CUARTA PARTE España, fines de 1814-comienzos de 1815

He conseguido nuevas plumas de ganso para continuar con la juventud del Zorro. Demoraron un mes en llegar de México y entretanto he perdido el ritmo de la escritura. Veremos si lo recupero. Dejamos a Diego de la Vega huyendo de Rafael Moncada con las niñas De Romeu y Nuria en una España convulsionada por represión política, miseria y violencia. Nuestros personajes se encontraban en una difícil encrucijada, pero el galante Zorro no perdía el sueño por los peligros externos, sino por los sobresaltos de su rendido corazón.

El enamoramiento es una condición que suele nublar la razón de los hombres, pero no es grave, por lo general basta que el paciente sea correspondido para que recupere la cordura y empiece a olfatear el aire en busca de otras presas. Como cronista de esta historia, tendré algunos problemas con el final clásico de «se casaron y fueron muy felices». En fin, más vale que retomemos la escritura, antes de que me deprima.


Al cerrarse la puerta disimulada en los anaqueles de la biblioteca, Rafael Moncada quedó aislado en la cámara secreta. Sus gritos de socorro no llegaban al exterior, porque las gruesas paredes, libros, cortinajes y alfombras amortiguaban el sonido.

– Saldremos de aquí apenas oscurezca -dijo Diego de la Vega a Juliana, Isabel y Nuria-. Llevaremos lo mínimo indispensable para el viaje, tal como acordamos.

– ¿Estás seguro de que existe un mecanismo para abrir la puerta de la cámara desde adentro? -preguntó Juliana.

– No.

– Esta broma ha llegado demasiado lejos, Diego. No podemos echarnos encima la muerte de Rafael Moncada, y menos una muerte lenta y atroz en una tumba hermética.

– ¡Pero mira el daño que él nos ha hecho! -exclamó Isabel.

– No vamos a pagarle con la misma moneda, porque nosotros somos mejores personas que él -replicó tajante su hermana.

– No te preocupes, Juliana, tu enamorado no perecerá asfixiado en esta ocasión -se rió Diego.

– ¿Por qué no? -interrumpió Isabel, decepcionada.

Diego le plantó un codazo y procedió a explicarles que antes de irse le darían a Jordi una misiva para que fuera entregada a Eulalia de Callís en persona dentro de dos días. En ella irían las llaves de la casa y las instrucciones para encontrar y abrir la cámara. En caso que Rafael no hubiera logrado abrir la puerta, su tía lo rescataría. La mansión, como el resto de los bienes de la familia De Romeu, ahora pertenecía a esa señora, quien se haría cargo de socorrer a su sobrino predilecto antes de que éste se bebiera todo el coñac. Para asegurarse de que Jordi cumpliera la misión, le darían unos maravedíes, con la esperanza de que doña Eulalia lo premiaría con más al recibir la nota.


Salieron por la noche en uno de los coches de la familia, conducido por Diego. Juliana, Isabel y Nuria se despidieron con una última mirada de la gran casa donde habían transcurrido sus vidas. Atrás quedaban los recuerdos de una época segura y feliz; atrás quedaban los objetos que daban testimonio del paso de Tomás de Romeu por este mundo. Sus hijas no habían podido enterrarlo con decencia, sus restos fueron a parar a una fosa común, junto a los de los otros prisioneros fusilados en La Ciudadela. Lo único que conservaban era su retrato en miniatura, pintado por un artista catalán, en el cual aparecía joven, delgado, irreconocible.

Las tres mujeres presentían que en ese instante cruzaban un umbral definitivo y comenzaba otra etapa en sus vidas. Iban en silencio, temerosas y tristes. Nuria empezó a rezar a media voz el rosario y la dulce cadencia de las oraciones las acompañó un trecho, hasta que se durmieron. En el pescante, Diego azuzaba a los caballos y pensaba en Bernardo, como hacía casi a diario. Lo echaba tanto de menos, que solía sorprenderse hablando solo, como había hecho siempre con él. La callada presencia de su hermano, su pétrea firmeza para guardarle las espaldas y defenderlo de todo peligro, era justo lo que necesitaba. Se preguntó si sería capaz de ayudar a las niñas De Romeu o si, por el contrario, las llevaba a su perdición.

Su plan de cruzar España bien podía ser otra de sus locuras, esa duda lo martirizaba. Como sus pasajeras, estaba asustado. No era el miedo delicioso que precedía al peligro de un combate, ese puño cerrado en la boca del estómago, ese frío glacial en la nuca, sino el peso opresivo de una responsabilidad para la cual no estaba preparado. Si algo les sucedía a esas mujeres, sobre todo a Juliana… No, prefería no pensar en esa eventualidad. Gritó llamando a Bernardo y a su abuela Lechuza Blanca para que acudieran a apoyarlo, y su voz se perdió en la noche, tragada por el sonido del viento y los cascos de los caballos.


Sabía que Rafael Moncada los buscaría en Madrid y otras ciudades importantes, haría vigilar la frontera con Francia y revisar cada barco que saliera de Barcelona o de cualquier otro punto del Mediterráneo, pero suponía que no se le ocurriría perseguirlos hasta la otra costa. Pensaba burlarlo embarcándose rumbo a América en el puerto atlántico de La Coruña, porque nadie en su sano juicio escogería ir desde Barcelona hasta allí a tomar un barco. Sería muy difícil que un capitán de navío corriera el riesgo de amparar a fugitivos de la justicia, como le hizo ver Juliana, pero no se le ocurrió otra solución. Ya vería cómo resolver el problema de cruzar el océano; antes debía vencer los obstáculos de tierra firme.

Decidió avanzar lo más posible en las horas siguientes y enseguida desprenderse del coche, porque alguien podía haberlos visto salir de Barcelona.


Pasada la medianoche los caballos dieron muestras de fatiga y Diego consideró que se habían alejado lo suficiente de la ciudad como para descansar un rato. Aprovechando la luz de la luna, salió del camino y condujo el vehículo hacia un bosque, donde desenganchó a los animales y les permitió pastar. La noche estaba clara y fría. Los cuatro durmieron dentro del coche, arropados con mantas, hasta que Diego las despertó un par de horas más tarde, cuando todavía estaba oscuro, para compartir una merienda de pan con salchichón. Enseguida Nuria les repartió la ropa que usarían durante el resto del viaje: los hábitos de peregrino que ella misma había hecho para el caso de que Santiago de Compostela salvase la vida de Tomás de Romeu. Eran túnicas hasta media pierna, sombreros de ala ancha, largos bordones o pértigas de madera con las puntas curvas, de donde colgaban sendas calabazas para recoger agua.

Para precaverse contra el frío, se abrigaban con refajos y se protegían con calcetas y guantes de lana gruesa. Además, Nuria llevaba un par de botellas de un potente licor muy útil para olvidar penas. La dueña nunca imaginó que esos burdos sayos servirían para escapar con lo que quedaba de la familia y mucho menos que ella acabaría pagando la manda al santo, sin que éste cumpliera con su parte del trato. Le parecía una burla indigna de una persona tan seria como el apóstol Santiago, pero supuso que había algún oculto designio que le sería revelado en el momento oportuno.

Al principio, la idea de Diego le pareció astuta, pero después de darle una mirada al mapa se dio cuenta de lo que significaba cruzar España a pie por su parte más ancha. No era un paseo, era una epopeya. Les esperaban por lo menos dos meses de marcha a la intemperie, alimentándose con lo que lograran obtener de la caridad y durmiendo bajo las estrellas. Además, estaban en noviembre, llovía a cada rato y muy pronto amanecerían los suelos cubiertos de hielo. Ninguno de ellos tenía costumbre de caminar largos trechos y menos con sandalias de labrador. Nuria se permitió insultar entre dientes a Santiago y, de paso, decirle a Diego lo que pensaba de esa descabellada romería.


Una vez vestidos de peregrinos y desayunados, Diego decidió abandonar el coche. Cada uno tomó lo suyo, lo envolvió en una manta y se ató el bulto a la espada; el resto lo acomodaron sobre los dos caballos. Isabel cargaba la pistola de su padre oculta en la ropa. Diego llevaba su disfraz de Zorro en el bulto, del cual no fue capaz de desprenderse, y bajo el sayo dos dagas vizcaínas de doble filo, largas de un palmo. El látigo colgaba de su cintura, como siempre. Debió dejar la espada que le había regalado su padre en California y de la que hasta entonces no se había separado, porque resultaba imposible disimularla. Los peregrinos no andaban armados.

Proliferaban malandrines de la peor calaña por los caminos, pero por lo general no se interesaban en los viajeros que iban a Compostela, ya que hacían voto de pobreza por la duración de la travesía. Nadie podría imaginar que aquellos modestos caminantes tuvieran una pequeña fortuna en piedras preciosas cosida en la ropa. En nada se diferenciaban de los penitentes habituales, que acudían a postrarse ante el célebre Santiago, a quien se le atribuía el milagro de haber salvado a España de los invasores musulmanes.

Durante siglos los árabes salían victoriosos de las batallas gracias al invencible brazo de Mahoma, que los guiaba, hasta que un pastor encontró oportunamente los huesos de Santiago abandonados en un campo de Galicia. Cómo llegaron desde Tierra Santa hasta allí era parte del milagro. La reliquia logró unificar a los pequeños reinos cristianos de la región y resultó tan efectiva en la conducción de los bravos de España, que éstos expulsaron a los moros y recuperaron su suelo para la cristiandad.


Santiago de Compostela se convirtió en el sitio de peregrinaje más importante de Europa. Al menos así era el cuento de Nuria, sólo que un poco más adornado. La dueña creía que la cabeza del apóstol permanecía intacta y cada Viernes Santo derramaba lágrimas de verdad. Los supuestos restos estuvieron en un ataúd de plata bajo el altar de la catedral, pero en el afán de protegerlos de las excursiones del pirata Francis Drake, un obispo los hizo esconder tan bien que no pudieron encontrarlos por largo tiempo. Por esa razón, por la guerra y por falta de fe, había disminuido el número de peregrinos, que antes alcanzaba cientos de miles.

Quienes acudían al santuario desde Francia tomaban la ruta del norte, atravesando el País Vasco, y ésa fue la que escogieron nuestros amigos. Durante siglos, iglesias, conventos, hospitales y hasta los labradores más pobres ofrecían techo y comida a los viajeros. Aquella tradición hospitalaria resultaba conveniente para el pequeño grupo guiado por Diego, porque le permitía viajar sin el peso de vituallas.

Aunque los peregrinos eran raros en esa estación -preferían viajar en primavera y verano-, los amigos esperaban no llamar la atención, porque el fervor religioso había aumentado desde que los franceses se retiraron del país y muchos españoles habían prometido visitar al santo si ganaban la guerra.


Amanecía cuando volvieron al camino y echaron a andar. Ese primer día caminaron más de cinco leguas, hasta que Juliana y Nuria se dieron por vencidas porque les sangraban los pies y desfallecían de hambre. A eso de las cuatro de la tarde se detuvieron en una choza de campo, cuya dueña resultó ser una desgraciada mujer que había perdido a su marido en la guerra. Tal como les informó, no pereció en manos de los franceses, sino masacrado por españoles, que lo acusaron de esconder comida, en vez de entregarla a la guerrilla. Sabía quiénes eran los asesinos, les había visto bien las caras, labriegos como ella que aprovechaban los malos tiempos para cometer tropelías. No eran guerrilleros, sino delincuentes, que violaron a su pobre hija, loca de nacimiento, que no le hacía daño a nadie, y se llevaron sus animales.

– Se salvó una cabra, que correteaba en los cerros, -dijo. Uno de esos hombres tenía la nariz comida por la sífilis y el otro una cicatriz larga en la cara, los recordaba muy bien y no pasaba un día sin que los maldijera y clamara por venganza, agregó. Su única compañía era la hija, que mantenía atada a una silla para que no se arañara.

En la vivienda, un cubo de piedra y barro, chato, maloliente y sin ventanas, convivían la madre y la hija con una jauría de perros. La campesina tenía muy poco para dar y estaba cansada de recibir a mendigos, pero no quiso dejarlos a la intemperie. Por negar hospedaje a san José y la Virgen María, el Niño Dios nació en un pesebre, dijo. Creía que rehusar a un peregrino se pagaba con muchos siglos de sufrimiento en el purgatorio.


Los viajeros se sentaron en el suelo de tierra, rodeados por perros pulguientos, a reponerse un poco de la fatiga, mientras ella cocinaba unas patatas en las brasas y desenterraba un par de cebollas de su mísero huerto.

– Es todo lo que hay. Mi hija y yo no hemos comido otra cosa en meses, pero tal vez mañana consiga ordeñar a la cabra -dijo.

– Que Dios se lo pague, señora -murmuró Diego.

La única luz de la vivienda entraba por el hueco de la puerta, que de noche se cerraba con un cuero tieso de caballo, y del pequeño brasero donde se habían asado las patatas. Mientras ellos consumían el frugal alimento, la campesina los observaba de reojo con sus ojillos legañosos. Vio manos blancas y suaves, rostros nobles, portes esbeltos, recordó que andaban con dos caballos y sacó sus conclusiones.

No quiso averiguar detalles, pensó que mientras menos supiera, a menos problemas se exponía; no estaban los tiempos para hacer muchas preguntas.


Cuando sus huéspedes terminaron de comer, les prestó unas pieles de cordero mal curtidas y los condujo a un cobertizo, donde guardaba leña y mazorcas secas. Allí se instalaron. Nuria opinó que resultaba harto más acogedor que el interior de la casucha, con el olor de los perros y los bramidos de la loca.

Distribuyeron el espacio y los cueros y se aprontaron para una larga noche. Estaban acomodándose lo mejor posible, cuando reapareció la campesina trayendo un pocillo con grasa, que les entregó con la recomendación de usarlo para las magulladuras. Se quedó mirando al maltrecho grupo con una mezcla de desconfianza y curiosidad.

– De peregrinos, nada. Se ve que son gente fina. No quiero saber de qué huyen, pero aquí va un consejo gratis. Hay muchos bellacos en estos caminos. No hay que confiar. Mejor que no vean a las muchachas. Que se cubran las caras, por lo menos -agregó antes de dar media vuelta y partir.


Diego no sabía cómo aliviar la incomodidad de las mujeres, en especial de quien más le importaba, Juliana. Tomás de Romeu le había confiado a sus hijas y había que ver la condición en que estaban las desdichadas. Acostumbradas a colchón de plumas y sábanas bordadas, ahora reposaban los huesos sobre una pila de mazorcas y se rascaban las pulgas a dos manos. Juliana era admirable, no se había quejado ni una sola vez durante esa ardua jornada, incluso se comió la cebolla cruda de la cena sin comentarios.

En justicia, debía admitir que tampoco Nuria había puesto mala cara, y en cuanto a Isabel, bueno, parecía encantada con la aventura. El cariño de Diego por ellas había crecido al verlas tan vulnerables y valientes.

Sintió una ternura infinita por esos cuerpos lastimados y un deseo inmenso de aliviarles el cansancio, de abrigarlas del frío, de salvarlas de cualquier peligro. No le preocupaba tanto Isabel, quien tenía la resistencia de una potranca, ni Nuria, quien se las arreglaba con sorbos de licor, sino Juliana. Las sandalias de labrador le llenaron de ampollas los pies, a pesar de las medias de lana, y el roce del hábito le escoció la piel. ¿Y qué pensaba Juliana entretanto? No lo sé, pero imagino que en la luz agónica de la tarde Diego le pareció guapo. No se había afeitado en un par de días y la sombra oscura de la barba le daba un aire tosco y viril. Ya no era el muchacho torpe, intenso, flaco, pura sonrisa y orejas, que apareció en su casa cuatro años antes. Era un hombre.

Dentro de unos meses cumpliría veinte años bien vividos, había echado cuerpo y tenía aplomo. No estaba nada mal y además la quería con una conmovedora lealtad de cachorro. Juliana tendría que haber sido de piedra para no ablandarse.

El pretexto de la manteca curativa sirvió a Diego para acariciar los pies de su amada un buen rato y, de paso, distraerse de sus funestos pensamientos. Pronto prevaleció su naturaleza optimista y le ofreció extender el masaje hacia las pantorrillas. «No seas depravado, Diego», lo increpó Isabel, rompiendo el encanto en un santiamén.


Las hermanas se durmieron, mientras él volvía a rumiar sus variadas inquietudes. Concluyó que lo único venturoso de ese viaje sería Juliana, lo demás era sólo esfuerzo y agobio. Rafael Moncada y otros posibles pretendientes habían quedado fuera de la escena, por fin disponía de una oportunidad completa para conquistar a la bella: semanas y semanas en estrecha convivencia. Allí estaba, a menos de una vara de distancia, exhausta, sucia, dolorida y frágil.

Podía estirar la mano y tocar su mejilla arrebolada por el sueño, pero no se atrevía. Dormiría cada noche a su lado, como castos esposos, y compartiría con ella cada momento del día. Juliana no contaba con más protección que él en este mundo, situación que le favorecía enormemente.

Jamás se aprovecharía de esa ventaja, por supuesto -era un caballero-, pero no podía dejar de notar que en un solo día se había operado un cambio en ella. Juliana lo miraba con otros ojos. Se había acostado ovillada, tiritando bajo las pieles de cordero, en un rincón del cobertizo, pero al poco rato entró en calor y asomó media cabeza, buscando acomodo sobre las mazorcas. Por las ranuras de las tablas entraba el resplandor azul de la luna y alumbraba su rostro perfecto, abandonado en el sueño.

Diego deseaba que ese peregrinaje no terminara nunca. Se colocó tan cerca de ella, que podía adivinar la tibieza de su aliento y la fragancia de sus rizos oscuros. La buena campesina tenía razón, había que esconder su belleza, para no atraer la mala suerte. Si eran asaltados por una pandilla, mal podría defenderla él solo, ya que ni siquiera contaba con una espada. Existían sobrados motivos para angustiarse; sin embargo, nada pecaminoso había en dar rienda suelta a la fantasía; por lo tanto se distrajo imaginando a la doncella en terribles peligros y salvada una y otra vez por el invencible Zorro.

“Si no consigo enamorarla ahora, es que soy un babieca sin remedio”, masculló.


Juliana e Isabel despertaron con el canto del gallo y las sacudidas de Nuria, quien les había conseguido un tazón de leche de cabra recién ordeñada. Ella y Diego no habían descansado con la misma placidez de las niñas. Nuria rezó por horas, aterrada del futuro, y Diego descansó a medias, pendiente de la proximidad de Juliana, con un ojo abierto y una mano en la daga para defenderla, hasta que el tímido amanecer de invierno puso fin a esa eterna noche.

Los viajeros se aprontaron para iniciar otra jornada, pero a Juliana y Nuria las piernas apenas les obedecían, a los pocos pasos debieron apoyarse para no caer desplomadas. Isabel, en cambio, demostró su estado físico con varias flexiones, jactándose de las horas interminables que había pasado haciendo esgrima frente a un espejo.

Diego aconsejó que echaran a andar, para que se calentaran los músculos y pasara el agarrotamiento, pero no fue así, el dolor no hizo más que empeorar y al fin Juliana y Nuria debieron montar en los caballos, mientras Diego e Isabel cargaban los bultos.


Habría de pasar una semana completa antes de que pudieran cumplir la meta de seis leguas diarias que se habían propuesto al comenzar. Antes de partir agradecieron la hospitalidad a la campesina y le dejaron unos maravedíes, que ella se quedó mirando pasmada, como si nunca hubiera visto monedas.

En algunos trechos la ruta era un sendero de mulas, en otros, sólo un delgado rastro culebreando en la naturaleza. Una transformación inesperada se operó en los cuatro falsos peregrinos. La paz y el silencio los obligó a escuchar, mirar los árboles y las montañas con otros ojos, abrir el corazón a la experiencia única de pisar sobre las huellas de millares de viajeros que habían hecho ese camino durante nueve siglos. Unos frailes les enseñaron a guiarse por las estrellas, como hacían los viajeros en la Edad Media, y por las piedras y mojones marcados con el sello de Santiago, una concha de vieira, dejados por caminantes anteriores.

En algunas partes encontraron frases talladas en trozos de madera o escritas en desteñidos trozos de pergamino, mensajes de esperanza y deseos de buena suerte.


Aquel viaje a la tumba del apóstol se convirtió en una exploración de la propia alma. Iban en silencio, doloridos y cansados, pero contentos. Perdieron el miedo inicial y pronto se les olvidó que huían. Escucharon lobos por la noche y esperaban ver bandoleros en cualquier recodo del camino, pero avanzaban confiados, como si una fuerza superior los protegiera.

Nuria empezó a reconciliarse con Santiago, a quien había insultado cuando ejecutaron a Tomás de Romeu. Cruzaron bosques, extensas llanuras, montes solitarios, en un paisaje cambiante y siempre hermoso. Nunca les faltó hospedaje. Unas veces dormían en casas de labriegos, otras en monasterios y conventos. Tampoco les faltó pan o sopa, que gente desconocida compartía con ellos.

Una noche durmieron en una iglesia y despertaron con cantos gregorianos, envueltos en una niebla densa y azul, como de otro mundo. En otra ocasión descansaron en las ruinas de una pequeña capilla, donde anidaban millares de palomas blancas, enviadas, según Nuria, por el Espíritu Santo. Siguiendo el consejo de la campesina que los acogió la primera noche, las muchachas se tapaban la cara al aproximarse a lugares habitados.

En los villorrios y hostales, las hermanas se quedaban atrás, mientras Nuria y Diego se adelantaban a solicitar ayuda, haciéndose pasar por madre e hijo. Siempre se referían a Juliana e Isabel como si fueran varones y aclaraban que no mostraban la cara porque estaban deformados por la peste, así no despertaban interés de bandidos, gañanes y desertores del ejército, que vagaban por esos campos sin cultivar desde el comienzo de la guerra.


Diego calculaba la distancia y el tiempo que los separaba del puerto de La Coruña y agregaba a esta operación matemática sus avances con Juliana, que no eran espectaculares, pero al menos la joven parecía sentirse segura en su compañía y lo trataba con menos ligereza y más coquetería; se apoyaba en su brazo, permitía que le acariciara los pies, le preparara el lecho y hasta le diera cucharadas de sopa en la boca, cuando estaba demasiado cansada.

En las noches Diego esperaba que el resto del grupo se durmiera para acomodarse lo más cerca de ella que la decencia permitiese. Soñaba con ella y despertaba en la gloria, con un brazo sobre su cintura. Ella fingía no darse cuenta de esa creciente intimidad y durante el día actuaba como si jamás se hubiesen tocado, pero en la negrura de la noche facilitaba el contacto, mientras él se preguntaba si lo haría por frío, por miedo o por las mismas razones apasionadas que lo movían a él.

Aguardaba esos momentos con una ansiedad demente y los aprovechaba hasta donde podía. Isabel estaba al tanto de aquellos escarceos nocturnos y no tenía empacho en hacerles bromas al respecto. La forma en que se enteraba esa chiquilla resultaba un enigma, porque era la primera en dormirse y la última en despertar.


Aquel día habían andado varias horas y a la fatiga se sumaba la demora causada por una lesión en la pata de uno de los caballos, que lo obligaba a cojear. Se había puesto el sol y aún les faltaba un buen trecho para llegar a un convento, donde pensaban pernoctar. Vieron salir humo de una casa cercana y decidieron que valía la pena acercarse. Diego se adelantó, confiado en que sería bien recibido, porque parecía un lugar más bien próspero, al menos comparado con otros.

Antes de tocar la puerta advirtió a las niñas que se cubrieran, a pesar de la penumbra. Se envolvieron las caras con trapos provistos de huecos para los ojos, que ya estaban pardos de polvo y les daban un aspecto de leprosas. Les abrió un hombre que a contraluz se veía cuadrado, como un orangután. No podían distinguir sus facciones, pero a juzgar por su actitud y tono descortés no parecía complacido de verlos. De partida se negó a recibirlos con el pretexto de que no tenía obligación de socorrer a peregrinos, eso les correspondía a frailes y monjas, que para eso eran ricos. Agregó que si viajaban con dos caballos, no debían tener voto de pobreza y bien podían pagar sus gastos.

Diego regateó un rato y por fin el labriego aceptó darles algo de comer y permiso para dormir bajo techo a cambio de unas monedas que debieron entregar por adelantado. Los condujo a un establo, donde había una vaca y dos caballos percherones de labranza; les señaló un montón de paja para que se acomodaran y les anunció que volvería con algo de comer.

A la media hora, cuando empezaban a perder la esperanza de echarse algo al estómago, el hombre reapareció acompañado por otro. El establo estaba oscuro como una cueva, pero traían un farol. Dejaron en el suelo unas escudillas con una contundente sopa campesina, una hogaza de pan negro y media docena de huevos. Entonces Diego y las mujeres pudieron ver, a la luz del farol, que uno de ellos tenía la cara deformada por una cicatriz, que le atravesaba un ojo y la mejilla, y el otro carecía de nariz. Eran bajos, fuertes, sin cuello, con los brazos como leños y un aspecto tan patibulario, que Diego palpó sus dagas e Isabel su pistola.

Los siniestros personajes no se movieron de allí, mientras sus huéspedes cuchareaban la sopa y partían el pan, observando con malévola curiosidad a Juliana e Isabel, quienes procuraban comer por debajo del paño, sin descubrirse las caras.

– ¿Qué les pasa a ésas? -preguntó uno de ellos, señalando a las niñas.

– Fiebre amarilla -dijo Nuria, quien había oído a Diego mencionar esa peste, pero no sospechaba en qué consistía.

– Es una fiebre de los trópicos que corroe la piel, como ácido, pudre la lengua y los ojos. Deberían haber muerto, pero las salvó el apóstol. Por eso vamos en peregrinaje al santuario, para dar gracias -agregó Diego, inventando al vuelo.

– ¿Se pega? -quiso saber el anfitrión.

– De lejos no se pega, sólo por contacto. No hay que tocarlas -explicó Diego.

Los hombres no parecían muy convencidos, porque vieron las manos sanas y los cuerpos jóvenes de las niñas, que los sayos no lograban disimular. Además, sospecharon que esos peregrinos llevaban más dinero encima de lo habitual en esos casos y le echaron el ojo a los caballos. Aunque uno de ellos cojeaba un poco, eran animales de buena raza, algo debían valer. Por fin se retiraron con el farol, dejándolos sumidos en las sombras.


– Tenemos que irnos de aquí, esos sujetos son terroríficos -susurró Isabel.

– No podemos viajar de noche y debemos descansar, yo montaré guardia -contestó Diego en el mismo tono.

– Dormiré un par de horas y luego te reemplazaré en la vigilancia -propuso Isabel.

Aún tenían los huevos crudos, a cuatro de los cuales Nuria hizo un hueco en la cáscara, para sorberlos, y los dos restantes los guardó.

– Lástima que les tengo miedo a las vacas, si no podíamos obtener algo de leche -suspiró la dueña. Luego le pidió a Diego que saliera por un rato, para que las muchachas pudieran lavarse con un trapo mojado.

Por fin se acomodaron con las mantas sobre la paja y se durmieron.


Transcurrieron alrededor de tres o cuatro horas, mientras a Diego se le caía la cabeza sentado, con las dagas al alcance de la mano, muerto de fatiga, haciendo esfuerzos por mantener los ojos abiertos. De repente lo sacudió el ladrido de un perro y se dio cuenta de que se había dormido. ¿Cuánto rato? No tenía idea, pero el sueño era un placer prohibido en aquellas circunstancias. Para despabilarse salió del establo, respirando a todo pulmón el aire helado de la noche. En la casa aún salía humo por la chimenea y brillaba una luz en el único ventanuco del sólido muro de piedra, eso le permitió calcular que tal vez no había pasado tanto tiempo dormido, como temía. Decidió alejarse un poco para hacer sus necesidades.

Al regresar momentos más tarde, vio unas siluetas en movimiento y adivinó que eran los dos labriegos dirigiéndose al establo con sospechoso sigilo. Llevaban algo contundente en las manos, tal vez fusiles o garrotes. Comprendió que, contra esos brutos armados, sus dagas de corto alcance serían poco efectivas. Desenrolló el látigo de su cintura y de inmediato sintió el frío en la nuca que siempre le preparaba para una pelea. Sabía que Isabel tenía la pistola lista, pero la había dejado durmiendo y además la muchacha jamás había disparado un arma. Contaba con la ventaja de la sorpresa, pero no podía actuar en esa oscuridad.

Rogando para no ser delatado por los perros, siguió a los hombres hasta el establo. Por unos minutos reinó absoluto silencio, mientras los malhechores se aseguraban de que sus infelices huéspedes estuvieran perdidos en el sueño. Una vez tranquilizados, encendieron un candil y vieron las figuras postradas sobre la paja. No se dieron cuenta de que faltaba uno, porque confundieron la manta de Diego con otro cuerpo tapado. En eso uno de los caballos relinchó e Isabel se sentó sobresaltada. Tardó unos instantes en recordar dónde estaba, ver a los hombres, darse cuenta de la situación y tratar de empuñar la pistola, que había dejado preparada bajo su cobija. No alcanzó a completar el gesto, porque un par de rugidos de los sujetos, que blandían gruesos leños, la heló en su sitio. Para entonces también Juliana y Nuria se habían despabilado.

– ¿Qué quieren? -gritó Juliana.

– ¡A vosotras, rameras, y el dinero que lleváis! -replicó uno de los hombres, aproximándose con el palo en alto.

Y entonces, en la luz vacilante de la llama, los desalmados vieron los rostros de sus víctimas. Con una exclamación de absoluto terror retrocedieron deprisa y se encontraron frente a Diego, quien ya tenía el brazo en el aire. Antes de que pudieran reponerse del susto, el látigo había descendido con un chasquido seco sobre el más próximo, arrancándole el bastón y un grito de dolor. El otro se abalanzó sobre Diego, quien esquivó el garrotazo y le propinó una patada en el vientre, que lo dobló en dos. Pero ya el primero se reponía del latigazo y saltaba sobre el joven con una agilidad inesperada en alguien tan pesado, cayéndole encima como un saco de piedras.

El látigo resultaba inútil en la lucha cuerpo a cuerpo, y el campesino tenía a Diego cogido por la muñeca con que sostenía la daga. Lo aplastó contra el suelo, buscándole la garganta con una mano, mientras le sacudía el brazo armado con la otra. Tenía una garra poderosa y una fuerza descomunal. Su aliento fétido y su asquerosa saliva le dieron al joven en la cara, mientras se defendía desesperado, sin comprender cómo esa bestia había logrado en un instante lo que el experto luchador Julio César no pudo en el examen de valor de La Justicia. Con el rabillo del ojo alcanzó a darse cuenta de que el otro tipo había logrado enderezarse y echaba mano del palo. Había más luz, porque el candil había rodado por el suelo y la paja empezaba a arder. En ese instante estalló un fogonazo y el hombre que estaba de pie cayó bramando como un león. Eso distrajo durante una fracción de segundo al que estaba sobre Diego, tiempo suficiente para que éste se lo quitara de encima con un feroz rodillazo en la ingle.

El impacto del balazo tiró a Isabel sentada al suelo. Había disparado casi a ciegas, sujetando el arma a dos manos, y por una afortunada casualidad le pulverizó una rodilla a su atacante. No podía creerlo. La idea de que un leve movimiento de su dedo en el gatillo tuviera tales consecuencias apenas le entraba en la cabeza. Una orden perentoria de Diego, que mantenía al otro fulano inmovilizado con su látigo, la sacó del trance.

– ¡Vamos! ¡El establo se quema! ¡Hay que sacar a los animales!

Las tres mujeres se pusieron en acción para salvar a la vaca y los caballos, que relinchaban de pavor, mientras Diego arrastraba hacia fuera a los dos forajidos, uno de los cuales seguía rugiendo de dolor, con la pierna convertida en pulpa y encharcado en sangre.


El establo ardió como una inmensa hoguera, alumbrando la noche. En esa claridad Diego vio los rostros de Juliana e Isabel, que tanto habían espantado a sus asaltantes, y él también lanzó una exclamación de horror. La piel, amarillenta y cuarteada, como cuero de cocodrilo, brillaba purulenta en algunas partes y en otras se había secado como una costra, tironeando las facciones. Los ojos estaban deformados, los labios habían desaparecido, las niñas eran dos monstruos.

– ¿Qué pasó? -gritó Diego.

– Fiebre amarilla -se rió Isabel.

La idea había sido de Nuria. La dueña sospechó que sus aviesos anfitriones podían atacarlos durante la noche. Conocía la maldad de esos tipos por la descripción que hizo de ellos la campesina, a cuyo marido habían asesinado. Se acordó de una antigua receta de belleza para aclarar la piel, a base de yemas, que las españolas aprendieron de las mujeres musulmanas, y usó el par de huevos que sobraron de la cena para pintar las caras de las niñas. Al secarse se convirtieron en máscaras agrietadas de un color repugnante.

– Se quita con agua y hace mucho bien para el cutis -explicó Nuria, ufana.

Vendaron la herida del gañán de la cicatriz, que gritaba y gritaba como un torturado, para impedir al menos que se desangrara, aunque había pocas esperanzas de que salvara la pierna destrozada por el balazo. Al otro lo dejaron bien atado a una silla, pero no lo amordazaron, para que pudiera pedir auxilio. La casa no quedaba lejos del camino y más de algún pasante podría oírlo.

– Ojo por ojo, diente por diente, todo se paga en esta vida o en el infierno -fueron las palabras de despedida de Nuria.

Se llevaron un jamón, que colgaba de una viga en la casa, y los dos caballos percherones, lentos y pesados. No eran buenas cabalgaduras, pero siempre sería mejor que caminar; además, no deseaban dejar medios de transporte a ese par de bandidos, para que no pudieran darles alcance.


El incidente con el hombre sin nariz y su compinche de la cara acuchillada sirvió a los viajeros para ser más precavidos. A partir de entonces decidieron que se hospedarían sólo en los sitios designados desde tiempos inmemoriales para los peregrinos.

Después de varias semanas de marcha por los caminos del norte, los cuatro bajaron de peso y se les curtió el cuerpo y el alma. La luz les tostó la piel, el aire seco y las heladas se la agrietó. El rostro de Nuria se convirtió en un mapa de finas arrugas y los años le cayeron encima de súbito. Esa mujer, antes tiesa, aparentemente sin edad, ahora arrastraba los pies y se le había encorvado un poco la espalda, pero lejos de afearla, eso la embellecía. Se le relajó la expresión adusta y empezó a aflorarle un humor socarrón de abuela excéntrica que antes no había manifestado. Además, se veía mejor con el sencillo sayo de peregrina que con el severo uniforme negro y toca que había usado toda su vida.

Las curvas de Juliana desaparecieron, se veía más pequeña y joven, con los ojos enormes y las mejillas partidas y rojas. Tomaba la precaución de echarse lanolina en la piel, para protegerse del sol, pero no pudo evitar el impacto de la intemperie. Isabel, fuerte y delgada, fue quien menos sufrió con el viaje. Se le afilaron las facciones y adquirió un tranco largo y seguro que le daba un aspecto viril. Nunca había sido más feliz, estaba hecha para la libertad. «¡Maldición! ¿Por qué no nací hombre?», exclamó en una ocasión.

Nuria le plantó un pellizco con la advertencia de que semejante blasfemia podía conducirla directa a las pailas de Satanás, pero luego se echó a reír de buena gana y comentó que, de haber nacido varón, Isabel habría sido como Napoleón, por la mucha guerra que siempre daba.

Se adaptaron a las rutinas impuestas por la marcha. Diego asumió el mando en forma natural, tomaba decisiones y daba la cara ante extraños. Procuraba que las mujeres dispusieran de cierta privacidad para sus necesidades más íntimas, pero no las perdía de vista por más de unos minutos. Bebían y se lavaban en los ríos, para eso llevaban las calabazas, símbolo de los peregrinos.


Con cada legua recorrida fueron olvidando las comodidades del pasado, un pedazo de pan les sabía a cielo, un sorbo de vino era una bendición. En un monasterio les dieron tazones de chocolate dulce y espeso, que saborearon lentamente, sentados en un banco al aire libre. Durante varios días no pensaron en otra cosa, no recordaban haber sentido jamás un placer tan absoluto como esa caliente y aromática bebida bajo las estrellas.

Durante el día se mantenían con los restos de la comida recibida en los hospedajes: pan, queso duro, una cebolla, un trozo de salchichón. Diego llevaba algo de dinero a mano para emergencias, pero procuraban no usarlo; los peregrinos sobrevivían de caridad. Si no había más remedio que pagar por algo, regateaba largamente, hasta que lo conseguía casi regalado, así no levantaba sospechas.

Habían cruzado medio País Vasco cuando el invierno se dejó caer sin compasión. Chapuzones súbitos los calaban hasta los huesos y las heladas los mantenían tiritando bajo las mantas mojadas. Los caballos iban al paso, agobiados también por el clima. Las noches eran más largas, la bruma más densa, la marcha más lenta, la escarcha más gruesa y el viaje más difícil, pero el paisaje resultaba de una belleza sobrecogedora. Verde y más verde, colinas de terciopelo verde, bosques inmensos en todos los tonos de verde, ríos y cascadas de cristalinas aguas verde esmeralda. Por largos trechos la huella se perdía en la humedad del suelo, para reaparecer más adelante en la forma de un delicado sendero entre los árboles, o las losas gastadas de una antigua ruta romana.

Nuria convenció a Diego de que valía la pena gastar dinero en licor, lo único que lograba calentarlos por las noches y hacerles olvidar las penurias de la jornada. A veces debían permanecer un par de días en un hospedaje, porque llovía demasiado y necesitaban reponer fuerzas, entonces aprovechaban para escuchar las historias de otros viajeros y de los religiosos, que habían visto pasar a tantos pecadores por el camino de Santiago.


Un día, a mediados de diciembre, se encontraban aún lejos de la próxima aldea y no habían visto casas hacía un buen trecho, cuando divisaron entre los árboles varias luces trémulas como indecisas hogueras. Decidieron aproximarse con cautela, porque podían ser desertores del ejército, más peligrosos que cualquier felón. Solían vagar en grupos, zaparrastrosos, armados hasta los dientes y dispuestos a todo. En el mejor de los casos, esos veteranos de guerra sin trabajo se alquilaban como mercenarios para pelear a sueldo, zanjar reyertas, cumplir venganzas, y otras ocupaciones poco honorables pero preferibles a la de bandido. No tenían más vida que sus aceros, y la idea de un trabajo manual les resultaba impensable.

En España sólo trabajaban los labriegos, quienes con el sudor de sus lomos mantenían el peso inmenso del imperio, desde el rey hasta el último esbirro, picapleitos, fraile, tahúr, paje, buscona o pordiosero.

Diego dejó a las mujeres bajo unos arbustos, protegidas por la pistola, que Isabel había finalmente aprendido a usar, mientras él averiguaba el significado de aquellos remotos destellos. A poco andar se halló cerca y pudo comprobar que, tal como había imaginado, se trataba de varias fogatas. Sin embargo, no creyó que fuese una pandilla de bandoleros ni desertores, porque le llegó la melodía débil de una guitarra. El corazón le dio una patada en el pecho al reconocer esa música, un canto apasionado de despecho y lamento que Amalia solía bailar, con revuelo de faldas y una sonajera de castañuelas, mientras el resto de la tribu marcaba el ritmo con panderetas y palmas.

No era original, todos los gitanos tocaban canciones similares.

Se aproximó al paso sobre su caballo y distinguió en un claro del bosque varias carpas y fogatas. «¡Dios me ampare!», musitó, a punto de gritar de alivio porque allí estaban sus amigos. No le cupo dudas, era la familia de Amalia y Pelayo. Varios hombres de la tribu se adelantaron a averiguar quién era el intruso y en la luz gris del atardecer vieron a un monje desharrapado y barbudo que avanzaba hacia ellos sobre un pesado caballo de labranza. No lo reconocieron hasta que él saltó al suelo y corrió hacia ellos, porque lo último que esperaban era volver a ver a Diego de la Vega y mucho menos en hábito de peregrino.

– ¿Qué demonios te ha pasado, hombre? -exclamó Pelayo, dándole una palmada afectuosa en el hombro, y Diego no supo si le corrían por la cara lágrimas o nuevas gotas de lluvia.


El gitano lo acompañó a buscar a Nuria y las niñas. Una vez sentados en torno a la hoguera, los viajeros contaron a grandes rasgos sus recientes peripecias, desde la ejecución de Tomás de Romeu hasta lo ocurrido con Rafael Moncada, omitiendo los altibajos menores de la fortuna, que nada aportaban a la historia.

– Como veis, somos fugitivos y no peregrinos. Tenemos que llegar a La Coruña, a ver si allí podemos embarcarnos a América pero aún nos falta la mitad del camino y el invierno nos muerde los talones. ¿Podríamos seguir viaje con vosotros? -les preguntó Diego.

Los Roma nunca habían recibido una solicitud de esa clase por parte de un gadje. Por tradición, desconfiaban de los extraños, sobre todo cuando éstos demostraban buenas intenciones, porque lo más probable era que llevaran una víbora escondida en la manga, pero habían tenido ocasión de conocer a fondo a Diego y lo estimaban. Se apartaron para consultarlo entre ellos. Dejaron al grupo de gadjes secándose las ropas junto al fuego y se retiraron a una de las tiendas, hecha con trozos de diversas telas, andrajosa y llena de hoyos, que a pesar de su lamentable aspecto ofrecía buen resguardo contra los caprichos del clima.

La asamblea de la tribu, llamada kris, duró buena parte de la noche. Dirigía Rodolfo, el Rom baro, el hombre de más edad, patriarca, consejero y juez, quien conocía las leyes de los Roma. Esas leyes no habían sido escritas o codificadas, pasaban de una generación a otra en la memoria de los Rom baro, quienes las interpretaban de acuerdo a las condiciones de cada época y lugar.

Sólo los varones podían participar en las decisiones, pero las costumbres se habían relajado en esos años de miseria y las mujeres no se quedaron calladas, en especial Amalia, quien les recordó que en Barcelona habían salvado el cuello gracias a Diego y además éste les había dado una bolsa con dinero que les permitió escapar y sobrevivir.

De todos modos, algunos miembros del clan votaron en contra porque consideraban que la prohibición de convivir con gadjes era más fuerte que cualquier forma de gratitud. Toda asociación no comercial con los gadjes acarreaba marimé, o mala suerte, dijeron.

Por fin lograron ponerse de acuerdo y Rodolfo zanjó la cuestión con un veredicto inapelable. Habían visto mucha traición y maldad en sus vidas, dijo, y debían apreciar cuando alguien les tendía una mano, para que nadie pudiera decir que los Roma eran desagradecidos. Pelayo partió a comunicárselo a Diego. Lo encontró durmiendo por tierra, apretado a las mujeres, todos encogidos de frío, porque ya la fogata se había apagado. Parecían una patética carnada de cachorros.

– La asamblea aprobó que viajéis con nosotros hasta el mar, siempre que podáis vivir como los Roma y no violéis ninguna de nuestras leyes -les notificó.


Los gitanos estaban más pobres que nunca. No tenían sus carromatos, quemados por los soldados franceses el año anterior, y sus tiendas habían sido reemplazadas por otras más harapientas, pero habían conseguido caballos y tenían fraguas, cacerolas y un par de carretas para transportar sus pertenencias. Habían pasado necesidades, pero estaban intactos, no faltaba ni uno solo de los niños. El único que se veía mal era Rodolfo, el gigante, que antes levantaba un caballo en brazos y ahora tenía trazas de tuberculoso. Amalia estaba idéntica, pero Petrina se había convertido en una adolescente espléndida que ya no entraba en un frasco de aceitunas por mucho que se doblara. Estaba comprometida para casarse con un primo lejano de otra tribu, a quien nunca había visto. La boda se llevaría a cabo en el verano, después de que la familia del novio pagara el darro, dinero para compensar a la tribu por la pérdida de Petrina.

Juliana, Isabel y Nuria fueron instaladas en la tienda de las mujeres. Al principio la dueña estaba aterrorizada, creía que los gitanos planeaban raptar a las niñas De Romeu y venderlas como concubinas a los moros en el norte de África. Habría de pasar una semana antes de que se atreviera a quitarles la vista de encima a las niñas y una más antes de dirigir la palabra a Amalia, quien estaba encargada de enseñarles las costumbres para evitar ofensivas faltas de etiqueta. Ella les dio faldas amplias, blusas descotadas y chales con flecos del vestuario común de las mujeres, todo viejo y sucio, pero de colores vistosos y, en todo caso, más cómodo y abrigado que los sayos de peregrino.

Los Roma creían que las mujeres son impuras de la cintura a los pies, de modo que mostrar las piernas era una ofensa muy grave; debían lavarse río abajo, lejos de los hombres, sobre todo en los días en que menstruaban. Se consideraban inferiores a los varones, a quienes debían sumisión. Los alegatos furibundos de Isabel no sirvieron de nada, igual tenía que pasar por detrás de los hombres, nunca por delante, y no podía tocarlos, porque eso los contaminaría. Amalia les explicó que siempre estaban rodeados de espíritus, a quienes debían apaciguar con hechizos. La muerte era un acontecimiento antinatural, que enojaba a la víctima, por eso había que cuidarse de la venganza de los difuntos.

Rodolfo parecía enfermo, eso tenía al clan muy preocupado, sobre todo porque recientemente se escuchó canto de lechuzas, augurio de muerte. Habían enviado mensajes a familiares lejanos para que acudieran a despedirse de él con el debido respeto antes de su partida al mundo de los espíritus. Si Rodolfo se iba con rencores o de mal talante, podía volver convertido en mulo. Por si acaso, habían hecho los preparativos para la ceremonia del funeral, a pesar de que el mismo Rodolfo se burlaba, convencido de que viviría varios años más.

Amalia les enseñó a leer el destino en las palmas de las manos, en las hojas del té y en bolas de vidrio, pero ninguna de las tres gadje demostró tener las condiciones de una verdadera drabardi. En cambio aprendieron el uso de ciertas hierbas medicinales y a cocinar al estilo Roma. Nuria incorporó a las recetas básicas de la tribu -estofado de vegetales, conejo, venado, jabalí, puercoespín- sus conocimientos de comida catalana, con excelentes resultados. Los Roma repudiaban la crueldad con los animales, sólo podían matarlos por necesidad. Había algunos perros en el campamento, pero ningún gato, pues tenían reputación de impuros.

Entretanto, Diego debió resignarse a observar a Juliana de lejos, porque era de muy mala educación acercarse a las mujeres sin un propósito específico. El tiempo que ya no empleaba en la contemplación de su amada lo aprovechó para aprender a montar a caballo como un verdadero Roma. Se había criado galopando en las vastas planicies de Alta California y estaba orgulloso ser buen jinete, hasta que pudo admirar las acrobacias de Pelayo y los otros hombres del clan. En comparación, él era un principiante.

Nadie en el mundo sabía más de caballos que esa gente. No sólo los criaban, entrenaban y curaban si estaban enfermos, también podían comunicarse con ellos con palabras, como hacía Bernardo. Ningún gitano usaba fusta, porque golpear a un animal se consideraba la peor cobardía.

A la semana Diego podía deslizarse al suelo en plena carrera, dar una vuelta en el aire y caer sentado al revés en el lomo de su corcel; era capaz de saltar de una cabalgadura a otra y también galopar de pie entre dos, con un pie sobre cada una, sujeto sólo por las riendas. Procuraba hacer estas acrobacias frente a las mujeres o, mejor dicho, donde Juliana pudiera verlo, así compensaba un poco la frustración de estar separados.

Se vestía con la ropa de Pelayo, calzón a la rodilla, botas altas, blusa de mangas amplias, chaleco de cuero, un pañuelo en la cabeza -que desgraciadamente ponía en evidencia sus orejas- y un mosquete al hombro. Se veía tan viril con sus flamantes patillas, su piel dorada y sus ojos de caramelo, que hasta la misma Juliana solía admirarlo de lejos.

La tribu acampaba por varios días cerca de algún pueblo, donde los hombres ofrecían sus servicios en la doma de caballos o en trabajos de metal, mientras las mujeres veían la suerte y vendían sus pócimas y hierbas curativas. Una vez que se agotaba la clientela, seguían viaje al pueblo siguiente.

Por las noches comían en torno al fuego y después siempre se contaban historias y había música y danza. En los ratos de descanso, Pelayo encendía la fragua y trabajaba en la fabricación de una espada que le había prometido a Diego, un arma muy especial, mejor que cualquier sable toledano, como dijo, hecha con una combinación de metales cuyo secreto tenía mil quinientos años de historia y provenía de la India.

– Antiguamente las armas de los héroes se templaban atravesando el cuerpo de un prisionero o un esclavo con la hoja al rojo, recién salida de la fragua -comentó Pelayo.

– Me conformo con que templemos la mía en el río -replicó Diego-. Es el regalo más precioso que he recibido. La llamaré Justina, porque estará siempre al servicio de causas justas.


Diego y sus amigas vivieron y viajaron en compañía de los Roma hasta febrero. Tuvieron dos breves encuentros con guardias, que no perdían ocasión de hacer valer su autoridad y molestar a los gitanos, pero no se dieron cuenta de que había extraños entre la gente de la tribu. Diego dedujo que nadie los buscaba tan lejos de Barcelona y que su idea de huir en dirección al Atlántico no había sido tan absurda como parecía al principio.


Pasaron la peor parte del invierno protegidos del clima y los peligros del camino en el seno tibio de la tribu, que los acogió como nunca antes había acogido a ningún gadje. Diego no tuvo que defender a las muchachas de lo hombres, porque la posibilidad de desposar a una extranjera no se les pasaba por la mente. Tampoco parecían impresionados con la belleza de Juliana, en cambio les llamaba la atención que Isabel practicara esgrima y se esmerara en aprender a montar a caballo como los hombres.

Durante esas semanas nuestros amigos recorrieron lo que les faltaba del País Vasco, Cantabria y Galicia, hasta que por fin se hallaron a las puertas de La Coruña. Por un afán sentimental, Nuria pidió que le permitieran ir a Compostela a ver la catedral y postrarse ante la tumba de Santiago. Había terminado por hacerse amiga del apóstol, una vez que entendió su torcido sentido del humor. La acompañó la tribu entera.

La ciudad, con sus angostas callejuelas y pasajes, casas antiguas, tiendas de artesanía, hostales, mesones, tabernas, plazas y parroquias, se extendía en capas concéntricas en torno al sepulcro, uno de los ejes espirituales de la cristiandad.

Era un día claro, de cielos despejados, con un frío vigorizante. La catedral apareció ante ellos en todo su milenario esplendor, deslumbrante y soberbia, con sus arcos y espigadas torres.


Los Roma alborotaron la paz proclamando a viva voz sus baratijas, sus métodos de adivinación y sus pócimas para curar males y resucitar muertos. Entretanto, Diego y sus amigas, como todos los viajeros que llegaban a Compostela, se arrodillaron ante el pórtico central de la basílica y pusieron las manos en la base de piedra. Habían cumplido su peregrinaje, era el fin de un largo camino. Dieron gracias al apóstol por haberlos protegido y le pidieron que no los abandonara todavía, que los ayudara a cruzar el mar a salvo.

No habían terminado de formular las palabras, cuando Diego se dio cuenta de que a escasos pasos de distancia había un hombre de rodillas que rezaba con exagerado fervor. Estaba de perfil, apenas alumbrado por los reflejos multicolores de los vitrales, pero lo reconoció de inmediato, a pesar de que no lo había visto en cinco años. Era Galileo Tempesta.

Esperó a que el marinero terminara de golpearse el pecho y se persignara, para aproximarse. Tempesta se volvió, extrañado al verse abordado por un gitano de grandes patillas y bigotes.

– Soy yo, señor Tempesta, Diego de la Vega…

Porca miseria, Diego! -exclamó el cocinero, y con sus músculos de piedra lo levantó un palmo del suelo en efusivo abrazo.

– ¡Chisss! Más respeto, están en la catedral -los increpó un fraile.


Salieron al aire libre, eufóricos, palmoteándose las espaldas, sin creer la suerte de haberse encontrado, aunque aquella casualidad era perfectamente explicable. Galileo Tempesta seguía trabajando de cocinero en la Madre de Dios y el barco estaba anclado en La Coruña cargando armas para llevar a México. Tempesta había aprovechado esos días de permiso en tierra para visitar al santo y rogarle que lo curara de un mal impronunciable. En susurros confesó que había contraído una enfermedad vergonzosa en el Caribe, castigo divino por sus pecados, sobre todo el hachazo que le propinara a su infeliz esposa años atrás, un lamentable exabrupto, es cierto, aunque ella se lo merecía. Sólo un milagro podía curarlo, agregó.

– No sé si el apóstol se dedica a este tipo de milagros, señor Tempesta, pero se me ocurre que Amalia podría ayudaros.

– ¿Quién es Amalia?

– Una drabardi. Nació con el don de leer el destino ajeno y curar enfermedades. Sus remedios son muy efectivos.

– ¡Bendito sea Santiago, que la puso en mi camino! ¿Ve cómo se operan los milagros, joven De la Vega?

– A propósito de Santiago, ¿qué ha sido del capitán Santiago de León? -preguntó Diego.

– Sigue al mando de la Madre de Dios y está más excéntrico que nunca, pero se pondrá muy contento al saber de usted.

– Tal vez no, porque ahora soy un fugitivo de la ley…

– Mayor razón, entonces. ¿Para qué son los amigos si no es para tender una mano cuando falla la suerte? -lo interrumpió el cocinero.


Diego lo llevó a una esquina de la plaza, donde varias gitanas vendían profecías, y se lo presentó a Amalia, quien escuchó su confesión y aceptó tratar su mal por un precio bastante elevado.

Dos días más tarde Galileo Tempesta arregló una cita entre Diego y Santiago de León en una taberna de La Coruña. Apenas el capitán se convenció de que ese gitano era el mozalbete que había transportado en su nave en 1810, se dispuso a escuchar su historia completa.

Diego le dio un resumen de sus años en Barcelona y le contó de Juliana e Isabel de Romeu.

– Existe una orden de arresto contra esas pobres niñas. De ser apresadas terminarían en prisión o deportadas a las colonias.

– ¿Qué fechoría pueden haber cometido esas criaturas?

– Ninguna. Son víctimas de un villano despechado. Antes de morir, el padre de las niñas, don Tomás de Romeu, me pidió que las llevara a California y las pusiera bajo la protección de mi padre, don Alejandro de la Vega. ¿Puede usted ayudarnos a llegar a América, capitán?

– Trabajo para el gobierno de España, joven De la Vega. No puedo transportar fugitivos.

– Sé que usted lo ha hecho otras veces, capitán…

– ¿Qué insinúa, señor?

Por toda respuesta Diego se abrió la camisa y le mostró el medallón de La Justicia, que siempre llevaba al cuello.

Santiago de León observó la joya por unos segundos y por primera vez Diego lo vio sonreír. Su rostro de ave taciturna cambió por completo y su tono se dulcificó al reconocer a un compañero. Aunque la sociedad secreta estaba temporalmente inactiva, ambos estaban tan atados como antes al juramento de proteger a los perseguidos. De León explicó que su nave debía partir dentro de unos días. El invierno no era la mejor estación para atravesar el océano, pero peor era el verano, cuando se desataban los huracanes.

Debía transportar con urgencia su cargamento de armas para combatir la insurrección en México, treinta cañones desarmados, mil mosquetes, un millón de municiones de plomo y pólvora. De León lamentaba que su profesión y las necesidades económicas le obligaran a ello, porque consideraba legítima la lucha de todos los pueblos por su independencia. España, decidida a recuperar sus colonias, había enviado diez mil hombres a América. Las fuerzas realistas habían reconquistado Venezuela y Chile en una lucha cruenta, de mucha sangre y atrocidades. También la insurrección mexicana había sido sofocada. «Si no fuera por mi leal tripulación, que ha estado conmigo por muchos años y necesita este trabajo, dejaría el mar para dedicarme exclusivamente a mis mapas», explicó el capitán.

Acordaron que Diego y las mujeres subirían a bordo amparados por las sombras y permanecerían ocultos en la nave hasta encontrarse en alta mar. Nadie, salvo el capitán y Galileo Tempesta, conocería la identidad de los pasajeros. Diego se lo agradeció conmovido, pero el capitán replicó que sólo cumplía con su obligación. Cualquier miembro de La Justicia haría lo mismo en su lugar.


La semana se fue en prepararse para el viaje. Debieron descoser los refajos para sacar los doblones de oro, porque deseaban dejar algo a los Roma, que tan bien los habían acogido, y necesitaban comprar ropa adecuada y otras cosas indispensables para el viaje. El puñado de piedras preciosas fue cosido de nuevo en los dobleces de las prendas interiores. Tal como les había indicado el banquero, no había mejor manera de transportar dinero en tiempos de dificultad.

Las muchachas escogieron vestidos prácticos y sencillos, adecuados a la vida que les aguardaba, todos negros, porque por fin podían guardar luto por su padre. No había mucho para elegir en las modestas tiendas de los alrededores, pero consiguieron algunas piezas de ropa y accesorios en un barco inglés anclado en el puerto. Por su parte, Nuria le había tomado el gusto a los trapos de colores durante su estadía con los gitanos, pero también debía usar el negro por lo menos durante un año, en memoria de su difunto amo.


Diego y sus amigas se despidieron de la tribu Roma con pesar, pero sin expresiones sentimentales, que habrían sido mal recibidas entre aquella gente endurecida por el hábito de sufrir. Pelayo le entregó a Diego la espada que había forjado para él, un arma perfecta, fuerte, flexible y liviana, tan bien equilibrada, que se podía lanzar al aire con una voltereta y recogerla por la empuñadura sin el menor esfuerzo. En el último momento Amalia intentó devolver a Juliana la tiara de perlas, pero ésta se negó a recibirla, pretextando que deseaba dejarle un recuerdo. «No necesito esto para acordarme de vosotros», replicó la gitana con un gesto casi despectivo, pero se la guardó.


Se embarcaron durante una noche de principios de marzo, unas horas después de que los guardias del puerto subieran a bordo a revisar la carga y autorizar al capitán para levar el ancla. Galileo Tempesta y Santiago de León condujeron a sus protegidos a las cabinas que les habían asignado. La nave había sido remodelada un par de años antes y estaba en mejores condiciones que en el primer viaje de Diego, ahora contaba con espacio para cuatro pasajeros en cubículos individuales a cada lado de la sala de oficiales, en la popa. Cada uno tenía una cama de madera colgada con cables, una mesa, una silla, un baúl y un pequeño armario para la ropa. Aquellas celdas no eran cómodas, pero ofrecían privacidad, el mayor lujo en un barco.

Las tres mujeres se encerraron en sus camarotes durante las primeras veinticuatro horas de navegación, sin probar bocado, verdes de mareo, convencidas de que no sobrevivirían al horror de mecerse en el agua durante semanas. Apenas dejaron atrás la costa de España, el capitán autorizó a los pasajeros a salir, pero ordenó a las muchachas que se mantuvieran a discreta distancia de los marineros, para evitar problemas. No dio explicaciones a los tripulantes y éstos no se atrevieron a pedirlas, pero a sus espaldas murmuraban que no era buena idea llevar mujeres a bordo.

Al segundo día las niñas De Romeu y Nuria resucitaron livianas y sin náuseas, con el sonido sordo de los pies desnudos de los marineros cambiando turnos y el aroma de café. Para entonces ya se habían habituado a la campana, que repicaba cada media hora. Se lavaron con agua de mar y se quitaron la sal con un trapo mojado en agua dulce, luego se vistieron y salieron tambaleándose de sus cabinas.

En la sala de oficiales había una mesa rectangular con ocho sillas, donde Galileo Tempesta había dispuesto el desayuno. El café, endulzado con melaza y fortalecido con un chorrito de ron, les devolvió el alma al cuerpo. La avena, aromatizada con canela y clavo de olor, fue servida con una exótica miel americana, gentileza del capitán. Por la puerta entreabierta vieron a Santiago de León y sus dos jóvenes oficiales en la mesa de trabajo, revisando las listas de los turnos y el informe de provisiones, leña y agua, que debían distribuirse con prudencia hasta el próximo puerto de abastecimiento.

En la pared había un compás indicando la dirección de la nave y un barómetro de mercurio. Sobre la mesa, en una hermosa caja de caoba, estaba el cronómetro, que Santiago de León cuidaba como reliquia. Saludó con un lacónico «buenos días», sin manifestar sorpresa ante la palidez mortal de sus huéspedes. Isabel preguntó por Diego, y el capitán le señaló la cubierta con un gesto vago.

– Si en estos años el joven De la Vega no ha cambiado, debería estar encaramado en el palo mayor o sentado sobre el mascarón de proa. No creo que se aburra, pero para ustedes esta travesía será muy larga -dijo.

Sin embargo, no fue así, pronto cada una encontró una ocupación. Juliana se dedicó a bordar y a leer uno a uno los libros del capitán. Al principio le parecieron aburridos, pero luego introdujo héroes y heroínas y así las guerras, revoluciones y tratados filosóficos adquirieron un apropiado carácter romántico. Era libre de inventar amores ardientes y contrariados y además podía decidir el final. Prefería los finales trágicos, porque se llora más.

Isabel se constituyó en ayudante del capitán para el trazado de los mapas fantásticos, una vez que probó su habilidad para el dibujo. Luego pidió permiso para retratar a la tripulación; el capitán acabó por darle autorización, y así ella se ganó el respeto de los marineros. Estudió los misterios de la navegación, desde el uso del sextante hasta la forma de identificar las corrientes submarinas por los cambios de color en el agua o por el comportamiento de los peces. Se entretuvo dibujando las labores a bordo, que eran muchas: sellar rajaduras de la madera con fibra de roble y alquitrán, bombear el agua que se juntaba en la cala, reparar velas, unir los cabos rotos, lubricar mástiles con grasa rancia de la cocina, pintar, raspar y lavar cubiertas.

Los tripulantes trabajaban todo el tiempo, sólo el domingo se relajaba la rutina y aprovechaban para pescar, tallar figuras en trozos de madera, cortarse el cabello, remendar la ropa y hacerse tatuajes o sacarse los piojos unos a otros. Olían a fiera, porque rara vez se cambiaban la ropa y consideraban que el baño era peligroso para la salud. No podían entender que el capitán lo hiciera una vez por semana, y mucho menos entendían la manía de los cuatro pasajeros de lavarse a diario.


En la Madre de Dios no imperaba la disciplina cruel de los barcos de guerra; Santiago de León se hacía respetar sin recurrir a castigos brutales. Permitía juegos de barajas y dados, prohibidos en otras naves, siempre que no se apostara dinero, doblaba la ración de ron los domingos, jamás se atrasaba en pagar a los hombres y cuando atracaban en un puerto organizaba turnos para que todos pudieran bajar a divertirse.

Aunque había un látigo de nueve colas en una bolsa roja colgado en un lugar visible, nunca se había usado. A lo más condenaba a los infractores a unos días sin licor.

Nuria impuso su presencia en la cocina, porque en su opinión los platos de Galileo Tempesta dejaban bastante que desear. Sus innovaciones culinarias, preparadas con los limitados ingredientes de siempre, fueron celebradas por todos, desde el capitán hasta el último grumete. La dueña se habituó rápidamente al olor nauseabundo de las provisiones, sobre todo de los quesos y la carne salada, a cocinar con agua turbia y a los pescados que Galileo Tempesta colocaba sobre los sacos de galletas para combatir el gorgojo. Cuando éstos se llenaban de gusanos, se reemplazaban por otros, así se mantenían las galletas más o menos limpias.

Aprendió a ordeñar las cabras que llevaban a bordo. No eran los únicos animales, también había gallinas, patos y gansos en jaulas y una cerda con sus crías en un corral, además de las mascotas de los marineros -monos y loros- y los indispensables gatos, sin los cuales los ratones serían amos y señores de la embarcación.

Nuria descubrió la forma de multiplicar las posibilidades de la leche y los huevos, de manera que había postre a diario. Galileo Tempesta era hombre de mal carácter y resintió la invasión de Nuria en su territorio, pero ella encontró la forma más simple de resolver el problema. La primera vez que Tempesta le alzó la voz, ella le propinó un golpe seco en la frente con el cucharón y siguió revolviendo el estofado sin inmutarse.

Seis horas más tarde el genovés le propuso que se casaran. Le confesó que los remedios de Amalia empezaban a dar buen resultado y que había ahorrado novecientos dólares americanos, suficiente para instalar un restaurante en Cuba y vivir como reyes. Llevaba once años esperando a la mujer adecuada, dijo, y no le importaba que ella fuera un poco mayor que él.

Nuria no se dignó contestarle.


Varios marineros, que estaban en el barco durante el primer viaje de Diego, no lo reconocieron hasta que él les ganó puñados de garbanzos jugando a las cartas. El tiempo de los navegantes tiene sus propias leyes, los años pasan sin marcar la lisa superficie del cielo y del mar, por lo mismo les sorprendió que el muchacho imberbe, que sólo ayer los asustaba con historias de muertos-vivos, hoy fuera un hombre. ¿Dónde se fueron esos cinco años? Les confortaba el que, a pesar de haber cambiado y crecido, siguiera disfrutando de su compañía.

Diego pasaba buena parte del día trabajando con ellos en el manejo del barco, sobre todo las velas, que le fascinaban. Sólo al atardecer desaparecía brevemente en su camarote a lavarse y vestirse de caballero para presentarse ante Juliana.

Los marineros se dieron cuenta desde el primer día de que estaba enamorado de la joven y, aunque a veces le hacían bromas, observaban esa devoción con una mezcla de nostalgia por lo que jamás tendrían y de curiosidad por el desenlace. Juliana les parecía tan irreal como las mitológicas sirenas. Esa piel inmaculada, esos ojos translúcidos, esa gracia etérea, no podían ser de este mundo.


Impulsada por las corrientes oceánicas y los mandatos del viento, la Madre de Dios se dirigió al sur bordeando África, pasó frente a las islas Canarias sin detenerse y llegó a Cabo Verde para abastecerse de agua y alimentos frescos, antes de iniciar el cruce del Atlántico, que podía durar más de tres semanas, dependiendo del viento. Allí se enteraron de que Napoleón Bonaparte había escapado de su exilio en la isla de Elba y había entrado triunfalmente en Francia, donde las tropas enviadas para cerrarle el paso a París se pasaron a su bando. Recuperó el poder sin disparar un solo tiro, mientras la corte del rey Luis XVIII se refugiaba en Gante, y se dispuso a reiniciar la conquista de Europa.

En Cabo Verde los viajeros fueron recibidos por las autoridades, que ofrecieron un baile en honor de las hijas del capitán, como fueron presentadas las niñas De Romeu. Santiago de León pensó que así alejaban sospechas, en caso de que la orden de arrestarlas hubiera llegado hasta allí. Muchos funcionarios administrativos estaban casados con bellas mujeres africanas, altas y orgullosas, que se presentaron a la fiesta vestidas con un lujo espectacular. Por comparación, Isabel parecía un perro lanudo y hasta la misma Juliana resultaba casi insignificante.

Esa primera impresión cambió por completo cuando Juliana, presionada por Diego, aceptó tocar el arpa. Había una orquesta completa, pero apenas ella pulsó las cuerdas se hizo silencio en el gran salón. Un par de baladas antiguas le bastaron para seducir a todos los presentes. Durante el resto de la velada Diego debió ponerse en fila con los demás caballeros para bailar con ella.


Poco después, la Madre de Dios desplegó sus velas, dejando atrás la isla, entonces dos marineros aparecieron con un bulto envuelto en una lona y lo depositaron en la sala de oficiales, regalo del capitán Santiago de León para Juliana. «Para que amanse al viento y las olas», dijo, quitando la tela con gesto galante. Era un arpa italiana tallada en forma de cisne.

A partir de entonces, cada tarde transportaban el arpa a la cubierta y ella hacía llorar a los hombres con sus melodías. Tenía buen oído y podía interpretar cualquier canción que ellos tararearan. Pronto aparecieron guitarras armónicas, flautas e improvisados tambores para acompañarla. El capitán, que escondía un violín en su camarote para consolarse en secreto durante las largas noches en que el láudano no lograba amortiguar el dolor de su pierna mala, se unió al grupo y el barco se llenó de música.


Estaban en medio de uno de esos conciertos, cuando la brisa del mar arrastró una fetidez tan nauseabunda, que resultaba imposible ignorarla. Momentos después vislumbraron a lo lejos la silueta de un velero. El capitán recurrió al catalejo para confirmar lo que ya sabía: era un barco de esclavos. Entre los traficantes había dos tendencias: fardos prietos y fardos flojos. Los primeros hacinaban a sus prisioneros como leños, en la mayor promiscuidad, unos encima de otros, atados con cadenas, sumidos en su propio excremento y vómito, los sanos mezclados con enfermos, moribundos y cadáveres. La mitad moría en alta mar y a los sobrevivientes los «engordaban» en el puerto de llegada y su venta compensaba las pérdidas; sólo los más fuertes llegaban a destino y se obtenía por ellos un buen precio. Los negreros de fardo flojo acarreaban menos esclavos en condiciones algo más soportables, para no perder demasiados durante la travesía.

– Ese barco debe de ser de fardo prieto, por eso puede olerse a varias leguas -dijo el capitán.

– ¡Tenemos que ayudar a esa pobre gente, capitán! -exclamo Diego, horrorizado.

– Me temo que en este caso La Justicia no puede hacer nada, amigo mío.

– Estamos armados, tenemos cuarenta tripulantes, podemos atacar esa nave y liberarlos.

– El tráfico es ilegal, ese cargamento es contrabando. Si nos acercáramos, lanzarían a los esclavos encadenados al mar, para que se hundieran de inmediato. Y aunque pudiésemos liberarlos, no tendrían dónde ir. Fueron apresados en su propio país por traficantes africanos. Los negros venden a otros negros, ¿no lo sabía?


En esas semanas de navegación, Diego recuperó terreno en la conquista de Juliana, perdido durante la estadía con los gitanos, en la que debieron mantenerse separados, sin gozar jamás de privacidad. Así era también en el barco, pero no faltaban puestas de sol y otras novedades en que se asomaban a ver el mar, como han hecho los enamorados desde tiempos inmemoriales. Entonces Diego se atrevía a poner un brazo en los hombros o en la cintura de la bella, con mucha delicadeza, para no espantarla.

Solía leerle en voz alta poesías de amor de otros autores, porque las suyas eran tan mediocres, que hasta él mismo se avergonzaba. Había tenido la prudencia de comprar un par de libros en La Coruña, antes de embarcarse, que le fueron de gran utilidad. Las dulces metáforas ablandaban a Juliana, preparándola para el instante en que él le tomaba la mano y la retenía entre las suyas.

Nada más, por desgracia. De besos, ni pensar, no por falta de iniciativa de nuestro héroe, sino porque Isabel, Nuria, el capitán y cuarenta marineros no les despegaban la vista. Además, ella no propiciaba encuentros detrás de alguna puerta entornada, en parte porque no había muchas puertas a bordo y también porque no estaba segura de sus sentimientos, a pesar de haber convivido con Diego por meses y de que no había otros pretendientes en el horizonte. Se lo había explicado a su hermana en las conversaciones confidenciales que solían tener por la noche.

Isabel se guardaba su opinión, ya que cualquier cosa que dijera podría inclinar la balanza del amor en favor de Diego. Eso no le convenía. A su manera, Isabel amaba al joven desde los once años, pero esto no viene al caso, puesto que él nunca lo sospechó. Diego seguía considerando a Isabel una mocosa con cuatro codos y pelo para dos cabezas, a pesar de que algo había mejorado el aspecto de ella con los años, tenía quince y no se veía tan mal como a los once.

En varias ocasiones vieron a la distancia otras naves, que el capitán tuvo la prudencia de eludir, porque había muchos enemigos en alta mar, desde corsarios hasta veloces bergantines americanos dispuestos a apoderarse del cargamento de armas. Los americanos necesitaban cada fusil al que pudieran echar mano para la guerra contra Inglaterra. Santiago de León no prestaba demasiada atención a la bandera enarbolada en el mástil, porque solían cambiarla para engañar a los incautos, pero averiguaba la procedencia por otros signos; se jactaba de conocer todas las naves que usaban esa ruta.


Varias tormentas invernales sacudieron a la Madre de Dios durante esas semanas, pero nunca llegaron por sorpresa, porque el capitán podía captarlas en el aire antes de que fueran anunciadas por el barómetro. Daba orden de achicar velas, amarrar lo necesario y encerrar a los animales. En pocos minutos la tripulación estaba preparada, y cuando comenzaba a soplar viento y encresparse el mar, todo estaba bien asegurado a bordo.

Las mujeres tenían instrucciones de encerrarse en sus camarotes para no mojarse y para evitar accidentes. Las olas pasaban por encima de las cubiertas, arrastrando cuanto hallaban a su paso; era fácil perder pie y terminar en el fondo del Atlántico. Después del chapuzón, el barco quedaba limpio, fresco, oloroso a madera, el cielo y el mar se despejaban, el horizonte parecía de plata pura. Subían a la superficie peces diversos y más de alguno terminaba frito en las pailas de Galileo y Nuria.

El capitán tomaba sus medidas para corregir el rumbo, mientras la tripulación reparaba los escasos daños y se reincorporaba a sus rutinas cotidianas. La lluvia, recogida en lonas extendidas y vertida en barriles, les permitía el lujo de bañarse con jabón, lo cual resultaba imposible con agua salada.


Por fin llegaron a las aguas del Caribe. Vieron grandes tortugas, peces espada, medusas translúcidas de largos tentáculos y pulpos gigantes. El clima parecía benigno, pero el capitán estaba nervioso. Sentía el cambio de presión en la pierna. Las breves tormentas anteriores no prepararon a Diego y sus amigas para una verdadera tempestad.

Se aprontaban para enfilar hacia Puerto Rico y de allí a Jamaica, cuando el capitán les comunicó que se les venía encima un desafío mayor. El cielo estaba claro y el mar calmado, pero en menos de media hora eso cambió, densos nubarrones oscurecieron la luz del sol, el aire se volvió pegajoso y empezó a caer lluvia a chorros. Pronto los primeros relámpagos cruzaron el firmamento y se levantaron olas enormes, coronadas de espuma. Crujían las maderas y los mástiles parecían a punto de ser arrancados de cuajo.

Los hombres apenas tuvieron tiempo de recoger las velas. El capitán y los timoneles trataban de controlar el barco con varias manos. Entre ellos había un fornido negro de Santo Domingo, curtido por veinte años de navegación, que luchaba con el timón sin dejar de masticar su tabaco, indiferente a los baldes de agua que lo cegaban. La nave se balanceaba en la cúspide de olas descomunales y minutos después se precipitaba al fondo de un abismo líquido.

Con un bandazo se abrió un corral y una de las cabras salió volando por los aires como un cometa y se perdió en el cielo. Los marineros se sujetaban como podían para maniobrar la embarcación, un resbalón significaba muerte segura. Las tres mujeres temblaban en sus camarotes, enfermas de miedo y náuseas. Hasta el mismo Diego, que se preciaba de tener el estómago de hierro, vomitó; pero no era el único, varios miembros de la tripulación acabaron en lo mismo. Pensó que sólo la arrogancia humana se atreve a desafiar a los elementos; la Madre de Dios era una nuez y podía partirse en cualquier instante.

El capitán dio orden de asegurar la carga, porque su pérdida significaría la ruina económica. Aguantaron la tempestad durante dos días completos y cuando al fin parecía que empezaba a amainar, un relámpago pegó en el palo mayor. El impacto se sintió como un latigazo en el barco. El largo y pesado mástil, herido por la mitad, osciló durante unos minutos, eternos para la atemorizada tripulación, hasta que al fin se partió, cayendo con su velamen y su enredo de cabos al mar y arrastrando consigo a dos marineros, que no alcanzaron a ponerse a salvo.

La nave se inclinó con el tirón y quedó de lado, a punto de zozobrar. El capitán corrió gritando órdenes. De inmediato varios hombres se precipitaron con hachas a cortar los cables que unían el mástil roto al barco, tarea muy difícil, porque el suelo estaba inclinado y resbaloso, el viento los golpeaba, la lluvia los cegaba y las olas barrían la cubierta. Al cabo de un buen rato lograron desprender el mástil, que se alejó flotando, mientras el barco se enderezaba tambaleándose. No había esperanza alguna de socorrer a los hombres caídos, que desaparecieron tragados por el negro océano.


Por fin el viento y las olas se calmaron un poco, pero la lluvia y los relámpagos continuaron durante el resto de esa noche. Al amanecer, cuando volvió la luz, pudieron hacer un inventario de los daños. Aparte de los marineros ahogados, había otros con contusiones y cortaduras. Galileo Tempesta se quebró un brazo en un resbalón, pero como el hueso no asomaba por la piel, el capitán no consideró necesario amputarlo. Le dio una ración doble de ron y con ayuda de Nuria colocó los huesos en su sitio y entablilló el brazo.

La tripulación se dedicó a bombear el agua acumulada en la cala y redistribuir la carga, mientras el capitán recorría la embarcación de punta a cabo para evaluar la situación.

El barco estaba tan averiado que resultaba imposible repararlo en alta mar. Como la tempestad los desvió de curso, alejándolos de Puerto Rico hacia el norte, el capitán decidió que con los dos mástiles y las velas que quedaban podían alcanzar Cuba.


Los días siguientes se fueron en navegar lentamente sin el palo mayor y haciendo agua por varios huecos. Esos bravos marineros habían pasado por situaciones similares sin perder el ánimo, pero cuando se corrió la voz de que las mujeres habían atraído la desgracia, empezaron a murmurar. El capitán les dio una arenga y logró impedir un motín, pero no disminuyó el descontento. Ninguno de ellos volvió a pensar en conciertos de arpa, se negaban a probar la comida de Nuria y esquivaban la vista cuando las pasajeras aparecían en la cubierta a ventilarse.

Por las noches el barco avanzaba apenas en dirección a Cuba por aguas peligrosas. Muy pronto vieron tiburones, delfines azules y grandes tortugas, también gaviotas, pelícanos y peces voladores en el aire, que caían como peñascos sobre la cubierta, listos para ser cocinados por Tempesta. La brisa tibia y un aroma remoto de fruta madura les anunció la proximidad de la tierra.

Al amanecer, Diego salió de su camarote a tomar aire. El cielo comenzaba a aclarar en tonos anaranjados y una bruma tenue como un velo matizaba el contorno de las cosas. Las luces de los faroles encendidos aparecían borrosas en la neblina. Navegaban entre dos islotes cubiertos de manglares. El barco se mecía con suavidad en el oleaje, y aparte de los crujidos eternos de las maderas, reinaba silencio.

Diego estiró los brazos, respiró hondo para despabilarse y le hizo un saludo con la mano al timonel, que se dirigía a su puesto; luego echó a correr, como hacía todas las mañanas para soltar los músculos agarrotados. La cama le quedaba corta y dormía encogido; varias vueltas al trote en la cubierta le servían para despejar la mente y poner el cuerpo en acción.

Al llegar a la proa se asomó para palmotear la cabeza del mascarón de proa, breve rito diario que observaba con supersticiosa puntualidad. Y entonces vio un bulto en la bruma. Le pareció que podía ser un velero, aunque no estaba seguro. En todo caso, como se encontraba cerca, prefirió avisar al capitán. Momentos más tarde Santiago de León salía de su cabina abotonándose el pantalón, catalejo en mano. Le bastó una mirada para dar la voz de alarma y sonar la campana llamando a la tripulación, pero ya era tarde, los piratas estaban trepando por los costados de la Madre de Dios.


Diego vio las horquillas de hierro que usaban para el asalto, pero no había tiempo para tratar de cortar los cabos. Se lanzó a las cabinas de popa, advirtiendo a gritos a Juliana, Isabel y Nuria que no salieran por ningún motivo, cogió la espada que le había hecho Pelayo y se dispuso a defenderlas.

Los primeros asaltantes, con puñales entre los dientes, alcanzaron la cubierta. Los tripulantes de la Madre de Dios salieron como ratones por todas partes, armados con lo que hallaron, mientras el capitán ladraba órdenes inútiles, porque en un instante se armó una batahola infernal y nadie lo oía. Diego y el capitán se batían lado a lado contra media docena de atacantes, seres patibularios, marcados por horrendas cicatrices, peludos, con dagas hasta en las botas, dos o tres pistolas al cinto y sables cortos. Rugían como tigres, pero peleaban con más ruido y coraje que técnica.

Ninguno podía hacerle frente a Diego solo, pero entre varios lo acorralaron. El joven logró romper el cerco y herir a un par de ellos, luego dio un salto y se aferró a la vela de mesana, trepó por el flechaste y cogió un cable que le permitió columpiarse y cruzar la cubierta, todo esto sin perder de vista los camarotes de las mujeres. Las puertas eran livianas, podían abrirse de una patada. Sólo cabía esperar que a ninguna se le ocurriera asomar la nariz afuera.

Meciéndose en el cable, se impulsó y cayó con un salto formidable justo frente a un hombre que lo esperaba tranquilo, sable en mano. A diferencia de los demás, que eran una banda de andrajosos desalmados, éste vestía como un príncipe, todo de negro, con una faja de seda amarilla en la cintura, cuello y puños de encaje, finas botas altas con hebillas de oro, cadena del mismo metal al cuello y anillos en los dedos. Tenía buen porte, pelo largo y lustroso, el rostro afeitado, expresivos ojos negros y una sonrisa burlona que bailaba en sus labios finos, de dientes albos.

Diego alcanzó a apreciarlo en una rápida mirada y no se detuvo a averiguar su identidad, por su atuendo y actitud supuso que debía de ser el jefe de los piratas. El atildado sujeto saludó en francés y lanzó su primera estocada, que Diego alcanzó a esquivar por un pelo. Se cruzaron los aceros y a los tres o cuatro minutos ambos comprendieron que estaban cortados por el mismo molde, hechos el uno para el otro. Ambos eran excelentes esgrimistas. A pesar de las circunstancias, sintieron el secreto placer de batirse con un rival a la altura y, sin ponerse de acuerdo, decidieron que el contrario merecía una lucha limpia, aunque a muerte. El duelo casi parecía una demostración artística; habría llenado de orgullo al maestro Manuel Escalante.


A bordo de la Madre de Dios cada uno luchaba por sí mismo. Santiago de León echó una mirada alrededor y evaluó la situación en un instante. Los piratas eran dos o tres veces más numerosos, estaban bien armados, sabían pelear y los habían pillado por sorpresa. Sus hombres eran apacibles marineros mercantes, varios de ellos ya peinaban canas y soñaban con retirarse del mar y formar una familia, no era justo que dejaran la vida defendiendo una carga ajena. Con un esfuerzo brutal logró separarse de sus atacantes y de dos saltos alcanzó la campana para llamar a rendirse. La tripulación obedeció y depuso las armas, en medio del griterío de triunfo de los asaltantes.

Sólo Diego y su elegante adversario ignoraron la campana y siguieron batiéndose durante unos minutos, hasta que el primero logró desarmar al segundo con un revés. La victoria de Diego fue de muy corta duración, porque al instante se encontró al centro de un círculo de sables que le arañaban la piel.

– ¡Dejadlo, pero no lo perdáis de vista! Lo quiero con vida -ordenó su rival, y enseguida saludó a Santiago de León en perfecto castellano-. Jean Laffite, a sus órdenes, capitán.

– Lo temía, señor. No podía ser otro que el pirata Laffite -replicó De León, secándose el sudor de la frente.

– Pirata no, capitán. Cuento con patente de corsario de Cartagena de Colombia.

– Para el caso es lo mismo. ¿Qué podemos esperar de usted?

– Pueden esperar un trato justo. No matamos, a menos que sea inevitable, porque a todos nos conviene más un arreglo comercial. Propongo que nos entendamos como caballeros. Su nombre, por favor.

– Santiago de León, marino mercante.

– Sólo me interesa su carga, capitán De León, que si estoy bien informado, son armas y municiones.

– ¿Qué pasará con mi tripulación?

– Pueden disponer de sus botes. Con buen viento llegarán a las Bahamas o a Cuba en un par de días, todo es cuestión de suerte. ¿Hay algo a bordo que pueda interesarme, aparte de las armas?

– Libros y mapas… -replicó Santiago de León. Ése fue el momento que escogió Isabel para salir de su camarote en camisa de dormir, descalza y con la pistola de su padre en la mano. Se mantuvo encerrada, obedeciendo la orden de Diego, hasta que cesó el alboroto de la pelea y el ruido de los cañonazos, entonces no aguantó más la ansiedad y salió a averiguar cómo había terminado la batalla.

Pardieu! Una hermosa dama… -exclamó Laffite al verla. Isabel dio un respingo de sorpresa y bajó el arma, era la primera vez que alguien usaba ese adjetivo para describirla. Laffite se acercó a un paso de distancia, la saludó con una reverencia, estiró la mano y ella le entregó la pistola sin chistar.

– Esto complica un poco las cosas… ¿Cuántos pasajeros hay a bordo? -preguntó Laffite al capitán.

– Dos señoritas y su dueña, que viajan con don Diego de la Vega.

– Muy interesante.

Los dos capitanes se encerraron a discutir la rendición, mientras en la cubierta un par de piratas mantenía a raya a Diego, apuntándolo con sus pistolas, y los demás tomaban posesión del barco. Ordenaron a los vencidos que se tendieran boca abajo con las manos en la nuca, recorrieron el barco en busca del botín, consolaron a los heridos con ron y después lanzaron a los muertos al mar. No tomaban prisioneros, era muy engorroso. Sus propios heridos fueron transportados con gran cuidado a sus chalupas de abordaje y de allí a la nave corsaria. Entretanto, Diego planeaba la forma de liberarse y salvar a las niñas De Romeu.

En caso que pudiera llegar a ellas, no imaginaba cómo podrían escapar.


Sus enemigos eran una jauría brutal, la idea de que cualquiera de esos hombres pusiera sus zarpas sobre las muchachas le enloquecía. Debía pensar con frialdad, porque para salir de esa situación se requerían maña y suerte, de poco le servirían sus conocimientos de esgrima.

Santiago de León, sus dos oficiales y los sobrevivientes de la tripulación compraron su libertad con un cuarto de su salario anual, lo usual en estos casos. A los marineros les ofrecieron la opción de unirse a la banda de Laffite y algunos aceptaron. El corsario sabía que la deuda del capitán y sus hombres sería pagada, como dictaba el honor; quien no lo hacía era despreciado incluso por sus mejores amigos. Se trataba una transacción limpia y simple.


Santiago de León debió entregar sus cuatro pasajeros a Jean Laffite, quien pensaba cobrar rescate por ellos. Le explicó que las dos muchachas eran huérfanas y sin fortuna, pero el corsario decidió llevárselas de todos modos, porque había gran demanda de mujeres blancas en las casas alegres de Nueva Orleáns. De León le suplicó que respetara a ese par de niñas virtuosas, que tanto habían sufrido y no merecían ese terrible destino, pero ese tipo de consideración interfería con los negocios, cosa que Laffite no podía permitirse, y además, explicó, ser cortesana era un trabajo muy agradable para la mayoría de las mujeres.

El capitán salió de la reunión descompuesto. No le importaba perder las armas, por el contrario, una de las razones por las que se rindió con tanta prontitud fue el deseo de desprenderse de esa carga, pero le horrorizaba la idea de que las niñas De Romeu, a quienes había tomado verdadero cariño, terminaran en un burdel. Debió informar a sus pasajeros de la suerte que les aguardaba, aclarando que el único con esperanza de salir ileso era Diego de la Vega, porque seguramente su padre haría lo necesario para salvarlo.

– Mi padre también pagará rescate por Juliana, Isabel y Nuria, siempre que nadie les ponga ni un dedo encima. Le mandaremos una carta de inmediato a California -aseguró Diego a Laffite, pero apenas lo hubo dicho sintió una extraña opresión en el pecho, como un mal presentimiento.

– El correo suele tardar, de manera que serán mis huéspedes por algunas semanas, tal vez meses, hasta que recibamos el rescate. Entretanto, las muchachas serán respetadas. Por el bien de todos, espero que su padre no se haga de rogar con la respuesta -replicó el corsario, sin despegar los ojos de Juliana.


Las mujeres, que apenas tuvieron tiempo de vestirse, desfallecieron al ver en el puente a aquella banda de temibles desalmados, la sangre y los heridos. Juliana, sin embargo, no se estremecía sólo de horror, como podía suponerse, sino por el impacto de la mirada de Jean Laffite.

Los piratas atracaron su bergantín, colocaron tablones entre ambos puentes y formaron una cadena humana para transportar de un barco a otro el cargamento liviano, incluyendo animales, barriles de cerveza y jamones. No tenían prisa, porque la Madre de Dios ahora pertenecía a Laffite. Trabajaban con rapidez, pues la Madre de Dios se hundía a ojos vista.

El capitán De León presenció impasible la maniobra, pero el corazón le daba bandazos, porque amaba a su barco como a una novia. En el mástil enemigo flameaba, junto a una bandera colombiana, otra roja, llamada jolie rouge, que indicaba el propósito de dejar libres a los vencidos a cambio de un precio. Eso lo tranquilizó un poco, sabía que el corsario le permitiría salvar a su tripulación, después de todo. Un pendón negro, que a veces llevaba una calavera y dos tibias cruzadas, habría indicado la decisión de pelear hasta el último hombre y masacrar a los adversarios.

Cuando terminaron con la carga, Laffite cumplió su palabra y autorizó a Santiago de León para poner agua dulce y provisiones en los botes, llevarse sus instrumentos de navegación, sin los cuales no podría ubicarse, y embarcarse con su gente. En ese momento apareció Galileo Tempesta, quien se las había arreglado para permanecer oculto durante la batalla, con el pretexto de su brazo quebrado, y se instaló entre los primeros en uno de los botes. El capitán se despidió de Diego y las mujeres con un firme apretón de manos y la promesa de que volverían a verse. Les deseó suerte y bajó a uno de los botes sin una mirada hacia atrás. No quería presenciar el espectáculo de ver la Madre de Dios, que había sido su única vivienda durante tres décadas, en poder de los piratas.


En la nave pirata, cargada hasta el tope, era difícil moverse. Laffite nunca estaba en alta mar por más de un par de días, por eso podía hacinar a ciento cincuenta tripulantes en un espacio donde normalmente no cabrían más de treinta. Tenía sus cuarteles en Grande Isle, cerca de Nueva Orleáns, un islote en la región pantanosa de Barataría. Allí esperaba que sus espías le anunciaran la proximidad de una posible presa para lanzarse al ataque. Aprovechaba la bruma o las sombras de la noche, cuando los barcos disminuían la velocidad o se detenían, para asaltarlos con sigilo y velocidad. La sorpresa era siempre su mayor ventaja. Utilizaba sus cañones para intimidar, más que hundir a la nave enemiga, así podía apoderarse de ella e incorporarla a su flota, compuesta de trece bergantines, goletillas, polacras y faluchos.

Jean y su hermano Pierre eran los corsarios más temidos de aquellos años en el mar, pero en tierra firme podían hacerse pasar por hombres de negocios. El gobernador de Nueva Orleáns, harto del contrabando, el tráfico de esclavos, y otras actividades ilegales de los Laffite, puso un precio de quinientos dólares por sus cabezas. Jean respondió ofreciendo mil quinientos por la del gobernador.

Ésa fue la culminación de muchas hostilidades. Jean logró escapar, pero Pierre estuvo preso por meses, Grande Isle fue atacada y requisaron toda la mercadería. Sin embargo, la situación cambió cuando los Laffite se convirtieron en aliados de las tropas americanas. El general Jackson llegó a Nueva Orleáns al mando de un contingente de hombres paupérrimos y enfermos de malaria, con la misión de defender el enorme territorio de Luisiana contra los ingleses. No podía darse el lujo de rechazar la ayuda ofrecida por los piratas. Esos bandidos, mezcla de negros, pardos y blancos, resultaron esenciales en la batalla.

Jackson se enfrentó con el enemigo el 8 de enero de 1815, es decir, tres meses antes de que nuestros amigos llegaran contra su voluntad a esa región. La guerra entre Inglaterra y su antigua colonia había concluido dos semanas antes, pero ninguno de los bandos lo sabía. Con un puñado de hombres de diversas procedencias, que ni siquiera compartían una lengua común, Jackson venció a un ejército organizado y bien armado de veinte mil ingleses. Mientras los hombres se asesinaban unos a otros en Chalmette, a pocas leguas de Nueva Orleáns, mujeres y niños rezaban en el Convento de las Ursulinas.

Al final de la batalla, cuando procedieron a contar los cadáveres, vieron que Inglaterra había perdido dos mil hombres, mientras que Jackson sólo dejó trece soldados en el campo. Los más valientes y feroces fueron los criollos -gente de color, pero libres- y los piratas.

Unos días más tarde se celebró el triunfo con arcos de flores y doncellas vestidas de blanco, representando cada estado de la Unión, que coronaron de laurel al general Jackson. En la concurrencia estaban los hermanos Laffite con sus piratas, que de ser proscritos pasaron a ser héroes.


Durante las cuarenta horas que demoró el barco de Laffite en llegar a Grande Isle mantuvieron a Diego de la Vega atado en la cubierta y a las tres mujeres encerradas en una pequeña cabina junto a la del capitán. Pierre Laffite, que no había participado en el asalto a la Madre de Dios porque quedó a cargo de la nave pirata, resultó ser un hombre muy diferente de su hermano, más tosco, robusto, brutal, con cabellos claros y media cara paralizada por una apoplejía. Le gustaba comer y beber en exceso y no podía resistirse a una mujer joven, pero se abstuvo de molestar a Juliana e Isabel porque su hermano le recordó que los negocios eran más importantes que el placer. Esas muchachas podían reportarles una buena suma de dinero.

Jean mantenía sus orígenes en el misterio, nadie sabía de dónde provenía, pero confesaba sus treinta y cinco años. Tenía trato suave y modales exquisitos, hablaba varias lenguas, entre ellas francés, español e inglés, amaba la música y daba grandes sumas de dinero a la ópera de Nueva Orleáns. A pesar de su éxito entre las mujeres, no las codiciaba como su hermano, prefería cortejarlas con paciencia; era galante, jovial, gran bailarín y contador de anécdotas, la mayoría inventadas al vuelo.

Su simpatía por la causa americana resultaba legendaria, sus capitanes sabían que «quien ataca a un barco americano, muere». Los tres mil hombres bajo su mando lo llamaban boss, o jefe. Movía millones en mercadería utilizando barcazas y piraguas por los intrincados canales del delta del Mississippi. Nadie conocía esa región como él y sus hombres, las autoridades no podían controlarlos ni darles caza. Vendía el producto de su piratería a escasas leguas de Nueva Orleáns, en un antiguo lugar sagrado de los indios, llamado el Templo.

Dueños de plantaciones, criollos ricos y no tan ricos, y hasta los familiares del gobernador compraban a su antojo, sin pagar impuestos, a un precio razonable y en un alegre ambiente de feria. También allí se llevaban a cabo los remates de esclavos, que adquiría baratos en Cuba y vendía caros en los estados americanos, donde el tráfico de negros estaba prohibido, aunque no así la esclavitud. Laffite anunciaba sus ventas en afiches en cada esquina de la ciudad:


¡VENGAN TODOS AL BAZAR Y REMATE DE ESCLAVOS


DE JEAN LAFFITE EN EL TEMPLO!


¡ROPA, JOYAS, MUEBLES Y OTROS ARTÍCULOS DE LOS SIETE MARES!


Jean invitó a sus tres rehenes femeninas a compartir un refrigerio a bordo, pero ellas se negaron a salir de su camarote. Les mandó una bandeja con quesos, fiambres y una buena botella de vino español, obtenida de la Madre de Dios, con sus respetuosos saludos. Juliana no podía quitárselo de la cabeza y se moría de curiosidad por conocerlo, pero consideró más prudente mantenerse encerrada.


Diego pasó esas cuarenta horas a la intemperie, atado como un salchichón, sin alimento. Le quitaron el medallón de La Justicia y las pocas monedas que llevaba en el bolsillo, le dieron un poco de agua de vez en cuando y patadas si se movía demasiado. Jean Laffite se acercó en un par de ocasiones para asegurarle que al llegar a su isla estaría más cómodo y rogarle que perdonara la poca educación de sus hombres. No estaban acostumbrados a tratar con gente fina, dijo.

Diego debió tragarse la ironía, mascullando para sus adentros que tarde o temprano le bajaría el moño a ese desalmado. Lo importante era mantenerse vivo. Sin él, las dos niñas De Romeu estarían perdidas. Había oído de las orgías de alcohol, sexo y sangre que tenían los piratas en sus guaridas cuando regresaban triunfantes de sus fechorías, de cómo las infelices mujeres prisioneras sufrían los peores atropellos, de los cuerpos violados y mutilados que enterraban en la arena durante esas bacanales.

Trataba de no pensar en eso, sino en la forma de escapar, pero aquellas imágenes lo torturaban. Además, no lo abandonaba el desagradable presentimiento que lo había asaltado antes. Tenía que ver con su padre, de eso estaba seguro. Hacía semanas que no podía comunicarse con Bernardo y decidió aprovechar esas horas tediosas para intentarlo. Se concentró en llamar a su hermano, pero la telepatía no les funcionaba por ejercicio de voluntad, los mensajes iban y venían sin diseño fijo y sin control por parte de ellos. Ese largo silencio, tan raro entre Bernardo y él, le parecía de muy mal augurio. Se preguntó qué sucedería en Alta California, qué sería de Bernardo y de sus padres.


Grande Isle, en Barataría, donde los Laffite tenían su imperio, era vasta, húmeda, plana y, como el resto del paisaje de la región, tenía un aura de misterio y decadencia. Esa naturaleza caprichosa y caliente, que pasaba de la calma bucólica a devastadores huracanes, invitaba a las grandes pasiones. Todo se corrompía con rapidez, desde la vegetación hasta el alma humana. En los momentos de buen tiempo, como el que les tocó a Diego y sus amigas al llegar, una cálida brisa arrastraba un olor dulzón a flores de naranjo, pero tan pronto cesaba la brisa, se dejaba caer un calor de plomo.

Los piratas desembarcaron a los prisioneros y los escoltaron a la vivienda de Jean Laffite, instalada en un promontorio y rodeada de un bosque de palmeras y robles torcidos, con las hojas quemadas por el rocío marino. El pueblo de los piratas, protegido del viento por una maraña de arbustos, apenas se veía entre las hojas. Las flores de oleandro ponían notas de color.

La casa de Laffite era de dos pisos, estilo español, con celosías en las ventanas y una amplia terraza mirando al mar, hecha de ladrillos cubiertos con una mezcla de yeso y conchas de ostras molidas. Lejos de ser una cueva, como la que los prisioneros habían imaginado, resultó ser limpia, organizada y hasta lujosa. Las habitaciones eran amplias y frescas, la vista de los balcones era espectacular, los pisos de madera rubia relucían, las paredes acababan de ser pintadas y sobre cada mesa había jarrones con flores, fuentes con fruta y jarras de vino. Un par de esclavas negras llevaron a las mujeres a las habitaciones que les habían asignado.

A Diego le facilitaron una jofaina de agua para lavarse, le dieron café y lo condujeron a una terraza, donde Jean Laffite descansaba en una hamaca roja, tañendo un instrumento de cuerda, con la vista perdida en el horizonte, acompañado por dos papagayos de brillantes colores. Diego pensó que el contraste entre la mala reputación de aquel hombre y su refinado aspecto no podía ser más sorprendente.

– Puede elegir entre ser mi prisionero o mi huésped, señor De la Vega. Como prisionero tiene derecho a tratar de escapar y yo tengo derecho a impedírselo como sea. Como mi huésped será tratado hasta que recibamos el rescate de su padre, pero estará obligado por las leyes de hospitalidad a respetar mi casa y mis instrucciones. ¿Nos entendemos?

– Antes de responder, señor, debo conocer sus planes con respecto a las hermanas De Romeu, que están a mi cargo -replicó Diego.

– Estaban, señor, ya no lo están. Ahora están a mi cargo. La suerte de ellas depende de la respuesta de su padre.

– Si acepto ser su huésped, ¿cómo podrá estar seguro de que no intentaré escapar de todos modos?

– Porque no lo haría sin las niñas De Romeu y porque me dará su palabra de honor -replicó el corsario.

– La tiene, capitán Laffite -dijo Diego, resignado.

– Muy bien. Por favor, acompáñeme a cenar con sus amigas dentro de una hora. Creo que mi cocinero no les defraudará.


Entretanto, Juliana, Isabel y Nuria pasaban por momentos desconcertantes. Varios hombres trajeron unas bateas a su habitación y las llenaron de agua; después aparecieron tres jóvenes esclavas provistas de jabón y cepillos, bajo las órdenes de una mujer alta y hermosa, de facciones cinceladas y cuello largo, ataviada con un gran turbante en la cabeza, que le daba otro palmo de altura. Se presentó en francés como madame Odilia y aclaró que ella mandaba en la casa de Laffite. Indicó a las prisioneras que se despojaran de sus ropas, porque iban a recibir un baño. Ninguna de las tres se había desnudado en su vida, se lavaban con gran pudor por debajo de una ligera túnica de algodón.

Los aspavientos de Nuria provocaron un ataque de risa en las esclavas, y la dama del turbante explicó que nadie se muere por darse un baño. A Isabel le pareció razonable y se quitó lo que llevaba puesto. Juliana la imitó, tapándose sus partes íntimas a dos manos. Esto provocó nuevas carcajadas en las africanas, que comparaban su propia piel color madera con la de esa muchacha, blanca como la loza del comedor. A Nuria debieron sujetarla entre varias para desvestirla, y sus gritos remecían las paredes.

Las introdujeron en las bateas y las jabonaron de pies a cabeza. Pasado el primer susto, la experiencia no resultó tan terrible como parecía al comienzo y pronto Juliana e Isabel empezaron a disfrutarla. Las esclavas se llevaron sus ropas sin ofrecer explicaciones y a cambio les trajeron ricos vestidos de brocado, poco adecuados para el clima caliente. Estaban en buen estado, aunque era evidente que habían sido usados; uno tenía manchas de sangre en el ruedo. ¿Qué destino había padecido su dueña anterior? ¿Sería también una prisionera? Mejor no imaginar su suerte o la que las esperaba a ellas. Isabel dedujo que la prisa en desnudarlas obedecía a instrucciones precisas de Laffite, quien deseaba asegurarse de que nada ocultaban bajo las faldas. Se habían preparado para esa eventualidad.


Diego decidió aprovechar la libertad condicional que le daba el corsario y salió a recorrer los alrededores mientras hacía tiempo para la cena. El pueblo pirata estaba formado por almas vagabundas de cada rincón del planeta. Algunos estaban instalados con sus mujeres y chiquillos en casuchas de palma, mientras que los solteros deambulaban sin techo fijo. Había lugares donde comer buenos platos franceses y criollos, bares y burdeles, además de talleres y tiendas de artesanos. Esos hombres de diversas razas, lenguas, creencias y costumbres, tenían en común un feroz sentido de la libertad, pero aceptaban las leyes de Barataría porque les parecían adecuadas y el sistema era democrático. Todo se decidía por votación, incluso tenían derecho a escoger y destituir a sus capitanes.

Las reglas eran claras: quien molestaba a una mujer ajena terminaba abandonado en un islote desértico con una garrafa de agua y una pistola cargada; el robo se pagaba con azotes; el asesinato, con la horca. No existía la sumisión ciega a un jefe, salvo en alta mar durante una acción bélica, pero había que obedecer las reglas o pagar las consecuencias.

En otros tiempos habían sido criminales, aventureros o desertores de barcos de guerra, siempre marginales, y ahora estaban orgullosos de pertenecer a una comunidad. Sólo los más aptos se embarcaban, el resto trabajaba en fraguas, cocinaba, criaba animales, reparaba barcos y botes, construía casas, pescaba.

Diego vio mujeres y niños, también hombres enfermos o con miembros amputados, y se enteró de que los veteranos de batallas, huérfanos y viudas recibían protección. Si un marinero perdía una pierna o un brazo en alta mar, se le recompensaba en oro.

El botín se repartía con equidad entre los hombres y se les daba algo a las viudas, el resto de las mujeres contaban poco. Eran prostitutas, esclavas, cautivas de asaltos y había también algunas valientes mujeres libres, no muchas, que habían llegado allí por propia decisión.

En la playa, Diego tropezó con una veintena de borrachos dedicados a pelear por gusto y corretear detrás de las mujeres y a la luz de las hogueras. Reconoció a varios tripulantes de la nave que destruyó a la Madre de Dios y decidió que era su oportunidad de recuperar el medallón de La Justicia, que uno de ellos le había arrancado.

– ¡Señores! ¡Oídme! -gritó.

Logró captar la atención de los menos intoxicados y se formó un círculo a su alrededor, mientras las mujeres aprovechaban la distracción para recoger sus ropas y alejarse deprisa. Diego se vio rodeado de rostros abotagados por el licor, ojos inyectados en sangre, bocas desdentadas que lo insultaban, zarpas que ya echaban mano de los cuchillos. No les dio tiempo de organizarse.

– Quiero divertirme un poco. ¿Alguno de vosotros se atreve a batirse conmigo? -preguntó.

Un coro entusiasta le respondió afirmativamente y el círculo se cerró en torno a Diego, que podía oler el sudor y el aliento a alcohol, tabaco y ajo de los hombres.

– Uno a la vez, por favor. Comenzaré con el valiente que tiene mi medallón, después os daré una paliza por turnos a cada uno de vosotros. ¿Qué os parece?

Varios corsarios se tiraron de espaldas en la playa, pataleando de risa. Los demás se consultaron entre ellos y al fin uno se abrió la inmunda camisa y mostró el medallón, muy dispuesto a batirse con ese alfeñique, con manos de mujer, que todavía olía a leche materna, como dijo. Diego quiso asegurarse de que en efecto era su joya. El hombre se la quitó del cuello y la agitó frente a sus narices.

– No pierdas de vista mi medallón, amigo mío, porque te lo quitaré al primer descuido -lo desafió Diego.

De inmediato el pirata sacó una daga corva del cinto y se sacudió la torpeza del alcohol, mientras los demás se apartaban para abrirles cancha. Se abalanzó sobre Diego, quien lo esperaba con los pies bien plantados en la arena. No había aprendido en vano el método secreto de lucha de La Justicia. Recibió a su adversario con tres movimientos simultáneos: le desvió la mano armada, se echó hacia un lado y se agachó, empleando en su favor el impulso del otro. El pirata perdió el equilibrio y Diego lo levantó con el hombro, lanzándolo al aire con una voltereta completa. Apenas aterrizó de espaldas, le puso el pie sobre la muñeca y le arrebató la daga. Luego se volvió hacia los espectadores con una breve reverencia.

– ¿Dónde está mi medallón? -preguntó, mirando a los piratas uno a uno.

Se acercó al de mayor tamaño, que se encontraba a varios pasos de distancia, y lo acusó de haberlo escondido. El hombre desenvainó su puñal, pero él lo detuvo con un gesto y le indicó que se quitara el gorro, porque allí estaba. Desorientado, el tipo obedeció, entonces Diego metió la mano en el gorro y sustrajo limpiamente la joya. La sorpresa paralizó a los demás, que no sabían si reírse o atacarlo, hasta que optaron por la idea más apropiada a sus temperamentos: dar una buena lección a ese mequetrefe insolente.

– ¿Todos contra uno? ¿No os parece una cobardía? -los desafió Diego, girando con el puñal en la mano, listo para saltar.

– Este caballero tiene razón, sería una cobardía indigna de vosotros -dijo una voz.

Era Jean Laffite, amable y sonriente, con la actitud de quien toma aire en un paseo, pero con la mano en su pistola. Cogió a Diego por un brazo y se lo llevó con calma, sin que nadie intentara detenerlos.

– Ese medallón debe de ser muy valioso, si arriesga la vida por él -comentó Laffite.

– Me lo regaló mi abuelita en su lecho de muerte -se burló Diego-. Con esto podré comprar mi libertad y la de mis amigas, capitán.

– Me temo que no vale tanto.

– Tal vez nuestro rescate nunca llegue. California queda muy lejos, puede suceder una desgracia por el camino. Si me lo permite, iré a jugar a Nueva Orleáns. Apostaré el medallón y ganaré lo suficiente para pagar nuestro rescate.

– ¿Y si pierde?

– En ese caso tendrá que aguardar el dinero de mi padre, pero yo nunca pierdo con los naipes.

– Es usted un joven original, creo que hasta tenemos algunas cosas en común -se rió el pirata.


Esa noche a Diego le devolvieron a Justina, la bella espada hecha por Pelayo, y el baúl con su ropa, salvado del naufragio por la codicia de un pirata, que no pudo abrirlo y se lo llevó, creyendo que contenía algo de valor. Los tres rehenes cenaron en el comedor de Laffite, quien lucía muy elegante, todo de negro, afeitado y con el cabello recién rizado. Diego pensó que por comparación su atavío de Zorro resultaba lamentable; debía copiar algunas ideas del corsario, como la faja en la cintura y las mangas anchas de la camisa.

La comida consistió en un desfile de platos de influencia africana, caribeña y cajún, como se llamaba a los inmigrantes llegados de Canadá: gumbo de cangrejo, frijoles rojos con arroz, ostras fritas, pavo asado con nueces y pasas, pescado con especias y los mejores vinos robados de galeones franceses, que el anfitrión apenas probó. Un ventilador de tela, para dar aire y espantar las moscas, colgaba sobre la mesa, accionado por un niño negro que tiraba de un cordel, y en un balcón tres músicos tocaban una mezcla irresistible de ritmo caribeño y canciones de esclavos. Silenciosa como una sombra, desde la puerta madame Odilia dirigía con la mirada a las esclavas del servicio.


Por primera vez Juliana pudo ver a Jean Laffite de cerca. Cuando el corsario se inclinó para besarle la mano, supo que el largo periplo de los últimos meses, que la había conducido hasta allí, por fin terminaba. Descubrió por qué no quiso casarse con ninguno de sus pretendientes, rechazó a Rafael Moncada hasta enloquecerlo y no respondió a los avances de Diego durante cinco años. Se había preparado la vida entera para aquello que en sus novelitas románticas se definía como «el flechazo de Cupido». ¿De qué otra forma se podía describir ese amor súbito? Era una flecha en el pecho, un dolor agudo, una herida. (Perdonadme, estimados lectores, por este eufemismo ridículo, pero los clichés contienen grandes verdades.)

La oscura mirada de Laffite se hundió en el agua verde de sus ojos y la mano de dedos largos del hombre tomó la suya. Juliana se tambaleó, como si fuera a caerse; nada nuevo, solía perder el equilibrio con las emociones. Isabel y Nuria creyeron que era una reacción de miedo ante el corsario, porque los síntomas se parecían, pero Diego comprendió de inmediato que algo irremediable había trastornado su destino. Comparado con Laffite, Rafael Moncada y todos los demás enamorados de Juliana eran insignificantes. Madame Odilia también notó el efecto del corsario en la muchacha y, como Diego, intuyó la gravedad de lo ocurrido.

Laffite los condujo a la mesa y se instaló a la cabecera a conversar amablemente. Juliana lo miraba hipnotizada, pero él la ignoraba a propósito, tanto que Isabel se preguntó si acaso algo le fallaría al corsario. Tal vez había perdido la virilidad en una batalla, esas cosas solían ocurrir, bastaba una bala distraída o un golpe a mansalva y la parte más interesante de un hombre quedaba reducida a un higo seco. No había otra explicación para tratar con esa indiferencia a su hermana.

– Agradecemos su hospitalidad, señor Laffite, aunque sea impuesta a la fuerza, sin embargo no me parece que esta comunidad de piratas sea el lugar apropiado para las señoritas De Romeu -dijo Diego, calculando que debía sacar a Juliana de allí a toda prisa.

– ¿Qué otra solución puede ofrecer, señor De la Vega?

– He oído del Convento de las Ursulinas en Nueva Orleáns. Las señoritas podrían esperar allí hasta que lleguen noticias de mi padre…

– ¡Antes muerta que con esas monjas! ¡De aquí no me mueve nadie! -lo interrumpió Juliana con una vehemencia que nunca le habían visto.

Todos los ojos se volvieron hacia ella. Estaba roja, afiebrada, sudando bajo el vestido de pesado brocado. La expresión de su rostro no dejaba lugar a dudas: se disponía a asesinar a quien intentara separarla de su pirata. Diego abrió la boca, pero no supo qué decir y se calló, derrotado.

Jean Laffite recibió el exabrupto de Juliana como un mensaje deseado y temido, casi como una caricia. Había tratado de evitar a la joven, repitiendo para sus adentros lo mismo que le decía siempre a su hermano Pierre, el negocio viene antes que el placer, pero por lo visto ella estaba tan prendada como él.

Esa devastadora atracción lo confundía, porque se jactaba de tener una mente fría. No era hombre impulsivo y estaba acostumbrado a la compañía de mujeres bellas. Prefería a las cuarteronas, mulatas famosas por su gracia y hermosura, entrenadas para satisfacer los más secretos caprichos de un hombre. Las mujeres blancas le parecían arrogantes y complicadas, se enfermaban con frecuencia, no sabían bailar y servían de poco a la hora de hacer el amor porque no les gustaba despeinarse. Sin embargo, esa joven española con ojos de gato era diferente. Podía competir en belleza con las más célebres criollas de Nueva Orleáns y por lo visto su limpia inocencia no interfería con su corazón apasionado. Disimuló un suspiro, procurando no abandonarse a las trampas de la imaginación.


El resto de la velada transcurrió como si todos estuvieran sentados en clavos. La conversación se arrastraba a duras penas. Diego observaba a Juliana, ella a Laffite y el resto de los comensales miraba el plato con gran atención. El calor era sofocante en el interior de la casa y al término de la comida el corsario los invitó a tomar un refresco en la terraza. Del techo colgaba un abanico de palmas que un esclavo movía con parsimonia. Laffite tomó la guitarra y empezó a cantar con una voz entonada y agradable, hasta que Diego anunció que estaban cansados y preferían retirarse. Juliana lo fulminó con una mirada letal, pero no se atrevió a negarse.


Nadie durmió en esa casa. La noche, con su concierto de sapos y el ruido lejano de tambores, se arrastró con una lentitud pavorosa. Sin poder aguantarse más, Juliana les confesó su secreto a Nuria e Isabel, en catalán para que no la entendiera la esclava que las atendía.

– Ahora sé lo que es el amor. Quiero casarme con Jean Laffite -dijo.

– Santa María, líbranos de esta desgracia -musitó Nuria, persignándose.

– Eres su prisionera, no su novia. ¿Cómo piensas resolver ese pequeño dilema? -quiso saber Isabel, bastante celosa, porque también estaba muy impresionada con el corsario.

– Estoy dispuesta a todo, no puedo vivir sin él -replicó su hermana con ojos de loca.

– Esto no le gustará a Diego.

– ¡Diego es lo de menos! ¡Mi padre debe estar revolcándose en la tumba, pero no me importa! -exclamó Juliana.


Impotente, Diego presenció la transformación de su amada. Juliana apareció al segundo día de cautiverio en Barataría olorosa a jabón, con el cabello suelto a la espalda y con un vestido ligero, obtenido de las esclavas, que revelaba sus encantos. Así se presentó al mediodía siguiente a la mesa, donde madame Odilia había dispuesto una abundante merienda. Jean Laffite la estaba esperando y, por el brillo de sus ojos, no cupo dudas que prefería ese estilo informal a la moda europea, insoportable en ese clima. De nuevo la saludó con un beso en la mano, pero bastante más intenso que el del día anterior.

Las sirvientas trajeron jugos de fruta con hielo, traído por el río en cajas con aserrín desde montañas remotas, lujo que sólo los ricos podían darse. Juliana, habitualmente inapetente, se tomó dos vasos del helado brebaje y comió con voracidad de cuanto había sobre la mesa, excitada y locuaz. A Diego e Isabel les pesaba el alma, mientras ella y el corsario charlaban casi en susurros. Algo pudieron captar de la conversación y se dieron cuenta de que Juliana exploraba el terreno, probando las armas de seducción que nunca antes había tenido necesidad de usar.

En ese momento estaba explicándole, entre risas y pestañeos, que a su hermana y a ella no les vendrían mal ciertas comodidades. De partida, un arpa, un piano y partituras de música, también libros, preferiblemente novelas y poesía, así como ropa liviana. Había perdido todo lo que tenía, «¿y por culpa de quién?», preguntó con un mohín. Además, deseaban libertad para pasear por los alrededores y cierta privacidad; les molestaba la vigilancia constante de las esclavas.

«Y a propósito, señor Laffite, debo decirle que abomino de la esclavitud, es una práctica inhumana.» Él respondió que si paseaban solas por la isla encontrarían gente vulgar que no sabía tratar a doncellas tan delicadas como ella y su hermana. Agregó que la función de las esclavas no era vigilarlas, sino atenderlas y espantar mosquitos, ratones y víboras, que se metían en los cuartos.

– Déme una escoba y yo misma me haré cargo de ese problema -replicó ella con una sonrisa irresistible, que Diego no le conocía.

– Respecto a lo demás que solicita, señorita, tal vez lo encontremos en mi bazar. Después de la siesta, cuando refresque un poco, iremos todos al Templo.

– No tenemos dinero, pero supongo que usted pagará, ya que nos ha traído aquí por la fuerza -replicó ella, coqueta.

– Será un honor, señorita.

– Puede llamarme Juliana.


Madame Odilia seguía este intercambio de galanteos desde un rincón de la sala con la misma atención de Diego e Isabel. Su presencia le recordó a Jean que no podía seguir por ese peligroso camino, tenía obligaciones ineludibles. Sacando fuerzas de donde pudo, decidió ser claro con Juliana. Llamó con un gesto a la bella del turbante y le susurró algo al oído. Ella desapareció durante unos minutos y regresó con un bulto en brazos.

– Madame Odilia es mi suegra y éste es mi hijo Pierre -explicó Jean Laffite, pálido.

Diego lanzó una exclamación de alegría y Juliana una de horror. Isabel se puso de pie y madame Odilia le mostró el bulto.

A diferencia de las mujeres normales, que suelen ablandarse a la vista de un crío, a Isabel no le gustaban los niños, prefería los perros, pero debió admitir que ese mocoso era simpático. Tenía la nariz respingona y los mismos ojos de su padre.

– No sabía que era usted casado, señor pirata… -comentó Isabel.

– Corsario -la corrigió Laffite.

– Corsario, pues. ¿Podríamos conocer a su esposa?

– Me temo que no. Yo mismo no he podido visitarla durante varias semanas, está débil y no puede ver a nadie.

– ¿Cómo se llama?

– Catherine Villars.

– Disculpadme, me siento muy cansada… -musitó Juliana, desfalleciente.

Diego le retiró la silla y la acompañó con aire compungido, aunque estaba encantado con el giro de los acontecimientos. ¡Qué suerte tan extraordinaria! A Juliana no le quedaba más remedio que reevaluar sus sentimientos. Ya no sólo se trataba de que Laffite fuese un viejo de treinta y cinco años, mujeriego, criminal, contrabandista y traficante de esclavos, todo lo cual una niña como Juliana podía excusar fácilmente, sino que tenía mujer y un crío. ¡Gracias, Dios mío! No se podía pedir más.


Por la tarde Nuria se quedó aplicando paños fríos en la frente afiebrada de Juliana, mientras Diego e Isabel acompañaban a Laffite al Templo. Fueron en un bote, impulsado por cuatro remeros, que se introdujo en un laberinto de pantanos malolientes, en cuyas orillas reposaban docenas de caimanes, mientras las culebras zigzagueaban en el agua.

Con la humedad, el cabello de Isabel se disparó en todas direcciones, ensortijado y denso como un colchón. Los canales parecían todos idénticos, el paisaje era chato, no había ni un montículo que sirviera de referencia en esa vegetación de pastos altos. Los árboles tenían las raíces en el agua y pelucas de musgo colgando de las ramas. Los piratas conocían cada recodo, cada árbol, cada peñasco de ese territorio de pesadilla y avanzaban sin vacilación.


Al llegar al lugar donde estaba el Templo vieron los lanchones planos en que los piratas transportaban la mercadería, además de las piraguas y botes de algunos clientes, aunque la mayoría acudía por tierra, a caballo y en vistosos carruajes. Lo más granado de la sociedad se había dado cita, desde aristócratas hasta cortesanas de color. Los esclavos habían colocado toldos para que reposaran sus amos y servían comida y vino, mientras las damas recorrían el bazar examinando los productos.

Los piratas vociferaban la mercancía, telas de China, jarras de plata peruana, muebles de Viena, joyas de todas las procedencias, golosinas, artículos de tocador, nada faltaba en aquella feria, donde regatear era parte de la diversión. Pierre Laffite ya estaba allí, con una lámpara de lágrimas en la mano, anunciando a gritos que todo estaba en liquidación, los precios eran botados, compren, messieurs et mesdames, porque no volverá a presentarse una oportunidad como ésta.

Con la llegada de Jean y sus acompañantes se produjeron murmullos de curiosidad. Varias mujeres se acercaron al atrayente corsario, misteriosas bajo sus alegres parasoles, entre ellas la esposa del gobernador. Los caballeros se fijaron en Isabel, divertidos por su indómito cabello, parecido al musgo de los árboles. En la comunidad de los blancos había dos hombres por cada mujer y cualquier rostro nuevo era bienvenido, incluso un tan poco usual como el de Isabel.

Jean hizo las presentaciones sin mencionar para nada la forma en que había obtenido a esos nuevos «amigos», y enseguida buscó los objetos mencionados por Juliana aunque sabía que ningún regalo podría consolarla del golpe que le había dado al contarle lo de Catherine de manera tan brutal. No había otra forma, debía cortar aquella atracción mutua de raíz, antes de que los destruyera a ambos.


En Barataría, Juliana yacía sobre la cama, hundida en un lodazal de humillación y loco amor. Laffite había encendido en ella una llamarada diabólica, y ahora debía luchar con toda su voluntad contra la tentación de arrebatárselo a Catherine Villars. La única solución que se le ocurría era entrar de novicia al Convento de las Ursulinas y terminar sus días atendiendo a enfermos de viruela en Nueva Orleáns, al menos así podría respirar el mismo aire que ese hombre. No podría volver a dar la cara a nadie. Estaba confundida, avergonzada, inquieta, como si un millón de hormigas se paseara bajo su piel, se sentaba, paseaba, se tendía en la cama, se daba vueltas entre las sábanas. Pensaba en el niño, el pequeño Pierre, y más lloraba.

«No hay mal que dure cien años, niña mía, esta demencia se te tiene que pasar, nadie en su juicio se enamora de un pirata», la consolaba Nuria. En eso llegó madame Odilia a preguntar cómo estaba la señorita. En una bandeja traía una copa de jerez y galletas. Juliana decidió que era su única oportunidad de averiguar detalles y, tragándose el orgullo y el llanto, entabló conversación con ella.

– ¿Puede decirme, madame, si Catherine es esclava?

– Mi hija es libre, como yo. Mi madre era una reina de Senegal y allá yo también sería reina. Mi padre y el padre de mis hijas eran blancos, dueños de plantaciones de azúcar en Santo Domingo. Tuvimos que escapar durante la revuelta de los esclavos -replicó orgullosa madame Odilia.

– Entiendo que los blancos no pueden casarse con gente de color -insistió Juliana.

– Los blancos se casan con blancas, pero sus verdaderas mujeres somos nosotras. No necesitamos la bendición de un cura, nos basta el amor. Jean y Catherine se aman.

Juliana se echó a llorar de nuevo. Nuria le plantó un pellizco para que se controlara, pero eso no hizo más que aumentar la angustia de la joven. Le pidió a madame Odilia que le permitiera ver a Catherine, pensando que así tendría argumentos para resistir el embiste del amor.

– Eso no es posible. Beba el jerez, señorita, le hará bien. -Y con eso dio media vuelta y se retiró.

Juliana, abrasada de sed, se tragó el contenido de la copa de cuatro sorbos. Momentos más tarde cayó rendida y durmió treinta y seis horas sin moverse.


El jerez drogado no la curó de su pasión, pero, tal como madame Odilia suponía, le dio valor para enfrentar el futuro. Despertó con los huesos doloridos, pero con la mente lúcida, resuelta a renunciar a Laffite.

El corsario también había decidido sacarse a Juliana del corazón y buscar un lugar para instalarla lejos de su casa, donde su cercanía no lo torturara. La joven lo evitaba, ya no aparecía a las horas de comer, pero la adivinaba a través de las paredes. Creía ver su silueta en un pasillo, oír su voz en la terraza, oler su perfume, pero era sólo una sombra, un pájaro, aroma del mar traído por la brisa. Como un animal de presa, tenía siempre los sentidos alertados, buscándola.

El Convento de las Ursulinas, como había sugerido Diego, era mala idea, sería como condenarla a prisión. Conocía a varias criollas en Nueva Orleáns que podrían hospedar a la joven, pero corría el riesgo de que se supiera su condición de rehén. Si eso llegaba a oídos de las autoridades americanas, él se vería en serios problemas. Podía sobornar al juez, pero no al gobernador; un tropezón de su parte y su cabeza volvería a tener precio.

Contemplaba la posibilidad de olvidarse del rescate y enviar a sus cautivos a California de inmediato, así saldría del lío en que se hallaba, pero para eso necesitaba el consentimiento de su hermano Pierre, de los otros capitanes y del resto de los piratas; ése era el inconveniente de una democracia.

Pensaba en Juliana, comparándola con la dulce y sumisa Catherine, esa niña que había sido su mujer desde los catorce años y ahora era la madre de su hijo. Catherine merecía su amor incondicional. La echaba de menos. Sólo la separación prolongada que habían sufrido podía explicar su enamoramiento por Juliana; si durmiese abrazado a su mujer, eso jamás hubiese sucedido.

Desde el nacimiento del niño, Catherine se consumía rápidamente. Como último recurso, madame Odilia la había puesto al cuidado de unas curanderas africanas en Nueva Orleáns. Laffite no se había opuesto, porque los médicos la daban por perdida. A la semana del parto, cuando Catherine seguía volada de fiebre, madame Odilia insistió en que su hija sufría mal de ojo, provocado por una rival celosa, y el único remedio era la magia. Entre los dos llevaron a Catherine, quien no podía sostenerse en pie, a consultar a Marie Laveau, suma sacerdotisa del vudú.


Se internaron en los bosques más tupidos, lejos de las plantaciones de azúcar de los blancos, entre islotes y pantanos, donde los tambores conjuraban a los espíritus. A la luz de hogueras y antorchas, los oficiantes danzaban con máscaras de animales y demonios, los cuerpos pintados con sangre de gallos. Los poderosos tambores vibraban, remeciendo el bosque y calentando la sangre de los esclavos. Una prodigiosa energía conectaba a los seres humanos con los dioses y la naturaleza; los participantes se fundían en un solo ser, nadie se sustraía al embrujo.

Al centro del círculo, sobre una caja que contenía una serpiente sagrada, danzaba Marie Laveau, soberbia, hermosa, cubierta de sudor, casi desnuda y preñada de nueve meses, a punto de dar a luz. Al caer en trance sus miembros se agitaban sin control, se retorcía, se le bamboleaba el vientre de lado a lado, y soltaba una retahila de palabras en lenguas que nadie recordaba. El cántico subía y bajaba, como grandes olas, mientras el recipiente con sangre de los sacrificios pasaba de mano en mano, para que todos bebieran.

Los tambores se aceleraban, hombres y mujeres, convulsionados, caían al suelo, se transformaban en animales, comían pasto, mordían y arañaban, algunos perdían el conocimiento, otros partían en parejas hacia el bosque.

Madame Odilia le explicó que en la religión vudú, llegada al Nuevo Mundo en el corazón de los esclavos de Dahomey y Yoruba, existían tres zonas conectadas: la de los vivos, la de los muertos y la de los que aún no han nacido. En las ceremonias honraban a los antepasados, llamaban a los dioses, clamaban por la libertad. Las sacerdotisas, como Marie Laveau, efectuaban encantamientos, ensartaban alfileres en muñecas para provocar enfermedades y usaban gris-gris y polvos mágicos para curar diversos males, pero nada de eso sirvió con Catherine.

A pesar de su condición de prisionero y de rival en amores de Laffite, Diego no pudo dejar de admirarlo. Como corsario carecía de escrúpulos y piedad, pero cuando posaba de caballero nadie podía aventajarlo en buenos modales, cultura y encanto. Esa doble personalidad fascinaba a Diego, porque él mismo pretendía algo semejante con el Zorro. Además, Laffite era de los mejores espadachines que había conocido. Sólo Manuel Escalante podía compararse con él; Diego se sentía honrado cuando su captor lo invitaba a practicar esgrima con él.


En esas semanas el joven vio cómo funcionaba una democracia, lo cual hasta entonces había sido un concepto abstracto para él. En la nueva nación americana los hombres blancos controlaban la democracia, en Grande Isle la ejercían todos, menos las mujeres, claro. Las peculiares ideas de Laffite le parecían dignas de consideración.

El hombre sostenía que los poderosos inventan leyes para preservar sus privilegios y controlar a pobres y descontentos, en vista de lo cual sería muy estúpido de su parte obedecerlas. Por ejemplo, los impuestos, que a fin de cuentas pagaban los pobres, mientras los ricos se las arreglaban para eludirlos. Sostenía que nadie, y menos el gobierno, podía quitarle una tajada de lo suyo.

Diego le hizo ver ciertas contradicciones. Laffite castigaba con azotes el robo entre sus hombres, pero su imperio económico se sostenía en la piratería, una forma superior de robo. El corsario replicó que jamás les quitaba a los pobres, sólo a los poderosos. No era pecado, sino virtud, despojar a las naves imperiales de lo robado a sangre y látigo en las colonias. Se había apoderado de las armas que el capitán Santiago de León llevaba a las tropas realistas en México, para vendérselas a precio muy razonable a los insurgentes del mismo país. Esa operación le parecía de una justicia irreprochable.


Laffite llevó a Diego a Nueva Orleáns, una ciudad hecha a medida del corsario, orgullosa de su carácter decadente, aventurera, gozadora de la vida, cambiante y tempestuosa. Padecía guerras con ingleses e indios, huracanes, inundaciones, incendios, epidemias, pero nada lograba deprimir a aquella soberbia cortesana. Era uno de los principales puertos americanos, por donde salía tabaco, tinta, azúcar, y entraba toda suerte de mercadería. La población cosmopolita convivía sin hacer caso del calor, los mosquitos, los pantanos y mucho menos de la ley.

Música, alcohol, burdeles, garitos de juego, de todo había en esas calles donde la vida comenzaba al ponerse el sol. Diego se instalaba en la Plaza de Armas a observar a la multitud, negros con canastos de naranjas y bananas, mujeres viendo la suerte y ofreciendo fetiches de vudú, titiriteros, bailarines, músicos. Las vendedoras de dulces, con turbante y delantal azul, llevaban en bandejas los pasteles de jengibre, de miel, de nueces. En los puestos ambulantes se podía comprar cerveza, ostras frescas, platos de camarones.

Nunca faltaban ebrios dando escándalo, lado a lado con caballeros de fina estampa, dueños de plantaciones, comerciantes, funcionarios. Monjas y curas se mezclaban con prostitutas, soldados, bandidos y esclavos. Las célebres cuarteronas se lucían en lentos paseos, recibiendo piropos de los caballeros y miradas hostiles de sus rivales. No llevaban joyas ni sombreros, prohibidos por decreto para satisfacer a las mujeres blancas, que no podían competir con ellas.

No los necesitaban, tenían fama de ser las más hermosas del mundo, de piel dorada, facciones finas, grandes ojos líquidos, cabellos ondulados. Iban siempre acompañadas por madres o chaperonas, que no las perdían de vista. Catherine Villars era una de esas beldades criollas.


Laffite la conoció en uno de los bailes que las madres ofrecían para presentar a sus hijas a hombres ricos, otra de las muchas maneras de burlar leyes absurdas, como le explicó el corsario a Diego. Faltaban mujeres blancas y sobraban las de color, no se requerían matemáticas para ver la solución al dilema, sin embargo los matrimonios mixtos estaban prohibidos. Así se preservaba el orden social, se garantizaba el poder de los blancos y se mantenía sometida a la gente de color, pero eso no impedía a los blancos tener concubinas criollas.

Las cuarteronas encontraron una solución conveniente para todos. Entrenaban a sus hijas en labores domésticas y artes de seducción, que ninguna mujer blanca sospechaba, para hacer de ellas una rara combinación de dueña de casa y cortesana. Las vestían con gran lujo, pero les enseñaban a coser sus propios vestidos. Eran elegantes y hacendosas. En los bailes, a los cuales sólo asistían hombres blancos, las madres colocaban a sus hijas con alguien capaz de darles buen nivel.

Mantener a una de esas bellas muchachas se consideraba una marca de distinción para un caballero; el celibato y la abstinencia no eran virtudes, salvo entre puritanos, pero de ésos había pocos en Nueva Orleáns. Las cuarteronas vivían en casas poco ostentosas, pero con comodidad y estilo, mantenían esclavos, educaban a sus hijos en las mejores escuelas y se vestían como reinas en privado, aunque en público eran discretas. Estos arreglos se llevaban a cabo de acuerdo con ciertas normas tácitas, con decoro y etiqueta.

– En pocas palabras, las madres ofrecen sus hijas a los hombres -resumió Diego, escandalizado.

– ¿No es siempre así? El matrimonio es un arreglo mediante el cual una mujer presta servicios y da hijos al hombre que la mantiene. Aquí una blanca tiene menos libertad para escoger que una criolla -replicó Laffite.

– Pero la criolla carece de protección cuando su amante decide casarse o reemplazarla por otra concubina.

– El hombre la deja con una casa y una pensión, además de pagar los gastos de los hijos. A veces ella forma otra familia con un criollo. Muchos de esos criollos, hijos de otras cuarteronas, son profesionales educados en Francia.

– ¿Y usted, capitán Laffite, tendría dos familias? -preguntó Diego, pensando en Juliana y Catherine.

– La vida es complicada, todo puede suceder -dijo el pirata.


Laffite invitó a Diego a los mejores restaurantes, al teatro, la ópera y lo presentó a sus amistades como su «amigo de California». La mayoría era gente de color, artesanos, comerciantes, artistas, profesionales.

Conocía a algunos americanos, que se mantenían separados del resto de la población criolla y francesa por una línea imaginaria que dividía la ciudad. Prefería no cruzarla, porque al otro lado había un ambiente moralista que no le convenía.

Llevó a Diego a varios garitos de juego, tal como éste se lo había solicitado. Le pareció sospechoso que el joven tuviera tanta seguridad de ganar y le advirtió que se cuidara de hacer trampas, porque en Nueva Orleáns esa falta se pagaba con un puñal entre las costillas.

Diego no prestó oídos a los consejos de Laffite, porque el presentimiento que tuvo días atrás no había hecho más que acentuarse. Necesitaba dinero. No podía oír a Bernardo con la claridad de siempre, pero sentía que lo llamaba. Debía volver a California no sólo para salvar a Juliana de caer en manos de Laffite, sino porque estaba seguro de que algo había sucedido allá que requería su presencia.

Con el medallón como capital inicial, jugaba en diferentes lugares, para no levantar sospechas con sus inusitadas ganancias. Era muy fácil para él, entrenado en trucos de ilusionismo reemplazar una carta por otra o hacerla desaparecer. Además, tenía buena memoria y talento para los números; a los pocos minutos adivinaba el juego de sus oponentes. Así no perdió el medallón y en cambio fue llenando su bolsa; a ese ritmo juntaría en poco tiempo los ocho mil dólares americanos del rescate.

Sabía medirse. Comenzaba perdiendo, para poner en confianza a los otros jugadores, luego fijaba una hora de terminar el juego y enseguida comenzaba a ganar. Nunca se excedía. Apenas los otros hombres se ponían quisquillosos, se iba a otro local.

Un día, sin embargo, la suerte lo favoreció tanto, que no quiso retirarse y siguió apostando. Sus oponentes habían bebido mucho y apenas lograban enfocarse en la baraja, pero les alcanzaba la cordura para darse cuenta de que Diego hacía trampas. Pronto se armó una trifulca y terminaron en la calle, después de sacar al joven a empujones, con la justificada intención de destrozarlo a golpes.

Apenas Diego logró hacerse oír por encima del griterío, los desafió con una propuesta original.

– ¡Un momento, señores! Estoy dispuesto a devolver el dinero, que he ganado honestamente, a quien sea capaz de romper a cabezazos aquella puerta -anunció, señalando el portón de gruesa madera con remaches metálicos del presbiterio, un edificio colonial que se alzaba al lado de la catedral.

Eso captó de inmediato la atención de los borrachines. Estaban discutiendo los términos de la competencia, cuando apareció un sargento, quien en vez de poner orden se instaló a observar la escena. Le pidieron que hiciera de juez y él aceptó de buen talante, salieron músicos de varios locales y se pusieron a tocar alegres canciones; en pocos minutos la plaza se llenó de curiosos. Empezaba a oscurecer y el sargento hizo encender faroles.

A los jugadores se unieron otros hombres, que iban pasando y quisieron participar en aquel novedoso deporte, la idea de romper una puerta con el cráneo les parecía sumamente divertida. Diego decidió que los «testadura» debían pagar cinco dólares cada uno para entrar en el juego. El sargento recogió cuarenta y cinco en un santiamén y enseguida dispuso el orden de la fila.

Los músicos improvisaron un redoble de tambores y el primer sujeto se lanzó al trote contra la puerta del presbiterio, con una bufanda amarrada en la cabeza. El golpe lo dejó patitieso en el suelo. Una salva de aplausos, rechiflas y carcajadas acogió la proeza. Un par de bellas criollas se acercaron solícitas a socorrer al caído con un vaso de horchata, mientras el segundo de la fila aprovechaba su oportunidad de partirse la cabeza, sin mejores resultados que el primero. Algunos participantes se arrepintieron a última hora, pero no se les devolvieron sus cinco dólares. Al final ninguno consiguió romper la puerta y Diego se quedó con el dinero ganado en la mesa de juego, más treinta y cinco dólares de la colecta. El sargento recibió diez por sus molestias y todo el mundo quedó feliz.


Trajeron a los esclavos a la propiedad de Laffite por la noche. Los desembarcaron sigilosamente en la playa y los encerraron en un galpón de madera; eran cinco hombres jóvenes y dos de más edad, también dos muchachas y una mujer con un niño de unos seis años, aferrado a sus piernas, y otro de pocos meses en brazos. Isabel había salido a refrescarse en la terraza y percibió las siluetas que se movían en la noche, alumbradas por algunas antorchas. Sin poder resistir la curiosidad, se aproximó y vio de cerca a esa fila de patéticos seres humanos en andrajos. Las muchachas lloraban, pero la madre caminaba en silencio, con la vista fija, como un zombi; todos arrastraban los pies, extenuados y hambrientos. Iban vigilados por varios piratas armados al mando de Pierre Laffite, quien dejó la «mercadería» en el galpón y enseguida fue a dar cuenta a su hermano Jean, mientras Isabel corría a contarles lo que había visto a Diego, Juliana y Nuria. Diego había visto los anuncios en la ciudad, sabía que dentro de un par de días habría un remate de esclavos en el Templo.


En Barataría los amigos habían tenido tiempo sobrado de informarse sobre la esclavitud. No se podían traer esclavos de África pero igual se vendían y «criaban» en América. El primer impulso de Diego fue tratar de ponerlos en libertad, pero sus amigas le hicieron ver que aunque pudiera entrar al galpón, romper las cadenas y convencer a esa gente de que escapara, no tendrían adonde ir. Les darían caza con perros.

Su única esperanza sería llegar a Canadá pero jamás podrían hacerlo solos. Diego decidió averiguar por lo menos las condiciones en que se hallaban los prisioneros. Sin decirles lo que pensaba hacer, se despidió de sus amigas, se puso su disfraz de Zorro y, aprovechando la oscuridad, salió de la casa.

En la terraza estaban los hermanos Laffite, Pierre con un vaso de licor en la mano y Jean fumando, pero no podía acercarse para oírlos sin correr el riesgo de ser descubierto, así es que siguió hasta el galpón. La luz de una antorcha iluminaba a un solo pirata montando guardia con un mosquete al hombro. Se aproximó con la idea de pillarlo por sorpresa, pero el sorprendido fue él, porque otro hombre surgió de súbito a su espalda.

– Buenas noches, boss -saludó.

Diego dio media vuelta y lo enfrentó, listo para batirse, pero el sujeto tenía una actitud relajada y amable. Entonces se dio cuenta de que en la oscuridad lo había confundido con Jean Laffite, quien siempre se vestía de negro. El otro pirata se acercó también.

– Les dimos de comer y están descansando, boss. Mañana los lavaremos y les daremos ropa. Están en buenas condiciones, menos el bebé, que tiene fiebre. No creo que dure mucho.

– Abran la puerta, quiero verlos -dijo Diego en francés, imitando el tono del corsario.

Mantuvo la cara en la sombra mientras abrían la tranca de la puerta, precaución inútil, porque los piratas nada sospechaban. Les ordenó que aguardaran afuera y entró.


En el galpón había un farol colgado en un rincón que ofrecía una luz débil pero suficiente para distinguir cada uno de esos rostros que lo miraban en silencio, aterrorizados. Todos, menos el niño y el bebé, tenían argollas de hierro al cuello y cadenas fijas a unos postes. Diego se acercó con gestos tranquilizadores, pero al ver la máscara los esclavos creyeron hallarse frente a un demonio y se encogieron hasta donde permitían las cadenas.

Fue inútil tratar de comunicarse con ellos, no le entendían. Comprendió que habían llegado recién de África, se trataba de «mercadería fresca»; como decían los negreros, no habían tenido oportunidad de aprender la lengua de sus captores. Posiblemente los habían llevado a Cuba, donde los hermanos Laffite los habían comprado para revenderlos en Nueva Orleáns. Habían sobrevivido al viaje por mar en horribles condiciones y soportado maltratos en tierra. ¿Serían de la misma aldea, de la misma familia? En el remate serían separados y ya no volverían a verse. Los sufrimientos les habían quebrado el espíritu, tenían una expresión enloquecida. Diego los dejó con una opresión insoportable en el corazón.

Una vez antes, en California, había sentido esa misma lápida aplastándole el pecho, cuando Bernardo y él presenciaron cómo los soldados atacaban una aldea de indios. Recordaba la sensación de impotencia que tuvo entonces, idéntica a la que lo agobiaba en ese momento.


Regresó a la casa de Laffite, se cambió de ropa y se reunió con las niñas De Romeu y Nuria para comunicarles lo que había visto. Estaba desesperado.

– ¿Cuánto cuestan esos esclavos, Diego? -preguntó Juliana.

– No lo sé exactamente, pero he visto las listas de remates en Nueva Orleáns y a ojo calculo que los Laffite pueden obtener mil dólares por cada hombre joven, ochocientos por los otros dos, seiscientos por cada una de las muchachas y más o menos mil por la madre y sus hijos. No sé si pueden vender a los niños separadamente, son menores de siete años.

– ¿Cuánto sería el total?

– Digamos que alrededor de ocho mil ochocientos dólares.

– Es muy poco más de lo que piden por nuestro rescate.

– No veo la relación -dijo Diego.

– Tenemos dinero. Isabel, Nuria y yo hemos decidido usarlo para comprar a esos esclavos -dijo Juliana.

– ¿Tenéis dinero? -preguntó Diego, sorprendido.

– Las piedras preciosas, ¿no te acuerdas?

– ¡Pensé que los piratas os las habían quitado!

Juliana e Isabel le explicaron la forma en que habían salvado su modesta fortuna. Mientras navegaban en el barco de los corsarios, Nuria tuvo la brillante idea de esconder las piedras, porque si sus captores sospechaban su existencia, las perderían para siempre. Se las tragaron una por una con sorbos de vino. Más temprano que tarde, los diamantes, rubíes y esmeraldas salieron intactos por el otro extremo del tubo digestivo, sólo tuvieron que estar atentas al contenido de las bacinillas para recuperarlos. No fue una solución agradable, pero había funcionado y ahora las piedras, bien lavadas, estaban otra vez cosidas en los refajos.

– ¡Con eso podéis comprar vuestro rescate! -exclamó Diego.

– Cierto, pero preferimos poner en libertad a los esclavos, porque aunque el dinero de tu padre nunca llegue, sabemos que tú vas a ganarlo con trampas -replicó Isabel.


Jean Laffite estaba sentado en la terraza, con una taza de café y un plato de beignets, sabrosos buñuelos franceses, anotando cifras en su libro de cuentas, cuando Juliana se presentó con un pañuelo amarrado por las cuatro puntas y lo colocó sobre la mesa. El corsario levantó la vista y una vez más su corazón dio un brinco ante esa joven, que lo había acompañado en sus sueños durante cada noche. Desató el paquete y no logró contener una exclamación.

– ¿Cuánto cree que vale esto? -preguntó ella, con las mejillas arreboladas, y procedió a proponerle el negocio que tenía en mente.

Para el corsario la primera sorpresa fue descubrir que las hermanas habían sido capaces de esconder las piedras; la segunda, que las destinaran a comprar a los esclavos en vez de su propia libertad. ¿Qué dirían Pierre y los otros capitanes de esto? Lo único que deseaba era borrar la mala impresión que la piratería y ahora los esclavos habían causado en Juliana. Por primera vez se sentía avergonzado de sus acciones, indigno. No pretendía ganar el amor de esa joven, porque él mismo no era libre para ofrecerle el suyo, pero necesitaba por lo menos su respeto. El dinero no le importaba un bledo en este caso, podía recuperarlo, y además tenía más que suficiente para tapar la boca de sus socios.

– Esto vale mucho, Juliana. Alcanza de más para comprar a los esclavos, pagar su rescate, el de sus amigos y viajar a California. También hay para su dote y la de su hermana -dijo.

Juliana no había imaginado que esos guijarros de colores sirvieran para tanto. Dividió las piedras en dos montoncitos, uno grande y otro más pequeño, envolvió el primero en el pañuelo, se lo puso en el escote y dejó el resto sobre la mesa. Hizo ademán de retirarse, pero él se puso de pie, agitado, y la detuvo por un brazo.

– ¿Qué hará con los esclavos?

– Quitarles las cadenas, antes que nada, luego veré cómo ayudarlos.

– Está bien. Es usted libre, Juliana. Me ocuparé de que pueda partir pronto. Perdóneme los sinsabores que le he hecho pasar, no sabe cuánto desearía que nos hubiésemos conocido en otras circunstancias. Por favor, acepte esto como un regalo mío -dijo el pirata, entregándole las piedras que ella había dejado sobre la mesa.


Juliana había requerido de todas sus fuerzas para enfrentar a ese hombre y ahora ese gesto la desarmaba por completo. No estaba segura de su significado, pero el instinto le advertía de que el sentimiento que la trastornaba era correspondido a plenitud por Laffite: el regalo era una declaración de amor. El corsario la vio vacilar y sin pensar la tomó en sus brazos y la besó de lleno en la boca. Fue el primer beso de amor de Juliana y seguramente el más largo e intenso que habría de recibir en su vida. En cualquier caso, fue el más memorable, como siempre ocurre con el primero. La proximidad del pirata, sus brazos envolviéndola, su aliento, su calor, su olor viril, su lengua dentro de su propia boca, la remecieron hasta los huesos. Se había preparado para ese momento con centenares de novelas de amor, con años imaginando al galán predestinado para ella. Deseaba a Laffite con una pasión recién estrenada, pero con una certeza antigua y absoluta.

Jamás amaría a otro, ese amor prohibido sería el único que tendría en este mundo. Se aferró a él, sujetándolo a dos manos por la camisa, y le devolvió el beso con igual intensidad, mientras se desgarraba por dentro, porque sabía que esa caricia era una despedida.

Cuando por fin lograron separarse, ella se recostó en el pecho del pirata, mareada, tratando de recuperar la respiración y el ritmo del corazón, mientras él repetía su nombre, Juliana, Juliana, en un largo murmullo.

– Debo irme -dijo ella, desprendiéndose.

– La amo con toda mi alma, Juliana, pero también amo a Catherine. Nunca la abandonaré. ¿Puede entender eso?

– Sí, Jean. Mi desgracia es haberme enamorado de usted y saber que nunca podremos estar juntos. Pero le amo más por su fidelidad a Catherine. Dios quiera que ella se reponga pronto y que sean felices…

Jean Laffite quiso besarla de nuevo, pero ella se retiró corriendo. Ninguno de los dos, turbados como estaban, alcanzó a ver a madame Odilia, quien había presenciado la escena a corta distancia.


A Juliana no le cabía duda de que su vida había terminado. No valía la pena seguir en este mundo separada de Jean. Prefería morir, como las heroínas trágicas de la literatura, pero no sospechaba cómo se contrae tuberculosis u otra enfermedad fina, y despacharse de tifus le resultaba indigno. Descartó morir por su propia mano porque, por muy profundo que fuese su sufrimiento, no podía condenarse al infierno; ni siquiera Laffite merecía tal sacrificio. Además, si ella se suicidaba, Isabel y Nuria se llevarían una molestia. Hacerse monja se vislumbraba como la única opción, pero la idea de usar un hábito en el calor de Nueva Orleáns era poco tentadora. Imaginaba lo que diría su difunto padre, quien con el favor de Dios había sido siempre ateo, si supiera de sus intenciones. Tomás de Romeu habría preferido verla casada con un pirata antes que de monja. Lo mejor sería partir de allí apenas consiguiera transporte y acabar sus días cuidando indios bajo las órdenes del padre Mendoza, quien era un buen hombre, según Diego. Atesoraría el recuerdo claro y limpio de aquel beso y la imagen de Jean Laffite, de su rostro apasionado, sus ojos de azabache, su melena peinada hacia atrás, su cuello y su pecho asomando de la camisa de seda negra, su cadena de oro, sus firmes manos abrazándola. No tenía el alivio del llanto. Estaba seca, había gastado su reserva completa de lágrimas en los días anteriores y creía que no lloraría más en su vida.


En eso estaba, mirando la playa por la ventana y sufriendo callada el dolor de su corazón destrozado, cuando sintió la presencia de alguien a su espalda. Era madame Odilia, más espectacular que nunca, toda de lino blanco, con un turbante del mismo color, varios collares de ámbar, pulseras en los brazos y pendientes de oro en las orejas. Una reina de Senegal, como su madre.

– Te has enamorado de Jean -dijo en un tono neutro, tuteándola por primera vez.

– No se preocupe, madame, nunca me interpondría entre su hija y su yerno. Me iré de aquí y él me olvidará -replicó Juliana.

– ¿Para qué compraste a los esclavos?

– Para liberarlos. ¿Puede usted ayudarlos? He oído que los cuáqueros protegen a los esclavos y los conducen a Canadá, pero no sé cómo ponerme en contacto con ellos.

– En Nueva Orleáns hay muchos negros libres. Pueden encontrar trabajo y vivir allí, yo me haré cargo de colocarlos -dijo la reina.

Se quedó en silencio un rato largo, observando a Juliana con sus ojos de avellana, manoseando las pelotas de ámbar de sus collares, estudiándola, calculando. Por fin su dura mirada pareció suavizarse un poco.

– ¿Quieres ver a Catherine? -preguntó a boca de jarro.

– Sí, madame. Y me gustaría ver al niño también, para llevarme una imagen de ambos, así será más fácil para mí visualizar desde California la felicidad de Jean.

Madame Odilia condujo a Juliana a otra ala de la casa, tan limpia y bien decorada como el resto, donde había instalado una guardería para su nieto. Parecía el cuarto de un pequeño príncipe europeo, salvo por los fetiches de vudú que lo protegían del mal de ojo. En una cuna de bronce con vuelos de encaje dormía Pierre, acompañado por su aya de leche, una negra joven de grandes senos y ojos lánguidos, y una niña de cortos años, encargada de mover los ventiladores.

La abuela apartó el mosquitero y Juliana se inclinó para ver al hijo del hombre que adoraba. Le pareció precioso. No había visto muchos críos con quienes compararlo, pero hubiera jurado que no había otro más lindo en el mundo. Tenía puesto solamente un pañal y estaba de espaldas, abierto de brazos y piernas, abandonado al sueño. Con un gesto, madame Odilia la autorizó para sacarlo de la cuna. Cuando lo tuvo en brazos y pudo oler su cabeza casi calva, ver su sonrisa sin dientes, tocar sus dedos como gusanitos, la enorme piedra negra que tenía en el pecho pareció reducirse, desgranarse, desaparecer. Empezó a besarlo por todas partes; los pies desnudos, la panza con el ombligo salido, el cuello húmedo de sudor, y entonces un río de lágrimas calientes le bañó la cara y cayó sobre la criatura. No lloraba de celos por lo que nunca tendría, sino de irreprimible ternura. La abuela puso a Pierre en la cuna y con una palabra, le indicó que la siguiera.


Cruzaron el jardín de naranjos y oleandros, se alejaron de la casa y llegaron a la playa, donde ya las esperaba un remero con un bote para conducirlas a Nueva Orleáns. Recorrieron deprisa las calles del centro y cruzaron el cementerio. Las inundaciones impedían enterrar a los muertos bajo tierra, de modo que el cementerio era una pequeña ciudad de mausoleos, algunos decorados con estatuas de mármol, otros con rejas de hierro forjado, cúpulas y campanarios.

Un poco más allá vieron una calle de casas altas y angostas, todas iguales, con una puerta al centro y una ventana a cada lado. Las llamaban «de tiro», porque un balazo disparado a la puerta principal atravesaba toda la casa y salía por la puerta trasera sin tocar ninguna pared.


Madame Odilia entró sin llamar. Adentro había un desorden inaudito de chiquillos de varias edades, cuidados por dos mujeres vestidas con delantales de calicó. La casa estaba atiborrada de fetiches, frascos de pociones, hierbas colgadas en ramas del techo, estatuas de madera erizadas de clavos, máscaras y un sinfín de objetos propios de la religión vudú. Había un olor dulce y pegajoso, como melaza.

Madame Odilia saludó a las mujeres y se dirigió a una de las pequeñas habitaciones. Juliana se encontró frente a una mulata oscura de huesos largos y ojos amarillos de pantera, con la piel brillante de sudor, el cabello recogido en medio centenar de trenzas decoradas con cintas y cuentas de colores, amamantando a un recién nacido. Era la célebre Marie Laveau, la pitonisa que los domingos danzaba con los esclavos en la plaza del Congo y durante las ceremonias sagradas en el bosque caía en trance y encarnaba a los dioses.

– Te la traje, para que me digas si es ella -dijo madame Odilia.

Marie Laveau se puso de pie y se acercó a Juliana, con el bebe prendido del seno. Se había propuesto tener un hijo cada año mientras le alcanzara la juventud, y ya llevaba cinco. Le puso tres dedos en la frente y la miró largamente a los ojos. Juliana sintió una energía formidable, un latigazo que la sacudió de pies a cabeza. Pasó un minuto completo.

– Es ella -dijo Marie Laveau.

– Pero es blanca -objetó madame Odilia.

– Te digo que es ella -repitió la sacerdotisa, y con eso dio por terminada la entrevista.


La reina de Senegal se llevó a Juliana de vuelta al muelle, volvieron a cruzar el cementerio y la plaza de Armas, y se reunieron con el remero, que las había esperado paciente, fumando su tabaco. El hombre las condujo por otra vía hacia la zona de los pantanos.

Pronto se encontraron en el laberinto de la ciénaga, con sus canales, charcos, lagunas e islotes. La soledad absoluta del paisaje, las miasmas del lodazal, los súbitos coletazos de los caimanes, los gritos de los pájaros, todo contribuía a crear un aire de misterio y peligro.

Juliana se dio cuenta de que no había advertido a nadie de su partida. Su hermana y Nuria ya debían de estar buscándola. Se le ocurrió que esa mujer podía tener aviesas intenciones, después de todo era la madre de Catherine, pero descartó de inmediato esa idea. La travesía le pareció muy larga y el calor comenzó a adormecerla; sentía sed, había caído la tarde y el aire se llenó de mosquitos. No se atrevió a preguntar adonde iban.

Después de un largo rato de viaje, cuando comenzaba a oscurecer, atracaron en una orilla. El remero se quedó junto al bote y madame Odilia encendió un farol, tomó a Juliana de la mano y la guió entre los pastos altos, donde no había ni una huella que indicase la dirección. «Cuidado con pisar una víbora», fue todo lo que dijo.

Anduvieron un trecho largo y por fin la reina encontró lo que buscaba. Era un pequeño claro en los pastizales, con dos árboles altos, chorreados de musgo y marcados con cruces. No eran cruces cristianas, sino cruces de vudú, que simbolizaban la intersección de los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. Varias máscaras y figuras de dioses africanos talladas en madera vigilaban el lugar.

A la luz del farol y de la luna, la escena era terrorífica.

– Allí está mi hija -dijo madame Odilia, señalando el suelo.

Catherine Villars había muerto de fiebre puerperal hacía cinco semanas. No pudieron salvarla los recursos de la ciencia médica, las oraciones cristianas ni los encantamientos y hierbas de la magia africana. Su madre y otras mujeres envolvieron su cuerpo, consumido por la infección y las hemorragias, y lo transportaron a ese lugar sagrado en la ciénaga, donde fue enterrado temporalmente, hasta que la joven difunta señalara a la persona destinada a reemplazarla. Catherine no podía permitir que su hijo cayera en manos de cualquier mujer escogida por Jean Laffite, según explicó la reina de Senegal. Su deber de madre era ayudarla en esa tarea, por eso ocultó su muerte.

Catherine se encontraba en una región intermedia, iba y venía entre dos mundos. ¿Acaso Juliana no había oído sus pasos en la casa de Laffite? ¿No la había visto de pie junto a su cama por las noches? Ese olor de naranjas que flotaba en la isla era el perfume de Catherine, que en su nuevo estado vigilaba al pequeño Pierre y buscaba a la madrastra adecuada.

A madame Odilia le sorprendió que Catherine hubiese ido hasta el otro lado del mundo para encontrar a Juliana y no le gustaba la idea de que hubiese escogido a una blanca, pero ¿quién era ella para oponerse? Desde la región de los espíritus Catherine podía decidir mejor que nadie lo más conveniente. Así le había asegurado Marie Laveau al ser consultada. «Cuando aparezca la mujer adecuada, yo sabré reconocerla», prometió la sacerdotisa.


Madame Odilia tuvo la primera sospecha de que podía ser Juliana cuando vio que amaba a Jean Laffite pero estaba dispuesta a renunciar a él por respeto a Catherine, y la segunda cuando la joven se compadeció de la suerte de los esclavos. Ahora estaba satisfecha, dijo, porque su pobre hija descansaría tranquila en el cielo y podría ser enterrada en el cementerio, donde la subida de las aguas no arrastraría su cuerpo al mar.

Tuvo que repetir varios detalles, porque a Juliana no le entraba la historia en la cabeza. No podía creer que esa mujer hubiese ocultado la verdad a Jean durante cinco semanas. ¿Cómo se lo explicaría ahora? Madame Odilia dijo que no había ninguna necesidad de que su yerno se enterara de todo el asunto. La fecha exacta daba lo mismo, le diría que Catherine había fallecido el día anterior.

– ¡Pero Jean exigirá ver el cuerpo! -alegó Juliana.

– Eso no es posible. Sólo las mujeres podemos ver los cadáveres. Es nuestra misión traer niños al mundo y despedir a los muertos. Jean tendrá que aceptarlo. Después del funeral de Catherine, él te pertenece -replicó la reina.

– ¿Me pertenece?… -balbuceó Juliana desconcertada.

– Lo único que importa en este caso es mi nieto Pierre. Laffite es sólo el medio que usó Catherine para confiarte a su hijo. Ella y yo velaremos para que cumplas con tu obligación. Para eso es necesario que permanezcas junto al padre del niño y lo mantengas satisfecho y tranquilo.

– Jean no es la clase de hombre que puede estar satisfecho y tranquilo, es un corsario, un aventurero…

– Te daré pociones mágicas y los secretos para complacerlo en la cama, como se los di a Catherine cuando cumplió doce años.

– No soy una mujer de ésas… -se defendió Juliana, enrojeciendo.

– No te preocupes, lo serás, aunque nunca tan hábil como Catherine, porque estás un poco vieja para aprender y tienes muchas ideas tontas en la cabeza, pero Jean no notará la diferencia. Los hombres son torpes, los ciega el deseo, saben muy poco de placer.

– ¡No puedo emplear trucos de cortesana o pociones mágicas, madame!

– ¿Quieres ajean o no, niña?

– Sí -admitió Juliana.

– Entonces tendrás que afanarte. Déjalo en mis manos. Lo harás feliz y es posible que tú también lo seas, pero te advierto que debes considerar a Pierre como tu propio hijo o tendrás que vértelas conmigo. ¿Has entendido bien?


No sé cómo transmitiros en su real magnitud, estimados lectores, la reacción del infeliz Diego de la Vega al saber lo que había ocurrido. El próximo barco a Cuba zarpaba de Nueva Orleáns dos días después, había comprado los pasajes y tenía todo dispuesto para salir volando del coto de caza de Jean Laffite con Juliana a la rastra. Iba a salvar a su amada, después de todo. Le había vuelto el alma al cuerpo, cuando se le dio vuelta la tortilla y resultó que su rival era viudo. Se arrojó a los pies de Juliana para convencerla de la estupidez que iba a cometer. Bueno, ésta es una manera de decir. Se quedó de pie, paseando a grandes trancos, gesticulando, halándose los pelos, dando gritos, mientras ella lo miraba impávida, con una sonrisa boba en su rostro de sirena. ¡Vaya uno a convencer a una mujer enamorada! Diego creía que en California, lejos del corsario, la joven recuperaría la razón y él recuperaría el terreno perdido. Juliana tendría que ser muy burra para seguir amando a un tipo que traficaba con esclavos. Confiaba en que al fin ella sabría apreciar a un hombre como él, tan guapo y valiente como Laffite, pero mucho más joven, honesto, de recto corazón y sanas intenciones, que podía ofrecerle una vida muy cómoda sin asesinar a inocentes para robarles.

Él era casi perfecto y la adoraba. ¡Pardiez! ¿Qué más quería Juliana? ¡Nada le resultaba suficiente! ¡Era un saco sin fondo! Cierto, habían bastado unas pocas semanas en el calor de Barataría para borrar de un plumazo los avances que él había logrado en cinco años de cortejarla. Uno más avispado habría sacado la cuenta de que esa joven tenía un corazón veleidoso, pero no Diego. La vanidad le impedía ver claro, como suele ser el caso de los galanes como él.


Isabel observaba la escena pasmada. En las últimas cuarenta y ocho horas habían sucedido tantas cosas, que era incapaz de recordarlas en orden. Digamos que fue más o menos así: después de soltar las cadenas de los esclavos, alimentarlos, darles ropa y explicarles con gran dificultad que eran libres, presenciaron una escena desgarradora cuando murió el bebé, que había llegado agónico. Se requirió la fuerza de tres hombres para quitarle el cuerpo inerte a la madre y no hubo forma de calmarla, todavía se escuchaban sus aullidos, coreados por los perros de la isla.

Los infelices esclavos no entendían la diferencia entre ser libres y no serlo, si de todos modos debían permanecer en ese detestable lugar. Su único deseo era regresar a África. ¿Cómo iban a sobrevivir en esa tierra hostil y bárbara? El negro que hacía de intérprete procuraba apaciguarlos con la promesa de que no les faltaría cómo ganarse la vida, siempre se necesitaban más piratas en la isla, con un poco de suerte las muchachas encontrarían marido y la pobre madre podría emplearse con una familia, le enseñarían a cocinar, no tendría que separarse del otro niño. Inútil, el mísero grupo repetía como una letanía que los enviaran de vuelta a África.


Juliana regresó de su larga excursión con madame Odilia transformada por una inmensa dicha y contando un cuento capaz de erizar los pelos del más cuerdo. Les hizo jurar a Diego, Isabel y Nuria que no repetirían ni una palabra y luego les soltó la novedad de que Catherine Villars no pensaba estar enferma, sino que era una especie de zombi y además la había escogido a ella para ser la madrastra del pequeño Pierre. Se casaría con Jean Laffite, sólo que él aún no lo sabía, se lo diría después del funeral de Catherine. Como regalo de bodas pensaba pedirle que renunciara para siempre al tráfico de esclavos, era lo único que no podía tolerar, las otras bellaquerías no importaban tanto. Confesó también, un poco abochornada, que madame Odilia le iba a enseñar a hacer el amor como le gustaba al pirata.

A estas alturas Diego perdió el control. Juliana estaba demente, no cabía duda. Había una mosca que transmitía esa enfermedad, seguro que la había picado. ¿Pensaba que él la dejaría en manos de ese criminal? ¿Acaso no le había prometido a don Tomás de Romeu, que en paz descanse, conducirla sana y salva a California? Cumpliría su promesa, aunque tuviera que llevársela a coscorrones.


Jean Laffite padeció muchas y muy variadas emociones en esas horas. El beso lo dejó turulato. Renunciar a Juliana era lo más difícil que le había tocado en la vida, necesitaría todo su valor, que no era poco, para sobreponerse al despecho y la frustración. Se reunió con su hermano y los otros capitanes para entregarles su parte de la venta de los esclavos y el rescate de los rehenes, que a su vez ellos repartían con justicia entre el resto de los hombres. El dinero salía de su propia bolsa, fue toda la explicación que ofreció.

Los capitanes, extrañados, le hicieron ver que desde el punto de vista comercial eso no tenía el menor sentido, para qué diablos traía esclavos y rehenes, con los consabidos gastos y molestias, si pensaba soltarlos gratuitamente. Pierre Laffite esperó que los otros se fueran para manifestarle su opinión a Jean. Pensaba que éste había perdido la capacidad de dirigir los negocios, se le había ablandado el cerebro, tal vez había llegado el momento de destituirlo.

– De acuerdo, Pierre. Lo someteremos a votación entre los hombres, como es habitual.

– ¿Deseas reemplazarme? -lo desafió Jean.

Por si fuera poco, a las pocas horas llegó su suegra a darle la noticia de que Catherine había muerto. No, no podía verla. El funeral se llevaría a cabo dentro de un par de días en Nueva Orleán asistencia de la comunidad criolla. Habría un breve rito cristiano para apaciguar al cura, y luego una ceremonia africana, con música y danza, como correspondía.

La mujer estaba triste serena, y tuvo suficiente fortaleza para consolarlo cuando él echó a llorar como un chiquillo. Adoraba a Catherine, había sido su compañera, su único amor, sollozaba Laffite. Madame Odilia le dio un trago de ron y unas palmaditas en el hombro. No sentía una desmesurada compasión por el viudo, porque sabía que muy pronto olvidaría a Catherine en otros brazos. Por decencia, Jean Laffite no podía salir corriendo a pedirle a Juliana que se casara con él, debía esperar un plazo prudente, pero la idea ya había tomado forma en su mente y en su corazón, aunque todavía no se atrevía a ponerla en palabras.

La pérdida de su esposa resultaba terrible, pero le ofrecía una inesperada libertad. Incluso en su tumba, la dulce Catherine satisfacía sus más recónditos deseos. Estaba dispuesto a enmendar su rumbo por Juliana. Los años pasaban rápido, estaba harto de vivir como un proscrito, con una pistola al cinto y la posibilidad de que pusieran precio a su cabeza en cualquier momento. En esos años había amasado una fortuna, Juliana y él podrían irse con el pequeño Pierre a Texas, donde iban a parar habitualmente los rufianes, y dedicarse a otras actividades menos peligrosas, aunque siempre ilegales. De tráfico de esclavos, nada, por supuesto, porque por lo visto irritaba la sensibilidad de Juliana.

Laffite jamás había tolerado que una mujer interfiriera en sus negocios y ella no sería la primera, pero tampoco podía arruinar su matrimonio peleando por ese asunto. Sí, se irían a Texas, ya lo había decidido. Ese lugar ofrecía muchas posibilidades para un hombre de moral flexible y espíritu aventurero. Estaba dispuesto a renunciar a la piratería, aunque eso no significaba convertirse en ciudadano respetable, no había para qué exagerar.

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