Todo el mundo miente.
Los polis mienten. Los abogados mienten. Los clientes mienten. Incluso los miembros del jurado mienten.
Hay una escuela de pensamiento en derecho penal que dice que todos los juicios se ganan o se pierden en la elección del jurado. Nunca he compartido una idea tan extrema, pero sí sé que probablemente no hay ninguna fase del juicio más importante que la elección de los doce ciudadanos que decidirán el destino de tu cliente. También es la parte más compleja y huidiza del juicio, pues se basa en los caprichos del destino y la suerte y en ser capaz de preguntar la pregunta adecuada a la persona adecuada en el momento adecuado.
Y sin embargo, empezamos cada juicio con ella.
La selección del jurado en el caso California versus Elliot empezó puntualmente en la sala del juez James P. Stanton a las diez de la mañana del jueves. La sala estaba repleta, en buena parte con el venire -los ochenta potenciales miembros del jurado llamados aleatoriamente del pozo de jurados de la quinta planta del edificio del tribunal penal- y en buena parte con periodistas, profesionales del tribunal, portadores de buena voluntad e incluso mirones que habían conseguido entrar.
Me senté a la mesa de la defensa con mi cliente, cumpliendo con su deseo de un equipo legal de una sola persona. Delante de mí tenía una carpeta abierta, un bloc de post-it y tres rotuladores diferentes: rojo, azul y negro. En la oficina, había preparado el terreno usando una regla para dibujar una cuadrícula. Había doce bloques, todos del tamaño de un post-it. Cada bloque era para uno de los doce jurados que podían ser elegidos para sentarse a juzgar a Walter Elliot. Algunos abogados usaban ordenadores para llevar el control de potenciales jurados. Incluso tenían software que podía aportar la información revelada durante el proceso de selección, filtrarla mediante programas de reconocimiento de patrones sociopolíticos y escupir al instante recomendaciones sobre la conveniencia de aceptar o rechazar a un miembro del jurado. Yo seguía usando el sistema de rejilla de la vieja escuela desde mis tiempos de abogado novato en el turno de oficio. Siempre me había funcionado bien y no iba a cambiarlo entonces. No quería usar el instinto de un ordenador cuando se trataba de elegir un jurado, quería usar el mío. Un ordenador no puede oír cómo alguien da una respuesta. No puede ver los ojos de alguien cuando miente.
El funcionamiento consiste en que el juez tiene una lista generada por ordenador a partir de la cual llama a doce ciudadanos del venire, y éstos toman asiento en la tribuna del jurado. En ese punto, cada uno de ellos es miembro del jurado. Pero sólo conservarán sus asientos si sobreviven al voir dire: un interrogatorio sobre su trasfondo personal y sobre sus puntos de vista y comprensión de la ley. Se trata de un proceso. El juez les plantea una serie de preguntas básicas y a continuación los abogados tienen la oportunidad de seguir con cuestiones más específicas.
Los jurados pueden ser retirados de la tribuna de dos formas. Pueden ser rechazados por causa fundada, si muestran a través de sus respuestas, de su actitud o incluso por sus circunstancias vitales que no poseen credibilidad para ser jueces justos o escuchar el caso con una mentalidad abierta. Los letrados disponen de un número ilimitado de recusaciones fundadas. En ocasiones, el juez mismo veta a alguien por causa fundada antes de que el fiscal o el abogado defensor planteen siquiera una objeción. Siempre he creído que la forma más rápida de salir de un jurado es anunciar que estás convencido de que todos los policías mienten o de que todos los policías tienen siempre razón. De un modo u otro, las ideas preconcebidas equivalen a una recusación fundada.
El segundo método de eliminación son las recusaciones perentorias, de las cuales cada letrado dispone de un número limitado, que depende del tipo de caso y las acusaciones. Puesto que se trataba de un juicio con acusaciones de homicidio, tanto el fiscal como la defensa contaban con hasta veinte recusaciones perentorias. Es en el uso juicioso y con tacto de estas perentorias donde entran en juego la estrategia y el instinto. Un letrado capaz puede usar sus recusaciones para ayudar a esculpir al jurado en una herramienta para la acusación o la defensa. Una recusación perentoria permite al abogado echar a un jurado sin ninguna otra razón que su desagrado instintivo del individuo. Una excepción a esto sería el uso obvio de las perentorias para crear un sesgo en el jurado. Un fiscal que continuamente elimina jurados negros, o un abogado defensor que hace lo mismo con los blancos, pronto acabará con la paciencia de la parte contraria y con la del juez.
Las reglas de voir dire están concebidas para eliminar el sesgo y el engaño en el jurado. El término en sí procede de la frase en francés medieval «decir la verdad». Pero esto, por supuesto, está en contradicción con el interés de cada una de las partes. El resumen es que en cualquier juicio quiero un jurado sesgado; sesgado contra la fiscalía y la policía. Lo quiero predispuesto a ponerse de mi lado. La verdad es que una persona justa es la persona que menos quiero en mi jurado: quiero a alguien que ya esté de mi lado o que pueda ser empujado allí. Quiero doce lemmings en la tribuna. Jurados que me seguirán la pista y actuarán como agentes de la defensa.
Y, por supuesto, el hombre sentado a un metro y medio de mí en la sala quería conseguir un resultado diametralmente opuesto de la selección del jurado. El fiscal quería sus propios lemmings y usaría sus recusaciones para esculpir el jurado de este modo y a mi costa.
A las diez y quince, el eficiente juez Stanton ya había examinado la lista impresa por el ordenador que aleatoriamente seleccionaba los primeros doce candidatos y había hecho pasar a éstos a la tribuna del jurado nombrando los códigos numéricos que se les habían asignado en la sala de la reserva de jurados de la quinta planta. Había seis hombres y seis mujeres. Teníamos tres carteros, dos ingenieros, un ama de casa de Pomona, un guionista en paro, dos profesores de instituto y tres jubilados.
Sabíamos de dónde eran y a qué se dedicaban, pero no conocíamos sus nombres. Era un jurado anónimo. Durante las consultas previas al juicio, el juez había sido categórico en su intención de proteger a los miembros del jurado de la atención y el escrutinio públicos. Había ordenado que las cámaras de Cortes TV se montaran en la pared de encima de la tribuna del jurado para que los miembros de éste no se vieran en esa imagen de la sala. También había dictado que no se revelara la identidad de ninguno de los jurados potenciales ni siquiera a los abogados y que nos refiriéramos a ellos durante el voir dire por el número de su asiento.
El proceso empezó con el juez planteando a cada posible miembro del jurado preguntas sobre cómo se ganaban la vida en la zona del condado de Los Ángeles donde vivían. Luego pasó a cuestiones básicas sobre si habían sido víctimas de delitos, si tenían parientes en prisión o estaban relacionados con algún policía o fiscal. Les preguntó cuál era su conocimiento de la ley y los procedimientos del tribunal. Les preguntó quién tenía experiencia anterior en otro jurado. El juez dispensó a tres por causa fundada: un empleado postal cuyo hermano era agente de policía; un jubilado cuyo hijo había sido víctima de un homicidio relacionado con las drogas y el guionista porque, aunque nunca había trabajado para Archway Studios, el juez percibió que podría sentir animadversión hacia Elliot por el contencioso entre guionistas y propietarios de estudios en general.
Un cuarto posible jurado -uno de los ingenieros- fue eximido cuando el juez aceptó su solicitud de una dispensa por perjuicios. Era un asesor autónomo y dos semanas en un juicio equivalían a dos semanas sin más ingresos que los cinco dólares por día que le daban por ser jurado.
Los cuatro fueron rápidamente sustituidos aleatoriamente por otros cuatro componentes del venire. Y así fue avanzando el proceso. A mediodía, había usado dos de mis perentorias en los trabajadores de correo que quedaban y una tercera para eliminar al segundo ingeniero, pero decidí tomarme la hora de comer para pensarlo antes de dar mi siguiente paso. Entre tanto, Golantz se estaba reservando y contaba con un arsenal completo de recusaciones. Su estrategia era obviamente dejarme gastar mis recusaciones para luego proceder a la modelación final del jurado.
Elliot había adoptado la pose del director ejecutivo de la defensa. Yo hacía el trabajo delante del jurado, pero él insistía en dar el visto bueno a cado una de mis recusaciones perentorias. Eso requería tiempo extra, pues tenía que explicarle por qué quería eliminar a un jurado y él siempre ofrecía su opinión. Sin embargo, en última instancia daba su aprobación como el hombre al mando, y el jurado era dispensado. Era un proceso molesto, pero podía soportarlo, siempre y cuando Elliot aceptara lo que yo quería.
Poco después de mediodía, el juez hizo una pausa para comer. Aunque el día estaba consagrado a la selección del jurado, técnicamente era el primer día de mi primer juicio en un año. Lorna Taylor había venido a ver el espectáculo y a darme su apoyo. El plan era ir a comer juntos antes de que ella volviera a la oficina y empezara a recoger.
Al salir al pasillo, le pregunté a Elliot si quería comer con nosotros, pero dijo que tenía que pasarse por el estudio a revisar algunas cosas. Le dije que no volviera tarde. El juez nos había concedido unos generosos noventa minutos para el almuerzo y no vería con buenos ojos ningún retraso.
Lorna y yo nos quedamos y dejamos que los posibles jurados se metieran en los ascensores. No quería bajar con ellos. Si haces eso, inevitablemente uno de ellos abre la boca y pregunta algo que es impropio y luego has de seguir el protocolo de informar al juez.
Cuando se abrieron las puertas de uno de los ascensores, vi al periodista Jack McEvoy avanzando entre los jurados, examinando el pasillo y concentrándose en mí.
– Genial -dije-. Aquí viene el problema. -McEvoy vino directamente hacia mí-. ¿Qué quiere? -pregunté.
– Explicarme.
– ¿Qué, explicar por qué es un mentiroso?
– No, mire, cuando le dije que iba a salir el domingo, lo decía en serio. Es lo que me dijeron.
– Y hoy estamos a jueves, no ha salido ni un artículo en el periódico y cuando he tratado de llamarle, no me ha devuelto la llamada. Tengo otros periodistas interesados, McEvoy. No necesito al Times.
– Mire, lo entiendo. Pero lo que ocurrió es que decidieron guardarlo para que se publicara más cerca del juicio.
– El juicio ha empezado hace dos horas.
El periodista negó con la cabeza.
– Bueno, el juicio real. Testimonios y pruebas. Lo van a publicar en portada este domingo.
– La portada del domingo. ¿Es una promesa?
– El lunes a lo sumo.
– Vaya, ahora es el lunes.
– Mire, es el mundo de la prensa. Las cosas cambian. Se supone que ha de salir en portada el domingo, pero si ocurre algo grande en el mundo podrían pasarlo al lunes. Se toma o se deja.
– Muy bien. Lo creeré cuando lo vea.
Vi que la zona que rodeaba los ascensores estaba despejada. Lorna y yo ya podíamos bajar sin encontrarnos con posibles jurados. Tomé a Lorna del brazo y empecé a dirigirme hacia allí. Pasé al lado del periodista.
– ¿Entonces estamos de acuerdo? -dijo McEvoy-. ¿Esperará?
– Esperar ¿qué?
– Para hablar con otro. Para ceder la exclusiva.
– Claro.
Lo dejé allí y me dirigí hacia los ascensores. Cuando salimos del edificio, caminamos una manzana hasta el ayuntamiento y le pedí a Patrick que nos recogiera allí. No quería que ningún posible jurado que pudiera andar cerca del edificio me viera entrar en la parte de atrás de un Lincoln con chófer; podría no caerles bien. Entre las instrucciones previas al juicio que le había dado a Elliot había una directiva para que renunciara a la limusina del estudio y viniera conduciendo él mismo al tribunal cada día. Nunca se sabe quién puede verte fuera del tribunal y qué efecto puede tener.
Le dije a Patrick que nos llevara al French Garden, en la calle Siete. Luego llamé al móvil de Bosch y el respondió de inmediato.
– Acabo de hablar con el periodista -dije.
– ¿Y?
– Y finalmente saldrá el domingo o el lunes. En primera página, así que esté preparado.
– Por fin.
– Sí. ¿Va a estar preparado?
– No se preocupe. Lo estoy.
– He de preocuparme. Es mi… ¿Hola?
Ya había colgado. Cerré el teléfono.
– ¿Qué era eso? -preguntó Lorna.
– Nada.
Me di cuenta de que tenía que cambiar de tema.
– Escucha, cuando vuelvas hoy a la oficina quiero que llames a Julie Favreau y veas si puede venir al tribunal mañana.
– Pensaba que Elliot no quería un asesor de jurado.
– No ha de saber que la estamos usando.
– Entonces, ¿cómo le pagarás?
– Sácalo de la cuenta operativa general, no me importa; lo pagaré de mi bolsillo si es necesario. Pero voy a necesitarla y me da igual lo que piense Elliot. Ya he quemado dos recusaciones y tengo la sensación de que mañana voy a agotar las que me queden. Quiero que me ayude en la fase final. Sólo dile que el alguacil tendrá su nombre en la lista y se asegurará de que tiene un asiento. Pídele que se aposente en la galería y que no se me acerque mientras esté con mi cliente. Dile que puede mandarme mensajes de texto cuando tenga algo importante.
– Vale, la llamaré. ¿Estás bien, Mick?
Debía de estar hablando demasiado deprisa o sudando en exceso, y Lorna había captado mi agitación. Me sentía un poco tembloroso y no sabía si era por los embustes del periodista, por la forma en que me había colgado Bosch o por la creciente sensación de que aquello para lo que había estado trabajando durante un año pronto estaría encima. Testimonios y pruebas.
– Estoy bien -solté bruscamente-. Tengo hambre. Ya sabes cómo me pongo cuando tengo hambre.
– Claro -dijo Lorna-. Comprendo.
La verdad era que no tenía hambre. Ni siquiera tenía ánimo para comer. Estaba sintiendo el peso sobre mí. El peso del futuro de un hombre.
Y no era en el futuro de mi cliente en lo que estaba pensando.
A las tres en punto del segundo día de selección del jurado, Golantz y yo habíamos cruzado recusaciones perentorias y fundadas durante más de diez horas en sesión. Había sido una batalla. Nos habíamos atacado discretamente el uno al otro, identificando los jurados preferidos de cada uno y eliminándolos sin miramientos. Habíamos revisado casi todo el venire, y mi gráfico de asientos del jurado estaba cubierto en algunos lugares con hasta cinco capas de post-it. Me quedaban dos recusaciones perentorias. Golantz, al principio cauto con sus recusaciones, me había dado alcance y luego me había superado. Sólo le quedaba su perentoria final. Era la hora de la verdad. La tribuna del jurado estaba a punto de completarse.
En la composición de ese momento, la tribuna incluía a un abogado, un programador informático, dos nuevos empleados de correos y tres nuevos jubilados, así como un enfermero, un jardinero y un artista.
De los doce que se habían sentado originalmente la mañana anterior, todavía quedaban dos posibles jurados. El ingeniero del asiento siete y uno de los jubilados, en el asiento doce, de algún modo habían cubierto la distancia. Ambos eran varones blancos y ambos, según mi cálculo, tendentes al estado. Ninguno estaba abiertamente del lado de la fiscalía, pero en mi gráfico había tomado notas sobre ellos en tinta azul, mi código para un jurado que percibía como frío a la defensa. No obstante, sus inclinaciones eran tan leves que todavía no había usado una preciada recusación con ninguno de ellos.
Sabía que podía eliminarlos a los dos con un floreo final de mis últimas perentorias, pero ése era el riesgo del voir dire. Tachas a un jurado por la tinta azul y el sustituto puede terminar siendo azul eléctrico y un mayor riesgo para tu cliente que el original. Eso era lo que convertía la selección del jurado en un arte impredecible.
La última adición a la tribuna era la artista que ocupó el hueco en el asiento número once después de que Golantz hubiera usado su decimonovena recusación perentoria para eliminar a un trabajador del servicio municipal de recogida de basuras que yo había anotado como jurado rojo. En respuesta al interrogatorio general del juez Stanton, la artista reveló que vivía en Malibú y trabajaba en un estudio cerca de la autovía del Pacífico. Su medio de expresión era la pintura acrílica y había estudiado en el Art Institute de Filadelfia antes de venir a buscar la luz de California. Dijo que no tenía televisión y que no leía regularmente ningún periódico. Aseguró que no sabía nada de los crímenes que se habían producido seis meses antes en la casa de la playa y no muy lejos de donde ella vivía y trabajaba.
Casi desde el principio había tomado notas sobre ella en rojo y estaba cada vez más contento de tenerla en mi jurado a medida que iba respondiendo preguntas. Sabía que Golantz había cometido un error táctico. Había eliminado al empleado de recogida de basuras con una recusación y había terminado con un jurado aparentemente más perjudicial para su causa. Ahora tendría que convivir con el error o usar su recusación final para eliminar a la artista y volver a correr el mismo riesgo.
Cuando el juez terminó con sus preguntas generales, llegó el turno de los abogados. Golantz empezó y planteó una serie de preguntas con el objetivo de revelar una predisposición de la artista a fin de que ésta fuera eliminada con causa fundada y sin tener que recurrir a su última recusación perentoria. Pero la mujer aguantó, mostrándose muy honesta y sin prejuicios.
A la cuarta pregunta en la invectiva del fiscal, sentí una vibración en el bolsillo y saqué el móvil. Lo aguanté entre mis piernas por debajo de la mesa de la defensa para que no me viera el juez. Julie Favreau había estado mandándome mensajes de texto todo el día.
Favreau: Quédatela.
Le mandé otro inmediatamente.
Haller: Ya. ¿Y el 7, 8 y 10? ¿Cuál después?
Favreau, mi asesora de selección de jurado secreta, había estado en la cuarta fila de la galería en las sesiones de mañana y tarde. También me había reunido con ella durante el almuerzo mientras Walter Elliot había ido una vez más a revisar asuntos al estudio, y le había dejado examinar mi gráfico para que ella pudiera hacerse el suyo. Aprendía rápido y supo exactamente dónde estaba con mis códigos y recusaciones.
Recibí una respuesta a mi mensaje de texto casi de inmediato. Eso era algo que me gustaba de Favreau: no se pensaba las cosas en exceso. Tomaba decisiones rápidas e instintivas basadas únicamente en delatores visuales en relación con respuestas verbales.
Favreau: No me gusta el 8. No he oído bastante al 10. Echa al 7 si puedes.
El jurado número ocho era el jardinero. Lo tenía en azul por algunas de las respuestas que había dado en relación con la policía. También pensaba que estaba demasiado ansioso por formar parte del jurado. Eso siempre era un indicador de alerta en un caso de homicidio. Me señalaba que el potencial jurado tenía fuertes sentimientos sobre la ley y el orden y no vacilaba ante la idea de sentarse a juzgar a otra persona. La verdad era que sospechaba de cualquiera que quisiera sentarse a juzgar a otro ser humano: cualquiera al que le gustaba la idea de ser un jurado era azul hasta el final.
El juez Stanton nos estaba dando mucha libertad de acción. Cuando nos llegaba el turno de cuestionar a un potencial jurado, a los abogados se nos permitía cambiar el tiempo asignado para interrogar a cualquier otro candidato. El juez también permitía un uso generoso de recusaciones retrospectivas, lo cual significaba que se aceptaba vetar a cualquier componente de la tribuna, incluso si ya había sido interrogado y aceptado.
Cuando me llegó el turno de interrogar a la artista, me acerqué al atril y le dije al juez que la aceptaba en el jurado en ese momento sin más preguntas. Pedí que en cambio se me permitiera plantear más preguntas al jurado número ocho y el juez me dejó proceder.
– Jurado número ocho, sólo quiero aclarar un par de detalles sobre sus puntos de vista. Primero, deje que le pregunte: si al final de este juicio, después de haber oído todos los testimonios, cree que mi cliente podría ser culpable, ¿votaría para condenarlo?
El jardinero pensó un momento antes de responder.
– No, porque eso no sería más allá de toda duda razonable.
Asentí con la cabeza para hacerle saber que había dado la respuesta adecuada.
– ¿O sea que no equipara «podría ser» con «más allá de toda duda razonable»?
– No señor, en absoluto.
– Bien. ¿Cree que detienen a la gente por cantar demasiado alto en la iglesia?
En el rostro del jardinero se extendió una expresión de desconcierto y hubo murmullos de risas en la galería.
– No entiendo.
– Hay un dicho que cuenta que a la gente no la detienen por cantar demasiado alto en la iglesia. En otras palabras, que donde hay humo hay fuego. A la gente no la detienen sin una buena razón. La policía normalmente no se equivoca y detiene a quien tiene que detener. ¿Cree eso?
– Creo que todo el mundo comete errores de cuando en cuando, incluso la policía, y hay que examinar cada caso individualmente.
– Pero cree que la policía normalmente no se equivoca.
Estaba acorralado. Cualquier respuesta levantaría una alarma en un sentido o en otro.
– Creo que probablemente es así, son profesionales, pero yo examinaría cada caso individualmente, y no creo que sólo porque la policía normalmente no se equivoque automáticamente tenga a la persona correcta en este caso.
Era una buena respuesta, y más para un jardinero. Una vez más asentí. Sus respuestas eran correctas, pero había algo casi ensayado en la manera de responder. Era meloso, con aires de superioridad moral. El jardinero deseaba desesperadamente estar en el jurado, y eso no me gustaba.
– ¿Qué coche conduce, señor?
La pregunta inesperada siempre era buena para provocar una reacción. El jurado número ocho se recostó en su asiento y me miró como si estuviera tratando de engañarle de algún modo.
– ¿Mi coche?
– Sí, ¿qué coche lleva al trabajo?
– Tengo una camioneta. Guardo allí mi material y cosas. Es una Ford 150.
– ¿Tiene alguna pegatina en la parte de atrás?
– Sí… unas cuantas.
– ¿ Qué dicen?
Tuvo que pensar un buen rato para recordar sus propias pegatinas del parachoques.
– Ah, tengo la de la Asociación Nacional del Rifle, y otra que dice: Si puedes leer esto, aléjate. Algo así. Puede que no sea muy educado.
Hubo risas de sus compañeros del venire, y el número ocho sonrió con orgullo.
– ¿Desde cuándo es socio de la Asociación Nacional del Rifle? -pregunté-. En la información del jurado no lo menciona.
– Bueno, en realidad no lo soy. Quiero decir que no soy socio. Sólo llevo el adhesivo allí.
Engaño. O estaba mintiendo respecto a su afiliación y lo había dejado fuera de la hoja de información, o no era miembro y estaba usando su pegatina para mostrarse como algo que no era, o como parte de una organización en la que creía pero a la que no quería unirse oficialmente. En cualquier caso era engañoso, y eso confirmaba todo lo que estaba sintiendo. Favreau tenía razón: tenía que eliminarlo. Le dije al juez que había terminado mi interrogatorio y volví a sentarme.
Cuando el juez preguntó si la acusación y la defensa aceptaban la tribuna tal y como estaba compuesta, Golantz trató de recusar a la artista por causa fundada. Yo me opuse a ello y el juez me respaldó. Golantz no tuvo otra alternativa que usar su última perentoria para eliminarla. Entonces usé mi penúltima recusación para eliminar al jardinero. El hombre parecía enfadado al recorrer el largo pasillo para abandonar la sala.
Se citaron otros dos nombres del venire y un agente inmobiliario y otro jubilado ocuparon los asientos ocho y once de la tribuna. Sus respuestas a las preguntas del juez colocaban a ambos en el camino de en medio. Los codifiqué a los dos negros y no oí nada que hiciera saltar una alarma. A medio camino del voir diré del juez recibí otro mensaje de texto de Favreau.
Favreau: Los dos +/- en mi opinión. Los 2 lemmings.
En general, tener lemmings en la tribuna era bueno. Los jurados sin indicador de personalidad fuerte y con convicciones moderadas podían ser manipulados en ocasiones durante las deliberaciones. Buscaban a alguien al que seguir. Cuantos más lemmings tenías, más importante era tener un jurado con una personalidad fuerte y del que creyeras que estaba predispuesto para la defensa. Quieres a alguien en la sala de deliberaciones que arrastre a los lemmings consigo.
Golantz, en mi opinión, había cometido un error táctico básico. Había agotado sus recusaciones perentorias antes que la defensa y, mucho peor, había dejado a un abogado en la tribuna. El jurado número tres había llegado hasta el final y mi instinto era que Golantz se guardaba su última perentoria para él. Pero tuvo que agotarla con la artista y ahora se había clavado con un abogado en tribuna.
El jurado número tres no ejercía el derecho penal, pero tenía que haberlo estudiado para conseguir el título, y de cuando en cuando habría flirteado con la idea de ejercerlo. No hacían películas ni series de televisión sobre abogados de derecho inmobiliario, el derecho penal tenía tirón y el jurado número tres no sería inmune a él. En mi opinión, eso lo convertía en un jurado excelente para la defensa. Estaba encendido de rojo en mi gráfico y era mi elección número uno para la tribuna. Iría al juicio y a las deliberaciones posteriores conociendo la ley y la situación de inferioridad absoluta de la defensa. Eso no sólo lo hacía simpático a mis ojos, sino que lo convertía en el candidato obvio a portavoz, el miembro del jurado elegido por los doce para hacer comunicaciones con el juez y hablar en nombre de todos ellos. Cuando el jurado entrara en la sala de deliberaciones, la primera persona a la que todos se volverían sería el abogado. Si era rojo, entonces iba a arrastrar a muchos de sus compañeros jurados hacia un veredicto de inocencia. Y como mínimo, su ego de abogado le insistiría en que su veredicto era correcto y se ceñiría a él. Él solo podía dejar al jurado sin veredicto e impedir una condena de mi cliente.
Era confiar mucho en él, considerando que el jurado número tres había respondido a preguntas del juez y los abogados durante menos de treinta minutos. Pero a eso se reducía la selección del jurado. Decisiones rápidas e instintivas, basadas en la experiencia y la observación.
El resumen era que iba a dejar a los dos lemmings en la tribuna. Me quedaba una recusación e iba a usarla con el jurado número siete o el número diez: el ingeniero o el jubilado.
Le pedí al juez un momento para departir con mi cliente. Luego me volví hacia Elliot y deslicé mi gráfico delante de él.
– Esto es todo, Walter. Nos queda la última bala. ¿Qué opina? Creo que hemos de desembarazarnos del siete y el diez, pero sólo podemos deshacernos de uno.
Elliot había estado muy involucrado. Desde que los primeros doce habían ocupado sus asientos la mañana anterior, había expresado fuertes e intuitivas opiniones sobre cada jurado que quería recusar. Pero nunca había elegido a un jurado antes. Lo había hecho yo. Había soportado sus comentarios, pero en última instancia había tomado mis decisiones. Ahora bien, esta última decisión era a cara o cruz. Cualquiera de los jurados sería dañino para la defensa. Cualquiera podía resultar un lemming. Era una decisión difícil y estaba tentado a dejar que el instinto de mi cliente fuera el factor decisivo.
Elliot tocó con un dedo en el bloque del jurado número diez de mi cuadrícula. El autor técnico jubilado de un fabricante de juguetes.
– El -dijo-. Deshágase de él.
– ¿Está seguro?
– Absolutamente.
Miré la cuadrícula. Había mucha tinta azul en el bloque diez, pero había una cantidad igual en el bloque siete. El ingeniero.
Tenía la corazonada de que el autor técnico era como el jardinero: deseaba imperiosamente estar en el jurado, pero por razones completamente diferentes. Pensaba que quizá su plan era usar su experiencia como investigación para un libro o quizás un guión de cine. Había pasado su carrera escribiendo instrucciones para manuales de juguetes. En su jubilación, lo había reconocido en el voir dire, estaba intentando escribir ficción; nada como un asiento de primera fila en un juicio por homicidio para estimular la imaginación y el proceso creativo. Para él estaba bien, pero no para Elliot. No quería en mi jurado a nadie al que le gustara la idea de sentarse a juzgar, por la razón que fuera.
El jurado número siete era azul por otra razón. Constaba como ingeniero aeroespacial. La industria en la que trabajaba tenía una gran presencia en el sur de California, y en consecuencia había interrogado a varios ingenieros durante el voir dire a lo largo de los años. En general, los ingenieros eran política y religiosamente conservadores, dos atributos muy azules, y trabajaban para empresas que se sustentaban gracias a grandes contratas y concesiones del gobierno. Un voto para la defensa era un voto contra el gobierno, y eso era un salto duro de hacer para ellos. Por último, y quizá más importante, los ingenieros habitan un mundo de lógica y absolutos. Esas son cosas que normalmente no pueden aplicarse a un crimen, a una escena del crimen o al sistema judicial en su conjunto.
– No lo sé -dije-. Creo que tendríamos que quitar al ingeniero.
– No, me gusta. Me ha gustado desde el primer momento. Tiene buen contacto visual. Quiero que se quede.
Me aparté de Elliot y miré a la tribuna. Mis ojos vagaron del jurado número siete al jurado número diez una y otra vez. Esperaba algún signo, algo que delatara la decisión correcta.
– Señor Haller -dijo el juez Stanton-. ¿Desea usar su última recusación o acepta el jurado tal y como está compuesto ahora? Le recuerdo que se está haciendo tarde y aún hemos de elegir a los jurados suplentes.
Mi teléfono estaba zumbando mientras el juez se dirigía a mí.
– Eh, un segundo, señoría.
Me volví hacia Elliot y me incliné como para susurrarle algo, pero lo que en realidad estaba haciendo era sacar mi teléfono.
– ¿Está seguro, Walter? -susurré-. El tipo es ingeniero. Eso podría significar problemas.
– Mire, me gano la vida leyendo lo que dice la gente y echando los dados -dijo Elliot en otro susurro-. Quiero a ese hombre en mi jurado.
Asentí y miré entre mis piernas, donde sostenía el teléfono. Era un mensaje de Favreau.
Favreau: Echa al 10. Veo engaño. El 7 encaja en perfil fiscalía pero veo buen contacto visual y expresión franca. Está interesado en tu historia. Le gusta tu cliente.
Contacto visual. Eso lo decidió. Volví a guardarme el teléfono en el bolsillo y me levanté. Elliot me agarró por la manga de la chaqueta. Me incliné para oír su susurro urgente.
– ¿Qué está haciendo?
Me solté, porque no quería su muestra pública de intentar controlarme. Me enderecé y miré al juez.
– Señoría, la defensa quisiera dar las gracias y dispensar al jurado número diez en este momento.
Mientras el juez echaba al autor técnico y llamaba a un nuevo candidato a la décima silla del jurado, me senté y me volví hacia Elliot.
– Walter, no vuelva a agarrarme así delante del jurado. Le hace quedar como un capullo y ya voy a pasarlo bastante mal convenciéndoles de que no es un asesino.
Me volví para darle la espalda mientras observaba a otro candidato que casi con toda seguridad sería el último componente del jurado en ocupar el asiento libre en la tribuna.