El lunes por la mañana llevaba puesto el traje de Corneliani. Me encontraba junto a mi cliente en la sala y estaba preparado para empezar a presentar su defensa. Jeffrey Golantz, el fiscal, estaba sentado a su mesa, preparado para frustrar mis esfuerzos. Y la galería del público, detrás de nosotros, volvía a estar a tope. Pero el estrado del juez estaba vacío. Stanton permanecía recluido en su despacho y llevaba casi una hora de retraso sobre la hora señalada por él mismo de las nueve en punto. Algo había ido mal o algo había surgido, pero todavía no nos habían informado. Habíamos visto a agentes del sheriff escoltando a un hombre al que no reconocí hasta el despacho del juez y luego volviéndolo a sacar, pero no había oído ni una palabra de lo que estaba ocurriendo.
– Eh, Jeff, ¿qué opina? -pregunté finalmente a través del pasillo.
Golantz me miró. Llevaba un bonito traje negro, pero lo había venido llevando en días alternos y ya no parecía impresionante. Se encogió de hombros.
– Ni idea -contestó.
– Tal vez está allí reconsiderando mi petición de un veredicto directo.
Sonreí. Golantz no.
– Estoy seguro -dijo con su mejor sarcasmo de fiscal.
El caso de la fiscalía se había prolongado durante toda la semana anterior. Yo había ayudado con un par de contrainterrogatorios prolongados, pero la mayor parte del tiempo la había ocupado Golantz insistiendo en el ensañamiento. Mantuvo en el estrado de los testigos durante- casi un día entero al forense que había realizado las autopsias de Mitzi Elliot y Johan Rilz, describiendo con exasperante detalle cómo y cuándo habían muerto las víctimas. Tuvo al contable de Walter Elliot en el estrado medio día, explicando las finanzas del matrimonio Elliot y cuánto perdería Walter con un divorcio. Y mantuvo al técnico criminalista durante casi el mismo tiempo, explicando su hallazgo de altos niveles de residuos de disparo en las manos y ropa del acusado.
Entre estos testimonios clave, llevó a cabo interrogatorios más breves de testigos menores, y por último finalizó el viernes por la tarde con uno lacrimógeno. Puso a la mejor amiga de toda la vida de Mitzi Elliot en el estrado. La mujer testificó sobre los planes de Mitzi de divorciarse de su marido en cuanto venciera el contrato prematrimonial. Habló de la pelea entre marido y mujer cuando se reveló el plan y mencionó que había visto moretones en los brazos de la señora Elliot al día siguiente. No paró de llorar durante la hora que estuvo en el estrado y continuamente cayó en testimonio de oídas, a lo que yo protesté. Como era costumbre, le pedí al juez en cuanto terminó la acusación un veredicto directo de absolución. Argumenté que la fiscalía no se había ni acercado a establecer prima facie las acusaciones que pesaban sobre Elliot. Pero también como de costumbre el juez rechazó de plano mi moción y dictó que el juicio pasaría a la fase de la defensa puntualmente a las nueve en punto del lunes siguiente. Pasé el fin de semana preparando la estrategia y a mis dos testigos clave: la doctora Shamiram Arslanian, mi experta en residuos de disparo, y el capitán de policía francés con jet lag llamado Malcolm Pepin. Ya era lunes por la mañana y estaba con las pilas cargadas y listo para empezar. Pero no había juez en el estrado delante de mí.
– ¿Qué está pasando? -me susurró Elliot.
Me encogí de hombros.
– Tiene las mismas probabilidades que yo de adivinarlo. La mayor parte de las veces que el juez no sale, no tiene nada que ver con el caso. Normalmente se trata del próximo juicio de su lista.
Elliot no se calmó. Se le quedó una profunda arruga en el entrecejo. Sabía que estaba ocurriendo algo. Me volví y miré a la galería. Julie Favreau estaba sentada tres filas más atrás con Lorna. Le guiñé el ojo y Lorna me respondió levantando un pulgar. Barrí con la mirada el resto de la galería y me fijé en que detrás de la mesa de la acusación había un hueco en los espectadores que se apiñaban hombro con hombro. No había alemanes. Estaba a punto de preguntarle a Golantz dónde estaba la familia de Rilz cuando un agente del sheriff uniformado se acercó a la barandilla de detrás del fiscal.
– Disculpe.
Golantz se volvió y el agente le hizo una seña con un documento que sostenía.
– ¿Es usted el fiscal? -preguntó el agente-. ¿Con quién he de hablar de esto?
Golantz se levantó y se acercó a la barandilla. Echó una rápida mirada al documento y se lo devolvió.
– Es una citación de la defensa. ¿Es usted el agente Stallworth?
– Exacto.
– Entonces está en el lugar adecuado.
– No, ni hablar. Yo no tengo nada que ver con este caso.
Golantz cogió la citación de nuevo y la estudió. Vi que los engranajes empezaban a girar, pero cuando comprendiera las cosas ya sería demasiado tarde.
– ¿No estaba en la escena de la casa? ¿Y en el perímetro o el control de tráfico?
– Estaba en casa durmiendo. Trabajo en el turno de noche.
– Espere.
Golantz volvió a su escritorio y abrió una carpeta. Vi que comprobaba la lista final de testigos que había entregado dos semanas antes.
– ¿Qué es esto, Haller?
– ¿Qué es qué? Está ahí.
– Esto es una argucia.
– No, no lo es. Lleva ahí dos semanas.
Me levanté y me acerqué a la barandilla.
– Agente Stallworth, soy Michael Haller.
Stallworth se negó a darme la mano. Avergonzado delante de la galería del público, insistí.
– Soy yo quien le ha citado. Si espera en el pasillo, trataré de que entre y salga en cuanto se inicie la sesión. Hay un poco de retraso con el juez, pero espere tranquilo y lo llamarán enseguida.
– No, se equivoca. No tengo nada que ver con este caso. Acabo de terminar el servicio y me voy a casa.
– Agente Stallworth, no hay ningún error, y aunque lo hubiera no puede no presentarse a una citación. Sólo el juez puede dejarle marchar a petición mía. Si se va a casa lo va a poner furioso. No creo que quiera que se ponga furioso con usted.
El agente resopló como si estuviera fuera de sí. Miró a Golantz en busca de ayuda, pero el fiscal sostenía un móvil contra su oreja y estaba susurrando en él. Tenía la sensación de que era una llamada de emergencia.
– Mire -le dije a Stallworth-, sólo vaya al pasillo y…
Oí que desde la parte delantera de la sala decían mi nombre y el del fiscal. Me volví y vi al alguacil señalándonos la puerta que conducía al despacho del juez. Finalmente, algo estaba ocurriendo. Golantz puso fin a su llamada y se levantó. Le di la espalda a Stallworth y seguí a Golantz hacia el despacho del juez.
El juez estaba sentado detrás de su escritorio, con su toga negra. Parecía a punto de levantarse, pero algo lo retenía.
– Caballeros, siéntense -dijo.
– Señoría, ¿quiere que venga el acusado? -pregunté.
– No, no creo que sea necesario. Siéntense y les explicaré lo que está ocurriendo.
Golantz y yo nos sentamos uno al lado del otro, enfrente del juez. Sabía que Golantz estaba pensando en silencio en la citación de Stallworth y en lo que podía significar. Stanton se inclinó y juntó las manos encima de un trozo de papel doblado en el escritorio delante de él.
– Tenemos una situación inusual aquí que implica la mala conducta de un jurado -dijo-. Todavía se está… desarrollando y pido disculpas por haberles tenido esperando sin saber.
Se detuvo y los dos lo miramos, preguntándonos si se suponía que teníamos que irnos y volver a la sala o si podíamos hacer preguntas, pero Stanton continuó al cabo de un momento.
– Mi oficina recibió una carta el jueves dirigida a mí personalmente. Desafortunadamente, no tuve ocasión de abrirla hasta después de la sesión del viernes; hago una especie de sesión de puesta al día antes del fin de semana y después de que todo el mundo se vaya a casa. La carta decía… Bueno, aquí está la carta. Yo ya la he tocado, pero no la toquen ninguno de los dos.
Desdobló el trozo de papel que había tocado con las manos y nos permitió leerlo. Me levanté para poder inclinarme sobre el escritorio. Golantz era lo bastante alto -incluso sentado- para no tener que hacerlo.
Juez Stanton, ha de saber que el jurado número siete no es quien cree que es ni quien dice ser. Compruébelo en Lockheed y compruebe sus huellas. Tiene antecedentes de detención.
La carta parecía salida de una impresora láser. No había otras marcas en la página más que las dos arrugas del pliegue.
Me volví a sentar.
– ¿Ha guardado el sobre en el que llegó? -pregunté.
– Sí -contestó Stanton-. No hay remite y el matasellos es de Hollywood. Voy a pedir al laboratorio del sheriff que examine la nota y el sobre.
– Señoría, espero que no haya hablado todavía con este jurado -dijo Golantz-. Deberíamos estar presentes y formar parte del interrogatorio. Esto podría ser una estratagema de alguien para quitar a este jurado de la tribuna.
Esperaba que Golantz acudiera en defensa del jurado. Por lo que a él respectaba, el número siete era un jurado azul.
Yo acudí en mi propia defensa.
– Está hablando de que se trata de una estratagema de la defensa, y yo protesto.
El juez levantó rápidamente las manos en un gesto de calma.
– Tranquilos los dos. Todavía no he hablado con el número siete. He pasado el fin de semana pensando en cómo proceder con esto al venir al tribunal hoy. Lie departido con un par de jueces más sobre la cuestión y estaba completamente preparado para sacar el tema a relucir con los abogados presentes esta mañana. El único problema es que el jurado número siete no se ha presentado hoy. No está aquí.
Eso nos dio que pensar tanto a Golantz como a mí.
– ¿No está aquí? -dijo Golantz-. ¿Ha enviado agentes a…?
– Sí, he enviado agentes a su casa, y su esposa les dijo que estaba en el trabajo, pero no sabía nada de ningún tribunal ni juicio ni nada por el estilo. Fueron a Lockheed, encontraron al hombre y lo trajeron aquí hace unos minutos. No era él. No era el jurado número siete.
– Señoría, me estoy perdiendo -dije-. Pensaba que había dicho que lo encontraron en el trabajo.
El juez asintió.
– Lo sé. Esto está sonando cómo Quién está en la primera de Laurel y Hardy.
– Abbott y Costello -apunté.
– ¿Qué?
– Abbott y Costello. El gag de Quién está en la primera era suyo.
– Lo que sea. La cuestión es que el jurado número siete no era el jurado número siete.
– Todavía no lo sigo, señoría -dije.
– Teníamos al número siete en el ordenador como Rodney L. Banglund, ingeniero de Lockheed, residente en Palos Verdes. Pero el hombre que ha estado aquí sentado durante dos semanas en el asiento número siete no es Rodney Banglund. No sabemos quién es y ahora ha desaparecido.
– Ocupó el lugar de Banglund, pero Banglund no lo sabía -apuntó Golantz.
– Aparentemente -intervino el juez-. Ahora están interrogando a Banglund, el verdadero, pero cuando ha estado aquí no me ha parecido que supiera nada de esto. Dijo que nunca recibió una citación judicial.
– ¿Así que su citación fue pirateada y usada por esta persona desconocida? -pregunté.
El juez asintió.
– Eso parece. La cuestión es por qué, y esperemos que el departamento del sheriff dé con la respuesta.
– ¿Qué ocurre con el juicio? -inquirí-. ¿Tenemos un juicio nulo?
– No. Vamos a sacar al jurado, les explicamos que el jurado número siete ha sido excusado por razones que no han de conocer, colocamos al primer suplente y empezamos desde aquí. Entre tanto, el departamento del sheriff se asegura discretamente de que no hay nadie más en esa tribuna que no sea exactamente quien dice ser. ¿Señor Golantz?
Golantz asintió pensativamente antes de hablar.
– Todo esto es muy asombroso -dijo-. Pero creo que la fiscalía está preparada para continuar, siempre y cuando descubramos que todo esto termina con el jurado número siete.
– ¿Señor Haller?
Hice un gesto de aprobación. La sesión había ido según mis expectativas.
– Tengo testigos de lugares tan lejanos como París en la ciudad y estoy preparado para seguir. No quiero un juicio nulo. Mi cliente no quiere un juicio nulo.
El juez selló el trato con un asentimiento.
– Muy bien, volvamos a entrar y empecemos en diez minutos.
En el camino por el pasillo hasta la sala Golantz me susurró una amenaza.
– No es el único que va a investigar esto, Haller.
– ¿Sí? ¿Qué se supone que significa?
– Significa que cuando encontremos a ese cabrón también vamos a descubrir lo que ha estado haciendo en el jurado. Y si hay algún vínculo con la defensa, entonces voy a…
Empujé la puerta que daba a la sala. No necesitaba oír el resto.
– Bien hecho, Jeff -le dije al entrar en la sala.
No vi a Stallworth y esperaba que el agente hubiera salido al pasillo como le había ordenado y estuviera aguardando. Elliot se me echó encima cuando llegué a la mesa de la defensa.
– ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué pasa?
Le hice un gesto para señalarle que bajara la voz. Entonces le susurré a él.
– El jurado número siete no se ha presentado hoy y el juez lo ha investigado y ha visto que es falso.
Elliot se irguió y pareció como alguien al que acabaran de clavarle un abrecartas de cinco centímetros en la espalda.
– Dios mío, ¿qué significa eso?
– Para nosotros nada. El juicio continúa con un jurado suplente en su lugar. Pero habrá una investigación de quién era el número siete y, Walter, ojalá que no termine en su puerta.
– No veo cómo podría pasar. Pero ahora no podemos continuar. Ha de parar esto. Consiga un juicio nulo.
Miré la expresión suplicante de mi cliente y me di cuenta de que nunca había tenido fe en su propia defensa. Sólo había contado con el durmiente en el jurado.
– El juez se ha negado a un juicio nulo. Vamos con lo que tenemos. -Elliot se frotó la boca con una mano temblorosa- No se preocupe, Walter. Está en buenas manos. Vamos a ganar esto justa y limpiamente.
Justo entonces el alguacil pidió orden en la sala y el juez subió las escaleras al estrado.
– Buenos días, seguimos con el caso California versus Elliot -dijo-. Que pase el jurado.
EL primer testigo de descargo era Julio Muñiz, el videógrafo freelance de Topanga Canyon que se anticipó al resto de los medios locales y llegó por delante del grupo a la casa de Elliot el día de los crímenes. Establecí rápidamente con mis preguntas cómo se ganaba la vida Muñiz. No trabajaba para ninguna cadena ni canal de noticias local. Escuchaba los escáneres policiales desde su casa y su coche y se enteraba de las direcciones de escenas de crímenes y situaciones policiales activas. Respondía a estas escenas con su cámara de vídeo y grababa películas que luego vendía a las cadenas locales que no habían cubierto la noticia. En relación con el caso Elliot, éste empezó para él cuando oyó una llamada a un equipo de homicidios y acudió a la dirección con su cámara.
– Señor Muñiz, ¿qué hizo al llegar allí? -pregunté.
– Bueno, saqué mi cámara y empecé a grabar. Me fijé en que había alguien en la parte de atrás del coche patrulla y pensé que probablemente era un sospechoso, así que lo grabé y luego filmé a los agentes tendiendo cintas de la escena del crimen delante de la propiedad, esa clase de cosas.
A continuación, presenté la cinta digital que Muñiz usó ese día como prueba documental número uno de la defensa y desenrollé la pantalla de vídeo y el reproductor delante del jurado. Puse la cinta y le di al play. Previamente lo había preparado para que empezara en el punto en que Muñiz empezaba a grabar fuera de la casa de Elliot. Al reproducirse la cinta, observé a los jurados prestando mucha atención. Yo estaba familiarizado con el vídeo, pues lo había visto varias veces: mostraba a Walter Elliot sentado en el asiento trasero del coche patrulla. Como el vídeo se había grabado en picado, la designación 4A pintada en el techo del vehículo era claramente visible.
El vídeo saltaba del coche a las escenas de los agentes acordonando la zona y luego volvía al coche patrulla. Esta vez mostraba cómo los detectives Kinder y Ericsson sacaban del vehículo a Elliot, le quitaban las esposas y lo conducían al interior de la casa.
Usando un mando a distancia detuve la imagen y rebobiné hasta el punto en que Muñiz se había acercado a Elliot en el asiento de atrás del coche patrulla. Empecé a pasar el vídeo hacia delante otra vez y congelé la imagen para que el jurado viera a Elliot inclinado hacia delante porque tenía las manos esposadas a la espalda.
– Muy bien, señor Muñiz, deje que lleve su atención al techo del coche patrulla. ¿Qué ve pintado ahí?
– Veo la designación del coche pintada ahí. Es 4A o cuatro-alfa, como dicen en la radio del sheriff.
– Muy bien, ¿Y reconoció esa designación? ¿La había visto antes?
– Bueno, escucho mucho el escáner, así que estoy familiarizado con la designación cuatro-alfa. Y de hecho había visto el coche cuatro-alfa ese mismo día.
– ¿En qué circunstancias?
– Había estado escuchando el escáner y oí que tenían una situación con rehenes en el Creek State Park de Malibú. También había ido a grabarlo.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hacia las dos de la mañana.
– Entonces, unas diez horas antes de que grabara las actividades en la casa de Elliot había ido a grabar un vídeo en esta situación de rehenes, ¿correcto?
– Es correcto.
– ¿Y el coche cuatro-alfa también estaba implicado en ese anterior incidente?
– Sí, cuando finalmente detuvieron al sospechoso, lo transportaron en el cuatro-alfa. El mismo coche.
– ¿A qué hora fue eso?
– No fue hasta casi las cinco de la madrugada. Fue una larga noche.
– ¿Lo grabó en vídeo?
– Sí, lo hice. El metraje va antes en la misma cinta.
Señaló la imagen congelada en la pantalla.
– Vamos a verlo -dije.
Le di al botón de rebobinar en el mando a distancia. Golantz se levantó de un salto, protestó y solicitó un aparte. El juez nos hizo subir y yo me llevé la lista de los testigos que había entregado en el tribunal dos semanas antes.
– Señoría -dijo Golantz enfadado-. La defensa está otra vez embaucando. No hay indicación en la revelación ni tampoco de la intención del señor Haller de explorar otro crimen con este testigo. Me opongo a que esto se presente.
Yo, tranquilamente, coloqué la hoja de testigos delante del juez. Según las reglas de revelación, tenía que enumerar a cada testigo que pensaba llamar y hacer un breve resumen de qué se esperaba que incluyera su testimonio. Julio Muñiz estaba en mi lista. El resumen era breve, pero no restrictivo.
– Dice claramente que testificará sobre el vídeo que grabó el 2 de mayo, el día de los asesinatos -expliqué-. El vídeo que grabó en el parque se grabó el día de los asesinatos, el 2 de mayo. Ha estado aquí dos semanas, señoría. Si alguien se está embaucando, es el señor Golantz quien se embauca a sí mismo. Podría haber hablado con este testigo y comprobar sus vídeos. Aparentemente no lo hizo.
El juez examinó un momento la lista de testigos y asintió.
– Protesta denegada -dijo-. Puede proceder, señor Haller.
Volví, rebobiné la cinta y empecé a reproducirla. El jurado continuaba prestando un interés máximo. Era una grabación nocturna: las imágenes tenían más grano y las escenas parecían saltar más que en la primera secuencia.
Finalmente, llegué a la parte en la que aparecía un hombre con las manos esposadas a su espalda al que colocaban en un coche patrulla. Un agente cerró la puerta y golpeó dos veces el techo. El coche arrancó y pasó directamente junto a la cámara. En ese momento, congelé la imagen.
La pantalla mostraba una imagen con grano del coche patrulla. La luz de la cámara iluminaba al hombre sentado en el asiento de atrás, así como el techo del coche.
– Señor Muñiz, ¿cuál es la designación que aparece en el techo de ese coche?
– Otra vez es 4A o cuatro-alfa.
– Y el hombre al que transportan, ¿dónde está sentado?
– En el asiento trasero derecho.
– ¿Está esposado?
– Bueno, lo estaba cuando lo pusieron en el coche. Yo lo grabé.
– Tenía las manos esposadas a la espalda, ¿correcto?
– Correcto.
– Vamos a ver, ¿está en la misma posición y asiento en el coche patrulla que el señor Elliot cuando lo grabó unas ocho horas más tarde?
– Sí, exactamente en la misma posición.
– Gracias, señor Muñiz, no hay más preguntas.
Golantz renunció al contrainterrogatorio. No había nada en el directo que pudiera atacar y el vídeo no mentía. Muñiz bajó del estrado. Le dije al juez que quería dejar la pantalla de vídeo en su lugar para mi siguiente testigo y llamé al agente Todd Stallworth al estrado.
Stallworth parecía más enfadado que cuando había entrado antes en la sala. Eso estaba bien. También parecía agotado y su uniforme daba la sensación de habérsele mustiado sobre el cuerpo. Una de las mangas de la chaqueta tenía una mancha negra de rozadura, presumiblemente de una pelea durante la noche.
Establecí rápidamente la identidad de Stallworth y que estaba conduciendo el coche alfa en el distrito de Malibú durante el primer turno del día de los asesinatos en la casa de Elliot. Antes de poder plantear otra pregunta, Golantz protestó una vez más y solicitó un aparte. Cuando llegamos allí, levantó las manos con las palmas hacia arriba en un gesto de «¿qué es esto?». Su estilo se me estaba haciendo viejo.
– Señoría, protesto a este testigo. La defensa lo escondió en la lista de los testigos entre los muchos agentes que estuvieron en la escena y no tuvieron relación con el caso.
Una vez más tenía la lista de los testigos a mano. Esta vez la dejé con fuerza delante del juez en un gesto de fingida frustración y pasé el dedo por la columna de nombres hasta que llegué a Todd Stallworth. Estaba allí en medio de una lista de otros cinco agentes que estuvieron en casa de Elliot.
– Señoría, si estaba escondiendo a Stallworth, lo estaba escondiendo a plena luz. Claramente aparece enumerado bajo personal de las fuerzas policiales. La explicación es la misma que antes: dice que testificará sobre sus actividades el 2 de mayo. Es lo único que puse, porque nunca hablé con él. Voy a oír lo que tenga que decir ahora mismo por primera vez.
Golantz negó con la cabeza y trató de mantener la compostura.
– Señoría, desde el comienzo de este juicio la defensa se ha basado en trucos y engaños para…
– Señor Golantz -le interrumpió el juez-, no diga algo que no pueda respaldar y que pueda meterle en líos. Este testigo, como el primero que ha llamado el señor Haller, ha estado en esta lista dos semanas. Aquí mismo, en negro sobre blanco. Ha tenido la oportunidad de descubrir lo que esta gente iba a decir. Si no aprovechó esa oportunidad, fue decisión suya. Pero esto no es truco ni engaño. Será mejor que se controle.
Golantz se quedó cabizbajo un momento antes de hablar.
– Señoría, la fiscalía solicita un breve receso -dijo finalmente con voz calmada.
– ¿Cómo de breve?
– Hasta la una en punto.
– Yo no llamaría breve a dos horas, señor Golantz.
– Señoría -interrumpí-, me opongo a cualquier receso. Sólo quiere contactar con mi testigo y cambiar su testimonio.
– Ahora protesto yo -dijo Golantz.
– Mire, ningún receso, ningún aplazamiento y basta de discusiones -zanjó el juez-. Ya hemos perdido la mayor parte de la mañana. Protesta denegada. Retírense.
Regresamos a nuestros puestos y reproduje un fragmento de treinta segundos del vídeo que mostraba al hombre esposado al ser colocado en la parte trasera del coche cuatro-alfa en el Creek State Park de Malibú. Congelé la imagen en el mismo lugar que antes, justo cuando el coche pasaba acelerando junto a la cámara. Dejé la imagen en la pantalla mientras continuaba mi interrogatorio directo.
– Agente Stallworth, ¿es usted quien conduce ese coche?
– Sí.
– ¿Quién es el hombre del asiento trasero?
– Se llama Eli Wyms.
– Me he fijado en que estaba esposado antes de ser colocado en el coche. ¿Es porque estaba detenido?
– Sí, así es.
– ¿Por qué lo detuvieron?
– Por intentar matarme, para empezar. Además fue acusado de descarga ilegal de arma de fuego.
– ¿Cuántos cargos de descarga ilegal de un arma?
– No recuerdo la cifra exacta.
– ¿Qué le parece noventa y cuatro?
– Algo así. Fueron muchos. Disparó a diestro y siniestro.
Stallworth estaba cansado y contenido, pero no dudaba en sus respuestas. No tenía ni idea de cómo encajaban en el caso Elliot y no parecía preocuparse por tratar de ayudar a la acusación con respuestas cortas y concisas. Probablemente estaba enfadado con Golantz por no haberle librado de testificar.
– ¿Así que lo detuvo y lo llevó a la vecina comisaría de Malibú?
– No, lo llevé hasta el calabozo del condado en el centro, donde lo pusieron en la planta psiquiátrica.
– ¿Cuánto duró el trayecto?
– Alrededor de una hora.
– ¿Y luego volvió a Malibú?
– No, primero llevé a reparar el cuatro-alfa. Wyms había roto el retrovisor lateral de un disparo. Mientras estaba en el centro fui al garaje y lo sustituyeron. Eso me ocupó el resto de mi turno.
– Entonces, ¿cuándo volvió el coche a Malibú? -Con el cambio de turno. Se lo entregué a los del turno de día.
Consulté mis notas.
– Es decir, ¿los agentes… Murray y Harber?
– Exacto.
Stallworth bostezó y hubo un murmullo de risas en la sala.
– Sé que hemos pasado de su hora de irse a dormir, agente. No tardaré mucho más. Cuando entregan el coche de un turno a otro, ¿limpian o desinfectan el vehículo de algún modo?
– Se supone. En realidad, a no ser que alguien vomite en el asiento de atrás no lo hace nadie. Los coches salen de rotación una o dos veces por semana y los limpian en el taller.
– ¿Eli Wyms vomitó en su coche?
– No, me habría enterado.
Más murmullo de risas. Bajé la mirada desde el atril a Golantz y él no estaba sonriendo en absoluto.
– De acuerdo, agente Stallworth, veamos si lo tengo claro. Eli Wyms fue detenido por dispararle y por disparar al menos otros noventa y tres tiros esa madrugada. Fue detenido, esposado con las manos a la espalda y transportado al centro. ¿Estoy errado en algo?
– Me suena correcto.
– En el vídeo se ve al señor Wyms en el asiento trasero derecho. ¿Estuvo allí durante el trayecto de una hora hasta el centro?
– Sí. Lo llevaba con el cinturón.
– ¿Es procedimiento estándar poner a un detenido en el lado derecho?
– Sí. No quieres tenerlo detrás de ti cuando estás conduciendo.
– Agente, también me he fijado en la cinta en que no puso las manos del señor Wyms en bolsas de plástico ni nada similar antes de colocarlo en el coche patrulla, ¿por qué?
– No lo consideramos necesario.
– ¿Por qué?
– Porque no iba a ser una complicación. Había pruebas abrumadoras de que había disparado las armas que tenía en su posesión. No nos preocupaba la cuestión de los tests de residuos de disparo.
– Gracias, agente Stallworth, espero que pueda dormir un rato.
Me senté y dejé el testigo para Golantz. Él se levantó lentamente y se situó tras el atril. Ahora el fiscal ya sabía exactamente adonde me dirigía, pero había poco que pudiera hacer para impedírmelo. Sin embargo, debo reconocer su mérito. Encontró una pequeña fisura en mi interrogatorio y se esforzó por explotarla.
– Agente Stallworth, ¿cuánto tiempo esperó aproximadamente a que repararan su coche en el concesionario del centro?
– Unas dos horas. Sólo tenían a un par de hombres en el turno de noche y tenían que hacer malabarismos.
– ¿ Se quedó con el coche las dos horas?
– No, aproveché una mesa que había en la oficina para redactar el atestado de la detención de Wyms.
– Y ha testificado antes que, al margen de cuál sea el procedimiento, generalmente confía en que el equipo del taller mantenga los coches limpios, ¿ es correcto?
– Sí, así es.
– ¿Hace una solicitud especial o el personal del taller se ocupa de limpiar y mantener el coche?
– Nunca he hecho una petición formal. Supongo que simplemente lo hacen.
– Veamos, durante esas dos horas que estuvo alejado del 356 coche y escribiendo el atestado, ¿sabe si los empleados del taller lo limpiaron o desinfectaron?
– No, no lo sé.
– Podrían haberlo hecho y no necesariamente lo habría sabido, ¿no?
– Sí.
– Gracias, agente.
Vacilé pero me levanté para la contrarréplica.
– Agente Stallworth, ha dicho que tardaron dos horas en reparar el coche porque andaban ocupados y faltos de personal, ¿correcto?
– Correcto.
Lo dijo con un tono de «joder, ya me estoy hartando de esto».
– Así que es poco probable que estos tipos tuvieran tiempo de limpiar el coche si no se lo pedía, ¿correcto? -No lo sé. Tendría que preguntárselo a ellos.
– ¿Les pidió específicamente que limpiaran el coche?
– No.
– Gracias, agente.
Me senté y Golantz renunció a otro turno.
Era casi mediodía. El juez hizo una pausa para comer, pero dio al jurado y los letrados únicamente cuarenta y cinco minutos porque pretendía recuperar el tiempo perdido por la mañana. A mí me venía de primera. A continuación, iba mi testigo estrella y cuanto antes la pusiera en el estrado, antes obtendría mi cliente un veredicto de absolución.
La doctora Shamiram Arslanian era una testigo sorpresa. No en términos de su presencia en el juicio -había estado en la lista de los testigos desde antes de que yo estuviera en el caso-, sino en términos de su apariencia física y personalidad. Su nombre y curriculum en investigación criminalística conjuraban la imagen de una mujer grave, taciturna y científica; una bata blanca de laboratorio y el pelo liso recogido en un moño. Pero no era nada de eso: era una rubia vivaz de ojos azules, con una disposición alegre y sonrisa fácil. No era sólo fotogénica: era telegénica. Sabía expresarse y tenía seguridad en sí misma, pero no era en absoluto arrogante. Su descripción en una palabra era la descripción que todo abogado desea de sus testigos: agradable. Y era raro conseguir eso en una testigo que presentaba tu caso criminalístico.
Había pasado la mayor parte del fin de semana con Shami, como prefería que la llamaran. Habíamos revisado los indicios de residuos de disparo en el caso Elliot y el testimonio que proporcionaría para la defensa, así como el contrainterrogatorio que podía esperar recibir de Golantz. Lo habíamos demorado hasta tan tarde para evitar problemas de revelación. Lo que mi testigo no sabía no podía revelarlo al fiscal, así que la mantuvimos en desconocimiento de la bala mágica hasta el último momento posible.
No cabía duda de que era una celebridad. En una ocasión había presentado un programa sobre sus propios éxitos en Cortes TV. Le pidieron dos veces un autógrafo cuando la llevé a cenar al Palm y tuteó a un par de ejecutivos de televisión que se acercaron a la mesa. También cobraba tarifa de celebridad. Por cuatro días en Los Ángeles para estudiar, preparar y testificar recibiría una tarifa plana de 10.000 dólares más gastos. Buen trabajo si podías conseguirlo, y ella podía. Era bien sabido que Arslanian estudiaba las numerosas peticiones que recibía y que sólo aceptaba aquellas en las que creía que se había cometido un error gravoso o un desliz de justicia. Tampoco venía mal tener un caso que atraía la atención de los medios nacionales.
Me bastaron diez minutos con ella para saber que merecía hasta el último centavo que iba a costarle a Elliot. Sería un problema doble para la acusación. Su personalidad iba a ganarse al jurado y sus hechos iban a ser la puntilla. Buena parte del trabajo en un juicio se reduce a quién testifica y no sólo a lo que su testimonio realmente revela. Se trata de vender el caso al jurado, y Shami podía vender cerillas quemadas. El testigo criminalístico de la acusación era un ratón de laboratorio con la personalidad de un tubo de ensayo. Mi testigo había presentado un programa televisivo llamado Químicamente dependiente.
Oí el rumor del reconocimiento en la sala cuando mi testigo hizo su entrada desde atrás, concitando todas las miradas al acercarse por el pasillo central, cruzar la cancela y el campo de pruebas hasta el estrado de los testigos. Llevaba un traje azul marino que se adaptaba a sus curvas y realzaba la melena de rizos rubios que caía sobre sus hombros. Hasta el juez Stanton parecía obnubilado. Pidió a un alguacil que le llevara un vaso de agua antes incluso de que prestara el juramento. Al experto crimina-lístico de la acusación no le había preguntado si necesitaba nada.
Después de que dijera su nombre, lo deletreara y tomara el juramento de decir la verdad y nada más que la verdad, me levanté con mi bloc y me acerqué al atril.
– Buenas tardes, doctora Arslanian, ¿cómo está?
– Bien. Gracias por preguntar.
Había un rastro de acento sureño en su voz.
– Antes de empezar con su curriculum vítae, quiero sacar algo de en medio de entrada. Usted es una asesora pagada de la defensa, ¿es correcto?
– Sí, es correcto. Me pagan por estar aquí, no por testificar nada que no sea mi propia opinión, tanto si favorece a la defensa como si no. Ése es mi trato y nunca lo cambio.
– Muy bien, díganos de dónde es, doctora.
– Vivo en Ossining, Nueva York, ahora mismo. Nací y me crié en Florida y pasé muchos años en la zona de Boston, yendo a diferentes escuelas.
– Shamiram Arslanian. No me suena a nombre de Florida.
La testigo esbozó una sonrisa radiante.
– Mi padre es armenio al cien por cien. Supongo que eso me hace mitad armenia y mitad floridana. De niña, mi padre me decía que era armaguedana.
Muchos de los presentes en la sala rieron entre dientes educadamente.
– ¿Cuáles son sus estudios en ciencias criminológicas? -pregunté.
– Bueno, tengo dos licenciaturas relacionadas. Tengo un máster en el MIT (el Instituto de Tecnología de Massachusetts) en ingeniería química. También tengo un doctorado en criminología que me concedieron en el John Jay College de Nueva York.
– ¿Cuándo dice «concedieron» se refiere a que es un grado honorífico?
– Cielos, no -dijo con energía-. Me pelé los codos dos años para sacármelo.
Esta vez las risas estallaron en la sala y me fijé en que incluso el juez sonrió antes de hacer sonar educadamente el mazo en una sola ocasión para llamar al orden.
– He visto en su curriculum vítae que también tiene dos diplomaturas. ¿Es cierto?
– Parece que tengo dos de todo: dos hijos, dos coches, incluso tengo dos gatos en casa llamados Wilbur y Orville.
Miré a la mesa de la acusación y vi que Golantz y su segunda estaban mirando al frente sin esbozar la menor sonrisa. Me fijé a continuación en el jurado y vi los veinticuatro ojos posados en mi testigo con embelesada atención. Los tenía comiendo de su mano y todavía no había empezado.
– ¿De qué son sus diplomaturas?
– Tengo una por Harvard en ingeniería y otra del Berklee College of Music. Fui a las dos escuelas al mismo tiempo.
– ¿Tiene una diplomatura en música? -pregunté con fingida sorpresa.
– Me gusta cantar.
Más risas. Los goles iban cayendo. Una sorpresa tras otra. Shami Arslanian era la testigo perfecta.
Golantz finalmente se levantó y se dirigió al juez.
– Señoría, la fiscalía solicita que la testigo proporcione testimonio en relación con la ciencia criminalística y no sobre música, nombres de mascotas o cosas que no guardan ninguna relación con la seria naturaleza de este juicio.
El juez, a regañadientes, me pidió que mantuviera mi cuestionario centrado. Golantz se sentó. Había ganado el punto, pero había perdido la posición. Todos los presentes en la sala lo veían ahora como un aguafiestas que privaba de la escasa levedad de un asunto tan serio.
Planteé unas cuantas preguntas más que revelaron que la doctora Arslanian trabajaba de profesora e investigadora en John Jay. Cubrí su historia y limitada disponibilidad como testigo experta y finalmente llevé su testimonio a los residuos de disparo hallados en el cuerpo y la ropa de Walter Elliot el día de los asesinatos en Malibú. Testificó que revisó los procedimientos y resultados del laboratorio del sheriff y llevó a cabo sus propias evaluaciones y modelos. Dijo que también había revisado todas las cintas de vídeo que la defensa le había proporcionado en conjunción con sus propios estudios.
– Veamos, doctora Arslanian, el testigo criminalístico de la fiscalía ha testificado anteriormente en este juicio que los discos adhesivos aplicados en las manos y las mangas de la chaqueta de Elliot dieron positivo por elevados niveles de ciertos elementos relacionados con los residuos de disparo. ¿Está de acuerdo con esa conclusión?
– Sí, lo estoy -afirmó mi testigo.
Una vibración grave de sorpresa recorrió la sala.
– ¿ Está diciendo que sus estudios concluían que el acusado tenía residuos de disparo en sus manos y ropa?
– Exacto. Niveles elevados de bario, antimonio y plomo. En combinación son indicadores de residuos de disparo.
– ¿Qué significa «niveles elevados»?
– Significa que algunos de estos materiales se encuentran en el cuerpo de una persona tanto si ha disparado un arma como si no. Por la vida cotidiana.
– Así pues, lo que se requiere para dar positivo en un test de residuos es tener niveles elevados de los tres materiales, ¿es correcto?
– Sí, y patrones de concentración.
– ¿Puede explicar qué significa «patrones de concentración»?
– Claro. Cuando se descarga un arma (en este caso creemos que estamos hablando de una pistola) hay una explosión en la recámara que da a la bala su energía y velocidad. Esa explosión envía gases por el cañón junto con la bala, así como por cualquier pequeña fisura u obertura del arma. La ventana de expulsión situada detrás del cañón del arma se abre después del disparo. Los gases que escapan propulsan estos elementos microscópicos de que estamos hablando hacia atrás, hacia la persona que ha disparado.
– Y eso es lo que ocurrió en este caso, ¿ correcto?
– No, no es correcto. Basándome en la totalidad de mi investigación no puedo decir eso.
Arqueé las cejas y fingí sorpresa.
– Pero doctora, acaba de decir que está de acuerdo con la conclusión de la fiscalía de que había residuos de disparo en las manos y las mangas del acusado.
– Estoy de acuerdo con la conclusión de la fiscalía de que había residuos en el acusado. Pero ésa no es la pregunta que me ha hecho.
Me tomé un momento para reformular mi pregunta.
– Doctora Arslanian, ¿me está diciendo que podría haber una explicación alternativa de los residuos hallados en el señor Elliot?
– Sí.
Ya estábamos allí. Finalmente habíamos llegado al quid del caso de la defensa. Era el momento de disparar la bala mágica.
– ¿Su estudio de los materiales proporcionados este fin de semana por la defensa le condujo a una explicación alternativa de los residuos de disparo en las manos y la ropa de Walter Elliot?
– Sí.
– ¿Y cuál es esa explicación?
– En mi opinión es muy probable que los residuos en las manos y la ropa del señor Elliot se hubieran transferido.
– ¿Transferido? ¿Está insinuando que alguien intencionadamente le colocó los residuos de disparo?
– No. Estoy insinuando que ocurrió de manera inadvertida, por casualidad o error. El residuo es básicamente polvo microscópico, se mueve. Puede transferirse por contacto.
– ¿Qué significa «transferirse por contacto»?
– Significa que el material del que estamos hablando se queda en una superficie después de que se descargue del arma de fuego. Si esa superficie entra en contacto con otra, parte del material se transfiere. Se frota, es lo que digo. Por eso hay protocolos de las fuerzas del orden para impedirlo. A las víctimas y sospechosos en crímenes con arma de fuego con frecuencia se les quita la ropa para preservarla y estudiarla. Algunas agencias del orden ponen bolsas de pruebas en las manos del sospechoso para preservar y evitar la transferencia.
– ¿Este material puede transferirse más de una vez?
– Sí, con niveles descendentes. Es un material sólido, no es un gas. No se disipa como un gas. Es microscópico pero sólido, y ha de estar en algún sitio al final del día. He llevado a cabo numerosos estudios al respecto y he descubierto que la transferencia puede repetirse y repetirse.
– Pero en el caso de transferencia repetida, ¿esa cantidad de material se reduce con cada transferencia hasta que resulta in-detectable?
– Exacto. Cada nueva superficie retendría menos que la superficie anterior, así que todo es cuestión de con cuánto se empieza. Cuanto más tienes al principio, mayor cantidad puede transferirse.
Asentí y tomé un pequeño descanso al pasar páginas en mi bloc como si estuviera buscando algo. Quería que hubiera una línea de separación clara entre la descripción de la teoría y el caso que nos ocupaba.
– Muy bien, doctora -dije finalmente-. Con estas teorías en mente, ¿puede decirnos lo que ha ocurrido en el caso Elliot?
– Puedo explicárselo y mostrárselo -dijo la doctora Arslanian-. Cuando el señor Elliot fue esposado y colocado en la parte posterior del coche cuatro-alfa, literalmente lo pusieron en un semillero de residuos. Así fue cómo y cuándo se produjo la transferencia.
– ¿Cómo?
– Sus manos, brazos y ropa se situaron en contacto directo con residuos de otro caso. La transferencia fue inevitable.
Golantz protestó rápidamente, argumentando que yo no había establecido las bases para esa respuesta. Le dije al juez que pretendía hacerlo inmediatamente y solicité permiso para colocar el equipo de vídeo delante del jurado.
La doctora Arslanian había usado el material grabado por mi primer testigo, Julio Muñiz, y lo había editado en una demostración de vídeo. Lo presenté como prueba documental de la defensa tras la protesta denegada de Golantz. Usándolo como ayuda visual, llevé de la mano a mi testigo a través de la teoría de la transferencia de la defensa. Fue una exposición que se extendió durante casi una hora y fue una de las presentaciones más concienzudas de una teoría alternativa en las que había participado.
Empezamos con la detención de Eli Wyms y su colocación en el asiento trasero del coche alfa. Luego pasamos a Elliot colocado en el mismo coche patrulla menos de diez horas después; el mismo coche y el mismo asiento. Los dos hombres con las manos esposadas a la espalda. Arslanian fue asombrosamente categórica en su conclusión.
– Un hombre que había disparado armas al menos noventa y cuatro veces fue colocado en ese asiento -dijo la testigo-. ¡Noventa y cuatro veces! Literalmente estaba bañado en residuo.
– ¿Y en su experta opinión el residuo se habría transferido de Eli Wyms al asiento de ese coche? -pregunté.
– Indudablemente.
– ¿Y es su experta opinión que el residuo de ese asiento podría haberse transferido a la siguiente persona que se sentó allí?
– Sí.
– ¿Y es su experta opinión que esto fue el origen del residuo sobre las manos y ropa de Walter Elliot?
– Una vez más, con las manos a la espalda de este modo.
entró en contacto directo con una superficie de transferencia. Sí, en mi experta opinión, creo que es así como los residuos de disparo llegaron a sus manos y ropa.
Hice una pausa más para remachar las conclusiones del experto. Si sabía algo de duda razonable, sabía que acababa de incrustarla en las conciencias de cada jurado. Que después votaran según su conciencia era otra cuestión.
Había llegado el momento de apuntalar definitivamente el testimonio de la doctora Arslanian.
– Doctora, ¿llegó a alguna conclusión de sus análisis de indicios de residuos de disparo que apoyaran su teoría de transferencia que ha perfilado aquí?
– Sí.
– ¿Y cuál es?
– Puedo usar mi maniquí para la demostración.
Solicité al juez permiso para que la testigo usara un maniquí con fines de demostración y éste accedió sin que Golantz protestara. Crucé el espacio asignado al alguacil para salir al pasillo que conducía al despacho del juez. Había dejado el maniquí de la doctora Arslanian allí hasta que fuera admitido. Lo llevé al centro del campo de pruebas situado delante del jurado y la cámara de Cortes TV. Hice un gesto a la doctora Arslanian para que bajara del estrado de los testigos e hiciera su demostración.
El maniquí era un modelo de cuerpo completo con miembros, manos e incluso dedos completamente articulados. Estaba hecho de plástico y tenía varias manchas en la cara y las manos por experimentos realizados a lo largo de los años. Iba vestido con téjanos y un polo azul oscuro bajo una cazadora con un diseño en la parte de atrás que conmemoraba la victoria de la Universidad de Florida en el campeonato de fútbol americano del año anterior. El maniquí estaba suspendido cinco centímetros del suelo mediante un soporte de metal y una plataforma con ruedas.
Me di cuenta de que había olvidado algo y fui a mi mochila con ruedas. Rápidamente saqué la falsa pistola de madera y un puntero y entregué ambas cosas a la doctora Arslanian antes de regresar al atril.
– Muy bien, ¿qué tenemos aquí, doctora?
– Éste es Manny, mi maniquí de demostración. Manny, el jurado.
Hubo algunas risas y un jurado, el abogado, incluso saludó con la cabeza al maniquí.
– ¿Manny es fan de los Florida Gator?
– Eh, sí, hoy sí.
En ocasiones el mensajero puede oscurecer el mensaje. Con algunos testigos quieres eso porque su testimonio no es tan útil, pero no era el caso con la doctora Arslanian. Sabía que había estado caminando por la cuerda floja con ella: demasiado guapa y simpática por un lado; sólidas pruebas científicas por otro. El equilibrio adecuado haría que ella y su información causaran la máxima impresión en el jurado. Sabía que era el momento de volver al testimonio serio.
– ¿Para qué necesitamos a Manny aquí, doctora?
– Porque un análisis de los discos SEM recogidos por el experto criminalístico del sheriff puede mostrarnos por qué el residuo hallado en el señor Elliot no procede de haber disparado un arma.
– Sé que el experto del estado explicó estos procedimientos la semana pasada, pero me gustaría que nos lo refrescara. ¿Qué es un disco SEM?
– El test de residuos de disparo se lleva a cabo con discos que tienen un lado adhesivo. Los discos se enganchan en la zona a probar y recogen todos los materiales microscópicos de la superficie. El disco pasa entonces a un microscopio electrónico de barrido, o SEM, como lo llamamos. A través del microscopio podemos ver los tres elementos de los que hemos estado hablando aquí. Bario, antimonio y plomo.
– De acuerdo, pues, ¿tiene una demostración para nosotros?
– Sí.
– Por favor, explíquela al jurado.
La doctora Arslanian extendió el puntero y se volvió hacia el jurado. Su demostración había sido cuidadosamente planeada y ensayada, hasta el punto de que yo siempre me refiriera a ella como doctora y ella siempre se refiriera al criminalista de la fiscalía como señor.
– El señor Guilfoyle, el experto criminalista del departamento del sheriff, tomó ocho muestras diferentes del cuerpo y la ropa del señor Elliot. Cada disco estaba codificado de manera que se conociera su localización.
Arslanian usó el puntero sobre el maniquí al referirse a las ubicaciones de las muestras. El maniquí estaba de pie con los brazos a los costados.
– El disco A correspondía a la parte superior de la mano derecha. El disco B era la parte superior de la mano izquierda. El disco C era la manga derecha de la cazadora del señor Elliot y el D, la manga izquierda. Después tenemos los discos E y F, que correspondían a las piezas delanteras derecha e izquierda de la chaqueta, y G y H, que eran las porciones del pecho y el torso de la camisa que el señor Elliot llevaba bajo la chaqueta abierta.
– ¿Es ésta la ropa que llevaba ese día?
– No. Son duplicados exactos de lo que llevaba incluido la talla y el fabricante.
– Muy bien, ¿qué descubrió al analizar los ocho discos?
– He preparado un gráfico para que el jurado pueda seguir la explicación.
Presenté el gráfico como prueba documental de la defensa. Golantz había recibido una copia esa mañana. Esta vez se levantó y protestó, argumentando que la recepción tardía de ese gráfico violaba las normas de revelación. Le dije al juez que el gráfico se había compuesto la noche anterior después de mis reuniones con la doctora Arslanian el sábado y el domingo. El juez aceptó la protesta del fiscal, diciendo que la dirección de mi examen de la testigo era obvia y bien preparada y que por consiguiente debería haber trazado el gráfico antes. La protesta se aceptó y la doctora Arslanian tendría que volar sola. Había sido una apuesta, pero no lamentaba el movimiento. Prefería que mi testigo hablara con los jurados sin red a que Golantz hubiera estado en posesión de mi estrategia con antelación a su implementación.
– Muy bien, doctora, aún puede referirse a sus notas y al gráfico. Los miembros del jurado tendrán que seguir su explicación. ¿Qué averiguó de su análisis de los ocho discos SEM?
– Descubrí que los niveles de residuo en los diferentes discos diferían en gran medida.
– ¿Cómo es eso?
– Bueno, los discos A y B, que procedían de las manos de Elliot, tenían los mayores niveles de residuos hallados. Desde ahí había una gran caída en los niveles de residuos: las muestras C, D, E y F tenían niveles muy inferiores, y no había ninguna lectura de residuos en los discos G y H.
Una vez más usó un puntero para ilustrar.
– ¿Qué le decía eso, doctora?
– Que los residuos de disparo en las manos y ropa del señor Elliot no eran consecuencia de haber disparado un arma.
– ¿Puede ilustrar por qué?
– Primero, las lecturas similares de ambas manos indican que el arma se disparó sosteniéndola con las dos manos.
Se acercó al maniquí y le levantó las manos, formando una V al unir las manos por delante. Dobló la mano y los dedos en torno a la pistola de madera.
– Sin embargo, un agarre a dos manos también habría resultado en mayores niveles de residuos en las mangas de la chaqueta en particular y el resto de la ropa.
– Pero los discos procesados por el departamento del sheriff no muestran eso, ¿verdad?
– Cierto. Muestran lo contrario. Aunque una disminución respecto a los niveles de las manos era esperable, no era esperable que fuera de esa magnitud.
– Así pues, en su experta opinión, ¿qué significa?
– Una exposición de transferencia compuesta. La primera exposición se produjo cuando fue colocado con las manos y brazos a su espalda en el coche cuatro-alfa. Después de eso, el material quedó en manos y brazos, y parte de éste se transfirió en una segunda vez a las piezas frontales de su chaqueta por el movimiento normal de manos y brazos. Esto habría ocurrido continuamente hasta que le quitaron la ropa.
– ¿Y las lecturas nulas de la camisa que llevaba bajo la chaqueta?
– No las contamos porque la chaqueta podría haber estado abrochada cuando se efectuaron los disparos.
– En su experta opinión, doctora, ¿hay alguna forma de que el señor Elliot pudiera haber mostrado este patrón de residuos en manos y ropa por disparar un arma de fuego?
– No.
– Gracias, doctora Arslanian. No hay más preguntas.
Volví a mi silla y me incliné para susurrarle al oído a Walter Elliot.
– Si no acabamos de darles duda razonable, entonces no sé lo que es eso.
Elliot asintió y me dijo en otro susurro:
– Los mejores diez mil dólares que he gastado nunca.
Sinceramente, creía que yo tampoco lo había hecho tan mal, pero lo dejé estar. Golantz solicitó al juez la pausa de media tarde antes de empezar con el contrainterrogatorio de la testigo y el juez accedió. Me fijé en lo que me pareció una mayor carga de energía en el bullicio de la sala después del receso. Shami Arslanian sin duda había dado impulso a la defensa.
En quince minutos vería lo que Golantz tenía en su arsenal para poner en duda la credibilidad de mi testigo y su testimonio, pero no imaginaba que tuviera mucho. De haber tenido algo, no habría pedido un receso. Se habría levantado y se habría lanzado a por ella.
Después de que el juez y el jurado hubieran abandonado la sala y los observadores se dirigieran hacia el pasillo, me acerqué a la mesa de la acusación. Golantz estaba escribiendo preguntas en un bloc. No me miró.
– ¿Qué? -dijo.
– La respuesta es no.
– ¿A qué pregunta?
– A la que iba a hacer de que mi cliente aceptara un convenio declaratorio. No nos interesa.
Golantz rio.
– Muy gracioso, Haller. Así que ha tenido una testigo impresionante. El juicio dista mucho de haber terminado.
– Y tengo a un capitán de policía francés que va a testificar mañana que Rilz delató a siete de los hombres más peligrosos y vengativos que jamás ha investigado. Dos de ellos salieron de prisión el año pasado y desaparecieron; nadie sabe dónde están. Quizá estuvieron en Malibú este invierno.
Golantz dejó el bolígrafo en la mesa y finalmente me miró.
– Sí, hablé ayer con su inspector Clouseau. Está muy claro que va a decir lo que usted quiera que diga, siempre que le haga volar en primera clase. Al final de la declaración, sacó uno de esos planos de las estrellas y me preguntó si podía enseñarle dónde vive Angelina Jolie. Es un testigo serio el que se ha traído.
Le dije al capitán Pepin que dejara el plano. Al parecer no me escuchó. Necesitaba cambiar de tema.
– Bueno, ¿dónde están los alemanes? -pregunté.
Golantz miró a su espalda para asegurarse de que los familiares de Johan Rilz no estaban allí.
– Les dije que tenían que estar preparados para su estrategia de construir una defensa cagándose en la memoria de su hijo y hermano -explicó-. Les avisé que iba a tomar los problemas de Johan en Francia hace cinco años y usarlos para describirlo como un gigoló alemán que seducía clientes ricos, hombres y mujeres, en todo Malibú y la costa oeste. ¿Sabe lo que me dijo el padre?
– No, pero me lo va a decir.
– Dijo que ya habían tenido suficiente de justicia americana y que se volvían a casa.
Traté de pensar en alguna respuesta ingeniosa y cínica, pero no se me ocurrió nada.
– No se preocupe -dijo Golantz-. Ganemos o perdamos, les llamaré y les diré el veredicto.
– Bien.
Lo dejé allí y salí al pasillo para buscar a mi cliente. Lo vi en el centro de una nube de periodistas. Sintiéndose envalentonado después del éxito del testimonio de la doctora Arslanian, ya estaba trabajando al gran jurado: la opinión pública.
– Todo este tiempo se han concentrado en mí y el verdadero asesino ha estado en libertad.
Un bonito y conciso corte de voz. Era bueno. Estaba a punto de abrirme paso entre la multitud para agarrarlo cuando me interceptó Dennis Wojciechowski.
– Ven conmigo -dijo.
Salimos al pasillo y dejamos atrás la multitud.
– ¿Qué pasa, Cisco? Me estaba preguntando dónde te habías metido.
– He estado ocupado. Tengo el informe de Florida. ¿Quieres oírlo?
Le había contado lo que me había dicho Elliot sobre la llamada organización. La historia de Elliot me había parecido suficientemente sincera, pero a la luz del día me recordé a mí mismo el lugar común más simple -todo el mundo miente- y le dije a Cisco que viera qué podía hacer para confirmarlo.
– Cuenta -dije.
– Usé a un detective privado de Fort Lauderdale con el que había trabajado antes. Tampa está al otro lado del estado, pero quería usar a un tipo al que conociera y del que me fiara.
– Entiendo. ¿Qué ha descubierto?
– El abuelo de Elliot fundó una compañía de fosfatos hace setenta y ocho años. Trabajó en ella, después trabajó el padre de Elliot y después el propio Elliot, pero a éste no le gustaba mancharse las manos con el negocio de los fosfatos y vendió la compañía un año después de que su padre muriera de un ataque al corazón. Era una empresa de propiedad privada, así que el registro de la venta no es público. Los periódicos de la época cifraron la venta en treinta y dos millones.
– ¿Y el crimen organizado?
– Mi hombre no ha podido encontrar ni rastro. Le pareció que fue una operación limpia, legal. Elliot te dijo que era un testaferro y que lo enviaron aquí para invertir su dinero. No dijo nada de que vendiera su propia compañía y trajera el dinero aquí. Ese tipo te está mintiendo.
Asentí con la cabeza.
– Vale, Cisco, gracias.
– ¿Me necesitas en la sala? Tengo unas cuantas cosas en las que sigo trabajando. He oído que el jurado número siete no ha aparecido esta mañana.
– Sí, ha desaparecido. Y no te necesito en el tribunal.
– Vale, colega, ya te llamaré.
Se dirigió hacia los ascensores y yo me quedé mirando a mi cliente departiendo con los periodistas. Empecé a sentir una quemazón y el calor fue aumentando al avanzar entre la multitud para recogerlo.
– Muy bien, amigos -dije-. No hay más comentarios. No hay más comentarios.
Agarré a Elliot del brazo, sacándolo de la multitud y llevándolo por el pasillo. Aparté a un par de periodistas que nos seguían hasta que finalmente estuvimos lo bastante alejados para poder hablar en privado.
– Walter, ¿qué estaba haciendo?
Estaba sonriendo con regocijo. Cerró el puño y golpeó el aire.
– Metiéndoselo por el culo. Al fiscal, a los sheriffs y a todos ellos.
– Sí, bueno, será mejor esperar con eso. Aún queda mucho. Quizás hayamos ganado la batalla, pero aún no hemos ganado la guerra.
– Oh, vamos. Está en el bote, Mick. Ha estado genial. O sea, ¡quiero casarme con ella!
– Sí, ha estado bien, pero mejor esperemos a ver cómo le va en el contrainterrogatorio antes de que le compre el anillo, ¿vale?
Otra periodista se acercó y le dije que se fuera a paseo, luego me volví a mi cliente.
– Escuche, Walter, hemos de hablar.
– Vale, hablemos.
– He pedido a un investigador privado que compruebe su historia en Florida y acabo de enterarme de que era todo mentira. Me mintió, Walter, y le dije que nunca me mintiera.
Elliot negó con la cabeza y pareció enfadado conmigo por pincharle el globo. Para él, que lo pillaran en una mentira era una inconveniencia menor, una molestia que no tendría que haber sacado a relucir.
– ¿Por qué me mintió, Walter? ¿Por qué urdió esa historia?
Se encogió de hombros y no me miró cuando habló.
– ¿La historia? La leí en un guión. Rechacé el proyecto, pero recuerdo la historia.
– Pero ¿por qué? Soy su abogado. Puede decirme cualquier cosa. Le pedí que me dijera la verdad y me mintió. ¿Por qué?
Finalmente me miró a los ojos.
– Sabía que tenía que encender un fuego bajo sus pies.
– ¿Qué fuego? ¿De qué está hablando?
– Venga, Mickey. No vamos…
Elliot se estaba volviendo para dirigirse a la sala, pero lo agarré con fuerza por el brazo.
– No, quiero escucharlo. ¿Qué fuego encendió?
– Todo el mundo va a volver a entrar. El descanso ha terminado y deberíamos volver.
Lo agarré con más fuerza.
– ¿Qué fuego, Walter?
– Me está haciendo daño en el brazo.
Aflojé un poco, pero no lo solté. No dejé de mirarlo a los ojos.
– ¿Qué fuego?
Elliot volvió a apartar la mirada y puso expresión de hartazgo. Finalmente lo soltó.
– Mire -dijo-. Desde el principio necesitaba que creyera que no lo hice. Era la única forma de saber que iba a hacerlo lo mejor posible. Que sería implacable. -Lo miré y vi que la sonrisa se convertía en una expresión de orgullo-. Le dije que sé leer a la gente, Mick. Sabía que necesitaba algo en lo que creer. Sabía que si era un poco culpable, pero no culpable del crimen mayor, entonces le daría lo que necesitaba. Le devolvería su fuego.
Dicen que en Hollywood los mejores actores están detrás de la cámara. En ese momento supe que era cierto. Supe que Elliot había matado a su mujer y a su amante y que incluso estaba orgulloso de ello. Conseguí que me saliera la voz y hablé.
– ¿De dónde sacó la pistola?
– Ah, la tenía. La compré bajo mano en un mercado en los setenta. Era fan de Harry el Sucio y quería una cuarenta y cuatro. La guardaba en la casa de la playa por protección. ¿Sabe?, hay muchos vagabundos en la playa.
– ¿Qué ocurrió realmente en esa casa, Harry?
Asintió como si su plan en todo momento hubiera sido tomarse este momento para contármelo.
– Lo que ocurrió fue que fui a enfrentarme a ella y a quien se estuviera tirando todos los lunes como un reloj. Pero cuando llegué allí, me di cuenta de que era Rilz. Me lo había pasado por delante de mis narices como un maricón, lo llevaba con nosotros a cenas, fiestas y premieres y probablemente se reían de eso después. Se reían de mí, Mick.
»Me sacó de mis casillas. De hecho me enfurecí. Saqué la pistola del armario, me puse guantes de goma de debajo del fregadero y subí. Debería haber visto la expresión de sus rostros al ver esa gran pistola.
Lo miré un buen rato. Había tenido antes clientes que me habían confesado. Pero normalmente lo hacían llorando, retorciéndose las manos, batallando con los demonios que sus crímenes habían creado en su interior. Pero no Walter Elliot. El era frío hasta el final.
– ¿Cómo se desembarazó del arma?
– No había ido solo. Tenía alguien conmigo que se llevó el arma, los guantes y mi ropa. Volvió a la playa, subió a la autovía del Pacífico y tomó un taxi. Entre tanto, yo me lavé y me cambié, luego llamé al 911.
– ¿Quién le ayudó?
– No necesita saber eso.
Asentí. No porque estuviera de acuerdo con él, sino porque ya lo sabía. Tuve un fogonazo de Nina Albrecht abriendo con facilidad la puerta de la terraza cuando yo no supe hacerlo. Mostraba una familiaridad con el dormitorio de su jefe que me había asombrado en el momento en que lo había visto.
Aparté la mirada de mi cliente y miré al suelo. Lo habían gastado un millón de personas que habían caminado un millón de kilómetros en busca de justicia.
– Nunca conté con la transferencia, Mick. Cuando me dijeron si quería hacer el test, estuve encantado. Pensaba que estaba limpio y que ellos lo verían y sería el final. Ni pistola, ni residuo ni caso. -Negó con la cabeza por lo cerca que había estado-. Gracias a Dios que hay abogados como usted.
Lo fulminé con la mirada.
– ¿Mató a Jerry Vincent?
Elliot me miró a los ojos y negó con la cabeza.
– No. Pero fue un golpe de suerte porque terminé con un abogado mejor.
No sabía cómo responder. Miré por el pasillo a la puerta de la sala. El agente me saludó y me hizo una seña para que entrara. El receso había terminado y el juez estaba listo para empezar. Asentí y levanté un dedo para pedirle que esperara. Sabía que el juez no ocuparía su estrado hasta que le dijeran que los abogados estaban en su sitio.
– Vuelva a entrar -le dije a Elliot-. He de ir al lavabo.
Elliot caminó tranquilamente hacia el agente que esperaba. Yo me apresuré a entrar en el cuarto de baño y fui a uno de los lavamanos. Me eché agua fría en la cara, salpicándome mi mejor traje y camisa, pero sin que me importara en absoluto.
Esa noche envié a Patrick al cine porque quería la casa para mí. No quería televisión ni conversación. No quería interrupción ni a nadie observándome. Llamé a Bosch y le dije que ya no iba a salir. No era para preparar el que probablemente iba a ser el último día del juicio; estaba más que preparado para eso. Tenía al capitán de policía francés listo para entregar otra dosis de duda razonable al jurado.
Y tampoco era porque ahora sabía que mi cliente era culpable. Podía contar los clientes verdaderamente inocentes que había tenido a lo largo de los años con los dedos de una mano.
La gente culpable es mi especialidad. Pero me sentía magullado porque me habían utilizado. Y porque había olvidado la regla básica: todo el mundo miente.
Y me sentía magullado porque sabía que yo también era culpable. No podía dejar de pensar en el padre y los hermanos de Rilz, en lo que le habían dicho a Golantz sobre su decisión de volver a su país. No esperaban a ver el veredicto si antes suponía ver a su difunta persona amada arrastrada por las cloacas del sistema judicial de Estados Unidos. Había pasado casi veinte años defendiendo culpables y en ocasiones hombres malvados. Siempre había sido capaz de aceptarlo y vivir con ello. Pero no me sentía muy bien conmigo mismo por la actuación que iba a realizar al día siguiente.
Era en esos momentos cuando sentía el deseo más fuerte de volver a las antiguas formas. A encontrar de nuevo esa distancia. A tomar la pastilla contra el dolor físico que sabía que amortiguaría mi dolor interno. Era en esos momentos cuando me daba cuenta de que tenía que enfrentarme a mi propio jurado y que el veredicto inminente era culpable, que no habría más casos después de aquél.
Salí a la terraza, esperando que la ciudad me sacara del abismo en el que había caído. La noche era clara, fría y reparadora. Los Ángeles se extendía delante de mí en un tapiz de luces, cada una un veredicto sobre un sueño. Alguna gente vivía el sueño y otra no. Algunos cumplían con el diez por ciento de sus sueños y otros los mantenían pegados al corazón y tan sagrados como la noche. No estaba seguro de que me quedara siquiera un sueño. Sentía que sólo tenía pecados que confesar.
Al cabo de un rato me sobrevino un recuerdo y en cierto modo sonreí. Era uno de mis últimos recuerdos claros de mi padre, el mejor abogado de su época. Una antigua bola de cristal -una herencia de México procedente de la familia de mi madre- se había hallado rota junto al árbol de Navidad. Mi madre me llevó a la sala para que viera el daño y para darme la oportunidad de confesar mi culpa. En aquella época mi padre estaba enfermo y no iba a ponerse mejor. Había trasladado su trabajo -lo que le quedaba- a casa, al estudio de al lado de la sala. Yo no lo veía a través de la puerta abierta, pero oí su voz en un sonsonete de canción de cuna.
«Que feo pinta, pide la Quinta…»
Sabía lo que significaba. Incluso a los cinco años era el hijo de mi padre en sangre y en ley. Me negué a contestar las preguntas de mi madre. Me negué a incriminarme a mí mismo.
Ahora reí ruidosamente al mirar a la ciudad de los sueños. Me agaché, con los codos sobre la barandilla e incliné la cabeza.
– No puedo seguir haciéndolo -me susurré a mí mismo.
La canción del Llanero Solitario sonó de repente desde la puerta abierta que tenía detrás de mí. Retrocedí de nuevo al interior y miré el teléfono móvil que estaba sobre la mesa, junto a mis llaves. La pantalla decía Número privado. Vacilé, sabiendo exactamente cuánto tiempo sonaría la canción antes de que saltara el contestador.
En el último momento cogí la llamada.
– ¿Es Michael Haller, el abogado?
– Sí, ¿quién es?
– Soy el agente de policía Randall Morris. ¿Conoce a una individua llamada Elaine Ross, señor?
Sentí un puñetazo en las entrañas.
– ¿Lanie? Sí. ¿Qué ha ocurrido?
– Eh, señor, tengo aquí a la señora Ross en Mulholland Drive y no debería conducir. De hecho, se ha desmayado desde que me ha dado su tarjeta.
Cerré los ojos un momento. La llamada parecía confirmar mis temores sobre Lanie Ross. Había vuelto a caer. Una detención volvería a colocarla en el sistema y probablemente le costaría otra temporada en prisión preventiva y rehabilitación.
– ¿A qué calabozo va a llevarla? -pregunté.
– Voy a ser honesto, señor Haller. Estaré en código siete dentro de veinte minutos. Si bajo para acusarla, serán dos horas más y ya he llegado al máximo de horas extra permitidas este mes. Iba a decirle que, si puede pasar usted o enviar a alguien a por ella, estoy dispuesto a darle otra oportunidad, ¿me entiende?
– Sí. Gracias, agente Morris. Iré a buscarla si me da la dirección.
– ¿Sabe dónde está el mirador de Fryman Canyon?
– Sí.
– Estamos ahí mismo. Dese prisa.
– Estaré allí en menos de quince minutos.
Fryman Canyon estaba a pocas manzanas del garaje convertido en casa de invitados donde un amigo dejaba que Lanie viviera sin pagar alquiler. Podía llevarla a casa, volver caminando y recuperar después su coche. Tardaría menos de una hora y eso salvaría a Lanie de ir a prisión y a su coche de ser víctima de la grúa.
Salí de la casa y subí por Laurel Canyon hacia Mulholland. Cuando llegué a la cima, giré a la izquierda y me dirigí al oeste. Bajé la ventanilla y dejé que entrara aire frío al sentir los primeros tirones de la fatiga del día. Seguí por la carretera serpenteante durante casi un kilómetro, frenando cuando mis faros iluminaron a un coyote que se alzaba junto a la carretera.
Mi teléfono móvil zumbó como había estado esperando.
– ¿Por qué ha tardado tanto en llamar, Bosch? -dije a modo de saludo.
– He estado llamando, pero no hay cobertura en el cañón -contestó Bosch-. ¿Es algún tipo de test? ¿Adónde diablos está yendo? Me llamó y me dijo que había terminado hasta mañana.
– Recibí una llamada. A una… dienta mía la han detenido por conducir ebria aquí. El poli le dará una oportunidad si la llevo a casa.
– ¿Desde dónde?
– Del mirador de Fryman Canyon. Ya casi estoy allí.
– ¿Quién era el agente?
– Randall Morris. No dijo si era de Hollywood o de North Hollywood.
Mulholland era frontera entre las dos divisiones policiales. Morris podía trabajar para cualquiera de las dos.
– Muy bien, pare hasta que pueda comprobarlo.
– ¿Parar? ¿Dónde?
Mulholland era una serpenteante calle de doble sentido sin sitio para parar salvo los miradores. Si me detenía en cualquier otro lugar, el siguiente coche que tomara la curva se me llevaría por delante.
– Entonces, reduzca.
– Ya he llegado.
El mirador de Fryman Canyon estaba en el lado del valle de San Fernando. Giré a la derecha y pasé junto al cartel que decía que la zona de aparcamiento estaba cerrada después de anochecer.
No vi el coche de Lanie ni un coche patrulla. La zona de aparcamiento estaba vacía. Miré mi reloj. Sólo habían pasado doce minutos desde que le había dicho al agente Morris que llegaría en menos de quince.
– ¡Maldita sea!
– ¿Qué? -preguntó Bosch.
Apreté la palma de mi mano en el volante. Morris no había esperado. Había seguido adelante y se había llevado a Lanie al calabozo.
– ¿Qué? -repitió Bosch.
– No está aquí -dije-. Ni tampoco el policía. Se la ha llevado al calabozo.
Me iba a tocar adivinar a qué comisaría habían transportado a Lanie y probablemente pasar el resto de la noche arreglando la fianza y llevándola a casa. Al día siguiente estaría destrozado en el juicio.
Puse la transmisión en Park, bajé y miré a mi alrededor. Las luces del valle se extendían más abajo del precipicio a lo largo de kilómetros.
– Bosch, he de irme. He de tratar de averiguar…
Capté movimiento con el rabillo de mi ojo izquierdo. Me volví y vi una figura saliendo de los altos arbustos que había junto al descampado del aparcamiento. Al principio pensé que era un coyote, pero entonces vi que era un hombre. Iba vestido de negro y llevaba un pasamontañas que le cubría la cara. Al enderezarse, vi que levantaba un arma hacia mí.
– Espere un momento -dije-. ¿Qué es…?
– ¡Suelte el puto teléfono!
Solté el teléfono y levanté las manos.
– Vale, vale, ¿qué es esto? ¿Está con Bosch?
El hombre se movió rápidamente hacia mí y me empujó hacia atrás. Yo caí al suelo y acto seguido sentí que me agarraban por el cuello de la chaqueta.
– ¡Arriba!
– ¿Qué es…?
– ¡Arriba! ¡Ahora!
Empezó a estirarme.
– Vale, vale. Me estoy levantando.
En cuanto estuve en pie, el hombre me empujó hacia delante y crucé por delante de las luces de mi coche.
– ¿ Adónde vamos? ¿ Qué está…?
Me empujó otra vez.
– ¿Quién es usted? ¿Por qué…?
– Hace demasiadas preguntas, abogado.
Me agarró por la parte de atrás del cuello de la chaqueta y me empujó hacia el precipicio. Sabía que era una caída en picado desde el borde. Iba a terminar en la piscina climatizada de alguien, después de un salto de trampolín de cien metros.
Traté de clavar los talones y frenar mi impulso, pero eso resultó en que me empujaran aún más fuerte. Iba embalado y el hombre del pasamontañas me iba a lanzar por el borde hacia el negro abismo.
– ¡No puede…!
De repente sonó un disparo. No desde detrás de mí, sino desde la derecha y a cierta distancia. Casi simultáneamente hubo un sonido metálico a mi espalda y el hombre del pasamontañas gritó y cayó en los arbustos a la izquierda.
Al instante oí voces y gritos.
– ¡Suelte el arma! ¡Suelte el arma!
– ¡Al suelo! ¡Al suelo boca abajo!
Yo me tiré al suelo boca abajo al borde del precipicio y puse las manos encima de la cabeza para protegerme. Oí más gritos y el sonido de gente que corría. Oí motores atronando y vehículos aplastando grava. Cuando abrí los ojos, vi luces azules destellando en patrones repetidos en el suelo y los arbustos. Luces azules significaba policías. Significaba que estaba a salvo.
– Abogado -dijo una voz desde encima de mí-. Ya puede levantarse.
Giré el cuello para mirar. Era Bosch, con su cara en sombra silueteada por las estrellas desde arriba. -Esta vez le ha ido de un pelo -dijo.
El hombre con el pasamontañas negro gruñó de dolor cuando le esposaban las manos a la espalda.
– ¡La mano! ¡Joder, capullos, tengo la mano rota!
Me puse en pie y vi a varios hombres con impermeables negros moviéndose como hormigas en una colina. Algunas de las chaquetas de plástico llevaban las siglas del Departamento de Policía de Los Ángeles, pero en la mayoría ponía FBI. Enseguida apareció en el cielo un helicóptero e iluminó todo el aparcamiento con un foco.
Bosch se acercó a los agentes del FBI acurrucados junto al hombre del pasamontañas.
– ¿Le han dado? -preguntó.
– No hay herida -dijo un agente-. La bala debe de haber dado en la pistola, pero igual duele como su puta madre.
– ¿Dónde está la pistola?
– Aún la estamos buscando -dijo el agente.
– Podría haber caído por el despeñadero -apuntó otro agente.
– Si no la encontramos esta noche, la encontraremos por la mañana -concluyó un tercero.
Levantaron al hombre. Dos de los agentes del FBI se quedaron de pie uno a cada lado, agarrándolo por los codos.
– Veamos a quién tenemos -dijo Bosch.
Le quitaron el pasamontañas sin ceremonias y le apuntaron directamente a la cara con una linterna. Bosch se volvió y me miró.
– El jurado número siete -dije.
– ¿De qué está hablando?
– El jurado número siete del juicio. No apareció hoy y el departamento del sheriff lo estaba buscando.
Bosch se volvió hacia el hombre que yo sabía que se llamaba David McSweeney.
– Que no se mueva de aquí.
Bosch dio media vuelta y me hizo una seña para que lo siguiera. Se alejó del círculo de actividad y fue hacia el descampado de aparcamiento, cerca de mi coche. Se detuvo y se volvió hacia mí, pero yo pregunté antes.
– ¿Qué ha pasado?
– Lo que acaba de pasar es que le hemos salvado la vida. Iba a tirarlo al vacío.
– Eso ya lo sé, pero ¿qué ha ocurrido? ¿De dónde ha salido usted y todos los demás? Dijo que dejaba que la gente se fuera por la noche después de que me metía en casa. ¿De dónde han salido todos estos polis? ¿Y qué está haciendo aquí el FBI?
– Las cosas eran distintas esta noche. Han pasado cosas.
– ¿Qué cosas han pasado? ¿Qué ha cambiado?
– Podemos hablar de eso después, ahora hablemos de lo que tenemos aquí.
– No sé qué tenemos aquí.
– Hábleme del jurado número siete. ¿Por qué no se ha presentado hoy?
– Bueno, probablemente debería preguntárselo a él. Lo único que puedo decirle es que esta mañana el juez nos ha llamado a su despacho y nos ha contado que tenía una carta anónima que decía que el jurado número siete era falso y que había mentido porque tenía antecedentes. El juez pensaba interrogarlo, pero no apareció. Enviaron a agentes del sheriff a su casa y su trabajo y volvieron con un tipo que no era el jurado número siete.
Bosch levantó la mano como un policía de tráfico.
– Espere, espere. No tiene sentido. Sé que acaba de pasar un buen susto, pero…
Se detuvo cuando uno de los hombres con chaqueta del Departamento de Policía de Los Ángeles se acercó para dirigirse a él.
– ¿Quiere que pidamos una ambulancia? Dice que cree que tiene la mano rota.
– No, que no se mueva de ahí. Lo verá un médico después de que presentamos cargos.
– ¿Está seguro?
– Que se joda.
El hombre asintió y volvió al lugar donde estaba reteniendo a McSweeney.
– Sí, que se joda -dije.
– ¿Por qué quería matarle? -preguntó Bosch.
Levanté las manos abiertas.
– No lo sé. Quizá por el artículo del Times. ¿No era ése el plan, sacarlo a relucir?
– Creo que me está ocultando algo, Haller.
– Mire, le he dicho todo lo que he podido todo el tiempo. Es usted el que me oculta cosas y juega conmigo. ¿Qué está haciendo aquí el FBI?
– Han estado aquí desde el principio.
– Perfecto, y se olvidó de contármelo.
– Le dije lo que necesitaba saber.
– Bueno, ahora necesito saberlo todo o mi cooperación con usted termina aquí. Y eso incluye ser cualquier clase de testigo contra el hombre de allí.
Esperé un momento y él no dijo nada. Me volví para caminar hacia mi coche y Bosch me puso la mano en el brazo. Sonrió con frustración y negó con la cabeza.
– Vamos, hombre, cálmese. No vaya lanzando amenazas huecas.
– ¿ Cree que es una amenaza hueca? ¿ Por qué no vemos lo hueca que es cuando empiece a eternizar la citación de un jurado de acusación federal que sé que surgirá de esto? Puedo alegar confidencialidad con el cliente hasta el Tribunal Supremo (apuesto a que sólo tardará un par de años) y sus nuevos amigos del FBI van a lamentar que usted no jugara limpio conmigo cuando tuvo la ocasión.
Bosch pensó un momento y me tiró del brazo.
– Muy bien, tipo duro, venga aquí.
Caminamos hasta un lugar de la zona de aparcamiento, aún más lejos del hormiguero de fuerzas del orden. Bosch empezó a hablar.
– El FBI contactó conmigo unos días después del asesinato de Vincent y me dijo que había sido una persona de interés para ellos. Es todo; una persona de interés. Era uno de los abogados cuyos nombres surgieron en su investigación de los tribunales estatales. Nada específico, sólo basado en rumores, cosas que supuestamente había dicho a los clientes que podía hacer, conexiones que aseguraba tener, esa clase de cosas. Habían elaborado una lista de abogados que podrían ser corruptos y Vincent estaba en ella. Lo invitaron como testigo cooperador, pero no aceptó. Estaban incrementando la presión sobre él cuando lo mataron.
– Así que le dijeron todo esto y unieron fuerzas. ¿No es maravilloso? Gracias por decírmelo.
– Como he dicho, no necesitaba saberlo.
Un hombre con chaqueta del FBI cruzó la zona de aparcamiento por detrás de Bosch y su cara apareció momentáneamente iluminada desde arriba. Me sonaba familiar, pero no lograba situarlo. Hasta que lo imaginé con bigote.
– Eh, aquí está el capullo que me mandó el otro día -dije lo bastante alto para que el agente que pasaba lo oyera-. Tiene suerte de que no le metí una bala en la cara en la puerta.
Bosch me puso las dos manos en el pecho y me apartó unos pasos.
– Cálmese, abogado. Si no hubiera sido por el FBI, no habría tenido el personal suficiente para vigilarlo. Y ahora mismo yacería al pie de la montaña.
Le aparté las manos del pecho, pero me calmé. Mi rabia se disipó al aceptar la realidad de lo que Bosch acababa de decir. Y la realidad de que me habían usado como un peón desde el principio. No sólo mi cliente, sino también Bosch y el FBI. Bosch aprovechó el momento para señalar a otro agente, que estaba de pie cerca vigilando.
– Este es el agente Armstead. Ha estado dirigiendo el lado del FBI de la operación y tiene unas preguntas para usted.
– ¿Por qué no? Nadie responde las mías, así que puedo responder las suyas.
Armstead era un agente joven y bien cuidado, con un corte de pelo de precisión militar.
– Señor Haller, llegaremos a sus preguntas en cuanto podamos -dijo-. Ahora mismo tenemos una situación incierta y su cooperación será sumamente apreciada. ¿Es el jurado número siete el hombre al que sobornó Vincent?
Miré a Bosch con expresión de «¿quién es este tío?».
– ¿Cómo voy a saberlo? Yo no formaba parte de eso. Si quiere una respuesta, pregúntele a él.
– No se preocupe. Le haremos muchas preguntas. ¿ Qué estaba haciendo aquí arriba, señor Haller?
– Ya se lo he contado. Se lo conté a Bosch. Recibí una llamada de alguien que dijo que era policía. Dijo que había aquí una mujer a la que conocía personalmente y que podía subir y llevarla a casa y ahorrarle el problema de acusarla por conducir con exceso de alcohol.
– Comprobamos ese nombre que me dio en el teléfono -dijo Bosch-. Hay un Randall Morris en el departamento. Está en bandas en South Bureau.
Asentí con la cabeza.
– Sí, bueno, creo que ahora está bastante claro que era una llamada falsa. Pero conocía el nombre de mi amiga y tenía mi móvil. En ese momento me pareció convincente, ¿vale?
– ¿Cómo consiguió él el nombre de la mujer? -preguntó Armstead.
– Buena pregunta. Teníamos una relación (una relación platónica), pero no he hablado con ella desde hace casi un mes.
– Entonces, ¿cómo iba a saber de ella?
– Joder, me está preguntando cosas que no sé. Vaya a preguntárselo a McSweeney.
Me di cuenta inmediatamente de que había patinado. No conocería el nombre a no ser que hubiera estado investigando al jurado número siete.
Bosch me miró con curiosidad. No sé si se dio cuenta de que se suponía que el jurado tenía que ser anónimo incluso entre los abogados del caso. Antes de que pudiera hacerme una pregunta, me salvó alguien que gritaba desde los arbustos por donde casi me habían tirado.
– ¡Tengo la pistola!
Bosch me señaló con el dedo en el pecho.
– Quédese aquí.
Observé a Bosch y Armstead alejándose y uniéndose a unos pocos agentes más mientras estudiaban el arma que habían encontrado bajo el haz de una linterna. Bosch no tocó el arma, pero se inclinó a la luz para examinarla de cerca.
La obertura de Guillermo Tell empezó a sonar detrás de mí. Me volví y vi mi teléfono caído sobre la grava con su pantallita cuadrada brillando como un faro. Me acerqué y lo recogí. Era Cisco y respondí a la llamada.
– Cisco, luego te llamo.
– Que sea deprisa. Tengo buena información para ti. Vas a querer saber esto.
Cerré el teléfono y observé a Bosch terminando su estudio del arma y luego acercándose a McSweeney. Se inclinó junto a él y le susurró algo al oído. No esperó respuesta. Se limitó a darse la vuelta y caminó de nuevo hacia mí. Sabía incluso bajo la tenue luz de luna que estaba excitado. Armstead lo siguió.
– La pistola es una Beretta Bobcat, como la que buscábamos por Vincent -dijo-. Si la balística coincide, tenemos a este tipo envuelto para regalo. Me encargaré de que reciba una mención de honor del ayuntamiento.
– Bueno. La enmarcaré.
– Explíqueme esto, Haller, y puede empezar con él siendo la persona que mató a Vincent. ¿Por qué quería matarle también a usted?
– No lo sé.
– El soborno -preguntó Armstead-, ¿es el que cobró el dinero?
– Misma respuesta que le di hace cinco minutos: no lo sé. Pero tiene sentido.
– ¿Cómo conocía el nombre de su amiga?
– Tampoco lo sé.
– Entonces, ¿de qué me sirve? -preguntó Bosch. Era una buena pregunta y la respuesta inmediata no me sentaba bien.
– Mire, detective, yo…
– No se moleste. ¿Por qué no se mete en el coche y se larga? Nos ocuparemos desde aquí.
Se volvió y empezó a alejarse y Armstead lo siguió. Yo vacilé y entonces llamé a Bosch. Le hice una seña para que volviera. Él le dijo algo al agente del FBI y se me acercó solo.
– Nada de mentiras -dijo con impaciencia-. No tengo tiempo.
– Vale, ésta es la cuestión. Creo que quería que pareciera que salté.
Bosch lo consideró y luego negó con la cabeza.
– ¿Suicidio? ¿Quién creería eso? Tenía el caso de la década. Está en la cima, en la tele. Y tiene una hija de la que ocuparse. Suicidio no colaría.
Asentí con la cabeza.
– Sí colaría.
Me miró y no dijo nada, esperando que me explicara.
– Soy un adicto en recuperación, Bosch. ¿Sabe lo que es eso?
– ¿Por qué no me lo cuenta?
– La historia sería que no pude soportar la presión del gran caso y toda la atención, y que había recaído o estaba a punto de hacerlo. Así que salté en lugar de volver a eso. No es algo fuera de lo común, Bosch. Lo llaman la salida rápida. Y me hace pensar que…
– ¿Qué?
Señalé por el descampado al jurado número siete.
– Que él y la persona para la que trabajaba sabían mucho de mí. Hicieron una investigación profunda. Averiguaron lo de mi adicción y el nombre de Lanie. Luego pensaron un plan sólido para deshacerse de mí, porque no podían volver a dispararle a otro abogado sin atraer un escrutinio masivo sobre lo que tenían en marcha. Si lo mío pasaba por suicidio, habría mucha menos presión.
– Sí, pero ¿por qué necesitaban desembarazarse de usted?
– Supongo que pensaban que sabía demasiado.
– ¿Sabía demasiado?
Antes de que pudiera responder, McSweeney empezó a gritar desde el otro lado del descampado.
– ¡Eh! Allí con el abogado. Quiero hacer un trato. ¡Puedo darle algunos peces gordos! ¡Quiero hacer un trato!
Bosch esperó a ver si había más, pero eso era todo.
– ¿Mi consejo? -dije-. Vaya y golpee ahora que el hierro está caliente, antes de que recuerde que tiene derecho a un abogado.
Bosch asintió.
– Gracias, entrenador. Pero creo que sé lo que hago.
Empezó a cruzar el descampado.
– Eh, Bosch, espere -lo llamé-. Me debe algo antes de ir allí.
Bosch se detuvo y le hizo una señal a Armstead para que fuera con McSweeney. Luego volvió conmigo.
– ¿Qué le debo?
– Una respuesta. Esta noche le llamé y le dije que no iba a salir hasta mañana. Se suponía que tenía que reducir la vigilancia a un coche, pero aquí está Dios y la madre. ¿Qué le hizo cambiar de idea?
– No lo ha oído, ¿no?
– ¿Oír qué?
– Puede dormir hasta tarde mañana, abogado. Ya no hay juicio.
– ¿Por qué no?
– Porque su cliente está muerto. Alguien (probablemente nuestro amigo de allí que quiere hacer un trato) eliminó a Elliot y su novia esta noche cuando fueron a cenar a casa. Su verja electrónica no se abría y cuando salió para empujarla, alguien se acercó y le metió una bala en la nuca. Luego mató a la mujer del coche.
Retrocedí medio paso, asombrado. Conocía la verja de la que estaba hablando Bosch. Había estado en la mansión de Elliot en Beverly Hills la otra noche. Y en cuanto a la novia, también pensaba que sabía quién era. Me había imaginado a Nina Albrecht para esa posición desde que Elliot me dijo que había tenido ayuda el día de los crímenes de Malibú. Bosch no dejó que mi expresión de desconcierto le impidiera continuar.
– Me dio el chivatazo una amiga de la oficina del forense y supuse que alguien podría estar haciendo limpieza esta noche. Supuse que tenía que volver a llamar al equipo y ver qué pasaba en su casa. Tiene suerte de que lo hiciera.
Miré directamente a Bosch al responder.
– Sí -dije-, he tenido suerte.
Ya no había juicio, pero fui al tribunal el martes por la mañana para asistir al final oficial del caso. Ocupé mi lugar junto al asiento vacío que Walter Elliot había ocupado durante las últimas dos semanas. A los fotógrafos de prensa a los que se les había permitido el acceso a la sala parecía gustarles la silla vacía. Sacaron muchas fotos de ella.
Jeffrey Golantz estaba sentado al otro lado del pasillo. Era el fiscal más afortunado de la tierra. Se había ido del tribunal un día pensando que se enfrentaba a una derrota que perjudicaría su carrera y había vuelto al día siguiente con su historial inmaculado intacto. Su trayectoria ascendente en la fiscalía del distrito y en la política municipal estaba a salvo por el momento. No tenía nada que decirme cuando nos sentamos y esperamos al juez.
Pero había mucha charla en la galería del público. Era un hervidero de noticias de los asesinatos de Walter Elliot y Nina Albrecht. Nadie mencionó el intento de acabar con mi vida ni los sucesos del mirador de Fryman Canyon. Por el momento, todo era secreto. Una vez que McSweeney le dijo a Bosch y Armstead que quería un trato, los investigadores me pidieron que guardara silencio para poder proceder lenta y cuidadosamente con su testigo cooperador. Yo mismo estaba contento de colaborar. Hasta cierto punto.
El juez Stanton ocupó el estrado puntualmente a las nueve. Tenía los ojos hinchados y aspecto de haber dormido poco. Me pregunté si sabía tantos detalles como yo de lo que había ocurrido la noche anterior.
Hicieron pasar al jurado y estudié los rostros. Si alguien sabía lo que había ocurrido, no lo estaba mostrando. Me fijé en que varios de ellos se fijaban en la silla vacía que tenía a mi lado al ocupar la suya.
– Damas y caballeros, buenos días -inició el juez-. En este momento voy a eximirles de su servicio en este juicio. Como estoy seguro que pueden ver, el señor Elliot no está en su silla en la mesa de la defensa. El motivo es que el acusado en este juicio fue víctima de un homicidio anoche.
La mitad de las bocas de los jurados se abrieron al unísono; el resto mostró sorpresa en su mirada. Un murmullo bajo de voces excitadas recorrió la sala y luego empezó un aplauso lento y deliberado de detrás de la mesa de la acusación. Me volví y vi a la madre de Mitzi Elliot aplaudiendo la noticia del fallecimiento de Walter.
El juez golpeó con fuerza con la maza justo en el momento en que Golantz corría hacia ella, agarrándole las manos suavemente e impidiendo que continuara. Vi lágrimas resbalando por las mejillas de la mujer.
– No habrá demostraciones desde la galería -dijo impetuosamente el juez-. No me importa quién es usted ni que relación podía tener con el caso, todos los aquí presentes mostrarán respeto al tribunal o serán expulsados.
Golantz regresó a su asiento, pero las lágrimas continuaron resbalando por las mejillas de la madre de una de las víctimas.
– Sé que para todos ustedes es una noticia desconcertante -le dijo Stanton a los miembros del jurado-. Les garantizo que las autoridades están investigando esta cuestión a conciencia y con fortuna pronto pondrán al individuo o individuos responsables ante la justicia. Estoy seguro de que se pondrán al corriente del caso cuando lean el periódico o vean las noticias, lo cual ahora pueden hacer libremente. En cuanto a hoy, quiero darles las gracias por su servicio. Sé que todos han estado muy atentos a la presentación del caso de la fiscalía y de la defensa y espero que el tiempo que han pasado aquí sea una experiencia positiva. Ahora son libres de volver a la sala de deliberación a recoger sus cosas y regresar a casa. Están dispensados.
Nos levantamos por última vez para el jurado y observé que los doce se dirigían por la puerta hacia la sala de deliberación. Después de que se fueran, el juez nos agradeció a Golantz y a mí nuestra conducta profesional durante el juicio, dio las gracias a su equipo y rápidamente levantó la sesión. No me había molestado en sacar ninguna carpeta de mi bolsa, así que me quedé inmóvil durante un buen rato después de que el juez abandonara la sala. Mi ensueño no se rompió hasta que Golantz se me acercó con la mano extendida. Sin pensarlo, se la estreché.
– Sin rencores por nada, Mickey. Es usted un fantástico abogado.
«Era», pensé.
– Sí -respondí-. Sin rencores.
– ¿Va a quedarse aquí para hablar con los jurados y ver hacia qué lado iban a inclinarse? -preguntó.
Negué con la cabeza.
– No, no me interesa.
– A mí tampoco. Cuídese.
Me dio una palmada en el hombro y cruzó al otro lado de la cancela. Estaba seguro de que habría un enjambre de medios esperando en el vestíbulo y él les diría que de algún modo extraño se había hecho justicia. Quien a hierro mata, a hierro muere. O palabras similares.
Le dejé los medios a él. Le concedí una buena ventaja antes de salir. Los periodistas ya lo estaban rodeando y yo pude pegarme a la pared y escapar sin ser visto. Salvo de Jack McEvoy del Times. Me localizó y empezó a seguirme. Me pilló cuando llegué a la entrada de la escalera.
– Eh, Mick.
Yo lo miré, pero no dejé de andar. Sabía por experiencia que no tenía que hacerlo. Si un miembro de los medios te paraba, el resto de la prensa se echaba encima. No quería que me devoraran. Empujé la puerta de la escalera y empecé a bajar.
– Sin comentarios.
Me siguió, paso a paso.
– No voy a escribir del juicio. Estoy cubriendo los asesinatos. Pensaba que quizá podríamos llegar al mismo acuerdo. Ya sabe, cambiar informa…
– No hay trato, Jack. Y sin comentarios. Le veo después.
Estiré la mano y lo detuve en el primer rellano. Lo dejé allí, bajé otros dos tramos y luego salí al pasillo. Caminé hasta la sala de la juez Holder y entré.
Michaela Gilí estaba en su puesto y le pregunté si podía ver a la juez unos minutos.
– Pero no lo tengo en la agenda -dijo.
– Ya lo sé, Michaela, pero creo que la juez querrá verme. ¿Está dentro? ¿Puede decirle que sólo le pido diez minutos? Dígale que es sobre los casos de Vincent.
La secretaria levantó el teléfono, pulsó un botón y expuso mi solicitud a la presidenta del tribunal. Enseguida colgó y me dijo que podía pasar inmediatamente al despacho de la juez.
– Gracias.
La juez estaba detrás de su escritorio con las gafas de leer puestas y un bolígrafo en la mano, como si la hubiera interrumpido a medio firmar una orden.
– Bueno, señor Haller -dijo-. Ciertamente ha sido un día atareado. Siéntese.
Me senté en la conocida silla delante de ella.
– Gracias por recibirme, señoría.
– ¿Qué puedo hacer por usted?
La juez me planteó la pregunta sin mirarme. Empezó a garabatear firmas en una serie de documentos.
– Sólo quería que supiera que voy a renunciar a ser abogado en el resto de los casos de Vincent.
Holder dejó el bolígrafo y me miró por encima de las gafas.
– ¿Qué?
– Renuncio. Volví demasiado pronto o probablemente no debería haber vuelto. Pero he terminado.
– Eso es absurdo. Su defensa del señor Elliot ha sido la comidilla de esta sala. Vi partes en televisión. Claramente le ha estado dando una lección al señor Golantz, y no creo que haya muchos observadores que apostaran contra una absolución.
Rechacé los cumplidos.
– En cualquier caso, señoría, no importa. No es la verdadera razón por la que estoy aquí.
La juez se quitó las gafas y las puso sobre la mesa. Parecía vacilante, pero enseguida me planteó la siguiente pregunta.
– Entonces, ¿por qué está aquí?
– Porque, señoría, quiero que sepa que lo sé. Y pronto lo sabrán todos los demás.
– Estoy segura de que no sé de qué está hablando. ¿Qué sabe, señor Haller?
– Sé que está en venta y que ha tratado de que me maten.
Ella espetó una risa, pero no había regocijo en sus ojos, sólo dagas.
– ¿Es algún tipo de broma?
– No, no es broma.
– Entonces, señor Haller, le sugiero que se calme y se serene. Si va por esta sala haciendo esta clase de acusaciones descabelladas, habrá consecuencias para usted. Severas consecuencias. Quizá tiene razón: está sintiendo el estrés de volver demasiado pronto de la rehabilitación.
Sonreí y supe por su expresión que ella se había dado cuenta inmediatamente de su error.
– Ha patinado, ¿verdad, señoría? ¿Cómo sabía que estaba en rehabilitación? Mejor aún, ¿cómo sabía el jurado número siete cómo sacarme de casa anoche? La respuesta es que me había investigado. Me tendió una trampa y envió a McSweeney a matarme.
– No sé de qué está hablando y no conozco a ese hombre del que dice que trató de matarlo.
– Bueno, creo que él la conoce a usted, y la última vez que lo vi estaba a punto empezar a cantar la canción de hagamos un trato con el gobierno federal.
La información le golpeó como un puñetazo en el vientre. Sabía que ni a Bosch ni a Armstead les haría gracia que se lo contara a la juez, pero no me importaba. Ninguno de ellos era el tipo al que habían usado como un peón y al que casi hacen saltar desde Mulholland. Ese tipo era yo, y eso me daba derecho a confrontar a la persona que sabía que estaba detrás de todo ello.
– Lo he descubierto sin tener que hacer un trato con nadie -expliqué-. Mi investigador hizo averiguaciones sobre McSweeney. Hace nueve años lo detuvieron por agresión con arma letal y ¿quién era su abogado? Mitch Lester, su marido. Ahí está la conexión. Lo convierte en un bonito triángulo, ¿no? Usted tiene acceso y control de la reserva de jurados y el proceso de selección. Puede acceder a los ordenadores y fue usted quien me colocó al durmiente en mi jurado. Jerry Vincent le pagó, pero cambió de idea después de que el FBI metiera las narices. No podía correr el riesgo de que Jerry hiciera un trato con el FBI y les ofreciera una juez a cambio. Así que envió a McSweeney.
»Luego, cuando ayer todo se fue al garete, decidió hacer limpieza. Envió a McSweeney (el jurado número siete) tras Elliot y Albrecht y luego a por mí. ¿Qué tal lo estoy haciendo, señoría? ¿Se me ha pasado algo hasta ahora?
Dije la palabra «señoría» como si tuviera el mismo significado que basura. Holder se levantó.
– Esto es una locura. No tiene pruebas que me relacionen con nadie que no sea mi marido. Y hacer el salto de uno de sus clientes a mí es completamente absurdo.
– Tiene razón, señoría. No tengo pruebas, pero ahora no estamos en un juicio. Esto es entre usted y yo. Sólo tengo mi instinto y me dice que todo vuelve a usted.
– Quiero que se vaya ahora.
– En cambio, los federales tienen a McSweeney.
Noté que le ponía el miedo en el cuerpo.
– Supongo que no ha tenido noticias suyas. Sí, no creo que le dejen hacer llamadas mientras lo interrogan. Será mejor que él no tenga ninguna de esas pruebas, porque si le pone en ese triángulo estará cambiando su toga negra por un mono naranja.
– Salga o llamaré a la seguridad del tribunal y le detendrán.
Holder señaló a la puerta. Me levanté con calma y lentitud.
– Claro que me voy. ¿Y sabe una cosa? Puede que nunca vuelva a ejercer mi profesión en esta sala, pero le prometo que volveré a ver cómo la procesan. A usted y a su marido. Cuente con ello.
La juez me miró, con el brazo todavía extendido hacia la puerta, y vi que la expresión de sus ojos cambiaba lentamente de la rabia al miedo. Bajó un poco el brazo y luego lo dejó caer del todo. La dejé allí de pie.
Bajé por la escalera porque no quería entrar en un ascensor repleto. Once pisos. Abajo empujé las puertas de cristal y salí del tribunal. Saqué mi teléfono y llamé a Patrick para pedirle que viniera a recogerme. Luego llamé a Bosch.
– He decidido encender un fuego bajo usted y el FBI -le dije.
– ¿Qué significa? ¿Qué ha hecho?
– No quiero esperar mientras el FBI se toma su habitual año y medio para cerrar un caso. En ocasiones la justicia no puede esperar, detective.
– ¿Qué ha hecho, Haller?
– Acabo de tener una conversación con la juez Holder. Sí, lo adiviné sin la ayuda de McSweeney. Le he dicho que los federales tenían a McSweeney y que estaba cooperando. En su lugar y en el del FBI, me daría prisa y mientras tanto la mantendría controlada. No me parece de las que se fugan, pero nunca se sabe. Que pase un buen día.
Cerré el teléfono antes de que Bosch pudiera protestar por mis acciones. No me importaba. El me había usado todo el tiempo. Me sentí bien al pagarle con la misa moneda y que fueran él y el FBI los que bailaran al extremo de la cuerda.