Isabel Allende
El Zorro

Primera Parte California, 1790-1810

Empecemos por el principio, por un evento sin el cual Diego de la Vega no habría nacido. Sucedió en Alta California, en la misión San Gabriel, en el año 1790 de Nuestro Señor. En aquellos tiempos dirigía la misión el padre Mendoza, un franciscano con espaldas de leñador, más joven de aspecto que sus cuarenta años bien vividos, enérgico y mandón, para quien lo más difícil de su ministerio era imitar la humildad y dulzura de san Francisco de Asís. En California había varios otros religiosos en veintitrés misiones, encargados de propagar la doctrina de Cristo entre varios millares de gentiles de las tribus chumash, shoshone y otras, que no siempre se prestaban de buena gana para recibirla. Los nativos de la costa de California tenían una red de trueque y comercio que había funcionado por miles de años. Su ambiente era muy rico en recursos naturales y las tribus desarrollaban diferentes especialidades. Los españoles estaban impresionados con la economía chumash, tan compleja, que la comparaban con la de China. Los indios usaban conchas como moneda y organizaban ferias regularmente, donde además de intercambiar bienes se acordaban los matrimonios.

A los indios los confundía el misterio del hombre torturado en una cruz, que los blancos adoraban, y no comprendían la ventaja de pasarlo mal en este mundo para gozar de un hipotético bienestar en otro. En el paraíso cristiano podrían instalarse en una nube a tocar el arpa con los ángeles, pero en realidad la mayoría de ellos prefería, después de la muerte, cazar osos con sus antepasados en las tierras del Gran Espíritu. Tampoco entendían que los extranjeros plantaran una bandera en el suelo, marcaran líneas imaginarias, lo declararan de su propiedad y se ofendieran si alguien entraba persiguiendo a un venado. La idea de poseer la tierra les resultaba tan inverosímil como la de repartirse el mar.


Cuando al padre Mendoza le llegaron las noticias de que varias tribus se habían sublevado, comandadas por un guerrero con cabeza de lobo, elevó sus plegarias por las víctimas, pero no se preocupó demasiado, porque estaba seguro de que San Gabriel se encontraba a salvo. Pertenecer a su misión era un privilegio, así lo demostraban las familias indígenas, que acudían a solicitar su protección a cambio del bautizo y se quedaban bajo su techo de buen grado; él nunca debió usar militares para reclutar futuros conversos. Atribuyó la reciente insurrección, la primera que ocurría en Alta California, a los abusos de la soldadesca española y la severidad de sus hermanos misioneros. Las tribus, repartidas en grupos pequeños, tenían diversas costumbres y se comunicaban mediante un sistema de señales; nunca se habían puesto de acuerdo para nada, excepto el comercio, y ciertamente nunca para la guerra. Según él, esas pobres gentes eran inocentes corderos de Dios, que pecaban por ignorancia y no por vicio; debían existir razones contundentes para que se alzaran contra los colonizadores.

El misionero trabajaba sin descanso, codo a codo con los indios en los campos, en la curtiembre de cueros, en la molienda del maíz. Por las tardes, cuando los demás descansaban, él curaba heridas de accidentes menores o arrancaba alguna muela podrida. Además, daba lecciones de catecismo y de aritmética, para que los neófitos -como llamaban a los indios conversos- pudieran contar las pieles, las velas y las vacas, pero no de lectura o escritura, conocimientos sin aplicación práctica en ese lugar. Por las noches hacía vino, sacaba cuentas, escribía en sus cuadernos y rezaba.

Al amanecer tocaba la campana de la iglesia para llamar a su congregación a misa y después del oficio supervisaba el desayuno con ojo atento, para que nadie se quedara sin comer.


Por todo lo anterior, y no por exceso de confianza en sí mismo o vanidad, estaba convencido de que las tribus en pie de guerra no atacarían su misión. Sin embargo, como las malas nuevas siguieron llegando semana tras semana, acabó por prestarles atención. Envió a un par de hombres de toda su confianza a averiguar qué estaba pasando en el resto de la región, y éstos no tardaron en ubicar a los indios en guerra y conseguir los detalles, porque fueron recibidos como compadres por los mismos sujetos a los cuales iban a espiar. Regresaron a contarle al misionero que un héroe surgido de la profundidad del bosque y poseído por el espíritu de un lobo había logrado unir a varias tribus para echar a los españoles de las tierras de sus antepasados, donde siempre habían cazado sin permiso.

Los indios carecían de estrategia clara, se limitaban a asaltar las misiones y los pueblos en el impulso del momento, incendiaban cuanto hallaban a su paso y enseguida se retiraban tan deprisa como habían llegado. Reclutaban a los neófitos, que aún no estaban reblandecidos por la prolongada humillación de servir a los blancos, y así engrosaban sus filas. Agregaron los hombres del padre Mendoza que el jefe Lobo Gris tenía en la mira a San Gabriel, no por rencor particular contra el misionero, a quien nada se le podía reprochar, sino porque le quedaba de paso.

En vista de esto, el sacerdote debió tomar medidas. No estaba dispuesto a perder el fruto de su trabajo de años y menos lo estaba a permitir que le arrebataran a sus indios, que lejos de su tutela sucumbirían al pecado y volverían a vivir como salvajes. Escribió un mensaje al capitán Alejandro de la Vega pidiéndole pronto socorro. Temía lo peor, decía, porque los insurrectos se encontraban muy cerca, con ánimo de atacar en cualquier momento, y él no podría defenderse sin refuerzo militar adecuado. Mandó dos misivas idénticas al fuerte de San Diego mediante jinetes expeditos, que usaron diferentes rutas, de modo que si uno era interceptado el otro lograría su propósito.


Unos días más tarde el capitán Alejandro de la Vega llegó galopando a la misión. Desmontó de un salto en el patio, se arrancó la pesada casaca del uniforme, el pañuelo y el sombrero, y hundió la cabeza en la artesa donde las mujeres enjuagaban la ropa. El caballo estaba cubierto de sudor espumoso, porque había cargado por varias leguas al jinete con sus aperos de dragón del ejército español: lanza, espada, escudo de cuero doble y carabina, además de la montura. De la Vega venía acompañado por un par de hombres y varios caballos que transportaban las provisiones. El padre Mendoza salió a recibirlo con los brazos abiertos, pero al ver que sólo lo acompañaban dos soldados rotosos y tan extenuados como las cabalgaduras, no pudo disimular su frustración.

– Lo lamento, padre, no dispongo de más soldados que este par de bravos hombres. El resto del destacamento quedó en el pueblo de La Reina de los Ángeles, que también está amenazado por la sublevación -se excusó el capitán, secándose la cara con las mangas de la camisa.

– Que Dios nos ayude, ya que España no lo hace -replicó entre dientes el sacerdote.

– ¿Sabe cuántos indios atacarán?

– Muy pocos saben contar con precisión aquí, capitán, pero, según averiguaron mis hombres, pueden ser hasta quinientos.

– Eso significa que no serán más de ciento cincuenta, padre. Podemos defendernos. ¿Con qué contamos? -inquirió Alejandro de la Vega.

– Conmigo, que fui soldado antes de ser cura, y con otros dos misioneros, que son jóvenes y valientes. Tenemos tres soldados asignados a la misión, que viven aquí. También varios mosquetes y carabinas, municiones, un par de sables y la pólvora que usamos en la cantera de piedras.

– ¿Cuántos neófitos?

– Hijo mío, seamos realistas: la mayoría no peleará contra gente de su raza -explicó el misionero-. A lo más cuento con media docena de jóvenes criados aquí y algunas mujeres que pueden ayudarnos a cargar las armas. No puedo arriesgar las vidas de mis neófitos, son como niños, capitán. Los cuido como si fueran mis hijos.

– Bien, padre, manos a la obra, en nombre de Dios. Por lo que veo, la iglesia es el edificio más sólido de la misión. Allí nos defenderemos -dijo el capitán.


Durante los días siguientes nadie descansó en San Gabriel, hasta los niños pequeños fueron puestos a trabajar. El padre Mendoza, buen conocedor del alma humana, no podía confiar en la lealtad de los neófitos una vez que se vieran rodeados de indios libres. Consternado, notó un cierto brillo salvaje en los ojos de algunos de ellos y la forma desganada en que cumplían sus órdenes; dejaban caer las piedras, se les rompían los sacos de arena, se enredaban en los cordeles, se les volcaban los baldes de brea. Forzado por las circunstancias, violó su propio reglamento de compasión y, sin que le temblara la voluntad, condenó a un par de indios al cepo y a un tercero le propinó diez azotes, a modo de escarmiento. Luego hizo fortalecer con tablones la puerta del dormitorio de las mujeres solteras, construido como una prisión para que no salieran las más audaces a rondar bajo la luna con sus enamorados. Era un edificio rotundo, de grueso adobe, sin ventanas y con la ventaja adicional de que se podía atrancar por fuera con una barra de hierro y candados. Allí encerraron a la mayor parte de los neófitos varones, engrillados por los tobillos para evitar que a la hora de la batalla colaboraran con el enemigo.

– Los indios nos tienen miedo, padre Mendoza. Creen que poseemos una magia muy poderosa -dijo el capitán De la Vega, dando una palmada a la culata de su carabina.

– Esta gente conoce de sobra las armas de fuego, aunque todavía no haya descubierto su funcionamiento. Lo que en verdad temen los indios es la cruz de Cristo -replicó el misionero, señalando el altar.

– Entonces, vamos a darles una muestra del poder de la cruz y el de la pólvora -se rió el capitán y procedió a explicar su plan.


Se encontraban en la iglesia, donde habían colocado barricadas de sacos de arena por dentro, frente a la puerta, y habían dispuesto nidos con las armas de fuego en sitios estratégicos. En opinión del capitán De la Vega, mientras mantuvieran a los atacantes a cierta distancia, para que ellos pudieran recargar las carabinas y mosquetes, la balanza se inclinaba en su favor, pero en combate cuerpo a cuerpo su desventaja era tremenda, ya que los indios los superaban en número y ferocidad.

El padre Mendoza admiró la audacia del hombre. De la Vega tenía alrededor de treinta años y ya era un soldado veterano, curtido en las guerras de Italia, de donde regresó marcado con orgullosas cicatrices. Era el tercer hijo de una familia de hidalgos, cuyo linaje podía trazarse hasta el Cid Campeador. Sus antepasados lucharon contra los moros bajo los estandartes católicos de Isabel y Fernando, pero de tanto valor exaltado y de tanta sangre derramada por España no les quedó fortuna, sólo honor.

A la muerte de su padre, el hijo mayor heredó la casa de la familia, un centenario edificio de piedra incrustado en un pedazo de tierra seca en Castilla. Al segundo hermano lo reclamó la Iglesia y a él le tocó ser soldado; no había otro destino para un joven de su sangre. En pago por el coraje demostrado en Italia, recibió una pequeña bolsa de doblones de oro y autorización para ir al Nuevo Mundo a mejorar su destino. Así acabó en Alta California, donde llegó acompañando a doña Eulalia de Callís, la esposa del gobernador Pedro Fages, apodado el Oso por su mal genio y por el número de esos animales cazados por su propia mano.


El padre Mendoza había escuchado los chismes sobre el viaje épico de doña Eulalia, una dama de temperamento tan fogoso como el de su marido. Su caravana demoró seis meses en recorrer la distancia entre Ciudad de México, donde vivía como una princesa, y Monterrey, la inhóspita fortaleza militar donde la aguardaba su marido. Avanzaba a paso de tortuga, arrastrando un tren de carretas de bueyes y una fila interminable de mulas con el equipaje; además, en cada lugar donde acampaban, organizaba una fiesta cortesana que solía durar varios días. Decían que era excéntrica, que se lavaba el cuerpo con leche de burra y se pintaba el cabello, que le llegaba a los talones, con los ungüentos rojizos de las cortesanas de Venecia; que por puro despilfarro, y no por virtud cristiana, se desprendía de sus vestidos de seda y brocado para cubrir a los indios desnudos que le salían al paso en el camino; y agregaban que, para colmo de escándalo, se prendó del guapo capitán Alejandro de la Vega. En fin, quién soy yo, un pobre franciscano, para juzgar a esa señora, concluyó el padre Mendoza, observando de reojo a De la Vega y preguntándose con curiosidad, muy a pesar suyo, cuánto habría de cierto en los rumores.


En sus cartas al director de las misiones en México, los misioneros se quejaban de que los indios preferían vivir desnudos, en chozas de paja, armados con arco y flecha, sin educación, gobierno, religión o respeto por la autoridad y dedicados por entero a satisfacer sus desvergonzados apetitos, como si el agua milagrosa del bautizo jamás hubiera lavado sus pecados. La porfía de los indios en aferrarse a sus costumbres tenía que ser obra de Satanás, no había otra explicación, por eso salían a cazar a los desertores con lazo y enseguida los azotaban para enseñarles su doctrina de amor y perdón.

El padre Mendoza, sin embargo, había tenido una juventud bastante disipada antes de hacerse sacerdote, y la idea de satisfacer desvergonzados apetitos no le era ajena, por lo mismo simpatizaba con los indígenas. Además, sentía secreta admiración por las ideas progresistas de sus rivales, los jesuitas. Él no era como otros religiosos, ni siquiera como la mayor parte de sus hermanos franciscanos, que hacían de la ignorancia una virtud. Unos años antes, cuando se preparaba para hacerse cargo de la misión San Gabriel, había leído con sumo interés el informe de un tal Jean-Francois de la Perouse, un viajero que describió a los neófitos en California como seres tristes, sin personalidad, privados de espíritu, que le recordaban a los traumatizados esclavos negros en las plantaciones del Caribe. Las autoridades españolas atribuyeron las opiniones de La Perouse al hecho lamentable de que el hombre era francés, pero al padre Mendoza le hicieron una profunda impresión. En el fondo de su alma confiaba en la ciencia casi tanto como confiaba en Dios, por lo mismo decidió que convertiría la misión en un ejemplo de prosperidad y justicia. Se propuso ganar adeptos mediante la persuasión, en vez del lazo, y retenerlos con buenas obras, en vez de azotes.

Lo logró de manera espectacular. Bajo su dirección la existencia de los indios mejoró tanto, que si La Perouse hubiera pasado por allí habría quedado admirado. El padre Mendoza podía jactarse -aunque jamás lo hacía- de que en San Gabriel había triplicado el número de bautizados y ninguno escapaba por mucho tiempo, los escasos fugitivos siempre regresaban arrepentidos. A pesar del trabajo duro y las restricciones sexuales, volvían porque él los trataba con clemencia, y porque nunca antes habían dispuesto de tres comidas diarias y un techo sólido para refugiarse en las tormentas.


La misión atraía a viajeros del resto de América y España, que acudían a ese remoto territorio para aprender el secreto del éxito del padre Mendoza. Quedaban muy bien impresionados con los campos de cereales y verduras, las viñas que producían buen vino, el sistema de irrigación inspirado en los acueductos romanos, las caballerizas y los corrales, los rebaños pastando en los cerros hasta donde se perdía la vista, las bodegas atiborradas de pieles curtidas y botas de grasa. Se maravillaban de la paz en que transcurrían los días y la mansedumbre de los neófitos, que estaban adquiriendo fama más allá de las fronteras con su fina cestería y sus productos de cuero. «A barriga llena, corazón contento», era el lema del padre Mendoza, quien vivía obsesionado con la nutrición desde que oyó decir que a veces los marineros morían de escorbuto, cuando un limón podía prever la enfermedad.

Es más fácil salvar el alma si el cuerpo está sano, pensaba, por eso lo primero que hizo al llegar a la misión fue reemplazar la eterna mazamorra de maíz, base de la dieta, por estofado de carne, verduras y manteca para las tortillas. Proveía leche para los niños con enorme esfuerzo, porque cada balde del espumante líquido se obtenía a costa de una batalla con las vacas bravas. Se requerían tres hombres fornidos para ordeñar a cada una de ellas y a menudo ganaba la vaca. Mendoza combatía la repugnancia de los niños por la leche con el mismo método con que los purgaba una vez al mes para quitarles los gusanos intestinales: los amarraba, les apretaba la nariz y les introducía un embudo en la boca. Tanta determinación tenía que dar resultados. A punta de embudo los niños crecían fuertes y de carácter templado. La población de San Gabriel carecía de gusanos, y era la única libre de las pestes fatídicas que diezmaban a otras colonias, aunque a veces un resfrío o una diarrea común mandaba a los neófitos directos al otro mundo.


El miércoles al mediodía atacaron los indios. Se aproximaron sigilosamente, pero cuando invadieron los terrenos de la misión, los estaban aguardando. La primera impresión de los enardecidos guerreros fue que el lugar se encontraba desierto; sólo un par de perros flacos y una gallina distraída los recibieron en el patio. No encontraron un alma por ninguna parte, no escucharon voces ni vieron humo en los fogones de las chozas. Algunos de los indios vestían pieles y montaban a caballo, pero la mayoría iban desnudos y a pie, armados de arcos y flechas, mazas y lanzas. Adelante galopaba el misterioso jefe, pintado con rayas rojas y negras, vestido con una túnica corta de piel de lobo y adornado con una cabeza, completa del mismo animal a modo de sombrero. Apenas se le veía la cara, que asomaba entre las fauces del lobo, envuelta en una larga melena oscura.

En pocos minutos los asaltantes recorrieron la misión, prendieron fuego a las chozas de paja y destrozaron los cántaros de barro, los toneles, las herramientas, los telares y todo lo demás a su alcance, sin encontrar la menor resistencia. Sus pavorosos aullidos de combate y su tremenda prisa les impidieron oír los llamados de los neófitos, encerrados bajo tranca y candado en el galpón de las mujeres. Envalentonados, se dirigieron a la iglesia y lanzaron una lluvia de flechas, pero éstas se estrellaron inútilmente contra las firmes paredes de adobe. A una orden del jefe Lobo Gris se abalanzaron sin orden ni concierto contra las gruesas puertas de madera, que temblaron con el impacto, pero no cedieron. El chivateo y los alaridos aumentaban de volumen con cada empeño del grupo por echar abajo la puerta, mientras algunos guerreros más atléticos y audaces buscaban la forma de treparse a los delgados ventanucos y el campanario.

Dentro de la iglesia la tensión se volvía más intolerable con cada empujón que recibía la puerta. Los defensores -cuatro misioneros, cinco soldados y ocho neófitos- estaban emplazados en los costados de la nave, protegidos por sacos de arena y secundados por muchachas encargadas de recargar las armas. De la Vega las había entrenado lo mejor posible, pero no se podía esperar demasiado de unas muchachas aterrorizadas que nunca habían visto un mosquete de cerca. La tarea consistía en una serie de movimientos que cualquier soldado realizaba sin pensar pero que al capitán le tomó horas explicarles. Una vez lista el arma, la joven se la entregaba al hombre encargado de dispararla, mientras ella preparaba otra. Al accionar el gatillo, una chispa encendía el explosivo de la cazoleta que, a su vez, detonaba el cañón.

La pólvora húmeda, el pedernal desgastado y los fogones bloqueados causaban numerosos fallos de tiro y además era frecuente olvidarse de sacar la baqueta del cañón antes de disparar.

«No os desaniméis, así es siempre la guerra, puro ruido y turbulencia. Si un arma se atranca, la siguiente debe estar pronta para seguir matando», fueron las instrucciones de Alejandro de la Vega.


En una habitación detrás del altar se encontraban el resto de las mujeres y todos los niños de la misión, que el padre Mendoza había jurado proteger con su vida. Los defensores del sitio, con los dedos agarrotados en los gatillos y media cara protegida por un pañuelo empapado en agua con vinagre, esperaban en silencio la orden del capitán, el único inconmovible ante el griterío de los indios y el estruendo de sus cuerpos estrellándose contra la puerta. Fríamente, De la Vega calculaba la resistencia de la madera. El éxito de su plan dependía de actuar en el momento oportuno y en perfecta coordinación. No había tenido ocasión de combatir desde las campañas de Italia, varios años antes, pero estaba lúcido y tranquilo; el único signo de aprensión era el cosquilleo en las manos que siempre sentía antes de disparar.


Al rato los indios se agotaron de golpear la puerta y retrocedieron a recuperar fuerzas y recibir instrucciones de su jefe. Un silencio amenazante reemplazó el escándalo anterior. Ése fue el momento que escogió De la Vega para dar la señal. La campana de la iglesia empezó a repicar furiosamente, mientras cuatro neófitos encendían trapos untados en brea, produciendo una humareda espesa y fétida. Otros dos levantaron la pesada tranca de la puerta. Los campanazos devolvieron la energía a los indios, que se reagruparon para lanzarse de nuevo al ataque.

Esta vez la puerta cedió al primer contacto y cayeron unos encima de otros en la mayor confusión, estrellándose contra una barrera de sacos de arena y piedras. Venían cegados por la luz de afuera y se encontraron en la penumbra y la humareda del interior. Diez mosquetes dispararon al unísono desde los costados, hiriendo a varios indios, que cayeron dando alaridos. El capitán encendió la mecha y en pocos segundos el fuego alcanzó las bolsas de pólvora mezclada con grasa y proyectiles que habían dispuesto delante de la barricada. La explosión remeció los cimientos de la iglesia, lanzó una granizada de partículas de metal y peñascos contra los indios y arrancó de cuajo la gran cruz de madera que había sobre el altar. Los defensores sintieron el golpe caliente, que los tiró hacia atrás, y el ruido espantoso, que los ensordeció, pero alcanzaron a ver los cuerpos de los indios proyectados como marionetas en una nube rojiza.

Protegidos tras sus parapetos, tuvieron tiempo de recuperarse, recargar sus armas y disparar por segunda vez antes de que las primeras flechas volaran en el aire. Varios indios yacían por el suelo, y aquellos que aún permanecían de pie tosían y lagrimeaban con el humo; no podían apuntar con sus arcos, pero en cambio eran blanco fácil para las balas.

Tres veces pudieron recargar los mosquetes antes de que el jefe Lobo Gris, seguido por sus más valientes guerreros, lograra trepar la barricada e invadir la nave, donde fue recibido por los españoles.

En el caos de la batalla el capitán Alejandro de la Vega nunca perdió de vista al jefe indio, y tan pronto logró liberarse de los enemigos que lo rodeaban, le saltó encima, enfrentándolo con un rugido de fiera, sable en mano. Dejó caer el acero con todas sus fuerzas, pero dio en el vacío, porque el instinto del jefe Lobo Gris le advirtió del peligro un segundo antes y alcanzó a hurtar el cuerpo, echándose hacia un lado. El brutal impulso empleado en la estocada desequilibró al capitán, quien se fue hacia delante, tropezó, cayó de rodillas y su espada se golpeó contra el suelo, y se partió por la mitad. Con un grito de triunfo, el indio levantó la lanza para traspasar al español de lado a lado, pero no alcanzó a completar el gesto porque un culatazo en la nuca lo tiró de boca y lo dejó inmóvil.

– ¡Que Dios me perdone! -exclamó el padre Mendoza, quien esgrimía un mosquete por el cañón y repartía golpes a diestra y siniestra con placer feroz.

Un charco oscuro se extendió rápidamente en torno al jefe, y la altiva cabeza de lobo de su tocado se tornó roja ante la sorpresa del capitán De la Vega, quien ya se daba a sí mismo por muerto. El padre Mendoza coronó su impropia alegría con una buena patada al cuerpo inerte del caído. Le había bastado oler la pólvora para volver a ser el soldado sanguinario que fuera en su juventud.


En cuestión de minutos se corrió la voz entre los indios de que su jefe había caído y empezaron a retroceder, primero con dudas y enseguida a la carrera, perdiéndose a lo lejos. Los vencedores, bañados de sudor y medio asfixiados, esperaron a que se asentara el polvo de la retirada del enemigo para salir a respirar aire puro. Al repique demencial de la campana de la iglesia se sumaron una salva de tiros al aire y los vítores inacabables de quienes habían salvado la vida, dominando los quejidos de los heridos y el llanto histérico de las mujeres y los niños, todavía encerrados detrás del altar y sumidos en la humareda.


El padre Mendoza se arremangó la sotana empapada en sangre y procedió a devolver la normalidad a su misión, sin darse cuenta de que había perdido una oreja y que la sangre no era de sus adversarios, sino suya. Sacó la cuenta de sus mínimas pérdidas y elevó al cielo una doble plegaria para dar gracias por el triunfo y pedir perdón por haber perdido de vista la compasión cristiana en el entusiasmo de la pelea. Dos de sus soldados sufrieron heridas menores y uno de los misioneros tenía un brazo traspasado por una flecha. La única muerte que hubo que lamentar fue la de una de las muchachas que cargaban las armas, una indiecita de quince años que quedó tendida boca arriba, con el cráneo destrozado por un garrotazo y una expresión de sorpresa en sus grandes ojos sombríos.

Mientras el padre Mendoza organizaba a los suyos para apagar los incendios, atender a los heridos y enterrar a los muertos, el capitán Alejandro de la Vega, con un sable ajeno en la mano, recorría la nave de la iglesia buscando el cadáver del jefe indio, con la idea de ensartar su cabeza en una pica y plantarla a la entrada de la misión, para desanimar a cualquiera que acariciara la idea de seguir su ejemplo. Lo encontró donde había caído. Era apenas un bulto patético encharcado en su propia sangre. De un manotazo le arrancó la cabeza de lobo y con la punta del pie volteó el cuerpo, mucho más pequeño de lo que parecía cuando enarbolaba una lanza. El capitán, todavía ciego de rabia y jadeando por el esfuerzo del combate, cogió al jefe por la larga cabellera y levantó el sable para decapitarlo de un solo tajo, pero antes que alcanzara a bajar el brazo, el caído abrió los ojos y lo miró con una inesperada expresión de curiosidad.

– ¡Santa Virgen María, está vivo! -exclamó De la Vega, dando un paso atrás.


No lo sorprendió tanto que su enemigo aún respirara, como la belleza de sus ojos color caramelo, alargados, de tupidas pestañas, los ojos diáfanos de un venado en ese rostro cubierto de sangre y pintura de guerra. De la Vega soltó el sable, se arrodilló y le pasó la mano bajo la nuca, incorporándolo con cuidado. Los ojos de venado se cerraron y un gemido largo escapó de su boca. El capitán echó una mirada a su alrededor y comprendió que estaban solos en ese rincón de la iglesia, muy cerca del altar. Obedeciendo a un impulso, levantó al herido con ánimo de echárselo al hombro, pero resultó mucho más liviano de lo esperado. Lo cargó en brazos como a un niño, sorteó los sacos de arena, las piedras, las armas y los cuerpos de los muertos, que aún no habían sido retirados por los misioneros, y salió de la iglesia a la luz de ese día de otoño, que recordaría por el resto de su vida.

– Está vivo, padre -anunció, depositando al herido en el suelo.

– En mala hora, capitán, porque igual tendremos que ajusticiarlo -replicó el padre Mendoza, quien ahora llevaba una camisa enrollada en torno a la cabeza, como un turbante, para restañar la sangre de la oreja cortada.


Alejandro de la Vega nunca pudo explicar por qué, en vez de aprovechar ese momento para decapitar a su enemigo, partió a buscar agua y unos trapos para lavarlo. Ayudado por una neófita separó la melena negra y enjuagó el largo corte, que en contacto con el agua volvió a sangrar profusamente. Palpó el cráneo con los dedos, verificando que había una herida inflamada, pero el hueso estaba intacto. En la guerra había visto cosas mucho peores. Cogió una de las agujas curvas para hacer colchones y las crines de caballo, que el padre Mendoza había puesto a remojar en tequila para remendar a los heridos, y cosió el cuero cabelludo. Después lavó el rostro del jefe, comprobando que la piel era clara y las facciones delicadas. Con su daga rasgó la ensangrentada túnica de piel de lobo para ver si había otras heridas y entonces un grito se le escapó del pecho.

– ¡Es una mujer! -exclamó espantado.

El padre Mendoza y los demás acudieron deprisa y se quedaron contemplando, mudos de asombro, los pechos virginales del guerrero.

– Ahora será mucho más difícil darle muerte… -suspiró al fin el padre Mendoza.


Su nombre era Toypurnia y tenía apenas veinte años. Había conseguido que los guerreros de varias tribus la siguieran porque iba precedida por una mítica leyenda. Su madre era Lechuza Blanca, chaman y curandera de una tribu de indios gabrieleños, y su padre era un marinero desertor de un barco español. El hombre vivió varios años escondido entre los indios, hasta que lo despachó una pulmonía, cuando su hija ya era adolescente. Toypurnia aprendió de su padre los fundamentos de la lengua castellana, y de su madre el uso de plantas medicinales y las tradiciones de su pueblo. Su extraordinario destino se manifestó a los pocos meses de nacida, la tarde en que su madre la dejó durmiendo bajo un árbol, mientras ella se bañaba en el río, y un lobo se acercó al bulto envuelto en pieles, lo cogió en sus fauces y se lo llevó a la rastra hacia el bosque. Desesperada, Lechuza Blanca siguió las huellas del animal por varios días, sin encontrar a su hija. Durante el resto de ese verano, a la madre se le puso blanco el pelo y la tribu buscó a la niña sin cesar, hasta que se esfumó la última esperanza de recuperarla; entonces realizaron las ceremonias para guiarla a las vastas planicies del Gran Espíritu. Lechuza Blanca se negó a participar en el funeral y siguió oteando el horizonte, porque sentía en los huesos que su hija estaba viva.


Una madrugada, a comienzos del invierno, vieron surgir de la niebla a una criatura escuálida, inmunda y desnuda, que avanzaba gateando, con la nariz pegada a la tierra. Era la niña perdida, que llegaba gruñendo como perro y con olor a fiera. La llamaron Toypurnia, que en la lengua de su tribu quiere decir Hija de Lobo, y la criaron como a los varones, con arco, flecha y lanza, porque había vuelto del bosque con un corazón indómito.

De todo esto se enteró Alejandro de la Vega en los días siguientes por boca de los indios prisioneros, que lamentaban sus heridas y su humillación encerrados en los galpones de la misión. El padre Mendoza había decidido soltarlos a medida que se repusieran, ya que no podía mantenerlos cautivos por tiempo indefinido y sin su jefe parecían haber vuelto a la indiferencia y docilidad de antes. No quiso azotarlos, como estaba seguro que merecían, porque el castigo sólo provocaría más rencor, y tampoco intentó convertirlos a su fe, porque le pareció que ninguno tenía pasta de cristiano; serían como manzanas podridas contaminando la pureza de su rebaño.

Al misionero no se le escapó que la joven Toypurnia ejercía verdadera fascinación sobre el capitán De la Vega, quien buscaba pretextos para acudir a cada rato a la cueva subterránea donde se envejecía el vino y donde habían instalado a la cautiva. Dos motivos tuvo el misionero para escoger la bodega como celda: se podía mantener cerrada con llave y la oscuridad daría a Toypurnia ocasión de meditar sobre sus acciones. Como los indios aseguraban que su jefe se transformaba en lobo y podía escapar de cualquier parte, tomó la precaución adicional de inmovilizarla con correas de cuero sobre los burdos tablones que le servían de litera.

La joven se debatió durante varios días entre la inconsciencia y las pesadillas, empapada en sudor febril, alimentada con cucharadas de leche, vino y miel, por la mano del capitán De la Vega. De vez en cuando despertaba en tinieblas absolutas y temía haberse quedado ciega, pero otras veces abría los ojos en la luz temblorosa de un candil y percibía el rostro de un desconocido llamándola por su nombre.


Una semana más tarde Toypurnia daba sus primeros pasos clandestinos apoyada en el apuesto capitán, quien había decidido ignorar las órdenes del padre Mendoza de mantenerla atada y en la oscuridad. Para entonces los dos jóvenes podían comunicarse, porque ella recordaba el fragmentado castellano que le enseñara su padre y él hizo el esfuerzo de aprender unas palabras en la lengua de ella. Cuando el padre Mendoza los sorprendió tomados de la mano, decidió que ya era tiempo de dar a la prisionera por sana y juzgarla. Nada más lejos de su ánimo que ejecutar a nadie, en verdad ni siquiera sabía cómo hacerlo, pero él era responsable de la seguridad de la misión y de sus neófitos; mal que mal esa mujer había causado varias muertes. Le recordó tristemente al capitán que en España la pena por crímenes de rebelión, como el de Toypurnia, consistía nada menos que en la muerte lenta en el garrote vil, donde el supliciado perdía el aliento a medida que un torniquete de hierro le apretaba el cuello.

– No estamos en España -replicó el capitán, estremeciéndose.

– Supongo que concuerda conmigo, capitán, en que mientras ella esté viva, todos corremos peligro, porque volverá a sublevar a las tribus. Nada de garrote, es demasiado cruel, pero con dolor del alma habrá que ahorcarla, no hay alternativa.

– Esta mujer es mestiza, padre, tiene sangre española. Usted tiene jurisdicción sobre los indios a su cargo, pero no sobre ella. Sólo el gobernador de Alta California puede condenarla -replicó el capitán.

El padre Mendoza, para quien la idea de echarse encima la muerte de otro ser humano resultaba una carga demasiado pesada, se aferró de inmediato a ese argumento. De la Vega ofreció ir personalmente a Monterrey para que Pedro Fages decidiera el destino de Toypurnia y el misionero aceptó con un hondo suspiro de liberación.


Alejandro de la Vega llegó a Monterrey en menos tiempo del que requería un jinete en circunstancias normales para cubrir esa distancia, porque iba apurado por cumplir su cometido y porque debía evitar a los indios sublevados. Viajó solo y al galope, deteniéndose en las misiones a lo largo del camino para cambiar el caballo y dormir unas horas. Había hecho el trayecto otras veces y lo conocía bien, pero siempre le maravillaba esa naturaleza pródiga de bosques interminables, las mil variedades de animales y pájaros, los arroyos y vertientes dulces, las arenas blancas de las playas del Pacífico. No tuvo encontronazos con los indios, porque éstos vagaban por los cerros sin jefe y sin rumbo fijo, desmoralizados. Si las predicciones del padre Mendoza resultaban correctas, el entusiasmo había desaparecido por completo y les tomaría años volver a organizarse.


El presidio de Monterrey, construido en un promontorio aislado, a setecientas leguas de la ciudad de México y a medio mundo de distancia de Madrid, era un edificio fúnebre como una mazmorra, una monstruosidad de piedra y argamasa, donde se hallaba estacionado un pequeño contingente de soldados, única compañía del gobernador y su familia. Ese día una niebla húmeda amplificaba el fragor de las olas contra las rocas y el alboroto de las gaviotas.

Pedro Fages recibió al capitán en una sala casi desnuda, cuyos ventanucos apenas dejaban entrar luz, pero por los que se colaba la ventisca helada del mar. Las paredes lucían cabezas disecadas de osos, sables, pistolas y el escudo de armas de doña Eulalia de Callís bordado en oro, pero ya ajado y desteñido. A modo de mobiliario había una docena de butacas de madera sin tapizar, un enorme armario y una mesa militar. Los techos, negros de hollín, y el suelo de tierra apisonada eran propios del más rudo cuartel.

El gobernador, un prohombre corpulento con un vozarrón colosal, tenía la rara virtud de ser inmune a la lisonja y la corrupción. Ejercía el poder con la recóndita certeza de que era su maldito destino sacar a Alta California de la barbarie al precio que fuese. Se comparaba con los primeros conquistadores españoles, gente como Hernán Cortés, que ganaron tanto mundo para el imperio. Cumplía su obligación con un sentido histórico, aunque en verdad habría preferido gozar de la fortuna de su mujer en Barcelona, como ella le pedía sin cesar.

Un ordenanza les sirvió vino tinto en vasos de cristal de Bohemia, traídos de lejos en los baúles de Eulalia de Callís, que contrastaban con el rudimentario amoblado del fuerte. Los hombres brindaron por la lejana patria y por su amistad, y comentaron la revolución en Francia, que había levantado al pueblo en armas. El hecho había ocurrido hacía más de un año, pero la noticia acababa de llegar a Monterrey. Estuvieron de acuerdo en que no había razón para alarmarse, seguramente para entonces ya se habría restablecido el orden en ese país y el rey Luis XVI estaría de nuevo en su trono, a pesar de que lo consideraban un hombre pusilánime, indigno de lástima. En el fondo se alegraban de que los franceses estuvieran matándose unos a otros, pero las buenas maneras les impedían expresarlo en voz alta. De lejos llegaba un sonido apagado de voces y gritos, que fue aumentando en intensidad, hasta que resultó imposible seguir ignorándolo.

– Disculpe, capitán, son asuntos de mujeres -dijo Pedro Fages, con un gesto de impaciencia.

– ¿Se encuentra bien su excelencia, doña Eulalia? -inquirió Alejandro de la Vega, enrojeciendo hasta el pelo.

Pedro Fages lo clavó con su mirada de acero, tratando de adivinar sus intenciones. Estaba al tanto de las murmuraciones de la gente sobre ese apuesto capitán y su mujer; no era sordo. Nadie entendió, y menos él mismo, que a doña Eulalia le tomara seis meses llegar a Monterrey, cuando la distancia podía recorrerse en mucho menos; decían que el viaje se alargó a propósito porque ellos no querían separarse. A esos chismes se sumó la versión exagerada de un asalto de bandidos en el que supuestamente De la Vega arriesgó su vida por salvar la de ella. La verdad era otra, pero Pedro Fages nunca la supo. Los atacantes habían sido sólo media docena de indios alborotados por el alcohol, que huyeron a perderse apenas oyeron los primeros tiros, nada más, y en cuanto a la herida que De la Vega recibió en una pierna, no fue en defensa de doña Eulalia de Callís, como se decía, sino debida a una leve cornada de vaca.

Pedro Fages se preciaba de ser buen juez de las personas, no en vano llevaba tantos años ejerciendo el poder, y después de examinar a Alejandro de la Vega decidió que no valía la pena malgastar sospechas en él, estaba seguro de que le entregó a su esposa con la fidelidad intacta. Conocía a su mujer a fondo. Si esos dos se hubieran enamorado, ningún poder humano o divino habría disuadido a Eulalia de dejar al amante para volver con el marido. Tal vez hubo una afinidad platónica entre ellos, pero nada que pueda quitarme el sueño, concluyó el gobernador. Era hombre de honor y se sentía en deuda con ese oficial, quien habiendo tenido seis meses para seducir a Eulalia, no lo había hecho. Le atribuía el mérito completo, porque consideraba que si bien se puede confiar a veces en la lealtad de un varón, no se debe confiar jamás en la de las mujeres, seres veleidosos por naturaleza, no aptos para la fidelidad.

Entretanto el trasiego de sirvientes corriendo por los pasillos, los portazos y los gritos ahogados continuaban.


Alejandro de la Vega conocía, como todo el mundo, las peleas de esa pareja, tan épicas como sus reconciliaciones. Había oído que en sus arrebatos los Fages se lanzaban la vajilla por la cabeza y que en más de una ocasión don Pedro había desenvainado el sable contra ella, pero después se encerraban por varios días a hacer el amor. El fornido gobernador dio un puñetazo sobre la mesa haciendo bailar las copas, y le confesó a su huésped que Eulalia llevaba cinco días encerrada en sus habitaciones con una virulenta rabieta.

– Echa de menos el refinamiento al que está acostumbrada -dijo, al tiempo que un aullido de lunática remecía las paredes.

– Tal vez se siente un poco sola, excelencia -masculló De la Vega, por decir algo.

– Le he prometido que dentro de tres años volveremos a México o a España, pero no quiere oír razones. Se me acabó la paciencia con ella, capitán De la Vega. ¡La enviaré a la misión más cercana, para que los frailes la pongan a trabajar con los indios, a ver si aprende a respetarme! -rugió Fages.

– ¿Me permite hablar unas palabras con la señora, excelencia? -pidió el capitán.


Durante esos cinco días de pataleta la gobernadora se había negado a recibir incluso a su hijo de tres años. El mocoso lloraba acurrucado en el suelo y se orinaba de terror cuando su padre atacaba la puerta con inútiles bastonazos. Sólo cruzaba el umbral una india para llevar comida y sacar la bacinilla, pero cuando Eulalia supo que Alejandro de la Vega había aparecido de visita y quería verla, se le enfrió la histeria en un minuto. Se lavó la cara, se acomodó su trenza roja y se vistió de seda color malva con todas sus perlas encima. Pedro Fages la vio entrar tan rozagante y sonriente como en sus buenos tiempos y anticipó con añoranza el calor de una posible reconciliación, a pesar de que no estaba dispuesto a perdonarla con demasiada prontitud, la mujer merecía algún castigo.


Esa noche, durante la austera cena, en un comedor tan lúgubre como el salón de armas, Eulalia de Callís y Pedro Fages se lanzaron a la cara las recriminaciones que les emponzoñaban el alma, tomando por testigo a su huésped. Alejandro de la Vega se refugió en un incómodo silencio hasta el momento del postre, cuando adivinó que el vino había hecho efecto y la ira de los esposos comenzaba a ceder, entonces planteó el motivo de su visita. Explicó el hecho de que Toypurnia tenía sangre española, describió su valor e inteligencia, aunque omitió su belleza, y rogó al gobernador que fuera indulgente con ella, haciendo justicia a su fama de compasivo y en nombre de la mutua amistad. Pedro Fages no se hizo de rogar, porque el rubor en el escote de Eulalia había logrado distraerlo, y consintió en cambiar la pena de muerte por veinte años de prisión.

– En la prisión esa mujer se convertirá en mártir a los ojos de los indios. Bastará invocar su nombre para poner de nuevo a las tribus en pie de guerra -lo interrumpió Eulalia-. Se me ocurre una solución mejor. Antes que nada, debe ser bautizada, como Dios manda, luego me la traes aquí y yo me encargaré del problema. Te apuesto que en un año habré convertido a esa Toypurnia, la Hija de Lobo, la india brava, en una dama cristiana y española. Así destruiremos para siempre su influencia entre los indios.

– Y, de paso, tendrás en qué entretenerte y alguien que te haga compañía -agregó su marido, de buen talante.


Así se hizo. Al mismo Alejandro de la Vega le tocó ir a buscar a la prisionera a San Gabriel y conducirla a Monterrey, ante el alivio del padre Mendoza, quien tenía prisa por deshacerse de ella. La joven era un volcán listo para explotar en la misión, donde los neófitos no se habían repuesto todavía del bochinche de la guerra. Toypurnia recibió en el bautizo el nombre de Regina María de la Inmaculada Concepción, pero olvidó de inmediato la mayor parte y se quedó sólo con Regina. El padre Mendoza la vistió con el sayal de tela burda de los neófitos, le colgó una medalla de la Virgen al cuello, la ayudó a subir al caballo, porque iba con las manos atadas, y le dio su bendición.

Apenas los chatos edificios de la misión quedaron atrás, el capitán De la Vega soltó las manos de la cautiva y, mostrándole con un gesto la inmensidad del horizonte, la invitó a escapar. Regina lo pensó por unos minutos y debió de llegar a la conclusión de que si volvían a apresarla no habría perdón para ella, porque negó con la cabeza. O tal vez no fue sólo temor, sino el mismo ardiente sentimiento que ofuscaba la mente del español. En todo caso, lo siguió sin asomo de rebelión durante la travesía, que él demoró lo más posible porque imaginaba que no volverían a verse.


Alejandro de la Vega saboreó cada paso del Camino Real con ella, cada noche en que durmieron bajo las estrellas sin tocarse, cada ocasión en que se remojaron juntos en el mar, mientras libraba obstinado combate contra el deseo y la imaginación. Sabía que un hidalgo De la Vega, un hombre de su honor y linaje, no podía ni soñar en unirse con una mestiza.

Si esperaba que esos días a caballo con Regina por las soledades de California le enfriarían el amor, se llevó un chasco, porque cuando inevitablemente llegaron al presidio de Monterrey, estaba enamorado como un adolescente. Debió echar mano de su larga disciplina de soldado para despedirse de la mujer y jurarse porfiadamente que no intentaría comunicarse con ella nunca más.


Tres años más tarde Pedro Fages cumplió la promesa hecha a su esposa y renunció a su puesto de gobernador de Alta California, con el fin de regresar a la civilización. En el fondo estaba feliz con esa resolución, porque el ejercicio del poder le había parecido siempre una tarea ingrata. La pareja cargó las recuas de mulas y las carretas de bueyes con sus baúles, reunió a su pequeña corte y emprendió la marcha hacia México, donde Eulalia de Callís había hecho alhajar un palacio barroco con la pomposidad propia de su rango. De necesidad se detenían en cada pueblo y misión del camino, para recuperar fuerzas y dejarse agasajar por los colonos. A pesar del mal carácter de ambos, los Fages eran queridos, porque él había gobernado con justicia y ella tenía fama de loca generosa.

La gente de La Reina de los Ángeles juntó sus recursos con los de la cercana misión San Gabriel, la más próspera de la provincia, a cuatro leguas de distancia, para ofrecer a los viajeros un recibimiento digno. El pueblo, fundado al estilo de las ciudades coloniales españolas, era un cuadrado con una plaza central, bien planeado para crecer y prosperar, aunque en aquel momento sólo contaba con cuatro calles principales y un centenar de casas de cañabrava. También había una taberna, cuya trastienda servía de almacén, una iglesia, una cárcel y media docena de edificios de adobe, piedra y teja, donde residían las autoridades.

A pesar de la escasa población y la pobreza generalizada, los colonos eran famosos por su hospitalidad y por las rondas de festejos que ofrecían las familias a lo largo del año. Las noches se animaban con guitarras, trompetas, violines y pianos; los sábados y domingos se bailaba el fandango. La llegada de los gobernadores fue el mejor pretexto que habían tenido desde su fundación para celebrar. Levantaron arcos con estandartes y flores de papel en torno a la plaza, pusieron mesones largos con manteles blancos, y todo aquel capaz de tocar un instrumento fue reclutado para el sarao, incluso un par de presos, que se libraron del cepo cuando se supo que podían rasgar una guitarra.


Los preparativos tomaron varios meses y durante ese tiempo no se habló de otra cosa. Las mujeres se hicieron vestidos de gala, los hombres pulieron sus botones y hebillas de plata, los músicos ensayaron bailes llegados de México, las cocineras se afanaron en el banquete más suntuoso que se había visto por allí. El padre Mendoza acudió con sus neófitos, provisto de varios toneles de su mejor vino, dos vacas y varios cerdos, gallinas y patos, que fueron sacrificados para la ocasión.

Al capitán Alejandro de la Vega le tocó hacerse cargo del orden durante la estadía de los gobernadores en el pueblo. Desde el instante en que se enteró de su venida, la imagen de Regina lo atormentó sin darle tregua. Se preguntaba qué habría sido de ella en esos tres siglos de separación, cómo habría sobrevivido en el sombrío presidio de Monterrey, si acaso se acordaría de él. Las dudas se le pasaron la noche de la fiesta, cuando a la luz de las antorchas y al son de la orquesta vio llegar a una joven deslumbrante, vestida y peinada a la moda europea, y reconoció al punto esos ojos color azúcar quemada. Ella también lo distinguió en la muchedumbre y avanzó sin vacilar, plantándosele al frente con la expresión más seria del mundo.

El capitán, con el alma a punto de hacérsele trizas, quiso extender la mano para invitarla a bailar, pero en vez le preguntó a borbotones si quería casarse con él. No fue un impulso descontrolado, lo había pensado durante tres años, y había llegado a la conclusión de que más valía manchar su impecable linaje, que vivir sin ella. Se daba cuenta de que nunca podría presentarla a su familia o a la sociedad en España, pero no le importaba, porque por ella estaba dispuesto a echar raíces en California y no moverse más del Nuevo Mundo. Regina lo aceptó porque lo había amado en secreto desde los tiempos en que él la trajo de vuelta a la vida, cuando ella agonizaba en la bodega de vinos del padre Mendoza.


Y así fue como la brillante visita de los gobernadores en La Reina de los Ángeles fue coronada por la boda del capitán con la misteriosa dama de compañía de Eulalia de Callís. El padre Mendoza, quien se había dejado crecer el cabello hasta los hombros para disimular la horrenda cicatriz de la oreja cortada, ofició la ceremonia, a pesar de que hasta el último momento intentó disuadir al capitán de casarse. Que la novia fuera mestiza no le molestaba, muchos españoles se casaban con indias, sino la sospecha de que bajo la impecable apariencia de señorita europea de Regina acechaba intacta Toypurnia, Hija de Lobo.

Pedro Fages en persona entregó a la novia en el altar, porque estaba convencido de que ella había salvado su matrimonio, ya que, en el afán de educarla, a Eulalia se le suavizó el carácter y dejó de atormentarlo con sus rabietas. Considerando que además le debía la vida de su mujer a Alejandro de la Vega, como aseguraban los chismes, decidió que ésa era una buena ocasión de mostrarse generoso. De un plumazo asignó a la flamante pareja los títulos de propiedad de un rancho y varios millares de cabezas de ganado, ya que estaba entre sus facultades distribuir tierras entre los colonos. Trazó el contorno en un mapa siguiendo el impulso del lápiz; después, cuando averiguaron los límites reales del rancho, resultó que eran muchas leguas de pastizales, cerros bosques, ríos y playa. Se necesitaban varios días para recorrer la propiedad a caballo: era la más grande y mejor ubicada de la región. Sin haberlo solicitado, Alejandro de la Vega se vio convertido en hombre rico.

Unas semanas más tarde, cuando la gente comenzó a llamarlo don Alejandro, renunció al ejército del rey para dedicarse por entero a prosperar en esa tierra nueva. Un año después fue elegido alcalde de La Reina de los Ángeles.


De la Vega construyó una vivienda amplia, sólida y sin pretensiones, de adobe, con techos de teja y suelos de tosca baldosa de greda. Decoró su casa con pesados muebles, fabricados en el pueblo por un carpintero gallego, sin ninguna consideración por la estética, sólo por la durabilidad. La ubicación era privilegiada, muy cerca de la playa, a pocas millas de La Reina de los Ángeles y de la misión San Gabriel. La gran casa de adobe, al estilo de las haciendas mexicanas, se hallaba sobre un promontorio y su orientación ofrecía una vista panorámica de la costa y el mar. A corta distancia estaban los siniestros depósitos naturales de brea, donde nadie se acercaba de buen grado porque allí penaban las almas de los muertos atrapados en el alquitrán. Entre la playa y la hacienda había un laberinto de cuevas, lugar sagrado de los indios, tan temido como los charcos de brea. Los indios no iban allí por respeto a sus antepasados y los españoles tampoco por los frecuentes derrumbes y porque resultaba muy fácil perderse adentro.


De la Vega instaló a varias familias de indios y de vaqueros mestizos en su propiedad, marcó su ganado y se propuso criar caballos de raza a partir de unos ejemplares que hizo traer de México. En el tiempo que le sobraba instaló una pequeña fábrica de jabón y se dedicó a hacer experimentos en la cocina para encontrar la fórmula perfecta de ahumar carne aliñada con chile. Pretendía obtener una carne seca, pero sabrosa, que durara meses sin descomponerse. Este experimento consumía sus horas y llenaba el cielo de una humareda volcánica que el viento arrastraba varias leguas mar adentro, alterando la conducta de las ballenas. Calculaba que si obtenía el equilibrio justo entre el buen sabor y la durabilidad podría vender el producto al ejército y a los barcos. Le parecía un tremendo desperdicio arrancar los cueros y la grasa del ganado y perder montañas de buena carne.

Mientras su marido multiplicaba el número de vacunos, ovejas y caballos del rancho, dirigía la política del pueblo y hacía negocios con los barcos mercantes, Regina se ocupaba de atender las necesidades de los indios de la hacienda. Carecía de interés por la vida social de la colonia y respondía con olímpica indiferencia a los comentarios que circulaban sobre ella. A sus espaldas se hablaba sobre su carácter hosco y despectivo, sus orígenes más que dudosos, sus escapadas a caballo, sus baños desnuda en el mar. Como llegó protegida por los Fages, la minúscula sociedad del pueblo, que ahora había abreviado su nombre y se llamaba simplemente Pueblo de Los Ángeles, se dispuso a aceptarla en su seno sin hacer preguntas, pero ella misma se excluyó.

Pronto los vestidos, que lucía bajo la influencia de Eulalia de Callís, terminaron devorados por las polillas en los armarios. Se sentía más cómoda descalza y con la burda ropa de los neófitos. Así pasaba el día. Por la tarde, cuando calculaba que Alejandro estaba por volver a la casa, se lavaba, se enroscaba la cabellera en un improvisado moño y se colocaba un vestido sencillo que le daba la inocente apariencia de una novicia. Su marido, ciego de amor y ocupado en sus negocios, descartaba los signos delatores del estado de ánimo de Regina; deseaba verla feliz y nunca le preguntó si lo era, por temor a que le respondiera con la verdad. Atribuía las rarezas de su mujer a su inexperiencia de recién casada y su carácter hermético. Prefería no pensar que la señora de buenos modales, que se sentaba con él a la mesa, era el mismo guerrero pintarrajeado que atacó la misión San Gabriel pocos años antes. Creía que la maternidad curaría a su mujer de los últimos resabios del pasado, pero a pesar de los retozos largos y frecuentes en la cama de cuatro pilares que compartían, el hijo tan deseado no llegó hasta 1795.


Durante los meses de su preñez Regina se volvió aún más silenciosa y salvaje. Con el pretexto de estar cómoda no volvió a vestirse ni peinarse a la europea. Se bañaba en el mar con los delfines, que acudían por centenares a aparearse cerca de la playa, acompañada por una neófita dulce, de nombre Ana, que el padre Mendoza le había enviado de la misión. La joven también estaba embarazada pero carecía de marido y se había negado tenazmente a confesar la identidad del hombre que la sedujo. El misionero no quería ese mal ejemplo entre sus indios, pero como tampoco le alcanzó la severidad para expulsarla de la misión, acabó entregándosela de sirvienta a la familia De la Vega. Fue una buena idea, porque entre Regina y Ana surgió al punto una callada complicidad muy conveniente para las dos, así la primera obtuvo compañía y la segunda protección.

Ana tomó la iniciativa de bañarse con los delfines, seres sagrados que nadan en círculos para mantener el mundo seguro y en orden. Los nobles animales sabían que las dos mujeres estaban preñadas y las pasaban rozando con sus grandes cuerpos aterciopelados, para darles fuerza y ánimo en el momento del parto.


En mayo de ese año, Ana y Regina dieron a luz en el curso de la misma semana, que coincidió con la célebre semana de los incendios, registrada en las crónicas de Los Ángeles como la más catastrófica desde su fundación. Cada verano había que resignarse a ver arder algunos bosques porque una chispa alcanzaba los pastizales secos. No era grave, así se despejaban abrojos y se creaba espacio para los brotes tiernos de la siguiente primavera, pero ese año los incendios ocurrieron temprano en la estación y, según el padre Mendoza, fueron castigo de Dios por tanto pecado sin arrepentimiento en la colonia. Las llamas abrasaron varios ranchos, destruyendo a su paso las instalaciones humanas y quemando el ganado, que no halló hacia dónde escapar. El domingo cambiaron los vientos y el incendio se detuvo a un cuarto de legua de la hacienda De la Vega, lo que fue interpretado por los indios como excelente augurio para los dos niños nacidos en la casa.

El espíritu de los delfines ayudó a parir a Ana, pero no así a Regina. Mientras la primera tuvo a su bebé en cuatro horas, en cuclillas sobre una manta en el suelo y con una indiecita adolescente de la cocina por toda ayuda, Regina pasó cincuenta horas pariendo al suyo, suplicio que soportó estoica, con un trozo de madera entre los dientes. Alejandro de la Vega, desesperado, hizo llamar a la única comadrona de Los Ángeles, pero ésta se dio por vencida al comprender que Regina tenía a la criatura atravesada en el vientre y ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando. Entonces Alejandro recurrió al padre Mendoza, lo más parecido a un médico que había por los alrededores. El misionero puso a los sirvientes a rezar el rosario, salpicó a Regina con agua bendita y enseguida se dispuso a sacar el crío a mano. Por pura determinación logró pescarlo a ciegas de los pies y lo tironeó hacia la luz sin demasiadas consideraciones, porque el tiempo apremiaba. El bebé venía azul y con el cordón enrollado en el cuello, pero a punta de oraciones y cachetadas el padre Mendoza logró obligarlo a respirar.

– ¿Qué nombre le pondremos? -preguntó cuando lo colocó en los brazos de su padre.

– Alejandro, como yo, mi padre y mi abuelo -indicó éste.

– Se llamará Diego -lo interrumpió Regina, consumida por la fiebre y por el constante hilo de sangre que le ensopaba las sábanas.

– ¿Por qué Diego? Nadie se llama así en la familia De la Vega.

– Porque ése es su nombre -replicó ella.


Alejandro había padecido con ella el largo suplicio y temía más que nada en el mundo perderla. Vio que se estaba desangrando y le faltó valor para contradecirla. Concluyó que si en su lecho de agonía ella escogía ese nombre para su primogénito, debía tener muy buenas razones, de modo que autorizó al padre Mendoza para bautizar al crío a las volandas, porque parecía tan débil como su madre y corría el riesgo de ir a dar al limbo si fallecía antes de recibir el sacramento.

A Regina le tomó varias semanas recuperarse de la paliza del parto y lo logró únicamente gracias a su madre, Lechuza Blanca, quien llegó caminando, descalza y con su saco de plantas medicinales al hombro, cuando ya estaban preparando los cirios para el funeral. La curandera india no había visto a su hija desde hacía siete años, es decir, desde los tiempos en que ésta se fue al bosque para soliviantar a los guerreros de otras tribus. Alejandro atribuyó la extraña aparición de su suegra al sistema de correo de los indígenas, un misterio que los blancos no lograban descubrir.

Un mensaje enviado desde el presidio de Monterrey demoraba dos semanas a mata caballo en alcanzar Baja California, pero cuando llegaba la noticia ya era vieja para los indios, que la habían recibido diez días antes por obra de magia. No había otra explicación para que la mujer surgiera de la nada sin ser llamada, justo cuando más la necesitaban.


Lechuza Blanca impuso su presencia sin decir palabra. Tenía poco más de cuarenta años, era alta, fuerte, hermosa, curtida por el sol y el trabajo. Su rostro joven, de ojos de miel, como los de su hija, estaba enmarcado por una mata indómita de pelo color humo, a la cual debía su nombre. Entró sin pedir permiso, le dio un empujón a Alejandro de la Vega cuando éste intentó averiguar quién era, recorrió sin vacilar la complicada geografía de la mansión y se plantó frente al lecho de su hija. La llamó por su nombre verdadero, Toypurnia, y le habló en la lengua de sus antepasados, hasta que la moribunda abrió los ojos. Enseguida extrajo de su bolsa las hierbas medicinales para su salvación, las hizo hervir en una olla sobre un brasero y se las dio a beber. La casa entera se impregnó de olor a salvia.

Entretanto Ana, con su habitual buena voluntad, se había puesto al seno al hijo de Regina, que lloraba de hambre; así Diego y Bernardo comenzaron la vida con la misma leche y en los mismos brazos. Eso los convirtió en hermanos de alma para el resto de sus vidas.

Una vez que Lechuza Blanca verificó que su hija podía ponerse de pie y comía sin asco, metió sus plantas y bártulos en el saco, les dio una mirada a Diego y Bernardo, que dormían lado a lado en la misma cuna, sin manifestar el menor interés en averiguar cuál de los dos era su nieto, y se fue sin despedirse. Alejandro de la Vega la vio partir con gran alivio. Le agradecía que hubiese salvado a Regina de una muerte segura, pero prefería mantenerla lejos, porque bajo el influjo de esa mujer se sentía incómodo y además los indios del rancho actuaban con insolencia. En las mañanas aparecían a trabajar con las caras pintarrajeadas, por las noches bailaban como sonámbulos al son de lúgubres ocarinas, y en general ignoraban sus ordenes, como si hubieran perdido el castellano.


La normalidad regresó a la hacienda en la medida en que Regina recuperó la salud. En la primavera siguiente todos, menos Alejandro de la Vega, habían olvidado que estuvo con un pie en la tumba.

No se requerían conocimientos de medicina para adivinar que no podría tener más hijos. Sin que él mismo se diera cuenta, esta circunstancia comenzó a alejar a Alejandro de su mujer. Soñaba con una familia numerosa, como las de otros dones de la región. Uno de sus amigos había engendrado treinta y seis niños legítimos, además de los bastardos que no entraban en sus cuentas. Tenía veinte del primer matrimonio en México y dieciséis del segundo, los últimos cinco nacidos en Alta California, uno por año.

El temor de que algo malo sucediera a ese irreemplazable hijo suyo, como a tantas criaturas que morían antes de aprender a caminar, desvelaba a Alejandro en las noches. Tomó la costumbre de rezar en voz alta, arrodillado junto a la cuna de su hijo, clamando protección al cielo. Impávida, con los brazos cruzados sobre el pecho, Regina observaba desde el umbral de la puerta a su marido humillado. En esos momentos creía odiarlo, pero después los dos se encontraban entre las sábanas, donde el calor y el olor de la intimidad los reconciliaba por algunas horas. Al amanecer Alejandro se vestía y bajaba a su despacho, donde una india le servía el chocolate espeso y amargo, como le gustaba.

Empezaba el día reuniéndose con su mayordomo para dar las órdenes pertinentes al rancho, y luego se hacía cargo de sus múltiples deberes como alcalde.


Los esposos pasaban el día separados, cada uno en sus ocupaciones, hasta que la puesta del sol marcaba la hora de reencontrarse. En verano cenaban en la terraza de las trinitarias, siempre acompañados por algunos músicos que tocaban sus canciones preferidas; en invierno lo hacían en la sala de costura, donde nadie había cosido nunca ni un solo botón, el nombre se debía a un cuadro de una holandesa bordando a la luz de un candil.

Con frecuencia Alejandro se quedaba en Los Ángeles a pasar la noche, porque se le hacía tarde en una fiesta o jugando baraja con otros dones. Las rondas de bailes, naipes, veladas musicales y tertulias ocupaban cada día del año, no había otra cosa que hacer, aparte de los deportes al aire libre, que practicaban hombres y mujeres por igual. En nada de eso participaba Regina, era un alma solitaria y desconfiaba por principio de todos los españoles, menos de su marido y el padre Mendoza. Tampoco demostraba interés en acompañar a Alejandro en sus viajes o en visitar los barcos americanos del contrabando, nunca había subido a bordo de uno para negociar con los marineros. Al menos una vez al año Alejandro iba por negocios a México, ausencias que solían durar un par de meses y de las cuales regresaba cargado de regalos e ideas novedosas que no lograban conmover demasiado a su mujer.


Regina volvió a sus largas cabalgatas, ahora con su hijo en una cesta amarrada a la espalda, y perdió toda inclinación por los asuntos domésticos, que fueron delegados en Ana. Recuperó su antigua costumbre de visitar a los indios, incluso los que no pertenecían a su rancho, con el ánimo de averiguar sus miserias y en lo posible aliviarlas. Al repartirse las tierras y subyugar a las tribus de la región, los blancos establecieron un sistema de servicio obligatorio que sólo se diferenciaba de la esclavitud en que los indios también eran súbditos del rey de España y en teoría gozaban de ciertos derechos. En la práctica eran pobres de solemnidad, trabajaban a cambio de comida, licor, tabaco y permiso para criar algunos animales.

Por lo general los rancheros eran patriarcas benevolentes, más ocupados de sus placeres y pasiones, que de la tierra y los peones, pero a veces tocaba alguno de mal carácter y entonces la «indiada», como la llamaban, pasaba hambre o sufría azotes.

Los neófitos de la misión eran igualmente pobres, vivían con sus familias en chozas redondas hechas con palos y paja, trabajaban de sol a sol y dependían por completo de los frailes para su subsistencia. Alejandro de la Vega procuraba ser buen patrón, pero le mortificaba que Regina siempre pidiera más para los indios. Le había explicado mil veces que no podía haber diferencia en el trato que recibían los suyos y los de otros ranchos, porque eso producía problemas en la colonia.

El padre Mendoza y Regina, unidos por el mismo afán de proteger a los indios, acabaron por hacerse amigos; él le perdonó que atacara la misión y ella le agradecía que hubiera traído a Diego al mundo. Los patrones les rehuían, porque el misionero tenía autoridad moral y ella era la esposa del alcalde. En las ocasiones en que Regina iniciaba una de sus campañas de justicia, se vestía de española, se peinaba con un moño severo, se colgaba una cruz de amatista al pecho y usaba un elegante carruaje de paseo, regalo de su marido, en vez de la yegua brava que habitualmente montaba a pelo. La recibían secamente, porque no era una de los suyos.

Ningún ranchero admitía tener antepasados indígenas, se profesaban de pura cepa española, gente blanca y de buena sangre. No le perdonaban a Regina que ni siquiera intentara disimular sus orígenes, aunque eso era justamente lo que más admiraba de ella el padre Mendoza. Cuando se supo con certeza que era de madre india, la colonia española le dio la espalda, pero nadie se atrevió a hacerle un desaire a la cara, por respeto a la posición y fortuna de su marido. Continuaron invitándola a tertulias y fandangos con la tranquilidad de que no la verían, su marido acudía solo.


De la Vega no disponía de mucho tiempo para su familia, atareado como estaba con el manejo del pueblo, su hacienda, sus negocios y dirimir pleitos, que nunca faltaban entre los pobladores. Martes y jueves sin faltar iba a Los Ángeles a cumplir sus tareas políticas, cargo prestigioso con más deberes que satisfacciones, pero al cual no renunciaba por espíritu de servicio. No era codicioso ni abusaba del poder. Poseía un don natural de autoridad, pero no era hombre de gran visión. Rara vez ponía en tela de juicio las ideas heredadas de sus antepasados, aunque no calzaran con la realidad de América. Para él todo se reducía a una cuestión de honor, al orgullo de ser quien era -intachable hidalgo católico- y llevar la frente en alto. Le preocupaba que Diego, demasiado apegado a su madre, a Bernardo y a la servidumbre indígena, no asumiera la posición que le correspondía por nacimiento, pero calculaba que aún era muy niño, ya habría tiempo para enderezarlo. Se hizo el propósito de dirigir su formación viril tan pronto fuera posible, pero ese momento siempre se postergaba, había otros asuntos más urgentes que atender.

A menudo el deseo de proteger a su hijo y hacerlo feliz lo conmovía hasta el llanto. Su amor por esa criatura lo dejaba perplejo, era como el dolor de una estocada. Trazaba soberbios planes para él: sería valiente, buen cristiano y leal al rey, como todo gentilhombre De la Vega, y más rico de lo que nunca fuera ninguno de sus parientes, dueño de tierras vastas y fértiles, con clima templado y agua en abundancia, donde la naturaleza era generosa y la vida dulce, no como en los yermos suelos de su familia en España. Tendría más rebaños de vacas, ovejas y cerdos que el rey Salomón, criaría los mejores toros de lidia y los más elegantes caballos moros, se convertiría en el hombre más influyente de Alta California, llegaría a ser gobernador. Pero eso sería después, primero tendría que templarse en la universidad o la escuela militar en España.


Contaba con que para la época en que Diego tuviera edad de viajar, Europa estaría en mejor pie. Paz no se podía esperar, puesto que nunca la hubo en el Viejo Continente, pero cabía suponer que la gente habría vuelto a la cordura. Las noticias eran desastrosas. Así se lo explicaba a Regina, pero ella no compartía sus ambiciones para el hijo ni su preocupación por los problemas del otro lado del mar. No concebía el mundo más allá de los límites que podía recorrer a caballo, y menos lograban conmoverla los asuntos de Francia. Su marido le había contado que en 1793, justamente el año en que ellos se casaron, habían decapitado al rey Luis XVI en París delante de un populacho ávido de revancha y sangre.

José Díaz, un capitán de barco amigo de Alejandro, le había regalado una guillotina en miniatura, juguete pavoroso que le servía para cortar las puntas de los cigarros y, de paso, explicar cómo volaban las cabezas de los nobles en Francia, un terrible ejemplo que a su parecer podría sumir a Europa en el caos más absoluto. A Regina la idea le parecía tentadora, porque suponía que si los indios dispusieran de una máquina así, los blancos les tomarían respeto, pero tenía el buen tino de no compartir estas cavilaciones con su marido. Entre los dos existían suficientes motivos de amargura, no valía la pena agregar uno más.

Ella misma se extrañaba de cuánto había cambiado, se miraba en el espejo y no podía encontrar ni rastro de Toypurnia, sólo veía una mujer de ojos duros y labios apretados. La necesidad de vivir fuera de su medio y evitar problemas la había vuelto prudente y solapada; rara vez se enfrentaba a su marido, prefería actuar a sus espaldas. Alejandro de la Vega no sospechaba que ella le hablaba a Diego en su lengua, por lo mismo se llevó una sorpresa desagradable cuando las primeras palabras que dijo el niño fueron de indio. Si hubiera sabido que su mujer aprovechaba cada una de sus ausencias para llevarlo a visitar la tribu de su madre, se lo hubiese prohibido.


Cuando Regina aparecía en la aldea de los indios con Diego y Bernardo, la abuela Lechuza Blanca abandonaba sus quehaceres para dedicarse por completo a ellos. La tribu se había reducido con las enfermedades mortales y los hombres reclutados por los españoles. Quedaban apenas unas veinte familias, cada vez más miserables. La india les llenaba las cabezas a los chiquillos con mitos y leyendas de su pueblo, les limpiaba el alma con el humo de pasto dulce empleado en sus ceremonias y los llevaba a recoger plantas mágicas.

Apenas pudieron sostenerse con firmeza en dos piernas y empuñar un palo, hizo que los hombres les enseñaran a pelear. Aprendieron a pescar ensartando los peces con varillas afiladas, y a cazar. Recibieron de regalo una piel de ciervo completa, incluso con la cabeza y los cuernos, para cubrirse durante la caza. Así atraían a los venados; esperaban inmóviles hasta que la presa se acercaba y entonces disparaban sus flechas. La invasión de los españoles había vuelto sumisos a los indios, pero en presencia de Toypurnia-Regina se les calentaba de nuevo la sangre con el recuerdo de la guerra de honor conducida por ella. El asombrado respeto que le profesaban se traducía en cariño por Diego y Bernardo. Creían que ambos eran sus hijos.


Fue Lechuza Blanca quien llevó a los niños a recorrer las cuevas cercanas a la hacienda De la Vega, les enseñó a leer los símbolos tallados hacía mil años en las paredes y les indicó la forma de usarlos para guiarse en el interior. Les explicó que las cuevas estaban divididas en Siete Direcciones Sagradas, mapa fundamental para los viajes espirituales, por eso en tiempos antiguos los iniciados iban allí en busca del centro de sí mismos, que debía coincidir con el centro del mundo, donde se genera la vida. Cuando esa concomitancia ocurría, les informó la abuela, surgía una llama incandescente del fondo de la tierra y bailaba en el aire por largo rato, bañando de luz y calor sobrenatural al iniciado. Les advirtió que las cuevas eran templos naturales y estaban protegidas por una energía superior, por eso sólo se debía entrar a ellas con limpia disposición.

– A quien entre con malos propósitos, las cuevas se lo tragan vivo y después escupen sus huesos -les dijo.

Agregó que, tal como manda el Gran Espíritu, si uno ayuda a otros, se abre un espacio en el cuerpo para recibir bendiciones, ésa es la única forma de prepararse para el Okahué.

– Antes de que llegaran los blancos veníamos a estas cuevas a buscar armonía y alcanzar el Okahué, pero ahora nadie viene -les contó Lechuza Blanca.

– ¿Qué es el Okahué? -preguntó Diego.

– Son las cinco virtudes esenciales: honor, justicia, respeto, dignidad y valor.

– Yo las quiero todas, abuela.

– Para eso tienes que pasar muchas pruebas sin llorar -replicó secamente Lechuza Blanca.


Desde ese día, Diego y Bernardo empezaron a explorar las cuevas solos. Antes de que lograran memorizar los petroglíficos para guiarse, como les había indicado la abuela, marcaban el camino con guijarros. Inventaban sus propias ceremonias, inspiradas en lo que habían oído y visto en la tribu y en los cuentos de Lechuza Blanca. Le pedían al Gran Espíritu de los indios y al Dios del padre Mendoza que les permitieran obtener Okahué, pero nunca vieron llamarada alguna surgir espontáneamente y danzar en el aire, como esperaban. En cambio, la curiosidad los condujo por un pasaje natural, que hallaron por casualidad al mover unas piedras para marcar una Rueda Mágica en el suelo, como las que dibujaba la abuela: treinta y seis piedras en círculo y una al centro, de donde salían cuatro caminos rectos.

Al quitar un peñasco redondo, que pensaban poner al centro de la Rueda, se desmoronaron varios, dejando a la vista una pequeña entrada. Diego, más delgado y ágil, se arrastró hacia adentro y descubrió un largo túnel que pronto se ensanchaba lo suficiente como para ponerse de pie. Regresaron con velas, picos y palas y en las semanas sucesivas lo ampliaron.


Un día la punta del pico de Bernardo abrió un boquete por donde se filtró un rayo de luz, entonces los niños comprendieron, encantados, que habían desembocado medio a medio en la inmensa chimenea del salón de la hacienda De la Vega. Unos campanazos fúnebres del reloj de bulto les dieron la bienvenida. Muchos años más tarde supieron que Regina había sugerido el emplazamiento de la casa justamente por su cercanía a las cuevas sagradas.


A partir de ese descubrimiento se dedicaron a fortalecer el túnel con tablas y rocas, porque las paredes de arcilla solían desmigajarse, y además abrieron una portezuela disimulada entre los ladrillos de la chimenea para conectar las cuevas con la casa. El fogón era tan alto, ancho y hondo, que cabía una vaca de pie adentro, como correspondía a la dignidad de ese salón, que jamás se usaba para agasajar a huéspedes, pero que de tarde en tarde acogía las reuniones políticas de Alejandro de la Vega. Los muebles, toscos e incómodos, como los del resto de la casa, se alineaban contra las paredes, como si estuvieran en venta, acumulando polvo y ese olor a manteca rancia de los trastos viejos. Lo más visible era un enorme óleo de san Antonio, ya anciano y en los huesos, cubierto de pústulas y andrajos, en el acto de rechazar las tentaciones de Satanás, uno de esos esperpentos encargados por pie cuadrado a España, muy apreciados en California.

En un rincón de honor, donde pudieran ser admirados, se exponían el bastón y los paramentos de alcalde que el dueño de la casa usaba en los actos oficiales. Esos actos incluían desde asuntos mayores, como el trazado de las calles, hasta las minucias, como autorizar las serenatas, porque si se dejaban al albedrío de los señoritos enamorados nadie habría podido dormir en paz en el pueblo. Colgaba del techo, sobre una gran mesa de mezquite, una lámpara de hierro del tamaño de cedro, con ciento cincuenta velas intactas, porque nadie tenía ánimo para bajar ese armatoste y encenderlas; las pocas veces que se abría la sala se usaban faroles de aceite. Tampoco se prendía la chimenea, aunque siempre estaba preparada con varios troncos gruesos.


Diego y Bernardo tomaron la costumbre de acortar camino desde la playa a través de las cuevas. Usaban el túnel secreto para surgir como fantasmas en el oscuro socavón de la chimenea. Habían jurado, con la solemnidad de los niños absortos en sus juegos, que jamás compartirían ese secreto con otros. También habían prometido a Lechuza Blanca que sólo entrarían a las cuevas con buenos propósitos y no para jugarretas, pero para ellos todo lo que hacían allí era parte del entrenamiento para alcanzar el sueño del Okahué.


Más o menos por la misma época en que Lechuza Blanca se esmeraba en alimentar las raíces indígenas de los niños, Alejandro de la Vega comenzó a educar a Diego como hidalgo. Ése fue el año en que llegaron los dos baúles que mandó Eulalia de Callís de regalo desde Europa. El antiguo gobernador, Pedro Fages, había muerto en México, fulminado por una de sus rabietas. Cayó como un saco a los pies de su mujer en medio de una pelea, arruinándole para siempre la digestión, porque ella se culpó de haberlo matado. Después de haber pasado la vida discutiendo con él, Eulalia se sumió en la mayor tristeza al verse viuda, porque comprendió cuánta falta le haría ese rotundo marido. Sabía que nadie podría reemplazar a ese hombre estupendo, cazador de osos y gran soldado, el único capaz de enfrentarla sin bajar la cerviz.

La ternura que no sintió por él en vida, le cayó encima como una plaga al verlo en el ataúd y siguió martirizándola para siempre con recuerdos mejorados por el tiempo. Por último, cansada de llorar, siguió el consejo de sus amistades y de su confesor y regresó con su hijo a Barcelona, su ciudad natal, donde contaba con el respaldo de su fortuna y su poderosa familia. De vez en cuando se acordaba de Regina, a quien consideraba su protegida, y le escribía en papel egipcio con su escudo de armas impreso en oro.

Por una de esas cartas se enteraron de que el hijo de los Fages había muerto de peste, dejando a Eulalia aún más desolada. Los dos baúles llegaron bastante aporreados, porque habían salido de Barcelona casi un año antes y habían navegado por muchos mares antes de alcanzar Los Ángeles. Uno estaba lleno de vestidos de lujo, zapatos de tacón, sombreros emplumados y chuchearías que Regina rara vez tendría ocasión de ponerse. El otro, destinado a Alejandro de la Vega, contenía una capa negra forrada en seda con botones toledanos de plata labrada, unas botellas del mejor jerez español, un juego de pistolas de duelo con incrustaciones de nácar, un florete italiano y el Tratado de Esgrima y Prontuario del Duelo, del maestro Manuel Escalante. Tal como se explicaba en la primera página, era un compendio de las «utilísimas instrucciones para no vacilar jamás cuando hay que batirse en lances de honor con sable español o florete».


Eulalia de Callís no podría haber enviado un presente más apropiado. Alejandro de la Vega llevaba años sin practicar la espada, pero gracias al manual pudo refrescar sus conocimientos para enseñarle esgrima a su hijo, quien todavía no sabía limpiarse la nariz. Hizo fabricar un florete, un peto acolchado y una máscara en miniatura para Diego y desde ese momento tomó el hábito de entrenar con él un par de horas al día.

Diego demostró para la esgrima el mismo talento natural que tenía para todas las actividades atléticas, pero no la tomaba en serio, como su padre pretendía; para él era sólo otro juego de los muchos que compartía con Bernardo.

Esa complicidad permanente de los niños preocupaba a Alejandro de la Vega, le parecía una debilidad de carácter de su hijo, quien ya estaba en edad de asumir su destino. Sentía cariño por Bernardo y lo distinguía entre los indios del servicio, mal que mal lo había visto nacer, pero no olvidaba las diferencias que separan a las personas. Sin esas diferencias, impuestas por Dios con un fin claro, reinaría el caos en este mundo, sostenía. Su ejemplo favorito era Francia, donde todo estaba patas arriba por culpa de la execrable revolución. En ese país ya no se sabía quién era quién, el poder pasaba de mano en mano como una moneda.

Alejandro rezaba para que algo así jamás sucediera en España. A pesar de que una sucesión de monarcas ineptos iba sumiendo irremisiblemente al imperio en la ruina, jamás había puesto en duda la divina legitimidad de la monarquía, de la misma manera que no cuestionaba el orden jerárquico en que él se había formado y la superioridad absoluta de su raza, su nación y su fe. Opinaba que Diego y Bernardo habían nacido distintos, nunca serían iguales y cuanto antes lo comprendieran, menos problemas tendrían en el futuro. Bernardo lo había asumido sin que nadie se lo machacara, pero ése era un tema que arrancaba lágrimas a Diego cuando su padre se lo recordaba.

Lejos de secundar a su marido en sus propósitos didácticos, Regina seguía tratando a Bernardo como si fuera también su hijo. En su tribu nadie era superior a otro por nacimiento, sólo por coraje o sabiduría, y, según ella, todavía era muy pronto para saber cuál de los dos muchachos era el más valiente o el más sabio.


Diego y Bernardo sólo se separaban a la hora de dormir, cuando cada uno se iba a la cama con su madre. A los dos los mordió el mismo perro, los picaron las abejas del mismo panal y les dio sarampión al mismo tiempo. Cuando uno cometía una travesura, nadie se daba el trabajo de identificar al culpable; los obligaban a agacharse lado a lado, les propinaban igual número de varillazos en el trasero y ellos recibían el castigo sin chistar, porque les parecía de una justicia prístina.

Todos, menos Alejandro de la Vega, los consideraban hermanos, no sólo porque eran inseparables, sino porque a primera vista se parecían. El sol les había quemado la piel del mismo tono de madera, Ana les hacía pantalones iguales de lienzo, Regina les cortaba el cabello al estilo de los indios. Había que mirarlos con atención para ver que Bernardo tenía nobles facciones de indio, mientras que Diego era alto y delicado, con los ojos color caramelo de su madre.


En los años siguientes aprendieron a manejar el florete según las utilísimas instrucciones del maestro Escalante, a galopar sin montura, a usar el látigo y el lazo, a colgarse del alero de la casa por los pies, como murciélagos. Los indios les enseñaron a sumergirse en el mar para arrancar mariscos de las rocas, a seguir a una presa durante días hasta darle caza, a fabricar arcos y flechas, a soportar el dolor y el cansancio sin quejumbre.

Alejandro de la Vega los llevaba al rodeo en la época de marcar el ganado, cada uno con su reata o lazo, para que ayudaran en la tarea. Era la única ocupación manual de un hidalgo, más deporte que trabajo. Se juntaban los dones de la región con sus hijos, vaqueros e indios, rodeaban a los animales, los separaban y les ponían sus marcas, que después se registraban en un libro, para evitar confusiones y robos. Era también el tiempo de la matanza, cuando había que recolectar las pieles, salar la carne y preparar la grasa.

Los nuqueadores, fabulosos jinetes, capaces de matar de una puñalada en la nuca a un toro en plena carrera, eran los reyes del rodeo y solían ser contratados para esa faena con un año de anticipación. Llegaban de México y de las praderas americanas, con sus caballos entrenados y sus dagas largas de filo doble. A medida que las reses se desplomaban, les caían encima los peladores para quitarles la piel, que sacaban entera en pocos minutos, los tasajeros, encargados de cortar la carne, y por último las indias, cuya humilde tarea era juntar la grasa, derretirla en inmensos calderos y luego almacenarla en botas hechas con vejigas, tripas o pieles cosidas. A ellas también les tocaba curtir los cueros, raspándolos con piedras afiladas, en una interminable labor de rodillas.

El olor de la sangre enloquecía al ganado y nunca faltaban caballos destripados y algún vaquero pisoteado o muerto de una cornada. Había que ver al monstruo de millares de cabezas resollando a la carrera en un infierno de polvo suspendido en el aire; había que admirar a los vaqueros con sus sombreros blancos, pegados a sus corceles, con los lazos bailando sobre sus cabezas y los refulgentes cuchillos en el cinturón; había que oír el trepidar del ganado en el suelo, los gritos de los hombres exaltados, los relinchos de los caballos, los ladridos de los perros; había que sentir el vaho de la espuma en los animales, el sudor de los vaqueros, el olor tibio y secreto de las indias, que perturbaba a los hombres para siempre.


Al término del rodeo, el pueblo celebraba el trabajo bien cumplido en una parranda de varios días, en la que participaban pobres y ricos, blancos e indios, jóvenes y los pocos viejos de la colonia. Sobraba comida y licor, se bailaba hasta que las parejas caían aturdidas al son de los músicos llegados de México, se cruzaban apuestas en peleas de hombres, de ratas, de gallos, de perros, de osos con toros. En una noche se podía perder lo ganado en el rodeo.

La fiesta culminaba al tercer día con una misa ofrecida por el padre Mendoza, quien arreaba a los borrachos con una fusta rumbo a la iglesia y obligaba, mosquete en mano, a casarse a los seductores de las doncellas neófitas, porque había sacado la cuenta de que nueve meses después de cada rodeo nacía un escándalo de criaturas sin padre conocido.


Durante un año de sequía hubo que sacrificar a los caballos salvajes para dejar el pasto al ganado. Diego acompañó a los vaqueros, pero por una vez Bernardo se negó a ir con él, porque sabía de qué se trataba y no podía soportarlo. Rodeaban a las manadas de caballos, las espantaban con pólvora y perros, las perseguían al galope tendido, guiándolas hacia los acantilados, donde se precipitaban en ciega estampida. Caían al vacío por centenares, unos encima de otros, desnucándose o quebrándose las patas en el fondo del barranco. Los más afortunados morían con el golpe, otros agonizaban durante días en una nube de moscas y una fetidez de carne macerada que atraía a osos y buitres.

Dos veces a la semana Diego debía hacer el viaje hasta la misión San Gabriel para recibir del padre Mendoza rudimentos de escolaridad. Bernardo siempre lo acompañaba y el misionero terminó por aceptarlo en la clase, a pesar de que consideraba innecesario y hasta peligroso educar demasiado a los indios, porque les ponía ideas atrevidas en el cerebro. El chiquillo no tenía la misma rapidez mental de Diego y solía quedarse atrás, pero era porfiado y no cejaba, aunque pasara las noches quemándose las pestañas a la luz de las velas. Tenía un carácter reservado y quieto, que contrastaba con la alegría explosiva de Diego.

Secundaba a su amigo con lealtad incuestionable en todas las trastadas que a éste se le ocurrían y, si llegaba el caso, se resignaba sin aspavientos a ser castigado por algo que no había sido idea suya, sino de Diego. Desde que pudo tenerse en pie asumió el papel de proteger a su hermano de leche, a quien creía destinado a grandes proezas, como los heroicos guerreros del repertorio mitológico de Lechuza Blanca.

Diego, para quien estar quieto y puertas adentro era un tormento, se las arreglaba a menudo para escabullirse de la tutela del padre Mendoza y salir al aire libre. Las lecciones le entraban por una oreja y las recitaba deprisa, antes de que le salieran por la otra. Con su desparpajo lograba engañar al padre Mendoza, pero después tenía que enseñárselas letra por letra a Bernardo y así, de puro repetirlas, terminaba por aprenderlas.

Estaba tan empeñado en jugar, como Bernardo en estudiar. Al cabo de mucho tira y afloja llegaron al acuerdo de que instruiría a Bernardo a cambio de que éste practicara el lazo, el látigo y la espada con él.


– No veo para qué esmerarnos en aprender cosas que no nos servirán de nada -reclamó Diego, un día que llevaba horas repitiendo la misma cantaleta en latín.

– Todo sirve tarde o temprano -replicó Bernardo-. Es como la espada. Probablemente nunca seré un dragón, pero no está de más aprender a usarla.

Muy pocos sabían leer y escribir en Alta California, salvo los misioneros, que siendo hombres rudos, casi todos de origen campesino, al menos tenían un barniz de cultura. No había libros disponibles y en las contadas ocasiones en que llegaba una carta, seguro contenía una mala noticia, de modo que el destinatario no se apuraba demasiado en llevársela a un fraile para que la descifrara. Pero Alejandro de la Vega tenía el prurito de la educación y luchó por años para traer un maestro de México. Entonces Los Ángeles era algo más que el pueblo de cuatro calles que él viera nacer; se había convertido en paso obligado de los viajeros, en lugar de reposo para los marineros de los barcos mercantes, en centro del comercio de la provincia. Monterrey, la capital, quedaba tan lejos, que la mayoría de los asuntos de gobierno se ventilaban en Los Ángeles. Aparte de las autoridades y los oficiales militares, la población era mezclada y se hacía llamar gente de razón, para distinguirse de los indios puros y la servidumbre. Clase aparte eran los españoles de buena sangre.


El pueblo ya contaba con plaza de toros y un flamante prostíbulo compuesto por tres mestizas de virtud negociable y una mulata opulenta de Panamá cuyo precio era fijo y bastante alto. Había un edificio especial para las reuniones del alcalde y los regidores, que también servía de tribunal y teatro, donde solían representarse zarzuelas, obras morales y actos patrióticos. En la plaza de Armas se construyó una glorieta para músicos, que animaban las tardes a la hora del paseo, cuando los jóvenes solteros de ambos sexos, vigilados por sus padres, se lucían en grupos, las niñas caminando en un sentido y los muchachos en el contrarío. Hotel, en cambio, aún no existía; en realidad pasarían diez años antes de que se creara el primero; los viajeros se alojaban en las casas pudientes, donde nunca faltó comida y camas para recibir a quienes solicitaran hospitalidad. En vista de tanto progreso, Alejandro de la Vega consideró indispensable que también hubiese una escuela en el pueblo, aunque nadie compartía su inquietud. Con su propio dinero, solo y a pulso, logró fundar la primera de la provincia, que por muchos años habría de ser la única.

La escuela abrió sus puertas justo cuando Diego cumplió nueve años y el padre Mendoza anunció que ya le había enseñado todo lo que sabía, menos decir misa y exorcizar demonios. Era un galpón tan oscuro y polvoriento como la cárcel, situado en una esquina de la plaza principal, provisto de una docena de bancos de hierro y un látigo de siete colas colgando junto a la pizarra. El maestro resultó ser uno de esos hombrecillos insignificantes a quienes el menor ápice de autoridad convierte en seres brutales. Diego tuvo la mala suerte de ser uno de sus primeros alumnos, junto a un puñado de otros niños varones, retoños de las familias honorables del pueblo. Bernardo no pudo asistir, a pesar de que Diego le suplicó a su padre que le permitiera estudiar. A Alejandro de la Vega le pareció encomiable la ambición de Bernardo, pero decidió que no se podía hacer excepciones, porque si era aceptado se debía dar entrada a otros como él, y el maestro había anunciado, con claridad meridiana, su intención de marcharse si cualquier indio asomaba la nariz en su «digno establecimiento del saber», como lo llamaba. La necesidad de enseñarle a Bernardo, más que el látigo de siete colas, motivó a Diego a prestar atención en las clases.

Entre los alumnos estaba García, hijo de un soldado español y la dueña de la taberna, un niño sin muchas luces, gordinflón, con los pies planos y sonrisa bobalicona, víctima favorita del maestro y de los otros estudiantes, que le atormentaban sin tregua. Por un anhelo de justicia que él mismo no lograba explicar, Diego se convirtió en su defensor, ganándose la admiración fanática del gordo.


En los afanes de cultivar la tierra, arrear el ganado y cristianizar a los indios, al padre Mendoza se le fueron pasando los años sin arreglar el techo de la iglesia, averiado durante el ataque de Toypurnia. En esa ocasión atajaron a los indios con una explosión de pólvora que sacudió el edificio hasta los tuétanos. Al elevar la hostia para consagrarla en la misa, su mirada se posaba inevitablemente en las vigas tembleques y, alarmado, el misionero se prometía repararlas antes de que se desmoronaran sobre su pequeña congregación, pero luego debía atender otros asuntos y olvidaba sus propósitos hasta la misa siguiente. Entretanto las termitas fueron devorando las maderas y por fin ocurrió el accidente que el padre Mendoza tanto temía.

Por fortuna no sucedió cuando el recinto estaba lleno, que hubiera sido catastrófico, sino en uno de los muchos temblores que solían sacudir la tierra en la zona, por algo el río se llamaba Jesús de los Temblores. El techo le cayó encima a una sola víctima, el padre Alvear, santo varón que había viajado desde el Perú para conocer la misión San Gabriel. El estrépito del derrumbe y la nube de polvo atrajeron a los neófitos, que acudieron corriendo y se pusieron de inmediato a la tarea de quitar los escombros para desenterrar al desafortunado visitante.

Lo hallaron despachurrado como una cucaracha debajo de la viga mayor. En toda lógica debió haber muerto, porque demoraron buena parte de la noche en rescatarlo, mientras el pobre hombre se desangraba sin consuelo; pero Dios hizo un milagro, como explicó el padre Mendoza, y cuando por fin lo extrajeron de las ruinas, todavía respiraba.

Al padre Mendoza le bastó una mirada para darse cuenta de que sus escasos conocimientos de medicina no lograrían salvar al herido, por mucho que ayudara el poder divino. Sin más demora, mandó a un neófito con dos caballos a buscar a Lechuza Blanca. En esos años había podido comprobar que la veneración de los indios por esa mujer era plenamente justificada.


Por casualidad, Diego y Bernardo llegaron a la misión al día siguiente del terremoto, conduciendo unos corceles de pura raza que Alejandro de la Vega había enviado de regalo a los misioneros. Como nadie salió a recibirlos ni a darles las gracias, porque todo el mundo estaba atareado en recoger los destrozos del sismo y en atender la agonía del padre Alvear, los niños ataron los caballos y se quedaron a participar del novedoso espectáculo. Así fue como estuvieron presentes cuando por fin llegó Lechuza Blanca al galope, siguiendo al neófito que fuera a buscarla. A pesar de su rostro surcado por nuevas arrugas y su melena aún más blanca, había cambiado muy poco en esos años, era la misma mujer fuerte y eternamente joven que acudiera diez años antes a la hacienda De la Vega a salvar a Regina de la muerte. Esta vez venía en una misión similar y también traía su bolsa de plantas medicinales.

Como la india se negaba a aprender castellano y el vocabulario del padre Mendoza en la lengua de ella era muy reducido, Diego se ofreció para traducir. Habían puesto al paciente sobre el mesón de palo sin pulir del comedor y a su alrededor se habían congregado los habitantes de San Gabriel. Lechuza Blanca examinó atentamente las heridas, que el padre Mendoza había vendado, pero no se había atrevido a coser porque debajo estaban los huesos hechos trizas. La curandera palpó con sus dedos expertos el cuerpo entero e hizo un inventario de las reparaciones que debían efectuarse.

– Dile al blanco que todo tiene remedio menos esta pierna, que está podrida. Primero la corto, después me ocupo del resto -le anunció a su nieto.

Diego tradujo sin tomar la precaución de bajar la voz, porque de todos modos el padre Alvear estaba casi difunto, pero apenas repitió el diagnóstico de su abuela, el moribundo abrió de par en par unos ojos de fuego.

– Prefiero morirme de una vez, maldición -dijo con la mayor certeza.


Lechuza Blanca lo ignoró, mientras el padre Mendoza abría a la fuerza la boca del pobre hombre, como hacía con los críos que se negaban a tomar leche, y le introducía su famoso embudo. Por allí le echaron un par de cucharadas de un espeso jarabe color óxido que Lechuza Blanca extrajo de su bolsa. En lo que demoraron en lavar con lejía una sierra de cortar madera y preparar unos trapos para el vendaje, el padre Alvear estaba sumido en un sueño profundo, del cual habría de despertar diez horas más tarde, lúcido y tranquilo, cuando ya el muñón de su pierna había dejado hacía rato de sangrar.

Lechuza Blanca le había remendado el resto del cuerpo con una docena de costurones y lo había amortajado en telas de araña, ungüentos misteriosos y vendas. Por su parte, el padre Mendoza dispuso que los neófitos se turnaran para rezar sin pausa, día y noche, hasta que el enfermo sanara.

El método dio resultado. Contra todas las expectativas, el padre Alvear se repuso con bastante rapidez y siete semanas más tarde, acarreado en una litera de mano, pudo regresar por barco al Perú.


Bernardo nunca olvidaría el espanto de la pierna cercenada del padre Alvear y Diego nunca olvidaría el fabuloso poder del jarabe de su abuela. En los meses siguientes la visitó a menudo en su aldea para rogarle que le desvelara el secreto de aquella poción, pero ella se negó una y otra vez con el argumento lógico de que una medicina tan mágica no podía caer en manos de un chiquillo travieso, quien seguro la utilizaría para un mal propósito. En un impulso, como tantos que luego pagaba con palizas, Diego se robó una calabaza con el elixir del sueño, prometiéndose a sí mismo que no lo usaría para amputar miembros humanos, sino para un buen fin, pero tan pronto tuvo el tesoro en su poder comenzó a planear formas de sacarle provecho.

La ocasión se le presentó un caliente mediodía de junio en que volvía con Bernardo de nadar, único deporte en que este lo aventajaba con creces, porque tenía más resistencia, calma y fuerza. Mientras Diego se agotaba dando aletazos anhelantes contra las olas, Bernardo mantenía durante horas el ritmo pausado de su aliento y sus brazadas, dejándose llevar por las corrientes misteriosas del fondo del mar. Si llegaban los delfines, pronto rodeaban a Bernardo, como hacían los caballos, incluso los más indómitos. Cuando nadie se atrevía a aproximarse a un potro embravecido, él se le acercaba con cuidado, le pegaba la cara a la oreja y le musitaba palabras secretas, hasta aplacarlo. No había en toda la zona quien domara más rápido y mejor a un potro que ese niño indio.


Aquella tarde oyeron desde lejos los gritos de terror de García, torturado una vez más por los matones de la escuela. Eran cinco, guiados por Carlos Alcázar, el alumno mayor y más temible de todos. Tenía la capacidad intelectual de un piojo, pero le alcanzaba para inventar métodos de crueldad siempre novedosos. Esta vez habían desnudado a García y lo tenían atado a un árbol y untado de arriba abajo con miel. García chillaba a pleno pulmón, mientras sus cinco verdugos observaban fascinados la nube de mosquitos y las filas de hormigas que empezaban a atacarlo. Diego y Bernardo hicieron una evaluación rápida de las circunstancias y comprendieron que estaban en indudable desventaja. No podían batirse con Carlos y sus secuaces, tampoco era cosa de ir a buscar ayuda, porque habrían quedado como cobardes.

Diego se les acercó sonriendo, mientras a sus espaldas Bernardo apretaba los dientes y los puños.

– ¿Qué hacéis? -preguntó, como si no fuera evidente.

– Nada que te importe, idiota, a menos que quieras acabar igual que García -replicó Carlos, coreado por las carcajadas de su banda.

– No me importa nada, pero pensaba usar a este gordo como carnada para osos. Sería una lástima perder esa buena grasa en las hormigas -dijo Diego, indiferente.

– ¿Oso? -gruñó Carlos.

– Te cambio a García por un oso -propuso Diego con aire lánguido, mientras se escarbaba las uñas con un palito.

– ¿De dónde vas a sacar un oso? -preguntó el matón.

– Eso es cosa mía. Pienso traerlo vivo y con un sombrero puesto. Puedo regalártelo, si es que lo quieres, Carlos, pero para eso necesito a García -repuso Diego.


Los muchachos se consultaron en murmullos, mientras García sudaba hielo y Bernardo se rascaba la cabeza, calculando que esta vez a Diego se le pasaba la mano. El método usual para atrapar osos vivos, que se usaban para las peleas con toros, requería fuerza, destreza y buenos caballos. Varios jinetes expertos laceaban al animal y lo sujetaban con los corceles, mientras otro vaquero, que servía de señuelo, iba adelante provocándolo. Así lo conducían a un corral, pero la diversión solía costar cara, porque a veces el oso, capaz de correr más rápido que cualquier caballo, lograba soltarse y se lanzaba contra quien estuviera más cerca.

– ¿Quién te ayudará? -preguntó Carlos.

– Bernardo.

– ¿Ese indio bruto?

– Bernardo y yo podemos hacerlo solos, siempre que tengamos a García como cebo -dijo Diego.

En dos minutos cerraron el trato y los desalmados se fueron, mientras Diego y Bernardo soltaban a García y lo ayudaban a lavarse la miel y los mocos en el río.

– ¿Cómo vamos a cazar un oso vivo? -preguntó Bernardo.

– No sé todavía, tengo que pensarlo -replicó Diego, y a su hermano no le cupo duda de que hallaría la solución.


El resto de la semana se fue en preparar los elementos necesarios para la barrabasada que iban a cometer. Encontrar un oso era lo de menos, se juntaban por docenas en los sitios donde mataban a las reses, atraídos por el olor de la carnaza, pero no podían enfrentarse con más de uno, sobre todo si se trataba de hembras con crías. Debían hallar un oso solitario, lo que tampoco resultaba difícil, porque abundaban en verano.

García se declaró enfermo y no salió de su casa en varios días, pero Diego y Bernardo lo obligaron a acompañarlos con el argumento imbatible de que si no lo hacía iría a parar de nuevo a manos de la patota de Carlos Alcázar. Bromeando, Diego le dijo que en verdad iban a usarlo como señuelo, pero al ver que a García le flaqueaban las rodillas se apiadó y lo hizo partícipe del plan trazado con Bernardo.

Los tres chiquillos anunciaron a sus madres que pasarían la noche en la misión, donde el padre Mendoza celebraba, como todos los años, la fiesta de San Juan. Se fueron muy temprano, en una carreta tirada por un par de mulas viejas, provistos de sus reatas. García iba muerto de miedo, Bernardo preocupado y Diego silbando.


Tan pronto dejaron atrás la casa de la hacienda y abandonaron la ruta principal, se internaron por el Sendero de las Astillas, que los indios creían embrujado. La edad de las mulas y las irregularidades del terreno los obligaban a avanzar con parsimonia, y eso les daba tiempo de guiarse por las huellas en el suelo y los arañazos en las cortezas de los árboles. Iban llegando al aserradero de Alejandro de la Vega, que proveía madera para las viviendas y los barcos en reparación, cuando los rebuznos de las mulas despavoridas avisaron de la presencia de un oso. Los leñadores habían acudido a la fiesta de San Juan y no se veía un alma por los alrededores, sólo las sierras y hachas abandonadas y las pilas de troncos en torno a una rústica construcción de tablas.

Desengancharon las mulas y las llevaron a tirones hasta el galpón, para protegerlas; luego Diego y Bernardo procedieron a instalar su trampa, mientras García vigilaba a corta distancia del refugio. Había llevado una abundante merienda y, como los nervios le daban hambre, no había dejado de masticar desde que salieron por la mañana. Atrincherado en su escondite, observó a los otros, que pasaron cuerdas por las ramas más gruesas de un par de árboles, colocaron los lazos, como habían visto hacer a los vaqueros, y al centro acomodaron lo mejor posible unas ramas cubiertas con la piel de ciervo que usaban cuando salían a cazar con los indios. Debajo de la piel pusieron la carne fresca de un conejo y una bola de cebo empapado en el jarabe de la adormidera. Después se fueron al galpón a compartir la merienda de García.


Los compinches se habían preparado para pasar allí un par de días, pero no tuvieron que aguardar tanto, porque poco más tarde apareció el oso, anunciado por los rebuznos de las mulas. Era un macho viejo bastante grande. Avanzaba como una masa temblorosa de grasa y piel oscura, bamboleándose de lado a lado con inesperada agilidad y gracia. Los chavales no se dejaron engañar por la actitud de mansa curiosidad de la bestia, sabían de lo que era capaz, y rogaron para que la brisa no le llevara el olor humano y el de las mulas. Si el oso embestía el galpón, la puerta no resistiría.

El animal dio un par de vueltas por los alrededores y de pronto vio lo que parecía un venado inmóvil. Se levantó en dos patas y alzó los brazos, entonces los niños pudieron verlo entero, se trataba de un gigante de ocho pies de altura. Lanzó un gruñido pavoroso, dio unos manotazos amenazantes y enseguida se precipitó con la inmensidad de su peso sobre la piel, aplastando el ligero armazón que la sostenía. Se vio desplomado en el suelo sin saber qué había ocurrido, pero se repuso de inmediato y se incorporó. Volvió a atacar al falso venado con las garras y entonces descubrió la carnada oculta debajo y la devoró de dos tarascones. Destrozó la piel buscando algún alimento más consistente y, al no encontrarlo, volvió a ponerse de pie, confuso. Dio un paso adelante y pisó medio a medio los lazos, activando la trampa. En un instante se tensaron las cuerdas y el oso quedó colgando cabeza abajo entre los dos árboles.

Los muchachos celebraron a grito pelado un triunfo muy breve, porque el peso del animal balanceándose en el aire quebró las ramas. Espantados, Diego, Bernardo y García se parapetaron en el galpón con las mulas, buscando algo con qué defenderse, mientras afuera el oso, despatarrado en el suelo, trataba de soltar la pata derecha del lazo, que todavía lo unía a una de las ramas rotas del árbol.

Forcejeó un buen rato, cada vez más enredado e iracundo, y como no pudo soltarse, avanzó arrastrando la rama.

– ¿Y ahora? -preguntó Bernardo con fingida calma.

– Ahora esperamos -replicó Diego.


Al notar algo caliente entre las piernas y ver que una mancha se extendía por su pantalones, García perdió la cabeza y se puso a sollozar a pulmón partido. Bernardo le saltó encima y le tapó la boca, pero ya era tarde. El oso los había oído. Se volvió hacia el galpón y dio unos manotazos a la puerta, sacudiendo en tal forma la frágil construcción, que se desprendieron unas tablas del techo. Adentro Diego esperaba frente a la puerta con su látigo en la mano y Bernardo blandía una barreta de hierro que halló en el galpón. Por suerte para ellos, la bestia estaba aporreada por la caída del árbol e incómoda por la rama atada a la pata. Propinó un último golpe a la puerta, sin mucho entusiasmo, y se alejó trastabillando hacia el bosque, pero no llegó lejos, porque la rama se ancló entre unos troncos del aserradero, deteniéndolo en seco.

Los niños ya no podían verlo, pero oyeron sus rugidos desesperados durante un buen rato, hasta que fueron espaciándose en suspiros resignados y por último cesaron del todo.

– ¿Y ahora? -volvió a preguntar Bernardo.

– Ahora hay que echarlo en la carreta -anunció Diego.

– ¿Estás loco? ¡No podemos salir de aquí! -clamó García, ahora con los pantalones embarrados y fétidos.

– No sé cuánto rato estará dormido. Es muy grande y supongo que la poción del sueño de mi abuela está calculada para el tamaño de un hombre. Debemos hacerlo rápido, porque si despierta estamos fritos -ordenó Diego.


Bernardo lo siguió sin pedir más explicaciones, como hacía siempre, pero García se quedó atrás, encogido en el charco de su propia porquería y gimoteando con el poco aliento que le quedaba.

Encontraron al oso de espaldas, tal como había caído con el mazazo de la droga, a corta distancia del galpón. El plan de Diego contemplaba que el animal se durmiera colgado de la trampa en los árboles, para que ellos pudieran poner la carreta debajo y dejarlo caer. Ahora tendrían que izar al gigante a la carreta. Lo tantearon de lejos con un palo y, como no se movió, se atrevieron a acercarse. Era más viejo de lo que pensaban: le faltaban dos garras en una de las manos, tenía varios dientes quebrados, estaba salpicado de peladuras y antiguas cicatrices. El aliento de dragón les dio en la cara, pero no era cosa de retroceder, procedieron a amarrarle el hocico y las cuatro patas con cuerdas. Al principio improvisaban precauciones, que habrían sido inútiles si la fiera despertaba, pero cuando se convencieron de que estaba como muerta se dieron prisa.

Pronto tuvieron al oso inmovilizado, entonces fueron a buscar a las pobres mulas, paralizadas de terror. Bernardo usó con ellas el método de susurrarles al oído, como hacía con los caballos bravos, y así le obedecieron. García se aproximó con cautela, después de asegurarse de que los ronquidos del oso eran legítimos, pero tiritaba y estaba tan hediondo, que lo mandaron a lavarse y enjuagar los pantalones en un arroyo.

Bernardo y Diego usaron el método habitual de los vaqueros para izar toneles: fijaron dos reatas en un extremo de la carreta inclinada, las pasaron por debajo del animal, las llevaron por encima en sentido contrario, luego ataron los extremos a las mulas y las hicieron halar. Al segundo intento consiguieron moverlo rodando y así lo subieron de a poco a la carreta. Quedaron sin aliento por el brutal esfuerzo, pero habían logrado su propósito.

Se abrazaron dando saltos de lunáticos, orgullosos como nunca habían estado antes. Engancharon las mulas al carruaje y se dispusieron a regresar al pueblo, pero antes Diego trajo un tarro con alquitrán, que había conseguido en los depósitos de brea cerca de su casa, y con eso le pegó un sombrero mexicano en la cabeza al oso. Estaban exhaustos, ensopados en sudor e impregnados de la pestilencia de la fiera; por su parte García era un manojo de nervios, apenas podía mantenerse de pie, todavía olía a chiquero y tenía la ropa empapada.

La tarea les había tomado buena parte de la tarde, pero cuando al fin enfilaron las mulas por el Sendero de las Astillas, todavía les quedaban un par de horas de luz. Apuraron el tranco y consiguieron llegar al Camino Real justo antes de que oscureciera; de allí en adelante las sufridas mulas siguieron por instinto, mientras el oso resollaba en su prisión de cuerdas. Había despertado del letargo provocado por la droga de Lechuza Blanca, pero todavía estaba confundido.


Cuando entraron a Los Ángeles era noche cerrada. A la luz de un par de lámparas de aceite, soltaron las patas traseras del animal, pero le dejaron las manos y el hocico atados, y lo azuzaron hasta que se echó fuera de la carreta y se puso de pie, mareado, pero con la furia intacta. Empezaron a llamar a gritos y de inmediato asomó gente de sus casas con lámparas y antorchas. Se llenó la calle de curiosos admirando el más insólito espectáculo: Diego de la Vega iba adelante tironeando con un lazo a un oso de tamaño descomunal que se bamboleaba en dos patas con un sombrero en la cabeza, mientras Bernardo y García lo picaneaban por detrás.

Los aplausos y vítores quedarían sonando durante semanas en los oídos de los tres muchachos. Para entonces habían tenido tiempo sobrado de medir la gravedad de su imprudencia y reponerse del merecido castigo que recibieron. Nada pudo opacar la victoria radiante de esa aventura. Carlos y sus secuaces no volvieron a molestarlos.


La proeza del oso, exagerada y adornada hasta lo imposible, pasó de boca en boca y con el tiempo atravesó el estrecho de Bering, llevada por los comerciantes de pieles de nutria, y llegó hasta Rusia. Diego, Bernardo y García no se salvaron de la paliza propinada por sus padres, pero nadie pudo discutirles el título de campeones. Se guardaron bien, eso sí, de mencionar la pócima de adormidera de Lechuza Blanca.

Su trofeo estuvo en un corral, expuesto a las burlas y peñascos de los curiosos durante unos días, mientras buscaban el mejor toro para combatirlo, pero Diego y Bernardo se apiadaron del oso prisionero y la noche anterior a la pelea lo pusieron en libertad.


En octubre, cuando todavía no se hablaba de otra cosa en el pueblo, atacaron los piratas. Se dejaron caer de súbito, con la experiencia de muchos años de maldad, aproximándose a la costa sin ser vistos en un bergantín provisto de catorce cañones ligeros que había hecho el viaje desde Sudamérica, desviándose por Hawai para aprovechar los vientos que los impulsaron a Alta California. Andaban a la caza de barcos cargados con tesoros de América, que se destinaban a las arcas reales en España. Rara vez atacaban en tierra firme, porque las ciudades importantes podían defenderse y las otras eran demasiado pobres, pero llevaban una eternidad navegando sin suerte y la tripulación necesitaba agua fresca y quemar un poco de energía.

El capitán decidió visitar Los Ángeles, aunque no esperaba encontrar nada interesante allí, sólo alimentos, licor y motivo de diversión para sus muchachos. Contaban con que no habría resistencia, porque les precedía la mala fama que ellos mismos se encargaban de difundir, historias horripilantes de sangre y ceniza, de cómo picaban a los hombres en pedazos, destripaban a las mujeres preñadas y ensartaban a los niños en garfios y los colgaban de los mástiles como trofeos.

La reputación de bárbaros les convenía. En los asaltos les bastaba anunciarse con unos cuantos cañonazos, o aparecer dando aullidos, para que la población saliera volando, así ellos recogían el botín sin el incordio de pelear.


Echaron el ancla y se dispusieron al ataque. Los cañones del bergantín en este caso resultaban inútiles, porque no alcanzaban a Los Ángeles. Desembarcaron en lanchones, con los cuchillos entre los dientes y los sables en las manos, como una horda de demonios. A medio camino tropezaron con la hacienda De la Vega. La gran casa de adobe, con sus techos rojos, sus trinitarias moradas trepando por las paredes, su jardín de naranjales, su aire amable de prosperidad y paz, resultó irresistible para esos groseros navegantes, que llevaban mucho tiempo alimentados de agua verde, charqui hediondo y galletas agusanadas y duras como piedra calcinada.

Nada sacó su capitán con bramar que el objetivo era el pueblo; sus hombres se abalanzaron sobre la hacienda pateando a los perros y disparando a quemarropa contra el par de indios jardineros que tuvieron la desgracia de salirles al paso.

En esos momentos Alejandro de la Vega se encontraba en la ciudad de México, comprando muebles más graciosos que los armatostes de su casa, terciopelo dorado para hacer cortinas, cubiertos de plata maciza, vajilla inglesa y copas de cristal de Austria. Con ese regalo de faraón pensaba conmover a Regina, a ver si de una vez por todas dejaba sus hábitos de india y se inclinaba hacia el refinamiento europeo que él pretendía para su familia.

Sus negocios iban viento en popa y podía darse el gusto de vivir por primera vez como correspondía a un hombre de su linaje. No podía sospechar que mientras él regateaba el precio de las alfombras turcas, su casa era atropellada por treinta y seis desalmados.


Regina despertó con los ladridos escandalosos de los perros. Su pieza quedaba en un pequeño torreón, única audacia en la arquitectura chata y pesada de la casa. La luz tímida de esa hora temprana alumbraba el cielo con tonos anaranjados y entraba por su ventana, que carecía de cortinas o persianas. Se arropó con un chai y salió descalza al balcón a ver qué les pasaba a los perros, justo cuando los primeros asaltantes forzaban el portón de madera del jardín. No se le ocurrió que fueran piratas, porque jamás los había visto, pero no se detuvo a averiguar su identidad.

Diego, que a los diez años todavía compartía la cama con su madre cuando su padre no estaba, la vio pasar a la carrera en camisón de dormir. Regina cogió al vuelo un sable y una daga colgados en la pared, que no se habían usado desde que su marido dejara la carrera militar pero que se mantenían afilados, y bajó la escalera llamando a gritos a la servidumbre. Diego saltó también de la cama y la siguió.

Las puertas de la casa eran de roble y en ausencia de Alejandro de la Vega se atrancaban por dentro con una pesada barra de hierro. El ímpetu de los piratas se estrelló contra ese obstáculo invulnerable y eso dio tiempo a Regina de repartir las armas de fuego guardadas en los arcones y disponer la defensa.

Diego, todavía sin despabilarse por completo, se encontró ante una mujer desconocida que apenas tenía un vago aire familiar. Su madre se había transformado en pocos segundos en Hija de Lobo. Se le había erizado el cabello, un brillo feroz en los ojos le daba aspecto de alucinada y mostraba los dientes, echando espuma por la boca, como perro con rabia, mientras ladraba órdenes a los empleados en su lengua nativa.


Blandía un sable en una mano y una daga en la otra cuando cedieron las persianas que protegían las ventanas del piso principal y los primeros piratas irrumpieron en la casa. A pesar del estruendo del asalto, Diego alcanzó a oír un alarido, que más pareció de júbilo que de terror, salir de la tierra, recorrer el cuerpo de su madre y estremecer las paredes.

La vista de esa mujer apenas cubierta por la tela delgada de un camisón, que les salía al encuentro enarbolando dos aceros con un ímpetu imposible en alguien de su tamaño, sorprendió por unos segundos a los asaltantes. Eso dio tiempo a los empleados que disponían de armas para disparar. Dos filibusteros cayeron de bruces con los fogonazos y un tercero se tambaleó, pero no hubo tiempo de recargar, ya otra docena trepaba por las ventanas.

Diego cogió un pesado candelabro de hierro y salió a la defensa de su madre mientras ésta retrocedía hacia el salón. Había perdido el sable y sujetaba la daga a dos manos, dando mandobles a ciegas contra los vándalos que la cercaban. Diego metió el candelabro entre las piernas de uno, lanzándolo al suelo, pero no alcanzó a descargarle un garrotazo porque una brutal patada en el pecho lo proyectó contra la pared.


Nunca supo cuánto tiempo estuvo allí aturdido, porque las versiones del asalto que se dieron más tarde fueron contradictorias. Unos le atribuyeron horas, pero otros dijeron que en pocos minutos los piratas mataron o hirieron a cuantos se cruzaron en su camino, destrozaron lo que no pudieron robar y antes de encaminarse hacia Los Ángeles prendieron fuego a los muebles.

Cuando Diego recuperó el conocimiento todavía los malhechores recorrían la casa buscando qué llevarse y ya el humo del incendio se colaba por los resquicios. Se puso de pie con un dolor tremendo en el pecho, que lo obligaba a respirar a sorbitos, y avanzó a trastabillones, tosiendo y llamando a su madre. La encontró debajo de la mesa grande del salón, con la camisa de batista empapada en sangre, pero lúcida y con los ojos abiertos.

«¡Escóndete, hijo!», le ordenó ella con la voz entera, y enseguida se desmayó. Diego la tomó por los brazos y con un esfuerzo titánico, porque tenía las costillas aplastadas por la patada recibida, la haló a tirones en dirección a la chimenea. Logró abrir la puerta secreta, cuya existencia sólo él y Bernardo conocían, y la arrastró hacia el túnel. Cerró la trampa desde el otro lado y se quedó allí, en la oscuridad, con la cabeza de su madre sobre las rodillas, mamá, mamá, llorando y rogando a Dios y a los espíritus de su tribu que no la dejaran morir.


Bernardo también estaba en la cama cuando se inició el asalto. Dormía con su madre en uno de los cuartos destinados a la servidumbre, en el otro extremo de la mansión. El de ellos era más amplio que las celdas sin ventanas de los demás criados, porque también se usaba para planchar, tarea que Ana no delegaba. Alejandro de la Vega exigía que las alforzas de sus camisas quedaran perfectas y ella tenía orgullo en plancharlas personalmente. Aparte de una cama angosta con colchón de paja y un destartalado arcón, donde guardaban sus magras pertenencias, la pieza contenía una mesa larga para el trabajo y un recipiente de hierro para las brasas de las planchas, también un par de enormes canastos con ropa limpia que Ana pensaba planchar al día siguiente. El suelo era de tierra; un sarape de lana colgado del dintel servía de puerta; la luz y el aire entraban por dos ventanucos.

Bernardo no despertó con los alaridos de los piratas ni los disparos al otro lado de la casa, sino con el sacudón que le dio Ana. Pensó que la tierra estaba temblando, como otras veces, pero ella no le dio tiempo de especular, lo tomó por un brazo, lo levantó con la fuerza de un vendaval y de una zancada lo condujo al otro lado de la pieza. Lo zambulló de un empujón brutal dentro de uno de los grandes canastos. «Pase lo que pase, no te muevas. ¿Me has entendido?» Su tono era tan terminante, que a Bernardo le pareció que le hablaba con un odio recóndito. Jamás la había visto alterada.

Su madre era de una dulzura legendaria, siempre dócil y contenta, a pesar de que no le sobraban motivos para la felicidad. Estaba entregada sin reparos a la tarea de adorar a su hijo y servir a sus patrones, conforme con su existencia humilde y sin inquietudes en el alma; sin embargo, en ese momento, el último que compartiría con Bernardo, se endureció con la solidez del hielo. Tomó un atado de ropa y cubrió al niño, aplastándolo al fondo del canasto. Desde allí, envuelto en las blancas tinieblas de los trapos, sofocado por el olor a almidón y el terror, Bernardo escuchó los gritos, palabrotas y carcajadas de los hombres que entraron al cuarto, donde Ana los esperaba, con la muerte ya escrita en la frente, dispuesta a distraerlos por el tiempo necesario para que no encontraran a su hijo.


Los piratas tenían prisa y les bastó una ojeada para darse cuenta de que en ese cuarto de sirvienta nada había de valor. Tal vez se habrían asomado al umbral y dado media vuelta, pero allí estaba esa joven indígena desafiándolos con los brazos en jarra y una determinación suicida, con su rostro redondo, con el manto nocturno de su cabello, con sus caderas generosas y sus senos firmes. Durante un año y cuatro meses habían recorrido el océano sin punto fijo y sin el consuelo de poner los ojos sobre una mujer.

Por un instante creyeron hallarse ante un espejismo, como tantos que los atormentaban en alta mar, pero entonces les llegó el olor azucarado de Ana y olvidaron la prisa. De un manotón arrancaron la tosca camisa de lienzo que cubría su cuerpo y se abalanzaron sobre ella. Ana no forcejeó. Soportó en un silencio de tumba todo lo que se les antojó hacer con ella.

Al caer al suelo, avasallada por los hombres, su cabeza quedó tan cerca del canasto de Bernardo, que éste pudo contar uno a uno los tenues quejidos de su madre, opacados por el resuello brutal de sus atacantes.


El niño no se movió bajo el cerro de trapos que lo cubría, allí vivió el suplicio completo de su madre, paralizado de horror. Estaba ovillado en el canasto, con la mente en blanco, sudando bilis, estremecido por las náuseas.

Después de un tiempo infinito se dio cuenta del silencio absoluto y del olor a humo. Dejó pasar un rato, hasta que ya no pudo más, porque se estaba ahogando, y llamó quedamente a Ana. Nadie respondió. Volvió a llamarla en vano un par de veces y por fin se atrevió a asomar la cabeza. Por el hueco de la puerta entraban ráfagas de humo, pero hasta allí no llegaba el incendio de la casa.

Entumecido por la tensión y la inmovilidad, Bernardo debió hacer un esfuerzo para salir de la cesta. Vio a su madre donde mismo la habían aplastado los hombres, desnuda, con el largo cabello negro abierto como abanico en el suelo y el cuello cercenado de oreja a oreja. El niño se sentó a su lado y le tomó la mano, quieto y callado. No volvería a decir ni una palabra por muchos años.


Así lo encontraron, mudo y manchado con la sangre de su madre, horas más tarde, cuando ya los piratas navegaban lejos. La población de Los Ángeles estaba contando sus muertos y apagando sus incendios, a nadie se le ocurrió ir a ver qué había pasado en la hacienda De la Vega, hasta que el padre Mendoza, alertado por una premonición tan vivida que no pudo ignorar, acudió con media docena de neófitos a hacerse cargo del lugar.

Las llamas habían quemado el mobiliario y lamido algunas de las vigas, pero la casa era sólida y cuando él llegó el fuego se estaba apagando solo. El asalto dejó un saldo de varios heridos y cinco muertos, incluyendo a Ana, a quien hallaron tal como la abandonaron sus asesinos.

– Que Dios nos ampare -exclamó el padre Mendoza al enfrentarse con aquella tragedia.

Cubrió el cuerpo de Ana con una manta y levantó en sus fornidos brazos a Bernardo. El niño estaba petrificado, con la vista fija y un espasmo en la cara, que le trababa las mandíbulas.

– ¿Dónde están doña Regina y Diego? -preguntó el misionero, pero Bernardo no dio muestras de oírle.

Le dejó en manos de una india del servicio, quien le acunó en su regazo meciéndolo como a un bebé al son de una triste letanía en su lengua, mientras él recorría de nuevo la casa llamando a los que faltaban.


El tiempo transcurrió sin cambios en el túnel, porque hasta allí no entraba la luz del día, era imposible calcular la hora en esas tinieblas eternas. Diego no pudo adivinar lo que ocurría en la casa, porque hasta allí tampoco llegaban los sonidos del exterior ni el humo del incendio. Esperó sin saber qué esperaba, mientras Regina entraba y salía del desmayo, extenuada.

Inmóvil para no perturbar a su madre, a pesar del martirio de la patada, que le clavaba dagas en el pecho con cada aliento, y el cosquilleo atroz en las piernas dormidas, el niño aguardaba. En algunos momentos lo vencía la fatiga, pero despertaba enseguida, rodeado de sombras, mareado de sufrimiento. Sintió que se iba helando y varias veces trató de sacudir los miembros, pero lo invadía una pereza sin remedio y volvía a cabecear, sumiéndose en algodonosa niebla.

En ese letargo transcurrió buena parte del día, hasta que por fin Regina lanzó un quejido y se movió, entonces él despertó sobresaltado. Al comprobar que su madre estaba viva, recuperó el ánimo de un solo golpe y una oleada de felicidad lo bañó de la cabeza a los pies mientras se inclinaba para cubrirle la cara de besos delirantes. Diego tomó con infinito cuidado la cabeza de ella, que se había vuelto de mármol, y la acomodó en el suelo.

Le costó varios minutos recuperar el movimiento de las piernas, hasta que logró gatear en busca de las velas que Bernardo y él escondían para sus invocaciones del Okahué. La voz de su abuela le preguntó en la lengua de los indios cuáles eran las cinco virtudes esenciales y no pudo recordar ninguna, sólo el valor.


A la luz de la candela Regina abrió los ojos y se encontró sepultada en una caverna con su hijo. No le dieron las fuerzas para preguntarle qué había pasado ni para consolarlo con palabras de mentira, sólo pudo indicarle que le rompiera el camisón y con eso le vendara la herida del pecho. Diego lo hizo con dedos temblorosos y vio que su madre tenía una cuchillada profunda debajo del hombro. No supo qué más hacer y siguió esperando.

– Se me va la vida, Diego, tienes que ir a buscar ayuda -murmuró Regina al cabo de un rato.

El niño calculó que por las cuevas podía alcanzar la playa y de allí podía correr sin ser visto a pedir socorro, pero le tomaría tiempo. En un impulso, decidió que valía la pena correr el riesgo de asomarse por la trampa de la chimenea para averiguar cómo estaba la situación en la casa. La portezuela se hallaba bien disimulada detrás de la pila de troncos del fogón y podría echar una mirada sin ser visto, aunque hubiese gente en el salón.

Lo primero que percibió al abrir la trampa fue el olor acre de chamusquina y el coletazo de la humareda, que le hicieron retroceder, pero enseguida comprendió que eso le permitía ocultarse mejor. Silencioso como un gato pasó por la puerta secreta y se agazapó detrás de los troncos. Las sillas y la alfombra estaban tiznadas, el óleo de san Antonio se había quemado por completo, las paredes y las vigas del techo humeaban, pero las llamas se habían apagado.


Reinaba una quietud anormal en la casa; supuso que ya no quedaba nadie, y eso le dio ánimo para avanzar. Se deslizó cauteloso a lo largo de los muros, lagrimeando y tosiendo, y recorrió las piezas del piso principal una a una. No podía imaginar qué había pasado, si acaso estaban todos muertos o habían logrado escapar. En las ruinas del vestíbulo vio un desorden de naufragio y manchas de sangre, pero no estaban los cuerpos de los hombres que él mismo había visto caer en la madrugada.

Atolondrado por las dudas, imaginó que estaba sumido en una pesadilla espantosa, de la que despertaría con la voz cariñosa de Ana anunciando el desayuno. Siguió explorando en dirección a los cuartos de los sirvientes, sofocado por la bruma gris del incendio, que al abrir una puerta o voltear la esquina surgía en ramalazos. Recordó a su madre, muriéndose sin ayuda, decidió que no había más que perder y, olvidando toda cautela, echó a correr por los interminables corredores de la hacienda, casi a ciegas, hasta que se estrelló de súbito contra un cuerpo sólido y dos brazos poderosos lo apresaron. Gritó de susto y del dolor de las costillas rotas; sintió que le volvían las náuseas y estaba apunto de desmayarse.

«¡Diego! ¡Bendito sea Dios!», oyó el vozarrón del padre Mendoza y olió su vieja sotana y sintió sus mejillas mal afeitadas contra su frente y entonces se abandonó, como la criatura que aún era, llorando y vomitando sin consuelo.


El padre Mendoza había enviado a los sobrevivientes a la misión San Gabriel. La única explicación que se le ocurrió para la ausencia de Regina y su hijo fue que hubiesen sido raptados por los piratas, aunque nunca había oído de algo semejante por esos lados. Sabía que en otros mares cogían rehenes para obtener rescate o venderlos como esclavos, pero nada de eso sucedía en aquella costa remota de América.

No podía imaginar cómo le daría la terrible noticia a Alejandro de la Vega. Ayudado por los otros dos franciscanos que vivían en la misión, había hecho lo posible por aliviar a los heridos y consolar a las demás víctimas del asalto. Al día siguiente tendría que ir a Los Ángeles, donde le esperaba la pesada tarea de enterrar a los muertos y hacer un inventario de los destrozos. Estaba extenuado, pero se sentía tan inquieto, que no pudo irse con los demás a la misión y prefirió quedarse para revisar la casa una vez más. En eso estaba cuando Diego le cayó encima.


Regina sobrevivió gracias a que el padre Mendoza la envolvió en mantas, la puso en su destartalado carricoche y la llevó a la misión. No hubo tiempo de llamar a Lechuza Blanca, porque del corte profundo seguía brotando sangre y Regina se debilitaba a ojos vista. A la luz de unos candiles los misioneros procedieron primero a emborracharla con ron y luego a lavar la herida y extraer, con las tenazas de torcer alambre, la punta del puñal del pirata, incrustada en el hueso de la clavícula. Después cauterizaron la herida con un hierro incandescente, mientras Regina mordía un trozo de madera, como había hecho durante su parto.

Diego se tapaba los oídos para no oír sus gemidos sofocados, oprimido por la culpa y la vergüenza de haber malgastado en una jugarreta de mocoso la pócima del sueño, que podría haberle ahorrado a Regina ese tormento. El dolor de su madre fue su terrible castigo por haber robado la medicina mágica.

Al quitarle la camisa a Diego, comprobaron que la patada le había puesto la carne morada desde el cuello hasta la ingle. El padre Mendoza calculó que debía de tener varias costillas hundidas y él mismo le hizo un corsé de cuero de vaca reforzado con varillas de bejuco para inmovilizarlo. El niño no podía agacharse ni levantar los brazos, pero gracias al corsé recuperó en pocas semanas el uso completo de los pulmones. Bernardo, en cambio, no se curó de sus golpes, porque eran mucho más serios que los de Diego. Pasó varios días en el mismo estado pétreo en que lo encontró el padre Mendoza, con la vista fija y los dientes tan apretados que debieron recurrir al embudo para alimentarlo con papilla de maíz.

Asistió al funeral colectivo de las víctimas de los piratas y presenció sin una lágrima el descenso a un hoyo en la tierra del cajón que contenía el cuerpo de su madre. Cuando los demás vinieron a darse cuenta de que Bernardo no había hablado durante semanas, Diego, quien lo había acompañado de noche y de día sin dejarlo solo ni un instante, ya había asumido el hecho irrefutable de que tal vez no lo haría nunca más. Los indios dijeron que se había tragado la lengua.

El padre Mendoza empezó por obligarlo a hacer gárgaras con vino de misa y miel de abeja; luego le pintó la garganta con bórax, le puso emplastos calientes en el cuello y le dio a comer escarabajos molidos. Como ninguno de sus improvisados remedios contra la mudez dio resultado, optó por el recurso extremo de exorcizarlo. Jamás le había tocado expulsar demonios y, aunque conocía el método, no se sentía capacitado para tan ímproba tarea, pero no había nadie más que pudiera hacerlo por esos lados. Para encontrar un exorcista autorizado por la Inquisición había que viajar a México y, francamente, el misionero consideró que no valía la pena.

Estudió a fondo los textos pertinentes, ayunó por dos días a modo de preparación y luego se encerró con Bernardo en la iglesia a pelear mano a mano con Satanás. No sirvió de nada. Derrotado, el padre Mendoza concluyó que el trauma había embrutecido al pobre niño y dejó de prestarle atención. Delegó el incordio de alimentarlo con un embudo en una neófita y volvió a lo suyo.


Estaba entretenido en sus deberes de la misión, en la tarea espiritual de apoyar a la población de Los Ángeles a recuperarse de sus desgracias, y en las minucias burocráticas que le exigían sus superiores en México, siempre lo más pesado de su ministerio. La gente había ya descartado a Bernardo como idiota sin remedio, cuando apareció Lechuza Blanca en la misión para llevárselo a su villorrio. El misionero se lo entregó, porque no sabía qué hacer con él, aunque no esperaba que las magias de la india lograran la curación que él no consiguió con exorcismos.

Diego se moría por acompañar a su hermano de leche, pero no tuvo corazón para dejar a su madre, quien aún no se levantaba de su lecho de convaleciente, y además el padre Mendoza no le permitió montar a caballo con el corsé. Por primera vez desde sus nacimientos, los niños se separaron.


Lechuza Blanca comprobó que Bernardo no se había tragado la lengua -la tenía intacta en la boca- y diagnosticó que su mudez era una forma de duelo: no hablaba porque no quería. Calculó que bajo la ira sorda que devoraba al niño había un océano insondable de tristeza. No intentó consolarlo o sanarlo, porque en su opinión Bernardo tenía todo el derecho del mundo a quedarse callado, pero le enseñó a comunicarse con el espíritu de su madre mediante la observación de las estrellas, y con sus semejantes valiéndose del lenguaje de signos que usaban los indios de diferentes tribus para comerciar.

También le enseñó a tocar una delicada flauta de caña. Con el tiempo y la práctica el niño llegaría a sacarle a ese sencillo instrumento casi tantos sonidos como los de la voz humana.


Apenas lo dejaron en paz, Bernardo se despabiló. El primer síntoma fue un apetito voraz, ya no hubo necesidad de alimentarlo con métodos crueles, y el segundo fue la tímida amistad que estableció con Rayo en la Noche.

La niña era dos años mayor que él y llevaba ese nombre porque había nacido una noche de tormenta. Era diminuta para su edad y tenía la expresión amable de una ardilla. Acogió a Bernardo con naturalidad, sin darse por aludida de su impedimento para hablar, y se convirtió en su permanente compañera, reemplazando sin saberlo a Diego. No se separaban más que en la noche, cuando él debía irse a dormir a la choza de Lechuza Blanca y ella a la de su familia.

Rayo en la Noche lo llevaba al río, allí se desnudaba por completo y se lanzaba de cabeza al agua, mientras él buscaba en qué distraerse para no mirarla de frente, porque a los diez años ya le habían impresionado las enseñanzas del padre Mendoza sobre las tentaciones de la carne. Bernardo la seguía sin quitarse los pantalones, asombrado de que ella tuviera la misma resistencia que él para nadar como pez en el agua helada.

Rayo en la Noche conocía de memoria la historia mítica de su pueblo y no se cansaba de contársela, al igual que él no se cansaba de escucharla. La voz de la niña era un bálsamo para Bernardo, la oía deslumbrado, sin darse cuenta de que el amor por ella empezaba a derretir el glaciar de su corazón. Volvió a portarse como cualquier chiquillo de su edad, aunque ni hablaba ni lloraba. Juntos acompañaban a Lechuza Blanca, ayudándola en sus quehaceres de curandera y chamán, recogiendo plantas curativas, preparando pociones.


Cuando Bernardo volvió a sonreír, la abuela consideró que ya no podía hacer más por él y que había llegado el momento de enviarlo de regreso a la hacienda De la Vega. Ella debía ocuparse de los ritos y ceremonias que marcarían la primera menstruación de Rayo en la Noche, quien en esos días entró de sopetón en la adolescencia. Esa súbita transición no distanció a la niña de Bernardo, por el contrario, pareció acercarlos más. A modo de despedida, lo llevó una vez más al río y con su sangre menstrual pintó sobre una roca dos pájaros en vuelo. «Somos nosotros, siempre volaremos juntos», le dijo. En un impulso, Bernardo la besó en la cara y luego echó a correr, con el cuerpo en llamas.

Diego, quien había esperado a Bernardo con una tristeza de perro huérfano, lo vio venir de lejos y corrió a darle la bienvenida con gritos de júbilo, pero cuando lo tuvo al frente comprendió que su hermano de leche era otra persona. Venía en un caballo prestado, más grande y tosco, con el pelo largo, facha de indio adulto y la luz inconfundible de un amor secreto en las pupilas. Diego se detuvo azorado, pero entonces Bernardo desmontó y lo abrazó, levantándolo en vilo sin esfuerzo, y volvieron a ser los gemelos inseparables de antes.

Diego sintió que había recuperado la mitad del alma. No le importaba un bledo que Bernardo no hablara, porque ninguno de los dos había necesitado nunca palabras para saber lo que el otro pensaba.


A Bernardo le sorprendió que en esos meses hubieran reconstruido por completo la casa quemada en el incendio. Alejandro de la Vega se había propuesto borrar toda huella del paso de los piratas y aprovechar aquella desgracia para mejorar su residencia. Cuando regresó a Alta California seis semanas después del asalto, con su cargamento de enseres de lujo para sorprender a su mujer, se encontró con que no había ni un perro que le ladrara; la vivienda estaba abandonada; su contenido, convertido en cenizas, y su familia, ausente. El único que salió a recibirlo fue el padre Mendoza, quien le puso al tanto de lo ocurrido y se lo llevó a la misión, donde Regina empezaba a dar sus primeros pasos de convaleciente, todavía envuelta en vendas y con un brazo en cabestrillo.

La experiencia de haberse asomado al otro lado de la muerte le arrebató a Regina la frescura de un solo zarpazo. Alejandro había dejado una esposa joven y poco después lo acogió una mujer de sólo treinta y cinco años pero ya madura, con algunas mechas grises en el cabello, que no demostró ni el menor interés en las alfombras turcas o los cubiertos de plata labrada que él había comprado.

Las noticias eran malas, pero, tal como dijo el padre Mendoza, podrían ser mucho peores. De la Vega decidió dar vuelta a la hoja, puesto que no había posibilidad de castigar a esos forajidos, que debían de estar a medio camino hacia el mar de China, y puso manos a la obra para reparar la hacienda. En México había visto cómo vivía la gente de alcurnia y decidió imitarla, no por jactancia, sino para que en un futuro Diego heredara la mansión y se la llenara de nietos, como decía a modo de excusa por el despilfarro.

Encargó materiales de construcción y mandó buscar artesanos a Baja California -herreros, ceramistas, talladores, pintores- que en poco tiempo añadieron otro piso, largos corredores con arcos, suelos de azulejos, un balcón en el comedor y una glorieta en el patio para los músicos, pequeñas fuentes moriscas, rejas de hierro forjado, puertas de madera labrada, ventanas con vidrios pintados.

En el jardín principal instaló estatuas, bancos de piedra, jaulas con pájaros, vasijas de flores y una fuente de mármol coronada por Neptuno y tres sirenas que los indios talladores copiaron exacta de una pintura italiana.

Cuando llegó Bernardo la mansión ya tenía las tejas rojas instaladas, la segunda mano de pintura color durazno en los muros y empezaban a abrir los bultos traídos de México para alhajarla. «Apenas sane Regina, vamos a inaugurar la casa con un sarao que el pueblo recordará por cien años», anunció Alejandro de la Vega; pero ese día tardó en llegar, porque a su mujer no le faltaron renovados pretextos para postergar la fiesta.


Bernardo le enseñó a Diego el lenguaje de signos de los indios, que ellos enriquecieron con señales de su invención y usaban para entenderse cuando les fallaban la telepatía o la música de la flauta. A veces, cuando se trataba de asuntos más complicados, recurrían a tiza y pizarra, pero debían hacerlo con disimulo para que no fuera percibido como presunción de su parte.

Valiéndose del látigo de siete colas, el maestro de la escuela lograba enseñar el alfabeto a unos cuantos muchachos privilegiados del pueblo, pero de allí a la lectura de corrido había un abismo y, en todo caso, ningún indio era admitido en la escuela. Diego, muy a su pesar, terminó por convertirse en buen alumno, entonces entendió por primera vez la manía de su padre por la educación.

Empezó a leer todo lo que caía en sus manos. El Tratado de Esgrima y Prontuario del Duelo, del maestro Manuel Escalante, se le reveló como un compendio de ideas notablemente parecidas al Okahué de los indios, porque también versaban sobre el honor, la justicia, el respeto, la dignidad y el valor. Antes se había limitado a asimilar las lecciones de esgrima de su padre e imitar los movimientos dibujados en las páginas del manual, pero cuando comenzó a leerlo supo que la esgrima no es sólo habilidad en el manejo del florete, la espada y el sable, sino también un arte espiritual.


En esos días el capitán José Díaz le regaló a Alejandro de la Vega un cajón de libros que un pasajero había dejado olvidado en su barco a la altura del Ecuador. Llegó a la casa cerrado a machote y al ser abierto reveló un fabuloso contenido de poemas épicos y novelas, volúmenes amarillentos, muy manoseados, con olor a miel y cera. Diego los devoró con ansia, a pesar de que su padre despreciaba las novelas como un género menor plagado de inconsistencias, errores fundamentales y dramas personales que no eran de su incumbencia. Esos libros fueron una adicción para Diego y Bernardo, los leyeron tantas veces, que terminaron por memorizarlos. El mundo en que vivían se encogió y empezaron a soñar con países y aventuras más allá del horizonte.

A los trece años Diego parecía todavía un niño, pero Bernardo, como muchos niños de su raza, alcanzó el tamaño definitivo que tendría de adulto. La impavidez de su rostro cobrizo sólo se dulcificaba en los momentos de complicidad con Diego, cuando acariciaba a los caballos y en las numerosas ocasiones en que se escapaba para ir a visitar a Rayo en la Noche.

La muchacha creció poco en ese tiempo, era de corta estatura y delgada, con un rostro inolvidable. Su alegría y belleza le dieron notoriedad y cuando cumplió quince años se la disputaban los mejores guerreros de varias tribus. Bernardo vivía con el temor tremendo de que al visitarla un día no estuviera, porque se habría ido con otro. La apariencia del muchacho engañaba, no era demasiado alto ni musculoso, pero tenía una fuerza inesperada y una resistencia de buey para el trabajo físico. Su mudez también engañaba, no sólo porque la gente pensaba que era bobo, sino porque también parecía triste. En realidad no lo era, pero se contaban con los dedos de una mano las personas con acceso a su intimidad, que lo conocían a fondo y habían oído su risa.

Vestía siempre el pantalón y la camisa de lienzo de los neófitos, con una faja tejida en la cintura, y un sarape de varios colores en invierno. Un cintillo en la frente echaba hacia atrás el tupido cabello trenzado, que le caía hasta la mitad de la espalda. Estaba orgulloso de su raza.

Diego, en cambio, tenía el aspecto engañoso de un señorito, a pesar de sus ademanes atléticos y su tez tostada por el sol. De su madre había heredado los ojos y la rebeldía; de su padre tenía huesos largos, facciones cinceladas, elegancia natural y curiosidad por el conocimiento. De ambos obtuvo una impulsiva valentía, que en ocasiones rayaba en la demencia; pero quién sabe de dónde sacó la gracia juguetona, que ninguno de sus antepasados, gente más bien taciturna, demostró jamás.

Al contrario de Bernardo, quien era de una serenidad pasmosa, Diego no podía estar quieto por mucho rato, se le ocurrían tantas ideas al mismo tiempo, que no le alcanzaba la vida para ponerlas en práctica. A esa edad ya vencía a su padre en los duelos de esgrima y no había quien lo superara manejando el látigo. Bernardo le había hecho uno con cuero de toro trenzado, que siempre llevaba en un rollo colgado del cinturón. No perdía ocasión de ejercitarse.

Con la punta del látigo podía arrancar una flor intacta o apagar una vela, también podía quitarle el cigarro de la boca a su padre sin tocarle la cara, pero tal atrevimiento jamás le pasó por la mente. Su relación con Alejandro de la Vega era de temeroso respeto, lo trataba de «su merced» y nunca cuestionaba su autoridad de frente, aunque casi siempre se las arreglaba para hacer a sus espaldas lo que se le antojaba, más por travieso que por rebelde, puesto que admiraba a su padre ciegamente y había asimilado sus severas lecciones de honor.

Estaba orgulloso de ser descendiente del Cid Campeador, hidalgo de pura cepa, pero nunca negaba su parte indígena, porque también sentía orgullo por el pasado guerrero de su madre. Mientras Alejandro de la Vega, siempre consciente de su clase social y de la limpieza de sangre, procuraba ocultar el mestizaje de su hijo, éste lo llevaba con la cabeza en alto. La relación de Diego con su madre era íntima y cariñosa, pero a ella no podía engañarla, como hacía de vez en cuando con su padre. Regina poseía un tercer ojo en la nuca para ver lo invisible y una firmeza de piedra para hacerse obedecer.


Su cargo de alcalde obligaba a Alejandro de la Vega a viajar con frecuencia a la sede de la gobernación en Monterrey. Regina aprovechó una de sus ausencias para llevar a Diego y Bernardo a la aldea de Lechuza Blanca, porque consideró que ya estaban en edad de hacerse hombres; pero eso, como tantas otras cosas, fue algo que no le contó a su marido, para evitar problemas. Con los años las diferencias entre ambos se habían acentuado, ya no bastaban los abrazos nocturnos para reconciliarse. Sólo la nostalgia del antiguo amor los ayudaba a permanecer juntos, a pesar de que vivían en mundos muy distantes y ya poco tenían que decirse.

En los primeros años era tan urgente el entusiasmo amoroso de Alejandro, que más de una vez dio media vuelta en uno de sus viajes y galopó varias leguas sólo para estar un par de horas más con su mujer. No se cansaba de admirar su real belleza, que siempre le alborozaba el espíritu y le inflamaba el deseo, pero al mismo tiempo le avergonzaba su condición de mestiza. Por orgullo fingía ignorar que la cicatera sociedad colonial la rechazaba, pero con el tiempo empezó a culparla a ella por esos desaires; su mujer nada hacía por hacerse perdonar su sangre mezclada, era arisca y desafiante.

Regina se había esforzado al principio por acomodarse a las costumbres de su marido, a su idioma de consonantes ásperas, a sus ideas fijas, a su oscura religión, a los gruesos muros de su casa, a la ropa apretada y los botines de cabritilla, pero la tarea resultaba hercúlea y acabó dándose por vencida. Por amor había tratado de renunciar a sus orígenes y convertirse en española, pero no lo logró, porque seguía soñando en su propia lengua.

Regina no les dijo a Diego y Bernardo las razones del viaje a la aldea de los indios, porque no quiso asustarlos antes de tiempo, pero ellos adivinaron que se trataba de algo especial y secreto, que no podían compartir con nadie y menos con Alejandro de la Vega.


Lechuza Blanca los estaba esperando a medio camino. La tribu había tenido que irse más lejos, empujada hacia las montañas por los blancos, que seguían acaparando tierra. Los colonos eran cada vez más numerosos e insaciables. El inmenso territorio virgen de Alta California empezaba a hacerse chico para tanto ganado y tanta codicia. Antes los cerros estaban cubiertos de pasto siempre verde y alto como un hombre, había vertientes y riachuelos por todos lados, en primavera los campos se cubrían de flores, pero las vacas de los colonos pisotearon el suelo y los cerros se secaron.

Lechuza Blanca vio el futuro en sus viajes chamánicos, sabía que no habría forma de detener a los invasores, pronto su pueblo desaparecería. Aconsejó a la tribu que buscara otros pastizales, lejos de los blancos, y ella misma dirigió el traslado de su aldea varias leguas más lejos. La abuela había preparado para Diego y Bernardo un ritual más completo que las pruebas de bravuconería de los guerreros. No le pareció indispensable colgarlos de un árbol con garfios atravesados en los pectorales, porque eran demasiado jóvenes para eso y además no necesitaba probar su coraje. Se propuso, en cambio, ponerlos en contacto con el Gran Espíritu, para que les revelara sus destinos. Regina se despidió de los muchachos con su habitual sobriedad, indicando que volvería a buscarlos dentro de dieciséis días, cuando hubieran completado las cuatro etapas de su iniciación.

Lechuza Blanca se echó al hombro el saco de su oficio, donde llevaba instrumentos musicales, pipas, plantas medicinales y reliquias mágicas, y echó a andar a largos trancos de caminante hacia los cerros vírgenes. Los chiquillos, llevando por único equipaje unas mantas de lana, la siguieron sin hacer preguntas.

En la primera etapa del viaje anduvieron cuatro días por la espesura sostenidos tan sólo por unos sorbos de agua, hasta que el hambre y la fatiga les produjeron un estado anormal de lucidez. La naturaleza se les reveló en toda su misteriosa gloria, percibieron por primera vez la inmensa variedad del bosque, el concierto de la brisa, la presencia cercana de los animales salvajes, que a veces los acompañaban por largo trecho. Al principio sufrían con los arañazos y cortaduras de las ramas, con el cansancio sobrenatural de los huesos, con el vacío insondable en el estómago, pero al cuarto día andaban flotando en la niebla. Entonces la abuela decidió que estaban listos para la segunda fase del rito y les ordenó cavar un hueco de medio cuerpo de profundidad por uno de diámetro.

Mientras ella preparaba una hoguera para calentar piedras, los niños cortaron y pelaron delgadas ramas de árboles y con ellas montaron una cúpula sobre el hueco, que cubrieron con las mantas. En esa vivienda redonda, símbolo de la Madre Tierra, deberían purificarse y realizar el viaje en busca de una visión, guiados por los espíritus. Lechuza Blanca alimentó un Fuego Sagrado rodeado de rocas, en representación de la fuerza creativa de la vida. Los tres bebieron agua, comieron un puñado de nueces y frutos secos, luego la abuela les ordenó que se desnudaran y, al son de su tambor y su matraca, los hizo danzar frenéticamente durante horas y horas, hasta que cayeron postrados. Los condujo al refugio, donde habían colocado las piedras ardientes, y les dio un brebaje de toloacbe.

Los jóvenes se sumergieron en el vapor de las rocas húmedas, el humo de las pipas, el olor de las hierbas mágicas y las imágenes que invocaba la droga. En los cuatro días siguientes salieron de vez en cuando a respirar aire fresco, renovar el Fuego Sagrado, recalentar las piedras y alimentarse con unos granos de cereal. A ratos se dormían, sudando.

Diego soñaba que nadaba en aguas heladas con los delfines y Bernardo soñaba con la risa contagiosa de Rayo en la Noche. La abuela los guió en oraciones y cantos, mientras afuera los espíritus de todos los tiempos rondaban la choza. Durante el día se acercaban venados, liebres, pumas y osos; de noche aullaban lobos y coyotes. Un águila planeaba en el cielo, vigilándolos incansable, hasta que estuvieron preparados para la tercera parte del ritual, entonces desapareció.


La abuela les entregó un cuchillo a cada uno, les permitió llevar sus mantas y los envió en direcciones contrarias, uno al este y el otro al oeste, con instrucciones de alimentarse de lo que pudieran hallar o cazar, menos hongos de ninguna clase, y de regresar dentro de cuatro días. Si así lo determina el Gran Espíritu, dijo, encontrarán su visión en ese plazo, de otro modo no ocurrirá en esta ocasión y deberán dejar pasar cuatro años antes de intentarlo de nuevo. A la vuelta dispondrían de los últimos cuatro días para descansar y reincorporarse a una vida normal, antes de regresar a la aldea.

Diego y Bernardo se habían consumido tanto en las primeras etapas del rito, que al verse a la luz espléndida del alba no se reconocieron. Estaban deshidratados, con los ojos hundidos en las cuencas, la mirada ardiente de alucinados, la piel cenicienta estirada sobre los huesos y un aire de tal desolación, que a pesar de la gravedad de la despedida, se echaron a reír. Se abrazaron conmovidos y partieron cada uno por su lado.


Caminaron sin rumbo, sin saber qué buscaban, hambrientos y asustados, alimentándose de raíces tiernas y semillas, hasta que el hambre los incitó a cazar ratones y pájaros con un arco y flechas, hechas con varillas. Cuando la oscuridad les impedía seguir avanzando, preparaban una fogata y se echaban a dormir, tiritando de frío, rodeados de espíritus y de animales silvestres. Despertaban duros de escarcha y doloridos hasta el último hueso, con esa pasmosa clarividencia que suele venir con la extremada fatiga.

A las pocas horas de marcha, Bernardo se dio cuenta de que lo seguían, pero cuando se volvía a mirar a sus espaldas, no veía más que los árboles, vigilándolo como quietos gigantes. Estaba en el bosque, abrazado por helechos de hojas brillantes, rodeado de torcidos robles y fragantes abetos, un espacio quieto y verde, alumbrado por manchones de luz que se filtraban entre las hojas. Era un lugar sagrado.

Habría de transcurrir gran parte de ese día para que su tímido acompañante se revelara. Era un potrillo sin madre, tan joven que todavía se le doblaban las patas, negro como la noche. A pesar de su delicadeza de recién nacido y de su inmensa soledad de huérfano, se podía adivinar al ejemplar magnífico que llegaría a ser. Bernardo comprendió que era un animal mágico. Los caballos andan en manadas, siempre en las praderas, ¿qué hacía solo en el bosque? Lo llamó con los mejores sonidos de su flauta, pero el animal se detuvo a cierta distancia, la mirada desconfiada, las narices abiertas, las patas temblorosas, y no se atrevió a acercarse. El muchacho recogió un puñado de pasto húmedo, se sentó sobre una roca, se lo echó a la boca y empezó a masticarlo, después se lo ofreció al animalito en la palma de la mano.

Pasó un buen rato antes de que éste se decidiera a dar unos pasos vacilantes. Por fin estiró el cuello y se aproximó para olisquear esa pasta verde, observando al muchacho con la mirada prístina de sus ojos castaños, midiendo sus intenciones, calculando su retirada en caso de apuro. Debió de gustarle lo que vio, porque pronto su hocico aterciopelado tocaba la mano extendida para probar el extraño alimento. «No es lo mismo que la leche de tu madre, pero también sirve», susurró Bernardo.

Eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía tres años. Sintió que cada una se formaba en su vientre, subía como una bola de algodón por su garganta, se quedaba dándole vueltas en la boca un rato y luego salía entre sus dientes masticada, como el pasto para el potrillo. Algo se le rompió dentro del pecho, una pesada vasija de greda, y toda su rabia, su culpa y sus juramentos de pavorosa venganza se derramaron en un torrente incontenible. Cayó de rodillas sobre la tierra, llorando, vomitando un barro verde y amargo, estremecido por el recuerdo pertinaz de aquella mañana fatídica en que perdió a su madre y con ella perdió también su infancia. Las arcadas le dieron vuelta el estómago al revés y lo dejaron vacío y limpio. El potrillo retrocedió, asustado, pero no se fue, y cuando por fin Bernardo se tranquilizó, pudo ponerse de pie y buscar un charco de agua para lavarse, lo siguió de cerca.


Desde ese momento ya no se separaron más durante los tres días siguientes. Bernardo le enseñó a escarbar con los cascos para encontrar los pastos más tiernos, lo sostuvo hasta que se le afirmaron bien las patas y pudo empezar a trotar, durmió abrazado a él en las noches para darle calor, lo entretuvo con su flauta. «Te llamarás Tornado, si es que te gusta ese nombre, para que corras como el viento», le propuso con la flauta, porque después de aquella única frase había vuelto a refugiarse en el silencio.

Pensó que lo domaría para regalárselo a Diego, porque no se le ocurrió una suerte más apropiada para esa noble criatura, pero cuando despertó al cuarto día, el potrillo se había ido. Se había levantado la niebla y el sol lamía los cerros con la luz blanca del amanecer. Bernardo buscó en vano a Tornado, llamándolo con voz ronca por falta de uso, hasta que comprendió que el animal no había acudido a su lado para tener dueño, sino con el propósito de mostrarle el camino que debía seguir en la vida. Entonces adivinó que su espíritu guía era el caballo y que debía desarrollar sus virtudes: lealtad, fuerza y resistencia. Decidió que su planeta sería el sol y su elemento las colinas, donde seguramente Tornado trotaba en esos momentos a reunirse con su manada.


Diego tenía menos sentido de la orientación que Bernardo y se perdió rápidamente, también tenía menos habilidad para cazar y sólo consiguió un ratón diminuto, que una vez descuerado quedó reducido a un manojo de huesitos patéticos. Acabó devorando hormigas, gusanos y lagartijas. Estaba extenuado por el hambre y las exigencias de los ocho días anteriores y no le alcanzaban las fuerzas para prever los peligros que lo acechaban, pero estaba resuelto a no dejarse tentar por el impulso de retroceder.

Lechuza Blanca le había explicado que el propósito de esa larga prueba era dejar atrás la infancia y convertirse en hombre, no pensaba fallarle a su abuela a medio camino, sin embargo las ganas de echarse a llorar iban ganándole la mano a su determinación. No conocía la soledad. Había crecido junto a Bernardo, rodeado de amigos y gente que lo celebraba, y nunca le había faltado la presencia incondicional de su madre. Por primera vez se encontraba solo y hubo de tocarle justamente en medio de esa naturaleza salvaje. Temió que no encontraría el camino de vuelta al minúsculo campamento de Lechuza Blanca, se le ocurrió que podía pasar los cuatro días siguientes sentado bajo el mismo árbol, pero su impaciencia natural lo impulsó adelante.

Pronto se halló perdido en la inmensidad de los cerros. Dio con una vertiente y aprovechó para beber y bañarse, después se alimentó con frutos desconocidos arrancados de los árboles. Tres cuervos, aves veneradas por la tribu de su madre, pasaron volando varias veces muy cerca de su cabeza; lo atribuyó a una señal de augurio favorable y eso le dio ánimo para continuar.

Al caer la noche encontró un hueco protegido por dos rocas, encendió fuego, se envolvió en su manta y se durmió al instante, rogando para que no le fallara la buena estrella, que según Bernardo siempre lo alumbraba, porque no tendría la menor gracia haber llegado tan lejos para morir en las zarpas de un puma.

Despertó de noche cerrada con el reflujo ácido de los frutos que había comido y unos aullidos cercanos de coyotes. Del fuego sólo quedaban tímidas brasas, que alimentó con unos palos, calculando que no bastaría esa ridícula fogata para mantener a raya a las fieras. Se acordó de que en los días anteriores había visto varias clases de animales, que los rondaban sin atacarlos, y elevó una plegaria para que no lo hicieran ahora, cuando se hallaba solo.

En ese momento vio claramente a la luz de las llamas unos ojos colorados observándolo con fijeza espectral. Empuñó el cuchillo, creyendo que era un lobo atrevido, pero al incorporarse lo vio mejor y se dio cuenta de que se trataba de un zorro. Le pareció curioso que no se moviera, parecía un gato calentándose en el rescoldo de la fogata. Lo llamó, pero el animal no se acercó, y cuando él quiso hacerlo, retrocedió con cautela, manteniendo siempre la misma distancia entre ambos. Diego cuidó el fuego por un rato, hasta que lo venció el cansancio y volvió a dormirse, a pesar de los insistentes aullidos de los lejanos coyotes. Cada tanto despertaba de súbito, sin saber dónde se hallaba, y veía al extraño zorro en el mismo lugar, como un espíritu vigilante. La noche se le hizo eterna, hasta que por fin las primeras luces del amanecer revelaron el perfil de las montañas. El zorro ya no estaba.


En los días siguientes nada sucedió que Diego pudiera interpretar como una visión, salvo la presencia del zorro, que llegaba con la caída de la noche y se quedaba con él hasta la madrugada, siempre quieto y atento. Al tercer día, aburrido y desfalleciente de hambre, trató de hallar el camino de regreso, pero no fue capaz de ubicarse. Decidió que sería imposible dar con Lechuza Blanca, pero si bajaba los cerros, tarde o temprano llegaría al mar y allí encontraría el Camino Real.

Se puso en marcha, pensando en la frustración de su abuela y su madre cuando supieran que el descomunal esfuerzo de esos días no le había dado una visión reveladora de su destino, sino sólo desaliento, y se preguntó si Bernardo habría tenido más suerte que él. No alcanzó a llegar lejos, porque al pasar por encima de un tronco caído plantó el pie sobre una serpiente. Recibió un pinchazo en el tobillo y habrían de transcurrir un par de segundos antes de que oyera el golpeteo inconfundible de la cascabel y se diera cuenta cabal de lo sucedido. No le cupo duda: la bicha tenía el cuello delgado, la cabeza triangular y los párpados capotudos. El espanto lo golpeó en el estómago como la inolvidable patada del pirata.

Retrocedió varios pasos, alejándose de la culebra, al tiempo que hacía un recuento de sus vagos conocimientos sobre la cascabel. Sabía que el veneno no siempre es mortal, depende de la cantidad inyectada, pero él estaba debilitado y se encontraba tan lejos de cualquier clase de ayuda, que la muerte parecía muy probable, si no del veneno, de inanición. Había visto a un vaquero despachado al otro mundo por uno de esos reptiles; el hombre se tendió en un pajar a dormir su borrachera y no despertó más. Según el padre Mendoza, Dios se lo había llevado a su santo seno, donde ya no volvería a golpear a su mujer, mediante la perfecta combinación de ponzoña y alcohol. Se acordó también de los tratamientos de burro para esos casos: cortarse a fondo con un cuchillo o quemarse con un carbón encendido.

Vio que la pierna se le ponía morada, sintió que le salivaba la boca, le cosquilleaban la cara y las manos, se sacudía de escalofríos. Comprendió que empezaba a desvariar de pánico y debía tomar una resolución pronto, antes de que se le acabaran de nublar los pensamientos: si se movía, la ponzoña de la víbora circularía más rápido por su cuerpo, y si no lo hacía, moriría allí mismo. Prefirió seguir adelante, a pesar de que se le doblaban las rodillas y se le habían hinchado tanto los párpados que no podía ver. Echó a trotar cerro abajo, llamando a su abuela con voz de sonámbulo, mientras se consumían irremisiblemente sus últimas fuerzas.


Diego cayó de bruces. Con un esfuerzo lento y largo pudo darse vuelta y quedar con la cara al cielo, bajo el sol refulgente de la mañana. Jadeaba, atormentado por una sed súbita, y sudaba cal viva, mientras al mismo tiempo tiritaba con el hielo de la sepultura. Maldijo al Dios cristiano, por abandonarlo, y al Gran Espíritu, quien en vez de premiarlo con una visión, como había sido el trato, se burlaba de él con aquella trastada indigna. Perdió el contacto con la realidad y perdió también el miedo. Empezó a flotar en un caliente vendaval, como si prodigiosas corrientes lo elevaran en espiral hacia la luz. Se sintió súbitamente alborozado ante la posibilidad de la muerte y se abandonó con una inmensa paz.

El torbellino ardiente en que flotaba iba alcanzando el cielo, cuando los vientos se invirtieron, lanzándolo como un peñasco al fondo de un abismo. Antes de hundirse en total desvarío, vio en un chispazo de conciencia los ojillos colorados del zorro mirándolo desde la muerte.


En las horas siguientes Diego chapaleó en el alquitrán de sus pesadillas, y cuando por fin logró desprenderse y salir a la superficie, sólo recordaba la sed infinita y los ojos inmóviles del zorro. Se encontró envuelto en una manta, alumbrado por las llamas de una hoguera y acompañado por Bernardo y Lechuza Blanca. Tardó un rato en volver al cuerpo, hacer un inventarío de sus dolores y llegar a una conclusión.

– Me mató la cascabel -dijo apenas pudo sacar la voz.

– No estás muerto, hijo, pero te faltó poco -sonrió Lechuza Blanca.

– No pasé la prueba, abuela -dijo el muchacho.

– Sí la pasaste, Diego -le informó ella.

Bernardo lo había encontrado y llevado hasta allí. El niño indio estaba listo para regresar donde Lechuza Blanca, cuando se le apareció un zorro. No dudó de que se trataba de una señal, porque le pareció insólito que ese animal de hábitos nocturnos se le cruzara entre las piernas a plena luz de sol. En vez de obedecer al instinto de darle caza, se detuvo a observarlo. El zorro no huyó, sino que se instaló a pocas varas de distancia a mirarlo de vuelta con las orejas alertas y el hocico tembloroso.

En otra circunstancia, Bernardo se habría limitado a tomar nota de la rara conducta del animal, pero se encontraba en un estado de alucinación, con los sentidos en ascuas y el corazón abierto a los presagios. Sin vacilar, empezó a seguirlo por donde el zorro quiso llevarlo, hasta que un rato más tarde tropezó con el cuerpo inerte de Diego.

Vio la pierna de su hermano monstruosamente hinchada y supo de inmediato lo ocurrido. No podía perder ni un instante; se lo echó al hombro como un fardo y emprendió marcha forzada hacia el sitio donde estaba Lechuza Blanca, quien aplicó sus hierbas en la pierna de su nieto y le hizo sudar el veneno hasta que abrió los ojos.

– El zorro te salvó. Es tu animal totémico, tu guía espiritual -le explicó-. Debes cultivar su habilidad, su astucia, su inteligencia. Tu madre es la luna y tu casa son las cuevas. Como el zorro, te tocará descubrir lo que se oculta en la oscuridad, disimular, esconderte de día y actuar por la noche.

– ¿Para qué? -preguntó Diego, confundido.

– Un día lo sabrás, no se puede apurar al Gran Espíritu. Entretanto, prepárate para que estés listo cuando llegue ese día -le instruyó la india.


Por prudencia, los muchachos mantuvieron en secreto el rito conducido por Lechuza Blanca. La colonia española consideraba las tradiciones de los indios como disparatados actos de ignorancia, cuando no de salvajismo. Diego no quería que le llegaran comentarios a su padre. A Regina le confesó la extraña experiencia con el zorro, sin darle detalles. A Bernardo nadie le hizo preguntas, porque la mudez lo había vuelto invisible, condición insospechadamente ventajosa.

La gente hablaba y actuaba delante de él como si no existiera, dándole oportunidad de observar y aprender sobre la duplicidad de la condición humana. Empezó a practicar la habilidad de leer la expresión corporal y así descubrió que no siempre las palabras corresponden a las intenciones. Concluyó que los matones resultaban por lo general fáciles de doblegar, que los vehementes eran los menos sinceros, que la arrogancia era propia de los ignorantes, que los aduladores solían ser ruines. Mediante observación sistemática y disimulada aprendió a descifrar el carácter ajeno y aplicó esos conocimientos para proteger a Diego, quien era de naturaleza confiada y le costaba mucho imaginar en otros los defectos que él no tenía.


Los muchachos no volvieron a ver al potrillo negro ni al zorro. Bernardo creyó vislumbrar a veces a Tornado galopando en medio de una manada salvaje y, en uno de sus paseos, Diego encontró una covacha con zorritos recién nacidos; pero no pudieron relacionar nada de eso con las visiones atribuidas al Gran Espíritu.

En todo caso, el rito de Lechuza Blanca marcó una etapa. Ambos tuvieron la impresión de haber cruzado un umbral y dejado atrás la infancia. No se sentían hombres todavía, pero sabían que estaban dando los primeros pasos en el arduo camino de la virilidad. Despertaron juntos a las exigencias perentorias del deseo carnal, mucho más intolerables que la dulce y vaga atracción que Bernardo sentía desde los diez años por Rayo en la Noche. No se les ocurrió satisfacer sus ansias entre las complacientes indias de la tribu de Lechuza Blanca, donde no imperaban las restricciones impuestas por los misioneros a las neófitas, porque a Diego lo sujetaba un respeto absoluto por su abuela y a Bernardo lo frenaba su amor de cachorro por Rayo en la Noche.

Bernardo no aspiraba a ser correspondido, se daba cuenta de que ella era una mujer hecha y derecha, cortejada por media docena de hombres que llegaban de lejos para traerle regalos, mientras él era un adolescente torpe, sin nada que ofrecer y más encima mudo como un conejo. Ninguno de los dos acudió tampoco a las mestizas o la mulata hermosa de la casa de remolienda de Los Ángeles, porque les tenían más terror que a un toro suelto; eran criaturas de otra especie, con las bocas pintadas con carmín y penetrante fragancia de jazmines muertos.

Como todos los otros críos de su edad -menos Carlos Alcázar, que se jactaba de haber pasado la prueba-, miraban a esas mujeres de lejos, con veneración y espanto.


Diego iba con otros hijos de hidalgos a la plaza de Armas a la hora del paseo. En cada vuelta en torno a la plaza se cruzaban con las mismas muchachas de su clase social y su edad, que sonreían apenas, mirando de reojo, media cara oculta por un abanico o una mantilla, mientras ellos sudaban de amor imposible en sus trajes de domingo. No se hablaban, pero algunos, los más atrevidos, pedían permiso al alcalde para ir a dar serenatas bajo los balcones de las niñas, idea que a Diego lo estremecía de vergüenza, en parte porque el alcalde era su padre. Sin embargo, se ponía en el caso de verse obligado a recurrir a ese método en el futuro, por eso practicaba a diario canciones románticas en su mandolina.


Alejandro de la Vega vio con enorme satisfacción que ese hijo, a quien creía un tarambana incorregible, por fin se estaba convirtiendo en el heredero con el cual soñaba desde que lo vio nacer. Renovó los planes de educarlo como caballero, que fueran postergados en el torbellino de reconstruir la hacienda. Pensó mandarlo a un colegio religioso en México, ya que la situación en Europa seguía siendo inestable, ahora por culpa de Napoleón Bonaparte, pero Regina armó tal alboroto ante la idea de separarse de Diego, que no se volvió a hablar del asunto por dos años. Entretanto Alejandro incluyó a su hijo en el manejo de la hacienda y vio que era mucho más listo de lo que sus notas en la escuela permitían suponer.

No sólo descifró a la primera mirada el enjambre de anotaciones y números de los libros de contabilidad, sino que aumentó los ingresos de la familia perfeccionando la fórmula del jabón y la receta para ahumar carne, que su padre había logrado después de innumerables sahumerios. Diego suprimió la sosa cáustica del jabón, le agregó crema de leche y sugirió dárselo a probar a las damas de la colonia, quienes adquirían esos artículos de los marineros americanos violando las restricciones impuestas por España al comercio de las colonias.

El que fuese contrabando no importaba, todo el mundo hacía la vista gorda; el inconveniente consistía en que los barcos se hacían esperar demasiado. Los jabones de leche resultaron un éxito, y lo mismo sucedió con la carne ahumada cuando Diego logró atenuar la fetidez a sudor de muía que la caracterizaba. Alejandro de la Vega empezó a tratar a su hijo con respeto y a consultarlo en ciertas materias.


En esos días Bernardo le contó a Diego, en su lenguaje privado de signos y anotaciones en la pizarra, que uno de los rancheros, Juan Alcázar, padre de Carlos, había extendido sus tierras más allá de los límites señalados en los papeles. El español había invadido con su ganado los montes donde se refugiaba una de las muchas tribus desplazadas por los colonos.

Diego acompañó a su hermano y llegaron a tiempo para ver a los capataces quemar las chozas, secundados por un destacamento de soldados. De la aldea no quedó sino ceniza. A pesar del terror que les provocaba la escena, Diego y Bernardo se abalanzaron corriendo para intervenir. Sin ponerse de acuerdo, en un solo impulso, se colocaron entre los caballos de los agresores y los cuerpos de las víctimas. Habrían sido pisoteados sin misericordia si uno de ellos no llega a reconocer al hijo de don Alejandro de la Vega. De todos modos, los apartaron a latigazos.

Desde cierta distancia los dos niños presenciaron espantados cómo los pocos indios que se rebelaron fueron domados con azotes y el jefe, un anciano, fue ahorcado de un árbol, para servir de advertencia a los demás. Secuestraron a los hombres en capacidad de trabajar en los campos o servir en el ejército y se los llevaron atados como animales. Los ancianos, mujeres y niños quedaron condenados a vagar por los bosques, hambrientos y desesperados.


Nada de esto era una novedad, ocurría cada vez con más frecuencia, sin que nadie se atreviera a intervenir, excepto el padre Mendoza, pero sus protestas caían en los oídos sordos de la lenta y remota burocracia de España. Los documentos navegaban por años, se perdían en los polvorientos escritorios de unos jueces que jamás habían puesto los pies en América, se enredaban en triquiñuelas de leguleyos y al final, aunque los magistrados fallaran en favor de los indígenas, no había quien hiciera valer la justicia a este lado del océano.

En Monterrey el gobernador ignoraba los reclamos porque los indios no eran su prioridad. Los oficiales a cargo de los presidios eran parte del problema, porque ponían sus soldados al servicio de los colonos blancos. No dudaban de la superioridad moral de los españoles que, como ellos, habían llegado de muy lejos con el único propósito de civilizar y cristianizar esa tierra salvaje. Diego fue a hablar con su padre. Lo encontró, como siempre estaba en las tardes, estudiando batallas antiguas en sus libracos, único resabio aún vigente de las ambiciones militares de su juventud. Sobre una mesa larga desplegaba sus ejércitos de soldados de plomo de acuerdo a las descripciones de los textos, pasión que nunca logró inculcar en Diego. El muchacho contó a borbotones lo que acababa de vivir con Bernardo, pero su indignación se estrelló contra la indiferencia de Alejandro de la Vega.

– ¿Qué propones que yo haga, hijo?

– Su merced es el alcalde…

– La repartición de tierras no es de mi jurisdicción, Diego, y carezco de autoridad para controlar a los soldados.

– ¡Pero el señor Alcázar ha matado y secuestrado indios! Perdone mi insistencia, su merced, pero ¿cómo puede usted permitir estos abusos? -balbuceó Diego, sofocado.

– Hablaré con don Juan Alcázar, pero dudo que me escuche -replicó Alejandro, moviendo una línea de sus soldaditos sobre el tablero.


Alejandro de la Vega cumplió su promesa. Hizo más que hablar con el ranchero, fue a quejarse al cuartel, escribió un informe al gobernador y envió la denuncia a España. Mantuvo a su hijo informado de cada gestión, porque lo hacía sólo por él. Conocía de sobra el sistema de clases como para albergar alguna esperanza de reparar el mal. Presionado por Diego, trató de ayudar a las víctimas, convertidas en miserables vagabundos, ofreciéndoles protección en su propia hacienda.

Tal como suponía, sus gestiones ante las autoridades de poco sirvieron. Juan Alcázar anexó las tierras de los indios a las suyas, la tribu desapareció sin rastro y no se volvió a hablar del asunto. Diego de la Vega nunca olvidó la lección; el mal sabor de la injusticia le quedó para siempre en lo más recóndito de la memoria y volvería a emerger una y otra vez, determinando el curso de su vida.


La celebración de los quince años de Diego originó la primera fiesta en la gran casa de la hacienda. Regina, quien se había opuesto siempre a abrir sus puertas, decidió que ésa era la ocasión perfecta para tapar la boca de la gentuza que se había dado el gusto de despreciarla por tantos años. No sólo aceptó que su marido invitara a quien le diera la gana, sino que ella misma se ocupó de organizar los festejos. Por primera vez en su vida visitó los barcos del contrabando para aperarse de lo necesario y puso a una docena de mujeres a coser y bordar.

A Diego no se le pasó que también era el cumpleaños de Bernardo, pero Alejandro de la Vega le hizo ver que, a pesar de que el chiquillo era como un miembro de la familia, no se podía ofender a los invitados sentándolos a la mesa con él. Por una vez Bernardo tendría que ocupar su puesto entre los indios del servicio, determinó.

No hubo necesidad de discutir más, porque Bernardo zanjó el asunto sin apelación escribiendo en su pizarra que pensaba visitar la aldea de Lechuza Blanca. Diego no trató de hacerle cambiar de opinión, porque sabía que su hermano quería ver a Rayo en la Noche, y tampoco podía estirar demasiado la cuerda con su padre, quien ya había aceptado que Bernardo viajara con él a España.


Los planes de enviar a Diego al colegio en México habían cambiado con la llegada de una carta de Tomás de Romeu, el más antiguo amigo de Alejandro de la Vega. En su juventud habían hecho juntos la guerra en Italia y durante más de veinte años se mantuvieron en contacto con esporádicas cartas. Mientras Alejandro cumplía su destino en América, Tomás se casó con una heredera catalana y se dedicó a vivir bien, hasta que ella murió al dar a luz, entonces no le quedó otra alternativa que sentar cabeza y hacerse cargo de sus dos hijas y de lo que quedaba de la fortuna de su mujer.

En su carta, Tomás de Romeu comentaba que Barcelona seguía siendo la ciudad más interesante de España y que ese país ofrecía la mejor educación para un joven. Se vivían tiempos fascinantes. En 1808 Napoleón había invadido España con ciento cincuenta mil hombres, había raptado al legítimo rey y lo había inducido a abdicar en favor de su propio hermano, José Bonaparte, todo lo cual a Alejandro de la Vega le parecía un inconcebible atropello, hasta que recibió la carta de su amigo.

Tomás explicaba que sólo el patriotismo de un populacho ignorante, azuzado por el bajo clero y por unos cuantos fanáticos, podía oponerse a las ideas liberales de los franceses, que pretendían acabar con el feudalismo y la opresión religiosa. La influencia de los franceses, decía, era como un viento fresco de renovación, que barría con instituciones medievales, como la Inquisición y los privilegios de nobles y militares.

En su carta, Tomás de Romeu ofrecía hospedar a Diego en su casa, donde sería cuidado y querido como un hijo, para que pudiera completar su educación en el Colegio de Humanidades, que a pesar de ser religioso -y él no era amigo de sotanas- tenía excelente reputación. Agregaba, como broche de oro, que el joven podría estudiar con el famoso maestro de esgrima Manuel Escalante, quien se había radicado en Barcelona después de recorrer Europa enseñando su arte.

A Diego le bastó lo último para suplicarle a su padre con tal tenacidad que le permitiera hacer el viaje, que al final Alejandro cedió más por cansancio que por convicción, ya que ningún argumento de su amigo Tomás podía disminuir la repugnancia de saber su patria invadida por extranjeros. Padre e hijo se cuidaron mucho de contarle a Regina que además España estaba asolada por las guerrillas, cruenta fórmula de lucha discurrida por el pueblo para combatir a las tropas de Napoleón, que si bien no servía para recuperar territorios, picaba como avispas al enemigo, agotándole los recursos y la paciencia.


El sarao del cumpleaños se inició con una misa del padre Mendoza, carreras de caballos y una corrida de toros, en la que el mismo Diego hizo varios pases de capa, antes de que el matador profesional entrara al ruedo; siguió con un espectáculo de acróbatas itinerantes, y culminó con fuegos artificiales y baile. Hubo comida por tres días para quinientas personas, separadas por clases sociales: los españoles de pura cepa en las mesas principales con manteles bordados en Tenerife, bajo un parrón cargado de uvas, la gente de razón con sus mejores galas en las mesas laterales a la sombra, la indiada a pleno sol en los patios, donde se asaba la carne, se tostaban las tortillas y hervían las ollas de chile y mole.

Los invitados acudieron desde los cuatro puntos cardinales y por primera vez en la historia de la provincia hubo congestión de carruajes en el Camino Real. No faltó ni una sola niña de familia respetable, porque todas las madres tenían en la mira al único heredero de Alejandro de la Vega, a pesar de su cuarto de sangre india. Entre ellas se contaba Lolita Pulido, sobrina de don Juan Alcázar, una criatura de catorce años, suave y coqueta, muy diferente a su primo Carlos Alcázar, quien estaba enamorado de ella desde la infancia. A pesar de que Alejandro de la Vega detestaba a Juan Alcázar desde el incidente con los indios, debió invitarlo con toda su familia, porque era uno de los hombres notables del pueblo.

Diego no saludó al ranchero ni a su hijo Carlos, pero fue atento con Lolita porque consideró que la niña no tenía la culpa de los pecados de su tío. Además ella llevaba un año enviándole recados de amor con su dueña, que él no había contestado por timidez y porque prefería mantenerse lo más lejos posible de cualquier miembro de la familia Alcázar, aunque fuese una sobrina.

Las madres de las doncellas casaderas se llevaron un chasco al comprobar que Diego no estaba ni remotamente listo para pensar en novias, era mucho más niño de lo que sus quince años hacían suponer. A la edad en que otros hijos de dones cultivaban el bigote y daban serenatas, Diego todavía no se afeitaba y perdía la voz delante de una señorita.


El gobernador viajó desde Monterrey trayendo consigo al conde Orloff, pariente de la zarina de Rusia y encargado de los territorios de Alaska. Medía casi siete pies de altura, tenía los ojos de un azul imposible y se presentó ataviado con el vistoso uniforme de los húsares, todo de escarlata, con chaquetilla festoneada de piel blanca colgada al hombro, el pecho atravesado de cordones dorados y bicornio emplumado. Era, sin duda, el hombre más hermoso que se había visto nunca por esos lados. Orloff había oído hablar en Moscú de un par de osos blancos que Diego de la Vega había atrapado vivos y vestido con ropas de mujer cuando apenas tenía ocho años de edad.

A Diego no le pareció oportuno sacarlo de su error, pero Alejandro, con su innecesario afán de exactitud, se apresuró a explicar que no eran dos osos, sino uno y de color oscuro, no había de otros en California; que Diego no lo había cazado solo, sino con dos amigos; que le habían pegado un sombrero con brea, y que en esa época el rapaz tenía diez años y no ocho, como rezaba la leyenda.

Carlos y su banda, para entonces convertidos en matones notables, pasaron casi desapercibidos en la masa de invitados, pero no así García, quien se tomó varios tragos de más y lloraba públicamente de desconsuelo por la próxima partida de Diego.

En esos años el hijo del tabernero había acumulado más grasa que un búfalo, pero todavía era el mismo niño asustado de antes y seguía sintiendo por Diego el mismo deslumbramiento. La presencia del espléndido noble ruso y el despilfarro del ágape acallaron temporalmente las malas lenguas de la colonia.

Regina se dio el gusto de ver a las mismas empingorotadas personas que antes la desdeñaban, inclinarse para besarle la mano. Alejandro de la Vega, ajeno por completo a tales mezquindades, se paseaba entre los huéspedes ufano de su posición social, su hacienda, su hijo y, por una vez, orgulloso también de su mujer, quien se presentó a la fiesta vestida de duquesa con un traje de terciopelo azul y una mantilla de encaje de Bruselas.


Bernardo había galopado dos días montaña arriba a la aldea de su tribu para despedirse de Rayo en la Noche. Ella lo estaba esperando, porque el correo de los indios había repartido la noticia de su viaje con Diego de la Vega. Le tomó la mano y se lo llevó al río para preguntarle qué había más allá del mar y cuándo pensaba volver. El muchacho le hizo un burdo dibujo en el suelo con un palito, pero no pudo hacerle comprender las inmensas distancias que separaban su aldea de la España mítica, porque él mismo no lograba imaginarlas. El padre Mendoza le había mostrado un mapamundi, pero esa bola pintada no podía darle una idea de la realidad. En cuanto al regreso, le explicó con signos que no lo sabía con certeza, pero serían muchos años. «En ese caso, quiero que te lleves algo de mí como recuerdo», dijo Rayo en la Noche.

Con los ojos brillantes y una mirada de milenaria sabiduría, la muchacha se despojó de los collares de semillas y plumas, de la faja roja de la cintura, de sus botas de conejo, de su túnica de piel de cabrito, y quedó desnuda en la luz dorada que se filtraba a puntitos entre las hojas de los árboles. Bernardo sintió que la sangre se le convertía en melaza, que se ahogaba de asombro y agradecimiento, que el alma se le escapaba en suspiros. No sabía qué hacer ante esa criatura extraordinaria, tan diferente a él, tan hermosa, que se le ofrecía como el más extraordinario regalo. Rayo en la Noche le tomó una mano y la puso sobre uno de sus pechos, le tomó la otra y la puso en su cintura, luego levantó los brazos y empezó a deshacer la trenza de sus cabellos, que cayeron como una cascada de plumas de cuervo sobre sus hombros.

Bernardo lanzó un sollozo y murmuró su nombre, Rayo en la Noche, la primera palabra que ella escuchaba de él. La joven recogió con un beso el sonido de su nombre y siguió besando a Bernardo y bañándole la cara con lágrimas adelantadas, porque antes de que se fuera ya estaba echándolo de menos.

Horas más tarde, cuando Bernardo despertó de la dicha absoluta en que lo había sumido el amor y pudo volver a pensar, se atrevió a sugerirle a Rayo en la Noche lo impensable: que se quedaran juntos para siempre. Ella le contestó con una carcajada alegre y le hizo ver que todavía era un mocoso, tal vez el viaje le ayudaría a hacerse hombre.


Bernardo pasó varias semanas con su tribu y en ese tiempo sucedieron acontecimientos esenciales en su vida, pero no ha querido contármelos. Lo poco que sé sobre este asunto me lo dijo Rayo en la Noche. Aunque puedo imaginar el resto sin problemas, no lo haré, por respeto al temperamento reservado de Bernardo. No quiero ofenderlo.

Regresó a la hacienda a tiempo para ayudar a Diego a empacar sus cosas para la travesía en los mismos baúles enviados por Eulalia de Callís muchos años antes. Apenas apareció Bernardo ante él, Diego supo que algo fundamental había cambiado en la vida de su hermano de leche, pero cuando quiso averiguarlo se encontró con una mirada de piedra que lo atajó en seco. Entonces adivinó que el secreto estaba relacionado con Rayo en la Noche y no hizo más preguntas. Por primera vez en sus vidas había algo que no podían compartir.

Alejandro de la Vega había encargado a México un ajuar de príncipe para su hijo, que completó con las pistolas de duelo con incrustaciones de nácar y la capa negra forrada en seda con botones de plata toledana, regalos de Eulalia. Diego agregó su mandolina, instrumento muy útil en caso de que superara su timidez ante las mujeres, el florete que fuera de su padre, su látigo de piel de toro y el libro del maestro Manuel Escalante. Por contraste, el equipaje de Bernardo consistía en la ropa puesta, un par de mudas de recambio, una manta negra de Castilla y botas adecuadas para sus pies anchos, obsequio del padre Mendoza, quien consideró que en España no debía andar descalzo.


El día anterior a la partida de los jóvenes apareció Lechuza Blanca a despedirse. Se negó a entrar a la casa, porque sabía que Alejandro de la Vega se avergonzaba de tenerla por suegra y prefirió no darle un mal rato a Regina. Se reunió con los dos muchachos en el patio, lejos de oídos ajenos, y les entregó los presentes que había traído para ellos. A Diego le dio un frasco contundente del jarabe de la adormidera, con la advertencia de que sólo podía usarlo para salvar vidas humanas. Por su expresión, Diego comprendió que su abuela sabía que él le había robado la poción mágica cinco años antes y, rojo de vergüenza, le aseguró que podía estar tranquila, había aprendido la lección, cuidaría el brebaje como un tesoro y no volvería a robar.

A Bernardo la india le trajo una bolsita de cuero que contenía una trenza de cabello negro. Rayo en la Noche se la había enviado con un recado: que se fuera en paz y se hiciera hombre sin apuro, porque, aunque transcurrieran muchas lunas, a su regreso ella estaría esperándolo con el amor intacto. Conmovido hasta la médula, Bernardo le preguntó con gestos a la abuela cómo podía ser que la joven más linda del universo lo quisiera justamente a él, que era un piojo, y ella le contestó que no lo sabía, así de extrañas eran las mujeres. Luego agregó, con un guiño travieso, que cualquier mujer sucumbiría ante un hombre que sólo habla para ella. Bernardo se colgó la bolsita al cuello debajo de la camisa, cerca del corazón.


Los esposos De la Vega con sus criados y el padre Mendoza con sus neófitos acudieron a despedir a los muchachos en la playa. Los recogió un bote para llevarlos a la goleta Santa Lucía, de tres mástiles, bajo el mando del capitán José Díaz, quien había prometido conducirlos sanos y salvos a Panamá, primera parte del largo viaje a Europa. Lo último que vieron Diego y Bernardo antes de subir al barco fue la figura altiva de Lechuza Blanca, con su manto de piel de conejo y su pelo indómito al viento, diciéndoles adiós con la mano desde un promontorio de rocas, cerca de las cuevas sagradas de los indios.

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