas de ángeles, ni lenguas de fuego, ni espadas que se bifurcan por su extremo como el aguijón de una serpiente. Sí, avanzaba por la carretera: a su espalda, casas; ante él, leños grises y el bosque; sobre él, nubes. Y él, ¿qué? ¿Tan sólo que había nacido, que moriría y que debería aprender a soportar su suerte? Lo mismo, siempre lo mismo, tanto si era un cura como si era un rabino. Pero nadie llegaba al meollo de la cuestión. ¡Qué felicidad si, ahora, de pronto, apareciera a la orilla del cielo la cabeza enorme de un gigante que hiciera una hondísima inspiración, y todo, Baltazar incluido, fuera tragado por sus fauces! Pero nada semejante ocurriría. ¿A qué viene irritarse contra el judío? Era un hombre como todos los demás, lleno de vana palabrería, ¿pero acaso habría alguien que supiera decir algo distinto? Aunque te sientas enloquecer de dolor, vendrán y te soltarán otro discurso. Han sabido inventar máquinas, pero, con excepción de aquel «nació y murió», no saben de hecho nada de nada.

Un poco más, y hasta llegaría a creer que algo positivo había sacado de su visita a Szylely. Las primeras palabras del rabino le habían infundido un poco de esperanza. ¿Quién sabe si todo el mundo sufre y siente remordimientos, sin confesarlo? Si todos se reunieran y se contaran unos a otros todos sus pecados, ¿no se sentirían mejor? Pero, ¿quién se atrevería a hacerlo? ¿Cómo? ¿Es que nadie es bueno? Seguramente acudiría también alguien con pecados leves. Pero no tener pecados, ¿es suficiente? Hmm, aquí se dio cuenta de que el judío era muy astuto y que aún tenía para rato de darle vueltas a la cuestión.

Se quitó los guantes y lió un cigarrillo. El caballo trotaba a buen paso y los cascabeles de la collera resonaban en el vacío. De unas varas de mimbre, saltó una liebre que se alejó brincando a lo largo del arroyo helado. Oscurecía, en el bosque era ya casi de noche, pero aún le dio tiempo para ver unas señales entalladas en los pinos. Estaban a punto de ser talados. Baltazar había leído en el periódico que el Gobierno había vendido mucha madera a Inglaterra. Aquel pino, por ejemplo, no llevaba entalladura. ¿Por qué? Porque estaba torcido. El tronco que, al principio creció recto, se inclinó de pronto horizontalmente, y de ese brazo se disparó hacia arriba un palo recto como una vela. Quizás el rabino se refiriera a esa clase de destino. El pino no tiene posibilidad de volver a empezar. Tiene que empezar a partir de lo que ya existe, aunque esté torcido. Lo demás puede ser recto. Y el hombre, ¿puede volver a empezar de nuevo desde el principio? Tampoco.

Arreó al caballo, descontento. El hombre no es un árbol; el árbol sabe lo que necesita: luz. Pero al hombre le parece que crece recto y, en cambio, crece torcido. En esto estriba la dificultad. Mi vida es así y así. Y he de ir hacia aquí y hacia allá para cambiarla. Sin embargo, sigo recto, como un tiro, sin detenerme, para, de pronto, darme cuenta, demasiado tarde ya, que, en vez de ir para arriba, he ido para abajo. Y aquí termina su sabiduría judía.

Firmemente decidido a no detenerse en el camino, tiró de las riendas cuando vio, a la luz de las ventanas de una taberna, el brillo de unos grumos de nieve. Atados a un lado del edificio, los caballos sacudían los morrales con avena fijados al hocico y, a cada movimiento, hacían tintinear los cascabeles de los arneses. Era su propio destino, no el de otro. Sea. Apoyó una mano sobre el pomo de la puerta. ¿Entraría? Entró.

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