TERCERA PARTE Barcelona, 1812-1814

No puedo daros más detalles sobre la relación de Diego con Amalia. El amor carnal es un aspecto de la leyenda del Zorro que él no me ha autorizado a divulgar, no tanto por temor a las burlas o a ser desmentido, sino por un mínimo de galantería. Es bien sabido que ningún hombre bien amado por las mujeres se jacta de sus conquistas. Quienes lo hacen, mienten. Por otra parte, no me gusta escudriñar la intimidad ajena. Si esperáis de mí páginas subidas de color, os defraudaré. Sólo puedo decir que en la época en que Diego retozaba con Amalia, su corazón estaba entregado por entero a Juliana. ¿Cómo eran esos abrazos con la gitana viuda? Sólo cabe imaginarlos. Tal vez ella cerraba los ojos y pensaba en el marido asesinado, mientras él se abandonaba a un placer fugaz con la mente en blanco.

Esos encuentros clandestinos no enturbiaban el límpido sentimiento que la casta Juliana inspiraba en Diego; eran compartimentos separados, líneas paralelas que jamás se cruzaban. Me temo que a menudo ése ha sido el caso a lo largo de la vida del Zorro. Lo he observado durante tres décadas y lo conozco casi tan bien como Bernardo, por eso me atrevo a hacer esta aseveración. Gracias a su encanto natural -que no es poco- y su pasmosa buena suerte, ha sido amado, incluso sin proponérselo, por docenas de mujeres. Una vaga insinuación, una mirada de soslayo, una de sus radiantes sonrisas, por lo general bastan para que aun aquéllas con fama de virtuosas lo inviten a trepar a su balcón en las horas enigmáticas de la noche.

Sin embargo, el Zorro no se prenda de ellas, porque prefiere los romances imposibles. Juraría que tan pronto desciende del balcón y pisa tierra firme, olvida a la dama que momentos antes abrazaba. Él mismo no sabe cuántas veces se ha batido a duelo con un marido despechado o un padre ofendido, pero yo llevo la cuenta, no por envidia o celos, sino por minuciosidad de cronista.

Diego sólo recuerda a las mujeres que lo han martirizado con su indiferencia, como la incomparable Juliana. Muchas de sus proezas de esos años fueron intentos frenéticos de llamar la atención de la joven. Ante ella no adoptaba el papel de alfeñique pusilánime con que engañaba a Agnés Duchamp, el Chevalier y otras personas; por el contrario, en su presencia extendía todas sus plumas de pavo real. Se habría enfrentado a un dragón por ella, pero no los había en Barcelona y debió conformarse con Rafael Moncada. Y ya que lo mencionamos, me parece justo rendirle homenaje a este personaje. En toda historia el villano es fundamental, porque no hay héroes sin enemigos a su altura. El Zorro tuvo la suerte inmensa de enfrentarse con Rafael Moncada, de otro modo yo no tendría mucho que contar en estas páginas.


Juliana y Diego dormían bajo el mismo techo, pero llevaban vidas separadas y no abundaban ocasiones de verse en esa mansión de tantas piezas vacías. Rara vez se encontraban solos, porque Nuria vigilaba a Juliana, e Isabel espiaba a Diego. A veces él esperaba horas para sorprenderla sola en un pasillo y acompañarla unos cuantos pasos sin testigos. Se topaban en el comedor a la hora de la cena, en el salón durante los conciertos de arpa, en misa los domingos y en el teatro cuando había obras de Lope de Vega y comedias de Moliere, que le encantaban a Tomás de Romeu.

Tanto en la iglesia como en el teatro, hombres y mujeres se sentaban separados, de manera que Diego debía limitarse a observar la nuca de su amada desde lejos. Vivió en la misma casa de la joven durante más de cuatro años, persiguiéndola con infinita tenacidad de cazador, sin resultados que valga la pena mencionar, hasta que la tragedia golpeó a la familia y la balanza se inclinó a favor de Diego. Antes de eso, Juliana recibía sus atenciones con un sentimiento tan plácido, que era como si no lo viese, pero él necesitaba muy poco para alimentar sus ilusiones. Creía que la indiferencia de ella era una estratagema para disimular sus verdaderos sentimientos.

Alguien le había dicho que las mujeres suelen hacer esas cosas. Daba lástima verlo, pobre hombre. Habría sido mejor que Juliana lo odiara; el corazón es un órgano caprichoso que suele darse vuelta por completo, pero un tibio afecto de hermana es prácticamente irrevocable.


Los De Romeu hacían paseos a Santa Fe, donde tenían una propiedad medio abandonada. La casa patriarcal era una construcción cuadrada en la punta de un peñasco, donde los abuelos de la difunta esposa de Tomás de Romeu habían reinado sobre sus hijos y vasallos. La vista era magnífica. Antes esas colinas habían estado plantadas de viñas, que producían un vino capaz de competir con los mejores de Francia, pero en los años de la guerra nadie se había ocupado de ellas y ahora eran unos troncos resecos y apolillados. La casa estaba invadida por los famosos ratones de Santa Fe, unos animales corpulentos y de mal carácter, que en tiempos de mucha necesidad los campesinos cocinaban; con ajo y puerros son sabrosos.

Dos semanas antes de ir allí, Tomás enviaba un escuadrón de criados para humear los cuartos, única forma de hacer retroceder temporalmente a los roedores. Esas excursiones se hicieron menos frecuentes porque los caminos se tornaron demasiado inseguros. El odio del pueblo se sentía en el aire, como un aliento pesado, un jadeo de mal augurio que erizaba el cuero cabelludo.

Tomás de Romeu, como muchos propietarios de tierras, no se atrevía a salir de la ciudad y menos intentaba cobrar las rentas de sus inquilinos por riesgo de perecer degollado. Allí Juliana leía, tocaba música e intentaba acercarse como un hada benefactora a los campesinos para ganar su afecto, con pocos resultados. Nuria luchaba contra los elementos y se quejaba de todo. Isabel se entretenía pintando acuarelas del paisaje y retratos de personas. ¿Mencioné que era buena dibujante? Parece que lo olvidé, imperdonable omisión, ya que era su único talento. Por lo general eso le ganaba más simpatía entre los humildes que todas las obras de caridad de Juliana. Lograba el parecido de manera notable, pero mejoraba a sus modelos, les ponía más dientes, menos arrugas y una expresión de dignidad que rara vez poseían.


Pero volvamos a Barcelona, donde Diego pasaba los días ocupado con sus clases, La Justicia, las tabernas, donde se reunía con otros estudiantes, y sus aventuras «de capa y espada», como las llamaba por afán romántico. Entretanto Juliana hacía la vida ociosa de las señoritas de esos años. No podía salir ni a confesarse sin chaperona, Nuria era su sombra. Tampoco podía ser vista hablando a solas con hombres menores de sesenta años. Iba a los bailes con su padre y a veces los acompañaba Diego, a quien presentaban como el primo de las Indias.

Juliana no manifestaba el menor apuro por casarse, a pesar de que los enamorados hacían fila. Su padre tenía el deber de arreglarle un buen matrimonio, pero no sabía cómo escoger a un yerno digno de su maravillosa hija. Le faltaba sólo un par de años para cumplir los veinte, edad límite para conseguir novio; si para entonces no lo tenía, la eventualidad de casarse disminuiría mes a mes.

Con su invencible optimismo, Diego hacía los mismos cálculos y concluía que el tiempo actuaba en su favor, porque cuando ella viera que se estaba marchitando, se casaría con él para no quedarse solterona. Con este curioso argumento procuraba convencer a Bernardo, el único provisto de paciencia para escucharlo divagar a cada rato sobre su desesperado amor.


A finales del año 1812 Napoleón Bonaparte fue derrotado en Rusia. El emperador había invadido ese inmenso país con su Gran Armada de casi doscientos mil hombres. Los invencibles ejércitos franceses tenían una disciplina férrea y se desplazaban a marcha forzada, mucho más rápido que sus enemigos, porque cargaban poco peso y vivían de la tierra conquistada. A medida que avanzaban hacia el interior de Rusia, los pueblos se desocupaban, sus habitantes se esfumaban, los campesinos quemaban sus cosechas. Al paso de Napoleón quedaba la tierra arrasada.

Los invasores entraron triunfantes a Moscú, donde los recibió la humareda de un monumental incendio y los fogonazos aislados de francotiradores ocultos en las ruinas, dispuestos a morir matando. Los moscovitas, imitando el ejemplo de los bravos campesinos, habían quemado sus posesiones antes de evacuar la ciudad. Nadie quedó atrás para entregar las llaves a Napoleón, ni un solo soldado ruso a quien humillar, sólo algunas prostitutas resignadas a agasajar a los vencedores, ya que sus clientes habituales habían desaparecido. Napoleón se encontró aislado en medio de un montón de cenizas. Esperó, sin saber qué esperaba, y así pasó el verano.

Cuando decidió volver a Francia, habían comenzado las lluvias y muy pronto el suelo ruso estaría cubierto de nieve dura como granito. El emperador nunca imaginó las terribles pruebas que sus hombres deberían soportar. Al hostigamiento de los cosacos y las emboscadas de los campesinos, se sumaron el hambre y un frío lunar, que ninguno de esos soldados había experimentado jamás. Millares de franceses, convertidos en estatuas de hielo eterno, quedaron apostados a lo largo de la ignominiosa ruta de la retirada. Debieron comerse los caballos, las botas, a veces hasta los cadáveres de sus compañeros. Sólo diez mil hombres, deshechos por las penurias y el desaliento, regresaron a su patria.


Al ver a su ejército destrozado, Napoleón supo que la estrella que lo había alumbrado en su prodigioso ascenso al poder empezaba a apagarse. Debió replegar sus tropas, que ocupaban buena parte de Europa. Dos tercios de las apostadas en España fueron retiradas. Por fin los españoles vislumbraban un final victorioso después de años de cruenta resistencia, pero ese triunfo no llegaría hasta dieciséis meses más tarde.


Ese año, en la misma época en que Napoleón se lamía las heridas de la derrota de vuelta en Francia, Eulalia de Callís envió a su sobrino, Rafael Moncada, a las Antillas con la misión de extender el negocio del cacao. Pensaba vender chocolate, pasta de almendra, conserva de nueces y azúcar aromática para pasteleros y fabricantes de bombones finos en Europa y Estados Unidos. Había oído que a los americanos les gustan mucho los dulces.

La misión del sobrino consistía en tejer una red de contactos comerciales en las ciudades más importantes, desde Washington hasta París. Moscú quedó en veremos, porque estaba en ruinas, pero Eulalia confiaba en que pronto se disiparía la humareda de la guerra y la capital rusa sería reconstruida con el mismo esplendor de antes. Rafael partió en una travesía de once meses, cruzando mares y moliéndose los riñones en eternas cabalgatas, para establecer la aromática hermandad del chocolate imaginada por Eulalia.

Sin decir una palabra a su tía sobre sus intenciones, Rafael solicitó una audiencia con Tomás de Romeu antes de irse a las Antillas. Este no lo recibió en su casa, sino en el terreno neutro de la Sociedad Geográfica y Filosófica, de la cual era socio y donde había un excelente restaurante en el segundo piso. La admiración de Tomás de Romeu por Francia no se extendía a su exquisita cocina, nada de lenguas de canario, él prefería robustos platos catalanes: escudella i carn d'olla, un cocido levanta-muertos, estofat de toro, una bomba de carne, y la inefable butifarra del obispo, una salchicha de sangre más negra y gorda que otras.


Rafael Moncada, sentado a la mesa, frente a su anfitrión y a una montaña de carne y grasa, estaba un poco pálido. Probó apenas la comida, porque era delicado de estómago y porque estaba nervioso. Esbozó su situación personal al padre de Juliana, desde sus títulos hasta su solvencia económica.

– Lamento mucho, señor De Romeu, que nos conociéramos en la desgraciada ocasión del duelo con Diego de la Vega. Es un joven impulsivo y, debo admitirlo, yo también suelo serlo. Nos fuimos de palabras y terminamos en el campo de honor. Por fortuna, no tuvo consecuencias graves. Espero que eso no pese negativamente en el juicio que su merced tiene de mí… -dijo el aspirante a yerno.

– De ninguna manera, caballero. El propósito de un duelo es limpiar la mancha. Una vez que dos gentilhombres se han batido, no caben rencores entre ellos -replicó el otro con amabilidad, aunque no había olvidado los detalles de lo ocurrido.

A la hora del menjar blanc, que en ese restaurante contenía tanta azúcar que se pegaba en las muelas, Moncada expresó su deseo de obtener la mano de Juliana al regreso de su viaje.

Tomás había observado por largo tiempo, sin intervenir, la extraña relación de su hija con aquel tenaz pretendiente. Era reacio a hablar de sentimientos y nunca había hecho el esfuerzo de acercarse a sus hijas, los asuntos femeninos le desconcertaban y prefería delegarlos en Nuria. Vio a Juliana trastabillar por los corredores de piedra de su helada casa cuando era pequeña, cambiar los dientes, pegar un estirón y navegar por los años sin gracia de la pubertad. Un día apareció ante él con trenzas infantiles y cuerpo de mujer, con el vestido reventando en las costuras, entonces ordenó a Nuria que le hiciera ropa adecuada, contratara un profesor de baile y no la perdiera de vista ni un solo momento.

Ahora lo abordaba Rafael Moncada, entre otros caballeros de buena posición, para pedirle a Juliana en matrimonio y él no sabía qué responder. Una alianza así era ideal, cualquier padre en su situación estaría satisfecho, pero no simpatizaba con Moncada, no tanto porque diferían en sus posturas ideológicas, como por los chismes poco tranquilizadores que había oído sobre el carácter de ese hombre. La opinión general era que el matrimonio consiste en un arreglo social y económico, en el cual los sentimientos no son fundamentales, ésos se acomodan sobre la marcha, pero no estaba de acuerdo.

Él se había casado por amor y fue muy feliz, tanto que nunca pudo reemplazar a su esposa. Juliana tenía su mismo carácter y además se había llenado la cabeza de novelas románticas. Lo frenaba el enorme respeto que le inspiraba su hija. Habría que doblarle el brazo para que aceptara casarse sin amor, y él no se hallaba capaz de hacerlo; deseaba que fuera feliz y dudaba de que Moncada pudiera contribuir a ello. Tenía que plantearle el asunto a Juliana, pero no sabía cómo hacerlo, porque su belleza y sus virtudes lo intimidaban. Se sentía más cómodo con Isabel, cuyas notables imperfecciones la hacían mucho más accesible.

Comprendió que el asunto no podía postergarse y esa misma noche le comunicó la propuesta de Moncada. Ella se encogió de hombros y, sin perder el ritmo de la aguja en su punto de cruz, comentó que mucha gente se moría de malaria en las Antillas, así es que no había necesidad de precipitarse a tomar una decisión.


Diego estaba feliz. El viaje de ese peligroso rival le presentaba una oportunidad única de ganar terreno en la carrera por la mano de Juliana. La muchacha no se inmutó ante la ausencia de Moncada y tampoco se dio por aludida de los avances de Diego. Siguió tratándolo con el mismo cariño tolerante y distraído de siempre, sin demostrar la menor curiosidad por las misteriosas actividades del joven. Tampoco la impresionaban sus poemas, le costaba tomar en serio los dientes de perla, ojos de esmeralda y labios de rubí.

Buscando pretextos para pasar más tiempo con ella, Diego decidió participar en las clases de danza y llegó a ser un bailarín elegante y animoso. Consiguió inducir incluso a Nuria a sacudir los huesos al son de un fandango, aunque no logró que intercediera por él ante Juliana; en ese punto la buena mujer se mostró siempre tan insensible como Isabel.

Con el propósito de captar la admiración de las mujeres de la casa, Diego cortaba velas por la mitad de un golpe de florete, con tal precisión que la llama no vacilaba y la parte cercenada permanecía en su sitio. También podía apagarlas con la punta del látigo. Perfeccionó la ciencia que le había enseñado Galileo Tempesta, y llegó a realizar prodigios con la baraja. También efectuaba malabarismos con antorchas encendidas y salía sin ayuda de un baúl cerrado con candado.

Cuando se le agotaron esos trucos, trató de impresionar a la amada con sus aventuras, incluso aquellas que había prometido a Bernardo o al maestro Manuel Escalante no mencionar nunca. En un momento de debilidad llegó a insinuarle la existencia de una sociedad secreta a la cual sólo ciertos hombres escogidos pertenecían. Ella lo felicitó, creyendo que se refería a una estudiantina de las que andaban por las calles tocando música sentimental.

La actitud de Juliana no era desdén, porque lo estimaba mucho, ni maldad, de la que era incapaz, sino distracción novelesca. Aguardaba al héroe de sus libros, valiente y trágico, que la rescataría del tedio cotidiano, y no se le pasaba por la mente que ése pudiera ser Diego de la Vega. Tampoco era Rafael Moncada.


La situación política empezaba a cambiar en España. Cada día resultaba más evidente que el fin de la guerra estaba próximo. Eulalia de Callís se preparaba para ese momento con impaciencia, mientras su sobrino amarraba los negocios en el extranjero. La malaria no resolvió el problema de Moncada para Juliana y en noviembre de 1813 regresó más rico que antes, porque su tía le concedió un porcentaje elevado del negocio de los bombones. Había tenido éxito en los mejores salones de Europa y en Estados Unidos conoció nada menos que a Thomas Jefferson, a quien sugirió la idea de plantar cacao en Virginia.

Tan pronto se desprendió del polvo del camino, Moncada se comunicó con Tomás de Romeu para reiterarle su intención de cortejar a Juliana. Llevaba años esperando que ella se pronunciara y no estaba dispuesto a aceptar otra respuesta evasiva. Dos horas más tarde Tomás citó a su hija en la biblioteca, donde resolvía la mayor parte de sus asuntos y aclaraba sus dudas existenciales con ayuda de una copa de coñac, y le transmitió el mensaje de su enamorado.

– Estás en edad de casarte, hija mía. El tiempo pasa para todos -argumentó-. Rafael Moncada es un caballero serio y a la muerte de su tía se convertirá en uno de los hombres más ricos de Cataluña. No juzgo a las personas por su situación pecuniaria, como sabes, pero debo considerar tu seguridad.

– Un matrimonio infeliz es peor que la muerte para una mujer, señor. No hay salida. La idea de obedecer y servir a un hombre es terrible si no existe confianza y cariño.

– Eso se cultiva después de casarse, Juliana.

– No siempre, señor. Además, debemos considerar sus necesidades y mi deber. ¿Quién le cuidará cuando sea usted un anciano? Isabel no tiene carácter para eso.

– ¡Por Dios, Juliana! Jamás he sugerido que mis hijas deban cuidarme en la vejez. Lo que deseo son nietos y veros a ambas bien colocadas. No puedo morir tranquilo sin dejaros protegidas.

– No sé si Rafael Moncada es el hombre para mí. No puedo imaginar ninguna clase de intimidad con él -murmuró ella, sonrojándose.

– En eso no difieres de otras doncellas, hija. ¿Qué joven virtuosa puede imaginar eso? -replicó Tomás de Romeu, tan abochornado como ella.

Era un tema del que esperaba no hablar jamás con sus hijas. Suponía que, llegado el momento, Nuria les explicaría lo necesario, aunque la dueña seguramente era tan ignorante al respecto como las niñas. No sabía que Juliana hablaba de eso con Agnés Duchamp y se había informado de los detalles en sus novelitas de amor.

– Necesito un poco más de tiempo para decidirme, señor -suplicó Juliana.


Tomás de Romeu pensó que nunca le había hecho más falta su difunta esposa, quien habría resuelto las cosas con sabiduría y mano firme, como suelen hacer las madres. Estaba cansado de tanto tira y afloja. Habló con Rafael Moncada para solicitarle otra postergación y éste no tuvo más remedio que acceder. Luego ordenó a Juliana que consultara el asunto con la almohada, y si no tenía una respuesta dentro de dos semanas, él aceptaría la propuesta de Moncada y punto final. Era su última palabra, concluyó, pero su voz no era firme.

Para entonces el largo asedio de Moncada había alcanzado niveles de desafío personal; se comentaba en salones encumbrados, tanto como en patios de criados, que esa joven sin fortuna ni títulos humillaba al mejor partido de Barcelona. Si su hija seguía haciéndose de rogar, Tomás de Romeu enfrentaba un pleito serio con Moncada, pero seguramente habría continuado dando largas al asunto si un extraño evento no hubiese precipitado el desenlace.


Aquel día las dos niñas De Romeu habían ido con Nuria a repartir limosna, como siempre hacían los primeros viernes de mes. Había mil quinientos pordioseros reconocidos en la ciudad y varios miles más de pobres e indigentes que nadie se daba la molestia de contabilizar. Desde hacía cinco años, siempre el mismo día y a la misma hora, se podía ver a Juliana, flanqueada por la figura tiesa de su dueña, visitando las casas de caridad. Por decoro y para no ofender con signos de ostentación, se cubrían de pies a cabeza con mantillas y abrigos oscuros y recorrían el barrio a pie; Jordi las esperaba con el carricoche en una plaza cercana, consolándose del tedio con su frasco de licor.

En esa excursión echaban toda la tarde, porque, además de socorrer a los pobres, visitaban a las monjas encargadas de los hospicios. Ese año empezó a acompañarlas Isabel, quien a los quince años ya estaba en edad de practicar la compasión, en vez de perder el tiempo espiando a Diego y batiéndose a duelo consigo misma ante un espejo, como decía Nuria. Debían andar por callejones estrechos en barrios de pobreza cruda, donde ni los gatos se distraían, por miedo a ser cazados para venderlos por liebres.

Juliana se sometía con rigor ejemplar a esa penitencia heroica, pero a Isabel la ponía enferma, no sólo porque le daban terror las llagas y furúnculos, los andrajos y muletas, las bocas desdentadas y las narices roídas por la sífilis de esa multitud desgraciada, a quien su hermana atendía como una misionera, sino porque esa forma de caridad le parecía una burla. Calculaba que los duros de la bolsa de Juliana no servían de nada ante la inmensidad de la miseria. «Peor es nada», replicaba su hermana.


Habían iniciado el recorrido media hora antes y habían visitado sólo un orfanato, cuando al llegar a una esquina les salieron al encuentro tres hombres de aspecto patibulario. Apenas se les veían los ojos, porque llevaban sombreros encasquetados hasta las cejas y pañuelos atados en la cara. A pesar de la prohibición oficial de usar capa, el más alto de ellos estaba arrebozado en una manta.

Era la hora letárgica de la siesta, cuando muy poca gente circulaba por la ciudad. La callejuela estaba flanqueada por las macizas murallas de piedra de una iglesia y un convento, no había ni una puerta cercana donde refugiarse. Nuria se puso a chillar aterrorizada, pero un bofetón en la cara, propinado por uno de los fulanos, la tiró al suelo y la dejó muda. Juliana trató de ocultar bajo su abrigo la bolsa con el dinero de la caridad, mientras Isabel echaba miradas de soslayo buscando la forma de conseguir ayuda. Uno de los forajidos le arrebató la bolsa a Juliana y otro se disponía a arrancarle los zarcillos de perlas, cuando súbitamente los cascos de un caballo los puso en guardia. Isabel gritó a todo pulmón y un instante más tarde hizo una aparición providencial nada menos que Rafael Moncada. En una ciudad tan densamente poblada como aquélla, su llegada equivalía poco menos que a un prodigio.

A Moncada le bastó una ojeada para evaluar la situación, desenvainar con presteza la espada y confrontar a aquellos diablos de baja estofa. Dos de ellos ya habían echado mano de puñales corvos, pero un par de mandobles y la actitud decidida de Moncada los hizo vacilar. Se veía enorme y noble sobre el corcel, las botas negras relucientes en los estribos de plata, las calzas albas y ajustadas, la chaqueta de terciopelo verde oscuro con vueltas de astracán, el largo acero con cazoleta redonda grabada en oro.

Desde la altura podría haber despachado a más de un adversario sin más trámite, pero parecía disfrutar intimidándolos. Con una fiera sonrisa en los labios y la espada centelleando en el aire, podría ser la figura central en un cuadro de batalla. Los otros resollaban, mientras él los picaneaba desde arriba sin darles tregua. El caballo, encabritado por la trifulca, se levantó en las patas traseras y por un momento pareció que desmontaría al jinete, pero éste se aferró con las piernas. Parecía una extraña y violenta danza.

Al centro del círculo de puñales el corcel giraba sobre sí mismo, relinchando de pavor, mientras Moncada lo dominaba con una mano y enarbolaba su arma con la otra, rodeado por los forajidos, que buscaban el momento de acuchillarlo, pero no se atrevían a ponerse a su alcance. A los alaridos de Isabel se sumaron los de Nuria y pronto asomaron varias personas en la calle, pero al ver los hierros refulgiendo en la luz pálida del día, se mantuvieron a distancia.

Un muchacho salió corriendo a buscar a los alguaciles, pero no había esperanza de que volviera a tiempo con ayuda. Isabel aprovechó la confusión para arrancar de un tirón la bolsa de las manos al hombre de la manta, enseguida tomó a su hermana por un ala y a Nuria por otra para obligarlas a huir, pero no pudo moverlas, ambas estaban clavadas en los adoquines.


El enfrentamiento duró apenas unos minutos, que transcurrieron con la lentitud imposible de las pesadillas, y al fin Rafael Moncada consiguió hacer saltar la daga de uno de los hombres y con eso los tres asaltantes comprendieron que más valía emprender la retirada. El caballero hizo ademán de perseguirlos, pero desistió al ver la desazón de las mujeres y saltó de su cabalgadura para ayudarlas. Una mancha roja se extendía sobre la blanca tela de su pantalón. Juliana corrió a refugiarse en sus brazos temblando como un conejo.

– ¡Está herido! -exclamó al ver la sangre en su pierna.

– Es sólo un rasguño -replicó él.


Eran demasiadas emociones para la joven. Se le nubló la vista y le fallaron las rodillas, pero antes de que cayera al suelo los atentos brazos de Moncada la levantaron en vilo. Isabel comentó impaciente que sólo faltaba eso para completar el cuadro: un soponcio de su hermana. Moncada ignoró el sarcasmo y, cojeando un poco, pero sin trastabillar, condujo a Juliana en brazos hasta la plaza. Nuria e Isabel iban detrás, llevando al caballo de la brida, rodeadas por los curiosos que se habían juntado, cada uno de los cuales tenía una opinión particular sobre lo ocurrido y todos querían decir la última palabra al respecto.

Al ver aquella procesión, Jordi descendió del pescante y ayudó a Moncada a colocar a Juliana dentro del carruaje. Un aplauso cerrado estalló entre los mirones. Rara vez ocurría algo tan quijotesco y romántico en las calles de Barcelona; habría tema para varios días. Veinte minutos más tarde Jordi llegaba al patio de la casa De Romeu seguido por Moncada a caballo. Juliana lloraba de nervios, Nuria contabilizaba con la lengua los dientes sueltos por el bofetón, e Isabel echaba chispas abrazada a la bolsa.

Tomás de Romeu no era hombre que se impresionara demasiado con apellidos linajudos, porque aspiraba a que la nobleza fuera abolida de la faz de la tierra, ni con la fortuna de Moncada, porque era de naturaleza desprendida, pero se conmovió hasta las lágrimas al saber que ese caballero, quien había sufrido tantos desaires por parte de Juliana, había arriesgado su vida por proteger a sus hijas de un daño irreparable.

Aunque se decía ateo, estuvo plenamente de acuerdo con Nuria en que la Divina Providencia había enviado a Moncada a tiempo para salvarlas. Insistió en que el héroe de la jornada descansara, mientras Jordi iba en busca de un médico para que atendiera su herida, pero él prefirió retirarse discretamente. Aparte de cierta agitación al respirar, nada delataba su sufrimiento.

Todos comentaron que su sangre fría ante el dolor resultaba tan admirable como su coraje ante el peligro. Isabel fue la única que no dio muestras de agradecimiento. En vez de sumarse al desborde emocional del resto de la familia, se permitió unos despectivos chasquidos de lengua que fueron muy mal recibidos. Su padre la mandó a encerrarse en su habitación sin asomar la nariz hasta que se disculpara por su vulgaridad.


Diego debió oír con forzada paciencia el relato detallado del asalto por boca de Juliana, además de las especulaciones sobre lo que hubiese sucedido si el salvador no interviene a tiempo. A la joven jamás le había ocurrido nada tan peligroso, la figura de Rafael Moncada creció a sus ojos, adornada de virtudes que hasta entonces no había percibido: era fuerte y guapo, tenía manos elegantes y una mata de cabello ondulado. Un hombre con buen pelo tiene mucho terreno ganado en esta vida.

Notó de pronto que se parecía al torero más popular de España, un cordobés de piernas largas y ojos de fuego. No estaba nada mal su pretendiente, decidió. Así y todo, la terrible refriega le dio fiebre y se fue temprano a la cama. Esa noche el médico debió sedarla, después de administrar glóbulos de árnica a Nuria, a quien la cara se le había puesto como una calabaza…

En vista de que no vería a la bella en la cena, Diego también se retiró a sus habitaciones, donde lo esperaba Bernardo. Por decencia las niñas no podían acercarse al ala de la casa donde estaban los aposentos de los varones, la única excepción fue cuando Diego convalecía de la herida del duelo, pero Isabel nunca hizo mucho caso de esa regla, tal como no obedecía al pie de la letra los castigos impuestos por su padre. Aquella noche ignoró la orden de aislarse en su dormitorio y apareció en el de los muchachos sin anunciarse, como hacía a menudo.

– ¿No te he dicho que golpees la puerta? Un día me vas a encontrar desnudo -le reclamó Diego.

– No creo que me lleve una impresión memorable -replicó ella.

Se sentó sobre la cama de Diego con la expresión taimada de quien posee información y no piensa darla, esperando que le rogaran, pero por principio éste procuraba no ceder a sus ardides y Bernardo estaba distraído haciendo nudos con una cuerda. Pasó un minuto largo y al fin ella sucumbió a las ganas de comentarles, en el florido lenguaje que empleaba lejos de los oídos de Nuria, que si su hermana no sospechaba de Moncada, debía ser tonta del culo. Agregó que todo el asunto olía a pescado podrido, porque uno de los tres asaltantes era Rodolfo, el gigante del circo. Diego dio un salto de mono y Bernardo soltó la cuerda que estaba anudando.

– ¿Estás segura? ¿No dijisteis que esos rufianes llevaban la cara cubierta? -la increpó Diego.

– Sí, y además ése iba envuelto en una manta, pero era enorme y cuando le arrebaté la bolsa le vi los brazos. Los tenía tatuados.

– Podría haber sido un marinero. Muchos tienen tatuajes, Isabel -alegó Diego.

– Eran los mismos tatuajes del gitano del circo, no me cabe ninguna duda, así es que más vale que me creas -replicó ella.


De allí a deducir que los cíngaros estaban implicados no había más que un paso que Diego y Bernardo dieron de inmediato. Sabían desde hacía un buen tiempo que Pelayo y sus amigos hacían trabajillos sucios para Moncada, pero no podían probarlo. Nunca osaron tocar el tema con el gitano, quien de todos modos era hermético y nada les habría confesado. Amalia tampoco cedía ante los interrogatorios solapados de Diego; aun en los momentos de mayor intimidad cuidaba los secretos de su familia.

Diego no podía acudir con una sospecha semejante donde Tomás de Romeu, sin pruebas y sin verse obligado a admitir sus propios tratos furtivos con la tribu bohemia, pero decidió intervenir. Tal como dijo Isabel, no podían permitir que la joven acabara casada con Moncada por infundada gratitud.


Al día siguiente lograron convencer a Juliana de que se levantara de la cama, dominara los nervios y los acompañara al barrio donde solía instalarse Amalia a ver la suerte de los transeúntes. Nuria fue con ellos, porque era su deber, a pesar de que su cara se veía mucho peor que el día anterior. Una mejilla estaba morada y tenía los párpados tan hinchados que parecía un sapo.

Tardaron menos de media hora en dar con Amalia. Mientras las muchachas esperaban en el carruaje, Diego suplicó a la gitana, con una elocuencia que ni él mismo conocía, que salvara a Juliana de un destino fatal.

– Una palabra tuya puede evitar la tragedia de un matrimonio sin amor entre una doncella inocente y un desalmado. Tienes que decirle la verdad -alegó dramáticamente.

– No sé de qué me hablas -replicó Amalia.

– Sí lo sabes. Los tipos que las asaltaron eran de tu tribu. Sé que uno de ellos era Rodolfo. Creo que Moncada preparó la escena para quedar como héroe frente a las niñas De Romeu. Estaba todo arreglado, ¿verdad? -insistió Diego.

– ¿Estás enamorado de ella? -preguntó Amalia sin malicia. Ofuscado, Diego debió admitir que sí lo estaba.

Ella le tomó las manos, se las examinó con una sonrisa enigmática y luego se mojó un dedo en saliva y le trazó la señal de la cruz en las palmas.

– ¿Qué haces? ¿Es esto alguna maldición? -preguntó Diego, asustado.

– Es un pronóstico. Nunca te casarás con ella.

– ¿Quieres decir que Juliana se casará con Moncada?

– Eso no lo sé. Haré lo que me pides, pero no te hagas ilusiones, porque esa mujer tiene que cumplir su destino, tal como debes hacerlo tú, y nada que yo diga podrá cambiar lo que está escrito en el cielo.


Amalia trepó al carruaje, saludó con un gesto a Isabel, a quien había visto algunas veces, cuando acompañaba a Diego y Bernardo, y se instaló en el asiento frente a Juliana. Nuria contenía la respiración, espantada, porque estaba convencida de que los bohemios eran descendientes de Caín y ladrones profesionales. Juliana despachó a su dueña y a Isabel, que se bajaron del coche a regañadientes.

Cuando estuvieron solas, las dos mujeres se observaron mutuamente durante un minuto entero. Amalia hizo un inventario riguroso de Juliana: el rostro clásico enmarcado de rizos negros, los ojos verdes de gata, el cuello delgado, la capelina y el sombrero de piel, los delicados botines de cabritilla. Por su parte, Juliana examinó a la gitana con curiosidad, porque nunca había visto a una tan de cerca. Si hubiera amado a Diego, el instinto le habría advertido que era su rival, pero esa idea no le pasaba por la mente. Le gustó su olor a humo, su rostro de pómulos marcados, sus faldas amplias, el tintineo de sus joyas de plata. Le pareció bellísima. En un impulso cariñoso se quitó los guantes y le tomó las manos.

«Gracias por hablar conmigo», le dijo simplemente. Desarmada por la espontaneidad del gesto, Amalia decidió violar la regla fundamental de su pueblo: no confiar jamás en un gadje y mucho menos si eso ponía en peligro a su clan. En pocas palabras describió el lado oscuro de Moncada, le reveló que, en efecto, el asalto había sido planeado, su hermana y ella nunca estuvieron en peligro, la mancha en el pantalón de Moncada no provenía de una herida, sino de un trozo de tripa relleno con sangre de gallina. Dijo que algunos hombres de la tribu cumplían encargos de Moncada de vez en cuando, en general asuntos de poca monta, sólo en contadas ocasiones habían cometido una falta seria, como el asalto al conde Orloff. «No somos criminales», explicó Amalia y agregó que lamentaban haber agredido al ruso y a Nuria, porque la violencia estaba prohibida en su tribu. Como golpe de gracia le informó de que era Pelayo quien cantaba las serenatas, porque Moncada desafinaba como un pato.

Juliana escuchó la confesión completa sin hacer preguntas. Las dos mujeres se despidieron con un leve ademán y Amalia descendió del carruaje; entonces Juliana estalló en llanto.


Aquella misma tarde Tomás de Romeu recibió formalmente en su residencia a Rafael Moncada, quien había manifestado, mediante una breve misiva, hallarse repuesto de la pérdida de sangre y con deseos de presentar sus respetos a Juliana. Por la mañana un lacayo había traído un ramo de flores para ella y una caja de turrón de almendras para Isabel, atenciones delicadas y nada ostentosas que Tomás anotó a favor del pretendiente.

Moncada llegó vestido con impecable elegancia y apoyado en un bastón. Tomás lo recibió en el salón principal, desempolvado en honor al futuro yerno, le ofreció un jerez y, una vez instalados, le agradeció una vez más su oportuna intervención. Enseguida mandó llamar a sus hijas.

Juliana se presentó demacrada y con un atuendo monacal, poco apropiada para una ocasión tan importante. Su hermana Isabel, con los ojos ardientes y un rictus burlón, la sostenía por un brazo con tal firmeza, que parecía llevarla a la rastra. Rafael Moncada atribuyó el mal semblante de Juliana a los nervios.

– No es para menos, después de la terrible agresión que ha sufrido… -alcanzó a comentar, antes de que ella lo interrumpiera para anunciarle con la voz temblorosa, pero la voluntad de hierro, que ni muerta se casaría con él.


En vista de la rotunda negativa de Juliana, Rafael Moncada se retiró de esa casa lívido, aunque en control de sus buenos modales. En sus veintisiete años de vida había tropezado con algunos obstáculos, pero nunca había tenido un fracaso. No pensaba darse por vencido, aún le quedaban varios recursos en la manga, para eso contaba con posición social, fortuna y conexiones. Se abstuvo de preguntar sus razones a Juliana, porque la intuición le advirtió de que algo había salido muy mal en su estrategia. Ella sabía más de la cuenta y él no podía correr el riesgo de verse expuesto.

Si Juliana sospechaba que el asalto en la calle había sido una farsa, sólo podía existir una razón: Pelayo. No creía que el hombre se hubiera atrevido a traicionarlo, porque nada ganaba con ello, pero podía haber cometido una indiscreción. Allí no se podía guardar un secreto por demasiado tiempo; los criados formaban una red de información mucho más eficaz que la de los espías franceses en La Ciudadela. Bastaría un comentario fuera de lugar de cualquiera de los implicados para que llegara a oídos de Juliana. Había empleado a los gitanos en varias ocasiones justamente porque eran nómadas, iban y venían sin relacionarse con nadie fuera de su tribu, carecían de amigos y conocidos en Barcelona, eran discretos por necesidad.

Durante el tiempo en que él anduvo de viaje perdió contacto con Pelayo y en cierta forma se sintió aliviado por ello. La relación con esa gente le incomodaba. Al regresar, imaginó que podría hacer tabla rasa, olvidar pecadillos del pasado y empezar en limpio, lejos de aquel mundo subterráneo de maldad a sueldo, pero la intención de regenerarse le duró apenas unos días. Cuando Juliana pidió otras dos semanas para contestar su proposición matrimonial, Moncada tuvo una reacción de pánico muy rara en él, que se preciaba de dominar hasta los monstruos de sus pesadillas.

Durante su ausencia le había escrito varias cartas, que ella no contestó. Atribuyó ese silencio a timidez, porque a una edad en que otras mujeres ya eran madres, Juliana se comportaba como una novicia. A sus ojos esa inocencia constituía la mejor cualidad de la joven, porque le garantizaba que cuando se le entregara, lo haría sin reservas. Pero su seguridad flaqueó con la nueva postergación impuesta por ella y entonces decidió presionarla.

Una acción romántica, como las de los libros de amor que ella disfrutaba, sería lo más efectivo para sus propósitos, calculó, pero no podía esperar que la ocasión se le presentara sola, debía propiciarla. Obtendría lo que deseaba sin perjudicar a nadie; no se trataba en realidad de un engaño, porque si se diera el caso de que Juliana -o cualquiera otra mujer decente- fuese atacada por forajidos, él saldría sin vacilar en su defensa.

No le pareció necesario dar estos argumentos a Pelayo, por supuesto; sólo le impartió sus órdenes, que éste cumplió sin tropiezos.


La escena que montaron los bohemios resultó más breve de lo planeado, porque echaron a correr a los pocos minutos, cuando sospecharon que la espada de Moncada iba en serio. No le dieron ocasión de lucirse con el esplendor dramático que él pretendía, por eso cuando Pelayo acudió a cobrarle, consideró justo regatear el precio acordado. Discutieron y Pelayo terminó por aceptar la rebaja, pero Rafael Moncada se quedó con un sabor acre en el paladar; el hombre sabía demasiado y podía caer en la tentación de chantajearlo.

En definitiva, concluyó, no convenía que un sujeto de esa calaña, sin ley ni moral, tuviese poder sobre él. Debía quitárselo de encima lo antes posible, a él y toda su tribu.


Por su parte, Bernardo conocía bien el apretado tejido de chismes que las personas de la clase de Moncada tanto temían. Con su silencio de tumba, su aire de indio digno y su buena voluntad para hacer favores, se había congraciado con mucha gente, vendedoras del mercado, estibadores del puerto, artesanos de los barrios, cocheros, lacayos y criadas de las casas de los ricos. Almacenaba información en su prodigiosa memoria, dividida en compartimentos, como un inmenso archivo, donde guardaba los datos ordenados y listos para usarlos en el momento necesario.

Había conocido a Joanet, uno de los criados de Moncada, en el patio de la mansión de Eulalia de Callís, la noche en que Moncada lo golpeó con su bastón. En su archivo esa noche no se recordaba por el bastonazo recibido, sino por el asalto al conde Orloff. Se mantuvo en contacto con Joanet, así podía vigilar de lejos a Moncada. El hombre era de muy pocas luces y detestaba a cualquiera que no fuese catalán, pero toleraba a Bernardo porque no lo interrumpía y había sido bautizado.

Una vez que Amalia admitió los tratos de Moncada con los gitanos, Bernardo decidió averiguar más sobre ese personaje. Hizo una visita a Joanet, llevándole de regalo el mejor coñac de Tomás de Romeu, que Isabel le facilitó al saber que la botella sería empleada para un fin altruista. El hombre no necesitaba del licor para soltar la lengua, pero lo agradeció igual y muy pronto le estaba contando las últimas nuevas: él mismo le había llevado una misiva de su amo al jefe militar de La Ciudadela, en la que Moncada acusaba a la tribu de gitanos de introducir armas de contrabando en la ciudad y conspirar contra el gobierno.

– Los gitanos están malditos para siempre, porque hicieron los clavos de la cruz de Cristo. Merecen que los quemen en la hoguera a todos sin misericordia, eso digo yo -fue la conclusión de Joanet.


Bernardo sabía dónde encontrar a Diego a esa hora. Se encaminó sin vacilar al descampado en los extramuros de Barcelona, donde los gitanos tenían sus tiendas pringosas y carromatos destartalados. En los tres años que llevaban establecidos allí, el campamento había adquirido el aspecto de un pueblo de trapo. Diego de la Vega no había reanudado sus amores con Amalia, porque ella temía echar a perder para siempre su propia suerte. Se había salvado de ser ejecutada por los franceses, prueba sobrada de que el espíritu de Ramón, su marido, la protegía desde el otro lado. No le convenía provocar su ira acostándose con el joven gadje.

También influía en su ánimo el que Diego le hubiera confesado su amor por Juliana, ya que en ese caso ambos estaban siendo infieles, ella a la memoria del difunto y él a la casta muchacha. Tal como Bernardo calculaba, Diego había acudido al campamento para ayudar a sus amigos a preparar la carpa del circo dominical, que en esa ocasión no estaría en una plaza, como era habitual, sino allí mismo. Disponían de unas horas por delante, porque el espectáculo comenzaba a las cuatro de la tarde.


Estaba con otros hombres halando cuerdas para tensar las lonas, al son de una de las canciones que él había aprendido de los marineros de la Madre de Dios, cuando llegó Bernardo. Podía sentirle el pensamiento de lejos y lo estaba esperando. No necesitó ver la expresión taciturna de su hermano para saber que algo andaba mal. Se le borró la sonrisa, que siempre le bailaba en la cara, al oír lo que Bernardo había averiguado por Joanet, y de inmediato reunió a la tribu.

– Si la información es cierta, estáis en grave peligro. Me pregunto por qué no os han arrestado todavía -les dijo.

– Seguro que vendrán durante la función, cuando estemos todos aquí y haya público. A los franceses les gusta dar escarmiento, eso mantiene a la población atemorizada, y nada mejor que hacerlo con nosotros -contestó Rodolfo.

Juntaron a sus chiquillos y sus animales y en silencio, con el sigilo de siglos de persecución y vida errante, hicieron unos bultos con lo indispensable, montaron en los caballos y antes de media hora habían desaparecido en dirección a las montañas. Al despedirse, Diego les dijo que enviaran a alguien al día siguiente a la catedral del barrio antiguo. «Tendré algo para vosotros», les dijo, y agregó que procuraría entretener a los soldados para darles tiempo de huir.


Los gitanos perdían todo. Atrás quedó el campamento desolado, con la triste carpa del circo, los carromatos sin caballos, los fogones todavía humeantes, las tiendas abandonadas y un desparrame de cacharros, colchones y trapos. Entretanto, Diego y Bernardo desfilaron por las calles adyacentes con sombreros de payasos y redoble de tambores para llamar al público, que empezó a seguirlos al circo.

Pronto hubo suficientes espectadores esperando bajo la carpa. Una rechifla impaciente acogió a Diego, quien apareció en el ruedo vestido del Zorro, con máscara y bigote, tirando al aire tres antorchas encendidas, que cogía al vuelo, pasaba por entre las piernas y por detrás de la espalda antes de volver a lanzarlas. El público no pareció demasiado impresionado y empezó a gritarle chirigotas.

Bernardo se llevó las antorchas y Diego pidió un voluntario Para un truco de gran suspenso, como anunció. Un marinero fornido y desafiante salió adelante y, siguiendo las instrucciones, se colocó a cinco pasos de distancia con un cigarro en los labios. Diego hizo chasquear el látigo en el suelo un par de veces antes de asestarle un golpe certero. Al sentir el silbido en la cara, el hombre enrojeció de ira, pero cuando el tabaco voló por los aires sin que el látigo le tocara la piel, soltó una carcajada, coreada por la concurrencia. En ese momento alguien se acordó de la historia que había circulado por la ciudad sobre un tal Zorro, vestido de negro y con máscara, que se había atrevido a sacar al Chevalier de su cama para salvar a unos rehenes. El Zorro… ¿Zorro?… ¿Qué zorro?…


Se corrió la voz en un santiamén y alguien apuntó a Diego, quien saludó con una profunda reverencia y de un salto trepó por las cuerdas hacia el trapecio. En el mismo instante en que Bernardo le daba una señal, oyó cascos de caballos. Los estaba esperando. Dio una voltereta en el columpio y quedó colgado de los pies, balanceándose en el aire por encima de las cabezas del público.

Minutos después un grupo de soldados franceses entró con las bayonetas caladas tras un oficial que bramaba amenazas. Estalló el pánico, mientras la gente intentaba salir, momento que aprovechó Diego para bajar a tierra deslizándose por una cuerda. Sonaron varios balazos y se armó una algarabía monumental; los espectadores se empujaban por salir, atropellando a los soldados. Diego se escabulló como una comadreja, antes de que pudieran alcanzarlo, y procedió a cortar las cuerdas que sostenían la carpa por fuera, ayudado por Bernardo.

La tela cayó sobre las cabezas de la concurrencia atrapada adentro, soldados y público por igual. La confusión dio tiempo a los jóvenes para montar en sus cabalgaduras y enfilar al galope hacia la casa de Tomás de Romeu. Sobre la montura Diego se despojó de la capa, el sombrero, el antifaz y el bigote.

Calcularon que a los soldados les costaría un buen rato sacudirse la tienda de encima, darse cuenta de que los gitanos habían huido y organizarse para perseguirlos.


Diego sabía que al día siguiente el nombre del Zorro estaría otra vez en todas las bocas. Desde su caballo Bernardo le lanzó una elocuente mirada de reproche, la jactancia podía costarle cara, ya que los franceses buscarían por cielo y tierra al misterioso personaje.

Llegaron a su destino sin llamar la atención, entraron por una puerta de servicio y poco más tarde tomaban chocolate con bizcochos en compañía de Juliana e Isabel. No sabían que en ese mismo momento el campamento de los gitanos se iba en humo. Los soldados habían prendido fuego a la paja de la pista, que ardió como yesca, alcanzando en pocos minutos las viejas lonas.


Al día siguiente al mediodía, Diego se apostó en una nave de la catedral. El rumor de la segunda aparición del Zorro había dado la vuelta completa por Barcelona y ya había llegado a sus oídos. En un solo día el enigmático héroe logró captar la imaginación popular. La letra zeta apareció tallada a cuchillo en varias paredes, obra de rapaces inflamados de entusiasmo por imitar al Zorro. «Eso es lo que necesitamos, Bernardo, muchos zorros que distraigan a los cazadores», opinó Diego.


A esa hora la iglesia estaba vacía, salvo por un par de sacristanes que cambiaban las flores en el altar principal. Reinaba la penumbra fría y quieta de un mausoleo, hasta allí no llegaba la luz brutal del sol ni el ruido de la calle. Diego esperó sentado en un banco, rodeado de santos de bulto, aspirando el inconfundible olor metálico del incienso, que impregnaba las paredes.

A través de los antiguos vitrales atravesaban tímidos reflejos de colores que bañaban el ámbito con una luz irreal. La calma del momento le trajo el recuerdo de su madre. Nada sabía de ella, era como si se hubiera esfumado. Le extrañaba que ni su padre ni el padre Mendoza la mencionaran en sus cartas y que ella misma nunca le hubiera mandado unas líneas, pero no estaba preocupado. Creía que si algo malo le sucediera a su madre, él lo sentiría en los huesos.


Una hora más tarde, cuando estaba a punto de irse, convencido de que ya nadie acudiría a la cita, surgió a su lado, como un fantasma, la figura delgada de Amalia. Se saludaron con una mirada, sin tocarse.

– ¿Qué será ahora de vosotros? -susurró Diego.

– Nos iremos hasta que se calmen las cosas, pronto se olvidarán de nosotros -replicó ella.

– Quemaron el campamento, os habéis quedado sin nada.

– No es ninguna novedad, Diego. Los Roma estamos acostumbrados a perderlo todo, nos ha sucedido antes y nos sucederá de nuevo.

– ¿Volveré a verte, Amalia?

– No sé, no tengo mi bola de vidrio -sonrió ella encogiéndose de hombros.

Diego le dio lo que había logrado juntar en esas pocas horas: la mayor parte del dinero que le quedaba de la reciente remesa enviada por su padre y el que consiguieron las niñas De Romeu, una vez que supieron lo ocurrido. Por encargo de Juliana le entregó un paquete envuelto en un pañuelo.

– Juliana me pidió que te diera esto como recuerdo -dijo Diego.

Amalia desanudó el pañuelo y vio que contenía una delicada diadema de perlas, la misma que Diego le había visto usar a Juliana varias veces, era su joya de más valor.

– ¿Por qué? -preguntó la mujer, sorprendida.

– Supongo que debe de ser porque la salvaste de casarse con Moncada.

– Eso no es seguro. Tal vez su destino sea casarse con él de todos modos…

– ¡Jamás! Ahora Juliana sabe qué clase de canalla es -la interrumpió Diego.

– El corazón es caprichoso -replicó ella.

Escondió la joya en una bolsa, entre los pliegues de sus amplias faldas sobrepuestas, hizo un gesto de adiós a Diego con los dedos y retrocedió, perdiéndose en las sombras heladas de la catedral. Instantes más tarde corría por las callejuelas del barrio hacia las Ramblas.


Poco después de la huida de los gitanos y antes de Navidad, llegó una carta del padre Mendoza. El misionero escribía cada seis meses para dar noticias de la familia y la misión. Contaba, por ejemplo, que habían vuelto los delfines a la costa, que el vino de esa temporada había resultado ácido, que los soldados habían detenido a Lechuza Blanca porque arremetió contra ellos a bastonazos en defensa de un indio, pero mediante la intervención de Alejandro de la Vega la soltaron. Desde entonces, agregaba, no habían visto a la curandera por esos lados.

Con su estilo preciso y enérgico lograba conmover a Diego mucho más que Alejandro de la Vega, cuyas cartas eran sermones salpicados de consejos morales. Diferían poco del tono habitual establecido por Alejandro en la relación con su hijo. En esa ocasión, sin embargo, la breve misiva del padre Mendoza no era para Diego, sino para Bernardo, y venía sellada con lacre. Bernardo partió el sello con un cuchillo y se instaló cerca de la ventana a leerla. Diego, que lo observaba a pocos pasos de distancia, lo vio cambiar de color a medida que sus ojos recorrían la angulosa escritura del misionero. Bernardo la leyó dos veces y luego se la pasó a su hermano.


Ayer, dos de agosto del año mil ochocientos trece, vino a visitarme a la misión una joven indígena de la tribu de Lechuza Blanca. Traía a su hijo, de poco más de dos años, a quien llama simplemente Niño. Ofrecí bautizarlo, como se debe, y le expliqué que de otro modo el alma de ese inocente corre peligro, ya que si Dios decide llevárselo, no podrá ir al cielo y quedará varado en el limbo. La india se negó al bautismo. Dijo que esperará el regreso del padre para que él escoja el nombre. También rehusó oír la palabra de Cristo e incorporarse a la misión, donde ella y su hijo tendrían una vida civilizada.

Me dio el mismo argumento: que cuando regrese el padre del niño, tomará una decisión al respecto. No insistí, porque he aprendido a aguardar con paciencia que los indios acudan aquí por su propia voluntad, de otro modo su conversión a la Verdadera Fe resulta apenas un barniz. El nombre de la mujer es Rayo en la Noche. Que Dios te bendiga y guíe siempre tus pasos, hijo mío.

Te abruza, en Cristo Nuestro Señor,

Padre Mendoza


Diego le devolvió la carta a Bernardo y ambos se quedaron en silencio, mientras la luz del día se apagaba en la ventana. Bernardo, quien por la necesidad de comunicarse tenía un rostro muy expresivo, en esos momentos parecía esculpido en granito. Comenzó a tocar una melodía triste, refugiándose en la flauta para no dar explicaciones. Diego no se las pidió, porque sentía en su propio pecho los golpes del corazón de su hermano. Había llegado el momento de separarse.

Bernardo no podía seguir viviendo como un muchacho, lo reclamaban sus raíces, deseaba regresar a California y asumir sus nuevas responsabilidades. Nunca se sintió cómodo lejos de su tierra. Había vivido varios años contando días y horas en esa ciudad de piedra y de helados inviernos, por la lealtad de acero que lo unía a Diego, pero ya no podía más, el hueco en el pecho se le iba agrandando como una insondable caverna.

El amor absoluto que sentía por Rayo en la Noche ahora adquiría una terrible urgencia, porque no tenía la menor duda de que ese niño era su hijo. Diego aceptó los silenciosos argumentos con una garra en el pecho y respondió con un discurso a borbotones desde el alma.

– Tendrás que irte solo, hermano, porque me faltan varios meses para graduarme en el Colegio de Humanidades y en ese tiempo pretendo convencer a Juliana de que se case conmigo, pero antes de declararme y pedir su mano a don Tomás, debo esperar a que se reponga de la desilusión que le produjo Rafael Moncada.

Perdona, hermano, soy muy egoísta, no es el momento de majadearte una vez más con mis fantasías de amor, sino de hablar de ti. Durante estos años me he divertido como un chiquillo mimado, mientras tú has estado enfermo de nostalgia por Rayo en la Noche, sin saber siquiera que te dio un hijo. ¿Cómo has aguantado tanto? No quiero que te vayas, pero tu lugar está en California, de eso no hay duda. Ahora entiendo lo que mi padre y tú mismo siempre dijisteis, Bernardo, que nuestros destinos son diferentes, yo nací con fortuna y privilegios que tú no tienes. No es justo, porque somos hermanos.

Un día seré dueño de la hacienda De la Vega y entonces podré darte la mitad que te corresponde, entretanto le escribiré a mi padre para pedirle que te entregue suficiente dinero para instalarte con Rayo en la Noche y tu hijo donde tú quieras, no tienes que vivir en la misión. Te prometo que mientras yo pueda, nunca le faltará nada material a tu familia. No sé por qué lloro como un chiquillo, debe de ser porque te estoy echando de menos por adelantado. ¿Qué haré sin ti? No tienes idea de cuánto necesito tu fuerza y tu sabiduría, Bernardo.

Los dos jóvenes se abrazaron, primero conmovidos y después con risa forzosa, porque se jactaban de no ser sentimentales. Había concluido una etapa de la juventud.


Bernardo no pudo partir de inmediato, como deseaba. Tuvo que aguardar hasta enero para conseguir que una fragata mercante lo condujese a América. Tenía muy poco dinero, pero le aceptaron pagar su pasaje trabajando como marinero a bordo. Le dejó una carta a Diego con la recomendación de que se cuidara del Zorro, no sólo por el riesgo de ser descubierto, sino porque el personaje terminaría apoderándose de él. «No te olvides de que eres Diego de la Vega, un hombre de carne y hueso, mientras que ese Zorro es un engendro de tu imaginación», le decía en la carta.

Le costó despedirse de Isabel, a quien había llegado a querer como a una hermana menor, porque temía no volver a verla, a pesar de que ella le prometió cien veces que iría a California apenas su padre le diera permiso.

– Nos veremos de nuevo, Bernardo, aunque Diego nunca se case con Juliana. El mundo es redondo, y si le doy la vuelta, un día llegaré a tu casa -le aseguró Isabel, soplándose la nariz y secándose las lágrimas a manotazos.


El año 1814 se anunció pleno de esperanzas para los españoles. Napoleón estaba debilitado por sus derrotas en Europa y la situación interna en Francia. El tratado de Valencay devolvió la corona a Fernando VII, quien se aprontaba para retornar a su patria. En enero el Chevalier dio orden a su mayordomo de empacar el contenido de su palacete, tarea nada simple porque se desplazaba con esplendor principesco. Sospechaba que a Napoleón le quedaba poco tiempo en el poder y en ese caso su propio destino estaba en peligro, porque en su calidad de hombre de confianza del emperador carecía de futuro en cualquier gobierno que lo reemplazara.

Para no alterarle el ánimo a su hija, le presentó el viaje como una promoción en su carrera: por fin volvían a París. Agnés le echó los brazos al cuello, encantada. Estaba harta de sombríos españoles, campanarios mudos, calles muertas por el toque de queda y, sobre todo, de que le tiraran basura a su carroza y le hicieran desaires. Odiaba la guerra, las privaciones, la frugalidad catalana y España en general. Se lanzó en frenéticos preparativos para el viaje.

En sus visitas a casa de Juliana parloteaba excitada a propósito de la vida social y las diversiones de Francia. «Tienes que visitarme en el verano, la época más linda de París. Para entonces papá y yo estaremos instalados como corresponde. Viviremos muy cerca del palacio del Louvre.» De paso, también le ofreció hospitalidad a Diego, porque en su opinión éste no podía regresar a California sin haber conocido París.

Todo lo importante sucedía en esa ciudad, la moda, el arte y las ideas, dijo, incluso los revolucionarios americanos se habían formado en Francia. ¿No era California una colonia de España? ¡Ah! Entonces había que independizarla. Tal vez en París se curaría Diego de sus melindres y dolores de cabeza y se convertiría en un militar famoso, como aquel de Sudamérica que llamaban el Libertador. Simón Bolívar o algo por el estilo.

Entretanto, en la biblioteca, el chevalier Duchamp compartía el último coñac con Tomás de Romeu, lo más parecido a un amigo que había conseguido durante varios años en esa ciudad hostil. Sin revelarle información estratégica, le planteó la situación política y le sugirió que aprovechara ese momento para salir de viaje al extranjero con sus hijas. Las niñas estaban en la edad perfecta para descubrir Florencia y Venecia, dijo, nadie que aprecie la cultura puede dejar de conocer esas ciudades. Tomás respondió que lo pensaría; no era mala idea, tal vez lo harían en el verano.

– El emperador ha autorizado el regreso de Fernando VII a España. Puede suceder de un momento a otro. Creo conveniente que no se encuentren aquí para entonces -insinuó el Chevalier.

– ¿Por qué, excelencia? Usted sabe cuánto celebro la influencia francesa en España, pero creo que la vuelta del Deseado terminará con la guerrilla, que dura ya seis años, y permitirá a este país reorganizarse. Fernando VII tendrá que gobernar con la Constitución liberal de 1812 -replicó Tomás de Romeu.

– Así lo espero, por el bien de España y el suyo, amigo mío -concluyó el otro.


Poco después, el chevalier Duchamp volvió a Francia con su hija Agnés. El convoy de sus carrozas fue interceptado a los pies de los Pirineos por una banda de enardecidos guerrilleros, de los últimos que aún quedaban. Los asaltantes estaban bien informados, conocían la identidad del elegante viajero, sabían que era la sombra gris de La Ciudadela, el responsable de innumerables torturas y ejecuciones.

No lograron vengarse, como pretendían, porque el Chevalier viajaba protegido por un contingente de guardias bien armados que los recibieron con los mosquetes preparados. La primera salva dejó a varios españoles en un charco de sangre y el resto lo hicieron los sables. El encuentro duró menos de diez minutos. Los guerrilleros sobrevivientes se dispersaron, dejando atrás a varios hombres heridos, que fueron ensartados en los aceros sin misericordia.

El Chevalier, que no se movió de la carroza y parecía más aburrido que asustado, habría olvidado fácilmente la escaramuza si una bala perdida no hubiera herido a Agnés. Pasó rozándole la cara y le destrozó una mejilla y parte de la nariz.

La horrenda cicatriz habría de cambiar la vida de la muchacha. Se encerró en la casa de campo de su familia en Saint-Maurice durante muchos años. Al principio sucumbió a la depresión absoluta de haber perdido su belleza, pero con el tiempo dejó de llorar y comenzó a leer algo más que las novelas sentimentales que compartía con Juliana de Romeu. Uno a uno fue leyendo todos los libros de la biblioteca de su padre y después le pidió otros.

Durante las tardes solitarias de su juventud, truncada por aquella bala fatídica, estudió filosofía, historia y política. Después empezó a escribir bajo un pseudónimo masculino y hoy, muchos años más tarde, su obra se conoce en muchas partes del mundo; pero ésa no es nuestra historia. Volvamos a España y a la época que nos concierne.


A pesar de los consejos de Bernardo, ese año Diego de la Vega se vio envuelto en acontecimientos que habrían de convertirlo definitivamente en el Zorro. Las tropas francesas abandonaron España, unas en barco, otras a paso forzado por tierra, como una pesada bestia, bajo los insultos y pedradas del pueblo. En marzo regresó Fernando VII de su exilio dorado en Francia. El cortejo real con el Deseado cruzó la frontera en abril y entró al país por Cataluña. Por fin culminaba la larga lucha del pueblo para expulsar a los invasores.

Al principio el júbilo nacional fue desbordante e incondicional. Desde la nobleza hasta el último campesino, incluyendo la mayoría de los ilustrados como Tomás de Romeu, vieron con alegría el retorno del rey y pasaron por alto las tremendas fallas de su carácter, puestas en evidencia desde temprana edad. Suponían que el exilio habría hecho madurar a ese príncipe de pocas luces y que volvería curado de celos, mezquindades y pasión por la intriga cortesana. Se equivocaron. Fernando VII seguía siendo un hombre pusilánime, que veía enemigos por todas partes y se rodeaba de aduladores.


Un mes más tarde, Napoleón Bonaparte fue obligado a abdicar del trono de Francia. El monarca más poderoso de Europa sucumbió derrotado por una imponente conjunción de fuerzas políticas y militares. A la sublevación de los países sometidos, como España, se sumó la alianza para destruirlo de Prusia, Austria, Gran Bretaña y Rusia. Fue deportado a la isla de Elba, pero le permitieron conservar el ahora irónico título de emperador. Al día siguiente Napoleón intentó, sin éxito, suicidarse.


En España el regocijo general por el regreso del Deseado se tornó en violencia a las pocas semanas. Aislado por el clero católico y las fuerzas más conservadoras de la nobleza, el ejército y la administración pública, el flamante rey revocó la Constitución de 1812 y las reformas liberales, haciendo retroceder al país en pocos meses a la época feudal. Se reinstauró la Inquisición, así como los privilegios de la nobleza, el clero y los militares, y se desencadenó una persecución despiadada de disidentes y opositores, de liberales, afrancesados y antiguos colaboradores del gobierno de José Bonaparte.

Regentes, ministros y diputados fueron detenidos, doce mil familias debieron cruzar las fronteras buscando refugio en el extranjero, y la represión se extendió en tal forma, que nadie estaba seguro; bastaba la menor sospecha o una acusación sin fundamento para ser arrestado y ejecutado sin trámites.

Eulalia de Callís estaba en la gloria. Había aguardado mucho tiempo la vuelta del rey para recuperar su posición de antaño. No le gustaba la insolencia de la plebe ni el desorden, prefería el absolutismo de un monarca, aunque fuese un tipo mediocre. Su lema era: «Cada uno en su lugar, un lugar para cada uno». Y el suyo estaba en la cumbre, por supuesto.

A diferencia de otros nobles, que perdieron sus fortunas en esos años revolucionarios por aferrarse a las tradiciones, ella no tuvo escrúpulos en recurrir a métodos burgueses para enriquecerse. Tenía olfato para el negocio. Era más rica que nunca, poderosa, tenía amigos en la corte de Fernando VII y estaba dispuesta a ver el exterminio sistemático de las ideas liberales, que habían hecho peligrar buena parte de lo que sostenía su existencia.

Sin embargo, algo de la generosidad del pasado aún quedaba escondido en los pliegues de su corpulenta humanidad, porque al ver tanto sufrimiento a su alrededor abrió sus arcas para socorrer a los hambrientos sin preguntarles a qué bando político pertenecían. Así terminó por esconder en sus casas de campo o ver el modo de mandar a Francia a más de una familia de refugiados.


Aunque no necesitaba hacerlo, porque de todos modos su situación era espléndida, Rafael Moncada entró de inmediato al cuerpo de oficiales del ejército, donde los títulos y conexiones de su tía le garantizaban un ascenso rápido. Le daba prestigio anunciar a los cuatro vientos que por fin podía servir a España en un ejército monárquico, católico y tradicional. Su tía estuvo de acuerdo, porque opinaba que hasta el más tonto se ve bien en uniforme.

Tomás de Romeu comprendió entonces cuánta razón había tenido su amigo, el chevalier Duchamp, al aconsejarle que se fuera al extranjero con sus hijas. Convocó a sus contadores con el propósito de revisar el estado de sus bienes y descubrió que su renta no le alcanzaba para vivir con decencia en otro país. Temía, además, que, al asilarse en otra parte, el gobierno de Fernando VII confiscara las propiedades que aún le quedaban. Después de haber manifestado durante una vida su desprecio por los asuntos materiales, ahora debía aferrarse a sus posesiones. La pobreza le daba horror.

No se había preocupado demasiado por la disminución sistemática de la fortuna heredada de su mujer, porque suponía que siempre habría suficiente para seguir viviendo del modo en que estaba acostumbrado. Nunca se había puesto seriamente en el caso de perder su posición social. No quería imaginar a sus hijas privadas de la comodidad que siempre habían gozado. Decidió que lo mejor sería irse lejos a esperar que pasara la oleada de violencia y persecución. A su edad había visto mucho, sabía que tarde o temprano el péndulo político oscila en la dirección opuesta; todo era cuestión de mantenerse invisible hasta que la situación se normalizara.

No podía ni pensar en irse a la casa patriarcal de Santa Fe, donde era demasiado conocido y odiado, pero se acordó de unas tierras de su mujer camino a Lérida, que nunca había visitado. Esa propiedad, que no le había dado renta, sólo problemas, ahora podía ser su salvación. Consistía en unas lomas plantadas con viejos olivos, donde vivían unas cuantas familias campesinas muy pobres y atrasadas, que llevaban tanto tiempo sin ver un patrón, que creían no tenerlo.

La finca estaba provista de un horrendo caserón casi en ruinas, construido alrededor del año 1500, un cubo macizo, cerrado como una tumba para preservar a sus habitantes de los peligros de sarracenos, soldados y bandidos, que asolaron la región durante siglos, pero Tomás determinó que siempre sería preferible a una prisión. Allí podría permanecer por unos meses con sus hijas. Despidió a la mayor parte de la servidumbre, clausuró la mitad de su mansión de Barcelona, dejó el resto a cargo de su mayordomo y emprendió el viaje en varios coches, porque debía transportar los muebles necesarios.


Diego presenció el éxodo de la familia con un mal presentimiento, pero Tomás de Romeu le tranquilizó con el argumento de que él no había ejercido cargos en la administración napoleónica y muy poca gente conocía su amistad con el Chevalier, de modo que no había nada que temer. «Por una vez me alegra no ser una persona importante», sonrió al despedirse.

Juliana e Isabel no tenían idea cabal de la situación en que se encontraban y partieron como quien va a unas extrañas vacaciones. No comprendían las razones de su padre para llevarlas allí, tan lejos de la civilización, pero estaban acostumbradas a obedecer y no hicieron preguntas. Diego besó a Juliana en ambas mejillas y le susurró al oído que no desesperara, porque la separación sería breve. Ella respondió con una mirada de desconcierto. Como tantas cosas que le insinuaba Diego, ésa le resultó incomprensible.


Nada le habría gustado más a Diego que acompañar a la familia al campo, como le había pedido Tomás de Romeu. La idea de pasar un tiempo lejos del mundo y en compañía de Juliana era muy tentadora, pero no podía alejarse de Barcelona en esos momentos. Los miembros de La Justicia estaban muy ocupados, debían multiplicar sus recursos para ayudar a la masa de refugiados que intentaban salir de España. Era necesario esconderlos, conseguir transporte, introducirlos a Francia por los Pirineos o enviarlos a otros países de Europa.

Inglaterra, que había combatido con ahínco a Napoleón hasta derrotarlo, ahora apoyaba al rey Fernando VII y, salvo excepciones, no daba protección a los enemigos de su gobierno. Tal como le explicó el maestro Escalante, nunca antes La Justicia había estado tan cerca de ser descubierta. La Inquisición había vuelto más fuerte que antes, con plenos poderes para defender la fe a cualquier precio, pero como la línea divisoria entre herejes y opositores al gobierno era difusa, cualquiera podía caer en sus zarpas.

Durante los años en que fuera abolida, los miembros de La Justicia se descuidaron con las medidas de seguridad, convencidos de que en el mundo moderno no había lugar para el fanatismo religioso. Creían que los tiempos de quemar gente en la hoguera se habían superado para siempre. Ahora pagaban las consecuencias de su excesivo optimismo.

Diego estaba tan absorto en las misiones de La Justicia, que dejó de asistir al Colegio de Humanidades, donde la educación, como en el resto del país, estaba censurada. Muchos de sus profesores y compañeros habían sido detenidos por expresar sus opiniones.

En esos días el orondo rector de la Universidad de Cervera pronunció ante el rey la frase que definía la vida académica de España: «Lejos de nosotros la funesta manía de pensar».


A comienzos de septiembre detuvieron a un miembro de La Justicia, que se había ocultado durante varias semanas en casa del maestro Manuel Escalante. La Inquisición, como brazo de la Iglesia, prefería no derramar sangre. Sus métodos más recurrentes de interrogatorio eran descoyuntar a las víctimas en el potro o quemarlas con hierros al rojo. El infeliz prisionero confesó los nombres de quienes le habían socorrido y poco después el maestro de esgrima fue detenido. Antes de ser arrastrado al siniestro coche de los alguaciles, tuvo el tiempo justo de avisar a su criado, quien llevó la mala noticia a Diego. Al amanecer del día siguiente, éste pudo averiguar que Escalante no había sido conducido a La Ciudadela, como era habitual en el caso de presos políticos, sino a un cuartel en el barrio del puerto, porque pensaban conducirlo en los próximos días a Toledo, donde estaba centralizada la funesta burocracia de la Inquisición. Diego se puso en contacto de inmediato con Julio César, el hombre con quien había luchado en el tabernáculo de la sociedad secreta durante su iniciación.

– Esto es muy grave. Pueden arrestarnos a todos -dijo éste.

– Jamás lograrán hacer confesar al maestro Escalante -opinó Diego.

– Tienen métodos infalibles, desarrollados durante siglos. Han detenido a varios de los nuestros, ya tienen mucha información. El círculo se cierra en torno a nosotros. Tendremos que disolver la sociedad en forma temporal.

– ¿Y don Manuel Escalante?

– Espero, por el bien de todos, que logre poner fin a sus días antes de ser sometido a suplicio -suspiró Julio César.

– Tienen al maestro en un cuartel de barrio, no en La Ciudadela, debemos intentar rescatarlo… -propuso Diego.

– ¿Rescatarlo? ¡Imposible!

– Difícil, pero no imposible. Necesitaré ayuda de La Justicia. Lo haremos esta misma noche -replicó Diego y procedió a explicar su plan.

– Me parece una locura, pero vale la pena intentarlo. Os ayudaremos -decidió su compañero.

– Hay que sacar al maestro de la ciudad de inmediato.

– Por supuesto. Habrá un bote con un remero de plena confianza aguardando en el puerto. Creo que podremos eludir la vigilancia. El remero conducirá al maestro a un barco que zarpa mañana al alba hacia Nápoles. Allí estará a salvo.

Diego suspiró pensando que pocas veces le había hecho más falta Bernardo. Esta prueba era más seria que introducirse al palacete del chevalier Duchamp. No era broma asaltar un cuartel, reducir a los guardias -no sabía cuántos-, liberar al preso y llevarlo ileso hasta un bote, antes de que le cayera encima el zarpazo de la ley.


Se dirigió a caballo a la mansión de Eulalia de Callís, cuya planta se había dado el trabajo de estudiar con atención en cada oportunidad en que la visitó. Dejó su caballo en la calle y, sin ser visto, avanzó agazapado por los jardines y se encaminó al patio de servicio, donde pululaban animales domésticos entre mesones para matar cerdos y aves, artesas del lavado, ollas para hervir sábanas y alambres con la ropa tendida a secar. Al fondo estaban los galpones de las carrozas y los establos de los caballos. Por todas partes se veían cocineros, lacayos y criadas, cada uno ocupado en lo suyo.

Nadie le dio ni una mirada. Se introdujo en los galpones, disimulándose entre las carrozas, escogió la que le convenía y aguardó encogido en su interior, con los dedos cruzados para que ningún mozo de cuadra lo descubriera. Sabía que a las cinco tocaban una campana para llamar a la servidumbre a la cocina, la misma Eulalia de Callís se lo había contado. Era la hora en que la matriarca ofrecía un tentempié a su ejército de criados: tazones de espumante chocolate con leche y pan para ensopar.

Media hora más tarde Diego escuchó los campanazos y en un dos por tres el patio se vació de gente. La brisa le trajo el delicado aroma del chocolate y se le llenó la boca de saliva. Desde que se fuera la familia al campo, se comía muy mal en la casa De Romeu. Diego, consciente de que sólo disponía de diez o quince minutos, desprendió deprisa el escudo de armas de la portezuela de una carroza y se apoderó de un par de chaquetas del elegante uniforme de los lacayos, que colgaban en sus perchas. Eran libreas de terciopelo celeste con cuello y forro carmesí, y botones y charreteras doradas. Completaban la tenida, cuellos de encaje, pantalones blancos, zapatos de charol negro con hebillas de plata y una faja de brocado rojo en la cintura. Como decía Tomás de Romeu, ni Napoleón Bonaparte se vestía con tanto lujo como los criados de Eulalia.

Una vez seguro de que el patio estaba desocupado, salió con su carga, escondiéndose entre los arbustos, y buscó su caballo. Poco después trotaba calle abajo.


En casa de Tomás de Romeu se hallaba la desvencijada carroza de la familia, demasiado frágil y antigua para llevarla al campo. Comparada con cualquiera de las de doña Eulalia era una ruina, pero Diego contaba con que de noche y con prisa nadie notaría su decrépito aspecto. Debía esperar que se pusiera el sol y medir su tiempo con cuidado, de eso dependería el éxito de su misión.

Después de clavar el escudo en la carroza, se dirigió a la bodega de los licores, que el mayordomo siempre mantenía bajo llave, insignificante estorbo para Diego, quien había aprendido a violar toda suerte de cerrojos. Abrió la bodega, sacó un barril de vino y se lo llevó rodando a plena vista de los criados, que no le hicieron preguntas, creyendo que don Tomás le había dado la llave antes de irse.


Durante más de cuatro años Diego había guardado como un tesoro el frasco del jarabe de la adormidera que le diera su abuela Lechuza Blanca como regalo de despedida, con la promesa de que sólo debía usarlo para salvar vidas. Ése era justamente el destino que pensaba darle. Muchos años antes, con aquella poción el padre Mendoza había amputado una pierna y él había aturdido a un oso. No sabía cuan poderosa sería la droga disuelta en esa cantidad de vino, tal vez no tendría el efecto que él esperaba, pero debía intentarlo. Vertió el contenido del frasco en el tonel y lo rodó para mezclarlo.

Poco después llegaron dos cómplices de La Justicia, que se encasquetaron pelucas blancas de lacayos y las libreas del uniforme de la casa de Callís, para acompañarlo. Diego se vistió como príncipe, con su mejor tenida de chaqueta de terciopelo café con pasamanería de oro y plata, cuello de piel, corbata de plastrón sujeta con un prendedor de perlas, pantalón color mantequilla, zapatos de petimetre con hebillas doradas y sombrero de copa. Así lo condujeron sus camaradas en la carroza al cuartel.

Era de noche cerrada cuando se presentó ante la puerta, mal alumbrada por unos faroles. Diego ordenó a los dos centinelas, con la voz altisonante de alguien acostumbrado a mandar, que llamaran a su superior. Éste resultó ser un joven alférez con fuerte acento andaluz, que se impresionó con la aplastante elegancia de Diego y el escudo de armas de la carroza.

– Su excelencia, doña Eulalia de Callís, le envía un tonel del mejor vino de sus bodegas, para que haga un brindis con sus hombres por ella esta misma noche. Es su cumpleaños -anunció Diego con aire de superioridad.

– Me parece extraño… -alcanzó a balbucear el hombre, sorprendido.

– ¿Extraño? ¡Debe ser nuevo en Barcelona! -lo interrumpió Diego-. Su excelencia siempre ha mandado vino al cuartel para su cumpleaños, y con mayor razón lo hace ahora, cuando la patria está libre del déspota ateo.

Desconcertado, el alférez ordenó a sus subalternos que retiraran el barril e incluso invitó a Diego a beber con ellos, pero éste se excusó, alegando que debía repartir otros presentes similares en La Ciudadela.

– Dentro de un rato, su excelencia les enviará su guiso predilecto, pies de cerdo con nabos. ¿Cuántas bocas hay aquí? -preguntó Diego.

– Diecinueve.

– Bien. Buenas noches.

– Su nombre, señor, por favor…

– Soy don Rafael Moncada, sobrino de su excelencia, doña Eulalia de Callís -replicó Diego, y golpeando con su bastón la portezuela de la carroza ordenó al falso cochero emprender la retirada.


A las tres de la madrugada, cuando la ciudad dormía y las calles se encontraban vacías, Diego se dispuso a llevar a cabo la segunda etapa del plan. Calculaba que en esas horas los hombres del cuartel habrían bebido su vino y, si no estaban dormidos, por lo menos estarían atontados. Ésa sería su única ventaja. Se había cambiado de ropa y vestía como el Zorro. Llevaba látigo, pistola y su espada afilada como navaja. Para no llamar la atención con los cascos de un caballo sobre los adoquines, fue a pie.

Deslizándose pegado a los muros, llegó hasta una de las callejuelas próximas al cuartel, donde verificó que los mismos centinelas, bostezando de fatiga, seguían bajo los faroles. Por lo visto no habían tenido ocasión de probar el vino. En las sombras de un zaguán lo esperaban Julio César y otros miembros de La Justicia, disfrazados de marineros, tal como habían convenido. Diego les dio sus instrucciones, que incluían la orden terminante de no intervenir para ayudarlo, pasara lo que pasara. Cada uno debía velar por sí mismo. Se desearon suerte mutuamente en nombre de Dios y se separaron.


Los marineros fingieron una riña de borrachos cerca del cuartel, mientras Diego esperaba su oportunidad disimulado en la oscuridad. La pelea atrajo la atención de los centinelas, que abandonaron brevemente sus puestos para averiguar la causa del bochinche. Se aproximaron a los supuestos ebrios para advertirles que se alejaran o serían arrestados, pero éstos continuaron propinándose torpes bofetones, como si no los oyeran. Tanto trastabillaban y mascullaban tonterías, que los centinelas se echaron a reír de buena gana, pero cuando se dispusieron a dispersarlos a golpes, los borrachos recuperaron milagrosamente el equilibrio y se les fueron encima.

Pillados por sorpresa, los guardias no atinaron a defenderse. Los aturdieron en un instante, los cogieron por los tobillos y los arrastraron sin miramientos a un callejón adyacente, donde había una puerta de enanos disimulada en un portal. Golpearon tres veces, se abrió una mirilla, dieron la contraseña y una mujer sesentona, vestida de negro, les abrió. Entraron agachados, para evitar darse cabezazos contra el bajísimo dintel, e introdujeron a sus prisioneros inertes en una bodega de carbón. Allí los dejaron atados de manos y encapuchados, después de quitarles la ropa. Se colocaron los uniformes y volvieron a la puerta del cuartel para apostarse bajo los faroles. En los escasos minutos que duró la operación de reemplazar a los centinelas, Diego se había introducido al edificio, espada y pistola en mano.


Por dentro el sitio parecía desierto, reinaba un silencio de cementerio y había muy poca luz porque a la mitad de las lámparas se les había consumido el aceite. Invisible como un espectro -sólo el brillo de su acero delataba su presencia-, el Zorro atravesó el vestíbulo. Empujó cautelosamente una puerta y se asomó a la sala de armas, donde sin duda habían distribuido el contenido del barril, porque había media docena de hombres roncando en el suelo, incluyendo el alférez. Se aseguró de que ninguno estaba despierto y luego revisó el tonel. Había sido vaciado hasta la última gota.

– ¡Salud, señores! -exclamó satisfecho, y en un impulso juguetón trazó en el muro una letra zeta con tres rayas de su espada. La advertencia de Bernardo de que el Zorro terminaría por apoderarse de él acudió a su mente, pero ya era tarde.

Confiscó deprisa las armas de fuego y los sables, los amontonó en los arcones del vestíbulo, y enseguida continuó su excursión por el edificio, apagando faroles y velas a medida que avanzaba. Las sombras siempre habían sido sus mejores aliadas. Encontró otros tres hombres derrotados por el jarabe de Lechuza Blanca y calculó que, si no le habían mentido, quedaban alrededor de ocho. Esperaba dar con las celdas de los presos sin tener que enfrentarlos, pero le llegaron voces cercanas y comprendió que debía ocultarse deprisa.

Se hallaba en una amplia habitación casi desnuda. No había dónde parapetarse y tampoco alcanzaba a apagar las dos antorchas en el muro opuesto, a quince pasos de distancia. Miró a su alrededor y lo único que podía servirle fueron las gruesas vigas de la techumbre, demasiado altas para alcanzarlas de un brinco. Envainó la espada, se metió la pistola en el cinturón, desenrolló el látigo y con un gesto de la muñeca enroscó la punta en una de las vigas, haló para tensarlo y trepó mediante un par de brazadas, como lo había hecho tantas veces en los cabos de los mástiles y en el circo de los gitanos.

Una vez arriba recogió el látigo y se aplastó sobre la viga, tranquilo porque allí no llegaba la luz de las antorchas. En ese momento entraron dos hombres conversando y, a juzgar por lo animados que parecían, no habían recibido su ración de vino. Diego decidió interceptarlos antes de que llegaran a la sala de armas, donde sus compañeros yacían despatarrados en lo mejor del sueño. Esperó que pasaran debajo de la viga y se dejó caer desde arriba como un enorme pájaro negro, la capa abierta en abanico y el látigo en una mano. Paralizados, los hombres se demoraron en desenvainar sus sables, dándole tiempo de doblarles las piernas de dos certeros latigazos.

– ¡Muy buenas noches, señores! -saludó con una pequeña reverencia burlona a sus víctimas, que estaban de rodillas-. Les ruego coloquen los sables con mucho cuidado en el suelo.

Hizo chasquear el látigo a modo de advertencia, mientras sacaba la pistola que llevaba al cinto. Los hombres le obedecieron sin chistar y él pateó los sables a un rincón.

– A ver si me ayudan, vuestras mercedes. Supongo que no quieren morir, y a mí me fastidia matarlos. ¿Dónde puedo encerrarles para que no me den problemas? -les preguntó, irónico.

Los soldados lo miraron perplejos, sin tener idea de a qué se refería. Eran rudos campesinos reclutados por el ejército, un par de muchachos que en sus cortos años habían visto horrores, sobrevivido a las matanzas de la guerra y pasado mucha hambre. No estaban para acertijos. El Zorro simplificó la pregunta, acentuando sus palabras con los chasquidos de su látigo. Uno de ellos, demasiado asustado para sacar la voz, señaló la puerta por donde habían entrado. El enmascarado les sugirió que dijeran sus oraciones, porque si lo engañaban iban a morir.


La puerta daba a un largo corredor vacío, que recorrieron en fila, los cautivos adelante y él detrás. Al final el pasillo se bifurcaba, a la derecha había una puerta desportillada y a la izquierda una en mejor estado y con una cerradura que se accionaba por el otro lado. El Zorro indicó a sus prisioneros que abrieran la de la derecha. A su vista apareció una nauseabunda letrina, compuesta de cuatro hoyos en el suelo llenos de excremento, unos baldes de agua y un farol inmundo de moscas. No había más conexión con el exterior que un pequeño portillo con barrotes de hierro.

– ¡Perfecto! Lamento que la fragancia no sea de gardenias. A ver si en el futuro limpian con más cuidado -comentó, y con un movimiento de la pistola indicó a los espantados hombres que entraran.

El Zorro atrancó el retrete por fuera y se encaminó hacia la otra puerta, cuya cerradura era muy simple, pudo abrirla en pocos segundos con el alfiler de acero que siempre llevaba en la costura de una bota para efectuar sus trucos de magia. Abrió con prudencia y descendió sigiloso por una escalera de varios peldaños. Calculó que conducía al subterráneo, donde seguramente estaban las celdas.

Al final de la escalera, pegado al muro, echó una mirada. Una sola antorcha alumbraba un vestíbulo sin ventilación, vigilado por un guardia, quien obviamente tampoco había probado el vino de la adormidera, porque sacaba un solitario con una manoseada baraja, sentado de piernas cruzadas en el suelo. Su fusil se hallaba al alcance de la mano, pero no tuvo ocasión de empuñarlo, porque el Zorro apareció ante él de súbito y le propinó un patada en el mentón que lo tumbó de espaldas, luego lanzó lejos el arma de otra patada.

La pestilencia en el lugar era tan atroz, que sintió la tentación de retroceder, pero no era el momento de remilgos. Tomó la antorcha y se asomó a las pequeñas celdas, unos huecos insalubres, húmedos, infestados de bichos, donde estaban hacinados los prisioneros en la oscuridad. Había tres o cuatro en cada celda; debían mantenerse de pie o sentarse por turnos. Parecían esqueletos con ojos de locos. El aire fétido vibraba con la respiración jadeante de aquellos infelices. El joven enmascarado llamó a Manuel Escalante y una voz le respondió desde uno de los calabozos. Levantó la antorcha y vio a un hombre aferrado a los barrotes, tan golpeado, que la cara era una sola masa deforme y amoratada, donde no se distinguían las facciones.

– Si eres el verdugo, bienvenido -dijo el prisionero, y entonces, por la dignidad de su porte y la firmeza de su voz, lo reconoció.

– Vengo a liberarlo, maestro, soy el Zorro.

– ¡Muy buena idea! Las llaves cuelgan cerca de la puerta. De paso, sería conveniente atender al guardia, que empieza a despabilarse… -replicó tranquilo Manuel Escalante.


Su discípulo tomó el manojo de llaves y le abrió la reja. Los tres prisioneros que compartían su celda salieron en tropel, empujándose y tropezando, como animales, enloquecidos por una mezcla de terror y desgarradora esperanza. El Zorro les encañonó con su pistola.

– No tan deprisa, caballeros, primero deben socorrer a sus camaradas -les ordenó.

El aspecto amenazador del pistolón tuvo la virtud de devolverles algo de la perdida humanidad. Mientras ellos forcejeaban con llaves y cerraduras, Diego encerró al guardia en la celda desocupada y Escalante se apoderó del fusil. Una vez que todos los calabozos fueron abiertos, ambos guiaron hacia la salida a aquellos patéticos espectros en andrajos, desgreñados, cubiertos de sangre seca, porquería y vómito. Subieron las escaleras, recorrieron el pasillo, atravesaron la pieza desnuda donde Diego se había trepado a la viga, y alcanzaron a llegar cerca de la sala de armas, cuando surgió ante ellos un grupo de guardias, alertados por el ruido en los calabozos. Venían preparados, con las espadas en las manos.

El Zorro disparó el único tiro de su arma, dándole a uno de los guardias, que cayó desplomado, pero Escalante se dio cuenta de que su fusil estaba descargado y no había tiempo de prepararlo. Lo empuñó por el cañón y se lanzó hacia delante como una tromba repartiendo golpes en todas direcciones. El Zorro desenvainó su acero y también emprendió el ataque. Logró detener a los contrincantes por unos segundos, dando ocasión a Escalante de echar mano de una de las espadas que Diego les había quitado a los hombres que encerró en la letrina. Entre los dos hacían más ruido y daño que un batallón.

Diego había usado el florete a diario desde que era un niño, pero no había tenido que pelear en serio. Su único duelo a muerte fue con pistolas y había sido mucho más limpio.


Comprobó que no hay nada honorable en un combate real, donde las reglas no cuentan para nada. La única regla es vencer, cueste lo que cueste. Los filos de las armas no chocaban en una elegante coreografía, como en las clases de esgrima, sino que apuntaban directamente al enemigo para atravesarlo. La caballerosidad no existía, los golpes eran feroces y no se daba cuartel a nadie. La sensación que transmitía el acero al entrar en la carne de un hombre era indescriptible.

Se apoderó de él una mezcla de despiadada exaltación, de repugnancia y triunfo, perdió la noción de la realidad y se transformó en una bestia. Los gritos de dolor y las ropas teñidas de sangre de sus adversarios le hicieron apreciar la técnica de combate de los miembros de La Justicia, tan infalible en el Círculo del Maestro como en ciega lucha cuerpo a cuerpo. Después, cuando pudo pensar, agradeció los meses de práctica con Bernardo, cuando terminaba tan agotado que las piernas apenas le sostenían. En el proceso había desarrollado reflejos muy rápidos y visión circular, adivinaba por instinto lo que ocurría a sus espaldas. En una fracción de segundo podía prevenir los movimientos simultáneos de varios enemigos, evaluar las distancias, calcular la velocidad y dirección de cada estocada, cubrirse, atacar.

El maestro Escalante demostró ser tan efectivo como su discípulo, a pesar de su edad y de la terrible golpiza sufrida en manos de sus verdugos. No tenía la agilidad y fuerza del Zorro, pero su experiencia y calma compensaban esas carencias con creces. En el fragor de la pelea el joven se cubría de sudor y perdía el aliento, mientras el maestro blandía el sable con igual determinación pero mucha más elegancia.

En pocos minutos los dos lograron reducir, desarmar o herir a sus contrincantes. Sólo cuando el campo de batalla estaba ganado, los prisioneros rescatados se atrevieron a acercarse. Ninguno había tenido el coraje de ayudar a sus salvadores, pero ahora estaban más que dispuestos a arrastrar a los guardias derrotados hacia las celdas que ellos mismos ocupaban minutos antes, donde los encerraron con insultos y golpes.

Recién entonces el Zorro recuperó la razón y echó una mirada a su alrededor. Sangre en charcos por el piso, sangre salpicada en las paredes, sangre en los cuerpos de los heridos que eran llevados a las celdas, sangre en su espada, sangre por todas partes.

– ¡Santa Madre de Dios! -exclamó, espantado.

– Vamos, no hay tiempo para consideraciones -le indicó el maestro Escalante.


Salieron del cuartel sin encontrar resistencia. Los otros prófugos se desbandaron por los callejones en tinieblas de la ciudad. Algunos lograrían salvarse huyendo al extranjero o manteniéndose ocultos durante años, pero otros serían apresados nuevamente y sometidos a tortura antes de ser ejecutados para que confesaran cómo habían escapado. Esos hombres nunca pudieron decir quién era el atrevido enmascarado que los puso en libertad, porque no lo sabían. Sólo oyeron su nombre: Zorro, que coincidía con la zeta marcada en la pared de la sala de armas.

Transcurrieron en total cuarenta minutos entre el momento en que dos supuestos borrachos distrajeron a los centinelas del cuartel y el Zorro rescató a su maestro. En la calle aguardaban los miembros de La Justicia, todavía en los uniformes de los guardias, que condujeron al fugitivo al exilio. Al despedirse, Diego y Manuel Escalante se abrazaron por primera y última vez.


Al amanecer, una vez que los hombres del cuartel se repusieron de los efectos de la droga y pudieron organizarse y atender a los heridos, el desafortunado alférez debió rendir cuenta de lo ocurrido a sus superiores. Lo único a su favor fue que, a pesar de lo ocurrido, ninguno de sus subalternos había muerto en la refriega. Informó que, según su conocimiento, Eulalia de Callís y Rafael Moncada estaban implicados en el hecho, porque de ellos provenía el fatídico barril de vino que intoxicó a la tropa.

Esa misma tarde se presentó un capitán ante los sospechosos, escoltado por cuatro guardias armados, pero con actitud servil y un rosario de zalamerías en la punta de la lengua. Eulalia y Rafael lo recibieron como a un vasallo, exigiendo que se disculpara por perturbarlos con tonterías. La dama lo envió a las caballerizas a comprobar que su escudo de armas había sido arrancado de una de sus carrozas, prueba que al capitán le pareció insuficiente, pero no se atrevió a decirlo. Rafael Moncada, con el uniforme de los oficiales del rey, presentaba un aspecto tan intimidante que no le pidió explicaciones. Moncada carecía de coartada, pero con su posición social no la necesitaba. En un pestañear el par de encumbradas personas quedaron libres de cualquier sospecha.

– El oficial que se dejó engañar de ese modo es un imbécil redomado y debe recibir un castigo ejemplar. Exijo saber qué significa la zeta marcada en la pared del cuartel y la identidad del bandido que se atreve a usar mi nombre y el de mi sobrino para sus fechorías. ¿Me ha comprendido, oficial? -espetó Eulalia al militar.

– No dude de que haremos todo lo posible por aclarar este desgraciado incidente, excelencia -le aseguró el capitán, retrocediendo hacia la salida con genuflexiones profundas.


En octubre Rafael Moncada decidió que había llegado el momento de hacer sentir su autoridad frente a Juliana, ya que la diplomacia y la paciencia no habían dado ningún resultado. Tal vez ella sospechaba que el asalto sufrido en la calle había sido obra suya, pero no tenía pruebas y quienes podrían dárselas, los gitanos, estaban lejos y no se atreverían a regresar a Barcelona. Entretanto él había indagado que la situación económica de Tomás de Romeu era insolvente. Los tiempos habían cambiado, esa familia ya no estaba en condición de hacerse de rogar.

Su propia posición era espléndida, sólo le faltaba Juliana para tener las riendas de su destino en el puño. Cierto, no contaba con la aprobación de Eulalia de Callís para cortejar a la joven, pero decidió que ya no estaba en edad de dejarse mandar por su dominante tía. Sin embargo, cuando pretendió anunciar su visita a Tomás de Romeu para notificarle sus planes, le devolvieron la misiva, porque éste se había ausentado de la ciudad con sus hijas. No supieron decirle dónde se encontraba, pero él tenía medios de averiguarlo. Por coincidencia, ese mismo día lo convocó Eulalia para fijar la fecha de presentarle a la hija de los duques de Medinaceli.

– Lo lamento, tía. Por muy conveniente que sea ese enlace, no puedo llevarlo a cabo. Como usted sabe, amo a Juliana de Romeu -le anunció Rafael con toda la firmeza de que pudo echar mano.

– Sácate a esa joven de la cabeza, Rafael -le advirtió Eulalia-. Nunca fue buen partido, pero ahora equivale a un suicidio social. ¿Crees que la recibirán en la corte cuando se sepa que su padre es un afrancesado?

– Estoy preparado para correr ese riesgo. Es la única mujer que me ha interesado en la vida.

– Tu vida apenas comienza. La deseas porque te ha hecho desaires y por ninguna otra razón. Si la hubieras conseguido, ya estarías harto de ella. Necesitas una esposa a tu altura, Rafael, alguien que te ayude en tu carrera. La De Romeu apenas sirve como amante.

– ¡No hable así de Juliana! -exclamó Rafael.

– ¿Por qué no? Hablo como me da la real gana, especialmente cuando tengo razón -replicó la matriarca en un tono sin apelación-. Con los títulos de la Medinaceli y mi fortuna puedes llegar muy lejos. Desde la muerte de mi pobre hijo, eres mi única familia; por eso te trato con la consideración de una madre, pero mi paciencia tiene un límite, Rafael.

– Que yo sepa, tía, su difunto marido, Pedro Fages, que Dios lo tenga en su santo seno, tampoco poseía títulos ni dinero cuando usted lo conoció -alegó el sobrino.

– La diferencia es que Pedro era valiente, tenía una hoja de servicio impecable en el ejército y estaba dispuesto a comer lagartijas en el Nuevo Mundo con tal de hacer fortuna. En cambio Juliana es una mocosa mimada y su padre es un don nadie. Si quieres arruinar tu vida con ella, no cuentes conmigo para nada, ¿está claro?

– Clarísimo, tía. Buenas tardes.

Chocando los talones, Moncada se inclinó y salió de la sala. Se veía espléndido en su uniforme de oficial, las botas relucientes y la espada con borlas al cinto. Doña Eulalia no se inmutó. Conocía la naturaleza humana y confiaba en el triunfo de la ambición desmedida sobre cualquier demencia de amor. El caso de su sobrino no tenía por qué ser excepcional.


Pocos días más tarde Juliana, Isabel y Nuria regresaron a Barcelona a mata caballo en el coche familiar, sin más escolta que Jordi y dos lacayos. El ruido de cascos y el alboroto en el patio alertaron a Diego, quien en esos momentos se aprontaba a salir. Las tres mujeres aparecieron demacradas y cubiertas de polvo, con la noticia de que Tomás de Romeu había sido arrestado. Un destacamento de soldados se había presentado en la casona de campo, entraron a rompe y rasga y se lo llevaron sin darle tiempo de tomar un abrigo. Las muchachas sólo sabían que había sido acusado de traición y sería conducido a la temible Ciudadela.

Cuando Tomás de Romeu fue detenido, Isabel asumió la conducción de la familia, porque Juliana, cuatro años mayor, perdió la cabeza. Con una madurez que hasta entonces no había demostrado para nada, Isabel dio órdenes de empacar lo indispensable y cerrar la casa. En menos de tres horas viajaba con Nuria y su hermana a galope tendido de vuelta a Barcelona. Por el camino tuvo tiempo de darse cuenta de que no contaba con un solo aliado en esa situación. Su padre, quien según creía jamás había hecho daño a nadie, ahora sólo tenía adversarios. Nadie estaba dispuesto a comprometerse para tender una mano a las víctimas de la persecución del Estado. La única persona a quien podían recurrir no era amigo, sino enemigo, pero no dudó ni un instante en hacerlo. Juliana tendría que postrarse a los pies de Rafael Moncada, si fuese necesario; ninguna humillación resultaba intolerable cuando se trataba de salvar a su padre, como dijo.

Melodrama o no, tenía razón. Así lo admitió la misma Juliana, y después Diego debió aceptar la decisión, porque ni una docena de Zorros podría rescatar a alguien de La Ciudadela. El fuerte era inexpugnable. Una cosa había sido introducirse en un cuartel de barrio a cargo de un alférez imberbe para rescatar a Escalante, pero distinto sería enfrentarse al grueso de las tropas del rey en Barcelona. Sin embargo, la idea de que Juliana fuera a clamarle a Moncada lo sublevaba. Insistió en ir él.

– No seas ingenuo, Diego, la única que puede obtener algo de ese hombre es Juliana. Tú no tienes nada que ofrecerle -replicó Isabel sin apelación.

Ella misma escribió una misiva anunciando la visita de su hermana y la envió con un criado a la casa del tenaz galán, luego mandó a su hermana a lavarse y vestirse con sus mejores ropas. Juliana se puso firme en que sólo la acompañara Nuria, porque Isabel perdía los estribos con facilidad y Diego no era parte de la familia. Además, él y Moncada se odiaban.


Pocas horas más tarde, todavía ojerosa por la fatiga del viaje, Juliana tocó la puerta de la mansión del hombre que detestaba, desafiando la norma de discreción establecida varios siglos antes. Sólo una mujer de reputación más que dudosa se atrevería a visitar a un hombre soltero, por mucho que se presentara acompañada por una severa dueña. Debajo del manto negro iba de verano, aunque ya soplaban vientos de otoño, con un vaporoso vestido color maíz, una chaquetilla corta bordada de mostacillas y una capota del tono del vestido, atada con un lazo de seda verde y coronada con plumas blancas de avestruz. De lejos parecía un pájaro exótico y de cerca estaba más hermosa que nunca. Nuria aguardó en el vestíbulo mientras un criado conducía a Juliana al salón, donde la esperaba su enamorado.

Rafael la vio entrar flotando como una náyade en el aire quieto de la tarde y sacó la cuenta de que llevaba cuatro años esperando ese momento. El deseo de hacerle pagar las humillaciones del pasado estuvo a punto de apoderarse de él, pero supuso que no debía estirar la cuerda; esa frágil paloma debía de estar en el límite de su resistencia. Lo último que imaginó fue que la frágil paloma resultara tan hábil para regatear como un turco del mercado.

Nadie supo exactamente cómo negociaron, porque después Juliana sólo explicó los puntos fundamentales del acuerdo a que llegaron: él obtendría la libertad de Tomás de Romeu y a cambio ella se casaría con él. Ni un gesto, ni una palabra de más traicionaron los sentimientos de Juliana. Media hora más tarde salió del salón en perfecta calma, acompañada por Moncada, que la sostenía con levedad del brazo. Le hizo un gesto perentorio a Nuria y se dirigió a su coche, donde Jordi se dormía de agotamiento en el pescante. Se fue sin dar una sola mirada al hombre a quien había prometido su mano.


Durante más de tres semanas las niñas De Romeu aguardaron los resultados de la gestión de Moncada. Las únicas salidas que hicieron en ese tiempo fueron a la iglesia para rogar a Eulalia, la santa de la ciudad, que las socorriera. «¡Cuánta falta nos hace Bernardo!», comentó más de una vez Isabel en esos días, porque estaba convencida de que él habría conseguido averiguar en qué condiciones estaba su padre, incluso hacerle llegar un mensaje. Lo que no se podía desde arriba, con frecuencia lo lograba Bernardo con sus conexiones.

– Sí, sería bueno tenerlo aquí, pero me alegra que se haya ido. Por fin está con Rayo en la Noche, donde siempre quiso estar -le aseguró Diego.

– ¿Recibiste noticias de él? ¿Una carta?

– No todavía, eso demora.

– Y entonces, ¿cómo lo sabes?

Diego se encogió de hombros. No podía explicarle en qué consistía eso que los blancos en California llamaban el correo de los indios. Funcionaba sin tropiezos entre Bernardo y él; desde niños podían comunicarse sin palabras y no había razón para que no pudieran hacerlo ahora. Sólo los separaba el mar, pero seguían en contacto permanente, como siempre estuvieron.


Nuria compró una pieza de burda lana color marrón y se dedicó a coser sayos de peregrino. Para reforzar la influencia de santa Eulalia en la corte celestial, había apelado también a Santiago de Compostela. Le prometió que si soltaban a su patrón, iría a pie con las muchachas a su santuario. No tenía la menor idea del número de leguas que deberían caminar, pero supuso que si había gente que iba desde Francia, no podían ser muchas.

La situación de la familia era pésima. El mayordomo se fue sin explicaciones apenas supo que habían detenido a su patrón. Los pocos criados que había en la casa andaban con caras largas y ante cualquier orden respondían con insolencia, porque habían perdido la esperanza de cobrar sus sueldos atrasados. Si no se marchaban era porque no tenían adonde ir. Los contadores y leguleyos que corrían con los bienes de don Tomás se negaron a recibir a sus hijas cuando acudieron a pedir dinero para el gasto diario. Diego no podía ayudarlas porque había entregado casi todo lo que poseía a los gitanos; esperaba una remesa de su padre, pero aún no llegaba. Entretanto recurría a contactos más terrenales que los de Nuria para averiguar las condiciones en que estaba el preso.

La Justicia ya no podía ayudarlo, sus miembros se habían dispersado. Era la primera vez a lo largo de dos siglos que la sociedad secreta suspendía sus actividades, porque aun en los peores momentos de su historia había funcionado. Algunos de sus miembros habían huido del país, otros estaban ocultos y los menos afortunados se hallaban en las garras de la Inquisición, que ya no quemaba a los detenidos; prefería hacerlos desaparecer discretamente.


A finales de octubre llegó Rafael Moncada a hablar con Juliana. Traía un aire derrotado. En esas tres semanas descubrió que su poder era bastante más limitado de lo supuesto, explicó. A la hora de la verdad, pudo hacer muy poco contra la pesada burocracia del Estado. Hizo un viaje a mata caballo a Madrid para interceder ante el rey en persona, pero éste lo despachó a hablar con su secretario, uno de los hombres más poderosos de la corte, con la advertencia de que no lo molestara para tonterías.

Del secretario nada consiguió con buenas palabras, y no se atrevió a sobornarlo, porque si se equivocaba podía costarle muy caro. Le notificaron que Tomás de Romeu, junto con un puñado de traidores, sería fusilado. El secretario agregó que no quemara sus influencias defendiendo a un buitre, porque podía lamentarlo. La amenaza no podía ser más clara.

Al regresar a Barcelona se dio el tiempo justo para lavarse y se presentó a contarles todo esto a las muchachas, que lo recibieron pálidas pero enteras. Para consolarlas les aseguró que no pensaba darse por vencido, seguiría intentando por todos los medios que la sentencia fuese conmutada.

– En todo caso, vuestras mercedes no quedarán solas en este mundo. Siempre podrán contar con mi estima y protección -añadió, apesadumbrado.

– Veremos -replicó Juliana, sin una lágrima.


Cuando Diego se enteró de las trágicas nuevas, decidió que si Eulalia, la santa, no había sido capaz de hacer nada por ellos, debían acudir a su homónima.

– Esa señora es muy poderosa. Sabe los secretos de medio mundo. Le tienen miedo. Además, en esta ciudad el dinero cuenta más que nada. Iremos los tres a hablar con ella -dijo Diego.

– Eulalia de Callís no conoce a mi padre y, según dicen, detesta a mi hermana -le advirtió Isabel, pero él no podía dejar de intentarlo.

El contraste entre ese palacete atiborrado de adornos, como los más lujosos de la época dorada de México, con la sobriedad de Barcelona en general y de la casa De Romeu en particular, resultaba impactante. Diego, Juliana e Isabel atravesaron inmensos salones con las paredes pintadas con frescos o cubiertas de tapicerías de Flandes, óleos de nobles antepasados y cuadros de batallas épicas. Había criados de librea apostados en cada puerta y doncellas ataviadas con encajes holandeses, cuidando a los horrendos perros chihuahua, que clavaban la vista en el suelo al paso de cualquier persona de condición social superior. Me refiero a las criadas, claro, no a los perritos.


Doña Eulalia recibió a sus visitantes en el trono con baldaquín del salón principal, ataviada como para un baile, aunque siempre de luto riguroso. Parecía un enorme león marino, envuelto en capas sucesivas de grasa, con su cabeza pequeña y hermosos ojos de largas pestañas, brillantes como aceitunas. Si la vieja señora pretendía intimidarlos, lo logró plenamente. Los jóvenes se ahogaban de vergüenza en el aire algodonoso de ese palacete, nunca se habían encontrado en una situación similar; habían nacido para dar, no para pedir.

Eulalia sólo había visto a Juliana de lejos y sentía cierta curiosidad por examinarla de cerca. No pudo negar que la joven era agraciada, pero su aspecto no justificaba la tontería que su sobrino estaba dispuesto a cometer. Hizo memoria de sus años mozos y decidió que ella había sido tan bella como la muchacha De Romeu. Además de su cabellera de fuego, había tenido un cuerpo de amazona. Debajo de la grasa que ahora le impedía caminar, seguía intacto el recuerdo de la mujer que antes fuera, sensual, imaginativa, plena de energía. Por algo Pedro Fages la amó con inagotable pasión y fue envidiado por tantos hombres.

Juliana, en cambio, tenía actitud de gacela herida. ¿Qué veía Rafael en esa doncella delicada y pálida, que seguramente se portaría como una monja en la cama? Los hombres son muy bobos, concluyó. La otra chiquilla De Romeu, ¿cómo se llamaba?, le resultó más interesante, porque no parecía tímida, pero su aspecto dejaba mucho que desear, especialmente al compararla con Juliana. Mala suerte la de esa niña, tener a una célebre beldad por hermana, pensó. En condiciones normales habría ofrecido por lo menos un jerez y entremeses a sus visitantes, nadie podía acusarla de ser tacaña con la comida, su casa era famosa por la buena cocina; pero no quiso que se sintieran cómodos, debía mantener su ventaja para el regateo que sin duda le esperaba.


Diego tomó la palabra para exponer la situación del padre de las niñas, sin omitir que Rafael Moncada había viajado a Madrid con ánimo de interceder por él. Eulalia escuchó en silencio, observando a cada uno con sus ojos penetrantes y sacando sus propias conclusiones. Adivinó el acuerdo que Juliana debía de haber hecho con su sobrino, de otro modo él no se hubiera dado la molestia de arriesgar su reputación por defender a un liberal acusado de traición. Esa torpe movida podía costarle el favor del rey. Por un momento se alegró de que Rafael no hubiese conseguido sus propósitos, pero enseguida vio lágrimas en los ojos de las muchachas y su viejo corazón la traicionó una vez más. Le sucedía con frecuencia que su buen juicio para los negocios y su sentido común tropezaran con sus sentimientos. Aquello tenía su precio, pero gastaba el dinero con gracia, porque sus espontáneos arrebatos de compasión eran los últimos resabios que quedaban de su perdida juventud.

Una larga pausa siguió al alegato de Diego de la Vega. Por fin la matriarca, conmovida a su pesar, les informó de que tenían una idea muy exagerada de su poder. No estaba en su mano salvar a Tomás de Romeu. Nada podía hacer ella que no hubiese hecho ya su sobrino, dijo, excepto sobornar a los carceleros para que fuese tratado con consideraciones especiales hasta el momento de su ejecución. Debían comprender que no había futuro para Juliana e Isabel en España. Eran hijas de un traidor y cuando su padre muriera pasarían a ser hijas de un criminal y su apellido sería deshonrado. La Corona confiscaría sus bienes, se quedarían en la calle, sin medios para vivir en ese país o en cualquier otro de Europa. ¿Qué sería de ellas? Tendrían que ganarse la vida bordando sábanas para novias o como institutrices de hijos ajenos. Cierto, Juliana podría empeñarse en atrapar a un incauto en matrimonio, incluso al mismo Rafael Moncada, pero ella confiaba en que a la hora de tomar una decisión tan grave, su sobrino, que no era ningún lerdo, pondría en la balanza su carrera y su posición social. Juliana no estaba en el mismo nivel de Rafael.

Además, no había peor incordio que una mujer demasiado hermosa, dijo. A ningún hombre le convenía casarse con una, atraían toda clase de problemas. Agregó que en España las beldades sin fortuna estaban destinadas al teatro o a ser mantenidas por algún benefactor, como era bien sabido. Deseaba con todo su corazón que Juliana escapara de esa suerte.

A medida que la matriarca exponía el caso, Juliana fue perdiendo el control, que había procurado mantener durante aquella terrible entrevista, y un río de lágrimas le mojó las mejillas y el escote. Diego consideró que habían oído bastante y lamentó que doña Eulalia no fuera hombre, porque se habría batido allí mismo. Tomó a Juliana e Isabel por los brazos y sin despedirse las empujó hacia la salida. No alcanzaron a llegar a la puerta, la voz de Eulalia los detuvo.

– Como dije, nada puedo hacer por don Tomás de Romeu, pero puedo hacer algo por vosotras.

Les ofreció comprar las propiedades de la familia, desde la arruinada mansión en Barcelona hasta las remotas fincas abandonadas de las provincias, a buen precio y pagando de inmediato, así las niñas dispondrían del capital necesario para comenzar otra vida lejos, donde nadie las conociera. Al día siguiente podía enviar a su notario para revisar los títulos y redactar los documentos necesarios. Conseguiría del jefe militar de Barcelona que les permitiera visitar por última vez a su padre, para despedirse de él y darle a firmar los papeles de la venta, operación que debía hacerse antes de que intervinieran las autoridades para confiscar los bienes.

– ¡Lo que pretende su excelencia es deshacerse de mi hermana para que no se case con Rafael Moncada! -la acusó Isabel, temblando de furia.

Eulalia recibió el insulto como un bofetón. No estaba acostumbrada a que le levantaran la voz, desde que murió su marido nadie lo había hecho. Por unos instantes no pudo respirar, pero con los años había aprendido a dominar su explosivo temperamento y a apreciar la verdad cuando la tenía ante las narices. Contó en silencio hasta treinta antes de contestar.

– No estáis en posición de rechazar mi oferta. El trato es simple y claro: tan pronto recibáis el dinero os marcharéis -replicó.

– ¡Su sobrino extorsionó a mi hermana para casarse con ella y ahora usted la extorsiona para que no lo haga!

– Basta, por favor, Isabel -murmuró Juliana, secándose las lágrimas-. He tomado una decisión. Acepto la oferta y agradezco su generosidad, excelencia. ¿Cuándo podemos ver a nuestro padre?

– Pronto, niñas. Os avisaré cuando consiga la entrevista -dijo Eulalia, satisfecha.

– Mañana a las once recibiremos a su contador. Adiós, señora.


Eulalia cumplió su promesa al pie de la letra. A las once en punto del día siguiente se presentaron tres leguleyos en la residencia de Tomás de Romeu y procedieron a escarbar en sus papeles, vaciar el contenido de su escritorio, revisar su desordenada contabilidad y hacer un avalúo aproximado de sus bienes. Llegaron a la conclusión de que no sólo tenía mucho menos de lo aparente, sino que estaba agobiado por deudas. Tal como estaba la situación, las rentas de las niñas serían inadecuadas para sostenerlas en el nivel que conocían.

El notario, sin embargo, llevaba instrucciones precisas de su patrona. Al hacer su oferta, Eulalia no contemplaba el valor de lo que pensaba adquirir, sino cuánto necesitaban las dos jóvenes para vivir. Eso les ofreció. A ellas no les pareció ni mucho ni poco, porque no tenían idea de cuánto costaba una hogaza de pan. Eran incapaces de imaginar la suma que la matriarca estaba dispuesta a darles. Diego tampoco tenía experiencia en finanzas y de nada disponía en esos momentos para ayudar a Juliana e Isabel. Las hermanas aceptaron la cantidad estipulada sin saber que era el doble del valor real de los bienes de su padre. Tan pronto los abogados redactaron los documentos, Eulalia les consiguió una entrevista en la prisión.


La Ciudadela era un monstruoso pentágono de piedra, madera y cemento, diseñado en 1715 por un ingeniero holandés. Había sido el corazón del poderío militar de los reyes Borbones en Cataluña. Anchas murallas, coronadas por un bastión en cada uno de sus cinco ángulos, encerraban su vasta superficie. Desde allí se dominaba la ciudad completa. Para construir la inexpugnable fortaleza, los ejércitos del rey Felipe V demolieron barrios completos, hospitales, conventos, mil doscientas casas y cortaron los bosques adyacentes. El pesado edificio y su lúgubre leyenda pesaba sobre Barcelona como una nube negra. Era el equivalente de la Bastilla en Francia: un símbolo de opresión. Entre sus muros habían vivido diversos ejércitos de ocupación y en sus calabozos habían muerto miles y miles de prisioneros. De sus bastiones colgaban los cuerpos de los ahorcados, para escarmiento de la población. Según el dicho popular, era más fácil salir del infierno que de La Ciudadela.

Jordi condujo a Diego, Juliana e Isabel al portón de entrada, donde presentaron el salvoconducto conseguido por Eulalia de Callís. El cochero debió esperar afuera y los jóvenes entraron a pie, acompañados por cuatro soldados con fusiles y bayonetas caladas. El camino les resultó ominoso. Afuera había un día frío, pero espléndido, de cielos claros y aire límpido. El agua del mar era un espejo de plata y la luz del sol pintaba reflejos festivos en las paredes blancas de la ciudad. Adentro de la fortaleza, sin embargo, se había detenido el tiempo un siglo antes y el clima era un eterno crepúsculo de invierno.

Desde el portón de entrada hasta el edificio central el recorrido era largo y lo hicieron en silencio. Entraron al funesto lugar por una gruesa puerta lateral de roble con remaches de hierro y fueron guiados por largos pasillos, donde el eco devolvía el ruido de sus pasos. Silbaban corrientes de aire y flotaba ese olor peculiar de las guarniciones militares. La humedad chorreaba del techo, trazando mapas verdosos en los muros.

Cruzaron varios umbrales y cada vez una puerta pesada se cerraba a sus espaldas. Sentían que con cada portazo se separaban más del mundo de los libres y de la realidad conocida, para aventurarse en las entrañas de una gigantesca bestia. Las dos niñas temblaban y Diego no podía menos que preguntarse si saldrían con vida de ese infausto lugar.

Llegaron a un vestíbulo, donde debieron aguardar de pie durante un largo rato, vigilados por los soldados. Por fin los recibió un oficial en una sala pequeña, donde había una tosca mesa y varias sillas como único mobiliario. El militar echó una mirada rápida al salvoconducto para identificar el sello y la firma, pero seguramente no sabía leer. Lo devolvió sin comentarios. Era un hombre de unos cuarenta años, con el rostro terso, el pelo color acero y los ojos de un extraño tono celeste, casi violeta. Se dirigió a ellos en catalán para advertirles que dispondrían de quince minutos para hablar con el prisionero a tres pasos de distancia, no podían acercarse a él. Diego le explicó que el señor De Romeu debía firmar unos papeles y necesitaría tiempo para leerlos.

– Por favor, señor oficial. Ésta será la última vez que veremos a nuestro padre. Se lo ruego, permítanos abrazarlo -suplicó Juliana con un sollozo atravesado en el pecho, cayendo de rodillas ante el hombre.

El uniformado retrocedió con una mezcla de disgusto y fascinación, mientras Diego e Isabel procuraban obligar a Juliana a ponerse de pie, pero ella estaba clavada al suelo.

– ¡Voto a Dios! ¡Levántese, señorita! -exclamó el militar en tono perentorio, pero enseguida se ablandó y tomando a Juliana de las manos la tiró hacia arriba con suavidad-. No soy un desalmado, niña. También soy padre de familia, tengo varios hijos y entiendo cuan dolorosa es esta situación. Está bien, dispondrán de media hora para estar a solas con él y enseñarle esos documentos.


Ordenó a un guardia que fuera en busca del prisionero. En los minutos siguientes Juliana tuvo tiempo de controlar su emoción y prepararse para el encuentro. Poco después entró Tomás de Romeu escoltado por dos guardias. Venía barbudo, sucio, demacrado, pero le habían quitado los grilletes. No había podido afeitarse o lavarse en esas semanas, olía como un pordiosero y tenía los ojos extraviados de un demente. La dieta magra del calabozo había disminuido su panza de buen vividor, se le habían afilado las facciones, la nariz aguileña se veía enorme en su rostro verdoso, y las mejillas, antes rubicundas, le colgaban como pellejos, cubiertas por la barba rala y gris.

Sus hijas tardaron un minuto en reconocerlo y abalanzarse, llorando, a sus brazos. El oficial se retiró con los guardias. El dolor de esa familia era tan crudo, tan íntimo, que Diego hubiese querido ser invisible. Se aplastó contra la pared, con la vista fija en el suelo, convulsionado por la escena.

– Vamos, vamos, niñas, calmaos, no lloréis, por favor. Disponemos de poco tiempo y hay mucho que hacer -dijo Tomás de Romeu secándose las lágrimas con el dorso de la mano-. Me dijeron que debo firmar unos papeles…

Diego le explicó escuetamente la oferta de Eulalia y le pasó los documentos de venta, con el ruego de que los firmara para salvar el escaso patrimonio de sus hijas.

– Esto confirma lo que ya sé. No saldré con vida de aquí -suspiró el prisionero.

Diego le hizo ver que aunque llegara a tiempo un indulto del rey, de todos modos la familia debería irse al extranjero y sólo podrían hacerlo con dinero contante y sonante en la bolsa. Tomás de Romeu tomó la pluma y el tintero que le había traído Diego y firmó el traspaso de todas sus posesiones terrenales a nombre de Eulalia de Callís. Enseguida le pidió a Diego serenamente que se hiciera cargo de sus hijas, que se las llevara lejos de allí, donde nadie supiera que su padre fue ajusticiado como un criminal.

– En los años que te conozco, Diego, he aprendido a confiar en ti como en el hijo que no tuve. Si mis hijas quedan bajo tu protección, podré morir en paz. Llévalas a tu casa en California y ruégale a mi amigo Alejandro de la Vega que las cuide como si fueran suyas -suplicó.

– No debe desesperar, padre, por favor. Rafael Moncada nos aseguró que utilizará toda su influencia para obtener su libertad -gimió Juliana.

– La ejecución ha sido fijada para dentro de dos días, Juliana. Moncada no hará nada por ayudarme porque fue él quien me denunció.

– ¡Padre! ¿Está seguro? -clamó la joven.

– No tengo pruebas, pero lo oí de mis captores -explicó Tomás.

– ¡Pero Rafael fue a pedirle su indulto al rey!

– No lo creo, niña. Pudo haber ido a Madrid, pero por otras razones.

– ¡Entonces es culpa mía!

– No tienes culpa de la maldad ajena, hija. No eres responsable de mi muerte. ¡Valor! No quiero ver más lágrimas.


De Romeu creía que Moncada lo había delatado no tanto por motivos políticos o para vengarse de los desaires de Juliana, sino por cálculo. A su muerte sus hijas quedarían desamparadas y tendrían que acogerse bajo la protección del primero que se la ofreciera. Allí estaría él, esperando a que cayera Juliana como una tórtola en sus manos, por eso el papel de Diego era tan importante en ese momento, añadió. El joven estuvo a punto de decirle que Juliana jamás caería en poder de Moncada, que él la adoraba y de rodillas se la pedía en matrimonio, pero se tragó las palabras. Juliana nunca le había dado motivos para suponer que correspondía a su amor. No era el momento de mencionar eso. Además, se sentía como un mequetrefe, no podía ofrecer a esas niñas un mínimo de seguridad. Su valor, su espada, su amor, de poco servían en este caso. Se dio cuenta de que sin el respaldo de la fortuna de su padre, él no podía hacer nada por ellas.

– Puede estar tranquilo, don Tomás. Daría mi vida por sus hijas. Velaré siempre por ellas -dijo, simplemente.

Dos días más tarde, al amanecer, cuando la niebla del mar cubría la ciudad con un manto de intimidad y misterio, once presos políticos acusados de colaborar con los franceses fueron ajusticiados en uno de los patios de La Ciudadela. Media hora antes un sacerdote les ofreció la extremaunción, para que partieran al otro mundo limpios de culpas, como recién nacidos, tal como explicó.

Tomás de Romeu, quien durante cincuenta años había despotricado contra el clero y los dogmas de la Iglesia, recibió el sacramento con los demás condenados y hasta comulgó. «Por si acaso, padre, no se pierde nada…», comentó en broma.

Había estado enfermo de miedo desde el momento en que oyó a los soldados llegar a su casa de campo, pero ahora estaba tranquilo. Su congoja desapareció en el momento en que pudo despedirse de sus hijas. Durmió las dos noches siguientes sin sueños, y pasó las jornadas animado. Se abandonó a la muerte cercana con una placidez que no había tenido en vida. Empezó a gustarle la idea de acabar sus días con un disparo, en vez de hacerlo de a poco, sumido en el inevitable proceso de la decrepitud. Tal vez pensó en sus hijas, libradas a su suerte, deseando que Diego de la Vega cumpliera su palabra. Las sintió más distantes que nunca.

En las semanas de cautiverio se había ido desprendiendo de recuerdos y sentimientos, así había adquirido una libertad nueva: ya nada tenía que perder. Al pensar en sus hijas no lograba visualizar sus rostros o diferenciar sus voces, eran dos pequeñas sin madre jugando con muñecas en los sombríos salones de su casa. Dos días antes, cuando lo visitaron en la prisión, se maravilló ante esas mujeres que habían reemplazado a las chiquillas con botines, delantales y moñitos de sus reminiscencias. Carajo, cómo pasa el tiempo, murmuró al verlas. Se despidió de ellas sin pesar, sorprendido de su propia indiferencia. Juliana e Isabel harían sus vidas sin él, ya no podía protegerlas. A partir de ese instante pudo saborear sus últimas horas y observar con curiosidad el ritual de su ejecución.


La madrugada de su muerte, Tomás de Romeu recibió en su celda el último presente de Eulalia de Callís, una cesta con un abundante refrigerio, una botella del mejor vino y un plato con los más delicados bombones de chocolate de su colección. Lo autorizaron para lavarse y afeitarse, vigilado por un guardia, y le entregaron la muda de ropa limpia que enviaron sus hijas. Caminó gallardo e impávido hacia el sitio de la ejecución, se colocó ante el poste ensangrentado, donde lo ataron, y no permitió que le vendaran los ojos. A cargo del pelotón estuvo el mismo oficial de los iris celestes que había recibido a Juliana e Isabel en La Ciudadela. A él le tocó darle un balazo en la sien cuando comprobó que tenía medio cuerpo destrozado por los disparos pero seguía vivo. Lo último que vio el condenado antes de que el tiro de misericordia estallara en su cerebro fue la luz dorada del amanecer en la niebla.

El militar, que no se impresionaba con facilidad, porque había sufrido la guerra y estaba acostumbrado a las brutalidades del cuartel y de los calabozos, no había podido olvidar el rostro anegado en lágrimas de la virginal Juliana, arrodillada ante él. Quebrantando su propia norma de separar el cumplimiento del deber de sus emociones, fue a llevarles la noticia en persona. No quiso que las hijas de su prisionero lo supieran por otros medios.

– No sufrió, señoritas -les mintió.


Rafael Moncada se enteró al mismo tiempo de la muerte de Tomás de Romeu y de la estratagema de Eulalia para sacar a Juliana de España. Lo primero estaba incluido en sus planes, pero lo segundo le produjo un exabrupto de ira. Se cuidó, sin embargo, de enfrentarse con ella, porque no había renunciado a la idea de obtener a Juliana sin perder su herencia. Lamentaba que su tía tuviese tan buena salud; provenía de una familia longeva y no había esperanza de que muriese pronto, dejándolo rico y libre para decidir su destino. Tendría que conseguir que la matriarca aceptara a Juliana por las buenas, era la única solución. Ni pensar en presentarle el matrimonio como un hecho consumado, porque jamás se lo perdonaría, pero discurrió un plan, basado en la leyenda de que en California, cuando era la mujer del gobernador, Eulalia había transformado a un peligroso guerrero indiano en una civilizada doncella cristiana y española.

No sospechaba que ese personaje era la madre de Diego de la Vega, pero había oído el cuento varias veces de boca de la misma Eulalia, quien padecía el vicio de tratar de controlar las vidas ajenas y además se jactaba de ello. Pensaba suplicarle que recibiera a las niñas De Romeu en su corte en calidad de protegidas, en vista de que habían perdido a su padre y no contaban con familia. Salvarlas de la deshonra y lograr que fuesen aceptadas de vuelta en la sociedad sería un desafío interesante para Eulalia, tal como lo fue aquella india en California, veintitantos años antes.

Cuando la madraza abriera su corazón a Juliana e Isabel, como al final hacía con casi todo el mundo, él volvería a plantear el asunto del casamiento. Sin embargo, si aquel rebuscado plan no daba resultados, siempre existía la alternativa sugerida por la misma Eulalia. Las palabras de su tía le habían dado una impresión imborrable: Juliana de Romeu podría ser su amante. Sin un padre que velara por ella, la joven terminaría mantenida por algún protector. Nadie mejor que él mismo para ese papel. No era mala idea. Eso le permitiría obtener una esposa con rango, tal vez la misma Medinaceli, sin renunciar a Juliana. Todo se puede hacer con discreción, pensó. Con esto en mente se presentó en la residencia de Tomás de Romeu.


La casa, que siempre le había parecido venida a menos, ahora se veía arruinada. En pocos meses, desde que cambió la situación política en España y Tomás de Romeu se sumió en sus preocupaciones y deudas, el edificio adquirió el mismo aire derrotado y suplicante de su dueño. La maleza se había apoderado del jardín, las palmeras enanas y los helechos se secaban en sus maceteros, había bosta de caballo, basura, gallinas y perros en el patio noble. En el interior de la mansión reinaban el polvo y la penumbra, no se habían abierto las cortinas ni encendido las chimeneas durante meses. El soplo frío del otoño parecía atrapado en las inhóspitas salas. Ningún mayordomo salió a recibirlo, en su lugar apareció Nuria, tan mal agestada y seca como siempre, y lo condujo a la biblioteca.

La dueña había tratado de reemplazar al mayordomo y hacía lo posible por mantener a flote aquel velero a punto de naufragar, pero carecía de autoridad frente al resto de la servidumbre. Tampoco sobraba el dinero en efectivo, porque habían guardado hasta el último maravedí para el futuro, única dote que tendrían Juliana e Isabel.

Diego había llevado los pagarés de Eulalia de Callís donde un banquero que ella misma recomendó, hombre de escrupulosa honestidad, quien le entregó el equivalente en piedras preciosas y algunos doblones de oro, con el consejo de coser aquel tesoro en los refajos. Les explicó que así habían salvado sus bienes los hebreos durante siglos de persecución, porque se podía transportar fácilmente y en todos lados valía igual. Juliana e Isabel no podían creer que ese puñado de pequeños cristales de colores representara todo lo que su familia había poseído.


Mientras Rafael Moncada aguardaba en la biblioteca, entre los libros empastados en cuero que fueran el mundo privado de Tomás de Romeu, Nuria partió a llamar a Juliana. La joven estaba en su habitación, cansada de llorar y rezar por el alma de su padre.

– No tienes obligación de hablar con ese desalmado, niña -dijo la dueña-. Si quieres, puedo decirle que se vaya al infierno.

– Pásame el vestido color cereza y ayúdame a peinarme, Nuria. No quiero que me vea de luto ni vencida -decidió la joven.


Momentos más tarde aparecía en la biblioteca, tan deslumbrante como en sus mejores tiempos. En la luz vacilante de las velas, Rafael no alcanzó a ver sus ojos enrojecidos por el llanto ni la palidez del duelo. Se puso de pie de un salto, con el corazón al galope, comprobando una vez más el efecto inverosímil que esa joven tenía sobre sus sentidos. Esperaba verla deshecha de sufrimiento y en cambio allí estaba ante él, tan hermosa, altiva y conmovedora como siempre. Cuando logró sacar la voz sin carraspear, manifestó cuánto lamentaba la horrible tragedia que afectaba a su familia y le reiteró que no había dejado piedra sin levantar en busca de ayuda para don Tomás, pero todo había sido inútil. Sabía, agregó, que su tía Eulalia le había aconsejado irse de España con su hermana, pero él no lo consideraba necesario. Estaba convencido de que pronto se ablandaría el puño de hierro con que Fernando VII estrangulaba a sus opositores.

El país estaba en ruinas, el pueblo había sufrido demasiados años de violencia y ahora clamaba por pan, trabajo y paz. Sugirió que Juliana e Isabel usaran de ahora en adelante sólo el apellido de su madre, ya que el del padre estaba irrevocablemente manchado, y se recluyeran por un tiempo prudente, hasta que callaran las murmuraciones en torno a Tomás de Romeu. Tal vez entonces podrían reaparecer en sociedad. Entretanto estarían bajo su protección.

– ¿Qué sugiere usted exactamente, señor? -preguntó Juliana, a la defensiva.

Moncada le reiteró que nada lo haría más feliz que tomarla por esposa y que su oferta anterior seguía en pie, pero dadas las circunstancias sería necesario guardar las apariencias por unos meses. También debían sortear la oposición de Eulalia de Callís, pero eso no constituía un problema insalvable. Cuando su tía tuviera ocasión de conocerla mejor, sin duda cambiaría de parecer.

Suponía que ahora, después de tan graves acontecimientos, Juliana habría reflexionado respecto a su futuro. Aunque él no la merecía -no existía el hombre que la mereciera a plenitud-, colocaba su vida y su fortuna a sus pies. A su lado jamás le faltaría nada. Aunque el casamiento debía ser postergado, él podía ofrecerles a ella y su hermana bienestar y seguridad. La suya no era una oferta baladí, le rogaba que le diese debida consideración.

– No pido una respuesta inmediata. Comprendo cabalmente que usted está de duelo y tal vez no es el momento de hablar de amor…

– Nunca hablaremos de amor, señor Moncada, pero podemos hablar de negocios -lo interrumpió Juliana-. Por una denuncia suya he perdido a mi padre.

Rafael Moncada sintió que la sangre se le agolpaba en la cabeza y se quedaba sin aliento.

– ¡No puede acusarme de semejante villanía! Su padre cavó su propia tumba, sin ayuda de nadie. Le perdono este insulto sólo porque está fuera de sí, ofuscada por el dolor.

– ¿Cómo piensa recompensarnos a mi hermana y a mí por la muerte de nuestro padre? -insistió ella, con lúcida ira.

Su tono era tan desdeñoso, que Moncada perdió por completo los estribos y sin más decidió que no valía la pena seguir fingiendo una caballerosidad inútil. Por lo visto ella era una de esas mujeres que responden mejor ante la autoridad masculina. La cogió por los brazos y, sacudiéndola con violencia, le espetó que ella no estaba en posición de negociar, sino de agradecer, acaso no se daba cuenta de que podía acabar en la calle o en prisión con su hermana, tal como le había sucedido al traidor de su padre; la policía estaba advertida y sólo la oportuna intervención de él había impedido que fueran arrestadas, pero eso podía ocurrir en cualquier momento, sólo él podía salvarlas de la miseria y el calabozo.

Juliana trató de zafarse y en el forcejeo se rompió la manga del vestido, revelando el hombro, y se desprendieron las horquillas que le sujetaban el moño. Su melena negra cayó sobre las manos de Moncada. Incapaz de controlarse, el hombre empuñó la olorosa masa de cabellos, echó hacia atrás la cabeza de la joven y la besó de lleno en la boca.


Diego había espiado la escena desde la puerta entreabierta, repitiendo calladamente, como una letanía, el consejo del maestro Escalante en la primera lección de esgrima: jamás se debe combatir con rabia. Sin embargo, cuando Moncada se abalanzó sobre Juliana para besarla a la fuerza, no pudo contenerse e irrumpió en la biblioteca con la espada en la mano, resollando de indignación.

Moncada soltó a la joven, empujándola hacia la pared, y sacó su acero. Los dos hombres se enfrentaron, las rodillas flexionadas, las espadas en la diestra en ángulo de noventa grados con el cuerpo, el otro brazo levantado por encima del hombro, para mantener el equilibrio. Tan pronto adoptó esta posición, la furia de Diego se esfumó y fue reemplazada por una calma absoluta. Respiró hondo, vació el aire del pecho y sonrió satisfecho. Por fin estaba en control de su fogosidad, como le había insistido desde el principio el maestro Escalante. Nada de perder el aliento. Tranquilidad de espíritu, pensamiento claro, firmeza del brazo. Esa sensación fría, que le recorría la espalda como un viento invernal, debía preceder a la euforia del combate. En ese estado la mente dejaba de pensar y el cuerpo respondía por reflejo.

La finalidad del severo entrenamiento de combate de La Justicia era que el instinto y la destreza dirigieran sus movimientos. Se cruzaron los aceros un par de veces, tanteándose, y de inmediato Moncada lanzó una estocada a fondo, que él detuvo en seco.

Desde las primeras fintas, Diego pudo evaluar la clase de contrincante que tenía al frente. Moncada era muy buen espadachín, pero él tenía más agilidad y práctica; no en vano había hecho de la esgrima su principal ocupación. En vez de devolver la estocada con celeridad, fingió torpeza, retrocediendo hasta quedar con la espalda contra la pared, a la defensiva. Paraba los golpes con aparente esfuerzo, a la desesperada, pero en realidad el otro no podía meterle el acero por ninguna parte.


Más tarde, cuando tuvo tiempo de evaluar lo ocurrido, Diego se dio cuenta de que, sin planearlo, representaba dos personajes diferentes según las circunstancias y la ropa que llevara puesta. Así bajaba las defensas del enemigo. Sabía que Rafael Moncada lo desdeñaba, él mismo se había encargado de ello fingiendo manierismos de pisaverde en su presencia. Lo hacía por la misma razón que lo había hecho con el Chevalier y su hija Agnés: por precaución.

Cuando se batió a tiros con Moncada, éste pudo medir su valor, pero por orgullo herido procuró olvidarlo. Después se encontraron en varias ocasiones y en cada una Diego reforzó la mala idea que su rival tenía de él, porque adivinaba que era un enemigo sin escrúpulos. Decidió enfrentarlo con astucia, más que con bravuconadas. En la hacienda de su padre los zorros solían bailar para atraer a los corderitos, que se acercaban curiosos a observarlos y al primer descuido terminaban devorados. Con la táctica de hacerse el bufón despistaba y confundía a Moncada. Hasta ese momento no tenía conciencia cabal de su doble personalidad, por una parte Diego de la Vega, elegante, melindroso, hipocondríaco, y por otra el Zorro, audaz, atrevido, juguetón. Suponía que en algún punto entremedio estaba su verdadero carácter, pero no sabía cómo era, si ninguno de los dos, o la suma de ambos. Se preguntó cómo lo veían, por ejemplo, Juliana e Isabel, y concluyó que no tenía la menor idea, tal vez se le había pasado la mano con el teatro y les había dado la impresión de ser un farsante. Sin embargo, no había tiempo de cavilar sobre estas interrogantes, porque la vida se le había complicado y se requería acción inmediata. Asumió que era dos personas y decidió convertir eso en una ventaja.


Diego correteaba entre los muebles de la biblioteca, simulando escapar de los ataques de Moncada y al mismo tiempo provocándolo con comentarios irónicos, mientras llovían los golpes y destellaban los aceros. Logró enfurecerlo. Moncada perdió la sangre fría, de la que hacía alarde, y empezó a jadear. La transpiración le caía de la frente, cegándolo. Diego calculó que ya lo tenía en su poder. Como a los toros de lidia, había que cansarlo primero.

– ¡Cuidado, excelencia, puede herir a alguien con esa espada! -exclamó Diego.

Para entonces Juliana se había repuesto un poco y clamaba de viva voz que depusieran las armas, por amor a Dios y por respeto a la memoria de su padre. Diego dio un par de estocadas más y enseguida soltó su arma y levantó las manos por encima de la cabeza, pidiendo cuartel. Era un riesgo, pero calculó que Moncada se cuidaría de matar a un hombre desarmado ante los ojos de Juliana, pero, en cambio, su adversario se le fue encima con un grito de triunfo y el ímpetu de todo su cuerpo. Diego hizo el quite al filo, que pasó rozándole una cadera, y de dos saltos alcanzó la ventana para refugiarse detrás de la pesada cortina de felpa, que colgaba hasta el suelo. La espada de Moncada atravesó la tela, levantando una nube de polvo, pero quedó enredada y el hombre debió forcejear para desprenderla. Eso dio a Diego unos instantes de ventaja para lanzarle la cortina a la cara y brincar sobre la mesa de caoba. Tomó un libraco empastado en cuero y se lo arrojó, dándole en el pecho. Moncada estuvo a punto de perder pie, pero se enderezó rápidamente y acometió de nuevo. Diego esquivó un par de lances, le disparó varios libros más, luego se tiró al suelo y se arrastró bajo la mesa.

– ¡Cuartel, cuartel! ¡No quiero morir como un pollo! -gimoteaba con tono de franca burla, acurrucado bajo la mesa, con otro libro en las manos, a modo de escudo, para defenderse de las acometidas ciegas de su adversario.


Junto a la silla estaba el bastón con mango de marfil en que se apoyaba Tomás de Romeu durante sus ataques de gota. Diego lo usó para enganchar un tobillo de Moncada. Haló con fuerza y éste cayó sentado al suelo, pero estaba en buenas condiciones físicas y se puso de pie en un segundo, embistiendo de nuevo. Para entonces Isabel y Nuria habían acudido a los gritos de Juliana. A Isabel le bastó una ojeada para darse cuenta de la situación y, creyendo que Diego estaba a punto de ir a parar al cementerio, cogió su espada, que había volado al otro extremo de la habitación, y sin vacilar enfrentó a Moncada. Era su primera oportunidad de poner en práctica la habilidad adquirida en cuatro años de hacer esgrima frente a un espejo.

En garde -lo desafió, eufórica.

Instintivamente, Rafael Moncada le mandó una estocada, seguro de que al primer golpe la desarmaría, pero se encontró con una resistencia determinada. Entonces reaccionó, dándose cuenta, a pesar de la rabia que lo embrutecía, de la locura que significaba batirse con una chiquilla y más aún con la hermana de la mujer a quien pretendía conquistar. Soltó el arma, que cayó sin ruido sobre la alfombra.

– ¿Piensa asesinarme a sangre fría, Isabel? -le preguntó, irónico.

– ¡Tome su espada, cobarde!

Por toda respuesta él cruzó los brazos sobre el pecho, sonriendo despectivo.

– ¡Isabel! ¿Qué haces? -intervino Juliana, espantada.

Su hermana la ignoró. Puso la punta del acero bajo la barbilla de Rafael Moncada, pero no supo qué hacer a continuación. La ridiculez de la escena se le reveló en toda su magnitud.

– Clavarle el gaznate a este caballero, como sin duda merece, acarrearía algunos problemas legales, Isabel. No se puede andar por el mundo matando gente. Pero algo debemos hacer con él… -intervino Diego, sacando su pañuelo de la manga y agitándolo en el aire antes de secarse la frente con un gesto afectado.


Esos segundos de distracción bastaron a Moncada para aferrar el brazo de Isabel y torcerlo, obligándola a soltar el acero. La empujó con tal fuerza, que la muchacha fue a dar lejos, golpeándose la cabeza contra la mesa. Cayó al suelo un poco aturdida, mientras Moncada cogía el arma de ella para enfrentar a Diego, quien retrocedió a toda prisa, e hizo el quite a varias estocadas de su enemigo, buscando la forma de desarmarlo para enredarse en lucha cuerpo a cuerpo. Isabel se despabiló rápidamente, agarró la espada de Moncada y con un grito de alerta se la tiró a Diego, que alcanzó a cogerla en el aire.

Armado, se sintió seguro y recuperó el aire zumbón que tanto había descontrolado a su adversario momentos antes. Con un pase veloz lo hirió levemente en el brazo izquierdo, apenas un rasguño, pero exactamente en el mismo sitio en que él había sido herido por el disparo del duelo. Moncada soltó una exclamación de sorpresa y dolor.

– Ahora estamos iguales -dijo Diego, y lo desarmó con una estocada de revés.

Su enemigo se hallaba a su merced. Con la mano derecha se sujetaba el brazo herido, sobre la rasgadura de la chaqueta, ya manchada con un hilo de sangre. Estaba demudado de furia, más que de temor. Diego le puso la espada en el pecho, como si fuera a atravesarlo, pero sonrió amable.

– Por segunda vez tengo el placer de perdonarle a usted la vida, señor Moncada. La primera fue durante nuestro memorable duelo. Espero que esto no se convierta en un hábito -dijo, bajando el acero.


No tuvieron necesidad de discutirlo demasiado. Tanto Diego como las niñas De Romeu sabían que la amenaza de Moncada era cierta y los esbirros del rey podían aparecer por la casa de un momento a otro. Les había llegado la hora de emprender viaje. Se habían preparado para esa eventualidad desde que Eulalia compró los bienes de la familia y Tomás de Romeu fue ejecutado, pero creían que podrían irse por la puerta ancha, en vez de salir huyendo como maleantes. Se dieron media hora en total para irse con lo puesto, más el oro y las piedras preciosas que, tal como les indicara el banquero, habían cosido en unos refajos que se ataron a la cintura, bajo la ropa. Nuria discurrió encerrar a Moncada en la cámara oculta de la biblioteca. Sacó un libro de su lugar, tiró de una palanca y el anaquel giró lentamente sobre sí mismo, dejando a la vista la entrada a una habitación contigua, cuya existencia Juliana e Isabel desconocían por completo.

– Vuestro padre tenía algunos secretos, pero ninguno que yo no conociera -dijo Nuria a modo de explicación.

Se trataba de una pieza pequeña, sin ventanas y sin otra salida al exterior que aquella puerta disimulada en la estantería. Al encender una lámpara, descubrieron en su interior cajas del coñac y los cigarros favoritos del dueño de la casa, anaqueles con más libros y unos extraños cuadros colgados en las paredes. Al aproximarse pudieron ver que se trataba de una colección de seis dibujos a tinta negra representando los más crueles episodios de la guerra, descuartizamientos, violaciones, hasta canibalismo, que Tomás de Romeu no quería que sus hijas vieran jamás.

– ¡Qué espeluznante! -exclamó Juliana.

– ¡Son del maestro Goya! Esto vale mucho, podemos venderlos -dijo Isabel.

– No nos pertenecen. Todo lo que esta casa contiene ahora es de doña Eulalia de Callís -le recordó su hermana.

Los libros, en varios idiomas, estaban todos prohibidos, eran de la lista negra de la Iglesia o del gobierno. Diego tomó un volumen al azar y resultó ser una historia ilustrada de la Inquisición, con dibujos muy realistas sobre sus métodos de tortura. Lo cerró de golpe, antes de que lo viera Isabel, quien ya había asomado la nariz por encima de su hombro. También había una sección dedicada al erotismo, pero no hubo tiempo de examinarla. La hermética cámara era el lugar perfecto para dejar prisionero a Rafael Moncada.


– ¿Han perdido el juicio? ¡Aquí moriré de inanición o sofocado por falta de aire! -exclamó éste al comprender las aviesas intenciones de los otros.

– Su excelencia tiene razón, Nuria. Un caballero tan distinguido como él no puede subsistir sólo con licor y tabaco. Tráigale por favor un jamón de la cocina, para que no pase hambre, y una toalla para su brazo -dijo Diego, empujando a su rival a la cámara.

– ¿Cómo voy a salir de aquí? -gimió el cautivo, aterrorizado.

– Seguramente existe un mecanismo secreto en la cámara para abrir la puerta desde adentro. Tendrá usted tiempo sobrado de descubrirlo. Con maña y suerte saldrá en libertad en menos que canta un gallo -sonrió Diego.

– Le dejaremos una lámpara, Moncada, pero no le aconsejo encenderla, porque consumirá todo el aire. A ver, Diego, ¿cuánto tiempo calculas que puede vivir una persona aquí? -añadió Isabel, entusiasmada con el plan.

– Varios días. Los suficientes para ponderar a fondo sobre el sabio proverbio que el fin no justifica los medios -replicó Diego.


Dejaron a Rafael Moncada aprovisionado de agua, pan y jamón, después de que Nuria le limpió y vendó el corte del brazo. Por desgracia no se desangraría por ese rasguño insignificante, opinó Isabel. Le recomendaron que no perdiera aire y fuerza gritando, porque nadie lo oiría, los pocos criados que quedaban no se acercaban por esos lados. Las últimas palabras del prisionero antes de que girara el anaquel para cerrar la entrada de la cámara, sumiéndole en el silencio y la oscuridad, fueron que ya sabrían quién era Rafael Moncada, que se arrepentirían de no haberlo matado, que saldría de ese agujero y encontraría a Juliana tarde o temprano, aunque tuviese que perseguirla hasta el mismísimo infierno.

– No será necesario llegar tan lejos, nos vamos a California -se despidió Diego.


Lamento deciros que no puedo continuar, porque se me acabaron las plumas de ganso, que siempre uso, pero he encargado más y pronto podré concluir esta historia. No me gustan las plumas de pájaros vulgares, porque manchan el papel y restan elegancia al texto. He oído que algunos inventores sueñan con crear un aparato mecánico para escribir, pero estoy segura de que tan fantasioso invento jamás prosperaría. Ciertos procesos no pueden mecanizarse porque requieren cariño, y la escritura es uno de ellos.

Temo que esta narración se me ha alargado, a pesar de lo mucho que he omitido. En la vida del Zorro, como en todas las vidas, existen momentos brillantes y otros sombríos, pero entre los extremos hay muchas zonas neutras. Habréis notado, por ejemplo, que en el año 1813 sucedió muy poco digno de mención a nuestro protagonista. Se dedicó a lo suyo sin pena ni gloria y no avanzó nada en la conquista de Juliana. Fue necesario que regresara Rafael Moncada de su odisea del chocolate para que esta historia recuperara cierta agilidad. Como dije antes, los villanos, tan antipáticos en la vida real, resultan indispensables en una novela, y estas páginas lo son.

Al principio me propuse escribir una crónica o biografía, pero no logro contar la leyenda del Zorro sin caer en el desprestigiado género de la novela. Entre cada una de sus aventuras transcurrían largos períodos sin interés, que he suprimido para no matar de aburrimiento a mis posibles lectores. Por la misma razón, he adornado los episodios memorables, he hecho uso generoso de adjetivos y he añadido suspenso a sus proezas, aunque no he exagerado demasiado sus loables virtudes. A esto se le llama licencia literaria y, según entiendo, es más legítimo que la mentira a secas.

En cualquier caso, amigos míos, me queda bastante en el tintero. En las próximas páginas, que calculo en un número no menor de cien, narraré el viaje del Zorro con las niñas De Romeu y Nuria a través de medio mundo y los peligros que enfrentaron en el cumplimiento de sus destinos. Puedo adelantaros, sin temor a arruinar el final, que sobreviven ilesos y al menos algunos de ellos llegan a Alta California, donde desgraciadamente no todo será miel sobre hojuelas. En realidad, es recién en ese lugar donde comienza la verdadera epopeya del Zorro, la que le ha dado fama en el mundo entero. De modo que os ruego algo más de paciencia.

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