Segunda Parte Barcelona, 1810-1812

Me animo a continuar con paso ligero, puesto que habéis leído hasta aquí. Lo que viene es más importante que lo anterior. La niñez de un personaje no es fácil de contar, pero debía hacerlo para daros una idea cabal del Zorro. La infancia es una época desgraciada, llena de temores infundados, como el miedo a monstruos imaginarios y al ridículo. Desde el punto de vista literario, no tiene suspenso, ya que, salvo excepciones, los niños suelen ser un poco sosos. Además, carecen de poder, los adultos deciden por ellos y lo hacen mal, les inculcan sus propias ideas erróneas sobre la realidad y después los críos pasan el resto de sus vidas tratando de librarse de ellas.

No fue, sin embargo, el caso de Diego de la Vega, nuestro Zorro, porque desde temprano hizo más o menos lo que le daba la gana. Tuvo la buena fortuna de que las personas a su alrededor, preocupadas de sus pasiones y asuntos, descuidaran su vigilancia. Llegó a los quince años sin grandes vicios ni virtudes, excepto un desproporcionado afán de justicia, que no sé si pertenece a la primera o la segunda categoría; digamos que es simplemente un trazo inseparable de su carácter. Podría añadir que otro trazo es la vanidad, pero sería adelantarme mucho, eso se le desarrolló más tarde, cuando se dio cuenta de que aumentaban sus enemigos, lo cual siempre es buen signo, y sus admiradores, sobre todo de sexo femenino. Ahora es un hombre apuesto -al menos a mí me lo parece-, pero a los quince años, cuando llegó a Barcelona, era todavía un mozalbete de orejas salidas, no había terminado de cambiar la voz.

El problema de las orejas fue la razón por la cual se le ocurrió la idea de usar una máscara, que cumple la doble función de ocultar por igual su identidad y esos apéndices de fauno. Si Moncada se los hubiera visto al Zorro, habría deducido de inmediato que su detestado rival era Diego de la Vega. Y ahora, si me lo permitís, continuaré con mi narración, que a estas alturas se pone interesante, al menos para mí, porque en esta época conocí a nuestro héroe.


La nave mercante Santa Lucía -que los marineros llamaban Adelita por cariño y porque estaban hartos de embarcaciones con nombres de santas- hizo el trayecto entre Los Ángeles y la ciudad de Panamá en una semana. El capitán José Díaz llevaba ocho años recorriendo la costa americana del Pacífico y en ese tiempo había acumulado una pequeña fortuna, con la que pensaba conseguir una esposa treinta años más joven que él y retirarse a su pueblo en Murcia dentro de un plazo breve.

Alejandro de la Vega le confió a su hijo Diego con algo de temor porque lo consideraba hombre de moral flexible, se decía que había hecho su dinero con contrabando y tráfico de mujeres de reputación alegre. La panameña fenomenal, cuyo desenfadado gozo por la vida iluminaba las noches de los caballeros en Los Ángeles, había llegado a bordo de la Santa Lucía; pero no era cosa de ponerse quisquilloso, decidió Alejandro, mejor estaba Diego en manos de una persona conocida, por ruin que fuera, que navegando solo a través del mundo. Diego y Bernardo serían los únicos pasajeros a bordo, y creía que el capitán los cuidaría con celo.

Conducían la goleta doce avezados tripulantes, divididos en dos turnos, llamados babor y estribor para diferenciarlos, aunque en este caso esos nombres nada significaban. Mientras un equipo trabajaba su turno de cuatro horas, el otro descansaba y jugaba a los naipes.


Una vez que Diego y Bernardo lograron controlar el mareo y se acostumbraron al vaivén de la navegación, pudieron incorporarse a la vida normal a bordo. Se hicieron amigos de los marineros, que los trataban con cariño protector, y repartieron su tiempo en las mismas actividades de ellos. El capitán pasaba la mayor parte del día encerrado en su camarote retozando con una mestiza y ni cuenta se daba de que los jóvenes a su cargo saltaban como monos en los mástiles, con riesgo de romperse la crisma.

Diego resultó tan hábil para hacer acrobacias en los cabos colgado de una mano o de una pierna, como para los naipes. Tenía suerte para sacar cartas y un talento pasmoso para hacer trampas. Con cara de la mayor inocencia esquilmó a esos expertos jugadores, que si hubieran apostado monedas habrían quedado desconsolados, pero sólo usaban garbanzos o conchas. El dinero estaba prohibido a bordo, para evitar que los tripulantes se masacraran unos a otros por deudas de juego. A Bernardo se le reveló un aspecto hasta entonces desconocido de su hermano de leche.

– No pasaremos hambre en Europa, Bernardo, porque siempre habrá a quien ganarle en el juego y entonces será con doblones de oro y no con garbanzos, ¿qué te parece? No me mires así, hombre, por Dios, cualquiera diría que soy un criminal. Lo malo contigo es que eres tan mojigato… ¿No ves que por fin somos libres? Ya no está el padre Mendoza para mandarnos al infierno -se rió Diego, acostumbrado como estaba a hablar con Bernardo y contestarse solo.


A la altura de Acapulco los marineros empezaron a sospechar que Diego se burlaba de ellos y amenazaron con lanzarlo al agua a espaldas del capitán, pero los distrajeron las ballenas. Llegaron por docenas, colosales criaturas que susurraban de amor en coro y agitaban el mar con sus apasionados coletazos. Surgían de pronto en la superficie y rodeaban a la Santa Lucía tan de cerca, que se podían contar los pedregosos y amarillentos crustáceos adheridos al lomo. La piel, oscura y llena de costras, tenía impresa la historia completa de cada uno de esos gigantes y la de sus antepasados de siglos y siglos. De pronto, alguna se levantaba en el aire, daba una vuelta de tirabuzón y caía con gracia. Sus chorros salpicaban el barco con una fina y fresca lluvia.

En el esfuerzo de hacer el quite a las ballenas y la excitación del puerto de Acapulco, los marineros perdonaron a Diego, pero le advirtieron que se cuidara, porque es más fácil morir por tramposo que en la guerra. Además, Bernardo no lo dejaba en paz con sus escrúpulos telepáticos y debió prometerle que no utilizaría esa nueva destreza para hacerse rico a costa de la ruina de otros, como estaba planeando.

Lo más útil de la travesía en barco, aparte de conducirlos a donde iban, fue la libertad que tuvieron los muchachos para ejercitarse en proezas atléticas que sólo los marineros curtidos y los fenómenos de feria pueden hacer. En la infancia se colgaban del alero de la casa cabeza abajo, sujetos por los pies, deporte que Regina y Ana procuraron inútilmente desalentar a escobazos. En la nave no había quien les prohibiera correr riesgos y aprovecharon para desarrollar la habilidad que tenían latente desde muy pequeños y que tanto habría de servirles en este mundo.

Aprendieron a hacer cabriolas de trapecista, a trepar por el cordaje como arañas, a balancearse a ochenta pies de altura, a descender de la punta del mástil abrazados a los cables, y a deslizarse a lo largo de un cabo flojo para bregar con las velas. Nadie les prestaba atención y a nadie en realidad le importaba si se partían el cráneo en una caída.

Los marineros les dieron algunas lecciones muy principales. Les enseñaron a hacer diversos nudos, a cantar para multiplicar la fuerza en cualquier tarea, a golpear las galletas para desprender los gusanillos del gorgojo, a no silbar jamás en alta mar, porque altera el viento, a dormir a ratitos, como los recién nacidos, y a beber ron con pólvora para probar la hombría. Ninguno de los dos pasó esta última prueba, a Diego casi lo despachan las náuseas, y Bernardo lloró toda la noche, porque se le apareció su madre.

El segundo de a bordo, un escocés de nombre McFerrin, mucho más ducho en materias de navegación que el capitán, les dio el consejo más importante: «Una mano para navegar, la otra para ti». En todo momento, incluso en aguas mansas, debían estar bien agarrados. Bernardo lo olvidó por un instante, cuando se asomaba en la popa a verificar si los tiburones los seguían. No se veían por ninguna parte, pero tenían la intuición de aparecer apenas el cocinero tiraba los desperdicios por la borda. En eso estaba, distraído mirando la superficie del océano, cuando un vaivén inesperado lo tiró al agua. Era muy buen nadador y para fortuna suya alguien lo vio caer y dio la alarma, si no allí se queda, porque ni siquiera en esas circunstancias consiguió sacar la voz para gritar.

Esto causó un incidente desagradable. El capitán José Díaz consideró que no valía la pena detenerse y enviar un bote a buscarlo, con las consiguientes molestias y pérdida de tiempo. Si fuera el hijo de Alejandro de la Vega, tal vez no lo habría dudado tanto, pero se trataba sólo de un indio mudo y, en su opinión, también tonto. Debía serlo para irse por la borda, argumentó.

Mientras el capitán vacilaba, presionado por McFerrin y el resto de la tripulación, para quienes rescatar al infeliz que cae al mar es un principio inalienable de la navegación, Diego se lanzó en pos de su hermano. Cerró los ojos y saltó sin pensarlo demasiado, porque vista desde arriba la altura resultaba enorme. Tampoco olvidaba los tiburones, que si bien no estaban allí en ese momento, nunca andaban demasiado lejos. El golpe con el agua lo dejó turulato por unos segundos, pero Bernardo lo alcanzó de unas cuantas brazadas y lo sostuvo con la nariz sobre la superficie.


En vista de que su pasajero principal corría el riesgo de acabar devorado si no se decidía pronto, José Díaz autorizó el salvamento. El escocés y otros tres hombres ya habían bajado el bote, cuando aparecieron los primeros tiburones, que comenzaron una alegre danza en círculos en torno a los náufragos. Diego gritaba hasta desgañitarse y tragaba agua, mientras Bernardo, calmadamente, sujetaba a su amigo con un brazo y nadaba con el otro. McFerrin le disparó un pistoletazo al escualo más próximo y de inmediato el agua se tiñó con un ondulante brochazo color óxido. Eso sirvió de distracción a los demás animales, que se echaron encima del herido con claras intenciones de servírselo para el almuerzo, y dio tiempo a los marineros de socorrer a los muchachos. Un coro de aplausos y rechiflas de la tripulación celebró la maniobra.

Entre descender el bote, ubicar a los náufragos, darles golpes con los remos a los tiburones más audaces y regresar a bordo, se perdió un buen rato. El capitán consideró un insulto personal que Diego se hubiese tirado al agua, forzándole la mano, y como represalia le prohibió trepar a los mástiles, pero ya era tarde, porque se encontraban frente a Panamá, donde debía dejar a sus pasajeros.

Los jóvenes se despidieron con pesar de la tripulación de la Santa Lucía y bajaron a tierra con su equipaje, bien armados con las pistolas de duelo, la espada y el látigo de Diego, tan mortífero como un cañón, además del cuchillo de Bernardo, arma de muchos usos, desde limpiarse las uñas y rebanar el pan, hasta cazar presas mayores. Alejandro de la Vega les había advertido que no confiaran en nadie. Los nativos tenían fama de ladrones y por lo tanto debían turnarse para dormir, sin perder de vista los baúles en ningún momento.


A Diego y Bernardo la ciudad de Panamá les pareció magnífica, porque cualquier cosa comparada con el pueblito de Los Ángeles seguramente lo era. Por allí pasaban, desde hacía tres siglos, las riquezas de las Américas rumbo a las arcas reales de España. De Panamá eran transportados en recuas de mulas a través de las montañas y luego en botes por el río Chagres hasta el mar Caribe. La importancia de ese puerto, así como la de Portobelo, en la costa atlántica del istmo, había disminuido en la misma medida en que mermaron el oro y la plata de las colonias.

También se podía llegar desde el océano Pacífico al Atlántico dando la vuelta al continente por el extremo sur, en el cabo de Hornos, pero bastaba echar una mirada al mapa para darse cuenta de que era un trayecto eterno. Tal como explicó el padre Mendoza a los muchachos, el cabo de Hornos queda donde se termina el mundo de Dios y empieza el mundo de los espectros.

Atravesando la angosta cintura del istmo de Panamá, un viaje que sólo requiere un par de días, se ahorran meses de navegación, por lo mismo el emperador Carlos I soñaba, ya en 1534, con abrir un canal para unir los dos océanos, idea descabellada, como tantas que se les ocurren a ciertos monarcas. El mayor inconveniente del lugar eran las miasmas, o emanaciones gaseosas, que se desprendían de la vegetación podrida de la selva y de los lodazales de los ríos, dando origen a horripilantes plagas.

Un número aterrador de viajeros moría fulminado por fiebre amarilla, cólera y disentería. Tampoco faltaban quienes se volvían locos, según decían, pero supongo que se trataba de gente imaginativa, poco apta para andar suelta en los trópicos. En las epidemias morían tantos, que los sepultureros no cubrían las fosas comunes, donde se apilaban los cadáveres, porque sabían que llegarían más en las próximas horas.

Para proteger a Diego y Bernardo de esos peligros, el padre Mendoza les entregó sendas medallas de san Cristóbal, patrono de viajeros y navegantes. Estos talismanes dieron milagrosos resultados y ambos sobrevivieron. Menos mal, porque de otro modo no tendríamos esta historia. El calor de hoguera les impedía respirar, y debían matar los mosquitos a zapatazos, pero por lo demás lo pasaron muy bien.


Diego estaba encantado en esa ciudad, donde nadie los vigilaba y había tantas tentaciones para escoger. Sólo la santurronería de Bernardo le impidió terminar en un garito clandestino o en brazos de una mujer de buena voluntad y mala reputación, donde tal vez habría perecido de una puñalada o de exóticas enfermedades. Bernardo no pegó los ojos esa noche, no tanto para defenderse de los bandidos, como para cuidar a Diego.

Los hermanos de leche cenaron en una fonda del puerto y pernoctaron en el dormitorio común de un hostal, donde los viajeros se acomodaban como podían en jergones en el suelo. Mediante pago doble, consiguieron hamacas y roñosos mosquiteros, así estaban más o menos a salvo de ratones y cucarachas.

Al día siguiente cruzaron las montañas para dirigirse a Cruces por una buena vía de adoquines, del ancho de dos mulas, que con su característica falta de inventiva para los nombres, los españoles llamaban Camino Real. En las alturas el aire era menos denso y húmedo que en las tierras bajas, y la vista tendida a sus pies era un verdadero paraíso. En el verde absoluto de la selva brillaban, como prodigiosas pinceladas, aves de plumaje enjoyado y mariposas multicolores. Los nativos resultaron ser personas sumamente decentes y, en vez de aprovecharse de la inocencia de los dos jóvenes viajeros, como correspondía a su mala fama, les ofrecieron pescado con plátano frito y esa noche los hospedaron en una choza infestada de sabandijas, pero donde al menos estaban protegidos de las lluvias torrenciales.

Les aconsejaron evitar las tarántulas y ciertos sapos verdes, que escupen a los ojos y dejan ciego, así como una variedad de nuez que quema el esmalte de los dientes y produce calambres mortales en el estómago.


El río Chagres en algunos trechos parecía un pantano espeso, pero en otros era de aguas prístinas. Se recorría en canoas o en botes chatos, con capacidad para ocho o diez pasajeros con su equipaje. Diego y Bernardo debieron aguardar un día completo, hasta que se juntaron suficientes personas para llenar la embarcación. Quisieron darse un chapuzón en el río para refrescarse -el calor pesado aturdía a las culebras y silenciaba a los monos-, pero apenas introdujeron un pie en el agua despertaron los caimanes, que dormitaban bajo la superficie, mimetizados con el fango.

Los chavales retrocedieron deprisa, entre las carcajadas de los nativos. No se atrevieron a beber el agua verdosa con guarisapos que les ofrecían sus amables anfitriones, y aguantaron la sed hasta que otros viajeros, rudos comerciantes y aventureros, compartieron con ellos sus botellas de vino y cerveza.

Aceptaron tan ansiosos y bebieron con tanto gusto, que después ninguno de los dos fue capaz de recordar esa parte de la travesía, salvo la peculiar forma de navegar de los nativos. Seis hombres, provistos de largas pértigas, iban de pie sobre dos pasarelas a ambos lados de la embarcación. Empezando por la popa, enterraban las puntas de las pértigas en el lecho del río, y caminaban lo más rápido posible hacia la proa, empujando con todo el cuerpo, así avanzaban, incluso contra la corriente.

Debido al calor, iban desnudos. El recorrido tomó más o menos dieciocho horas, que Diego y Bernardo hicieron en un estado de alucinación etílica, despatarrados bajo el toldo que los protegía del sol de lava ardiente sobre sus cabezas. Al llegar a su destino, los otros viajeros, entre codazos y risas, los bajaron del bote a empujones. Así perdieron, en las doce leguas de camino entre la desembocadura del río y la ciudad de Portobelo, uno de los baúles con gran parte del ajuar de príncipe adquirido por Alejandro de la Vega para su hijo. Fue un hecho más bien afortunado, porque a California no había llegado todavía la última moda europea en el vestir. Los trajes de Diego eran francamente para la risa.


Portobelo, fundada en el 1500 en el golfo del Darién, era una ciudad fundamental, porque allí se embarcaban los tesoros para España y llegaba la mercadería europea a América. En opinión de los antiguos capitanes, no existía en las Indias un puerto más capaz y seguro. Contaba con varios fuertes para la defensa, además de inexpugnables arrecifes.

Los españoles construyeron las fortalezas con corales extraídos del fondo del mar, maleables cuando estaban húmedos, pero tan resistentes al secarse, que las balas de los cañones apenas les hacían mella. Una vez al año, cuando llegaba la Flota del Tesoro, se organizaba una feria de cuarenta días y entonces la población aumentaba con miles y miles de visitantes.

Diego y Bernardo habían oído que en la Casa Real del Tesoro se apilaban los lingotes de oro como leños, pero se llevaron una desilusión, porque en los últimos años la ciudad había decaído, en parte por los ataques de piratas, pero más que nada debido a que las colonias americanas ya no eran tan rentables para España como lo fueran antes.

Las viviendas de madera y piedra estaban desteñidas por la lluvia, los edificios públicos y bodegas estaban invadidos de maleza, las fortalezas languidecían en una siesta eterna. A pesar de ello, había varios barcos en el puerto y un enjambre de esclavos cargando metales preciosos, algodón, tabaco, cacao, y descargando bultos para las colonias. Entre las embarcaciones se distinguía la Madre de Dios, en la que Diego y Bernardo cruzarían el Atlántico.


Esa nave, construida cincuenta años antes, pero aún en excelente estado, tenía tres mástiles y velas cuadradas. Era más grande, lenta y pesada que la goleta Santa Lucía y se prestaba mejor para viajes a través del océano. La coronaba un espectacular mascarón de proa en forma de sirena. Los marineros creían que los senos desnudos calmaban el mar y los de esa esfinge eran opulentos.

El capitán, Santiago de León, demostró ser un hombre de personalidad singular. Era de corta estatura, enjuto, con las facciones talladas a cuchillo en un rostro curtido por muchos mares. Cojeaba, debido a una desgraciada operación para quitarle una bala de la pierna siniestra, que el cirujano no pudo extraer, pero en el intento lo dejó baldado y dolorido para el resto de sus días.

El hombre no era proclive a quejarse, apretaba los dientes, se medicaba con láudano y procuraba distraerse con su colección de fantasiosos mapas. En ellos figuraban lugares que tenaces viajeros han buscado por siglos sin éxito, como El Dorado, la ciudad de oro puro; la Atlántida, el continente sumergido cuyos habitantes son humanos pero tienen agallas, como los peces; las islas misteriosas de Luquebaralideaux, en el mar Salvaje, pobladas por enormes salchichas de filudos dientes, pero carentes de huesos, que circulan en manadas y se alimentan de la mostaza que fluye en los arroyos y, según se cree, puede curar hasta las peores heridas.

El capitán se entretenía copiando los mapas y agregando sitios de su propia invención, con detalladas explicaciones; luego los vendía a precio de oro a los anticuarios de Londres. No pretendía engañar, siempre los firmaba de puño y letra y agregaba una hermética frase que cualquier entendido conocía: «Obra numerada de la Enciclopedia de Deseos, versión íntegra».


El viernes la carga estaba a bordo, pero la Madre de Dios no zarpó porque Cristo murió un viernes. Ese es mal día para iniciar la navegación. El sábado, los cuarenta hombres de la tripulación se negaron a partir porque se les cruzó un sujeto de cabello rojo en el muelle y un pelícano cayó muerto sobre el puente del barco, dos pésimos augurios. Por fin el domingo Santiago de León consiguió que su gente desplegara las velas.

Los únicos pasajeros eran Diego, Bernardo, un auditor, que regresaba de México a la patria, y su hija de treinta años, fea y quejumbrosa.

La señorita se enamoró de cada uno de los rudos marineros, pero éstos la rehuían como al demonio, porque todo el mundo sabe que las mujeres honradas a bordo atraen mal tiempo y otras calamidades. Dedujeron que era honrada por falta de oportunidades de pecar, más que por virtud natural. El auditor y su hija disponían de un camarote diminuto, pero Diego y Bernardo, como la tripulación, dormían en hamacas colgadas en la maloliente cubierta inferior.

La cabina del capitán en la popa servía de escritorio, oficina de mando, comedor y sala de recreo para oficiales y pasajeros. La puerta y los muebles se plegaban a conveniencia, como la mayor parte de las cosas a bordo, donde el espacio constituía el mayor lujo.


Durante varias semanas en alta mar los muchachos no dispusieron jamás de un instante de privacidad, incluso las funciones más elementales se llevaban a cabo a plena vista de los demás en un balde, si había oleaje, o en caso contrario sentados sobre una tabla con un hoyo directamente sobre el mar. Nadie supo cómo se las arregló la púdica hija del auditor, porque nunca la vieron vaciar una bacinilla. Los marineros cruzaban apuestas al respecto, primero muertos de la risa y después asustados, porque una constipación tan perseverante parecía cosa de brujería. Aparte del movimiento constante y la promiscuidad, lo más notable era el ruido. Las maderas crujían, los metales chocaban, los toneles rodaban, los cabos gemían y el agua azotaba a la nave.

Para Diego y Bernardo, acostumbrados a la soledad, el espacio y el silencio inmensos de California, el ajuste a la vida de navegantes no fue fácil. Diego discurrió sentarse sobre los hombros del mascarón de proa, lugar perfecto para otear la línea infinita del horizonte, salpicarse de agua salada y saludar a los delfines. Se abrazaba a la cabeza de la doncella de madera y apoyaba los pies en sus pezones. Dadas las condiciones atléticas del muchacho, el capitán se limitó a exigirle que se sujetara con un cabo en la cintura, porque si se caía de allí, el barco le pasaría por encima; pero más tarde, cuando lo sorprendió encaramado en la punta del palo mayor, a más de cien pies de altura, no le dijo nada. Decidió que si estaba destinado a morir temprano, él no podría impedirlo.


Siempre había actividad en la nave, que no se detenía por la noche, pero el grueso del trabajo se realizaba de día. Se marcaba el primer turno con campanazos al mediodía, cuando el sol estaba en su cenit y el capitán hacía la primera medida para ubicarse. A esa hora el cocinero distribuía una pinta de limonada por hombre, para prevenir el escorbuto, y el segundo oficial repartía el ron y el tabaco, únicos vicios permitidos a bordo, donde apostar dinero, pelear, enamorarse e incluso blasfemar estaba prohibido.

En el crepúsculo náutico, esa hora misteriosa del atardecer y del alba en que las estrellas titilan en el firmamento, pero aún es visible la línea del horizonte, el capitán tomaba nuevas medidas con su sextante, consultaba sus cronómetros y el libraco de efemérides celestiales, que indica dónde se hallan los astros en cada momento. Para Diego esta operación geométrica resultó fascinante, porque todas las estrellas le parecían iguales y para donde mirara no veía más que el mismo mar de acero y el mismo cielo blanco, pero pronto aprendió a observar con ojos de navegante. El capitán también vivía pendiente del barómetro, porque los cambios de presión en el aire le anunciaban las tormentas y los días en que la pierna le dolería más.


Los primeros días dispusieron de leche, carne y vegetales, pero antes de una semana debieron limitarse a legumbres, arroz, fruta seca y la eterna galleta dura como mármol e hirviendo de gorgojo. También tenían carne salada, que el cocinero remojaba un par de días en agua con vinagre antes de echarla a la olla, para quitarle la consistencia de montura de caballo. Diego pensó que su padre podría hacer un estupendo negocio con su carne ahumada, pero Bernardo le hizo ver que llevarla en suficiente cantidad a Portobelo era un sueño.

En la mesa del capitán, a la que Diego, el auditor y su hija estaban siempre invitados, pero no así Bernardo, se servía además lengua de vaca en escabeche, aceitunas, queso manchego y vino. El capitán puso a disposición de los pasajeros su tablero de ajedrez y sus naipes, así como un atado de libros, que sólo interesaron a Diego, entre los que encontró un par de ensayos sobre la independencia de las colonias. Diego admiraba el ejemplo de los norteamericanos, que se habían librado del yugo inglés, pero no se le había ocurrido que las aspiraciones de libertad de las colonias españolas en América también eran encomiables hasta que leyó las publicaciones del capitán.


Santiago de León resultó ser un interlocutor tan entretenido, que Diego sacrificó horas de alegres acrobacias en el cordaje para conversar con él y estudiar sus mapas fantásticos. El capitán, un solitario, descubrió el placer de compartir sus conocimientos con una mente joven e inquisitiva. Era un lector incansable, llevaba consigo cajones de libros, que cambiaba por otros en cada puerto. Había dado la vuelta al mundo varias veces, conocía tierras tan extrañas como las descritas en sus fabulosos mapas y había estado a punto de morir tantas veces, que le había perdido el miedo a la vida. Lo más revelador para Diego, acostumbrado a verdades absolutas, fue que ese hombre de mentalidad renacentista dudaba de casi todo aquello que constituía el fundamento intelectual y moral de Alejandro de la Vega, el padre Mendoza y su maestro en la escuela.

A veces a Diego le surgían preguntas sobre los rígidos esquemas martillados en su cerebro desde su nacimiento, pero nunca osó desafiarlos en alta voz. Cuando las reglas le incomodaban demasiado, les quitaba el cuerpo con disimulo, nunca se rebelaba abiertamente. Con Santiago de León se atrevió a hablar de temas que jamás habría tocado con su padre. Descubrió, maravillado, que había un sinfín de maneras diversas de pensar. De León le hizo ver que no sólo los españoles se decían superiores al resto de la humanidad, todos los pueblos sufrían del mismo espejismo; que en la guerra los españoles cometían exactamente las mismas atrocidades que los franceses o cualquier otro ejército: violaban, robaban, torturaban, asesinaban; que cristianos, moros y judíos sostenían por igual que su Dios era el único verdadero y despreciaban otras religiones.

El capitán era partidario de abolir la monarquía e independizar las colonias, dos conceptos revolucionarios para Diego, quien había sido formado en la creencia de que el rey era sagrado y la obligación natural de todo español era conquistar y cristianizar otras tierras. Santiago de León defendía exaltadamente los principios de igualdad, libertad y fraternidad de la Revolución francesa, sin embargo no aceptaba que los franceses hubieran invadido España.

En ese tema dio muestras de feroz patriotismo: prefería ver a su patria sumida en el oscurantismo de la Edad Media, dijo, que ver el triunfo de las ideas modernas, si eran impuestas por extranjeros. No le perdonaba a Napoleón que hubiese obligado al rey de España a abdicar al trono y colocase en su lugar a su hermano, José Bonaparte, a quien el pueblo había apodado Pepe Botella.

– Toda tiranía es abominable, joven -concluyó el capitán-. Napoleón es un tirano. ¿De qué sirvió la revolución si el rey fue reemplazado por un emperador? Los países deben ser gobernados por un consejo de hombres ilustrados, responsables de sus acciones ante el pueblo.

– La autoridad de los reyes es de origen divino, capitán -alegó débilmente Diego, repitiendo palabras de su padre, sin entender bien lo que decía.

– ¿Quién lo asegura? Que yo sepa, joven De la Vega, Dios no se ha pronunciado al respecto.

– Según las Sagradas Escrituras…

– ¿Las ha leído? -lo interrumpió, enfático, Santiago de León-. En ninguna parte dicen las Sagradas Escrituras que los Borbones han de reinar en España o Napoleón en Francia. Además, las Sagradas Escrituras nada tienen de sagradas, fueron escritas por hombres y no por Dios.


Era de noche y ellos paseaban sobre el puente. El mar estaba calmo y entre los crujidos eternos de la nave se escuchaba con nitidez alucinante la flauta de Bernardo buscando a Rayo en la Noche y a su madre en las estrellas.

– ¿Crees que Dios existe? -le preguntó el capitán.

– ¡Por supuesto, capitán!

Santiago de León señaló con un amplio gesto el oscuro firmamento salpicado de constelaciones.

– Si Dios existe, seguramente no se interesa en designar los reyes de cada astro celestial… -dijo.

Diego de la Vega soltó una exclamación de espanto. Dudar de Dios era lo último que se le pasaría por la mente, mil veces más grave que dudar del mandato divino de la monarquía. Por mucho menos que eso la temida Inquisición había quemado a gente en infames hogueras, lo cual no parecía preocupar en lo más mínimo al capitán.

Cansado de ganarles garbanzos y Conchitas con los naipes a los marineros, Diego discurrió asustarlos con historias horripilantes inspiradas en los libros del capitán y los mapas fantásticos, que él enriqueció echando mano de su inagotable imaginación, donde figuraban pulpos gigantescos capaces de destrozar con sus tentáculos a una nave tan grande como la Madre de Dios, salamandras carnívoras del tamaño de ballenas y sirenas que de lejos parecían sensuales doncellas, pero en realidad eran monstruos con lenguas en forma de culebra. Jamás había que aproximarse a ellas, les advirtió, porque tendían sus brazos mórbidos, abrazaban a los incautos, los besaban y entonces sus lenguas mortíferas se introducían por la garganta de la desafortunada víctima y la devoraban por dentro, dejando sólo el esqueleto cubierto de pellejo.

– ¿Habéis visto esas luces que a veces brillan sobre el mar, esas que llaman fuegos fatuos? Sabéis, por supuesto, que anuncian la presencia de los muertos-vivos. Son marineros cristianos que naufragaron en asaltos de piratas turcos. No alcanzaron a obtener la absolución de sus pecados y sus almas no encuentran el camino al purgatorio. Están atrapados en los restos de sus naves al fondo del mar sin saber que ya están muertos. En noches como ésta, esas almas en pena suben a la superficie. Si por desgracia un barco se encuentra por allí, los muertos-vivos trepan a bordo y se roban lo que encuentran, el ancla, el timón, los instrumentos del capitán, los cabos y hasta los mástiles. Eso no es lo peor, amigos, sino que también necesitan marineros. Al que logran atrapar, lo arrastran a las profundidades del océano para que los ayude a rescatar sus barcos y navegar hacia playas cristianas. Espero que eso no nos ocurra en este viaje, pero debemos estar alerta. Si aparecen sigilosas figuras negras, podéis estar seguros de que son los muertos-vivos. Los reconoceréis por las capas que llevan para disimular la sonajera de sus pobres huesos.

Comprobó, encantado, que su elocuencia producía pavor colectivo. Contaba sus cuentos de noche, después de la cena, a la hora en que la gente saboreaba su pinta de ron y masticaba su tabaco, porque en la penumbra le resultaba mucho más fácil erizarles los pelos de espanto.


Después de preparar el terreno durante varios días de espeluznantes narraciones, se aprontó para dar el golpe de gracia. Vestido enteramente de negro, con guantes y la capa de botones toledanos, efectuaba apariciones súbitas y muy breves en los rincones más oscuros. En ese atuendo se tornaba casi invisible de noche, excepto por la cara, pero a Bernardo se le ocurrió cubrírsela con un pañuelo también negro, al que le abrió dos huecos para los ojos.

Varios marineros vieron por lo menos a un muerto-vivo. Se corrió la voz en un instante de que el barco estaba hechizado y culparon a la hija del auditor, quien debía estar endemoniada, puesto que no usaba la bacinilla. Sólo ella podía ser responsable de haber atraído a los espectros. El rumor llegó a la nerviosa solterona y le provocó una jaqueca tan brutal, que el capitán debió aturdiría por dos días con dosis espléndidas de láudano.

Al enterarse de lo ocurrido, Santiago de León reunió a los marineros en el puente y los amenazó con suprimirles el licor y el tabaco a todos por igual si continuaban propagando tonterías. Los fuegos fatuos, dijo, eran un fenómeno natural provocado por gases emanados de la descomposición de algas y las apariciones que creían ver eran sólo producto de la sugestión. Nadie le creyó, pero el capitán impuso orden. Una vez restaurada una semblanza de calma entre su gente, condujo de un ala a Diego a su camarote y a solas le advirtió de que si cualquier muerto-vivo volvía a rondar en la Madre de Dios, no tendría escrúpulos en hacerle propinar una azotaina.

– Tengo derecho de vida o muerte en mi barco, con mayor razón a marcarle las espaldas para siempre. ¿Nos entendemos, joven De la Vega? -le dijo entre dientes, acentuando cada palabra.

Estaba claro como el mediodía, pero Diego no respondió, porque se distrajo observando un medallón de oro y plata, grabado con extraños símbolos, colgado al cuello del capitán. Al percibir que Diego lo había visto, Santiago de León se apresuró a ocultarlo abotonándose la casaca. Fue tan brusca su acción, que el muchacho no se atrevió a preguntarle el significado de la joya. Una vez desahogado, el capitán se suavizó.

– Si tenemos suerte con los vientos y no nos topamos con piratas, este viaje durará seis semanas. Tendrá ocasión de sobra para aburrirse, joven. Le sugiero que en vez de asustar a mi gente con jugarretas infantiles, se dedique a estudiar. La vida es corta, siempre falta tiempo para aprender.


Diego calculó que había leído casi todo lo interesante a bordo y ya dominaba el sextante, los nudos náuticos y las velas, pero asintió sin vacilar, porque tenía otra ciencia en mente. Se dirigió a la sofocante cala del barco, donde el cocinero estaba preparando el postre de los domingos, un budín de melaza y nueces que la tripulación aguardaba toda la semana con ansiedad. Era un genovés que había embarcado en la marina mercante española para escapar de la prisión, donde en justicia debía estar por haber matado de un hachazo a su mujer. Tenía un nombre inadecuado para un navegante: Galileo Tempesta.

Antes de convertirse en cocinero de la Madre de Dios, Tempesta había sido mago y se ganaba la vida recorriendo mercados y ferias con sus trucos de ilusión. Poseía un rostro expresivo, ojos dominantes y manos de virtuoso con dedos como tentáculos. Podía hacer desaparecer una moneda con tal destreza, que a un palmo de distancia era imposible descubrir cómo diablos lo hacía. Aprovechaba los momentos de tregua en sus labores de la cocina para ejercitarse; cuando no estaba manoseando monedas, naipes y dagas, cosía compartimentos secretos en sombreros, botas, forros y puños de chaquetas, para esconder pañuelos multicolores y conejos vivos.

– Me manda el capitán, señor Tempesta, para que me enseñe todo lo que sabe -le anunció Diego a quemarropa.

– No es mucho lo que sé de cocina, joven.

– Me refiero más bien a la magia…

– Eso no se aprende hablando, se aprende haciendo -replicó Galileo Tempesta.


El resto del viaje se dedicó a enseñarle sus trucos por la misma razón que el capitán le contaba sus viajes y le mostraba sus mapas: porque esos hombres nunca habían disfrutado de tanta atención como la que Diego les regalaba. Al término de la travesía, cuarenta y un días más tarde, Diego podía, entre otras proezas inusitadas, tragarse un doblón de oro y extraerlo intacto por una de sus notables orejas.

La Madre de Dios dejó la ciudad de Portobelo y, aprovechando las corrientes del golfo, enfiló hacia el norte bordeando la costa. A la altura de las Bermudas cruzó el Atlántico y unas semanas más tarde se detuvo en las islas Azores a abastecerse de agua y alimentos frescos. El archipiélago de nueve islas volcánicas, pertenecientes a Portugal, era paso obligado de balleneros de varias nacionalidades.

Arribaron a la isla Flores, bien llamada, porque estaba cubierta de hortensias y rosas, justamente un día de fiesta nacional. La tripulación se hartó de vino y de la robusta sopa típica del lugar, luego se divirtió un rato en riñas a puñetazos con balleneros americanos y noruegos, y para completar un fin de semana perfecto salió en masa a participar en la juerga generalizada de los toros.

La población masculina de la isla, más los marineros visitantes, se lanzó delante de los toros por las calles empinadas del pueblo gritando las obscenidades que el capitán Santiago de León prohibía a bordo. Las hermosas mujeres de la localidad, adornadas con flores en el cabello y el escote, avivaban a prudente distancia, mientras el cura y un par de monjas preparaban vendajes y sacramentos para atender a heridos y moribundos.

Diego sabía que cualquier toro es siempre más rápido que el más veloz ser humano, pero como embiste ciego de rabia es posible burlarlo. Había visto tantos en su corta vida que no lo temía demasiado. Gracias a eso salvó por un pelo a Galileo Tempesta cuando un par de cuernos se disponían a ensartarlo por el trasero. El chiquillo corrió a pegarle a la bestia con una varilla para obligarla a cambiar de rumbo, mientras el mago se lanzaba de cabeza a una mata de hortensias, entre aplausos y carcajadas de la concurrencia. Después le tocó el turno a Diego de escapar como gamo, con el toro en los talones.

Aunque hubo un número suficiente de magullados y contusos, nadie murió corneado ese año. Era la primera vez en la historia que eso sucedía y la gente de las Azores no supo si era buen augurio o signo de fatalidad. Eso quedaba por verse. En todo caso, los toros convirtieron a Diego en héroe. Galileo Tempesta, agradecido, le regaló una daga marroquí provista de un resorte disimulado que permitía recoger la hoja dentro del mango.


La nave continuó su travesía por unas semanas más; impulsada por el viento, costeó España pasando frente a Cádiz sin detenerse y enfiló hacia el estrecho de Gibraltar, puerta de acceso al mar Mediterráneo, controlado por los ingleses, aliados de España y enemigos de Napoleón. Siguió sin mayores sobresaltos a lo largo de la costa, sin tocar ningún puerto, y arribó por fin a Barcelona, donde concluía el viaje de Diego y Bernardo.

El antiguo puerto catalán se presentó a sus ojos como un bosque de mástiles y velámenes. Había embarcaciones de las más variadas procedencias, formas y tamaños. Si a los jóvenes les había impactado el pueblito de Panamá, imaginen la impresión que les causó Barcelona. El perfil de la ciudad se recortaba soberbio y macizo contra un cielo de plomo, con sus murallas, campanarios y torreones. Desde el agua parecía una ciudad espléndida, pero esa noche se cerró el cielo y el aspecto de Barcelona cambió. No pudieron descender hasta la mañana siguiente, cuando Santiago de León bajó los botes para transportar a la impaciente tripulación y sus pasajeros. Centenares de chalupas circulaban entre los barcos en un mar grasiento y millares de gaviotas que llenaban el aire con sus graznidos.

Diego y Bernardo se despidieron del capitán, de Galileo Tempesta y los demás hombres de a bordo, que se empujaban por ocupar los botes, apurados como estaban por gastar su paga en licor y mujeres, mientras el auditor sostenía en sus brazos de anciano a su hija, desvanecida a causa de la hediondez en el aire. No era para menos. Al arribar los esperaba un puerto hermoso y bien vivido, pero insalubre, cubierto de basura, por donde pululaban ratas del tamaño de perros entre las piernas de una apurada multitud. Por las acequias abiertas corría el agua servida, donde chapaleaban niños descalzos, y desde las ventanas de los pisos altos tiraban a la calle el contenido de las bacinillas al grito de «¡agua va!». Los transeúntes debían apartarse para no quedar ensopados de orines.


Barcelona, con ciento cincuenta mil habitantes, era una de las ciudades más densamente pobladas del mundo. Encerrada por gruesas murallas, vigilada por el siniestro fuerte de La Ciudadela y atrapada entre el mar y las montañas, no tenía hacia dónde crecer, salvo en altura.

A las casas les agregaban altillos y subdividían las piezas en cuartuchos estrechos, sin ventilación ni agua limpia, donde se hacinaban los inquilinos. Andaban en los muelles extranjeros con diversos atuendos, que se insultaban unos a otros en lenguas incomprensibles, marineros con gorros frigios y loros al hombro, estibadores reumáticos por la faena de acarrear bultos, groseros comerciantes pregonando cecinas y bizcochos, pordioseros hirviendo de piojos y pústulas, perdularios con navajas prontas y ojos desesperados. No faltaban prostitutas de baja estofa, mientras las más empingorotadas se paseaban en carruajes, compitiendo en esplendor con damas distinguidas.

Los soldados franceses andaban en grupos, empujando a los pasantes con las culatas de los mosquetes por el simple afán de provocar. A sus espaldas las mujeres hacían el signo de maldecir con los dedos y escupían el suelo. Sin embargo, nada lograba opacar la elegancia incomparable de la ciudad bañada en la luz plateada del mar. Al pisar el puerto Diego y Bernardo casi se caen al suelo, tal como les ocurrió en la isla Flores, porque habían perdido la costumbre de andar en tierra. Debieron afirmarse uno con otro hasta que pudieron controlar el temblor de las rodillas y enfocaron la vista.

– ¿Y ahora qué hacemos, Bernardo? Estoy de acuerdo contigo en que lo primero será buscar un coche de alquiler y tratar de ubicar la casa de don Tomás de Romeu. ¿Dices que antes debemos recuperar lo que queda de nuestro equipaje? Cierto, tienes razón…

Así se abrieron paso como pudieron, Diego hablando solo y Bernardo un paso detrás, alerta, porque temía que le arrebataran la bolsa a su distraído hermano. Pasaron el sitio del mercado, donde unas mujeronas ofrecían productos del mar, encharcadas en tripas y cabezas de pescado que maceraban en el suelo en una nube de moscas. En eso los interceptó un hombre alto, con perfil de gallinazo, vestido de felpa azul, que a los ojos de Diego debía ser un almirante, a juzgar por los galones dorados de su chaqueta y el tricornio sobre su blanca peluca. Lo saludó con una profunda inclinación, barriendo el empedrado con su sombrero californiano.

– ¿Señor don Diego de la Vega? -inquirió el desconocido, visiblemente desconcertado.

– Para servir a usted, caballero -replicó Diego.

– No soy un caballero, soy Jordi, el cochero de don Tomás de Romeu. Me mandaron a buscarle. Más tarde vendré por su equipaje -aclaró el hombre con una mirada torva, porque pensó que el mocoso de las Indias se burlaba de él.

A Diego se le pusieron las orejas color remolacha y, encasquetándose el sombrero, se dispuso a seguirlo, mientras Bernardo se ahogaba de risa.


Jordi los condujo a un coche algo desportillado con dos caballos, donde los esperaba el mayordomo de la familia. Recorrieron calles tortuosas y empedradas, se alejaron del puerto y pronto llegaron a un barrio de mansiones señoriales. Entraron al patio de la residencia de Tomás de Romeu, un caserón de tres pisos que se alzaba entre dos iglesias. El mayordomo comentó que ya no molestaban los campanazos a horas intempestivas porque los franceses habían quitado los badajos a las campanas como represalia contra los curas, que fustigaban la guerrilla.

Diego y Bernardo, intimidados por el tamaño de la casa, ni cuenta se dieron de cuan venida a menos estaba. Jordi condujo a Bernardo al sector de los sirvientes y el mayordomo guió a Diego por la escalera exterior hasta el piso noble o principal. Atravesaron salones en penumbra eterna y corredores helados, donde colgaban deshilachadas tapicerías y armas del tiempo de las cruzadas. Por fin llegaron a una polvorienta biblioteca, mal iluminada con unos cuantos candiles y un fuego pobretón en la chimenea. Allí aguardaba Tomás de Romeu, quien recibió a Diego con un abrazo paternal, como si le hubiera conocido de siempre.

– Me honra que mi buen amigo Alejandro me haya confiado a su hijo -proclamó-. Desde este instante pertenece a nuestra familia, don Diego. Mis hijas y yo velaremos por su comodidad y contentamiento.


Era un hombre sanguíneo y panzón, de unos cincuenta años, de voz estruendosa, patillas y cejas tupidas. Sus labios se curvaban hacia arriba en una sonrisa involuntaria que dulcificaba su aspecto algo altanero. Fumaba un cigarro y tenía una copa de jerez en la mano. Hizo algunas preguntas de cortesía sobre el viaje y la familia que Diego había dejado en California, y enseguida tiró de un cordón de seda para llamar a campanazos al mayordomo, a quien ordenó en catalán que condujera al huésped a sus habitaciones.

– Cenaremos a las diez. No es necesario vestirse de etiqueta, estaremos en familia -dijo.

Esa noche, en el comedor, una sala inmensa con vetustos muebles que habían servido a varias generaciones, Diego conoció a las hijas de Tomás de Romeu. Le bastó una sola mirada para decidir que Juliana, la mayor, era la mujer más hermosa del mundo. Posiblemente exageraba, pero en todo caso la joven tenía fama de ser una de las beldades de Barcelona, tanto como lo fuera en sus mejores tiempos la célebre madame Récamier en París, según decían. Su porte elegante, sus facciones clásicas y el contraste entre su cabello retinto, su piel de leche y sus ojos verde jade resultaban inolvidables. Sumaban tantos sus pretendientes, que la familia y los curiosos habían perdido la cuenta. Las malas lenguas comentaban que todos habían sido rechazados porque su ambicioso padre esperaba ascender en la escala social casándola con un príncipe. Estaban equivocados, Tomás de Romeu no era capaz de tales cálculos.

Además de sus admirables atributos físicos, Juliana era culta, virtuosa y sentimental, tocaba el arpa con trémulos dedos de hada y hacía obras de caridad entre los indigentes. Cuando apareció en el comedor con su delicado vestido blanco de muselina estilo imperio, recogido debajo de los senos con un lazo de terciopelo color sandía, que exponía el largo cuello y los redondos brazos de alabastro, con zapatillas de raso y una diadema de perlas entre sus negros crespos, Diego sintió que se le doblaban las rodillas y le fallaba el entendimiento. Se inclinó en el gesto de besarle la mano y en el atolondramiento de tocarla la salpicó de saliva. Horrorizado tartamudeó una disculpa mientras Juliana sonreía como un ángel y se limpiaba con disimulo el dorso de la mano en su vestido de ninfa.

Isabel en cambio, era tan poco notable que no parecía de la misma sangre que su deslumbrante hermana. Tenía once años y los llevaba bastante mal, los dientes todavía no se le sentaban en sus sitios y se le asomaban huesos por varios ángulos.

De vez en cuando se le iba un ojo para el lado, lo que le daba una expresión distraída y engañosamente dulce, porque era de carácter más bien salado. Su cabello castaño era una mata rebelde que apenas se podía controlar con un manojo de cintas; el vestido amarillo le quedaba estrecho y, para completar su aspecto de huérfana, llevaba botines. Como diría Diego a Bernardo más tarde, la pobre Isabel parecía un esqueleto con cuatro codos y tenía suficiente pelo para dos cabezas.


Diego le dio apenas una mirada en toda la noche, obnubilado con Juliana, pero Isabel lo observó sin disimulo, haciendo un inventarío riguroso de su traje anticuado, su extraño acento, sus modales tan pasados de moda como su ropa y, por supuesto, sus protuberantes orejas. Concluyó que ese joven de las Indias estaba demente si pretendía impresionar a su hermana, como resultaba obvio por su cómica conducta.

Isabel suspiró pensando que Diego era un proyecto a largo plazo, habría que cambiarlo casi por completo, pero por suerte contaba con buena materia prima: simpatía, un cuerpo bien proporcionado y esos ojos color ámbar.

La cena consistió en sopa de setas, un suculento plato de mar y muntanya, en que el pescado rivalizaba con la carne, ensaladas, quesos y para finalizar crema catalana, todo regado con un tinto de las viñas de la familia. Diego calculó que con esa dieta Tomás de Romeu no llegaría a viejo y sus hijas terminarían gordas como el padre. El pueblo pasaba hambre en España en aquellos años, pero la mesa de la gente pudiente siempre estuvo bien abastecida.

Después de la comida pasaron a uno de los inhóspitos salones, donde Juliana los deleitó hasta pasada la medianoche con el arpa, acompañada a duras penas por los gemidos que Isabel arrancaba de un destemplado clavecín. A esa hora, temprana para Barcelona y tardísima para Diego, llegó Nuria, la dueña, a sugerir a las niñas que debían retirarse. Era una mujer de unos cuarenta años, de recto espinazo y nobles facciones, afeada por un gesto duro y la tremenda severidad de su atuendo. Llevaba un vestido negro con cuello almidonado y una capota del mismo color atada con un lazo de satén bajo el mentón. El roce de sus enaguas, el tintineo de sus llaves y el crujido de sus botas anunciaban su presencia con anticipación. Saludó a Diego con una reverencia casi imperceptible, después de examinarlo de la cabeza a los pies con expresión reprobatoria.

– ¿Qué debo hacer con ese que llaman Bernardo, el indiano de las Américas? -le preguntó a Tomás de Romeu.

– Si fuera posible, señor, desearía que Bernardo compartiera mi habitación. En realidad somos como hermanos -intervino Diego.

– Por supuesto, joven. Dispón lo necesario, Nuria -ordenó De Romeu, algo sorprendido.


Apenas Juliana se fue, Diego sintió el mazazo de la fatiga acumulada y el peso de la cena en el estómago, pero debió permanecer otra hora escuchando las ideas políticas de su anfitrión.

– José Bonaparte es un hombre ilustrado y sincero, con decirle que hasta habla castellano y asiste a las corridas de toros -dijo De Romeu.

– Pero ha usurpado el trono del legítimo rey de España -alegó Diego.

– El rey Carlos IV demostró ser un indigno descendiente de hombres tan notables como algunos de sus antepasados. La reina es frívola, y el heredero, Fernando, un inepto en quien ni sus propios padres confían. No merecen reinar. Los franceses, por otra parte, han traído ideas modernas. Si le permitiesen gobernar a José I, en vez de hacerle la guerra, este país saldría del atraso. El ejército francés es invencible, en cambio el nuestro está en la ruina, no hay caballos, armas, botas, los soldados se alimentan de pan y agua…

– Sin embargo, el pueblo español ha resistido la ocupación por dos años -lo interrumpió Diego.

– Hay bandas de civiles armados conduciendo una guerrilla demente. Son azuzados por fanáticos y por clérigos ignorantes. El populacho lucha a ciegas, no tiene ideas, sólo rencores.

– Me han contado de la crueldad de los franceses.

– Se cometen atrocidades por ambas partes, joven De la Vega. Los guerrilleros no sólo asesinan a los franceses, también a los civiles españoles que les niegan ayuda. Los catalanes son los peores, no se imagina la crueldad de que son capaces. El maestro Francisco de Goya ha pintado esos horrores. ¿Se conoce su obra en América?

– No lo creo, señor.

– Debe ver sus cuadros, don Diego, para comprender que en esta guerra no hay buenos, sólo malos -suspiró De Romeu, y siguió con otros temas hasta que a Diego se le cerraron los ojos.


En los meses siguientes Diego de la Vega tuvo un atisbo de lo volátil y compleja que se había tornado la situación en España y cuan atrasados de noticias estaban en su casa. Su padre reducía la política a blanco y negro, porque así era en California, pero en la confusión de Europa predominaban los tonos de gris. En su primera carta Diego le contó a su padre el viaje y sus impresiones de Barcelona y los catalanes, a quienes describió como celosos de su libertad, explosivos de temperamento, susceptibles en materias de honor y trabajadores como mulas de carga.

Ellos mismos cultivaban la fama de avaros, dijo, pero en confianza eran generosos. Agregó que nada resienten tanto como los impuestos, y mucho más cuando hay que pagárselos a los franceses.

También describió a la familia De Romeu, omitiendo su descabellado amor por Juliana, que podría ser interpretado como un abuso de la hospitalidad recibida. En su segunda carta trató de explicarle los acontecimientos políticos, aunque sospechaba que cuando su padre la recibiera, dentro de varios meses, todo habría cambiado.


Su merced:

Me encuentro bien y estoy aprendiendo mucho, especialmente filosofía y latín en el Colegio de Humanidades. Le complacerá a usted saber que el maestro Manuel Escalante me ha acogido en su Academia y me distingue con su amistad, un honor inmerecido, por cierto. Permítame contarle algo sobre la situación que se vive aquí. Su dilecto amigo, don Tomás de Romeu, es un afrancesado. Hay otros liberales como él, que comparten las mismas ideas políticas, pero detestan a los franceses. Temen que Napoleón convierta a España en satélite de Francia, lo que aparentemente don Tomás de Romeu vería con buenos ojos.

Tal como su merced me lo ordenó, he visitado a su excelencia, doña Eulalia de Callís. Por ella me he enterado de que la nobleza, como la Iglesia católica y el pueblo, espera el regreso del rey Fernando VII, a quien llaman el Deseado. El pueblo, que desconfía por igual de franceses, liberales, nobles y cualquier cambio, se ha propuesto expulsar a los invasores y lucha con lo que tiene a mano: hachas, garrotes, cuchillos, picas y azadones.


Estos temas le resultaban interesantes, no se hablaba de otros en el Colegio de Humanidades y en la casa de Tomás de Romeu, pero no le quitaban el sueño. Estaba ocupado en mil asuntos diferentes, siendo el principal de ellos la contemplación de Juliana. En ese caserón enorme, imposible de iluminar o calentar, la familia usaba sólo algunos salones del piso noble y un ala de la segunda planta. Bernardo sorprendió más de una vez a Diego colgado como una mosca del balcón para espiar a Juliana cuando ella cosía con Nuria o estudiaba sus lecciones.

Las niñas se habían librado del convento, donde se educaban las hijas de familias de postín, gracias a la antipatía de su padre por los religiosos. Decía Tomás de Romeu que tras las celosías de los conventos las pobres doncellas eran pasto de monjas malévolas, que les llenaban la cabeza de demonios, y de clérigos pervertidos, que las manoseaban con el pretexto de confesarlas. Les asignó un tutor, un esmirriado fulano con la cara marcada de viruela, que desfallecía en presencia de Juliana y a quien Nuria vigilaba de cerca, como un halcón. Isabel asistía a las clases, aunque el maestro la ignoraba hasta el punto de que nunca aprendió su nombre.


Juliana se relacionaba con Diego como con un alocado hermano menor. Lo llamaba por el nombre de pila y lo tuteaba, siguiendo el ejemplo de Isabel, quien le dio desde el principio un trato cariñoso e íntimo. Mucho después, cuando a todos se les complicó la vida y pasaron pellejerías juntos, Nuria también lo tuteaba, porque llegó a quererlo como a un sobrino, pero en esa época todavía le decía don Diego, ya que la fórmula familiar sólo se empleaba entre parientes o al dirigirse a una persona inferior.

Juliana pasó semanas sin sospechar que le había roto el corazón a Diego, tal como jamás se dio cuenta de que había hecho lo mismo con su infeliz tutor. Cuando Isabel se lo hizo notar, se echó a reír alborozada; felizmente él no lo supo hasta varios años más tarde.


Le tomó muy poco tiempo a Diego comprender que Tomás de Romeu no era ni tan noble ni tan rico como le pareció al principio. La mansión y sus tierras habían pertenecido a su difunta esposa, única heredera de una familia de burgueses que hizo fortuna en la industria de la seda. Al morir su suegro, Tomás quedó a cargo de los negocios, pero no era persona de grandes iniciativas comerciales y empezó a perder lo heredado. Contrario a la reputación de los catalanes, sabía gastar dinero con donaire, pero no sabía ganarlo. Año a año habían disminuido sus entradas y a ese ritmo pronto se vería obligado a vender su casa y bajar de nivel social.

Entre los numerosos pretendientes de Juliana se contaba Rafael Moncada, un noble de considerable fortuna. Una alianza con él resolvería los problemas de Tomás de Romeu, pero debemos decir en su honra que jamás presionó a su hija para que aceptara a Moncada. Diego calculó que la hacienda de su padre en California valía varias veces más que las propiedades de Tomás de Romeu y se preguntó si Juliana estaría dispuesta a irse con él al Nuevo Mundo. Se lo planteó a Bernardo y éste le hizo ver, en su idioma personal, que si no se apuraba, otro candidato más maduro, guapo e interesante le arrebataría a la doncella.

Acostumbrado a los sarcasmos de su hermano, Diego no se desmoralizó, pero decidió apresurar al máximo su educación. No veía la hora de adquirir dignidad de hidalgo hecho y derecho. Se familiarizó con el catalán, lengua que le parecía muy melodiosa, asistía al Colegio e iba a diario a clases en la Academia de Esgrima para Instrucción de Nobles y Caballeros del maestro Manuel Escalante.


La idea que Diego se había hecho del célebre maestro no coincidía para nada con la realidad. Después de haber estudiado hasta la última coma del manual escrito por Escalante, lo imaginaba como Apolo, un compendio de virtudes y belleza viril. Resultó ser un hombrecillo desagradable, meticuloso, pulcro, de rostro ascético, labios desdeñosos y bigotillo engomado, para quien la esgrima parecía ser la única religión válida. Sus alumnos eran nobles de pura cepa, menos Diego de la Vega, a quien aceptó no tanto por la recomendación de Tomás de Romeu, sino porque pasó con honores el examen de admisión.

En garde, monsieur! -ordenó el maestro.

Diego adoptó la segunda posición: el pie derecho a corta distancia del otro, las puntas formando un ángulo recto, las rodillas algo dobladas, el cuerpo perfilado y a plomo sobre las caderas, la vista al frente, los brazos relajados.

– ¡Cambio de guardia adelante! ¡A fondo! ¡Cambio de guardia atrás! ¡Uñas adentro! ¡Guardia de tercera! ¡Extensión del brazo!

Coupé!

Pronto el maestro dejó de darle instrucciones. De los fingimientos pasaron rápidamente a los acometimientos, estocadas de fondo, tajos y reveses, como una violenta y macabra danza. A Diego se le calentó el ánimo y empezó a batirse como si tuviera la vida en jaque, con un ímpetu cercano a la ira. Escalante sintió que por primera vez en muchos años le corría el sudor por la frente y le empapaba la camisa. Estaba complacido y un esbozo de sonrisa empezaba a perfilarse en sus delgados labios. Jamás prodigaba alabanzas a nadie, pero quedó impresionado con la velocidad, precisión y fuerza del joven.

– ¿Dónde dice haber aprendido esgrima, caballero? -preguntó después de cruzar los floretes con él durante unos minutos.

– Con mi padre, en California, maestro.

– ¿California?

– Al norte de México…

– No es necesario explicármelo, he visto un mapa -le interrumpió secamente Manuel Escalante.

– Perdone, maestro. He estudiado su libro y he practicado durante años… -balbuceó Diego.

– Ya lo veo. Es un alumno aprovechado, según parece. Le falta controlar la impaciencia y adquirir elegancia. Tiene el estilo de un corsario, pero eso puede remediarse. Primera lección: calma. Jamás se debe combatir con rabia. La firmeza y estabilidad del acero dependen de la ecuanimidad del espíritu. No lo olvide. Lo recibiré de lunes a sábado a las ocho de la mañana en punto; si falta una sola vez, no es necesario que regrese. Buenas tardes, caballero.


Con eso lo despidió. Diego tuvo que controlarse para no chillar de alegría, pero una vez en la calle daba saltos en torno a Bernardo, quien le esperaba en la puerta junto a los caballos.

– Nos convertiremos en los mejores espadachines del mundo, Bernardo. Sí, hermano, me oíste bien, aprenderás lo mismo que yo. Estoy de acuerdo, el maestro no te aceptará, es muy quisquilloso. Si supiera que tengo un cuarto de sangre india me sacaría a bofetadas de su academia. Pero no te preocupes, pienso enseñarte todo lo que aprenda. Dice el maestro que me falta estilo. ¿Qué será eso?


Manuel Escalante cumplió la promesa de pulir a Diego y éste cumplió la suya de traspasar sus conocimientos a Bernardo. Practicaban esgrima a diario en uno de los grandes salones vacíos de la casa de Tomás de Romeu, casi siempre con Isabel. Según Nuria, esa niña tenía una curiosidad satánica por cosas de hombres, pero encubría sus travesuras porque la había criado desde que perdió a su madre al nacer.

Isabel consiguió que Diego y Bernardo le enseñaran a manejar el florete y a montar a horcajadas a caballo, como hacían las mujeres en California. Con el manual del maestro Escalante pasaba horas practicando sola frente a un espejo, ante la mirada paciente de su hermana y de Nuria, que bordaban tapicerías con punto de cruz. Diego se resignó a la compañía de la chiquilla por interés: ella lo convenció de que podía interceder en su favor ante Juliana, cosa que no hizo jamás. Bernardo, en cambio, siempre daba muestras de estar encantado con su presencia.


Bernardo ocupaba un lugar impreciso en la jerarquía de la casa, donde vivían alrededor de ochenta personas entre sirvientes, empleados, secretarios y allegados, como se les decía a los parientes pobres que Tomás de Romeu albergaba bajo su techo. Dormía en una de las tres habitaciones puestas a disposición de Diego, pero no tenía acceso a los salones de la familia, salvo que fuese convocado, y comía en la cocina.

Carecía de función determinada y le sobraba tiempo para recorrer la ciudad.

Llegó a conocer a fondo los diferentes rostros de la bulliciosa Barcelona, desde las mansiones señoriales de los nobles de Cataluña, hasta los hacinados cuartos llenos de ratas y piojos del bajo pueblo, donde inevitablemente se desataban riñas y epidemias; desde el antiguo barrio de la catedral, construido sobre ruinas romanas, con su laberinto de tortuosas callejuelas por donde apenas pasaba un burro, hasta los mercados populares, las tiendas de los artesanos, las ventas de baratijas de los turcos y los muelles, siempre atestados por una variopinta multitud.

Los domingos, a la salida de misa, se quedaba vagando cerca de las iglesias para admirar a los grupos que bailaban delicadas sardanas, que le parecían un reflejo perfecto de la solidaridad, el orden y la falta de ostentación de los barceloneses.

Como Diego, aprendió catalán, para enterarse de lo que ocurría a su alrededor. Se empleaban castellano y francés para el gobierno y en alta sociedad, latín para asuntos académicos y religiosos, catalán para el resto. El silencio y el aire de dignidad que emanaba le ganaron el respeto de la gente de la casa. La servidumbre, que lo llamaba cariñosamente el indiano, no averiguó si era sordo o no, asumió que lo era y por lo tanto hablaba delante de él sin cuidarse, eso le permitía averiguar muchas cosas.

Tomás de Romeu no se dio nunca por enterado de su existencia, para él los criados eran invisibles. A Nuria le intrigaba el hecho de que fuese indio, el primero que veía cara a cara. Creyendo que no le entendía, durante los primeros días se dirigía a él con morisquetas de simio y gestos teatrales, pero cuando supo que no era sordo empezó a hablarle. Y apenas se enteró de que era bautizado le tomó simpatía. Nunca había tenido un oyente más atento.

Segura de que Bernardo no podía traicionar sus confidencias, inició la costumbre de contarle sus sueños, verdaderas epopeyas fantásticas, y de invitarlo a oír las lecturas en voz alta de Juliana a la hora del chocolate. Por su parte, Juliana se dirigía a él con la misma suavidad que prodigaba a todo el mundo. Entendió que no era criado de Diego, sino su hermano de leche, pero no hizo el esfuerzo de comunicarse con él porque supuso que no tenían mucho que decirse.

Para Isabel, en cambio, Bernardo se convirtió en el mejor amigo y aliado. Aprendió el lenguaje de señas de los indios y a interpretar las inflexiones de su flauta, pero nunca pudo participar en los diálogos telepáticos que éste mantenía sin esfuerzo con Diego. En todo caso, como no necesitaban palabras, se entendían perfectamente. Llegaron a quererse tanto, que con los años Isabel se disputaría con Diego el segundo lugar en el corazón de Bernardo. El primer lugar lo tuvo siempre Rayo en la Noche.


En la primavera, cuando el aire de la ciudad olía a mar y a flores, salían las estudiantinas a deleitar con música la noche y los enamorados a ofrecer serenatas, vigilados a la distancia por los soldados franceses, porque incluso esa inocente diversión podía ocultar siniestros propósitos de la guerrilla. Diego ensayaba canciones en su mandolina, pero habría sido ridículo instalarse bajo la ventana de Juliana a darle serenata viviendo en la misma casa. Quiso acompañarla en los conciertos de arpa después de la cena, pero ella era una verdadera virtuosa y él tan chapucero en su instrumento como Isabel lo era en el clavecín, de modo que las veladas dejaban a los oyentes con migraña.

Debió limitarse a entretenerla con los trucos de magia aprendidos de Galileo Tempesta, ampliados y perfeccionados por meses de práctica.


El día en que se tragó la daga marroquí de Galileo Tempesta, a Juliana le dio un soponcio y estuvo a punto de caer al suelo, mientras Isabel examinaba el arma buscando el resorte que ocultaba el filo en el mango. Nuria advirtió a Diego que si volvía a intentar semejante artimaña de nigromante en presencia de sus niñas, ella misma le metería aquel cuchillo de turco por el gaznate.

En las primeras semanas la mujer le había declarado una sorda guerra de nervios a Diego, porque de alguna manera averiguó que era mestizo. Le pareció el colmo que su amo aceptara en la intimidad de la familia a ese joven que no era de buena sangre y además tenía el desparpajo de enamorarse de Juliana. Sin embargo, apenas Diego se lo propuso, conquistó el árido corazón de la dueña con sus pequeñas atenciones, un mazapán, una estampa de santos, o una rosa que surgía por obra de magia de su puño. Aunque ella siguió contestándole con respingos y sarcasmos, no podía evitar reírse con disimulo cuando él la provocaba con alguna payasada.


Una noche Diego se llevó el mal rato de oír a Rafael Moncada dar una serenata en la calle, acompañado por un conjunto de varios músicos. Comprobó, indignado, que su rival no sólo poseía una voz acariciante de tenor, sino que además cantaba en italiano. Trató de ridiculizarlo ante los ojos de Juliana, pero su estrategia no resultó, porque por primera vez ella pareció conmovida por un avance de Moncada. Ese hombre inspiraba en la joven sentimientos confusos, una mezcla de desconfianza instintiva y de recatada curiosidad. En su presencia se sentía afligida y desnuda, pero también le atraía la seguridad que emanaba de él.

No le gustaba el gesto de desdén o crueldad que a veces sorprendía en su rostro, gesto que no correspondía a la generosidad con que distribuía monedas entre los mendigos apostados a la salida de misa.

En cualquier caso, el galán tenía veintitrés años y llevaba meses cortejándola; pronto habría que darle una respuesta. Moncada era rico, de linaje impecable y causaba buena impresión en todos, menos en su hermana Isabel, quien lo detestaba sin disimulo ni explicación. Había sólidos argumentos en favor de ese pretendiente, sólo la frenaba un inexplicable presentimiento de desgracia.

Entretanto él continuaba su asedio con delicadeza, temeroso de que al menor apremio ella se espantara. Se veían en la iglesia, en conciertos y obras de teatro, en paseos, en parques y calles. Con frecuencia él le hacía llegar regalos y tiernas misivas, pero nada comprometedor. No había conseguido que Tomás de Romeu lo invitara a su casa ni que su tía Eulalia de Callís aceptara incluir a los De Romeu entre sus contertulios. Ella le había manifestado, con su firmeza habitual, que Juliana era una pésima elección. «Su padre es un traidor, un afrancesado, esa familia no tiene rango ni fortuna, nada que ofrecer», fue su lapidario juicio.

Pero Moncada tenía a Juliana en la mira desde hacía tiempo, la había visto florecer y había determinado que era la única mujer digna de él. Pensaba que con el tiempo su tía Eulalia cedería ante las innegables virtudes de la joven, todo era cuestión de manejar el asunto con diplomacia. No estaba dispuesto a renunciar a Juliana, pero tampoco a su herencia, y nunca dudó de que conseguiría ambas.


Rafael Moncada no tenía edad para serenatas y era demasiado orgulloso para ese tipo de exhibición, pero encontró la forma de hacerlo con humor. Cuando Juliana se asomó al balcón, lo vio disfrazado de príncipe florentino, de brocado y seda de la cabeza a los pies, con jubón adornado de piel de nutria, plumas de avestruz en el sombrero y un laúd en las manos. Varios mozos lo alumbraban con elegantes faroles de cristal y a su lado los músicos, ataviados como pajes de opereta, arrancaban melódicos acordes a sus instrumentos. Lo mejor del espectáculo fue, sin duda, la voz extraordinaria de Moncada.

Oculto detrás de una cortina, Diego soportó la humillación, sabiendo que Juliana estaba en su balcón comparando esos trinos perfectos de Moncada con la vacilante mandolina con que él intentaba impresionarla.

Estaba mascullando maldiciones a media voz, cuando llegó Bernardo a indicarle que lo siguiera y que se armara de su espada. Lo condujo a la planta de los criados, donde Diego no había puesto aún los pies, a pesar de que hacía casi un año que vivía en esa casa, y de allí a la calle por una portezuela de servicio. Pegados a la pared llegaron sin ser vistos hasta el sitio donde se había apostado su rival a lucirse con sus baladas en italiano. Bernardo señaló un portal a la espalda de Moncada, y entonces Diego sintió que la furia se le transformaba en diabólica satisfacción, porque no era su rival quien cantaba, sino otro hombre escondido en las sombras.


Diego y Bernardo esperaron el fin de la serenata. El grupo se dispersó, partiendo en un par de coches, mientras el último mozo entregaba unas monedas al verdadero tenor. Después de asegurarse de que el cantante estaba solo, los jóvenes lo interceptaron sorpresivamente. El desconocido lanzó un siseo de serpiente y quiso echar mano del cuchillo corvo que llevaba listo en la cintura, pero Diego le puso la punta de su espada en el cuello. El hombre retrocedió con pasmosa agilidad, pero Bernardo le metió una zancadilla y lo tiró al suelo. Una blasfemia escapó de sus labios cuando sintió otra vez la punta del acero de Diego picoteándole el pescuezo. A esa hora la luz en la calle provenía de una luna tímida y de los faroles de la casa, suficiente para ver que se trataba de un gitano moreno y fuerte, puro músculo, fibra y hueso.

– ¿Qué demonios quieres de mí? -le espetó, insolente, con una expresión feroz.

– Tu nombre, nada más. Puedes quedarte con ese dinero mal habido -replicó Diego.

– ¿Para qué quieres mi nombre?

– ¡Tu nombre! -exigió Diego, presionando la espada hasta arrancarle unas gotas de sangre.

– Pelayo -dijo el gitano.

Diego retiró el acero y el hombre dio un paso atrás y enseguida desapareció en las sombras de la calle, con el sigilo y la velocidad de un felino.

– Recordemos ese nombre, Bernardo. Creo que volveremos a toparnos con este bellaco. No puedo decirle nada de esto a Juliana, porque pensará que lo hago por mezquindad o celos. Debo encontrar otra forma de revelarle que esa voz no es de Moncada. ¿Se te ocurre algo? Bueno, cuando se te ocurra me lo dices -concluyó Diego.


Uno de los visitantes asiduos de la casa de Tomás de Romeu era el encargado de los asuntos de Napoleón en Barcelona, el caballero Roland Duchamp, conocido como el Chevalier. Era la sombra gris detrás de la autoridad oficial; más influyente, según decían, que el mismísimo rey José I. Napoleón le había ido quitando poder a su hermano, porque ya no lo necesitaba para perpetuar la dinastía Bonaparte, ahora tenía un hijo, un enclenque bebé apodado el Aguilucho y agobiado desde temprana edad con el título de rey de Roma.

El Chevalier manejaba una vasta red de espías que le informaban de los planes de sus enemigos aun antes de que éstos los formularan. Tenía rango de embajador, pero en realidad le rendían cuenta incluso los altos mandos del ejército. Su vida en esa ciudad, donde los franceses eran detestados, no era agradable. La alta sociedad le hacía el vacío, aunque él halagaba a las familias acaudaladas con bailes, recepciones y obras de teatro, tanto como procuraba ganarse a la chusma repartiendo pan y autorizando corridas de toros, que antes estuvieron prohibidas. Nadie quería aparecer como afrancesado.

Los nobles, como Eulalia de Callís, no se atrevían a quitarle el saludo pero tampoco aceptaban sus invitaciones. Tomás de Romeu, en cambio, se honraba con su amistad, porque admiraba todo lo que venía de Francia, desde sus ideas filosóficas y su refinamiento, hasta el mismo Napoleón, a quien comparaba con Alejandro Magno. Sabía que el Chevalier estaba vinculado con la policía secreta, pero no daba crédito a los rumores de que era responsable de torturas y ejecuciones en La Ciudadela. Le parecía imposible que una persona tan fina y culta se mezclara en las barbaridades que se atribuían a los militares. Discutían de arte, de libros, de los nuevos descubrimientos científicos, de los avances de la astronomía; comentaban la situación de las colonias en América, como Venezuela, Chile y otras, que habían declarado su independencia.


Mientras los dos caballeros compartían horas placenteras con sus copas de coñac francés y sus cigarros cubanos, Agnés Duchamp, la hija del Chevalier, se entretenía con Juliana leyendo novelas francesas a espaldas de Tomás de Romeu, quien jamás habría consentido tales lecturas. Se afligían a muerte con los amores contrariados de los personajes y suspiraban de alivio con los finales felices. El romanticismo aún no estaba de moda en España, y antes de la aparición de Agnés en su vida, Juliana sólo tenía acceso a ciertos autores clásicos de la biblioteca familiar, seleccionados por su padre con criterio didáctico.

Isabel y Nuria asistían a las lecturas. La primera se burlaba pero no perdía palabra, y Nuria lloraba a lágrima viva. Le habían aclarado que nada de eso sucedía en la realidad, eran sólo mentiras del autor, pero no lo creía. Las desgracias de los personajes llegaron a preocuparla de tal manera, que las jóvenes cambiaban el argumento de las novelas para no amargarle la existencia. La dueña no sabía leer, pero sentía un respeto sacramental por todo material impreso. Compraba con su salario unos folletos ilustrados con vidas de mártires, verdaderos compendios de salvajadas, que las niñas debían leerle una y otra vez. Estaba segura de que todos ellos eran desdichados compatriotas supliciados por los moros en Granada. Era inútil explicarle que el coliseo romano quedaba donde su nombre lo indica, en Roma.

También estaba convencida, como buena española, de que Cristo murió en la cruz por la humanidad en general, pero por España en particular. Para ella lo más imperdonable de Napoleón y los franceses era su condición de ateos, por eso salpicaba con agua bendita el sillón que había ocupado el Chevalier después de cada visita. Explicaba el hecho de que su amo tampoco creyera en Dios como una consecuencia de la muerte prematura de su esposa, la madre de las niñas. Estaba segura de que don Tomás padecía una condición temporal; en su lecho de muerte recobraría el juicio y clamaría por un confesor que le perdonara sus pecados, como a fin de cuentas hacían todos, por muy ateos que se declararan en salud.


Agnés era menuda, risueña y vivaz, con un cutis diáfano, mirada maliciosa y hoyuelos en mejillas, nudillos y codos. Las novelas la habían madurado antes de tiempo, y a una edad en que otras niñas no salían de sus casas, ella hacía vida de mujer adulta. Usaba la moda más atrevida de París para acompañar a su padre a los eventos sociales. Asistía a los bailes con el vestido mojado, para que la tela se le pegara al cuerpo y nadie dejara de apreciar sus caderas redondas y sus pezones de virgen atrevida.

Desde el primer encuentro se fijó en Diego, quien durante ese año dejó atrás los sinsabores de la adolescencia y pegó un estirón de potrillo; medía tanto como Tomás de Romeu y, mediante la contundente dieta catalana y los mimos de Nuria, había ganado peso, que mucha falta le hacía. Sus facciones se asentaron en forma definitiva y, por sugerencia de Isabel, llevaba el pelo cortado como melena para taparse las orejas.

A Agnés le parecía que no estaba nada de mal, era exótico, podía imaginarlo en los territorios salvajes de las Américas, rodeado de indios sumisos y desnudos. No se cansaba de interrogarlo sobre California, que confundía con una isla misteriosa y caliente, como aquélla donde había nacido la inefable Josefina Bonaparte, a quien ella procuraba imitar con sus vestidos translúcidos y su aroma de violetas. La había conocido en París, en la corte de Napoleón, cuando ella era una niña de diez años.

Mientras el emperador estaba ausente en alguna guerra, Josefina había distinguido al chevalier Duchamp con una amistad casi amorosa. A Agnés le quedó grabada en la memoria la imagen de esa mujer, que sin ser joven ni bella lo parecía por su forma ondulante de caminar, su voz somnolienta y su fragancia efímera. De eso hacía más de cuatro años. Josefina ya no era la emperatriz de Francia; Napoleón la había reemplazado por una insípida princesa austriaca cuya única gracia, según Agnés, era que tuvo un hijo. ¡Qué ordinaria es la fertilidad!

Al enterarse de que Diego era el único heredero de Alejandro de la Vega, dueño de un rancho del tamaño de un pequeño país, no le costó nada imaginarse convertida en la castellana de aquel fabuloso territorio. Esperó el momento apropiado y le susurró, detrás de su abanico, que fuera a visitarla para que pudieran conversar a solas, ya que en casa de Tomás de Romeu siempre estaban vigilados por Nuria; en París nadie tenía dueña, esa costumbre era el colmo de lo anticuado, agregó. Para sellar la invitación le entregó un pañuelo de hilo y encaje con su nombre completo bordado por las monjas y perfumado de violetas.

Diego no supo qué contestarle. Durante una semana trató de dar celos a Juliana hablándole de Agnés y agitando el pañuelo en el aire, pero le salió el tiro por la culata, porque la bella se ofreció amablemente para ayudarlo en sus amores. Además, Isabel y Nuria se burlaron de él sin misericordia, de modo que acabó tirando el pañuelo a la basura. Bernardo lo recogió y lo guardó, fiel a su teoría de que todo puede servir en el futuro.


Diego se topaba a menudo con Agnés Duchamp, porque la muchacha se había convertido en visitante asidua de la casa. Era menor que Juliana, pero la dejaba atrás en viveza y experiencia. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, Agnés no se habría rebajado a cultivar una amistad con una muchacha tan sencilla como Juliana, pero la posición de su padre le había cerrado muchas puertas y privado de amigas. Además, Juliana tenía a su favor su fama de hermosura y, aunque en principio Agnés evitaba ese tipo de competencia, pronto se dio cuenta de que el solo nombre de Juliana de Romeu atraía el interés de los caballeros y de refilón ella se beneficiaba.

Para escapar de las insinuaciones sentimentales de Agnés Duchamp, que iban aumentando en intensidad y frecuencia, Diego trató de cambiar la imagen que la joven se había formado de él. Nada de rico y bravo ranchero galopando con la espada al cinto en los valles de California; en vez comentaba unas supuestas cartas de su padre que anunciaban, entre otras calamidades, la inminente ruina económica de la familia. No sabía en ese momento cuan cerca de la verdad estarían esas mentiras dentro de pocos años. Para rematar, imitaba los modales deliciosos y los pantalones ajustados del profesor de danza de Juliana e Isabel. A las miradas novelescas de Agnés respondía con remilgos y súbitos dolores de cabeza, hasta que plantó en la joven la sospecha de que era algo afeminado.

Este juego de dobleces calzaba perfecto con su personalidad histriónica. «¿Para qué te haces el idiota?», le preguntó más de una vez Isabel, quien desde el comienzo lo trató con una franqueza rayana en la brutalidad. Juliana, distraída como siempre estaba en su mundo novelesco, nunca se dio por aludida de cómo cambiaba Diego en presencia de Agnés. Comparada con Isabel, para quien los actos teatrales de Diego resultaban transparentes, Juliana era de una inocencia desconsoladora.


Tomás de Romeu inició la costumbre de invitar a Diego a beber un bajativo con el Chevalier después de cenar porque se dio cuenta de que éste se interesaba en su joven huésped. El Chevalier preguntaba por las actividades de los estudiantes del Colegio de Humanidades, por las tendencias políticas de la juventud, por los rumores de la calle y de la servidumbre, pero Diego conocía su reputación y se cuidaba mucho en las respuestas. Si contaba la verdad podía poner en aprietos a más de alguno, sobre todo a sus compañeros y profesores, enemigos encarnizados de los franceses, aunque la mayoría estaba de acuerdo con las reformas impuestas por ellos.

Como precaución, fingió ante el Chevalier los mismos modales afectados y cerebro de mosquito que adoptaba con Agnés Duchamp, con tanto éxito, que éste acabó por considerarlo un mequetrefe sin espinazo. Al francés le costaba entender el interés de su hija por De la Vega. A su parecer la hipotética fortuna del joven no compensaba su abrumadora frivolidad. El Chevalier era un hombre de hierro, de otro modo no habría podido estrangular a Cataluña como lo hacía, y se fastidió pronto con las trivialidades de Diego. Dejó de interrogarlo y a veces hacía comentarios en su presencia que, si hubiera tenido mejor opinión de él, los habría evitado.

– Al venir ayer de Gerona, vi cuerpos cortados en pedazos colgando de los árboles o ensartados en picas por los guerrilleros. Los buitres se daban un festín. No he logrado quitarme la pestilencia de encima… -comentó el Chevalier.

– ¿Cómo sabe que fue obra de guerrilleros y no de soldados franceses? -preguntó Tomás de Romeu.

– Estoy bien informado, amigo mío. En Cataluña la guerrilla es feroz. Por esta ciudad pasan millares de armas de contrabando, hay arsenales hasta en los confesionarios de las iglesias. Los guerrilleros cortan las rutas de suministro y la población pasa hambre porque no llegan verduras ni pan.

– Que coman bizcocho, entonces -sonrió Diego, imitando la célebre frase de la reina María Antonieta, mientras se echaba un bombón de almendras a la boca.

– La situación es sería, no se presta a chistes, joven -replicó el Chevalier, molesto-. Desde mañana estará prohibido llevar faroles en la noche, porque se sirven de ellos para hacer señales, y el uso de la capa, porque debajo ocultan trabucos y puñales. ¡Con decirles, caballeros, que existen planes para infectar con viruela a las prostitutas que sirven a las tropas francesas!

– ¡Por favor, chevalier Duchamp! -exclamó Diego con aire escandalizado.

– Mujeres y curas ocultan armas en la ropa y emplean a los niños para llevar mensajes y encender polvorines. Tendremos que allanar el hospital, porque esconden armas bajo las cobijas de supuestas parturientas.


Una hora más tarde Diego de la Vega se las había arreglado para advertir al director del hospital de que los franceses llegarían de un momento a otro. Gracias a la información que le facilitaba el Chevalier, logró salvar a más de un compañero del Colegio de Humanidades o vecino en peligro. Por otra parte, le hizo llegar una nota anónima al Chevalier cuando supo que habían envenenado el pan destinado a un cuartel. Su intervención frustró el atentado y salvó a treinta soldados enemigos.

Diego no estaba seguro de sus razones; detestaba toda forma de traición y perfidia, además le gustaba el juego y el riesgo. Sentía la misma repugnancia por los métodos de los guerrilleros que por los de las tropas de ocupación.

– Es inútil buscar justicia en este caso, Bernardo, porque no la hay por ninguna parte. Sólo podemos evitar más violencia. Estoy harto de tanto horror, tantas atrocidades. Nada hay de noble o glorioso en la guerra -le comentó a su hermano.


La guerrilla hostigaba sin tregua a los franceses y enardecía al pueblo. Campesinos, horneros, albañiles, artesanos, comerciantes, gente común y corriente durante el día, peleaba por la noche. La población civil los protegía, les facilitaba abastecimiento, información, correos, hospitales y cementerios clandestinos. La tenaz resistencia popular desgastaba a las tropas de ocupación, pero también tenía al país en ruinas, porque al lema español de «guerra y cuchilla», los franceses respondían con idéntica crueldad.

Las lecciones de esgrima constituían la actividad más importante para Diego y jamás llegó tarde a una clase porque sabía que el maestro lo despacharía para siempre. A las ocho menos cuarto se apostaba en la puerta de la academia, cinco minutos después un criado le abría y a las ocho clavadas estaba con el florete en la mano frente a su maestro. Al término de la lección éste solía invitarlo a quedarse unos minutos más y conversaban sobre la nobleza del arte de la esgrima, el orgullo de ceñir la espada, las glorias militares de España, la imperiosa necesidad de todo caballero con pundonor de batirse a duelo en defensa de su nombre, aunque los duelos estaban prohibidos.

De esos temas derivaron hacia otros más profundos y ese hombrecillo soberbio, con la apariencia almidonada y puntillosa de un petimetre, susceptible hasta rayar en el absurdo cuando se trataba de la propia honra y dignidad, fue revelando el otro lado de su carácter.


Manuel Escalante era hijo de un comerciante, pero se salvó de un destino modesto, como el de sus hermanos, porque era un genio con la espada. La esgrima lo elevó de rango, le permitió inventar una nueva personalidad y recorrer Europa rozándose con nobles y caballeros. Su obsesión no eran las estocadas históricas ni los títulos de nobleza, como parecía a simple vista, sino la justicia. Adivinó que Diego compartía su mismo desvelo, aunque por ser demasiado joven aún no sabía nombrarlo. Entonces sintió que por fin su vida tenía un propósito elevado: guiar a ese joven para que siguiera sus pasos, convertirlo en paladín de causas justas.

Había enseñado esgrima a cientos de caballeros, pero ninguno había probado ser digno de esa distinción. Carecían de la llama incandescente que reconoció de inmediato en Diego, porque él también la tenía. No quiso dejarse llevar por el entusiasmo inicial, decidió conocerlo mejor y ponerlo a prueba antes de hacerlo partícipe de sus secretos. En esas breves conversaciones a la hora del café, lo tanteó. Diego, siempre dispuesto a abrirse, le contó, entre otras cosas, de su infancia en California, la travesura del oso con el sombrero, el ataque de los piratas, la mudez de Bernardo y aquella ocasión en que los soldados quemaron la aldea de los indios. Le temblaba la voz al recordar cómo ahorcaron al anciano jefe de la tribu, azotaron a los hombres y se los llevaron a trabajar para los blancos.


En una de sus visitas de cortesía al palacete de Eulalia de Callís, Diego se encontró con Rafael Moncada. Visitaba a la dama de vez en cuando, por encargo de sus padres más que por propia iniciativa. La residencia quedaba en la calle Santa Eulalia y al principio Diego creyó que habían nombrado la calle por esa señora. Pasó un año antes de que averiguara quién era la mítica Eulalia, santa predilecta de Barcelona, virgen martirizada, a quien según la leyenda le cortaron los senos y la hicieron rodar dentro de un tonel con trozos de vidrio, antes de crucificarla.

La propiedad de la antigua gobernadora de California era una de las joyas arquitectónicas de la ciudad y su interior estaba decorado con un lujo excesivo, que chocaba a los sobrios catalanes, para quienes la ostentación era signo indudable de mal gusto. Eulalia había vivido mucho tiempo en México y se había contagiado del recargamiento barroco.

En su corte privada había varios centenares de personas, que vivían básicamente del cacao. Antes de morir de un patatús en México, el marido de doña Eulalia estableció un negocio en las Antillas para abastecer las chocolaterías de España, y eso incrementó la fortuna de la familia. Los títulos de Eulalia no eran ni muy antiguos ni muy impresionantes, pero su dinero compensaba generosamente lo que le faltaba en alcurnia.

Mientras la nobleza perdía sus rentas, privilegios, tierras y prebendas, ella seguía enriqueciéndose gracias al inacabable río aromático de chocolate que fluía de América directo a sus arcas. En otros tiempos los nobles de más prosapia, aquellos que podían acreditar sangre azul anterior a 1400, habrían despreciado a Eulalia, que pertenecía a la plebe nobiliaria, pero ya no estaba la situación como para remilgos aristocráticos. Ahora contaba el dinero, más que el linaje, y ella tenía mucho.

Otros terratenientes se quejaban de que sus campesinos se negaban a pagar impuestos y rentas, pero ella no padecía ese problema, porque contaba con un selecto grupo de valentones encargado de cobrar. Además, la mayor parte de sus ingresos provenía del extranjero. Eulalia llegó a ser uno de los personajes más conspicuos de la ciudad. Se desplazaba siempre, incluso cuando iba a la iglesia, con un séquito de criados y perros en varios carruajes. Su servidumbre usaba librea celeste con sombreros empenachados que ella misma diseñó inspirándose en la ópera.

Con los años subió de peso y perdió originalidad, se había convertido en una matriarca enlutada, glotona, rodeada de curas, beatas y perros chihuahua, unos animales que parecían ratones pelados y se orinaban en las cortinas. Se había emancipado por completo de las buenas pasiones que la atormentaran en su espléndida juventud, cuando se pintaba el cabello de colorado y se bañaba en leche. Ahora sus intereses se reducían a defender su linaje, vender chocolate, asegurarse un sitio en el paraíso después de la muerte y propiciar por todos los medios posibles la vuelta de Fernando VII al trono de España. Aborrecía las reformas liberales.


Por órdenes de su padre y en agradecimiento por lo bien que esa dama se había portado con Regina, su madre, Diego de la Vega se hizo el propósito de visitarla cada cierto tiempo, a pesar de que esa obligación le pesaba como un sacrificio. No tenía qué hablar con la viuda, salvo cuatro frases corteses de rigor, y nunca sabía el orden en que correspondía usar las cucharillas y tenedores de su mesa. Sabía que Eulalia de Callís detestaba a Tomás de Romeu por dos razones de peso: primera, por su condición de afrancesado, y segunda, por ser el padre de Juliana, de quien desgraciadamente Rafael Moncada, su sobrino predilecto y principal heredero, estaba enamorado. Eulalia había visto a Juliana en misa y debía admitir que no era fea, pero ella tenía planes mucho más ambiciosos para su sobrino. Estaba negociando discretamente una alianza con una de las hijas del duque de Medinaceli. El deseo de evitar que Rafael se casara con Juliana era lo único que Diego tenía en común con la dama.


En su cuarta visita al palacete de doña Eulalia, varios meses después del incidente de la serenata bajo la ventana de Juliana, Diego tuvo ocasión de conocer mejor a Rafael Moncada. Se había topado con él algunas veces en eventos sociales y deportivos, pero aparte de saludarse con una inclinación de cabeza, no tenían relación. Moncada consideraba que Diego era un mozalbete carente de interés, cuya única gracia consistía en vivir bajo el mismo techo de Juliana de Romeu. No había otra razón para distinguirlo sobre el dibujo de la alfombra.

Esa noche Diego se sorprendió al ver que la mansión de doña Eulalia estaba iluminada a profusión y docenas de carrozas se alineaban en los patios. Hasta entonces ella sólo lo había invitado a tertulias de artistas y a una cena íntima, en que lo interrogó sobre Regina. Diego creía que se avergonzaba de él, no tanto por venir de las colonias, sino por ser mestizo. Eulalia había tratado muy bien a su madre en California, a pesar de que Regina tenía más de india que de blanca, pero desde que vivía en España se le había contagiado el desprecio por la gente del Nuevo Mundo. Se decía que, debido al clima y a la mezcla con indígenas, los criollos tenían una predisposición natural a la barbarie y la perversión.

Antes de presentarlo a sus selectas amistades, Eulalia quiso tener una idea cabal de él. No quería llevarse un chasco, por eso se aseguró de que fuese blanco en apariencia, anduviese bien vestido y tuviese modales adecuados.


En esa ocasión Diego fue conducido a un salón espléndido, donde se reunía lo más selecto de la nobleza catalana, presidida Por la matriarca, siempre de terciopelo negro, como luto perenne por Pedro Fages, y chorreada de diamantes, instalada en un sillón baldaquín de obispo. Otras viudas se enterraban en vida bajo un velo oscuro que las cubría de la toca hasta los codos, pero no era su caso. Eulalia desplegaba sus joyas sobre una opulenta pechuga de gallina bien nutrida.

El escote dejaba ver el nacimiento de unos senos enormes y mórbidos, como melones de pleno verano, de los que Diego no lograba despegar la vista, mareado por el brillo de los diamantes y la abundancia de la carne. La dama le pasó una mano gordinflona, que él besó como correspondía, le preguntó por sus padres y, sin aguardar la respuesta, lo despachó con un gesto vago. La mayor parte de los caballeros conversaba de política y negocios en salones separados, mientras las parejas jóvenes danzaban al son de la orquesta, vigiladas por las madres de las doncellas.

En una de las salas había varias mesas de juego, la diversión más popular de las cortes europeas, donde no existían otras formas de combatir el tedio, aparte de la intriga, la caza y los amores fugaces. Se apostaban fortunas y los jugadores profesionales viajaban de palacio en palacio para esquilmar a los nobles ociosos, quienes si no hallaban contertulios de su clase para perder dinero, lo hacían entre maleantes en garitos y tugurios, de los cuales había centenares en Barcelona.

En una de las mesas Diego vio a Rafael Moncada jugando veintiuna real con otros caballeros. Uno de ellos era el conde Orloff. Diego lo reconoció al punto, por su magnífico porte y esos ojos azules que inflamaron la imaginación de tantas mujeres en su visita a Los Ángeles, pero no esperaba que el noble ruso lo reconociera a él. Lo había visto una sola vez, cuando era un chiquillo.

«¡De la Vega!», exclamó Orloff y, poniéndose de pie, lo abrazó efusivamente. Sorprendido, Rafael Moncada levantó los ojos de sus naipes y por primera vez se dio cuenta cabal de la existencia de Diego. Lo midió de arriba abajo, mientras el apuesto conde contaba a voz en cuello cómo ese joven había cazado varios osos cuando apenas era un golfillo de cortos años. Esta vez no estaba Alejandro de la Vega para corregir su épica versión. Los hombres aplaudieron amablemente y enseguida volvieron a sus naipes.

Diego se apostó cerca de la mesa para observar los pormenores de la partida, sin atreverse a pedir permiso para participar, aunque eran jugadores mediocres, porque no disponía de las sumas que allí se apostaban. Su padre le enviaba dinero regularmente, pero no era generoso, consideraba que las privaciones templan el carácter. A Diego le bastaron cinco minutos para darse cuenta de que Rafael Moncada hacía trampa, porque él mismo sabía perfectamente cómo hacerla, y otros cinco para decidir que si bien no podía descubrirlo sin armar un escándalo, que doña Eulalia no le perdonaría, al menos podía impedírselo. La tentación de humillar a su rival le resultó irresistible.

Se plantó junto a Moncada a observarlo con tal fijeza, que éste acabó por incomodarse.

– ¿Por qué no va a bailar con las bellas jóvenes del otro salón? -preguntó Moncada, sin disimular la insolencia.

– Me interesa sobremanera su muy peculiar manera de jugar, excelencia, sin duda puedo aprender mucho de usted… -replicó Diego sonriendo con la misma insolencia del otro.

El conde Orloff captó de inmediato la intención de esas palabras y clavando los ojos en Moncada le hizo saber, en un tono tan helado como las estepas de su país, que su suerte con los naipes resultaba verdaderamente prodigiosa. Rafael Moncada no respondió, pero a partir de ese momento no pudo seguir haciendo trampas porque los otros jugadores lo examinaban con obvia atención.

Durante la hora siguiente Diego no se movió de su lado, vigilándolo, hasta que se dio por terminada la partida. El conde Orloff saludó chocando los talones y se retiró con una pequeña fortuna en su bolsa, dispuesto a pasar el resto de la noche bailando. Sabía muy bien que no había una sola mujer en la fiesta que no se hubiera fijado en su porte gallardo, sus ojos de zafiro y su espectacular uniforme imperial.


Era una de esas noches plomizas de Barcelona, frías y húmedas. Bernardo aguardaba a Diego en el patio compartiendo su bota de vino y su queso duro con Joanet, un lacayo de los muchos que cuidaban los carruajes. Los dos se calentaban los pies zapateando en los adoquines. Joanet, conversador incorregible, había encontrado al fin a una persona que lo escuchara sin interrumpirlo. Se identificó como criado de Rafael Moncada, cosa que Bernardo ya sabía, por eso lo había abordado, y se lanzó a contar una historia eterna llena de chismes, cuyos detalles Bernardo clasificaba y guardaba en su memoria. Había comprobado que toda información, hasta la más trivial, puede servir en algún momento. En eso salió Rafael Moncada de muy mal humor y pidió su carroza.

– ¡Te he prohibido que hables con otros criados! -espetó a Joanet.

– Es sólo un indio de las Américas, excelencia, el criado de don Diego de la Vega.

En un impulso de revancha contra Diego, que lo había puesto en aprietos en la mesa de juego, Rafael Moncada volvió sobre sus pasos, levantó el bastón y lo descargó sobre las espaldas de Bernardo, quien cayó de rodillas, más sorprendido que otra cosa. Desde el suelo, Bernardo le oyó ordenar a Joanet que buscara a Pelayo. Moncada no alcanzó a instalarse en su carroza, porque Diego había aparecido en el patio a tiempo para ver lo sucedido. Hizo a un lado al lacayo, sujetó la portezuela del coche y enfrentó a Moncada.

– ¿Qué desea? -preguntó éste, desconcertado.

– ¡Ha golpeado a Bernardo! -exclamó Diego, lívido.

– ¿A quién? ¿Se refiere a ese indio? Me ha faltado al respeto, me ha levantado la voz.

– Bernardo no puede levantar la voz ni al mismísimo diablo, porque es mudo. Le debe una disculpa, caballero -exigió Diego.

– ¡Ha perdido la razón! -gritó el otro, incrédulo.

– Al golpear a Bernardo, usted me ha injuriado. Debe retractarse o recibirá a mis padrinos -replicó Diego.

Rafael Moncada se echó a reír de buena gana. No podía creer que ese criollo sin educación ni clase estuviera dispuesto a batirse con él. Cerró de un golpe la portezuela y ordenó al cochero que partiera. Bernardo tomó a Diego de un brazo y lo detuvo en seco, suplicándole con la mirada que se calmara, no valía la pena hacer tanto alboroto, pero Diego estaba fuera de sí, temblando de indignación. Se desprendió de su hermano, montó en su caballo y se dirigió al galope a la residencia de Manuel Escalante.


A pesar de lo inoportuno de aquella hora de la madrugada, Diego golpeó la puerta de Manuel Escalante con su bastón hasta que le abrió el mismo viejo criado que servía el café después de la lección. Le condujo al segundo piso, donde debió aguardar media hora antes de que apareciera el maestro. Escalante se hallaba en la cama desde hacía rato, pero se presentó con su pulcritud habitual, vestido con un batín de noche y con el bigote pegado de pomada. Diego le contó a borbotones lo sucedido y le rogó que le sirviera de padrino. Disponía de veinticuatro horas para formalizar el duelo y el trámite debía hacerse con discreción, a espaldas de las autoridades, porque se castigaba como cualquier homicidio. Sólo la aristocracia podía batirse sin consecuencias, porque sus crímenes contaban con cierta impunidad, que él no tenía.

– El duelo es un asunto serio, que atañe al honor de los gentil-hombres. Tiene etiqueta y normas muy estrictas. Un caballero no se bate en duelo por un criado -dijo Manuel Escalante.

– Bernardo es mi hermano, maestro, no es mi criado. Pero aunque lo fuese, no es justo que Moncada maltrate a una persona indefensa.

– ¿No es justo, dice? ¿En verdad piensa que la vida es justa, señor De la Vega?

– No, maestro, pero pienso hacer lo que esté en mi mano para que lo sea -replicó Diego.


El procedimiento resultó más complejo de lo que Diego suponía. Primero Manuel Escalante le hizo redactar una carta pidiendo explicaciones, que él llevó personalmente a la casa del ofensor. A partir de ese momento, el maestro se entendió con los padrinos de Moncada, quienes hicieron lo posible por evitar el duelo, como era su deber, pero ninguno de los adversarios quiso retractarse. Además de los padrinos por ambas partes, se requerían un médico discreto y dos testigos imparciales, con sangre fría y conocimiento de las reglas, que Manuel Escalante se encargó de conseguir.

– ¿Cuántos años tiene usted, don Diego? -preguntó el maestro.

– Casi diecisiete.

– Entonces no tiene edad suficiente para batirse.

– Maestro, se lo ruego, no hagamos una montaña de ese granito de arena. ¿Qué importan unos meses más o menos? Mi honor está en juego, eso no tiene edad.

– Está bien, pero don Tomás de Romeu debe ser informado de esto, de otro modo sería una ofensa, puesto que él lo ha distinguido con su confianza y hospitalidad.


Así fue como De Romeu fue designado segundo padrino de Diego. Hizo lo posible por disuadirlo, porque si el desenlace resultaba fatal para el joven, no tendría cómo explicárselo a Alejandro de la Vega, pero no lo consiguió. Había presenciado un par de clases de esgrima de Diego en la academia de Escalante y confiaba en la destreza del joven, pero su relativa tranquilidad se fue al diablo cuando los padrinos de Moncada les notificaron que éste se había torcido un tobillo recientemente y no podría batirse a espada. El duelo sería a pistola.

Se dieron cita en el bosque de Montjuic a las cinco de la mañana, cuando ya había algo de luz y se podía circular en la ciudad, porque a esa hora se levantaba el toque de queda. Una bruma tenue se desprendía de la tierra y la delicada luz del amanecer se filtraba entre los árboles. El paisaje era tan apacible, que ese combate resultaba aún más grotesco, pero ninguno de los presentes, salvo Bernardo, lo advertía. En su condición de criado, el indio se mantenía a cierta distancia, sin participar en el riguroso ritual.

De acuerdo al protocolo, los adversarios se saludaron, y enseguida los testigos les revisaron el cuerpo para cerciorarse de que no llevaran protección contra el disparo. Echaron suertes para ver quién quedaba cara al sol, y perdió Diego, pero pensó que su buena vista sería suficiente para compensar esa desventaja. Por ser el ofendido, Diego pudo escoger las pistolas y eligió las que Eulalia de Callís envió a su padre a California muchos años antes, limpias y recién engrasadas para la ocasión. Sonrió ante la ironía de que fuera justamente el sobrino de Eulalia el primero en usarlas. Los testigos y padrinos revisaron las armas y las cargaron.

Habían acordado que no sería un duelo a primera sangre, ambos combatientes tendrían derecho a disparar por turnos, aunque estuviesen heridos, siempre que el médico lo autorizara. Moncada escogió la pistola antes, porque las armas no eran suyas, luego se echaron suertes de nuevo para decidir quién disparaba primero -también Moncada- y midieron los quince pasos de distancia que habrían de separar a los adversarios.


Rafael Moncada y Diego de la Vega se enfrentaron por fin. Ninguno de los dos era cobarde, pero estaban pálidos, con las camisas empapadas de sudor helado. Diego había llegado a ese punto por rabia y Moncada por orgullo; ya era tarde, no podían considerar la posibilidad de retroceder. En ese momento comprendieron que se iban a jugar la vida sin estar seguros de la causa. Tal como Bernardo le había hecho ver a Diego, el duelo no era por el bastonazo que Moncada le propinó, sino por Juliana, y aunque Diego lo negó enfático, en el fondo sabía que tenía razón. Un coche cerrado esperaba a doscientas varas para llevarse con la mayor discreción posible el cadáver del perdedor.

Diego no pensó en sus padres ni en Juliana. En el instante en que tomaba posición, con el cuerpo de perfil para presentar menos superficie a su contrincante, la imagen de Lechuza Blanca acudió a su mente con tal claridad, que la vio junto a Bernardo. Su extraña abuela estaba de pie, con la misma actitud y el mismo manto de piel de conejo con que los despidió cuando se fueron de California. Lechuza Blanca levantó su bastón de chamán en un gesto altivo, que él le había visto hacer muchas veces, y lo sacudió en el aire con firmeza. Entonces se sintió invulnerable, el miedo desapareció por encantamiento y pudo mirar a la cara a Moncada.


Uno de los testigos, nombrado director del combate, golpeó las manos una vez para alistarse. Diego respiró hondo y enfrentó sin pestañear la pistola del otro, que se elevaba a la posición de tiro. Las manos de director golpearon dos veces para apuntar. Diego sonrió a Bernardo y a su abuela, preparándose para el disparo. Las manos dieron tres golpes y Diego vio el destello, oyó la explosión de pólvora y sintió simultáneamente el quemante dolor en su brazo izquierdo.

El joven vaciló y por un largo momento pareció que iba a caerse, mientras la manga de su camisa se encharcaba de sangre. En ese brumoso amanecer, una tenue acuarela, donde los contornos de árboles y hombres se esfumaban, la mancha roja brillaba como laca. El director indicó a Diego que disponía sólo de un minuto para responder al disparo de su adversario. El asintió con la cabeza y se colocó en posición de disparar con la mano derecha, mientras le goteaba sangre de la izquierda, que colgaba inerte. Al frente Moncada, demudado, temblando, se volvió de perfil, con los ojos cerrados. El director dio una palmada y Diego levantó el arma; dos y apuntó; tres.

A quince pasos de distancia Rafael Moncada escuchó el disparo y su cuerpo recibió el impacto de un cañonazo. Cayó de rodillas al suelo y pasaron varios segundos antes de que se diera cuenta de que estaba ileso: Diego había disparado al suelo. Entonces vomitó, tiritando como un afiebrado. Sus padrinos, avergonzados, se aproximaron para ayudarlo a levantarse y advertirle en voz baja que debía controlarse.

Entretanto Bernardo y Manuel Escalante ayudaban al médico a romper la tela de la camisa de Diego, quien se mantenía de pie y aparentemente tranquilo. La bala había rozado la parte de atrás del brazo sin tocar el hueso y sin dañar demasiado el músculo. El médico le aplicó un paño y lo vendó para restañar la sangre, hasta que pudiera lavarlo y coserlo con comodidad más tarde. Tal como requería la etiqueta del duelo, los combatientes se dieron la mano. Habían limpiado el honor, no quedaban ofensas pendientes.

– Agradezco al cielo que su herida sea leve, caballero -dijo Rafael Moncada, ya en pleno dominio de sus nervios-. Y le pido disculpas por haber golpeado a su criado.

– Las acepto, señor, y le recuerdo que Bernardo es mi hermano -contestó Diego. Bernardo lo sostuvo por el brazo sano y lo llevó casi en vilo al coche. Más tarde Tomás de Romeu le preguntó para qué había desafiado a Moncada si no estaba dispuesto a dispararle. Diego le contestó que nunca pretendió echarse un muerto en la memoria que le arruinara el sueño, sólo quería humillarle.


Acordaron que nada se les diría del duelo a Juliana e Isabel, eso era asunto de hombres y no se debía ofender la sensibilidad femenina, pero ninguna de las dos niñas creyó la versión de que Diego se había caído del caballo. Tanto majadereó Isabel a Bernardo, que éste terminó por contarle con unas cuantas señales lo sucedido. «Nunca he entendido eso del honor masculino. Hay que ser bien lerdo para arriesgar la vida por una nimiedad», comentó la chiquilla, pero estaba impresionada, según pudo apreciar Bernardo, porque con las emociones fuertes se ponía bizca. A partir de ese instante Juliana, Isabel y hasta Nuria se peleaban por el privilegio de llevar la comida a Diego.

El médico le había ordenado descanso por unos días, para evitar complicaciones. Fueron los cuatro días más felices en la vida del joven; de buena gana se hubiera batido a duelo una vez por semana con tal de tener la atención de Juliana. Su habitación se llenaba de una luz sobrenatural cuando ella entraba. La esperaba con un elegante batín de noche, recostado en un sillón, con un libro de sonetos en las rodillas, fingiendo leer, aunque en realidad había estado contando los minutos de su ausencia. En esas ocasiones le dolía tanto el brazo, que Juliana debía darle la sopa en la boca, enjuagarle la frente con agua de azahar y entretenerlo durante horas con el arpa, lecturas y juegos de damas.

Distraído por la herida de Diego, que sin ser de gravedad era de cuidado, Bernardo no volvió a pensar en que había oído a Rafael Moncada nombrar a Pelayo hasta varios días más tarde, cuando supo por boca de criados que al conde Orloff lo habían asaltado la misma noche de la fiesta de Eulalia de Callís. El noble ruso se había quedado en el palacete hasta muy tarde, luego tomó su carroza para volver a la residencia que había alquilado durante su breve estadía en la ciudad. En el trayecto, un grupo de forajidos armados de trabucos interceptó el coche en un callejón, redujo sin problemas a los cuatro lacayos y, después de aturdir al conde de un tremendo golpe, le quitó la bolsa, las joyas y la capa de piel de chinchilla que llevaba puesta.

Se le atribuyó el asalto a la guerrilla, aunque ésa no había sido hasta entonces su forma de operar. El comentario general fue que se había perdido todo asomo de orden en Barcelona. ¿De qué servía tener un salvoconducto para el toque de queda si la gente decente ya no podía andar por las calles? ¡Era el colmo que los franceses no fueran capaces de mantener un mínimo de seguridad! Bernardo le hizo saber a Diego que la bolsa robada contenía el oro que el conde Orloff le había ganado a Rafael Moncada en la mesa de juego.

– ¿Estás seguro de que oíste a Moncada nombrar a Pelayo? Sé lo que estás pensando, Bernardo. Piensas que Moncada está mezclado en el asalto al conde. Es una acusación demasiado seria, ¿no te parece? Carecemos de pruebas, pero concuerdo contigo en que es mucha la coincidencia. Aunque Moncada nada tenga que ver con ese asunto, de todos modos es un tramposo. No quisiera verlo cerca de Juliana, pero no sé cómo impedírselo -comentó Diego.


En marzo de 1812 los españoles aprobaron en la ciudad de Cádiz una Constitución liberal basada en los principios de la Revolución francesa, pero con la diferencia de que proclamaba el catolicismo como religión oficial del país y prohibía el ejercicio de cualquiera otra. Tal como dijo Tomás de Romeu, no había para que pelear tanto contra Napoleón, si al fin y al cabo estaban de acuerdo en lo esencial. «Quedará sólo en papel y tinta, porque España no está preparada para ideas ilustradas», fue la opinión del Chevalier, y agregó con un gesto de impaciencia que a España le faltaban cincuenta años para entrar al siglo XIX.

Mientras Diego pasaba largas horas estudiando en las vetustas salas del Colegio de Humanidades, practicando esgrima e inventando nuevos trucos de magia para seducir a la inconmovible Juliana, quien había vuelto a tratarlo como hermano apenas él se curó de la herida, Bernardo recorría Barcelona arrastrando las pesadas botas del padre Mendoza, a las que nunca llegó a acostumbrarse. Llevaba siempre su bolsa mágica colgada al pecho, donde iba la trenza negra de Rayo en la Noche, que ya tenía el calor y olor de su piel; formaba parte de su propio cuerpo, era un apéndice de su corazón.

La mudez que se había impuesto le afinó los otros sentidos, podía guiarse con el olfato y el oído. Era de naturaleza solitario y en su calidad de extranjero estaba aún más solo, pero eso le gustaba. La multitud no lo oprimía, porque en medio del bochinche encontraba siempre un lugar quieto para su alma. Echaba de menos los espacios abiertos en que había vivido antes, pero también le gustaba esa ciudad con la pátina de siglos, sus calles angostas, sus edificios de piedra, sus oscuras iglesias, que le recordaban la fe del padre Mendoza. Prefería el barrio del puerto, donde podía mirar el mar y comunicarse con los delfines de aguas remotas. Paseaba sin rumbo, silencioso, invisible, mezclado con la gente, tomándole el pulso a Barcelona y al país. En una de esas vagas excursiones volvió a ver a Pelayo.

En la entrada de una taberna se había apostado una gitana, sucia y hermosa, a tentar a los pasantes con la revelación de sus destinos, que ella podía discernir en las barajas o en el mapa de las manos, como proclamaba en un castellano enrevesado. Momentos antes le había predicho a un marinero borracho, para consolarlo, que en una playa lejana lo aguardaba un tesoro, aunque en realidad había visto en sus palmas la cruz de la muerte. A poco andar, el hombre se dio cuenta de que le faltaba la bolsa con el dinero y dedujo que la cíngara se la había robado.

Regresó dispuesto a recuperar lo suyo. Tenía la mirada cenicienta y echaba espumarajos de perro rabioso cuando cogió a la supuesta ladrona por los cabellos y empezó a sacudirla. A sus aullidos y maldiciones salieron los parroquianos de la taberna y se pusieron a avivarlo con rechiflas endemoniadas, porque si algo unía a todo el mundo era el odio ciego contra los bohemios y, además, en esos años de guerra bastaba el menor pretexto para que la chusma cometiera tropelías. Los acusaban de cuanto vicio conoce la humanidad, incluso el de robarse niños españoles para venderlos en Egipto. Los abuelos podían recordar las animadas fiestas populares en que la Inquisición quemaba por igual a herejes, brujas y gitanos.

En el instante en que el marinero abría su navaja para marcar la cara de la mujer, intervino Bernardo con un empujón de mula y lo lanzó al suelo, donde quedó pataleando en los vapores tenaces del alcohol. Antes de que la concurrencia reaccionara, Bernardo tomó a la gitana de la mano y ambos corrieron a perderse calle abajo. No se detuvieron hasta el barrio de la Barceloneta, donde estaban más o menos a salvo de la multitud enrabiada. Allí Bernardo la soltó e hizo ademán de despedirse, pero ella insistió en que la siguiera varias cuadras hacia un carromato pintarrajeado de arabescos y signos zodiacales, atado a un triste caballo percherón de anchas patas, que estaba apostado en una callejuela lateral.

Por dentro, aquel vehículo, desquiciado por el abuso de varias generaciones de nómadas, era una cueva de turco, atiborrada de objetos extraños, con una chorrera de pañuelos de colores, un trastorno de campanitas, y un museo de almanaques e imágenes religiosas pegados hasta en el techo. Olía aquello a una mezcla de pachulí y trapos sucios. Un colchón con pretenciosos cojines de brocado desteñido constituía el mobiliario.

Con un gesto ella le indicó a Bernardo que se acomodara y enseguida se le sentó al frente de piernas recogidas, observándolo con su mirada dura. Sacó un frasco de licor, bebió un trago y se lo pasó, todavía agitada por la carrera. Tenía la piel morena, el cuerpo musculoso, los ojos fieros y el cabello teñido con alheña. Iba descalza, vestida con dos o tres largas faldas de volantes, blusa desteñida, chaleco corto atado adelante con lazos cruzados, chai con flecos sobre los hombros y un pañuelo amarrado en la cabeza, señal de las mujeres casadas de su tribu, aunque ella era viuda. En sus muñecas tintineaba una docena de pulseras, en sus tobillos varias campanitas de plata y sobre la frente unas monedas de oro cosidas al pañuelo.

Usaba el nombre de Amalia entre los gadje, es decir, quienes no eran gitanos. Al nacer había recibido de su madre otro nombre, que sólo ella conocía y cuya finalidad era despistar a los malos espíritus, manteniendo la verdadera identidad de la niña en secreto. Tenía también un tercer nombre, que empleaba entre los miembros de su tribu.


Ramón, el hombre de su vida, fue asesinado a palos por unos labradores en un mercado de Lérida, acusado de robar gallinas. Lo había amado desde niña. Las familias de ambos acordaron la boda cuando ella tenía sólo once años. Sus suegros pagaron un alto precio por ella, porque tenía buena salud y carácter firme, estaba bien entrenada para labores domésticas y además era una verdadera dra-bardi, había nacido con el don natural de adivinar la suerte y curar con encantamientos y hierbas.

A esa edad parecía un gato escuálido, pero la belleza no contaba para nada en la elección de una esposa. Su marido se llevó una sorpresa agradable cuando aquel montón de huesos se convirtió en una mujer atractiva, pero por otra parte tuvo la grave desilusión de que Amalia no pudiera tener hijos. Su pueblo consideraba los niños una bendición, un vientre seco era motivo de divorcio, pero Ramón la amaba demasiado.


La muerte del marido la sumió en un largo duelo, del cual nunca habría de reponerse. No debía mencionar el nombre del difunto, para no llamarlo desde el otro mundo, pero en secreto lloraba por él cada noche.

Hacía siglos que su pueblo vagaba por el mundo, perseguido y odiado. Los antepasados de su tribu salieron de la India mil años antes y cruzaron toda Europa y Asia antes de acabar en España, donde los trataban tan mal como en otros sitios, pero el clima se prestaba un poco mejor para la vida errante.

Se asentaron en el sur, donde quedaban pocas familias trashumantes, como la de Amalia. Esa gente había aguantado tantas desilusiones, que ya no confiaba ni en su propia sombra, por lo mismo la inesperada intervención de Bernardo conmovió el alma de la gitana.

Sólo podía tener tratos con un gadje para fines comerciales, de otro modo se ponía en peligro la pureza de su raza y sus tradiciones. Por elemental prudencia, los bohemios se mantenían marginados, no confiaban jamás en extranjeros y reservaban su lealtad sólo para el clan, pero a ella le pareció que ese joven no era exactamente un gadje, venía de otro planeta, era forastero en todas partes. Tal vez era gitano de una tribu perdida.


Amalia resultó ser hermana de Pelayo, como habría de descubrir Bernardo ese mismo día, cuando éste entró al carromato. Pelayo no reconoció al indio, porque la noche en que fuera sorprendido cantándole en italiano a Juliana, por encargo de Moncada, sólo tuvo ojos para Diego, cuya espada le aguijoneaba el cuello. Amalia le explicó lo ocurrido a Pelayo, en romaní, su lengua de sonidos quebradizos, derivada del sánscrito. Le pidió perdón por haber violado el tabú de no relacionarse con gadjes. Esa grave falta podía condenarla a marimé, estado de impureza, que merecía el rechazo de su comunidad, pero contaba con que las normas se habían relajado desde el comienzo de la guerra.

El clan había sufrido mucho en esos años, las familias se habían dispersado. Pelayo llegó a la misma conclusión y en vez de increpar a su hermana, como era costumbre, agradeció a Bernardo sin aspavientos. Estaba tan sorprendido como ella ante la bondad del indio, porque ningún extraño les había tratado bien jamás.

Los hermanos se dieron cuenta de que Bernardo era mudo, pero no cayeron en el error común de considerarlo también sordo o retardado. Formaban parte de un grupo que se sustentaba a duras penas con cualquier ocupación que le cayera en las manos, casi siempre vendiendo y domando caballos, también curándolos si estaban enfermos o accidentados. Se ganaban la vida con sus pequeñas fraguas, trabajando metales, hierro, oro, plata. Fabricaban desde herraduras hasta espadas y joyas. La guerra los desplazaba con frecuencia, pero por otra parte les convenía, porque, en el furor de matarse unos a otros, tanto franceses como españoles los ignoraban.

Los domingos y otros días de fiesta montaban una rotosa carpa en las plazas y hacían pruebas de circo. Bernardo habría de conocer muy pronto al resto del grupo, entre los cuales destacaba Rodolfo, un gigante cubierto de tatuajes que se enrollaba una culebra gorda al cuello y levantaba un caballo en brazos. Tenía más de sesenta años, era el más viejo de la numerosa familia y, por lo tanto, el de más autoridad. Petrina contribuía con el número fuerte del patético circo dominical. Era una diminuta niña de nueve años que se doblaba como un pañuelo para introducirse completa en una jarra de guardar aceitunas. Pelayo hacía acrobacias al galope sobre uno o dos caballos, y otros miembros de la familia deleitaban al público lanzándose puñales con los ojos vendados. Amalia vendía boletos de rifa, leía el horóscopo y adivinaba la suerte en una clásica bola de vidrio, con tal certera intuición, que ella misma se asustaba de sus lúcidos aciertos; sabía que la capacidad de descifrar el futuro suele ser una maldición, ya que si no se puede cambiar lo que ha de ocurrir, más vale ignorarlo.


Apenas Diego de la Vega supo que Bernardo había hecho amistad con los gitanos, insistió en conocerlos, porque pretendía averiguar los tratos de Pelayo con Rafael Moncada. No imaginó que iba a prendarse de ellos y sentirse tan a gusto en su compañía. Para entonces en España la mayor parte de las tribus del pueblo Roma, como se llaman a sí mismos los bohemios, vivían de manera sedentaria. Establecían sus campamentos en las afueras de pueblos y ciudades. Poco a poco empezaban a formar parte del paisaje, hasta que la población local se acostumbraba a ellos y dejaba de hostigarlos, aunque nunca los aceptaba.

En Cataluña, en cambio, no había campamentos fijos, los Roma de la zona eran nómadas. La tribu de Pelayo y Amalia era la primera que se instalaba con ánimo de quedarse, llevaba tres años en el mismo sitio. Diego se dio cuenta desde el primer momento de que no convenía hacerles preguntas sobre Moncada ni sobre cualquier otro tema, porque esa gente tenía muy buenas razones para ser desconfiada y cuidar sus secretos. Una vez que cicatrizó por completo el costurón en el brazo y se hizo perdonar por Pelayo el picotazo que le diera en el cuello con su espada, Diego logró que le permitiera participar con Bernardo en el improvisado circo. Hicieron una breve demostración, que no resultó tan lucida como esperaban, porque Diego todavía tenía el brazo débil, pero fue suficiente para que los incorporaran como acróbatas.

Con ayuda del resto de la compañía fabricaron una ingeniosa maraña de postes, cuerdas y trapecios, inspirada en el cordaje de la Madre de Dios. Los jóvenes aparecían en la pista con capas negras, que se quitaban con un gesto olímpico, para quedar en mallas del mismo color. En esa facha volaban por los aires sin mayores precauciones, porque lo habían hecho antes en el velamen de los barcos, al doble de altura y meciéndose sobre las olas. Diego también hacía desaparecer una gallina muerta, que enseguida sacaba viva del escote de Amalia, y con su látigo apagaba una vela colocada sobre la cabeza del gigantesco Rodolfo, sin estorbarle los pelos. Estas actividades no se comentaban jamás fuera del ámbito de los gitanos, porque la tolerancia de Tomás de Romeu tenía límites y seguramente no las habría aprobado. Eran muchas las cosas que ese caballero ignoraba sobre su joven huésped.


Uno de esos domingos Bernardo se asomó por la cortina de los artistas y vio que Juliana e Isabel, acompañadas por su dueña, se hallaban entre el público. Al volver de misa, donde Nuria insistía en llevarlas, a pesar de que la idea no era del agrado de Tomás de Romeu, las niñas vieron el circo e insistieron en entrar. La carpa, hecha con trozos amarillentos de velas descartadas en el puerto, tenía una pista central cubierta con paja, unas banquetas de palo para los espectadores de calidad y un espacio al fondo para la chusma de pie. En el círculo de paja el gigante levantaba el caballo, Amalia metía a Petrina en la jarra de aceitunas, y Diego y Bernardo trepaban a los trapecios. Allí mismo se llevaban a cabo en la noche las peleas de gallos que organizaba Pelayo. No era un lugar donde Tomás de Romeu hubiera querido ver a sus hijas, pero Nuria era incapaz de resistirse cuando Juliana e Isabel se aliaban para doblarle la voluntad.

– Si don Tomás se entera de que estamos dedicados a esto, nos mandará de vuelta a California en el primer barco disponible -susurró Diego a Bernardo al ver a las niñas bajo la carpa.

Entonces Bernardo se acordó de la máscara que habían usado para asustar a los marineros de la Madre de Dios. Les abrió huecos para los ojos a dos pañuelos de Amalia y con eso se taparon las caras, rezando para que las hermanas De Romeu no los reconocieran. Diego decidió abstenerse de sus demostraciones de magia, porque las había hecho muchas veces en presencia de ellas. De todos modos, se quedó con la impresión de que lo reconocieron, hasta que esa misma tarde oyó a Juliana comentar los pormenores del espectáculo con Agnés Duchamp. Le contó en cuchicheos, a espaldas de Nuria, sobre los intrépidos acróbatas vestidos de negro que arriesgaban sus vidas en los trapecios, y agregó que les daría un beso a cada uno sólo por verles las caras.


Diego no tuvo la misma suerte con Isabel. Estaba celebrando la broma con Bernardo, cuando la chiquilla entró a su pieza sin anunciarse, como solía hacer, a pesar de la estricta prohibición de su padre de intimar con Diego. Se plantó ante ellos con los brazos en jarra y les anunció que conocía la identidad de los trapecistas y estaba lista para revelarla, a menos que el próximo domingo la llevaran a conocer a la compañía de bohemios. Deseaba cerciorarse de la autenticidad de los tatuajes del gigante, que parecían pintura, y de la letárgica culebra, que bien podía estar embalsamada.


En los meses siguientes, Diego, cuya sangre ardía con el ímpetu de los diecisiete años, encontró alivio en el regazo de Amalia. Se reunían a escondidas con un riesgo inmenso. Al hacer el amor con un gadje, ella violaba un tabú fundamental, que podía pagar muy caro. Se había casado virgen, como era costumbre entre las mujeres de su pueblo, y había sido fiel a su marido hasta la muerte de éste. La viudez la había dejado en un estado suspendido, en que aún era joven pero recibía el trato de una abuela, hasta que Pelayo, encargado de buscarle otro marido cuando ella se secara las últimas lágrimas del duelo, cumpliera su cometido.

En el clan la vida transcurría a la vista de los demás. Amalia no disponía de tiempo o espacio para estar sola, pero a veces lograba darle cita a Diego en algún callejón apartado y entonces lo acunaba en sus brazos, siempre con la ansiedad insufrible de ser sorprendidos. No lo enredaba con exigencias románticas, porque el grosero asesinato de su marido la había resignado para siempre a la soledad. Doblaba en edad a Diego y había estado casada durante más de veinte años, pero no era experta en asuntos amorosos.

Con Ramón había compartido un cariño profundo y fiel, sin exabruptos de pasión. Se habían desposado con un rito sencillo en que compartieron un trozo de pan untado con unas gotas de sangre de ambos. No se requería más. El mero hecho de tomar la decisión de vivir juntos santificaba la unión, pero ofrecieron un generoso banquete de bodas, con música y danza, que duró tres días completos. Después se acomodaron en un rincón de la carpa comunal.


A partir de ese momento no volvieron a separarse, recorrieron los caminos de Europa, pasaron hambre en los tiempos de más pobreza, huyeron de muchas agresiones y celebraron los buenos momentos. Tal como le contó Amalia a Diego, su vida había sido buena. Sabía que Ramón la aguardaba intacto en alguna parte, milagrosamente recuperado de su martirio. Desde que viera su cuerpo destrozado por los picos y palas de los asesinos, a Amalia se le apagó la llama que antes la alumbraba por dentro y no volvió a pensar en el gozo de los sentidos o el consuelo de un abrazo.

Decidió invitar a Diego a su carromato por simple amistad. Lo vio alborotado por falta de mujer y se le ocurrió aliviarlo, eso fue todo. Corría el riesgo de que el espíritu de su marido acudiera, convertido en mulo, a castigarla por aquella infidelidad póstuma, pero esperaba que Ramón comprendiera sus razones: ella no lo hacía por lascivia, sino por generosidad.

Resultó ser una amante pudorosa, que hacía el amor en la oscuridad, sin quitarse la ropa. A veces lloraba en silencio. Entonces Diego le secaba las lágrimas con besos delicados, conmovido hasta los huesos, y así aprendió a descifrar algunos de los recónditos misterios del corazón femenino. A pesar de las severas normas sexuales de su tradición, tal vez Amalia le habría hecho el mismo favor a Bernardo por desinteresada simpatía, si él se lo hubiera insinuado, pero nunca lo hizo, porque vivía acompañado por el recuerdo de Rayo en la Noche.


Manuel Escalante observó a Diego de la Vega por largo tiempo antes de decidirse a hablarle del tema que más le importaba en la vida. Al principio desconfió de la simpatía arrebatadora del joven. Para él, hombre de una seriedad fúnebre, la ligereza de Diego constituía una falla de carácter, pero se vio obligado a revisar aquel juicio cuando presenció el duelo contra Moncada. Sabía que el propósito del duelo no es vencer, sino enfrentarse a la muerte con nobleza para descubrir la calidad de la propia alma. Para el maestro, la esgrima -y con mayor razón un duelo- era una fórmula infalible para conocer a los hombres. En la fiebre del combate quedaban expuestas las esencias fundamentales de la personalidad; de poco servía ser un experto en el manejo del acero, si no se estaba revestido de valor y serenidad para arrostrar el peligro.

Se dio cuenta de que en los veinticinco años que llevaba enseñando su arte no había tenido un alumno como Diego. Había visto a otros con similar talento y dedicación, pero a ninguno con el corazón tan firme como la mano que empuñaba el sable. La admiración que sentía por el joven se tornó en cariño y la esgrima se convirtió en una excusa para verlo a diario. Lo aguardaba listo mucho antes de las ocho, pero por disciplina y orgullo no aparecía en la sala ni un minuto antes de esa hora. La lección siempre se realizaba con la mayor formalidad y casi en silencio, sin embargo, en las conversaciones que sostenían después, compartía con Diego sus ideas y sus íntimas aspiraciones.

Terminada la clase, se limpiaban con una toalla mojada, se cambiaban de ropa y subían al segundo piso, donde vivía el maestro. Se reunían en una pieza oscura y modesta, sentados en incómodas sillas de madera tallada, rodeados de libros en antiguos anaqueles y armas pulidas expuestas en las paredes. El mismo criado anciano, que murmuraba sin cesar, como en eterna plegaria, les servía café retinto en tacitas de porcelana rococó.

Pronto pasaron de los temas relacionados con la esgrima a hablar de otros. La familia del maestro, española y católica por cuatro generaciones, no podía, sin embargo, jactarse de limpieza de sangre porque era de origen judío. Sus bisabuelos se habían convertido al catolicismo y cambiado el nombre para escapar de las persecuciones. Lo hicieron tan bien, que lograron eludir el despiadado acoso de la Inquisición, pero en el proceso perdieron la fortuna acumulada en más de cien años de buenos negocios y templanza en el vivir.

Cuando nació Manuel, apenas existía el recuerdo vago de un pasado de bienestar y refinamiento; nada quedaba de las propiedades, las obras de arte, las joyas. Su padre se ganaba la vida en un almacén menor de Asturias, dos de sus hermanos eran artesanos y el tercero se había perdido en el norte de África. El hecho de que sus parientes cercanos se dedicaran al comercio y a oficios manuales le avergonzaba. Consideraba que las únicas ocupaciones dignas de un señor son improductivas. No era el único. En la España de aquellos años sólo trabajaban los pobres campesinos; cada uno de ellos alimentaba a más de treinta ociosos.


Diego se enteró del pasado del maestro mucho más tarde. Cuando éste le habló de La Justicia y le mostró su medallón por primera vez, nada le dijo de sus orígenes judíos. Ese día estaban, como todas las mañanas, en la sala tomando café. Manuel Escalante se quitó del cuello una fina cadena con una llave, se dirigió a un cofre de bronce, que había sobre su escritorio, lo abrió solemnemente y le mostró el contenido a su alumno: un medallón de oro y plata.

– He visto esto antes, maestro… -murmuró Diego, reconociéndolo.

– ¿Dónde?

– Lo llevaba don Santiago de León, el capitán del barco que me trajo a España.

– Conozco al capitán De León. Pertenece, como yo, a La Justicia.


Era otra de las muchas sociedades secretas que había en Europa en esa época. Había sido fundada doscientos años antes como reacción contra el poder de la Inquisición, temible brazo de la Iglesia, que desde 1478 defendía la unidad espiritual de los católicos persiguiendo a judíos, luteranos, herejes, sodomitas, blasfemos, hechiceros, adivinos, invocadores del demonio, brujos, astrólogos y alquimistas, así como a los que leían libros prohibidos. Los bienes de los condenados pasaban a manos de sus acusadores, de modo que muchas víctimas ardieron en una pira por ser ricos y no por otras razones.

Durante más de trescientos años el fervor religioso del pueblo celebró los autos de fe, públicas orgías de crueldad en que se ejecutaba a los condenados, pero en el siglo XVIII se inició la decadencia de la Inquisición. Los procesos continuaron por un tiempo, pero a puerta cerrada, hasta que la Inquisición fue abolida. La labor de La Justicia había consistido en salvar a los acusados, sacarlos del país y ayudarlos a comenzar una nueva vida en otra parte. Repartían alimentos y ropa, conseguían documentos falsos y cuando era posible pagaban el rescate.

Para la época en que Manuel Escalante reclutó a Diego, la orientación de La Justicia había cambiado, ya no combatía sólo el fanatismo religioso, sino también otras formas de opresión, como la de los franceses en España y la esclavitud en el extranjero. Se trataba de una organización jerárquica y con disciplina militar, donde no había lugar para mujeres.

Los grados de iniciación se marcaban con colores y símbolos, las ceremonias se llevaban a cabo en sitios ocultos y la única forma de ser admitido era a través de otro miembro, que actuaba como padrino. Los participantes juraban poner sus vidas al servicio de las nobles causas abrazadas por La Justicia, no aceptar pago alguno por sus servicios, mantener el secreto a cualquier precio y obedecer las órdenes de los superiores.

El juramento era de una elegante sencillez: «Buscar la justicia, alimentar al hambriento, vestir al desnudo, proteger a viudas y huérfanos, hospedar al extranjero y no verter sangre de inocentes».


Manuel Escalante no tuvo dificultad en convencer a Diego de la Vega para que postulara a La Justicia. El misterio y la aventura eran tentaciones irresistibles para él; su única duda se refería a la obediencia ciega, pero cuando se convenció de que nadie le ordenaría algo contra sus principios, superó ese escollo. Estudió los textos en clave que le dio el maestro, y se sometió al entrenamiento de una forma única de combate que demandaba agilidad mental y extraordinaria destreza física.

Consistía en una serie precisa de movimientos con espada y dagas que se llevaba a cabo sobre un plano marcado en el suelo, llamado Círculo del Maestro. El mismo dibujo estaba reproducido en los medallones de oro y plata que identificaban a los miembros de la organización. Primero Diego aprendió la secuencia y la técnica del combate, luego se dedicó durante meses a practicar con Bernardo, hasta que pudo luchar sin pensar.

Tal como le indicó Manuel Escalante, sólo estaría listo cuando pudiera atrapar con la mano una mosca en pleno vuelo de un solo gesto casual. No había otra forma de vencer a un miembro antiguo de La Justicia, como tendría que hacer para ser aceptado.


Llegó por fin el día en que Diego estuvo preparado para la ceremonia de iniciación. El maestro de esgrima lo condujo por lugares ignorados incluso por arquitectos y constructores, que se jactaban de conocer la ciudad como la palma de su mano. Barcelona creció sobre capas sucesivas de ruinas; por ella pasaron los fenicios y los griegos sin dejar demasiada huella, luego llegaron los romanos e impusieron su sello, fueron reemplazados por los godos y finalmente la conquistaron los sarracenos, que se quedaron en ella durante varios siglos.

Cada uno contribuyó a su complejidad; desde el punto de vista arqueológico, Barcelona era una tarta de mil hojas. Los hebreos cavaron viviendas, corredores y túneles para refugiarse de los agentes de la Inquisición. Abandonados por los judíos, esos pasajes misteriosos se convirtieron en cuevas de bandidos, hasta que poco a poco La Justicia y otras sectas secretas se apoderaron de las entrañas profundas de la ciudad.

Diego y su maestro recorrieron un laberinto de sinuosas callejuelas, se adentraron en el barrio antiguo, cruzaron portales ocultos, bajaron escalinatas desgastadas por el tiempo, se internaron en recovecos subterráneos, penetraron en cavernosas ruinas y atravesaron canales donde no corría agua, sino un líquido viscoso y oscuro con olor a fruta podrida.

Por fin se encontraron ante una puerta marcada con signos cabalísticos, que se abrió ante ellos cuando el maestro dio la contraseña, y entraron a una sala con pretensiones de templo egipcio. Diego se vio rodeado por una veintena de hombres ataviados con vistosas túnicas de colores y adornados con signos diversos. Todos llevaban medallones similares al del maestro Escalante y el de Santiago de León. Estaba en el tabernáculo de la secta, el corazón mismo de La Justicia.


El rito duró toda la noche y en esas largas horas Diego superó una a una las pruebas a que fue sometido. En un recinto adyacente, tal vez las ruinas de un templo romano, estaba el Círculo del Maestro grabado en el suelo. Un hombre se adelantó para enfrentarse con Diego y los demás se colocaron alrededor, como jueces. Se presentó como Julio César, su nombre en clave. Ambos se despojaron de las camisas y el calzado, quedaron sólo con pantalones. La lucha exigía precisión, velocidad y sangre fría. Se atacaban con afiladas dagas, como si la intención fuese de herir a muerte. Cada estocada era a fondo, pero en la última fracción de segundo debían detener el golpe en el aire. El menor rasguño en el cuerpo del otro valía ser eliminado de inmediato. No podían salir del diseño dibujado en el suelo. El triunfo era de quien lograba poner al otro con ambos hombros en el suelo, al centro mismo del círculo.

Diego se había entrenado por meses y tenía gran confianza en su agilidad y resistencia, pero apenas comenzó la pelea se dio cuenta de que no poseía ninguna ventaja sobre su contrincante. Julio César tenía unos cuarenta años, era delgado y más bajo que Diego, pero muy fuerte. Plantado con los pies y codos separados, el cuello tenso, todos los músculos del torso y brazos a la vista, las venas hinchadas, la daga brillando en su mano derecha, pero el rostro en completa calma, era un adversario temible.

A una orden los dos comenzaron a girar dentro del Círculo, buscando el mejor ángulo para atacar. Diego lo hizo primero, lanzándose de frente, pero el otro dio un salto, una vuelta en el aire, como si volara, y cayó detrás de él, dándole apenas tiempo de volverse y agacharse para evitar el filo del arma que le caía encima. Tres o cuatro pases después, Julio César cambió la daga a la mano siniestra. Diego también era ambidextro, pero nunca le había tocado enfrentarse con alguien que lo fuera y por un instante se desconcertó. Su contrincante aprovechó para dar un brinco y mandarle una patada al pecho que lo tiró al suelo, pero Diego rebotó de inmediato y, utilizando el impulso, le asestó una cuchillada directo a la garganta que, si hubiera sido una pelea real, lo habría degollado, pero su mano se detuvo tan cerca de su objetivo que creyó haberle cortado.

Como los jueces no intervinieron, supuso que no lo había herido, pero no pudo comprobarlo, porque su contrarío ya se le había ido encima. Se trenzaron en lucha cuerpo a cuerpo, ambos defendiéndose de la mano con la daga que el otro empuñaba, mientras con las piernas y el brazo libre procuraban voltear al enemigo y dejarlo de espaldas. Diego logró soltarse y volvieron a girar, aprontándose para un nuevo encontronazo.

Diego sintió que ardía, estaba rojo y cubierto de sudor, pero su adversario ni siquiera resollaba y su rostro continuaba tan tranquilo como al comienzo. Las palabras de Manuel Escalante acudieron a su mente: «Jamás se debe combatir con rabia».

Respiró hondo un par de veces, dándose tiempo para calmarse, sin perder de vista cada movimiento de Julio César. Se le despejó la mente y se dio cuenta de que, tal como él no estaba preparado para enfrentarse a un luchador ambidextro, el miembro de La Justicia tampoco lo estaba. Cambió la daga de mano con la misma rapidez requerida para los trucos de magia de Galileo Tempesta, y atacó antes de que el otro se diera cuenta de lo sucedido. Pillado por sorpresa, éste dio un paso atrás, pero Diego le metió un pie entre las piernas y le hizo perder el equilibrio.

Tan pronto cayó, Diego se le fue encima y lo aplastó, empujándole el pecho con el brazo derecho, mientras se defendía con la mano izquierda de la daga enemiga. Por un minuto largo forcejearon con todas sus fuerzas, los músculos tensos como cables de acero, los ojos clavados en los del otro, los dientes apretados. Diego no sólo debía mantenerlo en el suelo, también debía arrastrarlo hacia el centro del círculo, tarea difícil, porque el otro no estaba dispuesto a permitirlo. Con el rabillo del ojo calculó la distancia, que le pareció inmensa, nunca una vara había sido tan larga. No había más que una forma de hacerlo. Rodó sobre sí mismo y Julio César quedó encima de él.

El hombre no pudo evitar un grito de triunfo, porque se vio en ventaja definitiva. Con un esfuerzo sobrehumano Diego rodó de nuevo y su contrincante quedó exactamente sobre la marca en el suelo que señalaba el centro del Círculo. La serenidad de Julio César se alteró en forma apenas discernible, pero fue suficiente para que Diego se diera cuenta de que había ganado. Con un último empujón logró plantarle ambos hombros en el suelo.

– Bien hecho -dijo Julio César con una sonrisa, soltando su daga.


Después Diego debió enfrentar a otros dos con la espada. Le ataron una mano a la espalda, para dar ventaja a sus adversarios, porque ninguno de esos hombres sabía tanto de esgrima como él. Manuel Escalante lo había preparado muy bien y pudo vencerlos en menos de diez minutos.

A las pruebas físicas siguieron las intelectuales. Después de demostrar que conocía bien la historia de La Justicia, le plantearon complicados problemas, para los cuales debía ofrecer soluciones originales, que demandaban astucia, coraje y conocimiento.

Por último, cuando superó con éxito todos los obstáculos, lo guiaron hacia un altar. Allí estaban expuestos los símbolos que debería venerar: una hogaza de pan, una balanza, una espada, un cáliz y una rosa. El pan significaba el deber de ayudar a los pobres; la balanza representaba la determinación de luchar por la justicia; la espada encarnaba el valor; el cáliz contenía el elixir de la compasión; la rosa recordaba a los miembros de la sociedad secreta que la vida no sólo es sacrificio y trabajo, también es hermosa y por lo mismo debe ser defendida.

Al concluir la ceremonia, el maestro Manuel Escalante, en su calidad de padrino, colocó un medallón a Diego.

– ¿Cuál será su nombre en clave? -preguntó el Sublime Defensor del Templo.

– Zorro -replicó Diego sin vacilar.


No lo había pensado, pero en ese mismo instante recordó con claridad absoluta los ojos colorados del zorro que viera en otro rito de iniciación, muchos años antes, en los bosques de California.

– Bienvenido, Zorro -dijo el Sublime Defensor del Templo, y todos los miembros repitieron su nombre al unísono.

Diego de la Vega estaba tan eufórico por las pruebas superadas, tan apabullado por la solemnidad de los miembros de la secta y tan mareado con los complicados pasos de la ceremonia y los altisonantes nombres de la jerarquía -Caballero del Sol, Templario del Nilo, Maestro de la Cruz, Guardián de la Serpiente-, que no podía pensar con claridad. Estaba de acuerdo con los postulados de la secta y le honraba haber sido admitido. Sólo más tarde, al recordar los detalles y contárselos a Bernardo, juzgaría el rito un poco infantil. Trató de burlarse de sí mismo por haberlo tomado tan en serio, pero su hermano no se rió, sino que le hizo ver cuan parecidos eran los principios de La Justicia al Okahué de su tribu.


Un mes después de haber sido aceptado por el consejo de La Justicia, Diego sorprendió a su maestro con una idea descabellada: pretendía liberar a un grupo de rehenes. Cada ataque de los guerrilleros desencadenaba de inmediato una represalia de los franceses. Tomaban un número de rehenes, equivalente a cuatro veces el de sus propios caídos, y los ahorcaban o fusilaban en un lugar público. Este método expedito no disuadía a los españoles, sólo atizaba el odio, pero hería el corazón mismo de las desgraciadas familias atrapadas en el conflicto.

– Esta vez se trata de cinco mujeres, dos hombres y un niño de ocho años, que deberán pagar por la muerte de dos soldados franceses, maestro. Al cura del barrio ya lo mataron en la puerta de su parroquia. Los tienen en el fuerte y los fusilarán el domingo a mediodía -explicó Diego.

– Ya lo sé, don Diego, he visto las proclamas por toda la ciudad -respondió Escalante.

– Hay que salvarlos, maestro.

– Intentarlo sería una locura. La Ciudadela es inexpugnable. Por lo demás, en el caso hipotético de que lograra ese cometido, los franceses ejecutarían al doble o al triple de rehenes, se lo aseguro.

– ¿Qué hace La Justicia en una situación como ésta, maestro?

– A veces sólo cabe resignarse ante lo inevitable. En la guerra mueren muchos inocentes.

– Lo recordaré.


Diego no estaba dispuesto a resignarse, porque, entre otras razones, Amalia era uno de los condenados y no podía abandonarla a su suerte. Por uno de esos errores del destino, que sus barajas olvidaron advertirle, la gitana se encontraba en la calle durante la redada de los franceses y fue apresada con otras personas tan inocentes como ella. Cuando Bernardo le trajo la mala noticia, Diego no contempló los obstáculos que debería enfrentar, sólo la necesidad de intervenir y el placer irresistible de la aventura.

– En vista de que es imposible introducirse en La Ciudadela, Bernardo, entraré al palacete del chevalier Duchamp. Deseo tener una conversación privada con él. ¿Qué te parece? Veo que no te gusta la idea, pero no se me ocurre otra. Sé lo que piensas: que ésta es una bravuconada como la del oso, cuando éramos niños. No, esta vez es en serio, hay vidas humanas de por medio. No podemos permitir que fusilen a Amalia. Es nuestra amiga. Bueno, en mi caso es algo más que amiga, pero no se trata de eso. Por desgracia no cuento con La Justicia, así es que necesitaré tu ayuda, hermano. Es peligroso, pero no tanto como parece. Escúchame…

Bernardo levantó las manos en el gesto de rendirse y se preparó para secundarlo, como había hecho siempre. A veces, en los momentos de más cansancio y soledad, pensaba que era hora de regresar a California y asumir el hecho irrevocable de que la infancia había terminado para ambos. Diego tenía trazas de ser un eterno adolescente. Se preguntaba cómo podían ser tan diferentes y sin embargo quererse tanto. Mientras a él el destino le pesaba en las espaldas, su hermano tenía la liviandad de una alondra.

Amalia, quien sabía descifrar los enigmas de los astros, les había dado una explicación para sus personalidades opuestas. Dijo que pertenecían a signos zodiacales distintos, aunque habían nacido en el mismo lugar y en la misma semana. Diego era Géminis y él era Tauro, eso determinaba sus temperamentos.


Bernardo oyó el plan de Diego con su habitual paciencia, sin manifestar las dudas que lo asaltaban, porque en el fondo confiaba en la inconcebible buena suerte de su hermano. Aportó sus propias ideas y luego se pusieron en acción. Bernardo se las arregló para entablar amistad y luego embriagar a un soldado francés hasta dejarlo inconsciente. Le quitó el uniforme y se lo colocó, casaca azul oscuro con cuello alto encarnado, calzón y pechera blanca, polainas negras y gorro alto. Así se introdujo a los jardines del palacete conduciendo a un par de caballos, sin llamar la atención de los guardias nocturnos.

La vigilancia en la suntuosa residencia del Chevalier no era extremada, porque a nadie se le habría ocurrido atacarla. En la noche se apostaban guardias con faroles, pero en el transcurso tedioso de las horas se les relajaba el ánimo. Diego, vestido con su traje negro de acróbata, capa y máscara, atuendo que él llamaba su disfraz de Zorro, aprovechó las sombras para aproximarse al edificio. En un chispazo de inspiración se había pegado un bigote, obtenido del arcón de los disfraces del circo, una pincelada negra sobre la boca. La máscara sólo le cubría la parte superior del rostro y temió que el Chevalier pudiera reconocerlo; el fino bigote cumplía la función de distraer y confundir.

Se sirvió del látigo para trepar al balcón del segundo piso y una vez adentro no le fue difícil ubicar el ala de las habitaciones privadas de la familia, porque había acompañado a Juliana e Isabel en varias visitas.


Eran alrededor de las tres de la madrugada, hora tardía en la cual ya no circulaban criados y los guardias cabeceaban en sus puestos. La mansión nada tenía de la sobriedad española, estaba alhajada a la moda francesa, con tantos cortinajes, muebles, plantas y estatuas, que Diego podía atravesarla entera sin ser visto. Debió recorrer incontables pasillos y abrir una veintena de puertas antes de dar con el aposento del Chevalier, que resultó ser de una sencillez inesperada para alguien de su poder y alcurnia.

El representante de Napoleón dormía en una dura cama de soldado, en un cuarto casi desnudo, alumbrado por un candelabro de tres luces en un rincón. Diego sabía, por comentarios indiscretos de Agnés Duchamp, que su padre sufría de insomnio y recurría al opio para descansar. Una hora antes su valet lo había ayudado a desvestirse, le había llevado un jerez y su pipa de opio, y enseguida se había instalado en un sillón en el corredor, como siempre hacía, por si su amo lo necesitaba en la noche. Tenía el sueño liviano, pero nunca se enteró de que alguien había pasado por su lado rozándolo.

Una vez dentro de la habitación del Chevalier, Diego procuró ejercer el control mental de los miembros de La Justicia, porque tenía el corazón al galope y la frente mojada. De ser sorprendido en ese lugar podía darse por muerto. En las mazmorras de La Ciudadela desaparecían los presos políticos para siempre, era mejor no pensar en las historias de tortura que circulaban. De pronto el recuerdo de su padre lo asaltó con la fuerza de un puñetazo. Si él moría, Alejandro de la Vega nunca sabría por qué, sólo sabría que su hijo fue sorprendido como un ladrón vulgar en una casa ajena.

Esperó un minuto, hasta tranquilizarse, y cuando estuvo seguro de que no le temblaría la voluntad, la voz ni la mano, se acercó al camastro donde Duchamp descansaba en el letargo del opio.

A pesar de la droga, el francés despertó de inmediato, pero, antes de que alcanzara a gritar, Diego le tapó la boca con la mano enguantada.

– Silencio, o morirá como una rata, excelencia -susurró.

Le puso la punta de la espada en el pecho. El Chevalier se incorporó hasta donde se lo permitió la espada y señaló con una inclinación de la cabeza que había comprendido. Diego le expuso en un murmullo lo que pretendía.

– Me atribuye demasiado poder. Si ordeno la libertad de esos rehenes, mañana el comandante de la plaza tomará otros -replicó el Chevalier en el mismo tono.

– Sería una lástima si eso ocurre. Su hija Agnés es una niña preciosa y no deseamos hacerla sufrir, pero como su excelencia sabe, en la guerra mueren muchos inocentes -dijo Diego.

Se llevó la mano al chaleco de seda, sacó el pañuelo de encaje bordado con el nombre de Agnés Duchamp, que Bernardo había recogido de la basura, y lo agitó ante el rostro del Chevalier, quien no tuvo dificultad en reconocerlo, a pesar de la escasa luz, por el aroma inconfundible de violetas.

– Le sugiero que no llame a los guardias, excelencia, porque en estos momentos mis hombres ya están en la habitación de su hija. Si algo me sucede, no volverá a verla con vida. Se retirarán sólo al recibir mi señal -dijo Diego en el tono más amable del mundo, oliendo el pañuelo y guardándoselo en el chaleco.

– Podrá salir con vida esta noche, pero lo apresaremos y entonces lamentará haber nacido. Sabemos dónde buscarle -masculló el Chevalier.

– No lo creo, excelencia, porque no soy guerrillero y tampoco tengo el honor de ser uno de sus enemigos personales -sonrió Diego.

– ¿Quién es entonces?

– ¡Ssht! No levante la voz, recuerde que Agnés está en buena compañía… Mi nombre es Zorro, para servirle -murmuró Diego.


Obligado por su captor, el francés se dirigió a su mesa y escribió una breve nota en su papel personal, ordenando la libertad de los rehenes.

– Le agradecería que le pusiese su sello oficial, excelencia -le indicó Diego.

A regañadientes, el otro cumplió con lo que se le exigía, luego llamó a su valet, quien se asomó al umbral. Detrás de la puerta Diego lo apuntaba con su acero, listo para clavarlo a la primera sospecha.

– Manda un guardia con esto a La Ciudadela y dile que debe traérmelo de inmediato firmado por el jefe de la plaza, para estar seguro de que seré obedecido. ¿Me has entendido? -ordenó el Chevalier.

– Sí, excelencia -replicó el hombre y partió deprisa.

Diego aconsejó al Chevalier que regresara a su lecho, no fuera a enfriarse; la noche estaba fría y la espera podía ser larga. Lamentaba tener que imponerse de esa manera, agregó, pero tendría que hacerle compañía hasta que devolvieran la carta firmada. ¿No tenía un juego de ajedrez o de naipes para pasar el tiempo? El francés no se dignó responderle. Furioso, se introdujo bajo sus cobijas, vigilado por el enmascarado, quien se acomodó a los pies de la cama como si estuvieran entre íntimos amigos.

Se soportaron mutuamente en silencio por más de dos horas, y justo cuando Diego comenzaba a temer que algo hubiera salido mal, el valet golpeó la puerta con los nudillos y entregó a su amo el papel firmado por un tal capitán Fuguet.

– Hasta la vista, excelencia. Le ruego que le dé mis saludos a la bella Agnés -se despidió el Zorro.

Contaba con que el Chevalier creyera su amenaza y no armara alboroto antes de lo previsto, pero por precaución lo ató y amordazó. Trazó una gran letra zeta con la punta de la espada en la pared, enseguida dijo adiós con una reverencia burlona y se descolgó por el balcón.

Encontró el caballo, con los cascos envueltos en trapos para silenciarlos, esperándolo donde Bernardo lo había escondido. Desapareció sin provocar alarma, porque a esa hora nadie circulaba por las calles de Barcelona.


Al día siguiente los soldados pegaron proclamas en los muros de los edificios públicos anunciando que, como señal de buena voluntad de las autoridades, los rehenes habían sido perdonados. Al mismo tiempo se desencadenó una secreta cacería para dar con el atrevido que se hacía llamar Zorro. Lo último que esperaban los dirigentes de la guerrilla era un indulto gratuito para los rehenes, y fue tanto su desconcierto, que durante una semana no se registraron nuevos atentados contra los franceses en Cataluña.


El Chevalier no pudo evitar que se corriera la voz, primero entre criados y guardias del palacete, luego en todas partes, de que un insolente bandido había entrado a su propia habitación. Los catalanes se rieron a carcajadas de lo ocurrido y el nombre del misterioso Zorro anduvo de boca en boca por varios días, hasta que otros asuntos ocuparon la atención del pueblo y fue olvidado. Diego lo oyó en el Colegio de Humanidades, en las tabernas y en casa de la familia De Romeu. Se mordía la lengua para no jactarse en público y no confesarle su proeza a Amalia.

La gitana creía que se había salvado gracias al poder milagroso de los talismanes y amuletos, que llevaba siempre consigo, y la intervención oportuna del espíritu de su marido.

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