QUINTA PARTE Alta California, 1815

Diego, Isabel y Nuria se embarcaron en una goleta en el puerto de Nueva Orleáns en la primavera de 1815. Juliana quedó atrás. Lamento que así fuera, porque todo lector de buen corazón espera un desenlace romántico en favor del héroe. Comprendo que la decisión de Juliana es decepcionante, pero no podía ser de otro modo, ya que en su lugar la mayoría de las mujeres hubiese actuado igual. Devolver a un pecador al buen camino es un proyecto irresistible y Juliana se lo propuso con celo religioso. Isabel le preguntó por qué nunca intentó hacer lo mismo con Rafael Moncada y ella le explicó que el esfuerzo no valía la pena, porque Moncada no era hombre de vicios estupendos, como Laffite, sino de mezquindades. «Y ésas, como todo el mundo sabe, no tienen cura», agregó la bella. En esa época al Zorro todavía le faltaba mucho para merecer que una mujer se diera el trabajo de reformarlo.

Hemos llegado a la quinta y última parte de este libro. Falta poco para despedirnos, estimados lectores, ya que la historia concluye cuando el héroe regresa al punto de partida, transformado por sus aventuras y por los obstáculos superados. Esto es lo habitual en las narraciones épicas, desde la Odisea hasta los cuentos de hadas, y no seré yo quien pretenda innovar.

La tremenda alharaca que armó Diego al conocer la decisión de Juliana de quedarse con Laffite en Nueva Orleáns no sirvió de nada, porque ella se lo sacudió de encima como a un mosquito. ¿Quién era Diego para darle órdenes? Ni siquiera estaban unidos por lazos de sangre, alegó. Además, ella tenía edad sobrada para saber lo que le convenía.

Como último recurso, Diego desafió al pirata en duelo a muerte «para defender el honor de la señorita De Romeu», como dijo, pero entonces éste le informó de que esa misma mañana se habían casado en una parroquia criolla en estricta privacidad, sin más testigos que su hermano Pierre y madame Odilia. Lo habían hecho así para evitar las escenas que sin duda armarían quienes no entendían las urgencias del amor. No había nada que hacer, la unión era legal. Así Diego perdió para siempre a su amada y, presa de la mayor angustia, juró permanecer célibe para el resto de sus días.

Nadie le creyó. Isabel le hizo ver que Laffite no duraría mucho en este mundo, dado su peligroso estilo de vida, y que, apenas Juliana quedara viuda, él podría volver a perseguirla hasta el cansancio, pero este argumento fue insuficiente consuelo para Diego.


Nuria e Isabel se despidieron de Juliana con mucho llanto, a pesar de las promesas de Laffite de que irían pronto a California a visitarlas. Nuria, quien consideraba a las niñas De Romeu como sus propias hijas, dudaba entre quedarse con Juliana para defenderla del vudú, los piratas y otros sinsabores, que sin duda le deparaba el destino, o seguir a California con Isabel, quien, a pesar de ser varios años más joven, la necesitaba menos. Juliana resolvió el dilema exigiéndole que se fuera, porque la reputación de Isabel quedaría tiznada para siempre si viajaba sola con Diego de la Vega. Como regalo de despedida, Laffite le dio a la dueña una cadena de oro y una pieza de la seda más fina. Nuria la escogió de color negro, por el luto.


La goleta se alejó del puerto en medio de un chubasco caliente, como tantos que ocurrían a diario en esa época, y Juliana quedó bañada en lágrimas y salpicada de lluvia, con el pequeño Pierre en los brazos, escoltada por su inefable corsario y la reina de Senegal, constituida en su instructora y guardiana. Juliana vestía con sencillez, a gusto de su marido, e irradiaba tanta dicha, que Diego se echó a llorar. Nunca le había parecido tan hermosa como en el momento de perderla.

Juliana y Laffite formaban una pareja espléndida, él todo de negro con un loro en el hombro, ella de muselina blanca, ambos protegidos a medias por los paraguas que sostenían dos muchachas africanas, antes esclavas y ahora libres.

Nuria se cerró en su cabina para que no la vieran llorando a gritos, mientras Diego e Isabel, desconsolados, les hacían adiós con las manos hasta perderlos de vista. Diego tragaba lágrimas por las razones que conocemos e Isabel porque se separaba de su hermana. Además, hay que decirlo, se había hecho ilusiones respecto a Laffite, el primer hombre en llamarla hermosa. Así es la vida, pura ironía. Retomemos la historia.


El barco llevó a nuestros personajes a Cuba. La histórica ciudad de La Habana, con sus casas coloniales y su largo malecón, bañada por el mar cristalino y la luz imposible del Caribe, ofrecía placeres decadentes que ninguno supo aprovechar, Diego por despechado, Nuria por sentirse vieja, e Isabel porque no se lo permitieron. Vigilada por los otros dos, la joven no pudo visitar los casinos ni participar en los desfiles de alegres músicos callejeros. Pobres y ricos, blancos y negros, comían en las tabernas y en los mesones de la calle, bebían ron sin medida y bailaban hasta el alba.

Si le hubiesen dado la oportunidad, Isabel habría renunciado a la virtud española, que de poco le había servido hasta entonces, para incursionar en la lujuria caribeña, que parecía harto más interesante, pero se quedó con las ganas. Por el dueño del hotel obtuvieron noticias de Santiago de León. El capitán había logrado llegar a salvo a Cuba con los otros sobrevivientes del ataque de los corsarios y apenas se recuperó de la insolación y el susto se embarcó hacia Inglaterra. Pensaba cobrar un seguro y retirarse a una casita en el campo, donde seguiría dibujando mapas fantásticos para coleccionistas de rarezas.


Los tres amigos permanecieron en La Habana varios días, que Diego aprovechó para mandar a hacer un par de atuendos completos de Zorro, copiados de Jean Laffite. Al verse en el espejo de la sastrería debió admitir que su rival era de una elegancia incuestionable. Se miró de frente y de perfil, puso una mano en la cadera y otra en la empuñadura de su arma, levantó el mentón y sonrió muy satisfecho, tenía dientes perfectos y le gustaba lucirlos. Pensó que se veía magnífico.

Por primera vez lamentó el asunto de la doble personalidad, le gustaría andar siempre vestido así. «En fin, no se puede tener todo en la vida», suspiró. Sólo faltaban la máscara para aplastarse las orejas y el bigotillo postizo para despistar a sus enemigos y el Zorro estaría listo para aparecer donde su espada fuese requerida. «A propósito, guapo, necesitas una segunda espada», le dijo a la imagen del espejo. Nunca se separaría de su querida Justina, pero un solo acero no era suficiente.

Hizo enviar sus nuevas galas al hotel y se fue a recorrer las armerías del puerto en busca de una espada parecida a la que le había regalado Pelayo. Encontró exactamente lo que deseaba y compró también un par de dagas moriscas, delgadas y flexibles, pero muy fuertes. El dinero mal habido en los garitos de juego de Nueva Orleáns se le fue de las manos rápidamente y unos días más tarde, cuando pudieron embarcarse rumbo a Portobelo, iba tan pobre como cuando lo secuestró Jean Laffite.


Para Diego, quien había atravesado antes el istmo de Panamá en sentido contrario, esa parte del viaje no resultó tan interesante como para Nuria e Isabel, que jamás habían visto sapos ponzoñosos y mucho menos indígenas desnudos. Horrorizada, Nuria clavó los ojos en el río Chagres, convencida de que sus peores temores sobre el salvajismo de las Américas se veían confirmados. Isabel, en cambio, aprovechó aquel despliegue de nudismo para satisfacer una antigua curiosidad. Hacía años que se preguntaba cómo sería la diferencia entre hombres y mujeres. Se llevó una desilusión, porque esa diferencia cabía holgadamente en su bolso, como le comentó a su dueña. En todo caso, gracias a los rosarios de Nuria se libraron de contraer malaria o ser mordidos por víboras y llegaron sin tropiezos al puerto de Panamá. Allí consiguieron un barco que los llevó a Alta California.

El barco echó el ancla en el pequeño puerto de San Pedro, cerca de Los Ángeles, y los viajeros fueron conducidos en un bote a la playa. No fue fácil descender a Nuria por la escalera de cuerda. Un marinero de buena voluntad y firmes músculos la cogió por la cintura sin pedirle permiso, se la echó al hombro y la bajó como si fuese un saco de azúcar. Al acercarse a tierra vieron la figura de un indio que les hacía señas con la mano. Momentos después Diego e Isabel empezaron a lanzar gritos de alegría al reconocer a Bernardo.

– ¿Cómo sabía que llegábamos hoy? -preguntó Nuria, extrañada.

– Yo le avisé -replicó Diego, sin ofrecer explicaciones de cómo lo había hecho.

Bernardo había aguardado en ese lugar desde hacía más de una semana, cuando tuvo el claro presentimiento de que su hermano estaba por llegar. No dudó del mensaje telepático y se instaló a otear el mar con infinita paciencia, seguro de que tarde o temprano aparecería una nave en el horizonte. No sabía que Diego venía acompañado, pero calculó que traería bastante equipaje, por eso había tomado la precaución de llevar varios caballos. Había cambiado tanto, que a Nuria le costó reconocer en ese indio fornido al discreto criado que había conocido en Barcelona.

Bernardo vestía sólo un pantalón de lienzo sujeto a la cintura con una faja de cuero de vaca. Estaba muy tostado por el sol, con la piel muy oscura y el pelo largo y trenzado. Llevaba un puñal al cinto y un mosquete colgado a la espalda.

– ¿Cómo están mis padres? ¿Y Rayo en la Noche y tu hijo? -fueron las primeras inquietudes de Diego.

Por señas Bernardo contestó que había malas noticias y debían ir en directo a la misión San Gabriel, donde el padre Mendoza les daría las explicaciones del caso. Él mismo había estado viviendo entre los indios desde hacía varios meses y no estaba al tanto de los detalles.

Ataron parte del equipaje en uno de los caballos, enterraron el resto en la arena y marcaron el sitio con piedras, para retirarlo más tarde, luego montaron en las otras cabalgaduras y enfilaron hacia la misión. Diego se dio cuenta de que Bernardo los llevaba por un desvío, evitando el Camino Real y la hacienda De la Vega. Después de galopar algunas leguas vieron los terrenos de la misión.

A Diego se le escapó una exclamación de sorpresa al comprobar que los campos plantados con tanta dedicación por el padre Mendoza habían sido invadidos por la maleza, a los techos les faltaban la mitad de las tejas y las cabañas de los neófitos parecían abandonadas. Reinaba un aire de miseria en lo que antes fuera una propiedad muy próspera. Al ruido de cascos surgieron unas cuantas indias con sus críos a la zaga y pocos instantes después apareció el padre Mendoza en el patio.

El misionero se había desgastado mucho en esos cinco años, parecía un anciano frágil, con unos pelos ralos en el cráneo que no lograban tapar el cuchillazo de la oreja perdida. Sabía que Bernardo estaba esperando a su hermano y no dudaba de ese presentimiento, por lo mismo la llegada de Diego no fue una sorpresa. Le abrió los brazos y el joven saltó del caballo y corrió a saludarlo. Diego, quien ahora media una cabeza más que el sacerdote, tuvo la sensación de estrechar apenas un montón de huesos y se le encogió el corazón de angustia al comprobar el paso del tiempo.

– Esta niña es Isabel, hija de don Tomás de Romeu, que Dios lo tenga a Su diestra, y esta señora es Nuria, su dueña -las presentó Diego.

– Bienvenidas a la misión, hijas mías. Supongo que el viaje ha sido muy pesado. Podréis lavaros y descansar, mientras Diego y yo nos ponemos al día. Os avisaré cuando estemos listos para cenar -dijo el padre Mendoza.


Las noticias eran peores de lo que Diego imaginaba. Sus padres se habían separado hacía cinco años; el mismo día que él partió a estudiar a España, Regina se fue de la casa llevando sólo la ropa puesta. Desde entonces vivía con la tribu de Lechuza Blanca y nadie la había visto en el pueblo o la misión, decían que había renunciado a sus modales de dama española y estaba convertida en la misma india brava que fuera en su juventud.

Bernardo, quien vivía en la misma tribu, confirmó sus palabras. La madre de Diego ahora usaba su nombre indígena, Toypurnia, y se preparaba para reemplazar algún día a Lechuza Blanca como curandera y chamán. La reputación de visionarias de las dos mujeres se había extendido más allá de la sierra y los indios de otras tribus viajaban de lejos para consultarlas.

Entretanto, Alejandro de la Vega prohibió la sola mención del nombre de su mujer, pero nunca logró acostumbrarse a su ausencia y había envejecido de tristeza. Para no dar explicaciones a la mezquina sociedad blanca de la colonia, dejó su cargo de alcalde y se dedicó por completo a la hacienda y sus negocios, multiplicando su fortuna. De poco le sirvió el trabajo, porque hacía unos meses, justamente cuando Diego se encontraba con los gitanos en España, había llegado Rafael Moncada a California, en calidad de enviado plenipotenciario del rey Fernando VII, con la misión oficial de informar sobre el estado político y económico de la colonia. Su poder era superior al del gobernador y el jefe militar de la plaza. A Diego no le cupo duda de que Moncada había conseguido el cargo mediante la influencia de su tía Eulalia de Callís y que su única razón para alejarse de la corte española era la esperanza de atrapar a Juliana. Así se lo manifestó al padre Mendoza.

– Moncada se debe de haber llevado un chasco al comprobar que la señorita De Romeu no estaba aquí -dijo Diego.

– Supuso que vosotros vendríais en camino, puesto que se quedó. Mientras tanto no ha perdido su tiempo, se rumorea que está haciendo una fortuna -replicó el misionero.

– Ese hombre me odia por muchas razones, siendo la principal que ayudé a Juliana a eludir sus atenciones -le explicó Diego.

– Ahora entiendo mejor lo sucedido, Diego. Codicia no es la única motivación de Moncada, también ha querido vengarse de ti… -suspiró el padre Mendoza.


Rafael Moncada inició su mandato en California confiscando la hacienda De la Vega, después de ordenar el arresto de su dueño, a quien acusó de encabezar una insurrección para independizar California del reino de España. No existía tal movimiento, le aseguró el padre Mendoza a Diego, la idea aún no pasaba por las mentes de los colonos, a pesar de que el germen de la rebelión había comenzado en algunos países de Sudamérica y estaba prendiendo como pólvora en el resto del continente.

Con el infundado cargo de traición, Alejandro de la Vega fue a dar con sus huesos a la temible prisión de El Diablo. Moncada se instaló con su séquito en la hacienda, ahora convertida en su residencia y cuartel. El misionero agregó que ese hombre había hecho mucho daño en poco tiempo. También él estaba en la mira de Moncada, porque defendía a los indios y se atrevía a cantarle ciertas verdades, pero las pagaba caras: la misión estaba arruinada.

Moncada le negaba los recursos habituales y además se había llevado a los hombres, no quedaban brazos para trabajar la tierra, sólo mujeres, niños y ancianos. Las familias indígenas estaban deshechas, la gente desmoralizada. Corrían rumores sobre un negocio de perlas, armado por Rafael Moncada, para el cual empleaban el trabajo forzado de los indios. Las perlas de California, más valiosas que el oro y la plata de otras colonias, habían contribuido al tesoro de España durante dos siglos, pero llegó un momento en que la explotación desmedida acabó con ellas, explicó el misionero.

Nadie volvió a acordarse de las perlas por cincuenta años, lo que dio tiempo a las ostras para recuperarse. Las autoridades, ocupadas de otros asuntos y enredadas en burocracia, carecían de iniciativa para emprender la búsqueda. Se suponía que los nuevos bancos de ostras estaban más al norte, cerca de Los Ángeles, pero nadie se había dado el trabajo de confirmarlo hasta que apareció Moncada con unas cartas marítimas. El padre Mendoza creía que se había propuesto obtener las perlas sin informar a España, ya que en principio éstas pertenecían a la Corona. Para explotarlas necesitaba a Carlos Alcázar, jefe de la prisión de El Diablo, quien proveía esclavos para el buceo. Ambos se estaban enriqueciendo con rapidez y discreción.

Antiguamente los buscadores de perlas eran indios yaquis de México, hombres muy fuertes, que durante generaciones habían trabajado en el mar y podían sumergirse por casi dos minutos completos, pero trasladarlos a Alta California habría llamado la atención. Como alternativa, los socios decidieron utilizar a los indios de la región, que no eran expertos nadadores y jamás se habrían prestado de buena gana para aquella faena. Eso no constituía un problema: los arrestaban con cualquiera excusa y los explotaban hasta reventarles los pulmones. Los emborrachaban o los molían a golpes y les empapaban la ropa de alcohol, luego los arrastraban ante el juez, quien hacía la vista gorda. Así los infelices terminaban en El Diablo, a pesar de las gestiones desesperadas del misionero.

Diego quiso saber si allí estaba su padre, y el padre Mendoza le confirmó que así era. Don Alejandro estaba enfermo y débil, no sobreviviría mucho más en ese lugar, agregó. Era el de más edad y el único blanco entre los presos, los demás eran indios o mestizos.

Quienes entraban a ese infierno no salían con vida; habían muerto varios en los últimos meses. Nadie se atrevía a hablar de lo que ocurría entre esos muros, ni guardias ni detenidos; un silencio de tumba envolvía a El Diablo.

– Ya ni siquiera puedo llevar consuelo espiritual a esas pobres almas. Antes acudía con frecuencia a decir misa, pero tuve un cruce de palabras con Carlos Alcázar y me ha prohibido la entrada. En mi lugar vendrá pronto un sacerdote de Baja California.

– ¿Ese Carlos Alcázar es el matón tan temido cuando éramos chicos? -preguntó Diego.

– El mismo, hijo. Con los años su carácter ha empeorado, es un hombre déspota y cobarde. Su prima Lolita, en cambio, es una santa. La muchacha solía acompañarme a la prisión para llevar medicinas, comida y mantas a los presos, pero por desgracia no tiene influencia sobre Carlos.

– Recuerdo a Lolita. La familia Pulido es noble y virtuosa. Francisco, hermano de Lolita, estudiaba en Madrid. Mantuvimos cierta correspondencia cuando yo estaba en Barcelona -comentó Diego.

– En fin, hijo mío, la situación de don Alejandro es muy grave, eres su única esperanza, debes intervenir con urgencia -concluyó el padre Mendoza.


Hacía un buen rato que Diego se paseaba por el cuarto procurando controlar la indignación que le embargaba. Desde su silla, Bernardo seguía la conversación con los ojos clavados en su hermano, mandándole mensajes mentales. El primer impulso de Diego había sido buscar a Moncada para batirse con él, pero la mirada de Bernardo le hizo comprender que en esas circunstancias se requería más astucia que valor, aquella misión correspondía al Zorro y sería necesario llevarla a cabo con la cabeza fría. Sacó un pañuelo de encaje para secarse la frente con gesto afectado y suspiró.

– Iré a Monterrey a hablar con el gobernador. Es amigo de mi padre -propuso.

– Ya lo hice, Diego. Cuando don Alejandro fue arrestado, hablé personalmente con el gobernador, pero me contestó que no tiene autoridad sobre Moncada. Tampoco me escuchó cuando le sugerí que averiguara por qué mueren tantos presos en El Diablo -replicó el misionero.

– Entonces tendré que ir a México a ver al virrey.

– ¡Eso tardaría meses! -alegó el padre Mendoza.

Le costaba creer que el atrevido muchacho, a quien había traído al mundo con sus propias manos y visto crecer, se hubiese convertido en un dandi. España le había ablandado el cerebro y los músculos, era una vergüenza. Había rezado mucho para que Diego regresara a tiempo para salvar a su padre y la respuesta a sus oraciones era ese pisaverde con pañuelito de encaje. Apenas lograba disimular el desprecio que el joven le provocaba.


El misionero hizo avisar a Isabel y Nuria de que la cena esperaba y los cuatro se sentaron a la mesa. Una india trajo una paila de greda con una mazamorra de maíz y unos trozos de carne hervida, dura y sosa como suela. No había pan, vino, ni vegetales, incluso faltaba café, el único vicio que se permitía el padre Mendoza. Estaban comiendo en silencio, cuando oyeron ruido de cascos y voces en el patio y momentos más tarde irrumpió en la sala un grupo de hombres uniformados al mando de Rafael Moncada.

– ¡Excelencia! ¡Qué sorpresa! -exclamó Diego sin ponerse de pie.

– Acabo de enterarme de su llegada -replicó Moncada, buscando a Juliana con la mirada.

– Aquí estamos, tal como le prometimos en Barcelona, señor Moncada. ¿Puedo saber cómo salió de la cámara secreta? -le preguntó Isabel, burlona.

– ¿Dónde está su hermana? -la interrumpió Moncada.

– ¡Ah! Se encuentra en Nueva Orleáns. Tengo el placer de notificarle que Juliana está felizmente casada.

– ¡Casada! ¡No puede ser! ¿Con quién? -gritó el despechado pretendiente.

– Con un adinerado y guapo hombre de negocios que logró enamorarla a primera vista -explicó Isabel con la expresión más inocente del mundo.

Rafael Moncada dio un puñetazo sobre la mesa y apretó los labios para no soltar una retahila de improperios. No podía creer que Juliana se le hubiera escurrido de las manos una vez más. Había cruzado el mundo, dejado su puesto en la Corte y postergado su carrera por ella. Era tanta su furia, que en ese instante la hubiera estrangulado con sus propias manos. Diego aprovechó la pausa para acercarse a un sargento gordo y sudoroso, que lo miraba con ojos de perro manso.

– ¿García? -preguntó.

– Don Diego de la Vega… me reconoce… ¡qué honor! -murmuró el gordo, dichoso.

– ¡Cómo no! ¡El inconfundible García! -dijo, abrazándolo.

Esa inapropiada demostración de afecto entre Diego y el sargento desconcertó brevemente a Moncada.

– Aprovecho esta oportunidad para preguntarle por mi padre excelencia -dijo Diego.

– Es un traidor y como tal será castigado -replicó Moncada escupiendo cada palabra. '

– ¿Traidor? ¡No puede decir eso del señor De la Vega, excelencia! Usted es nuevo por estas tierras, no conoce a la gente. Pero yo nací aquí y puedo decirle que la familia De la Vega es la más honorable y distinguida de toda California… -intervino el sargento García, angustiado.

– ¡Silencio, García! ¡Nadie ha solicitado tu opinión! -lo interrumpió Moncada, fulminándolo con una mirada de cuchillo.

Enseguida ladró una orden y el sudoroso sargento no tuvo más remedio que saludar chocando los talones y encabezar la retirada de sus hombres. En la puerta vaciló y, volviéndose hacia Diego, hizo un gesto de impotencia, que el otro respondió con un guiño de complicidad.

– Me permito recordarle que mi padre, don Alejandro de la Vega, es un hidalgo español, héroe de muchas batallas al servicio del rey. Sólo un tribunal español calificado puede juzgarlo -dijo Diego a Moncada.

– Su caso será revisado por las autoridades pertinentes en México. Entretanto, su padre está a buen resguardo, donde no puede seguir conspirando contra España.

– El juicio tardará años y don Alejandro es un anciano. No puede permanecer en El Diablo -intercedió el padre Mendoza.

– Antes de violar la ley, De la Vega debió haber pensado en que arriesgaba la pérdida de su libertad y de sus bienes. Por su imprudencia, el viejo condenó a su familia a la miseria -replicó Moncada en tono despectivo.


La diestra de Diego empuñó la espada, pero Bernardo lo cogió por el brazo y lo sujetó, para recordarle la necesidad de tener paciencia. Moncada le recomendó que buscara la forma de ganarse la vida, ya que no disponía de la fortuna de su padre, y con eso dio media vuelta y salió tras sus hombres. El padre Mendoza le dio una palmada solidaria en el hombro a Diego y repitió su ofrecimiento de hospitalidad. En la misión la vida era austera y esforzada, dijo, faltaban las comodidades a que ellos estaban habituados, pero al menos tendrían un techo.

– Gracias, padre. Un día le contaré lo que nos ha sucedido desde la muerte de mi pobre padre. Verá que hemos recorrido España a pie, hemos vivido con gitanos y hemos sido raptados por piratas. En más de una ocasión salvamos la vida de milagro. En lo que se refiere a falta de comodidades, le aseguro que estamos bien curtidos -sonrió Isabel.

– Y desde mañana, padre, yo me haré cargo de la cocina, porque aquí se come peor que en la guerra -agregó Nuria con un respingo.

– La misión es muy pobre -se disculpó el padre Mendoza.

– Con los mismos ingredientes y algo más de inventiva, comeremos como la gente -replicó Nuria.


Esa noche, cuando los demás dormían, Diego y Bernardo se escabulleron de sus habitaciones, tomaron un par de caballos y sin detenerse a ponerles monturas, partieron galopando en dirección a las cuevas de los indios, donde tantas veces habían jugado en la infancia. Habían decidido que lo primero sería sacar a Alejandro de la Vega de la prisión y llevarlo a un lugar seguro, donde Moncada y Alcázar no pudieran hallarlo, luego vendría la difícil tarea de limpiar su nombre del cargo de traición.

Ésa era la semana del cumpleaños de ambos, hacía exactamente veinte años que habían nacido. A Diego le pareció que era un momento muy importante de sus vidas y quiso marcarlo con algo en especial, por eso le propuso a su hermano de leche que fueran a las cuevas. Además, si el pasadizo que las unía a la hacienda De la Vega no había sido desbaratado por los temblores de tierra, tal vez podrían espiar a Rafael Moncada.

Diego apenas reconocía el terreno, pero Bernardo lo condujo sin vacilar a la entrada, oculta por tupidos arbustos. Una vez adentro encendieron un candil y pudieron orientarse en el laberinto de pasadizos, hasta dar con la caverna principal. Aspiraron a bocanadas el indescriptible olor subterráneo, que tanto les gustaba cuando eran niños. Diego se acordó del día fatídico en que su casa fue asaltada por piratas y se escondió allí con su madre herida. Le pareció sentir el olor de ese momento, mezcla de sangre, sudor, miedo y la oscura fragancia de la tierra.

Todo estaba tal cual lo habían dejado, desde los arcos y flechas, velas y frascos de miel almacenados allí cinco años antes, hasta la Rueda Mágica, que hicieron con piedras cuando aspiraban al Okahué. Diego alumbró el altar circular con un par de antorchas y colocó al centro el paquete que había traído, envuelto en una tela oscura y atado con un cordel.

– Hermano, he esperado este instante por mucho tiempo. Hemos cumplido veinte años y los dos estamos preparados para lo que voy a proponerte -le anunció a Bernardo con inesperada solemnidad-. ¿Te acuerdas de las virtudes del Okahué? Honor, justicia, respeto, dignidad y valor. He tratado de que esas virtudes guíen mi vida y sé que han guiado la tuya.

En el resplandor rojizo de las antorchas Diego procedió a desatar el paquete, que contenía el atuendo completo del Zorro -pantalones, blusa, capa, botas, sombrero y máscara- y se lo entregó a Bernardo.

– Deseo que el Zorro sea el fundamento de mi vida, Bernardo. Me dedicaré a luchar por la justicia y te invito a que me acompañes. Juntos nos multiplicaremos por mil, confundiendo a nuestros enemigos. Habrá dos Zorros, tú y yo, pero jamás serán vistos juntos.

Era tan serio el tono de Diego, que por una vez Bernardo no estuvo tentado de responderle con un gesto burlón. Se dio cuenta de que su hermano de leche lo había pensado muy bien, no se trataba de un impulso nacido al conocer la suerte de su padre, así lo probaba el disfraz negro que había traído de su viaje.

El joven indio se desprendió de los pantalones y con la misma solemnidad de Diego se fue poniendo una a una las prendas de ropa, hasta quedar convertido en una réplica del Zorro. Entonces Diego se quitó del cinto la espada que había comprado en Cuba y, tomándola con ambas manos, se la ofreció.

– ¡Juro defender a los débiles y luchar por la justicia! -exclamó Diego.

Bernardo recibió el arma y, en un susurro inaudible, repitió las palabras de su hermano.


Los dos jóvenes abrieron con precaución la puerta secreta de la chimenea, que daba al salón, comprobando que a pesar de los años transcurridos se deslizaba en el riel sin ruido. Antes se preocupaban de mantener el metal engrasado y por lo visto cinco años más tarde aún lo estaba. Los grandes troncos dentro de la chimenea eran los mismos de siempre, ahora cubiertos de una gruesa capa de polvo. Nadie había encendido fuego en ese tiempo. El resto de la habitación estaba intacto, los mismos muebles comprados por Alejandro de la Vega en México para halagar a su esposa, la misma gran lámpara de ciento cincuenta bujías en el techo, la misma mesa de madera y sillas tapizadas, las mismas pretenciosas pinturas.

Todo estaba igual, sin embargo a ellos les pareció que la casa era más pequeña y triste de lo que recordaban. Una pátina de olvido la afeaba, un silencio de cementerio pesaba en el aire, un olor a encierro y mugre impregnaba las paredes. Se deslizaron como gatos por los corredores, mal alumbrados por unos cuantos faroles. Antes había un viejo criado cuya única tarea era proveer luz; el hombre dormía de día y pasaba la noche vigilando velas y lámparas de sebo. Se preguntaron si ese viejo y otros antiguos criados aún vivirían en la hacienda, o si Moncada los había reemplazado por su propia gente.

A esa hora tardía hasta los perros descansaban y sólo un hombre montaba guardia en el patio principal, con su arma al hombro, luchando por mantener los ojos abiertos. Los dos jóvenes descubrieron el dormitorio de los soldados, donde contaron doce hamacas colgadas a diferentes alturas, unas encima de otras, aunque sólo ocho estaban ocupadas. En otro cuarto había un arsenal de armas de fuego, pólvora y sables. No se atrevieron a explorar las demás habitaciones por miedo a ser sorprendidos, pero a través de una puerta entreabierta vislumbraron a Rafael Moncada escribiendo o sacando cuentas en la biblioteca. Diego ahogó una exclamación de rabia al ver a su enemigo instalado en la silla de su padre, usando su papel y su tinta. Bernardo lo codeó para que se fueran, esa expedición se estaba poniendo peligrosa. Se retiraron con sigilo por donde mismo habían entrado, después de soplar el polvo espeso de la chimenea para borrar sus huellas.


Llegaron a la misión al romper el alba, hora en que Diego sintió por primera vez el mazazo de la fatiga acumulada desde que desembarcó en la playa el día anterior. Cayó a la cama de bruces y durmió hasta bien entrada la mañana siguiente, cuando Bernardo lo despertó para avisarle de que los caballos estaban listos. La idea de ir a ver a Toypurnia y pedirle ayuda para rescatar a Alejandro de la Vega había sido suya. No vieron al padre Mendoza, quien había partido temprano a Los Ángeles, pero Nuria les sirvió un desayuno contundente de frijoles, arroz y huevos fritos.

Isabel se presentó a la mesa con el pelo recogido en una trenza, falda de viaje y una blusa de lienzo como las que usaban los neófitos en la misión, anunciando que iría con ellos porque quería conocer a la madre de Diego y ver cómo era una aldea de indios.

– En ese caso tendré que ir también -refunfuñó Nuria, a quien la idea de una larga cabalgata en esa tierra de bárbaros le hacía muy poca gracia.

– No. El padre Mendoza te necesita aquí. Volveremos pronto -replicó Isabel, dándole un beso de consuelo.


Los tres jóvenes partieron en los mejores caballos palominos de la misión, llevando uno más con el equipaje. Tendrían que viajar todo ese día, acampar por la noche bajo las estrellas e iniciar el ascenso a las montañas a la mañana siguiente. Para evitar a los soldados, la tribu se había ido lo más lejos posible y cambiaba de lugar a menudo, pero Bernardo sabía ubicarla. Isabel, quien había aprendido a montar a horcajadas, pero no tenía costumbre de largas cabalgatas, siguió a sus dos amigos sin quejarse.

En el primer alto que hicieron para refrescarse en un arroyo y repartirse la merienda preparada por Nuria, se dio cuenta de cuan machucada estaba. Diego se burló de ella porque caminaba como pato, pero Bernardo le dio una pomada de yerbas, preparada por Lechuza Blanca, para que se frotara los miembros doloridos.

Al día siguiente al mediodía Bernardo señaló unas marcas en los árboles, que indicaban la cercanía de la tribu; así avisaban a otros indios cuando cambiaban de lugar. Instantes después les salieron al encuentro un par de hombres casi desnudos, con los cuerpos pintados y los arcos listos, pero al reconocer a Bernardo bajaron las armas y se acercaron a saludar. Hechas las presentaciones del caso, los condujeron entre los árboles hasta la aldea, un miserable conjunto de chozas de paja entre las que pululaban unos cuantos perros. Los indios silbaron y a los pocos minutos se materializaron de la nada los habitantes de aquel fantasmal villorrio, un patético grupo de indios, algunos desnudos y otros en harapos.

Con horror, Diego reconoció a su abuela Lechuza Blanca y a su madre. Necesitó varios segundos para reponerse de la angustia al verlas tan mal, desmontar de un salto y correr a abrazarlas. Había olvidado lo pobres que eran los indios, pero no había olvidado la fragancia de humo y de yerbas de su abuela, que le llegó directo al alma, así como el nuevo aroma de su madre. Regina olía a jabón de leche y agua de flores; Toypurnia olía a salvia y sudor.

– Diego, cómo has crecido… -murmuró la madre.

Toypurnia le hablaba en lengua indígena, los primeros sonidos que Diego oyera en su infancia y que no había olvidado. En ese idioma podían acariciarse, en español se trataban con formalidad, sin tocarse. La primera lengua era para sentimientos, la segunda para ideas. Las manos llenas de callos de Toypurnia palparon a su hijo, los brazos, el pecho, el cuello, reconociéndolo, midiéndolo, asustada de los cambios. Después le tocó el turno a la abuela de darle la bienvenida. Lechuza Blanca le levantó el cabello para estudiarle las orejas, como si ésa fuera la única forma de identificarlo sin margen de error.

Diego se echó a reír de buena gana y, tomándola por la cintura, la levantó un palmo del suelo. Pesaba muy poco, era como alzar a un niño, pero, bajo los trapos y pieles de conejo que la cubrían, Diego pudo apreciar su cuerpo fibroso y duro, pura madera. No estaba tan vieja ni tan frágil como le había parecido a simple vista.

Bernardo sólo tenía ojos para Rayo en la Noche y su hijo, el pequeño Diego, un chiquillo de cinco años, del color y la firmeza de un ladrillo, con ojos retintos y la misma risa de su madre, desnudo y armado con un arco y flechas en miniatura. Diego, quien había conocido a Rayo en la Noche en la infancia, cuando visitaba la aldea de su abuela, por las escasas referencias telepáticas de Bernardo y una carta del padre Mendoza, quedó impresionado por su belleza. Con ella y el niño, Bernardo parecía otro hombre, crecía en tamaño y se le iluminaba la expresión.

Pasada la primera euforia del encuentro, Diego se acordó de presentarles a Isabel, quien observaba la escena a cierta distancia. Por las anécdotas que Diego le había contado de su madre y su abuela, las imaginaba como figuras de cuadros epopéyicos donde los conquistadores salen retratados en refulgentes armaduras y los indígenas americanos parecen semidioses emplumados. Esas mujeres en los huesos, desgreñadas y sucias no se parecían ni remotamente a las de los cuadros de los museos, pero tenían la misma dignidad. No podía comunicarse con la abuela, pero al poco rato de llegar había intimado con Toypurnia. Se propuso visitarla a menudo, porque supuso que podía aprender mucho de esa extraña y sabia mujer. Así de indómita quisiera ser yo, pensó. La simpatía fue mutua, porque a Toypurnia le gustó la joven española de ojos bizcos. Creía que eso indica la capacidad de ver lo que los demás no ven.


De la tribu quedaba un grupo numeroso de niños, mujeres y viejos, pero sólo había cinco cazadores, que debían ir lejos para obtener una presa porque los blancos se habían repartido el terreno y lo defendían a tiros. A veces el hambre los incitaba a robar ganado, pero si eran sorprendidos lo pagaban con azotes o la horca. La mayoría de los hombres se empleaba en los ranchos, pero el clan de Lechuza Blanca y Toypurnia había preferido la libertad, con todos sus riesgos.

No tenían problemas con tribus guerreras gracias a la reputación de chamanes y curanderas de las dos mujeres. Si llegaban desconocidos al campamento era para pedir consejos y medicinas, que retribuían con comida y pieles. Habían sobrevivido, pero desde que Rafael Moncada y Carlos Alcázar se dedicaban a arrestar a los hombres jóvenes, no podían quedarse en un sitio fijo. La vida nómada había terminado con las plantaciones de maíz y otros granos, debían conformarse con hongos y frutos salvajes, pescado y carne, cuando la conseguían.


Bernardo y Rayo en la Noche trajeron el regalo que tenían para Diego, un corcel negro de grandes ojos inteligentes. Era Tornado, el potrillo sin madre que Bernardo conoció durante su rito de iniciación, siete años antes, y que Rayo en la Noche había amansado y había enseñado a obedecer con silbidos. Era un animal de noble estampa, un compañero espléndido. Diego le acarició la nariz y hundió la cara en su larga melena, repitiendo su nombre.

– Tendremos que mantenerte oculto, Tornado. Sólo te montará el Zorro -le dijo, y el caballo respondió con un relincho y una sacudida de cola.

El resto de la tarde se fue en asar unos mapaches y unos pájaros, que habían conseguido cazar, y en ponerse al día de las malas noticias.

Al caer la noche, Isabel, rendida, se envolvió en una manta y se quedó dormida junto al fuego. Entretanto, Toypurnia escuchó de boca de su hijo la tragedia de Alejandro de la Vega. Le confesó que lo echaba de menos, era el único hombre al que había amado, pero no había podido permanecer casada con él. Prefería la miserable existencia nómada de su tribu a los lujos de la hacienda, donde se sentía prisionera. Había pasado la infancia y la juventud al aire libre, no soportaba la opresión de paredes de adobe y un techo sobre su cabeza, el estiramiento de las costumbres, la incomodidad de los vestidos españoles, el peso del cristianismo.

Con la edad Alejandro se había vuelto más severo para juzgar al prójimo. Al final tenían poco en común, y cuando el hijo se les fue a España y se les enfrió la pasión de la juventud, no quedó nada. Sin embargo, se conmovió al oír la suerte de su marido y ofreció su ayuda para rescatarlo de la mazmorra y esconderlo en lo más recóndito de la naturaleza. California era muy vasta y Toypurnia conocía casi todos los senderos.


Le confirmó que las sospechas del padre Mendoza eran ciertas.

– Desde hace un par de meses tienen una barcaza grande anclada en el mar, cerca de los bancos de ostras, y transportan a los presos en botes pequeños -dijo Toypurnia.

Le explicó que se habían llevado a varios jóvenes de la tribu y que los obligaban a bucear desde el amanecer hasta la puesta del sol. Los bajaban al fondo atados con una cuerda, con una piedra como peso y un canasto para echar las ostras. Cuando tiraban de la cuerda, los izaban al bote. La cosecha del día se depositaba en la barcaza, donde otros presos abrían las ostras en busca de las perlas, tarea que les destrozaba las manos.

Toypurnia suponía que entre ellos estaba Alejandro, porque era demasiado viejo para bucear y que los presos dormían en la playa, encadenados sobre la arena y pasaban hambre, porque nadie puede vivir sólo de ostras.

– No veo cómo puedes salvar a tu padre de ese infierno -dijo

Sería imposible mientras estuviera en el barco, pero Diego sabía por el padre Mendoza, que un cura visitaría la prisión. Moncada y Alcázar, que debían mantener en secreto el asunto de las perlas habían suspendido la operación por unos días, para que los presos se hallaran en El Diablo cuando llegara el cura. Ésa sería su única oportunidad, explicó.

Comprendió que sería imposible ocultar la identidad del Zorro a su madre y su abuela, las necesitaba en este caso. Al hablarles del Zorro y de sus planes, él mismo se dio cuenta de que sus palabras sonaban a pura demencia, por lo mismo le sorprendió que las dos mujeres no se inmutaran, como si la idea de ponerse una máscara y asaltar El Diablo fuera un asunto normal.

Las dos prometieron guardar el secreto. Acordaron que dentro de unos días Bernardo, acompañado por tres hombres de la tribu, los más atléticos y valientes, se presentarían con varios caballos en La Cruz de las Calaveras, a pocas leguas de El Diablo, un cruce de caminos donde habían ahorcado a dos bandidos. Sus calaveras, blanqueadas por la lluvia y el sol, seguían expuestas sobre una cruz de madera. A los indios no les informarían de los detalles, porque mientras menos supieran, mejor, en caso de que fueran apresados. Diego explicó a grandes rasgos su plan para rescatar a su padre y, en lo posible, a los demás presos. La mayoría eran indígenas, conocían muy bien el terreno y, si disponían de alguna ventaja, correrían a perderse en la naturaleza.

Lechuza Blanca le contó que muchos indios trabajaron en la construcción de El Diablo, entre ellos su propio hermano, a quien los blancos llamaban Arsenio, pero su nombre verdadero era Ojos que ven en la Sombra. Era ciego, y los indios suponían que quienes nacen sin ver la luz del sol pueden ver en la oscuridad, como los murciélagos, y Arsenio era un buen ejemplo.

Tenía habilidad con las manos, fabricaba herramientas y podía reparar cualquier mecanismo. Conocía la prisión como nadie, se movía adentro sin tropiezos porque había sido su único mundo desde hacía cuarenta años. Trabajaba allí desde mucho antes de la llegada de Carlos Alcázar y llevaba la cuenta en su prodigiosa memoria de todos los prisioneros que habían pasado por El Diablo.

La abuela le entregó a Diego unas plumas de lechuza.

– Tal vez mi hermano pueda ayudarte. Si lo ves, dile que eres mi nieto y dale las plumas, así sabrá que no mientes -le dijo.


Al día siguiente, muy temprano, Diego emprendió el viaje de regreso a la misión, después de acordar con Bernardo el sitio y el momento en que volverían a encontrarse. Bernardo se quedó con la tribu para preparar su parte del equipo con algunos materiales que habían sustraído de la misión a espaldas del padre Mendoza. «Éste es uno de esos raros casos en que el fin justifica los medios», había asegurado Diego mientras saqueaban la bodega del misionero en busca de una cuerda larga, salitre, polvo de cinc y mechas.

Antes de irse, el joven le preguntó a su madre por qué había escogido el nombre de Diego para él.

– Así se llamaba mi padre, tu abuelo español: Diego Salazar. Era un hombre valiente y bueno, que comprendía el alma de los indios. Desertó del barco porque quería ser libre, nunca aceptó la obediencia ciega que se le exigía a bordo. Respetaba a mi madre y se adaptó a las costumbres de nuestra tribu. Me enseñó muchas cosas, entre otras el castellano. ¿Por qué me lo preguntas? -replicó Toypurnia.

– Siempre tuve curiosidad. ¿Sabías que Diego quiere decir suplantador?

– No. ¿Qué es eso?

– Alguien que toma el lugar de otro -explicó Diego.


Diego se despidió de sus amigos en la misión para ir a Monterrey, como anunció. Le insistiría al gobernador que hiciera justicia en el caso de su padre. No quiso ir acompañado, dijo que haría el viaje sin esfuerzo, deteniéndose en las misiones a lo largo del Camino Real.

El padre Mendoza lo vio alejarse montado en caballo, llevando otro a la zaga, que transportaba las bolsas del equipaje. Estaba seguro de que era un viaje inútil, una pérdida de tiempo que podía costarle la vida a don Alejandro, porque cada nuevo día que el anciano pasaba en El Diablo podía ser el último.

Sus argumentos no habían tenido efecto en Diego.

Tan pronto Diego dejó atrás la misión, se salió del camino y, dando media vuelta, se dirigió a campo abierto hacia el sur. Confiaba en que Bernardo habría preparado lo suyo y estaría aguardándolo en La Cruz de las Calaveras. Horas más tarde, cuando faltaba poco para llegar al lugar designado, se cambió de ropa. Se puso el remendado hábito de fraile, que le había sustraído al buen padre Mendoza, se pegó una barba, improvisada con unos mechones del cabello de Lechuza Blanca, y completó el disfraz con los lentes de Nuria. La dueña estaría buscándolos por cielo y tierra.

Llegó al cruce donde las cabezas de los bandidos saludaban clavadas en los palos de la cruz y no tuvo que aguardar mucho, pronto salieron de la nada Bernardo y tres indios jóvenes, vestidos solamente con taparrabos, armados de arcos y flechas, con los cuerpos pintados para la guerra. Bernardo no les reveló la identidad del viajero y tampoco dio explicaciones cuando le entregó las bolsas con las bombas y la cuerda al presunto religioso. Los hermanos intercambiaron un guiño: todo estaba listo. Diego notó que entre la media docena de caballos conducidos por los indios se hallaba Tornado y no pudo resistir la tentación de aproximarse para acariciarle el cuello, antes de despedirse.

Diego tomó el camino a la prisión a pie, le pareció que así su aspecto era inofensivo, una patética silueta en la reverberación blanca del sol. Uno de los caballos cargaba su equipaje y el otro los artículos preparados por Bernardo, incluso una gran cruz de madera, de cinco palmos de altura.

Al asomarse a la cima de una pequeña colina, pudo ver el mar a la distancia y distinguir la mancha negra del sombrío edificio de El Diablo, erguido sobre las rocas. Tenía sed y el hábito empapado de sudor, pero apuró el paso porque estaba ansioso por ver a su padre y empezar la aventura.

Había andado unos veinte minutos, cuando sintió ruido de cascos y vio la polvareda de un carruaje. No pudo evitar una exclamación de ira: eso venía a complicar sus planes, porque nadie andaba por esos lados a menos que fuera a la fortaleza. Agachó la cabeza, se acomodó el capuchón y se aseguró de que la barba estuviera en su sitio. El sudor podía desprenderla, a pesar de que había usado una cola espesa, hecha con la más firme resina. El coche se detuvo a su lado y, ante su inmensa sorpresa, una joven de muy buen parecer asomó a la ventanilla.

– Usted debe de ser el sacerdote que viene a la prisión, ¿verdad? Lo estábamos esperando, padre -saludó.

La sonrisa de la muchacha era encantadora y el corazón caprichoso de Diego dio un salto. Empezaba a recuperarse del despecho causado por Juliana y estaba en capacidad de admirar a otras mujeres, especialmente a una tan agraciada como aquélla. Debió hacer un esfuerzo por recordar su nuevo papel.

– En efecto, hija, soy el padre Aguilar -replicó con la voz más cascada posible.

– Suba usted a mi coche, padre, así podrá descansar un poco. Yo también voy a El Diablo a ver a mi primo -ofreció ella.

– Que Dios te lo pague, hija mía.


¡Así es que esa beldad era Lolita Pulido! La misma niña flaca que le enviaba billetes amorosos cuando él tenía quince años. ¡Qué golpe de suerte! En verdad lo era, porque cuando el coche de Lolita llegó a la prisión, con los dos caballos del falso cura atados atrás, Diego no tuvo que dar explicaciones. Apenas el cochero anunció a la joven y al padre Aguilar, los guardias les abrieron las puertas y los recibieron con amabilidad.

Lolita era una figura conocida, los soldados la saludaban por su nombre y hasta un par de presos que se hallaban en el cepo le sonrieron. «Dadles agua a esos pobres hombres, están cocinándose al sol», suplicó ella a un guardia, quien voló a cumplir sus deseos. Entretanto, Diego observaba el edificio y contaba a los uniformados con disimulo. Con su cuerda podría deslizarse del muro hacia afuera, pero no tenía idea de cómo sacar a su padre; la prisión parecía inexpugnable y había demasiados guardias.

Los visitantes fueron conducidos de inmediato a la oficina de Carlos Alcázar, una sala sin más muebles que una mesa, sillas y anaqueles con los libros de registro de la prisión. En esos gastados libracos se anotaba desde el gasto en forraje de caballos hasta las muertes de los presos, todo menos las perlas, que pasaban de la ostra directamente a los cofres de Moncada y Alcázar, sin dejar huellas visibles.

En un rincón, una estatua de yeso pintado de la Virgen María aplastaba con el pie al demonio.

– Bienvenido, padre -saludó Carlos Alcázar, después de besar en las mejillas a su prima, de quien seguía tan enamorado como en la infancia-. No lo esperábamos hasta mañana.

Diego, la cabeza ladeada, los ojos bajos, la voz untuosa, respondió recitando lo primero que se le ocurrió en latín y lo coronó con un enfático sursum corda, que no venía al caso, pero resultó apabullante. Carlos quedó en la luna, nunca había sido buen estudiante de lenguas muertas. Aún era joven, no podía tener más de unos veintitrés o veinticuatro años, pero parecía mayor por la expresión cínica. Tenía labios crueles y ojos de rata. Diego pensó que Lolita no podía ser de la misma familia, esa muchacha merecía mejor suerte que ser prima de Carlos.

El suplantador de cura aceptó un vaso de agua y anunció que al día siguiente diría misa, confesaría y daría la comunión a quienes solicitaran los sacramentos. Estaba muy cansado, agregó, pero deseaba ver esa misma tarde a los presos enfermos y a los castigados, incluso al par que estaba en el cepo.

Lolita se sumó al programa; entre otras cosas traía una caja con medicinas que puso a disposición del padre Aguilar.

– Mi prima tiene el corazón muy blando, padre. Le he dicho que El Diablo no es lugar recomendable para señoritas, pero no me hace caso. Tampoco quiere entender que la mayoría de esos hombres son bestias sin moral ni sentimientos, capaces de morder la mano de quien les da de comer.

– Ninguno me ha mordido todavía, Carlos -replicó Lolita.

– Cenaremos dentro de poco, padre. No espere un festín, aquí vivimos con modestia -dijo Alcázar.

– No te preocupes, hijo mío, yo como muy poco y esta semana estoy ayunando. Pan y agua serán suficientes. Prefiero una merienda en mi habitación, porque después de ver a los enfermos debo decir mis oraciones.

– ¡Arsenio! -llamó Alcázar.

Un indio surgió de las sombras. Había estado todo el tiempo en su rincón, tan silencioso e inmóvil, que Diego no se había dado cuenta de su presencia. Lo reconoció por la descripción de Lechuza Blanca. Tenía los ojos velados por una película blanca, pero se movía con precisión.

– Conduce al padre a su cuarto, para que se refresque. Ponte a sus órdenes, ¿me oíste? -ordenó Alcázar.

– Sí, señor.

– Puedes llevarlo a ver a los enfermos.

– ¿También a Sebastián, señor?

– No, a ese desgraciado no.

– ¿Porqué? -intervino Diego.

– Ése no está enfermo. Tuvimos que darle unos azotes, nada grave, no se preocupe, padre.


Lolita se echó a llorar: su primo le había prometido que no habría más castigos de ese tipo. Diego los dejó discutiendo y siguió a Arsenio al cuarto que le habían asignado, donde lo esperaban intactas las bolsas de su equipaje, incluso la gran cruz.

– Usted no es hombre de Iglesia -dijo Arsenio cuando estuvieron a puerta cerrada en la habitación del huésped.

Diego dio un respingo de susto; si un ciego podía adivinar que estaba disfrazado, no tenía esperanza de engañar a los videntes.

– No tiene olor a cura -agregó Arsenio a modo de explicación.

– ¿No? ¿A qué huelo? -preguntó Diego, extrañado, porque vestía el hábito del padre Mendoza.

– A pelo de india y a cola para pegar madera -respondió Arsenio.

El joven se tocó la barba postiza y no pudo evitar una carcajada. Decidió aprovechar la ocasión, porque seguramente no habría otra, y le confesó a Arsenio que había venido en una misión particular y necesitaba su ayuda. Le puso en la mano las plumas de su abuela. El ciego las palpó con sus dedos clarividentes y la emoción al reconocer a su hermana se le plasmó en el rostro. Diego le aclaró que él era nieto de Lechuza Blanca y eso bastó para que Arsenio se abriera; no tenía noticias de ella desde hacía años, dijo.

Le confirmó que El Diablo había sido fortaleza antes que prisión, y que él había ayudado a construirla, luego se había quedado a servir a los soldados y ahora a los carceleros. La existencia siempre fue dura entre esos muros, pero desde que Carlos Alcázar estaba al cargo era un infierno; la codicia y crueldad de ese hombre eran indescriptibles, explicó. Alcázar imponía trabajos forzados y castigos brutales a los prisioneros, se quedaba con el dinero asignado para la comida y los alimentaba con las sobras del rancho de los soldados. En ese momento había uno agónico, otros afiebrados por el contacto con medusas venenosas y varios con los pulmones reventados, echando sangre por nariz y orejas.

– ¿Y Alejandro de la Vega? -preguntó Diego con el alma en un hilo.

– No durará mucho más, perdió las ganas de vivir, ya casi no se mueve. Los otros presos hacen su trabajo, para que no lo castiguen, y le dan de comer en la boca -dijo Arsenio.

– Por favor, Ojos que ven en la Sombra, lléveme donde él.


Afuera todavía no se ponía el sol, pero dentro la prisión estaba oscura. Los muros gruesos y las ventanas angostas apenas dejaban entrar la luz. Arsenio, quien no necesitaba un candil para ubicarse, tomó a Diego de una manga y lo condujo sin vacilar por los corredores en penumbra y las angostas escaleras del edificio hasta los calabozos del sótano, que habían sido agregados a la fortaleza cuando decidieron utilizarla como prisión. Esas celdas se hallaban bajo el nivel del agua y cuando subía la marea se filtraba humedad, produciendo una pátina verdosa sobre las piedras y un olor nauseabundo.

El guardia de turno, un mestizo picado de viruela, con un mostacho de foca, abrió la reja de hierro, que daba acceso a un corredor, y le entregó a Arsenio el manojo de llaves. A Diego le sorprendió el silencio. Suponía que habría varios prisioneros, pero aparentemente éstos se hallaban tan agotados y débiles que no emitían ni un murmullo.

Arsenio se dirigió a uno de los calabozos, palpó el manojo de llaves, escogió la adecuada y abrió la reja sin titubeo. Diego necesitó varios segundos para ajustar la vista a la oscuridad y distinguir unas siluetas recostadas contra el muro y un bulto en el suelo. Arsenio encendió una vela y él se arrodilló junto a su padre, tan emocionado que no pudo pronunciar ni una palabra. Levantó con cuidado la cabeza de Alejandro de la Vega y se la puso en el regazo, apartando de su frente los mechones apelmazados de cabello.

A la luz de la temblorosa llama pudo verlo mejor y no lo reconoció. Nada quedaba del apuesto y soberbio hidalgo, héroe de antiguas batallas, alcalde de Los Ángeles y próspero hacendado. Estaba inmundo, en los huesos, con la piel cuarteada y terrosa, temblaba de fiebre, tenía los ojos pegados de legañas y un hilo de saliva le corría por la barbilla.

– Don Alejandro, ¿puede oírme? Éste es el padre Aguilar… -dijo Arsenio.

– He venido a socorrerlo, señor, vamos a sacarlo de aquí -murmuró Diego.

Los otros tres hombres que había en la celda sintieron un chispazo de interés, pero enseguida volvieron a recostarse contra la pared. Estaban más allá de la esperanza.

– Déme los últimos sacramentos, padre. Ya es tarde para mí -murmuró el enfermo con un hilo de voz.

– No es tarde. Vamos, señor, siéntese… -le suplicó Diego.

Logró incorporarlo y darle a beber agua, luego le limpió los ojos con el borde mojado de su hábito.

– Haga un esfuerzo por ponerse de pie, señor, porque para salir debe caminar -insistió Diego.

– Déjeme, padre, no saldré con vida de aquí.

– Sí saldrá. Le aseguro que verá a su hijo de nuevo, y no me refiero en el cielo, sino en este mundo…

– ¿Mi hijo, ha dicho?

– Soy yo, Diego, ¿no me reconoce, su merced? -susurró el fraile, procurando que los demás no le oyeran.


Alejandro de la Vega lo observó por unos segundos, tratando de fijar la vista con sus ojos nublados, pero no encontró la imagen conocida en ese fraile encapuchado e hirsuto. Siempre en un murmullo, el joven le explicó que llevaba hábito y barba postiza porque nadie debía saber que se encontraba en El Diablo.

– Diego… Diego… ¡Dios ha escuchado mi súplica! ¡He rezado tanto para volver a verte antes de morir, hijo mío!

– Usted ha sido siempre un hombre bravo y esforzado, su merced. No me falle, se lo ruego. Tiene que vivir. Debo irme ahora, pero prepárese, porque dentro de un rato vendrá a rescatarlo un amigo mío.

– Dile a tu amigo que no es a mí a quien debe liberar, Diego, sino a mis compañeros. Les debo mucho, se han quitado el pan de la boca para dármelo.

Diego se volvió a mirar a los otros presos, tres indios tan sucios y flacos como su padre, con la misma expresión de absoluto desaliento, pero jóvenes y todavía sanos. Por lo visto esos hombres habían logrado cambiar en pocas semanas la actitud de superioridad que había sostenido al hidalgo español durante su larga vida. Pensó en las vueltas del destino. El capitán Santiago de León le había dicho cierta vez, cuando observaban las estrellas en alta mar, que si uno vive lo suficiente, alcanza a revisar sus convicciones y enmendar algunas.

– Saldrán con usted, su merced, se lo prometo -le aseguró Diego al despedirse.


Arsenio dejó al supuesto sacerdote en su cuarto y poco después le llevó una sencilla merienda de pan añejo, sopa aguada y un vaso de vino ordinario. Diego se dio cuenta de que tenía un hambre de coyote y lamentó haber anunciado a Carlos Alcázar que estaba ayunando. No había por qué haber llegado tan lejos con la impostura. Pensó que a esa misma hora Nuria debía de estar preparando un estofado de cola de buey en la misión San Gabriel.

– Yo he venido sólo a explorar el terreno, Arsenio. Otra persona intentará soltar a los presos y llevarse a don Alejandro de la Vega a lugar seguro. Se trata del Zorro, un valiente caballero, vestido de negro y enmascarado, que siempre aparece cuando hay que hacer justicia -le explicó al ciego.

Arsenio creyó que se burlaba de él. Jamás había oído de semejante personaje; llevaba cincuenta años viendo injusticia por todas partes sin que nadie hubiese mencionado a un enmascarado. Diego le aseguró que las cosas iban a cambiar en California. ¡Ya verían quién era el Zorro! Los débiles recibirían protección y los malvados probarían el filo de su espada y el golpe de su látigo. Arsenio se echó a reír, ahora completamente convencido de que ese hombre estaba mal de la cabeza…

– ¿Cree que Lechuza Blanca me hubiese enviado a hablar con usted si se tratara de una broma? -exclamó Diego, ya enojado.

Ese argumento pareció tener cierto impacto sobre el indio, porque preguntó cómo pensaba el tal Zorro liberar a los presos, considerando que nadie había escapado jamás de El Diablo. No era cosa de salir caminando tranquilamente por la puerta principal. Diego le explicó que por muy magnífico que fuese el enmascarado, no podría hacerlo solo, necesitaba ayuda.

El otro se quedó pensando un buen rato y al fin le notificó que existía otra salida, pero no sabía si estaba en buenas condiciones. Cuando construyeron la fortaleza, cavaron un túnel como vía de escape en caso de asedio. En esa época eran frecuentes los asaltos de piratas y se hablaba de que los rusos pensaban apoderarse de California. El túnel, que nunca se había usado y ya nadie recordaba, desembocaba en medio de un tupido bosque, a corta distancia, hacia el oeste, justamente en un antiguo sitio sagrado de los indios.

– ¡Bendito sea Dios! Eso es justamente lo que necesito, es decir, lo que el Zorro necesita. ¿Dónde está la entrada del túnel?

– Si viene ese Zorro, se lo mostraré -replicó Arsenio en tono socarrón.


Una vez a solas, Diego procedió a abrir su equipaje, que contenía su traje negro, el látigo y una pistola. En las bolsas de Bernardo encontró la cuerda, un ancla metálica y varios recipientes de greda. Eran las bombas de humo, preparadas con nitrato y polvo de cinc, conforme a las instrucciones copiadas, junto a otras curiosidades, de los libros del capitán Santiago de León. Había planeado hacer una de aquellas bombas para darle un susto a Bernardo, nunca imaginó que serviría para salvar a su padre.

Se quitó la barba con bastante dificultad, mordiéndose para no gritar de dolor con los tirones. Le quedó la cara irritada, como si se la hubiera quemado, y decidió que no valía la pena pegarse el bigote, bastaba con la máscara, pero que tarde o temprano tendría que dejarse crecer el bigote. Se lavó con el agua que Arsenio había dejado en una jofaina y se vistió de Zorro. Enseguida procedió a desarmar la gran cruz de madera y extrajo de adentro su espada. Se colocó los guantes de cuero e hizo unos pases, probando la flexibilidad del acero y la firmeza de sus músculos. Sonrió satisfecho.

Se asomó a la ventana, vio que afuera ya estaba oscuro y supuso que Carlos y Lolita habrían cenado y probablemente estarían en sus habitaciones. La prisión se hallaba tranquila y en silencio, había llegado el momento de actuar. Se puso el látigo y la pistola en la cintura, enfundó la espada y se dispuso a salir. «¡En nombre de Dios!», murmuró cruzando los dedos, para que al designio divino se sumara la buena suerte.


Había memorizado el plano del edificio y contado los peldaños de las escaleras, para poder desplazarse sin luz. Su traje oscuro le permitía desaparecer en la sombra y confiaba en que no habría demasiada vigilancia.

Deslizándose sin hacer ruido llegó a una de las terrazas y buscó dónde ocultar las bombas, que fue trayendo de a dos en dos. Eran pesadas y no podía correr el riesgo de que se le cayeran. En el último viaje se echó al hombro la cuerda enrollada y el ancla de hierro. Después de asegurarse de que las bombas estaban a buen resguardo, saltó desde la terraza hasta la muralla periférica que encerraba la prisión, hecha de piedra y argamasa, con ancho suficiente para que pasearan centinelas y alumbrada por antorchas cada cincuenta pasos. Desde su refugio vio pasar a un guardia y contó los minutos hasta que pasó el segundo.

Cuando estuvo seguro de que había sólo dos hombres circulando, calculó que dispondría del tiempo justo para realizar el paso siguiente. Corrió agazapado hacia el ala sur de la prisión, porque había acordado con Bernardo que lo esperara en ese lugar, donde un pequeño promontorio de rocas podría facilitar el ascenso. Ambos conocían los alrededores de la prisión porque en más de una ocasión los habían explorado en la infancia. Una vez ubicado el sitio preciso, dejó pasar al centinela antes de tomar una de las antorchas y trazar con ella varios arcos de luz; era la señal para Bernardo. Luego aseguró el ancla de hierro en el muro y lanzó la cuerda hacia el exterior, rogando que alcanzara el suelo y su hermano la viera.

Debió esconderse de nuevo porque se aproximaba el segundo centinela, quien se detuvo a mirar el cielo a dos palmos del ancla metálica. El corazón le dio un brinco y sintió que se le mojaba la máscara de sudor al ver que las piernas del hombre estaban tan cerca del ancla que podría tocarla. Si eso ocurría, tendría que darle un empujón y lanzarlo por encima de la muralla, pero ese tipo de violencia le repugnaba. Tal como le había explicado a Bernardo alguna vez, el mayor desafío era hacer justicia sin mancharse la conciencia con sangre ajena. Bernardo, siempre con los pies firmes en la tierra, le había hecho ver que ese ideal no siempre sería posible.

El guardia reanudó su paseo en el mismo momento en que Bernardo halaba la cuerda desde abajo, moviendo el ancla. Al Zorro el ruido le pareció atronador, pero el centinela sólo vaciló por unos segundos, luego se acomodó el arma al hombro y continuó su camino. Con un suspiró de alivio, el enmascarado se asomó al otro lado de la pared. Aunque no alcanzaba a ver a sus compañeros, la tensión de la cuerda le indicaba que éstos habían iniciado el ascenso.

Tal como habían previsto, los cuatro llegaron arriba con el tiempo justo para esconderse antes de que oyeran los pasos del otro guardia en su ronda. El Zorro indicó a los indios la ubicación de la salida del túnel en el bosque, tal como le había dicho Arsenio, y pidió a dos de ellos que descendieran al patio de la prisión y espantaran a los caballos de la guarnición para evitar que los soldados los siguieran. Enseguida cada uno partió a lo suyo.


El Zorro volvió a la terraza donde había ocultado las bombas y, después de intercambiar con Bernardo un breve ladrido de coyote, se las fue lanzando una a una a la muralla. Se quedó con dos, que le tocaban a él, para usarlas dentro del edificio. Bernardo encendió las mechas de las suyas, se las pasó al indio que lo acompañaba y ambos corrieron a lo largo del muro, silenciosos y veloces, tal como hacían cuando iban de caza.

Se ubicaron en diferentes lugares y, en el momento en que las llamas consumían las mechas y alcanzaban el contenido de las vasijas de greda, las lanzaron hacia sus objetivos: la caballeriza, el arsenal de armas, el albergue de los soldados, el patio. Cuando la espesa humareda blanca de las bombas envolvía la prisión, el Zorro hacía estallar las suyas en el primer y segundo piso del edificio principal.


El pánico cundió en pocos minutos. A la voz de «¡Fuego!» salieron los soldados a tropezones, poniéndose pantalones y botas, mientras sonaba la campana de alarma. Corría todo el mundo para salvar lo que se pudiera, unos pasaban baldes de agua de mano en mano y los vaciaban a ciegas, sofocados, otros abrían las caballerizas y obligaban a salir a los animales. El lugar se llenó de caballos despavoridos, contribuyendo al pandemonio.

Los dos indios de Toypurnia, que habían descendido del muro y estaban ocultos en el patio, aprovecharon la situación para abrir el portón de la fortaleza y provocar una estampida de los caballos, que salieron a campo traviesa. Eran bestias domesticadas y no llegaron muy lejos, se agruparon a poca distancia, donde los indios les dieron alcance. Montaron un par de ellos y arrearon a los demás hacia el sitio de reunión indicado por el Zorro, en la proximidad de la salida del túnel.

Carlos Alcázar despertó con la campana y salió a indagar la causa de tanta alharaca. Trató de imponer calma entre sus hombres explicando que las paredes de piedra eran incombustibles, pero nadie le hizo caso, pues los indios habían disparado flechas encendidas a la paja de las caballerizas y se veían llamas en medio de la humareda. Para entonces el humo dentro del edificio era intolerable y Alcázar corrió a buscar a su amada prima, pero antes de alcanzar su habitación se topó con ella en medio del corredor.

– ¡Los presos! ¡Hay que salvar a los presos! -exclamó Lolita, desesperada.

Pero él tenía otras prioridades. No podía permitir que el incendio destruyera sus preciosas perlas.


En ese par de meses los presos habían sacado miles de ostras y Moncada y Alcázar ya tenían varios puñados de perlas. En el reparto correspondía dos tercios a Moncada, quien financiaba la operación, y el otro tercio a Alcázar, que la manejaba. No llevaban un registro, ya que el negocio era ilegal, pero habían diseñado un sistema de contabilidad. Introducían las perlas por un pequeño agujero en un cofre sellado, fijo por dos barras metálicas en el suelo, que se abría con dos llaves. Cada socio estaba en posesión de una de las llaves, y al final de la temporada se juntarían para abrir el cofre y repartirse el contenido.

Moncada había designado a un hombre de su confianza para vigilar la cosecha en el barco, y exigía que fuese Arsenio, quien las colocaba una a una en el cofre. El ciego, con su extraordinaria memoria táctil, era el único capaz de recordar el número exacto de perlas y, de ser necesario, tal vez podría describir el tamaño y forma de cada una. Carlos Alcázar lo detestaba, porque mantenía esas cifras en la mente y había probado ser incorruptible. Se cuidaba de maltratarlo, porque Moncada lo protegía, pero no perdía ocasión de humillarlo.

En cambio, había sobornado al hombre que vigilaba en el barco y, mediante un pago razonable, éste permitía que Alcázar sustrajera las perlas más redondas, más grandes y de mejor oriente, que no pasaban por las manos de Arsenio ni llegaban al cofre. Rafael Moncada jamás sabría de su existencia.


Mientras los tres indios de la tribu de Toypurnia terminaban de sembrar el caos y se robaban los caballos, Bernardo se introdujo en el edificio, donde lo esperaba el Zorro, quien lo guió hacia los calabozos. Habían recorrido unos cuantos metros de pasillo, tapándose la cara con pañuelos mojados para soportar el humo, cuando una mano cogió el brazo del Zorro.

– ¡Padre Aguilar! Sígame, es más corto por aquí…

Era Arsenio, quien no podía apreciar la transformación del supuesto misionero en el inefable Zorro, pero había reconocido la voz. No era indispensable sacarlo de su error. Los hermanos se aprontaron a seguirlo, pero la figura de Carlos Alcázar apareció de súbito en el corredor, bloqueando el paso.

Al ver a ese par de desconocidos, uno de ellos vestido de la manera más pintoresca, el jefe de la prisión echó mano de su pistola y disparó. Un grito de dolor resonó entre las paredes y la bala se incrustó en una viga del techo: el Zorro le había arrancado la pistola de un latigazo en la muñeca en el instante en que apretaba el gatillo.

Bernardo y Arsenio se dirigieron a los calabozos, mientras Diego, espada en mano, seguía a Alcázar escaleras arriba. Acababa de ocurrírsele una idea para resolver los problemas del padre Mendoza y, de paso, hacer que Moncada pasara un mal rato. En verdad, soy un genio, concluyó a las carreras.


Alcázar llegó a su oficina en cuatro saltos y logró cerrar la puerta y echar la llave antes de que el otro le diera alcance. El humo no había penetrado dentro de ese cuarto. El Zorro descargó su pistola en el cerrojo de la puerta y la empujó, pero ésta no cedió, tenía una tranca por dentro. Había perdido su único tiro, no tenía tiempo de recargar el arma y cada minuto contaba. Sabía, porque había estado en esa sala, que las ventanas daban al balcón exterior. Era evidente a simple vista que no podría alcanzarlo de un salto, como pretendía, sin riesgo de romperse la cabeza sobre las piedras del patio, pero en el piso superior asomaba una gárgola decorativa tallada en la piedra. Logró enrollar en ella la punta de su látigo, dio un tirón para afirmarlo y, rezando para que la figura resistiera su peso, se columpió, cayendo limpiamente en el balcón.

Dentro de su oficina, Carlos Alcázar estaba ocupado cargando su pistola para violar los cerrojos del cofre a balazos y no vio la sombra en la ventana. El Zorro aguardó a que descargara el arma, pulverizando uno de los candados, e irrumpió en la habitación por la ventana abierta. La capa se le enredó y lo hizo vacilar por un segundo, tiempo suficiente para

que Alcázar soltara la pistola, ahora inútil, y cogiera su espada.

Ese hombre, tan cruel con los débiles, era cobarde ante un contrincante de su altura y, además, tenía poca práctica en esgrima; en menos de tres minutos su acero había saltado por los aires y se hallaba con los brazos en alto y la punta de una espada en el pecho.

– Podría matarte, pero no deseo mancharme con sangre de perro. Soy el Zorro y vengo por tus perlas.

– ¡Las perlas pertenecen al señor Moncada!

– Pertenecían. Ahora son mías. Abre el cofre.

– Se necesitan dos llaves y sólo tengo una.

– Usa la pistola. Cuidado, al menor gesto sospechoso, te atravesaré el cuello sin el menor escrúpulo. El Zorro es generoso, te perdonará la vida siempre que obedezcas -le amenazó el enmascarado.

Temblando, Alcázar logró recargar la pistola y romper de un tiro el otro candado. Levantó la tapa de madera y apareció el tesoro, tan blanco y reluciente que no pudo evitar la tentación de hundir la mano y dejar que las maravillosas perlas se escurrieran entre sus dedos. Por su parte, el Zorro nunca había visto nada de tanto valor. Comparadas con eso, las piedras preciosas que habían obtenido en Barcelona por el valor de las propiedades de Tomás de Romeu parecían modestas. En esa caja había una fortuna. Indicó a su adversario que vaciara el contenido en una faltriquera.

– El fuego alcanzará el polvorín de un momento a otro y El Diablo volará por los aires. Cumplo mi palabra, tienes tu vida, que te aproveche -dijo.


El otro no respondió. En vez de precipitarse a la salida, como era de esperar, se quedó en la oficina. El Zorro había notado que lanzaba miradas furtivas al otro extremo de la habitación, donde estaba la estatua de la Virgen María sobre su pedestal de piedra. Por lo visto eso le interesaba más que la propia vida. Cogió la faltriquera con las perlas, quitó la tranca de la puerta y desapareció en el corredor, pero no fue lejos. Esperó, contando los segundos, y como Alcázar no salía, regresó a la oficina a tiempo para sorprenderlo destrozando la cabeza de la estatua con la culata de su pistola.

– ¡Qué manera tan irreverente de tratar a la Madona! -exclamó.

Carlos Alcázar se volvió, demudado por la furia, y le lanzó la pistola a la cara, errando por un amplio margen, al tiempo que echaba mano de su espada, que yacía en el suelo a dos pasos de distancia.

Apenas alcanzó a erguirse y ya el enmascarado estaba encima de él, mientras la blanca humareda del pasillo empezaba a invadir la sala. Cruzaron los aceros durante varios minutos, enceguecidos por el humo, tosiendo. Alcázar fue retrocediendo hacia su mesa de trabajo y, en el momento en que perdía la espada por segunda vez, sacó del cajón una pistola cargada. No tuvo ocasión de apuntar, porque una patada formidable en el brazo le desarmó y enseguida el Zorro le marcó la mejilla con tres rayas vertiginosas de su acero, formando la letra zeta. Alcázar dio un alarido, cayó de rodillas y se llevó las manos a la cara.

– No es mortal, hombre, es la marca del Zorro, para que no me olvides -dijo el enmascarado.


En el suelo, entre los pedazos rotos de la estatua, había una bolsita de gamuza que el Zorro cogió al vuelo antes de salir corriendo. Sólo más tarde, al examinar su contenido, vería que en ella había ciento tres perlas magníficas, más valiosas que todas las del cofre.


El Zorro había memorizado el camino y dio pronto con los calabozos. El sótano era la única parte de El Diablo donde no había llegado el humo ni se oía el escándalo de campanazos, carreras y gritos. Los presos ignoraban lo ocurrido afuera hasta que apareció Lolita dando la voz de alarma. La muchacha había bajado en camisa de dormir y descalza a exigir a los guardias que salvaran a la gente. Ante la eventualidad de un incendio, los guardias cogieron la antorcha del muro y escaparon deprisa, sin acordarse para nada de los prisioneros, y Lolita se encontró tanteando en las tinieblas en busca de las llaves.

Al comprender que se trataba de un incendio, los aterrados cautivos empezaron a dar alaridos y sacudir las rejas tratando de salir. En eso aparecieron Arsenio y Bernardo. El primero se dirigió con calma al pequeño armario donde se guardaban las velas y las llaves para abrir las celdas, que podía reconocer al tacto, mientras el segundo encendía luces y trataba de tranquilizar a Lolita.


Un momento después hizo su entrada el Zorro. Lolita lanzó una exclamación al ver a ese enmascarado de luto blandiendo una espada ensangrentada, pero el susto se trocó en curiosidad cuando él enfundó el acero y se inclinó para besarle la mano. Bernardo intervino palmoteando el hombro de su hermano: no era el momento para galanterías.

– ¡Calma! ¡Es sólo humo! Seguid a Arsenio, él conoce otra salida -indicó el Zorro a los presos que emergían de sus calabozos. Tiró su capa al suelo y sobre ella colocaron a Alejandro de la Vega. Cuatro indios alzaron la capa por las puntas, como una hamaca, y se llevaron al enfermo. Otros ayudaron al infeliz que había sido azotado y todos, incluyendo Lolita, siguieron a Arsenio hacia el túnel, con Bernardo y el Zorro en la retaguardia para protegerlos.

La entrada se hallaba detrás de una pila de barriles y trastos, no por intención de ocultarla, sino porque nunca se había usado y con el tiempo se acumularon cosas en el lugar. Era evidente que nadie había notado su existencia. Despejaron la portezuela y entraron uno a uno al negro socavón. El Zorro le explicó a Lolita que no había peligro de incendio, el humo era una distracción para salvar a esos hombres, la mayoría inocentes. Ella apenas entendía sus palabras, pero asentía como hipnotizada. ¿Quién era ese joven tan atrayente? Tal vez un forajido y por eso ocultaba el rostro, pero tal posibilidad, lejos de frenarla, avivaba su entusiasmo.

Estaba dispuesta a seguirlo hasta el fin del mundo, pero él no se lo pidió, en cambio le dijo que volviera a arrimar los barriles y trastos frente a la portezuela, una vez que todos hubieran entrado al túnel. Además, debía prender fuego a la paja de los calabozos, eso les daría más tiempo para escapar, le indicó. Lolita, perdida la voluntad, asintió con una sonrisa boba pero la mirada ardiente.

– Gracias, señorita -dijo él.

– ¿Quién es usted?

– Mi nombre es el Zorro.

– ¿Qué clase de tontería es ésta, señor?

– Ninguna tontería, se lo aseguro, Lolita. No puedo darle más explicaciones por ahora, ya que el tiempo apremia, pero volveremos a vernos -replicó él.

– ¿Cuándo?

– Pronto. No cierre la ventana de su balcón y una de estas noches iré a visitarla.


Esa proposición debía tomarse como un insulto, pero el tono del desconocido era galante y sus dientes muy blancos. Lolita no supo qué responder, y cuando el brazo firme de él la rodeó por la cintura, no hizo nada por apartarlo, al contrario, cerró los ojos y le ofreció los labios. El Zorro, un poco sorprendido ante la rapidez con que avanzaba en ese terreno, la besó sin rastro de la timidez que antes sentía frente a Juliana. Oculto tras la máscara del Zorro podía dar rienda suelta a su galantería.

Dadas las circunstancias, fue un beso bastante bueno. En realidad habría sido perfecto si no hubieran estado los dos tosiendo por el humo.

El Zorro se desprendió de ella con pesar y se introdujo en el túnel siguiendo a los demás. Lolita necesitó tres minutos completos para recuperar el uso de la razón y el aliento, y enseguida procedió a cumplir las instrucciones del fascinante enmascarado, con el cual pensaba casarse algún día no muy lejano, ya lo había decidido. Era una muchacha avispada.

Media hora después de que estallaran las bombas, el humo empezó a disiparse y para entonces los soldados habían apagado el fuego en las caballerizas y lidiaban con el de los calabozos, mientras Carlos Alcázar, restañando la sangre de la mejilla con un trapo, había recuperado el control de la situación. Todavía no lograba entender lo sucedido. Sus hombres encontraron las flechas que iniciaron el fuego, pero nadie vio a los responsables. No creía que se tratara de un ataque de indios, eso no había ocurrido desde hacía veinticinco años, debía de ser una distracción del tal Zorro para robarse las perlas. Hasta un buen rato más tarde no supo que los presos habían desaparecido sin dejar rastro.


El túnel, reforzado con tablas para evitar derrumbes, era estrecho, pero permitía holgadamente el paso de una persona. El aire estaba enrarecido, los conductos de ventilación se habían obstruido con el paso del tiempo y el Zorro decidió que no podían consumir el escaso oxígeno disponible con las llamas de las velas, tendrían que avanzar en la oscuridad. Arsenio, que no necesitaba luz, iba adelante, con la única vela permitida, como señal para los demás.

La sensación de estar enterrados en vida y la idea de que un derrumbe los atrapara allí para siempre eran aterradoras. Bernardo muy rara vez perdía la calma, pero estaba acostumbrado a grandes espacios y allí se sentía como un topo; el pánico iba apoderándose de él. No podía avanzar más deprisa ni retroceder, le faltaba aire, se ahogaba, creía pisar ratas y serpientes, estaba seguro de que el túnel se estrechaba por momentos y jamás podría salir.

Cuando el terror lo detenía, la mano firme de su hermano en la espalda y su voz tranquilizadora le daban ánimo. El Zorro era el único del grupo a quien no le afectaba ese confinamiento, porque estaba muy ocupado pensando en Lolita. Tal como le había dicho Lechuza Blanca durante su iniciación, las cuevas y la noche eran los elementos del zorro.


El recorrido del túnel les pareció muy largo, aunque la salida no estaba lejos de la prisión. De día los guardias habrían logrado verlos, pero en plena noche los fugitivos pudieron emerger del túnel sin peligro de ser vistos, protegidos por los árboles.

Salieron cubiertos de tierra, sedientos, ansiosos de respirar aire puro. Los indios se despojaron de sus andrajos de prisioneros, se sacudieron la tierra y, desnudos, levantaron los brazos y la cara al cielo para celebrar ese primer momento de libertad. Al comprender que estaban en un lugar sagrado, se sintieron reconfortados: era un buen augurio. Unos silbidos respondieron a los de Bernardo y pronto aparecieron los indios de Toypurnia conduciendo los caballos robados y los de ellos, entre los cuales iba Tornado.

Los fugitivos montaron de a dos en las cabalgaduras y se dispersaron hacia los cerros. Eran gente de la región y podrían reunirse con sus tribus antes de que los soldados se organizaran para alcanzarlos. Pensaban mantenerse lo más lejos posible de los blancos hasta que volviera la normalidad a California.


El Zorro se sacudió la tierra, lamentando que su traje recién comprado en Cuba ya estuviera inmundo, y se felicitó porque las cosas habían salido incluso mejor de lo planeado. Arsenio se llevó al anca de su caballo al hombre que había sido flagelado; Bernardo acomodó a Alejandro de la Vega sobre el suyo y él se sentó detrás para sostenerlo. El camino de la montaña era escarpado y recorrerían la mayor parte durante la noche.

El aire frío había despercudido el letargo del anciano y la alegría de ver a su hijo le había devuelto la esperanza. Bernardo le aseguró que Toypurnia y Lechuza Blanca le cuidarían hasta que pudiese regresar a su hacienda. Entretanto el Zorro galopaba en Tornado rumbo a la misión

San Gabriel.


El padre Mendoza pasó varias noches dándose vueltas en su camastro sin poder dormir. Había leído y rezado sin hallar tranquilidad para su espíritu desde que descubrió que faltaban cosas en la bodega y el hábito de repuesto. Sólo tenía dos, que alternaba cada tres semanas para lavarlos, tan usados y rotosos, que no podía imaginar quién habría tenido la tentación de sustraerle uno. Quiso dar al ladrón oportunidad de devolver lo robado, pero ya no podía postergar más la decisión de actuar. La idea de reunir a sus neófitos, darles un sermón sobre el tercer mandamiento y averiguar quién era el responsable, le quitaba el sueño.

Sabía que su gente tenía muchas necesidades, no era el momento de imponer castigos, pero no podía dejar pasar esa falta. No comprendía por qué, en vez de hurtar alimentos, habían sacado cuerdas, nitrato, cinc y su hábito; el asunto no tenía sentido. Estaba cansado de tanta lucha, trabajo y soledad, le dolían los huesos y el alma.

Los tiempos habían cambiado tanto, que ya no reconocía el mundo, reinaba la codicia, nadie se acordaba de las enseñanzas de Cristo, ya nadie lo respetaba, no podía proteger a sus neófitos de los abusos de los blancos. A veces se preguntaba si los indios no estaban mejor antes, cuando eran dueños de California y vivían a su manera, con sus costumbres y sus dioses, pero enseguida se persignaba y pedía perdón a Dios por tamaña herejía. «¡Adonde vamos a parar si yo mismo dudo del cristianismo!», suspiraba, arrepentido.


La situación había empeorado mucho con la llegada de Rafael Moncada, quien representaba lo peor de la colonización: venía a hacer fortuna deprisa e irse lo antes posible. Para él los indios eran bestias de carga. En los más de veinte años que llevaba en San Gabriel, el misionero había pasado por momentos críticos -terremotos, epidemias, sequías y hasta un ataque de indios-, pero nunca se desanimó, porque estaba seguro de que cumplía un mandato divino. Ahora se sentía abandonado por Dios.


Caía la noche y habían encendido antorchas en el patio. Después de una jornada de duro trabajo, el padre Mendoza, arremangado y sudoroso, estaba cortando leña para la cocina. Levantaba el hacha con dificultad, cada día le parecía más pesada, cada día la madera era más dura. En eso sintió un galope de caballo. Hizo una pausa y ajustó la vista, que ya no era la misma de antes, preguntándose quién vendría tan apurado a esa hora tardía. Al aproximarse el jinete, vio que se trataba de un hombre vestido de oscuro y con la cara cubierta por una máscara, sin duda un bandido. Dio la voz de alarma, para que mujeres y niños se refugiaran, luego se aprontó para enfrentarlo con el hacha en las manos y una oración en los labios; no había tiempo de ir en busca de su viejo mosquete.

El desconocido no esperó que su corcel se detuviera para saltar a tierra, llamando al misionero por su nombre.

– ¡No tema, padre Mendoza, soy un amigo!

– Entonces la máscara está de más. Tu nombre, hijo -replicó el sacerdote.

– El Zorro. Ya sé que parece extraño, pero más extraño es lo que voy a decirle, padre. Vamos adentro, por favor.

El misionero condujo al desconocido a la capilla, con la idea de que allí contaba con protección celestial y podría convencerlo de que en ese lugar nada había de valor. El individuo resultaba temible, llevaba espada, pistola y látigo, iba armado para la guerra, pero tenía un aire vagamente familiar. ¿Dónde había escuchado esa voz? El Zorro empezó por asegurarle que no era un rufián y enseguida le confirmó sus sospechas sobre la explotación de perlas de Moncada y Alcázar. Legalmente sólo les pertenecía un diez por ciento, el resto del tesoro era de España.

Utilizaban a los indios como esclavos, seguros de que nadie, salvo el padre Mendoza, intercedería por ellos.

– No tengo a quien apelar, hijo. El nuevo gobernador es un hombre débil y teme a Moncada -alegó el misionero.

– Entonces deberá recurrir a las autoridades en México y España, padre.

– ¿Con qué pruebas? Nadie me creerá, tengo fama de ser un viejo fanático, obsesionado con el bienestar de los indios.

– Ésta es la prueba -dijo el Zorro colocándole una pesada faltriquera en las manos.

El misionero miró el contenido y lanzó una exclamación de sorpresa al ver el montón de perlas.

– ¿Cómo obtuviste esto, hijo, por Dios?

– Eso no importa.

El Zorro le sugirió que llevara el botín al obispo en México y denunciara lo ocurrido, única forma de evitar que esclavizaran a los neófitos. Si España decidía explotar los bancos de ostras, contratarían a los indios yaquis, tal como se hacía antes. Después le pidió que informara a Diego de la Vega de que su padre se encontraba libre y a salvo. El misionero comentó que ese joven había resultado una desilusión, no parecía hijo de Alejandro y Regina, le faltaban agallas. Pidió de nuevo al visitante que le mostrara la cara, de otro modo no podía confiar en su palabra, podía ser una trampa. El otro replicó que su identidad debía permanecer secreta, pero le prometió que ya no estaría solo en su empeño de defender a los pobres, porque de ahora en adelante el Zorro velaría por la justicia. El padre Mendoza soltó una risa nerviosa; el tipo podía ser un loco suelto.

– Una última cosa, padre… Esta bolsita de gamuza contiene ciento tres perlas mucho más finas que las demás, valen una fortuna. Son suyas. No tiene que mencionarlas a nadie, le aseguro que la única persona que conoce su existencia no se atreverá a preguntar por ellas.

– Imagino que son robadas.

– Sí, lo son, pero en justicia pertenecen a quienes las arrancaron del mar con su último aliento. Usted sabrá darles buen uso.

– Si son mal habidas, no quiero verlas, hijo mío.

– No tiene que hacerlo, padre, pero guárdelas -replicó el Zorro con un guiño de complicidad.


El misionero ocultó la bolsa en los pliegues del hábito y acompañó al visitante al patio, donde aguardaba el lustroso caballo negro, rodeado por los niños de la misión. El hombre montó el corcel y, para divertir a los críos, lo hizo corcovear con un silbido, luego sacó a relucir su espada en la luz de las antorchas y cantó unos versos, que él mismo había compuesto durante los meses de ocio en Nueva Orleáns, respecto a un valiente jinete que en las noches de luna sale a defender la justicia, castigar a los malvados y tallar la zeta con su acero.

El detalle de la canción sedujo a los niños, pero acrecentó el temor del padre Mendoza de que el tipo estaba deschavetado. Isabel y Nuria, quienes pasaban la mayor parte del día encerradas en su habitación cosiendo, asomaron al patio a tiempo de vislumbrar la galante figura haciendo piruetas sobre el negro corcel, antes de desaparecer. Preguntaron quién era aquel llamativo personaje y el padre Mendoza replicó que, si no era un demonio, debía ser un ángel enviado por Dios para reforzarle la fe.


Esa misma noche Diego de la Vega regresó a la misión cubierto de polvo, contando que había tenido que acortar el viaje porque estuvo a punto de perecer en manos de bandidos. Vio venir de lejos a un par de sujetos sospechosos y para evitarlos se salió del Camino Real y echó a galopar hacia los bosques, pero se perdió. Pasó la noche acurrucado bajo los árboles, a salvo de bandoleros, pero a merced de osos y lobos. Al alba pudo orientarse y decidió volver a San Gabriel, era una imprudencia continuar solo. Había cabalgado el día entero sin probar bocado, estaba muerto de fatiga y con dolor de cabeza. Saldría para Monterrey dentro de unos días, pero esta vez iría bien armado y con escolta.

El padre Mendoza le informó que ya no sería necesaria su visita al gobernador, porque don Alejandro de la Vega había sido rescatado de la prisión por un bravo desconocido. A Diego sólo le quedaba por delante el deber de recuperar los bienes de la familia. Se calló las dudas de que ese currutaco hipocondríaco fuera capaz de hacerlo.

– ¿Quién rescató a mi padre? -preguntó Diego.

– Se hacía llamar el Zorro y llevaba una máscara -dijo el misionero.

– ¿Máscara? ¿Un bandolero, acaso? -inquirió el joven.

– Yo también lo vi, Diego, y para ser un forajido no estaba mal el hombre. ¡Ni te digo lo guapo y elegante que era! Además, montaba un caballo que le debe haber costado un ojo de la cara -intervino Isabel, entusiasmada.

– Tú siempre has tenido más imaginación de la conveniente -replicó él.


Nuria interrumpió para anunciar la cena. Esa noche Diego comió con voracidad, a pesar de la tan anunciada migraña, y al terminar felicitó a la dueña, quien había mejorado la dieta de la misión. Isabel le interrogó sin piedad, quería averiguar por qué sus caballos no llegaron cansados, el aspecto de los supuestos malandrines, el tiempo que echó en ir de un punto a otro y la razón por la cual no se hospedó en otras misiones, a sólo una jornada de camino.

El padre Mendoza no percibió la vaguedad de las respuestas, sumido como estaba en sus cavilaciones. Con la mano derecha comía y con la izquierda palpaba en su bolsillo la bolsita de gamuza, calculando que su contenido podría devolver a la misión su antiguo bienestar. ¿Había pecado al aceptar esas perlas manchadas de sufrimiento y codicia? No. De pecado, nada, pero podrían traerle mala suerte… Sonrió al comprobar que con los años se había vuelto más supersticioso.


Un par de días más tarde, cuando ya el padre Mendoza había enviado una carta sobre las perlas a México y preparaba su equipaje para el viaje con Diego, llegaron Rafael Moncada y Carlos Alcázar, a la cabeza de varios soldados, entre ellos el obeso sargento García. Alcázar lucía un feo costurón en la mejilla, que le deformaba la cara, y venía inquieto porque no había logrado convencer a su socio de la forma en que se esfumaron las perlas. La verdad no le servía en este caso, porque habría puesto en evidencia su triste papel en la defensa de la prisión y del botín. Prefirió decirle que medio centenar de indios incendió El Diablo mientras una banda de forajidos, a las órdenes de un enmascarado vestido de negro, que se identificó como el Zorro, se introdujo en el edificio. Después de cruenta lucha, en la que él mismo fue herido, los asaltantes lograron reducir a los soldados y se largaron con las perlas. En la confusión escaparon los presos.

Sabía que Moncada no quedaría tranquilo hasta averiguar la verdad y encontrar las perlas. Los presos fugitivos eran lo de menos, sobraba mano de obra indígena para reemplazarlos.

La curiosa forma del corte en la cara de Alcázar -una zeta perfecta- le recordó a Moncada a un enmascarado, cuya descripción correspondía al Zorro, quien había trazado una letra similar en la residencia del chevalier Duchamp y en un cuartel de Barcelona. En ambas ocasiones el pretexto fue liberar a unos presos, como en El Diablo. Además, en el segundo caso tuvo la audacia de utilizar su propio nombre y el de su tía Eulalia. Había jurado hacerle pagar aquel insulto, pero nunca lograron echarle el guante.

Llegó rápidamente a la única conclusión posible: Diego de la Vega estaba en Barcelona en la época en que alguien tallaba una zeta en las paredes y tan pronto desembarcó en California le marcaron la misma letra en la mejilla a Alcázar. No era simple coincidencia. El tal Zorro no podía ser otro que Diego. Costaba creerlo, pero de cualquier manera era buen pretexto para hacerle pagar las molestias que le había causado.


Llegó a la misión a mata caballo, porque pensaba que su presa podría haber escapado, y se encontró a Diego sentado bajo un parrón bebiendo limonada y leyendo poesías. Ordenó al sargento García que lo arrestara y el pobre gordo, quien seguía teniendo por Diego la misma incondicional admiración de la infancia, se dispuso de mala gana a obedecer, pero el padre Mendoza alegó que el enmascarado que decía ser el Zorro no era ni remotamente parecido a Diego de la Vega. Isabel lo apoyó: ni un tonto podía confundir a esos dos hombres, dijo, conocía a Diego como a un hermano, había vivido con él por cinco años, era buen muchacho, inofensivo, sentimental, enfermizo, de bandido nada tenía, y menos de héroe.

– Gracias -la cortó Diego, ofendido, pero notó que el ojo errante de su amiga giraba como un trompo.

– El Zorro ayudó a los indios porque son inocentes, usted lo sabe tan bien como yo, señor Moncada. No se robó las perlas, las tomó como prueba de lo que sucede en El Diablo -dijo el misionero.

– ¿De qué perlas habla? -lo interrumpió Carlos Alcázar, muy nervioso, porque hasta ese momento nadie las había mencionado e ignoraba cuánto sabía el cura de sus trampas. El padre Mendoza admitió que el Zorro le había entregado la bolsa con el encargo de acudir a los tribunales en México.


Rafael Moncada disimuló un suspiro de alivio: había sido más fácil recuperar su tesoro de lo imaginado. Ese viejo ridículo no constituía un problema, podía borrarlo del mapa de un soplido, sucedían accidentes lamentables a cada rato. Con expresión preocupada le agradeció la maña para recuperar las perlas y el celo para cuidarlas, luego le exigió que se las entregara, él se haría cargo del asunto. Si Carlos Alcázar, como jefe de la prisión, había cometido irregularidades, se tomarían las medidas pertinentes, no había motivo para molestar a nadie en México.

El cura tuvo que obedecer. No se atrevió a acusarlo de complicidad con Alcázar, porque un paso en falso le costaría lo que más le importaba en este mundo: su misión. Trajo la faltriquera y la colocó sobre la mesa.

– Esto pertenece a España. He enviado una carta a mis superiores y habrá una investigación al respecto -dijo.

– ¿Una carta? Pero si el barco no ha llegado aún… -interrumpió Alcázar.

– Dispongo de otros medios, más rápidos y seguros que el barco.

– ¿Están aquí todas las perlas? -preguntó Moncada, molesto.

– ¿Cómo puedo saberlo? Yo no estaba presente cuando fueron sustraídas, no sé cuántas había originalmente. Sólo Carlos puede contestar esa pregunta -replicó el misionero.

Esas palabras aumentaron las sospechas que Moncada ya tenía de su socio. Tomó al misionero por un brazo y lo llevó a viva fuerza delante del crucifijo que había sobre una repisa en la pared.

– Jure ante la cruz de Nuestro Señor que no ha visto otras perlas. Si miente, su alma se condenará al infierno -le ordenó.

Un silencio ominoso se impuso en la habitación, todos retuvieron el aliento y hasta el aire se inmovilizó. Lívido, el padre Mendoza se soltó de un tirón de la garra que lo paralizaba.

– ¡Cómo se atreve! -masculló.

– ¡Jure! -repitió el otro.

Diego e Isabel se adelantaron para intervenir, pero el padre Mendoza, deteniéndolos con un gesto, puso una rodilla en el suelo, la mano derecha en su pecho y los ojos en el Cristo tallado en madera por manos de indio. Temblaba de impresión y de rabia por la violencia a que era sometido, pero no temía ir a dar al infierno, al menos no por ese motivo.

– Juro ante la Cruz que no he visto otras perlas. Que mi alma se condene si miento -dijo con voz firme.


Durante una larga pausa nadie dijo una sola palabra, el único sonido fue la exhalación de alivio de Carlos Alcázar, cuya vida no valía un centavo si Rafael Moncada se enteraba de que se había quedado con la mejor parte del botín. Suponía que la bolsita de gamuza estaba en poder del enmascarado, pero no entendía por qué éste le había entregado las demás perlas al cura, si podía quedarse con todas. Diego adivinó el curso de sus pensamientos y le sonrió, desafiante.

Moncada debió aceptar el juramento del padre Mendoza, pero les recordó a todos que no daba por concluido ese asunto hasta colgar al culpable de la horca.

– ¡García! ¡Arresta a De la Vega! -repitió Rafael Moncada.

El gordo se secó la frente con la manga del uniforme y se dispuso a cumplir su cometido de mala gana.

– Lo siento -balbuceó, indicando a dos soldados que se lo llevaran.

Isabel se le puso por delante a Moncada aduciendo que no había pruebas contra su amigo, pero él la apartó de un brusco empujón.


Diego de la Vega pasó la noche encerrado en uno de los antiguos cuartos de servicio de la hacienda donde había nacido. Se acordaba incluso de quién lo ocupaba en la época en que él vivía allí con sus padres, una india mexicana de nombre Roberta que tenía media cara quemada por un accidente con una olla de chocolate hirviendo. ¿Qué habría sido de ella? No recordaba, en cambio, que esas habitaciones fueran tan miserables, cubículos sin ventanas, con suelo de tierra y muros de adobe sin pintar, amueblados con un jergón de paja, una silla y un arcón de palo.

Pensó que así había pasado la infancia Bernardo, mientras a pocos metros de distancia él dormía en una cama de bronce con cortina de tul para protegerlo de las arañas, en un aposento atiborrado de juguetes. ¿Cómo no lo había notado entonces? La casa estaba dividida por una línea invisible que separaba el ámbito de la familia del complejo universo de los criados. El primero, amplio y lujoso, decorado en estilo colonial, era un prodigio de orden, calma y limpieza, olía a ramos de flores y al tabaco de su padre. En el segundo hervía la vida: parloteo incesante, animales domésticos, riñas, trabajo. Esa parte de la casa olía a chile molido, a pan horneado, a ropa remojada en lejía, a basura.

Las terrazas de la familia, con sus azulejos pintados, sus trinitarias y fuentes, eran un paraíso de frescura, mientras que los patios de la servidumbre se llenaban de polvo en verano y de barro en invierno. Diego pasó horas incontables en el jergón del suelo, sudando el calor de mayo, sin ver luz natural. Faltaba aire, le ardía el pecho.


No podía medir el tiempo, pero sentía que había estado allí varios días. Tenía la boca seca y temía que el plan de Moncada fuera el de vencerlo por sed y hambre. A ratos cerraba los ojos y trataba de dormir, pero estaba demasiado incómodo. No había espacio para dar más de dos pasos, sentía los músculos acalambrados. Examinó el cuarto palmo a palmo buscando la forma de salir y no la encontró. La puerta tenía una sólida barra de hierro por fuera; ni Galileo Tempesta hubiera podido abrirla desde adentro.

Trató de desprender las tablas del techo, pero estaban reforzadas, era evidente que el lugar se usaba como celda. Mucho tiempo más tarde la puerta de su tumba se abrió y el rostro rubicundo del sargento García apareció en el umbral. A pesar de la debilidad que sentía, Diego calculó que podía aturdir al buen sargento con un mínimo de violencia, utilizando la presión en el cuello que le enseñó el maestro Escalante cuando lo entrenaba en el método de lucha de los miembros de La Justicia, pero no quería causarle problemas con Moncada a su antiguo amigo. Además, de esa manera podría salir de su celda, pero no podría escapar de la hacienda; era mejor esperar. El gordo colocó en el suelo una jarra de agua y una escudilla con frijoles y arroz.

– ¿Qué hora es, amigo mío? -le preguntó Diego, simulando un buen humor que estaba lejos de sentir.

García contestó con morisquetas y gestos de los dedos.

– ¿Las nueve de la mañana del martes, dices? Eso significa que he estado aquí dos noches y un día. ¡Qué bien he dormido! ¿Sabes cuáles son las intenciones de Moncada?

García negó con la cabeza.

– ¿Qué te pasa? ¿Tienes órdenes de no hablarme? Bueno, pero nadie te dijo que no podías escucharme, ¿verdad?

– Hmmm -asintió el otro.


Diego se estiró, bostezó, se bebió el agua y saboreó con parsimonia la comida, que le pareció deliciosa, como le comentó a García, mientras charlaba sobre tiempos pasados: las aventuras estupendas de la infancia, el valor que siempre demostró García cuando se enfrentó con Alcázar y atrapó a un oso vivo. Con razón era tan admirado por los rapaces de la escuela, concluyó. No era exactamente así como el sargento recordaba aquella época, pero esas palabras cayeron como un bálsamo sobre su alma magullada.

– En nombre de nuestra amistad, García, tienes que ayudarme a salir de aquí -concluyó Diego.

– Me gustaría, pero soy soldado y el deber está antes que todo -respondió el otro en un susurro, mirando por encima del hombro para verificar que nadie los oía.

– Nunca te pediría que faltaras a tu deber o cometieras un acto ilegal, García, pero nadie puede culparte si la puerta no queda bien atrancada…

No hubo tiempo de continuar la conversación, porque llegó un soldado a indicarle al sargento que don Rafael Moncada esperaba al prisionero.

García se enderezó la casaca, sacó pecho y chocó los talones con aire marcial, pero le guiñó un ojo a Diego. Alzaron al detenido por los brazos y lo condujeron al salón principal: sosteniéndolo casi en vilo hasta que pudo afirmarse en las piernas dormidas por la inmovilidad.

Con pesar, Diego comprobó una vez más los cambios, su hogar tenía aspecto de cuartel. Lo sentaron en una de las sillas del salón y lo ataron por el pecho al respaldo y por los tobillos a las patas del mueble. Se dio cuenta de que el sargento cumplía su obligación a medias, las amarras no quedaron bien apretadas y con algo de maña podría soltarse, pero había soldados por todas partes. «Necesito una espada», le susurró a García en un momento en que el otro uniformado se alejó un par de pasos.

El gordo casi se ahoga de susto ante semejante solicitud; a Diego se le pasaba la mano, ¿cómo iba a darle un arma en esas circunstancias? Le costaría varios días en el cepo y su carrera militar. Lo palmoteo con cariño en el hombro y se fue, cabizbajo y arrastrando los pies, mientras el guardia se apostaba en un rincón a vigilar al cautivo.


Diego estuvo en la silla por más de dos horas, que empleó para sustraer con disimulo las manos de las cuerdas, pero no podía desamarrarse los tobillos sin llamar la atención del soldado, un inconmovible mestizo con aspecto de estatua azteca. Intentó atraerlo fingiendo que se ahogaba de tos, después le rogó que le diera un cigarro, un vaso de agua, un pañuelo, pero no hubo forma de que se aproximara. Por toda respuesta aprontaba el arma y lo observaba con sus ojillos de piedra, que apenas asomaban sobre sus pómulos prominentes. Diego concluyó que si ésa era una estrategia de Moncada para bajarle los humos y ablandarle la voluntad, estaba dando buen resultado.

Por fin, a media tarde hizo su entrada Rafael Moncada, pidiendo disculpas por haber incomodado a una persona tan fina como Diego. Nada más lejos de su ánimo que hacerle pasar un mal rato, dijo, pero dadas las circunstancias no podía actuar de otro modo. ¿Sabía Diego cuánto rato estuvo encerrado en el cuarto de servicio? Exactamente el mismo número de horas que él permaneció en la cámara secreta de Tomás de Romeu, antes de que acudiera su tía a sacarlo. Una curiosa coincidencia. Aunque él se preciaba de tener sentido del humor, la broma aquella había sido algo pesada.

En todo caso, le agradecía que lo hubiese librado de Juliana; desposar a una mujer de condición inferior habría arruinado su carrera, tal como le había advertido tantas veces su tía, pero en fin, no estaban allí para hablar de Juliana, ése era un capítulo cerrado. Suponía que Diego -¿o debía llamarlo el Zorro?- deseaba conocer la suerte que le aguardaba. Era un delincuente de la misma calaña que su padre, Alejandro de la Vega; de tal palo, tal astilla. Apresarían al viejo, de eso no cabía duda, y se secaría en un calabozo. Nada le daría más placer que ahorcar al Zorro con su propia mano, pero no era ése su papel, añadió. Lo mandaría a España, en cadenas y bajo estricta vigilancia, para que fuese juzgado donde mismo había iniciado su carrera criminal y donde dejó suficientes pistas para condenarlo.

En el gobierno de Fernando VII se aplicaba el peso de la ley con la firmeza adecuada, no como en las colonias, donde la autoridad era un chiste. A los delitos cometidos en España se sumaban los de California: había asaltado la prisión de El Diablo, provocado un incendio, destruido propiedades del reino, herido a un militar y conspirado en la fuga de prisioneros.

– Entiendo que un sujeto llamado el Zorro es el autor de esas tropelías. Y creo que además se apoderó de unas perlas. ¿O prefiere su excelencia no hablar de ese tema? -replicó Diego.

– ¡El Zorro sois vos, De la Vega!

– Quisiera serlo, el hombre parece fascinante, pero mi delicada salud no me permite tales aventuras. Sufro de asma, dolores de cabeza y palpitaciones al corazón.

Rafael Moncada le puso ante las narices un documento, redactado de su puño y letra, a falta de escribano, y le exigió que estampara su nombre. El prisionero objetó que sería una imprudencia firmar algo sin conocer el contenido. En ese momento no podía leerlo, ya que había olvidado sus lentes y era corto de vista, otra diferencia con el Zorro, a quien se le atribuían prodigiosa puntería con el látigo y celeridad con la espada. Ningún cegatón poseía tales habilidades, añadió.

– ¡Basta! -exclamó Moncada, cruzándole la cara de un bofetón.

Diego estaba esperando una reacción violenta, pero igual debió realizar un tremendo esfuerzo para controlarse y no saltar contra Moncada. No había llegado aún su oportunidad. Mantuvo las manos atrás, sujetando las cuerdas, mientras sangre de la nariz y la boca le manchaba la camisa. En aquel mismo instante irrumpió el sargento García, quien al ver a su amigo de infancia en ese estado se detuvo en seco, sin saber qué partido tomar. La voz de mando de Moncada lo sacó de su estupor.

– ¡No te he llamado, García!

– Excelencia… Diego de la Vega es inocente. ¡Le dije que no podía ser el Zorro! Acabamos de ver al verdadero Zorro afuera… -tartamudeó el sargento.

– ¿Qué diablos dices, hombre?

– Cierto, excelencia, todos lo vimos.


Moncada salió como una exhalación, seguido por el sargento, pero el guardia permaneció en la sala, apuntando con su arma a Diego. En el portón del jardín, Moncada vio por primera vez la teatral figura del Zorro, recortada con nitidez contra el cielo violeta del atardecer, y la sorpresa lo paralizó por unos segundos.

– ¡Seguidle, imbéciles! -gritó, desenfundando su pistola y disparando sin apuntar.

Algunos soldados volaron a buscar sus caballos y otros dispararon sus armas, pero ya el jinete se alejaba al galope. El sargento, más interesado que nadie en descubrir la identidad del Zorro, saltó a la montura con inesperada agilidad, clavó las espuelas y partió en su persecución seguido por media docena de sus hombres.


Se perdieron a la carrera en dirección al sur, atravesando lomas y bosques. El enmascarado les llevaba ventaja y conocía bien el terreno, pero aun así la distancia entre él y la tropa se fue acortando. A la media hora de galope, cuando los caballos empezaban a sudar espuma, el sol había desaparecido y los soldados estaban a punto de darle alcance, llegaron a los acantilados: el Zorro estaba atrapado entre ellos y el mar.

Entretanto, en el salón de la casa, a Diego le pareció que se abría la portezuela disimulada en la chimenea. Sólo podía tratarse de Bernardo, quien de algún modo se las había arreglado para volver a la hacienda. Desconocía los detalles de lo ocurrido afuera, pero por las blasfemias de Moncada, los gritos, los disparos y la agitación de caballos, suponía que su hermano había logrado confundir al enemigo.

Para distraer al guardia, fingió otro aparatoso ataque de tos, luego se dio impulso, volteó la silla y quedó tendido de costado en el suelo. El hombre se le plantó al lado y le ordenó que se quedara quieto o le volaría los sesos, pero Diego notó que su tono era vacilante, tal vez las instrucciones de la estatua azteca no incluían matarlo. Por el rabillo del ojo percibió una sombra que se desprendía de la chimenea y se aproximaba. Empezó a toser de nuevo, sacudiéndose como si se ahogara, mientras el guardia lo punzaba con el cañón de su arma, sin saber qué hacer. Diego se soltó las manos y le propinó un tremendo golpe en las piernas, pero el tipo debía de ser de piedra maciza, porque no se movió. En ese instante, el guardia sintió el cañón de una pistola en la sien y vio a un enmascarado que le sonreía sin decir palabra.

– Rendíos, buen hombre, antes de que al Zorro se le escape una bala -le aconsejó Diego desde el suelo, mientras se soltaba deprisa las ataduras de los tobillos.


El otro Zorro desarmó al soldado, le lanzó el fusil a Diego, quien lo cogió al vuelo, y enseguida retrocedió con rapidez hacia las sombras de la chimenea, despidiéndose con un guiño de complicidad. Diego no dio ocasión al guardia de ver qué sucedía a sus espaldas, le tendió en el suelo de un solo golpe seco con el canto de la mano en el cuello. El hombre estuvo desmayado unos minutos, que Diego empleó en atarlo con las mismas cuerdas que habían usado en él, después rompió la ventana a patadas, cuidando de que no quedaran vidrios cortantes en los bordes, porque pensaba regresar por allí mismo, y se deslizó por la portezuela secreta hacia las cuevas.


Al volver al salón, Rafael Moncada se encontró con que De la Vega se había esfumado y el hombre encargado de vigilarlo ocupaba su lugar en la silla. La ventana estaba rota y lo único que el atontado guardia recordaba era una silueta oscura y el frío glacial de una pistola en la sien. «Imbéciles, imbéciles sin remedio», fue la conclusión de Moncada. En esos momentos la mitad de sus hombres galopaba tras un fantasma, mientras su prisionero había emprendido la fuga ante sus mismas narices. A pesar de las evidencias, seguía convencido de que el Zorro y Diego de la Vega eran la misma persona.

En la cueva, Diego no encontró a Bernardo, como esperaba, pero éste le había dejado varios velones de sebo encendidos, su disfraz, su espada y su caballo. Tornado resoplaba impaciente, sacudiendo la frondosa melena oscura y pateando el suelo. «Ya te acostumbrarás a este lugar, amigo mío», le dijo Diego, acariciando el cuello lustroso del animal.

También encontró una bota de vino, pan, queso y miel para reponerse de los malos ratos pasados. Por lo visto a su hermano no se le escapaba ni un detalle. También debía admirar su habilidad para burlar la persecución de los soldados y aparecer por acto de magia a rescatarlo en el instante debido. ¡Con qué silenciosa elegancia había actuado! Bernardo era tan buen Zorro como él mismo, juntos serían invencibles, concluyó.


No había prisa para el paso siguiente, debía esperar la noche cerrada, cuando la agitación en la casa se calmara. Después de comer hizo unas cuantas flexiones para desentumecerse y se echó a dormir a pocos pasos de Tornado, con la beatitud de quien ha realizado un buen trabajo.

Despertó horas más tarde descansado y alegre. Se lavó y cambió de ropa, se puso la máscara y hasta tuvo ánimo para el bigote. «Necesito un espejo, no es fácil pegarse pelos de memoria. Está decidido, tengo que dejarme crecer el bigote, es inevitable.

“Esta cueva requiere ciertas comodidades, eso facilitará nuestras andanzas, ¿no te parece?”, le comentó a Tornado. Se frotó las manos encantado ante las inmensas posibilidades del futuro; mientras tuviera salud y fuerza jamás se aburriría. Pensó en Lolita y sintió un cosquilleo en el estómago similar al que antes le provocaba Juliana, pero no los relacionó. Su atracción por Lolita era tan fresca como si fuese la primera y única de su vida. ¡Cuidado! No debía olvidar que era prima de Carlos Alcázar y por lo mismo no podía ser su novia. ¿Novia? Se rió de buena gana: jamás se casaría, los zorros son animales solitarios.

Comprobó que su espada Justina se deslizaba con facilidad en la funda, se acomodó el sombrero y se dispuso a la acción. Condujo a Tornado a la salida de las cuevas, que Bernardo había tenido la precaución de disimular muy bien con rocas y arbustos, lo montó y se dirigió a la hacienda. No quería correr el riesgo de que se descubriera el pasadizo secreto de la chimenea. Calculó que había dormido varias horas, debía de ser pasada la medianoche, y posiblemente todos, salvo los centinelas, estarían dormidos.

Dejó a Tornado con las riendas sueltas bajo unos árboles cercanos, seguro de que no se movería hasta ser llamado, había asimilado bien las enseñanzas de Rayo en la Noche. Aunque habían doblado la guardia, no tuvo inconveniente en aproximarse a la casa y espiar por la ventana del salón, la única con luz. Sobre la mesa había un candelabro de tres velas, que alumbraba un sector, pero el resto estaba en penumbra. Pasó con cuidado las piernas a través de la ventana rota, entró a la habitación y, ocultándose entre los muebles alineados contra las paredes, avanzó hacia la chimenea, donde pudo agazaparse detrás de los grandes troncos. En el otro extremo de la habitación Rafael Moncada se paseaba fumando y el sargento García, cuadrado y con la vista al frente, procuraba explicarle lo ocurrido.

Habían seguido al Zorro a galope tendido hasta los acantilados, dijo, pero cuando estaban a punto de atraparlo, el forajido prefirió saltar al mar antes que rendirse. Para entonces quedaba poca luz, además era imposible acercarse al borde por temor a resbalar en las piedras sueltas. Aunque no veían el fondo del precipicio, vaciaron sus armas, de modo que el Zorro se había desnucado en las rocas y además recibido una salva de balas.

– ¡Imbécil! -repitió Moncada por enésima vez-. Ese individuo se las arregló para engañarte y entretanto De la Vega escapó.

Una inocente expresión de alivio bailó brevemente en el rostro colorado de García, pero desapareció al instante, fulminada por la mirada de cuchillo de su superior.

– Mañana irás a la misión con un destacamento de ocho hombres armados. Si De la Vega está allí, lo arrestas de inmediato; si se resiste, lo matas. En caso que no esté, me traes al padre Mendoza y a Isabel de Romeu. Serán mis rehenes hasta que ese bandido se entregue. ¿Me has comprendido?

– ¡Pero cómo le vamos a hacer eso al padre! Pienso que…

– ¡No pienses, García! El cerebro no te da para eso. Obedece y cierra la boca.

– Sí, excelencia.


Desde su escondite en el fogón oscuro de la chimenea, Diego se preguntaba cómo se las había arreglado Bernardo para estar en dos partes al mismo tiempo. Moncada terminó de insultar a García y lo despachó, luego se sirvió un vaso del coñac de Alejandro de la Vega y se sentó a meditar, balanceándose en la silla, con los pies sobre la mesa. Las cosas se habían complicado, había cabos sueltos, tendría que eliminar a varias personas, de otro modo no podría mantener las perlas en secreto.

Bebió sin prisa el licor, examinó el documento que había escrito para que firmara Diego y, por último, se dirigió a un pesado armario y sacó la faltriquera. Una de la bujías terminó de consumirse y el cerote goteó sobre la mesa antes de que terminara de contar una vez más las perlas. El Zorro esperó un plazo prudente y luego salió con sigilo de gato de su refugio. Había dado varios pasos pegado a la pared, cuando Moncada, sintiéndose observado, se volvió. Sus ojos se posaron sobre el hombre mimetizado en las sombras, sin verlo, pero el instinto le advirtió del peligro. Cogió la fina espada, con empuñadura de plata y borlas de seda roja, que colgaba de la silla.

– ¿Quién anda allí? -preguntó.

– El Zorro. Creo que tenemos algunos asuntillos pendientes… -dijo éste, adelantándose.

Moncada no le dio tiempo de continuar, se le fue encima con un grito de odio, decidido a atravesarlo de lado a lado. El Zorro esquivó el acero con un pase de torero, incluida una vuelta graciosa de la capa, y de dos saltos se apartó, siempre con garbo, la derecha enguantada en la empuñadura, la izquierda en la cadera, el ojo atento y una sonrisa de muchos dientes debajo del bigotillo torcido. Al segundo lance esquivado desenvainó su espada sin prisa, como si la insistencia del otro en matarle fuera un fastidio.

– Mala cosa es batirse con rabia -le desafió.

Paró tres mandobles y un tajo de revés levantando apenas el arma, luego retrocedió para dar confianza al adversario, quien sin vacilar arremetió de nuevo. El Zorro trepó de un solo impulso a la mesa y desde arriba se defendió casi bailando de las estocadas a fondo de Moncada. Algunas pasaban entre sus piernas, otras las esquivaba con cabriolas o las detenía con tal firmeza que los hierros despedían chispas. Descendió de la mesa y se alejó dando brincos sobre las sillas, perseguido de cerca por Moncada, cada vez más frenético. «No se canse, que no es bueno para el corazón», le picaneaba.

A ratos el Zorro se perdía en las sombras de los rincones, donde no llegaba la débil luz de las bujías, pero en vez de aprovechar la ventaja para atacar a traición, reaparecía por otro lado, llamando a su contrincante con un silbido.

Moncada tenía muy buen dominio de la espada y en combate deportivo le habría dado trabajo a cualquier adversario, pero le cegaba un rencor fanático. No podía soportar a ese atrevido que desafiaba a la autoridad, rompía el orden, se burlaba de la ley. Debía matarlo antes de que destruyera lo que él más valoraba: los privilegios que le correspondían por nacimiento.

El duelo continuó de la misma manera, uno atacando con desesperada furia y el otro esquivando con burlona ligereza. Cuando Moncada estaba listo para clavar al Zorro contra la pared, éste rodaba por el suelo y se erguía con una pirueta de acróbata a dos varas de distancia. Comprendió por fin Moncada que no ganaba terreno, sino que lo perdía, y empezó a dar voces llamando a sus hombres, entonces el Zorro dio por terminado el juego.

De tres largos trancos alcanzó la puerta y le echó doble llave con una mano, mientras con la otra mantenía a raya a su enemigo. Enseguida cambió el acero a la izquierda, truco que siempre desconcertaba al contrincante, al menos por unos segundos. Saltó de nuevo sobre la mesa, desde allí se colgó de la gran lámpara de hierro del techo que había estado allí desde la reconstrucción de la casa, y se columpió, cayendo por detrás de Moncada en medio de una lluvia de ciento cincuenta velas empolvadas.

Antes de que Moncada alcanzara a darse cuenta de lo sucedido, se encontró desarmado y con la punta de otra espada en la nuca. La maniobra había durado pocos segundos, pero ya media docena de soldados abría la puerta a culatazos y patadas e irrumpía en el salón con los mosquetes preparados. (Al menos así lo ha contado el Zorro en repetidas ocasiones y, como nadie lo ha desmentido, debo creerle, aunque tiende a exagerar sus proezas. Disculpad este breve paréntesis y volvamos al salón.) Decía que los soldados entraron en tropel al mando del sargento García, quien estaba recién salido de la cama e iba en calzoncillos, pero con la gorra del uniforme encasquetada sobre sus cabellos grasientos. Los hombres pisaron las velas y varios de ellos rodaron por el suelo. A uno se le salió un tiro, que pasó rozando la cabeza de Rafael Moncada y fue a dar al cuadro de la chimenea, perforando un ojo de la reina Isabel la Católica.

– ¡Cuidado, imbéciles! -bramó Moncada.

– ¡Haced caso a vuestro jefe, amigos! -les recomendó el Zorro amablemente.


El sargento García no podía creer lo que veía. Habría apostado su alma a que el Zorro yacía sobre las rocas al pie del acantilado, en cambio allí estaba resucitado, como Lázaro, pinchándole el cogote a su excelencia. La situación era muy grave, ¿por qué entonces él sentía un agradable aletear de mariposas en su amplia panza de glotón? Indicó a sus hombres que retrocedieran, tarea nada fácil porque resbalaban en las velas, y una vez que salieron, cerró la puerta y se quedó adentro.

– El mosquete y el sable, sargento, por favor -le pidió el Zorro en el mismo tono amistoso.

García se desprendió de sus armas con sospechosa prontitud y enseguida se plantó delante de la puerta de piernas abiertas y brazos cruzados sobre el pecho; imponente, a pesar de los calzoncillos. Habría que determinar si velaba por la integridad física de su superior o si se disponía a gozar del espectáculo.

El Zorro indicó a Rafael Moncada que se sentara ante la mesa y leyera en voz alta el documento. Era una confesión de haber incitado a los colonos a rebelarse contra el rey y declarar independiente a California. Esa traición se pagaba con la muerte, además la familia del acusado perdía sus bienes y el honor. El papel estaba en blanco, sólo faltaba el nombre del culpable. Por lo visto Alejandro de la Vega se había negado a firmarlo, a eso se debía la insistencia en que lo hiciera su hijo.

– Bien pensado, Moncada. Como ve, sobra espacio al pie de la página. Tome la pluma y escriba lo que le dictaré a continuación -le mandó el Zorro.

Rafael Moncada se vio forzado a agregar al documento el negocio de las perlas, además del delito de esclavizar a los indios.

– Fírmelo.

– ¡Jamás firmaré esto!

– ¿Por qué no? Está escrito con su letra y es la santa verdad. ¡Fírmelo! -le ordenó el enmascarado.


Rafael Moncada dejó la pluma en la mesa e hizo ademán de levantarse, pero de tres rápidos movimientos la espada del Zorro le talló una zeta en el cuello, debajo de la oreja izquierda. Un rugido de dolor y de ira escapó del pecho de Moncada. Se llevó la mano a la herida y la retiró ensangrentada. La punta del acero se apoyó en su yugular y la voz firme de su enemigo le indicó que contaría hasta tres y, si no colocaba su nombre y su sello, le mataría con el mayor gusto. Uno… dos… y…

Moncada puso su firma al pie de la hoja, luego derritió lacre en la llama de la vela, dejó caer unas gotas sobre el papel y estampó su anillo con el sello de su familia. El Zorro esperó a que se secara la tinta y se enfriara el lacre, luego llamó a García y le ordenó que firmara como testigo. El gordo escribió su nombre con dolorosa lentitud, luego enrolló el documento y, sin poder disimular una sonrisa de satisfacción, se lo pasó al enmascarado, quien se lo guardó en el pecho.

– Muy bien, Moncada. Tomará el barco dentro de un par de días y saldrá de aquí para siempre. Guardaré esta confesión a buen recaudo, y si vuelve por estos lados, le pondré fecha y la presentaré a los tribunales, de otro modo nadie la verá. Sólo el sargento y yo sabemos de su existencia.

– A mí no me meta en esto, por favor, señor Zorro -balbuceó García, espantado.

– Respecto a las perlas, no debe preocuparse, porque yo me haré cargo del problema. Cuando las autoridades pregunten por ellas, el sargento García dirá la verdad, que el Zorro se las llevó.

Tomó la faltriquera, se dirigió a la ventana rota y emitió un agudo silbido. Momentos después, oyó los cascos de Tornado en el patio, saludó con un gesto y saltó afuera. Rafael Moncada y el sargento García corrieron tras él, llamando a la tropa. Recortada contra la luna llena vieron la silueta negra del misterioso enmascarado en su magnífico corcel.

– ¡Hasta la vista, señores! -se despidió el Zorro, haciendo caso omiso de las balas que le pasaban rozando.


Dos días más tarde Rafael Moncada se embarcó en la nave Santa Lucía con su cuantioso equipaje y los criados que había traído de España para su servicio personal. Diego, Isabel y el padre Mendoza lo acompañaron a la playa, en parte para cerciorarse de que partiera y en parte por el gusto de verle la cara de furia. Diego le preguntó con tono inocente por qué se iba tan de súbito y por qué llevaba un vendaje en el cuello. A Moncada la imagen de ese joven acicalado, que chupaba pastillas de anís para el dolor de cabeza y usaba un pañuelo de encaje, no le calzaba para nada con la del Zorro, pero seguía aferrado a la sospecha de que ambos eran el mismo hombre. Lo último que les dijo al embarcarse fue que no descansaría ni un solo día hasta desenmascarar al Zorro y vengarse.


Esa misma noche Diego y Bernardo se encontraron en las cuevas. No se habían visto desde la oportuna aparición de Bernardo en la hacienda para salvar al Zorro. Entraron por la chimenea de la casa, que Diego había recuperado y empezaban a reparar del abuso de la soldadesca, con la idea de que, tan pronto estuviera lista, Alejandro de la Vega volvería a ocuparla. Por el momento, éste convalecía al cuidado de Toypurnia y Lechuza Blanca, mientras su hijo aclaraba su situación legal. Con Rafael Moncada fuera del cuadro, no sería difícil lograr que el gobernador levantara los cargos. Los dos jóvenes se disponían a iniciar la tarea de convertir las cuevas en la guarida del Zorro.

Diego quiso saber cómo había hecho Bernardo para presentarse en la hacienda, galopar un buen rato perseguido por la tropa, saltar al vacío desde los acantilados y simultáneamente aparecer en la portezuela de la chimenea en el salón de la casa. Debió repetir la pregunta, porque Bernardo no entendió bien de qué hablaba. Nunca estuvo en la casa, le aseguró con gestos, Diego debió haber soñado ese episodio. Se lanzó al mar con el caballo porque conocía muy bien el terreno y sabía exactamente dónde caer. Era noche cerrada, explicó, pero salió la luna, iluminando el agua, y pudo dar con la playa sin dificultad. Una vez en tierra firme comprendió que no podía exigir más a su extenuado corcel y lo dejó libre. Tuvo que caminar varias horas para llegar al amanecer a la misión San Gabriel.

Mucho antes había dejado a Tornado en la cueva, para que lo encontrara Diego, porque estaba seguro de que se las arreglaría para escapar una vez que él distrajera a sus captores.

– Te digo que el Zorro vino a la hacienda para ayudarme. Si no eras tú, ¿quién fue? Lo vi con mis propios ojos.

Entonces Bernardo pegó un silbido y de las sombras salió el Zorro con su espléndido atavío, todo de negro, con sombrero, máscara y bigote, la capa echada sobre un hombro y la diestra sobre la empuñadura de su espada. Nada faltaba al impecable héroe, llevaba incluso el látigo enrollado en la cintura. Allí estaba, de cuerpo entero, alumbrado por varias docenas de velones de sebo y un par de antorchas, soberbio, elegante, inconfundible.

Diego quedó pasmado, mientras Bernardo y el Zorro contenían la risa, saboreando el momento. La incógnita duró menos de lo que éstos habrían deseado, porque Diego se dio cuenta de que el enmascarado tenía los ojos bizcos.

– ¡Isabel! ¡Sólo podía tratarse de ti! -exclamó con una carcajada.

La muchacha le había seguido cuando fue a la cueva con Bernardo la primera noche que desembarcaron en California. Los espió cuando Diego le dio a su hermano el traje negro y planearon la existencia de dos Zorros en vez de uno, entonces a ella se le ocurrió que mejor aún serían tres. Le costó muy poco obtener la complicidad de Bernardo, quien la consentía en todo. Ayudada por Nuria, cortó la pieza de tafetán negro, regalo de Laffite, y cosió el disfraz. Diego argumentó que ése era un trabajo de hombres, pero ella le recordó que le había rescatado de las manos de Moncada.

– Se necesita más de un justiciero, porque hay mucha maldad en este mundo, Diego. Tú serás el Zorro, y Bernardo y yo te ayudaremos -determinó Isabel.

No hubo más remedio que aceptarla en la pandilla, porque como argumento final ella amenazó con revelar la identidad del Zorro si la excluían.


Los hermanos se colocaron sus disfraces y los tres Zorros formaron un círculo dentro de la antigua Rueda Mágica de los indios que habían trazado con piedras en la infancia. Con el cuchillo de Bernardo se hicieron un corte en la mano izquierda. «¡Por la justicia!», exclamaron al unísono Diego e Isabel. Bernardo se sumó haciendo el signo apropiado en su lenguaje de señas. Y en ese momento, cuando la sangre mezclada de los amigos goteaba al centro del círculo, creyeron ver que surgía del fondo de la tierra una luz incandescente que bailó en el aire durante varios segundos. Era la señal del Okahué, prometida por la abuela Lechuza Blanca.

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