Todo el mundo miente.
Los policías mienten. Los abogados mienten. Los testigos mienten. Las víctimas mienten.
Un juicio es un concurso de mentiras. Y en la sala todo el mundo lo sabe. El juez lo sabe. Incluso los miembros del jurado lo saben. Entran en el edificio sabiendo que les mentirán. Toman asiento en la tribuna del jurado y aceptan que les mientan.
Cuando estás sentado a la mesa de la defensa el truco es ser paciente. Esperar. No a cualquier mentira, sino a aquella a la que puedes aterrarte y usarla como un hierro candente para fraguar una daga. Después usas esa daga para desgarrar el caso y desparramar sus tripas por el suelo.
Ese es mi trabajo: forjar la daga. Afilarla. Usarla sin misericordia ni cargo de conciencia. Ser la verdad en un sitio donde todo el mundo miente.
Estaba en el cuarto día del juicio en el Departamento 109 del edificio del tribunal penal, en el centro de Los Ángeles, cuando atrapé la mentira que se convirtió en la daga que desgarró el caso. Mi cliente, Barnett Woodson, se enfrentaba a dos acusaciones de asesinato que iban a llevarlo hasta la sala gris acero de San Quintín, donde te inyectan en vena la voluntad de Dios.
Woodson, un traficante de drogas de veintisiete años natural de Compton, estaba acusado de robar y asesinar a dos estudiantes universitarios de Westwood que querían comprarle cocaína. El prefirió quedarse con el dinero y matarlos con una escopeta de cañones recortados, o eso afirmaba la fiscalía. Era un crimen de negro contra blanco, lo cual complicaba bastante las cosas a Woodson, sobre todo al producirse sólo cuatro meses después de los disturbios que habían arrasado la ciudad. Pero lo que empeoraba aún más su situación era que el asesino había intentado ocultar el crimen sumergiendo los dos cadáveres en el embalse de Hollywood. Allí se quedaron durante cuatro días antes de aparecer en la superficie como manzanas en un tonel de feria; manzanas podridas. La idea de cadáveres en descomposición en el embalse que constituía el principal suministro de agua potable de la ciudad provocó una arcada colectiva en las entrañas de la comunidad. Cuando los registros telefónicos relacionaron a Woodson con las víctimas y detuvieron a mi cliente, la indignación que la opinión pública dirigió contra él era casi palpable. La oficina del fiscal del distrito anunció prestamente que solicitaría la pena capital.
El caso contra Woodson, no obstante, no era tan palpable. Estaba construido básicamente sobre pruebas circunstanciales -los registros telefónicos- y el testimonio de testigos que eran ellos mismos delincuentes. El testigo de la fiscalía Ronald Torrance era el más destacado de este grupo. Aseguraba que Woodson le había confesado los crímenes.
Torrance se había alojado en la misma planta de la prisión central que Woodson. Ambos hombres permanecían confinados en un módulo de alta seguridad que contenía dieciséis celdas individuales en dos hileras superpuestas que daban a una sala comunitaria. En ese momento, los dieciséis reclusos del módulo eran negros, siguiendo el rutinario aunque cuestionable procedimiento carcelario de «segregación por seguridad», lo cual conllevaba dividir a los reclusos según la raza y la afiliación de bandas para evitar confrontaciones y violencia. Torrance se hallaba en espera de juicio por robo y agresión con agravantes como resultado de su participación en el saqueo durante los disturbios. Entre las seis de la mañana y las seis de la tarde, los detenidos en máxima seguridad tenían acceso a la sala comunitaria, donde comían, jugaban a las cartas en las mesas e interactuaban bajo la mirada vigilante de los guardias situados en una garita de cristal elevada. Según Torrance, fue en una de esas mesas donde mi cliente le había confesado que había matado a los dos chicos del Westside.
La acusación se desvivió por convertir a Torrance en presentable y creíble para el jurado, que sólo tenía tres componentes negros. Lo afeitaron, le quitaron las rastas y le dejaron el pelo corto para que se presentara en la sala el cuarto día del juicio de Woodson. Iba ataviado con un traje azul pálido, sin corbata. En el interrogatorio directo, guiado por el fiscal Jerry Vincent, Torrance describió la conversación que supuestamente mantuvo con Woodson una mañana en una de las mesas de picnic. Este, según declaró Torrance, no sólo le confesó los crímenes, sino que le proporcionó muchos de los detalles reveladores de los asesinatos. La cuestión que se dejó clara al jurado era que se trataba de detalles que sólo conocería el verdadero asesino.
Durante el testimonio, Vincent mantuvo a Torrance atado en corto, con largas preguntas concebidas para obtener respuestas breves. Las cuestiones estaban sobrecargadas hasta el punto de ser sugestivas, pero no me molesté en protestar, ni siquiera cuando el juez Companioni me miró arqueando las cejas, prácticamente rogándome que interviniera. No protesté porque quería el contrapunto. Pretendía que el jurado viera lo que estaba haciendo la acusación. Cuando llegara mi turno, iba a dejar que Torrance se explayara con sus respuestas mientras yo me contenía y esperaba la daga.
Vincent terminó su interrogatorio directo a las once de la mañana y el juez me preguntó si quería almorzar temprano antes de empezar mi contrainterrogatorio. Le dije que no, que no quería un descanso. Lo expuse como si estuviera asqueado y no pudiera esperar ni un segundo más para abordar al hombre que se hallaba en el estrado. Me levanté, cogí una carpeta grande y gruesa y una libreta y me acerqué al testigo.
– Señor Torrance, me llamo Michael Haller. Soy abogado del turno de oficio y represento a Barnett Woodson. ¿Nos hemos visto antes?
– No, señor.
– No lo creo. Pero usted y el acusado, el señor Woodson, se conocen desde hace mucho, ¿verdad?
Torrance esbozó una sonrisa retraída, pero yo había hecho los deberes con él y sabía exactamente con quién estaba tratando. El testigo tenía treinta y dos años y había pasado un tercio de su vida en prisión preventiva o cumpliendo condena. Su formación había terminado en cuarto grado, cuando dejó de ir a la escuela y ningún padre pareció notarlo o preocuparse. Según la ley de reincidencia del estado de California, se enfrentaba al premio especial a toda la trayectoria profesional si se le condenaba por los cargos de haber robado y golpeado con una papelera metálica a la encargada de una lavandería de autoservicio. El delito se había cometido durante los tres días de disturbios y saqueos que desgarraron la ciudad después de que se anunciaran veredictos de inocencia en el juicio de los cuatro agentes de policía acusados de uso excesivo de la fuerza contra Rodney King, un automovilista negro al que pararon por conducir erráticamente. En resumen, Torrance tenía buenas razones para ayudar a la fiscalía a acabar con Barnett Woodson.
– Bueno, desde hace unos meses -dijo Torrance-. En máxima seguridad.
– Ha dicho máxima seguridad -pregunté haciéndome el tonto-. ¿A qué se refiere?
– Al módulo de máxima seguridad. En el condado. -Entonces está hablando de la prisión, ¿verdad? -Exacto.
– Así pues, ¿me está diciendo que no conocía a Barnett Woodson antes?
Formulé la pregunta con sorpresa en la voz.
– No, señor. Nos conocimos en prisión.
Tomé un apunte en una libreta como si se tratara de una importante confesión.
– Veamos, hagamos cuentas, señor Torrance. Barnett Woodson fue trasladado al módulo de alta seguridad donde usted ya residía desde el mes de septiembre de este año. ¿Lo recuerda?
– Sí, recuerdo que vino, sí.
– ¿Y por qué estaba usted en máxima seguridad?
Vincent se levantó y protestó, argumentando que me estaba adentrando por un camino que él ya había pisado en su interrogatorio directo. Argumenté que estaba buscando una explicación más amplia del encarcelamiento de Torrance, y el juez Companioni me dio cuerda. Pidió a Torrance que respondiera a la pregunta.
– Como he dicho, estoy acusado de un cargo de agresión y uno de robo.
– Y estos supuestos crímenes se cometieron durante los disturbios, ¿es correcto?
Dado el clima antipolicial que impregnaba las comunidades minoritarias de la ciudad desde los disturbios, había batallado durante la selección del jurado para conseguir el máximo número de negros y latinos en la tribuna. Pero allí tenía una oportunidad de ganarme a los cinco miembros blancos del jurado que la acusación había conseguido colarme. Quería que supieran que el hombre en el que el fiscal había depositado tanta confianza era uno de los responsables de las imágenes que habían visto en su televisión en mayo.
– Sí, estaba en la calle como todo el mundo -respondió Torrance-. Digo yo que los polis se salen con la suya demasiado en esta ciudad.
Asentí con la cabeza como si estuviera de acuerdo.
– Y su respuesta a la injusticia de los veredictos en el caso de apaleamiento de Rodney King fue salir a la calle, robar a una mujer de sesenta y dos años y dejarla inconsciente con una papelera de acero. ¿Es correcto, caballero?
Torrance miró a la mesa de la acusación y luego más allá de Vincent a su propio abogado, sentado en la primera fila de la galería del público. Tanto si habían preparado una respuesta para esta pregunta como si no, su equipo legal no podía ayudar a Torrance en ese momento. Estaba solo.
– Yo no hice eso -contestó finalmente.
– ¿Es usted inocente del crimen que se le imputa?
– Exacto.
– ¿Y respecto al saqueo? ¿No cometió delitos durante los disturbios?
Después de una pausa y otra mirada a su abogado, Torran-ce dijo:
– Me acojo a la Quinta.
Lo que esperaba. Seguidamente llevé a Torrance a través de una serie de preguntas concebidas para que no le quedara otra opción que incriminarse a sí mismo o negarse a responder bajo las protecciones de la Quinta Enmienda. Finalmente, después de que se acogiera a no declarar en su contra en seis ocasiones, el juez se cansó de mi insistencia y me hizo volver al caso que nos ocupaba. Obedecí con reticencia.
– Está bien, ya basta de hablar de usted, señor Torrance -dije-. Volvamos al señor Woodson. ¿Estaba al tanto de los detalles de este doble asesinato antes de conocer al señor Woodson en prisión?
– No, señor.
– ¿Está seguro? Atrajo mucha atención.
– Estaba en prisión, señor.
– ¿No hay televisión ni diarios en prisión?
– No leo los periódicos y la televisión del módulo está rota desde que llegué allí. Montamos un cirio y dijeron que la arreglarían, pero no han arreglado una mierda.
El juez advirtió a Torrance que cuidara su lenguaje y el testigo se disculpó. Seguí adelante.
– Según los registros de prisión, el señor Woodson llegó al módulo de alta seguridad el 5 de septiembre y, según el material de revelación de pruebas del estado, usted contactó con la acusación en octubre después de la supuesta confesión de Woodson. ¿Le parece correcto?
– Sí, me parece que sí.
– Bueno, pues a mí no, señor Torrance. ¿ Le está diciendo a este jurado que un hombre acusado de un doble asesinato y que se enfrenta a una posible pena de muerte confesó su crimen a un recluso al que conocía desde hacía menos de cuatro semanas?
Torrance se encogió de hombros antes de responder.
– Es lo que pasó.
– Eso dice. ¿Qué le dará la fiscalía si el señor Woodson es condenado por estos crímenes?
– No lo sé. Nadie me ha prometido nada.
– Con sus antecedentes y los cargos que se le imputan, se enfrenta a más de quince años en prisión si lo condenan, ¿es cierto?
– No sé nada de eso.
– ¿ Ah no?
– No, señor. Se ocupa mi abogado.
– ¿ No le ha dicho que si no hace nada para impedirlo, podría ir a prisión durante mucho, mucho tiempo? -No me ha dicho nada de eso.
– Ya veo. ¿Qué le ha pedido al fiscal a cambio de su testimonio?
– Nada. No quiero nada.
– Así pues, está testificando aquí porque cree que es su deber como ciudadano, ¿es correcto?
El sarcasmo en mi voz era inequívoco.
– Exacto -respondió Torrance con indignación.
Levanté la gruesa carpeta por encima del estrado para que pudiera verla.
– ¿Reconoce esta carpeta, señor Torrance?
– No. No que yo recuerde.
– ¿Está seguro de no haberla visto en la celda del señor Woodson?
– Nunca estuve en su celda.
– ¿Está seguro de que no se coló allí y miró en el archivo de revelación de pruebas cuando el señor Woodson estaba en la sala o en la ducha, o quizás en el patio?
– No, no lo hice.
– Mi cliente tenía muchos de los documentos de investigación relacionados con su acusación en la celda. Estos contenían varios de los detalles sobre los que usted ha testificado esta mañana. ¿No cree que es sospechoso?
Torrance negó con la cabeza.
– No. Lo único que sé es que se sentó allí y me dijo lo que había hecho. Estaba mal y se desahogó. ¿Qué culpa tengo de que la gente se me confíe?
Asentí como si me compadeciera de la carga que Torrance tenía que soportar por ser un hombre al que los demás se confiaban, especialmente cuando se trataba de dobles homicidios.
– Por supuesto, señor Torrance. Ahora, puede decir exactamente al jurado lo que le dijo. Y no use los atajos que usó cuando el señor Vincent le hacía las preguntas. Quiero oír exactamente lo que mi cliente dijo. Cítenos sus palabras, por favor.
Torrance hizo una pausa como para hurgar en su recuerdo y componer sus ideas.
– Bueno -dijo finalmente-, estábamos allí sentados, los dos solos y tal, y empezó a hablar de que estaba mal por lo que había hecho. Le pregunté: «¿Qué hiciste?», y me habló de la noche en que mató a los dos tipos y dijo que se sentía fatal.
La verdad es corta. Las mentiras son largas. Quería que Torrance hablara en extenso, algo que Vincent había logrado evitar. Los chivatos de la cárcel tienen algo en común con todos los timadores y los mentirosos profesionales: buscan esconder el engaño con desorientación y bromas. Envuelven sus mentiras con algodón. Pero entre toda esa pelusa muchas veces encuentras la clave para desvelar la gran mentira.
Vincent protestó de nuevo, argumentando que el testigo ya había respondido a las preguntas que estaba planteando yo y que simplemente estaba insistiéndole en este punto.
– Señoría -respondí-, este testigo está poniendo una confesión en boca de mi cliente. Por lo que respecta a la defensa, es la clave del caso. El tribunal sería negligente si no me permitiera explorar completamente el contenido y contexto de un testimonio tan devastador.
El juez Companioni ya estaba asintiendo con la cabeza antes de que yo terminara la última frase. Desestimó la protesta de Vincent y me pidió que procediera. Volví mi atención al testigo y hablé con una nota de impaciencia en mi voz.
– Señor Torrance, todavía está resumiendo. Asegura que el señor Woodson le confesó los crímenes. Así pues, dígale al jurado lo que él le contó. ¿Cuáles fueron las palabras exactas que dijo cuando confesó su crimen?
Torrance asintió como si sólo entonces se diera cuenta de lo que estaba preguntando.
– Lo primero que me dijo fue «Tío, estoy fatal». Y yo le pregunté «¿Por qué, hermano?». El contestó que no paraba de pensar en aquellos dos tipos. No sabía de qué estaba hablando, porque, como he dicho, no había oído nada del caso. Así que dije: «¿Qué dos tipos?», y él dijo «Los dos negratas que tiré en la presa». Le pregunté de qué estaba hablando y él me contó que les disparó a los dos con una recortada y los envolvió en alambre de corral y tal. Dijo: «Sólo hice una cagada», y le pregunté cuál era. El respondió: «Tendría que haber llevado un cuchillo y rajarles la tripa para que no terminaran flotando». Y eso fue lo que me contó.
En mi visión periférica había visto a Vincent encogerse a mitad de la larga respuesta de Torrance. Sabía por qué y, cuidadosamente, me acerqué con la daga.
– ¿El señor Woodson usó esa palabra? ¿Llamó a las víctimas «negratas»?
– Sí, eso dijo.
Dudé al preparar la formulación de la siguiente pregunta. Sabía que Vincent estaba esperando para protestar si le daba pie. No podía pedir a Torrance que interpretara. No podía preguntar «por qué» respecto al significado que le daba Woodson o su motivación para usar esa palabra. Eso era susceptible de objeción.
– Señor Torrance, en la comunidad negra la palabra «ne-grata» puede significar distintas cosas, ¿no? -Supongo.
– ¿Es eso un sí?
– Sí.
– El acusado es afroamericano, ¿no?
Torrance rio.
– Eso me parece.
– ¿Igual que usted, señor?
Torrance empezó a reír otra vez.
– Desde que nací -contestó.
El juez golpeó con la maza y me miró.
– Señor Haller, ¿es realmente necesario?
– Pido disculpas, señoría.
– Por favor, continúe.
– Señor Torrance, cuando el señor Woodson usó esta palabra, como dice que hizo, ¿le sorprendió?
Torrance se frotó el mentón como si reflexionara sobre la pregunta. Entonces negó con la cabeza.
– La verdad es que no.
– ¿Por qué no, señor Torrance?
– Supongo que es porque la oigo todo el tiempo.
– ¿De otros hombres de color?
– Eso es. También se la oigo a tipos blancos.
– Bueno, cuando los negros usan esa palabra, como dice que lo hizo el señor Woodson, ¿de quién están hablando?
Vincent protestó, argumentando que Torrance no podía hablar por lo que otros hombres decían. Companioni admitió la protesta y yo me tomé un momento para volver a trazar el camino a la respuesta que quería.
– Vamos a ver, señor Torrance -dije por fin-. Hablemos sólo de usted, entonces, ¿de acuerdo? ¿Usa esa palabra en alguna ocasión?
– Creo que sí.
– Muy bien, y cuando la usa ¿a quién se refiere?
Torrance se encogió de hombros.
– A otros tipos.
– ¿Otros hombres negros?
– Eso es.
– ¿En alguna ocasión se ha referido a hombres blancos como negratas?
Torrance negó con la cabeza.
– No.
– Muy bien, así pues, ¿qué cree que significaba cuando Barnett Woodson describió a los dos hombres a los que tiró al embalse como negratas?
Vincent rebulló en su asiento y su lenguaje corporal insinuó que iba a protestar, pero no llegó a formular la objeción verbalmente. Debió de darse cuenta de que sería inútil. Había llevado a Torrance a una ratonera y era mío.
Torrance respondió la pregunta.
– Entendí que eran negros y que los mató a los dos.
Ahora el lenguaje corporal de Vincent cambió de nuevo. Se hundió un poco más en el asiento, porque sabía que su apuesta de poner a un chivato carcelario en el estrado de los testigos acababa de salirle rana.
Miré al juez Companioni. El también sabía lo que se avecinaba.
– Señoría, ¿puedo acercarme al testigo?
– Puede hacerlo -dijo el juez.
Caminé hasta el estrado de los testigos y puse la carpeta delante de Torrance. Estaba raída y era de color naranja, un color usado en las cárceles del condado para identificar documentos legales privados que un recluso está autorizado a poseer.
– Bien, señor Torrance, he puesto delante de usted una carpeta en la cual el señor Woodson guarda documentos de revelación que sus abogados le han proporcionado en prisión. Le pregunto una vez más si la reconoce.
– He visto un montón de carpetas naranjas en máxima seguridad. Eso no significa que haya visto ésta.
– ¿Está diciendo que nunca vio al señor Woodson con su carpeta?
– No lo recuerdo exactamente.
– Señor Torrance, estuvo en el mismo módulo que el señor Woodson durante treinta y dos días. Testificó que confiaba en usted y que le hizo una confesión. ¿Está diciendo que nunca lo vio con esta carpeta?
Al principio no respondió. Lo había arrinconado y no tenía escapatoria. Esperé. Si continuaba asegurando que nunca había visto la carpeta, su afirmación de una confesión de Woodson sería sospechosa a ojos del jurado. Si finalmente concedía que estaba familiarizado con la carpeta, me abriría una puerta enorme.
– Lo que estoy diciendo es que lo vi con su carpeta, pero nunca miré lo que había dentro.
Bang. Lo tenía.
– Entonces le pediré que abra la carpeta y la inspeccione.
El testigo siguió mis instrucciones y miró de un lado al otro de la carpeta abierta. Volví al atril, observando a Vincent en mi camino. Tenía la mirada baja y la tez pálida.
– ¿Qué ve cuando abre la carpeta, señor Torrance?
– A un lado hay fotos de los dos muertos en el suelo. Están grapadas. Y al otro lado hay un montón de papeles, informes y tal.
– ¿Puede leer el primer documento del lado derecho? Sólo lea la primera línea del sumario.
– No, no sé leer.
– ¿No sabe leer nada?
– La verdad es que no. No fui a la escuela.
– ¿Puede leer alguna de las palabras que están al lado de las casillas que están marcadas en la parte superior del sumario?
Torrance miró la carpeta y sus cejas se juntaron en ademán de concentración. Yo sabía que habían probado su capacidad de lectura durante su último periodo en prisión y se había determinado que estaba en el mínimo nivel mensurable, por debajo de la de un alumno de segundo grado.
– La verdad es que no -repitió-. No sé leer.
Me acerqué rápidamente a la mesa de la defensa y cogí otra carpeta y un rotulador permanente de mi maletín. Volví al estrado y rápidamente escribí la palabra Caucasiano en la tapa de la carpeta en grandes letras mayúsculas. Sostuve la carpeta para que tanto Torrance como el jurado pudieran verla.
– Señor Torrance, ésta es una de las palabras marcadas en el sumario. ¿Puede leer esta palabra?
Vincent inmediatamente se levantó, pero Torrance ya estaba negando con la cabeza y con expresión de estar completamente humillado. Vincent objetó a la exposición sin fundamento adecuado y Companioni aceptó la protesta. Esperaba que lo hiciera. Sólo estaba abonando el terreno para mi siguiente movimiento con el jurado, y estaba seguro de que la mayoría de sus miembros habían visto al testigo negar con la cabeza.
– De acuerdo, señor Torrance -dije-. Vamos al otro lado de la carpeta. ¿Puede describir a los cadáveres de las fotos?
– Hum, dos hombres. Parece que han abierto un alambre de corral y unas lonas y están allí estirados. Hay un grupo de policías investigando y haciendo fotos.
– ¿De qué raza son los hombres de las lonas?
– Son negros.
– ¿Había visto antes estas fotografías, señor Torrance?
Vincent se levantó para protestar a mi pregunta, porque ya se había formulado y respondido previamente. Pero era como levantar una mano para detener una bala. El juez le ordenó severamente que tomara asiento. Era su forma de decirle al fiscal que iba a tener que quedarse sentado y tragar lo que estaba por venir. Si pones a un mentiroso en el estrado, has de caer con él.
– Puede responder a la pregunta, señor Torrance -dije después de que Vincent se sentara-. ¿Había visto antes estas fotografías?
– No, señor, no las había visto hasta ahora.
– ¿Está de acuerdo en que las fotografías muestran lo que nos ha descrito antes? ¿Que son los cadáveres de dos hombres negros asesinados?
– Eso es lo que parece. Pero no había visto las fotos antes, sólo sé lo que él me dijo.
– ¿Está seguro?
– Algo así no lo olvidaría.
– Nos ha dicho que el señor Woodson confesó haber matado a dos hombres negros; sin embargo, se le juzga por haber matado a dos hombres blancos. ¿No cree que da la impresión de que no confesó en absoluto?
– No, él confesó. Me dijo que mató a esos dos.
Miré al juez.
– Señoría, la defensa solicita que la carpeta que está delante del señor Torrance sea admitida como prueba documental número uno de la defensa.
Vincent protestó por falta de fundamento, pero Companio-ni desestimó la objeción.
– Se admitirá y dejaremos que el jurado decida si el señor Torrance ha visto o no las fotografías y el contenido de la carpeta.
Estaba embalado y decidí ir a por todas.
– Gracias -dije-. Señoría, ahora también sería un buen momento para que el fiscal recordara a su testigo las penas por perjurio.
Era un movimiento teatral hecho a beneficio del jurado. Suponía que tendría que continuar con Torrance y sacarle las vísceras con la daga de su propia mentira. Pero Vincent se levantó y le pidió al juez un receso para hablar con el letrado de la parte contraria.
Supe que acababa de salvar la vida de Barnett Woodson.
– La defensa no tiene objeción -le dije al juez.
Después de que se vaciara la tribuna del jurado, regresé a la mesa de la defensa cuando el alguacil estaba entrando para esposar a mi cliente y volver a llevarlo al calabozo.
– Ese tipo es un mentiroso de mierda -me susurró Wood-son-. Yo no maté a dos negros. Eran blancos.
Tenía la esperanza de que el alguacil no lo hubiera oído.
– ¿Por qué no cierras la puta boca? -le respondí en otro susurro-. Y la próxima vez que veas a ese mentiroso de mierda en el calabozo, deberías darle la mano. Por sus mentiras, el fiscal está a punto de renunciar a la pena de muerte y presentar un trato. Iré a contártelo en cuanto lo tenga.
Woodson negó con la cabeza teatralmente.
– Sí, bueno, puede que ahora no quiera ningún trato. Han puesto a un maldito mentiroso en el estrado, tío. Todo este caso se va por el retrete. Podemos ganar esta mierda, Haller. No aceptes el trato.
Miré a Woodson un segundo. Acababa de salvarle la vida, pero quería más. Se sentía con derecho, porque la fiscalía no había jugado limpio. No importaba la responsabilidad por los dos chicos a los que acababa de reconocer haber matado.
– No te pongas ansioso, Barnett -le dije-. Volveré con noticias en cuanto las tenga.
El alguacil se lo llevó por la puerta de acero que conducía a las celdas anexas a la sala del tribunal. Lo observé salir. No tenía falsas ideas respecto a Barnett Woodson; nunca se lo había preguntado directamente, pero sabía que había matado a aquellos dos chicos del Westside. Eso no me preocupaba. Mi trabajo consistía en sopesar las pruebas presentadas contra él con mis mejores aptitudes, así era como funcionaba el sistema. Lo había hecho y me habían dado la daga. Ahora la usaría para mejorar su situación significativamente, pero el sueño de Woodson de quedar impune del caso de los dos cadáveres que se habían puesto negros en el agua no estaba en la baraja. Quizás él no lo había comprendido, pero su mal pagado y mal apreciado abogado de oficio ciertamente sí lo había hecho.
Después de que la sala se vaciase, Vincent y yo nos quedamos mirándonos mutuamente, cada uno desde su respectiva mesa.
– ¿Y?-dije.
Vincent negó con la cabeza.
– En primer lugar -dijo-, quiero dejar claro que obviamente no sabía que Torrance estaba mintiendo. -Claro.
– ¿Por qué iba a sabotear mi propio caso así?
No hice caso del mea culpa.
– Mira, Jerry, no te molestes. Te dije en la instrucción previa que ese tipo había pillado la carpeta de revelación que mi cliente tenía en su celda. Es de sentido común. Mi cliente no iba a decir nada al tuyo, un perfecto desconocido, y todo el mundo lo sabía excepto tú.
Vincent negó enfáticamente con la cabeza.
– Yo no lo sabía, Haller. El se presentó, fue cuestionado por uno de nuestros mejores investigadores, y no había indicación de mentira, no importa lo improbable que pareciera que tu cliente hablara con él.
Me reí de un modo no amistoso para rechazar su afirmación.
– No que hablara con él, Jerry: que confesara. Hay una pequeña diferencia. Así que será mejor que hables con ese preciado investigador tuyo, porque no se merece la paga del condado.
– Mira, me dijo que el tipo no sabía leer, así que no había forma de que lo supiera por la carpeta de revelación. No mencionó las fotos.
– Exactamente, y por eso deberías buscarte un nuevo investigador. Y te diré una cosa, Jerry: normalmente soy bastante razonable con esta clase de cosas, e intento llevarme bien con la oficina del fiscal del distrito, pero te advertí justamente de este tipo. Así que, después del receso, voy a destriparlo aquí mismo en el estrado y lo único que vas a poder hacer es quedarte sentado mirando. -Me mostré completamente indignado, y buena parte de la indignación era real-. Cuando haya terminado con Torrance, no será el único que va a quedar en evidencia. Ese jurado va a saber que o bien sabías que ese tipo era un mentiroso o que fuiste tan tonto como para no darte cuenta. En cualquier caso no vas a quedar muy bien.
Vincent bajó la mirada a la mesa del fiscal y con calma enderezó las carpetas del caso apiladas delante de él. Habló con voz calmada.
– No quiero que sigas con el contrainterrogatorio -dijo.
– Bien. Entonces, déjate de negaciones y mentiras y dame una resolución que pueda…
– Retiraré la petición de pena capital. Entre veinticinco y perpetua sin condicional.
Negué con la cabeza sin vacilar.
– Eso no va a servir. Lo último que ha dicho Woodson antes de que se lo llevaran era que estaba dispuesto a jugárselo a los dados. Para ser exacto, dijo: «Podemos ganar esta mierda». Y creo que podría tener razón.
– ¿Qué quieres, Haller?
– Diría quince máximo. Creo que podría venderle eso.
Vincent negó con la cabeza enfáticamente.
– Ni hablar. Me volverán a enviar a casos de camellos de calle si les doy eso por dos asesinatos a sangre fría. Mi mejor oferta son veinticinco con condicional. Punto. Bajo las actuales directrices podría salir en dieciséis o diecisiete años. No está mal por lo que hizo, matar a dos chicos así.
Lo miré, tratando de interpretar su expresión, buscando una señal que lo delatara. Concluí que no iba a mejorar la oferta. Y tenía razón, no era un mal trato para lo que Barnett Woodson había hecho.
– No lo sé -dije-. Creo que va a decir que echemos los dados.
Vincent negó con la cabeza y me miró.
– Entonces tendrás que vendérselo, Haller. Porque no puedo bajar más y si continúas con el contrainterrogatorio mi carrera en la fiscalía probablemente habrá terminado.
Esta vez vacilé antes de responder.
– Espera un momento, ¿qué estás diciendo, Jerry? ¿Qué he de sacarte las castañas del fuego? ¿Te he pillado con los pantalones en los tobillos y es a mi cliente al que le han de dar por el culo?
– Estoy diciendo que es una oferta justa para un hombre que es culpable como Caín. Más que justa. Ve a hablar con él y usa tu magia, Mick. Convéncelo. Los dos sabemos que no estarás mucho tiempo en el turno de oficio. Podrías necesitar un favor mío algún día cuando no tengas sueldo fijo y estés en el lado salvaje.
Me limité a mirarlo, registrando el quid pro quo de la oferta. Si yo lo ayudaba, en algún momento él me ayudaría a mí, y Barnett Woodson cumpliría un par de años extra en la trena.
– Tendrá suerte de sobrevivir cinco años ahí dentro, mucho menos veinte -dijo Vincent-. ¿Qué diferencia hay para él? Pero tú y yo vamos a llegar lejos, Mickey. Podemos ayudarnos aquí.
Asentí lentamente. Vincent sólo era unos años mayor que yo, pero estaba tratando de actuar como una especie de anciano sabio.
– Jerry, la cuestión es que, si hago lo que sugieres, nunca podré mirar a otro cliente a los ojos.
Me levanté y recogí mi carpeta. Mi plan era volver y decirle a Barnett Woodson que echara los dados y a ver qué podía hacer por él.
– Te veré después del receso -dije.
Y entonces me alejé.