Boyd era apenas un niño de pecho cuando llegaron al sur procedentes de Grant County, y no mucho mayor que él era el nuevo condado llamado Hidalgo. En la región que habían abandonado quedaban los restos de una hermana y de la abuela materna. La nueva región era rica y salvaje. Se podía cabalgar hasta México sin topar con un solo cercado. Él llevaba a Boyd sobre el arzón delantero de la silla de montar y le nombraba en inglés y en español las peculiaridades del paisaje y los pájaros y los animales. En la casa nueva dormían en el cuarto contiguo a la cocina. Solía permanecer despierto en la habitación a oscuras, escuchando la respiración de su hermano, y mientras este dormía le hablaba a media voz de los proyectos que tenía para los dos y de la vida que iban a llevar.
Una noche de invierno de aquel primer año despertó al oír el aullido de los lobos procedente de las lomas que se elevaban al oeste de la casa, y supo que saldrían al llano a cazar antílopes a la luz de la luna. Cogió los pantalones que colgaban a los pies de la cama, la camisa, el chaquetón de loneta forrado con lana de manta y las botas y fue a vestirse a oscuras en la cocina al tenue calor del hornillo y sostuvo las botas a la luz de la ventana para distinguir la derecha de la izquierda y se las calzó y salió de la cocina y cerró la puerta.
Al pasar junto al establo los caballos gimieron débilmente a causa del frío. La nieve crujía bajo sus botas y el aliento le humeaba en la luz azulina. Una hora después se hallaba agazapado sobre la nieve en el lecho seco del arroyo; al ver las huellas que habían dejado en la arena de los aguazales y sobre la nieve, supo que los lobos habían pasado por allí.
Ya estaban en el llano, y cuando dejó atrás el abanico aluvial donde el arroyo se adentraba en el valle vio el punto en que habían cruzado antes que él. Avanzó sobre codos y rodillas con las manos remetidas en las mangas a fin de no tocar la nieve y cuando llegó al último de los pequeños enebros oscuros, allí donde el amplio valle se extendía al pie de la sierra de las Ánimas, se agachó en silencio para acompasar la respiración y luego se incorporó y echó un vistazo.
Corrían por el llano hostigando a los antílopes, que se movían por la nieve como fantasmas, dando vueltas y más vueltas, y el polvo seco flotaba alrededor de ellos en el gélido claro de luna y el aliento les humeaba pálido en el frío como si un fuego ardiera dentro de ellos, y saltaban y giraban y se contorsionaban tan silenciosamente que parecían venidos de otro mundo. Corrieron valle abajo y luego giraron para alejarse por el llano hasta perderse por completo en aquella turbia blancura.
Tenía mucho frío. Esperó. Reinaba una calma absoluta. Podía ver en qué dirección iba el viento por el aliento que aparecía y desaparecía una y otra vez delante de él. Esperó un largo rato. Luego los vio venir. Trotando y serpenteando. Bailando. Hozando la nieve. Trotando y corriendo y alzándose de a dos en una danza estática y corriendo otra vez.
Eran siete y pasaron a poco más de cinco metros de donde se hallaba. Distinguió sus ojos almendrados a la luz de la luna. Oyó su respiración. Notó su eléctrica presencia en el aire. Los lobos se agruparon, se arrimaron y se lamieron los unos a los otros. Luego se detuvieron. Desencapotaron las orejas. Algunos alzaron una pata a la altura del pecho. Estaban mirándolo. Él no respiraba. Ellos no respiraban. Después giraron sobre sí mismos y siguieron trotando. Cuando llegó a casa Boyd estaba despierto, pero él no le dijo adónde había ido ni qué había visto. Nunca se lo contó a nadie.
El invierno en que Boyd cumplió catorce años, los árboles que crecían en el cauce seco del río estaban desnudos desde hacía tiempo y el cielo siempre era gris y los árboles se veían pálidos. Un viento frío había venido del norte, y la tierra corría con las velas arriadas hacia un cómputo cuyos libros mayores solo serían redactados y fechados mucho después de que las debidas reclamaciones hubieran sido presentadas, como pasa con esta historia. Entre los álamos, cuyas ramas eran como huesos y cuyos troncos mudaban la pálida o verde o más oscura corteza, arracimados más abajo de la casa, en el recodo exterior del cauce, crecían árboles tan imponentes que en la hilera del otro lado del río había un tocón aserrado sobre el cual en inviernos previos los pastores habían armado una tienda de lona de metro veinte por metro ochenta debido al suelo de madera que aquel les proporcionaba. Un día en que iba por leña observó su sombra y la del caballo y la narria cruzar aquella empalizada de árboles. Boyd iba en la narria sosteniendo el hacha como si estuviese vigilando la leña que habían reunido, y miraba hacia el oeste con los ojos entornados a causa del sol que hervía en el lento fuego de un lago seco y rojizo que se extendía al pie de las áridas montañas, y los antílopes caminaban cabeceando entre las vacas que se destacaban contra el llano del promontorio.
Cruzaron el cauce del río cubierto de hojas secas y siguieron hasta un depósito o poza en el río; él desmontó y dio de beber al caballo mientras Boyd recorría la orilla a pie buscando señales de ratas almizcleras. El indio junto al que Boyd había pasado estaba en cuclillas y ni siquiera levantó la mirada, de modo que cuando Boyd notó su presencia y se volvió el indio estaba mirándose el cinto y no alzó la vista hasta que se hubo parado del todo. Podría haber alargado el brazo y tocarlo. El indio no se escondía, sino que sencillamente estaba agachado detrás de una delgada hilera de carrizos, [1] y ni aun así Boyd lo había visto. Tenía sobre las rodillas una pequeña carabina del calibre 32 y había estado esperando en la sombra a que algo se acercara al agua para poder dispararle. Miró al chico fijamente. El chico lo miró. Sus ojos eran tan oscuros que parecían todo pupilas. Unos ojos en los que se ponía el sol. En los que el chico estaba al lado del sol.
No había aprendido que uno puede verse en los ojos de otro ni que en ellos podían verse cosas como el sol. Quedó reflejado, en aquellos pozos oscuros con el pelo tan claro, fino y extraño, exactamente el niño que era. Como si fuese un pariente consanguíneo que se hubiera perdido y que ahora aparecía en una ventana de otro mundo donde el sol se hundía eternamente. Como si se tratara de un laberinto donde los huérfanos de su corazón se hubieran extraviado en su viaje por la vida para llegar finalmente al otro lado del muro de aquella mirada caduca de la que era imposible regresar.
Desde donde estaba no podía ver a su hermano ni al caballo. Podía ver los lentos círculos que se abrían en la superficie del agua allí donde el caballo estaba bebiendo, más allá de los carrizos, y podía ver también la ligera flexión del músculo bajo la piel de la magra e imberbe quijada del indio.
El indio se volvió y miró la poza. El único sonido era el gotear del agua desde el morro del caballo. Miró al chico.
Tú, pequeño hijo de puta, dijo el indio.
Yo no he hecho nada.
¿Quién es ese que va contigo?
Mi hermano.
¿Cuántos años tiene?
Dieciséis.
El indio se puso de pie. Lo hizo rápidamente y sin esfuerzo, y miró hacia el otro lado de la poza donde Billy sostenía el caballo y luego volvió a mirar a Boyd. Vestía un viejo y deshilachado sarape y un viejo y grasiento sombrero Stetson con la copa acampanada, y sus botas estaban remendadas con alambre.
¿Qué estáis haciendo aquí?
Coger leña.
¿Tenéis algo para comer?
No.
¿Dónde vivís?
El chico dudó.
Te pregunto que dónde vivís.
Señaló río abajo.
¿A qué distancia?
No lo sé.
Pequeño hijo de puta.
Se puso la carabina sobre los hombros, caminó por la orilla de la poza y se quedó mirando el caballo y a Billy.
Qué tal, dijo Billy.
El indio escupió. Conque espantando todo lo que hay en la región, dijo. Vaya.
No sabíamos que hubiera nadie por aquí. ¿No tienes nada para comer?
No, señor.
¿Dónde vives?
A unos tres kilómetros río abajo.
¿Tenéis algo de comer en vuestra casa?
Sí, señor.
¿Si voy allí me sacarás algo de comer?
Puede venir a casa. Mamá le preparará comida.
No quiero ir a la casa; quiero que tú me saques algo.
Está bien.
¿Lo harás?
Sí.
Muy bien.
El muchacho seguía sujetando el caballo. El caballo no le había quitado ojo al indio. Vamos, Boyd, dijo.
¿Tenéis perros?
Solo uno.
¿Lo meterás dentro?
De acuerdo. Lo meteré dentro.
Mételo en algún sitio donde no ladre.
De acuerdo.
No pienso ir a que me peguen un tiro.
Lo meteré dentro.
Entonces bueno.
Venga, Boyd. Vámonos.
Boyd permaneció mirándolo desde el otro lado de la poza.
Vamos. Dentro de nada oscurecerá.
Venga, haz lo que te dice tu hermano, dijo el indio.
No estábamos molestándolo.
Venga, Boyd. Vámonos.
Cruzó el cascajar y subió a la narria.
Súbete aquí, dijo Billy.
Se bajó del montón de ramas que habían cogido y se volvió a mirar al indio; luego alargó el brazo para coger la mano que Billy le ofrecía y montó en el caballo detrás de él.
¿Cómo lo encontraremos?, preguntó Billy.
El indio estaba de pie con el rifle sobre los hombros y las manos colgando por encima. Salid y caminad hacia la luna, dijo.
¿Y si aún no ha salido?
El indio escupió. ¿Crees que te diría que fueses hacia la luna si la luna no hubiera salido? Vamos, en marcha.
El chico picó el caballo con las botas y cabalgaron entre los árboles. Las varas de la narria arrastraban con un susurro seco pequeñas hileras de hojas secas. El sol se ponía por el oeste. El indio los vio partir. El más pequeño de los chicos rodeaba con un brazo la cintura de su hermano, roja la cara al sol, el pelo de un rosado casi blanco al sol. Su hermano debió de decirle que no mirase atrás, porque no lo hizo. Para cuando cruzaron el lecho seco del río y enfilaron el llano, el sol se había puesto ya tras los picos de los montes Peloncillo y el cielo de poniente era de un rojo intenso bajo los arrecifes de nubes. Tomaron hacia el sur siguiendo las hendiduras del río seco, y cuando Billy se volvió vio que el indio los seguía a unos ochocientos metros aproximadamente, y llevaba la carabina colgando de una mano.
¿Cómo es que miras atrás?, dijo Boyd.
Miro, eso es todo.
¿Es que vamos a sacarle la cena?
Sí. Supongo que podemos hacerlo.
Que podamos no significa que sea buena idea, dijo Boyd.
Ya lo sé.
Contempló el cielo por la ventana de la sala de estar. Las primeras estrellas acuñadas con la oscura albardilla de la pared sur colgaban entre la reseca rejilla de los árboles, junto al río. La luz de la luna aún por salir estaba posada sobre el valle, hacia el este, como una bruma de azufre. Observó la luz correr por las lindes de la desierta llanura y elevarse del suelo el domo de la luna, blanca y gorda y membranosa. Luego bajó de la silla donde se había arrodillado y fue a buscar a su hermano.
Billy tenía filetes y bollos y un tazón con alubias, todo ello envuelto en un paño y escondido detrás de las ollas en un estante de la despensa, junto a la puerta de la cocina. Mandó a Boyd por delante y tras escuchar un momento salió detrás de él. El perro gimió y arañó la puerta del ahumadero cuando pasaron por allí y él le dijo al perro que se callara y el animal obedeció. Siguieron la cerca medio agachados y luego encaminaron sus pasos hacia los árboles. Cuando llegaron al río la luna estaba alta y el indio los esperaba de pie con la carabina balanceándose otra vez sobre el pescuezo. Vieron su aliento en el frío. Se volvió y lo siguieron a través de las guijas del aguazal y tomaron la cañada río abajo siguiendo el margen de la dehesa. En el aire había humo de leña. A unos cuatrocientos metros de la casa ganaron la fogata de su campamento entre los álamos y el indio dejó la carabina apoyada en un tronco y se volvió para mirarlos.
Traedlo aquí, dijo.
Billy se acercó a la lumbre y le entregó el bulto que llevaba en el pliegue del codo. El indio lo cogió y se puso de cuclillas delante del fuego con aquella desenvoltura de marioneta, colocó el paño en el suelo, lo abrió, sacó las alubias y luego puso el tazón a calentar junto a las brasas y cogió los bollos y la carne y les dio un mordisco.
Ese tazón se va a quedar negro, dijo Billy. Tengo que llevármelo otra vez a casa.
El indio masticó, entrecerrados los ojos casi negros a la luz de la fogata. ¿Tenéis algo de café en la casa?, dijo.
No está molido.
¿Podéis molerme un poco?
Imposible sin que alguien lo oiga.
El indio se metió la otra mitad del bollo en la boca y se inclinó ligeramente y de algún sitio sacó un cuchillo corto y alargó el brazo para remover las alubias del tazón; después miró a Billy y se pasó la hoja del cuchillo por la lengua de un lado y del otro, como si la asentara lentamente, y clavó el cuchillo en el extremo del tronco con el que había preparado el fuego.
¿Cuánto hace que vivís aquí?, preguntó.
Diez años.
Diez años. ¿Tu familia es propietaria del terreno?
No.
Cogió el segundo bollo, lo cortó con sus perfectos dientes blancos y se sentó a masticar.
¿De dónde es usted?, preguntó Billy.
De todas partes.
¿Adónde se dirige?
El indio se inclinó y cogió el cuchillo del tronco y removió otra vez las alubias y lamió nuevamente la hoja; luego dejó que el cuchillo se deslizara hasta el mango, levantó el renegrido tazón del fuego, lo dejó en el suelo delante de él y empezó a comer las alubias sirviéndose del cuchillo.
¿Qué más tenéis en la casa?
¿Cómo dice?
Qué más tenéis en la casa.
Levantó la cabeza y los miró con los ojos entrecerrados, allí de pie a la luz de la lumbre, mientras masticaba lentamente.
¿Como qué?
Lo que sea. Algo que pueda vender.
No tenemos nada.
No tenéis nada.
No, señor.
El indio masticó. ¿Es que vivís en una casa vacía?
No.
Entonces algo habrá.
Hay muebles y cosas. Cacharros de cocina.
¿Cartuchos de carabina?
Sí. Unos cuantos.
¿Qué calibre?
No sirven para su carabina.
¿Qué calibre?
Cuarenta y cuatro cuarenta.
Bueno, pues traedme unos cuantos.
El chico señaló con la cabeza la carabina apoyada en el árbol. No es del calibre cuarenta y cuatro.
Eso da igual. Ya los cambiaré.
No puedo traerle cartuchos. El viejo lo notaría.
Entonces, ¿para qué has hablado de cartuchos?
Tendríamos que irnos, dijo Boyd.
Hemos de recuperar el tazón.
¿Qué más tenéis?, dijo el indio.
No tenemos nada, dijo Boyd.
No te preguntaba a ti. ¿Qué más?
No lo sé. Veré qué puedo encontrar.
El indio se metió la otra mitad del segundo bollo en la boca. Alargó la mano para tentar el tazón y luego lo cogió y se echó a la boca las alubias que quedaban y pasó un dedo por dentro del tazón y se lo lamió hasta dejarlo limpio y volvió a dejar el tazón en el suelo.
Traedme un poco de ese café, dijo.
No puedo molerlo. Lo oirían.
Tú tráelo. Lo aplastaré con una piedra.
Está bien.
Que se quede él.
¿Para qué?
Para hacerme compañía.
Para hacerle compañía.
Eso.
Él no tiene por qué quedarse.
No voy a hacerle daño.
Ya sé que no, porque no va a quedarse.
El indio se escarbó los dientes. ¿Tenéis algún cepo?
No tenemos cepos.
Los miró. Se sorbía los dientes con un ruido sibilante. Marchaos ya, dijo. Y traedme un poco de azúcar.
De acuerdo. Deme el tazón.
Ya lo cogerás cuando volváis.
Al llegar a la cañada Billy se volvió para mirar a Boyd y la luz de la lumbre entre los árboles. En el llano la luna brillaba tanto que hasta era posible contar las reses.
No vamos a llevarle café, ¿verdad?, dijo Boyd.
No.
¿Qué vamos a hacer con el tazón?
Nada.
¿Y si mamá pregunta por él?
Pues le dices la verdad. Que se lo hemos dado a un indio. Que un indio ha venido a casa y que se lo he dado.
De acuerdo.
Puedo ganarme una bronca por ir contigo.
Y yo más.
Dile a mamá que he sido yo.
Eso pensaba hacer.
Cruzaron el campo raso en dirección al cercado y las luces de la casa.
De entrada no tendríamos que haber ido, dijo Boyd.
Billy guardó silencio.
¿Verdad?
No.
¿Por qué lo hemos hecho?
No lo sé.
No había clareado aún cuando su padre entró en la habitación de los hermanos.
Billy, dijo.
El chico se incorporó en la cama y miró a su padre enmarcado por la luz que venía de la cocina.
¿Qué hace el perro atado en el ahumadero?
Me he olvidado de sacarlo.
¿Te has olvidado de sacarlo?
Sí, señor.
¿Y qué hacía allí dentro si puede saberse?
Bajó de la cama al frío suelo y cogió la ropa. Iré a soltarlo, dijo.
Su padre permaneció un momento en el vano de la puerta y luego cruzó la cocina en dirección al vestíbulo. La luz que entraba por la puerta abierta le permitió a Billy ver a Boyd aovillado y dormido en la otra cama. Se puso el pantalón, cogió las botas del suelo y salió.
Era ya de día cuando terminó de dar de comer y beber al caballo. Ensilló a Bird, montó y salió de la cuadra en dirección al río para ir a buscar al indio o ver si aún seguía allí. El perro iba pegado a los talones del caballo. Cruzaron el prado y cabalgaron río abajo hasta más allá de los árboles. Detuvo el caballo pero no desmontó. El perro se puso a su lado y comenzó a olisquear el aire con rápidos movimientos ascendentes del morro, clasificando y ensamblando imágenes de los acontecimientos de la noche anterior. El chico volvió a poner el caballo al paso.
Cuando llegó al campamento del indio el fuego estaba frío y negro. El caballo alteró el paso y avanzó nerviosamente y el perro rodeó las cenizas con el hocico en tierra y los pelos del lomo erizados.
Cuando regresó a casa su madre lo esperaba con el desayuno a punto, y él colgó su sombrero y acercó una silla y empezó a servirse huevos en el plato. Boyd ya estaba comiendo.
¿Dónde está papá?, preguntó.
Todavía no has bendecido la mesa, dijo su madre.
Sí, señora.
Bajó la cabeza y dijo las palabras para sus adentros y luego cogió un bollo.
¿Dónde está papá?
Está en la cama. Ya ha comido.
¿A qué hora llegó?
Hará un par de horas. Ha cabalgado toda la noche.
¿Y eso?
Será que quería volver a casa.
¿Cuánto rato va a dormir?
Supongo que hasta que despierte. Preguntas más que Boyd.
Lo primero no lo he preguntado, dijo Boyd.
Después de desayunar fueron al establo. ¿Adónde crees que habrá ido?, dijo Boyd.
Por ahí.
¿De dónde dirías que venía?
No lo sé. Las botas que llevaba eran mexicanas. O lo que quedaba de ellas. No es más que un vagabundo.
Tú no sabes de qué es capaz un indio, dijo Boyd.
Qué sabrás tú de los indios, dijo Billy.
Y tú qué.
Tú no sabes de qué es capaz nadie.
Boyd cogió un viejo destornillador de un cubo de herramientas y pinceles que colgaba del pilar del establo, alcanzó un ronzal de la baranda, abrió la puerta de la casilla donde guardaba su caballo. Entró, le colocó el ronzal y condujo el caballo fuera. Dio una vuelta a la cuerda en torno a la baranda, pasó la mano por debajo de la pata del animal para que le ofreciera el casco, y le limpió la ranilla, le examinó el casco y luego le bajó la pata.
Déjame echar un vistazo, dijo Billy.
No le pasa nada.
Entonces déjame mirar.
Como quieras.
Billy le levantó la pata al caballo, se acomodó el casco entre las rodillas y lo examinó. Creo que está bien, dijo.
Ya te lo he dicho.
Haz que camine un poco.
Boyd desenganchó la cuerda, llevó el caballo al fondo del establo y volvió.
¿Vas a ir por tu silla?, dijo Billy.
Supongo que sí, si no te importa.
Fue por la silla de montar, echó la manta sobre el lomo del caballo, le puso la silla tras subirla no sin esfuerzo, apretó el látigo, ajustó la cincha posterior y se quedó esperando.
Has dejado que se acostumbre a eso, dijo Billy. ¿Por qué no lo picas para que saque el aire?
Si él no me deja sin respiración, pues yo a él tampoco, dijo Boyd.
Billy escupió sobre el lecho de paja menuda y seca del establo. Esperaron. El caballo espiró. Boyd tiró de la correa y abrochó la hebilla.
Cabalgaron toda la mañana por los prados de Ibáñez mirando detenidamente las vacas. Las vacas mantenían la distancia y los miraban; eran piernilargas y las había mexicanas y también longhorn, de todos los colores. A la hora de cenar volvieron a casa arrastrando de una cuerda una vaquilla añal. La metieron en el corral que había más arriba del establo para que la viera su padre, entraron y se lavaron. Su padre ya estaba sentado a la mesa. Hola chicos, dijo.
A sentarse todos, dijo su madre. Dejó sobre la mesa una bandeja de filetes fritos. Y un cuenco de habichuelas. Una vez bendecida la mesa le dio la bandeja al padre, que pinchó un filete y se la pasó a Billy.
Papá dice que hay un lobo en la sierra, dijo ella.
Billy se quedó con la bandeja en una mano y el cuchillo en alto.
¿Un lobo?, dijo Boyd.
Su padre asintió. Una loba. Derribó un becerro bastante grande allá arriba, en el barranco Foster.
¿Cuándo?, preguntó Billy.
Hará cosa de una semana, quizá más. El pequeño de los Oliver le siguió las huellas por la montaña. La loba venía de México. Cruzó por el paso de San Luis y siguió la ladera oeste de las Ánimas hasta alcanzar más o menos la cabecera del barranco Taylor; después bajó cruzando el valle y subió a los Peloncillos. Todo el camino por la nieve. Había cinco centímetros de nieve en el sitio donde mató a ese becerro.
¿Cómo sabes que era una hembra?, preguntó Boyd.
¿Cómo crees que lo sabe?, dijo Billy.
Se podía ver dónde había hecho sus cosas, respondió su padre.
Ah, dijo Boyd.
¿Qué piensas hacer?, dijo Billy.
Bueno, supongo que lo mejor será atraparla. ¿No crees?
Sí, señor.
Si el viejo Echols estuviera aquí, la atraparía, dijo Boyd.
El señor Echols.
Si el señor Echols estuviera aquí la atraparía.
Sin duda. Pero no está.
Después de cenar los tres recorrieron a caballo los catorce kilómetros hasta el SK Bar, y al llegar llamaron a voces. La nieta del señor Sanders salió a la puerta, fue a buscar al viejo y se sentaron todos en el porche mientras el padre de los chicos le contaba al señor Sanders lo de la loba. El señor Sanders tenía los codos apoyados en las rodillas, miraba fijamente entre las botas las tablas del suelo del porche, asentía y de vez en cuando daba un golpecito a la ceniza del cigarrillo con el meñique. Cuando el padre hubo terminado, el señor Sanders alzó la vista. Tenía unos ojos muy azules y bonitos, medio escondidos en las correosas costuras de la cara. En ellos parecía haber algo que la dureza de la región no había podido alterar.
Las cosas y las trampas de Echols siguen en la cabaña, dijo. No creo que le importe que utilices lo que te haga falta.
De un capirotazo arrojó la colilla al patio, luego sonrió a los muchachos y apoyó las manos en las rodillas para levantarse.
Voy por las llaves, dijo.
Cuando abrieron la cabaña estaba oscura y muy húmeda y se percibía un olor semejante al de la cera, que recordaba el de la carne fresca. Su padre permaneció un instante en el umbral y luego entró. En la habitación principal había un sofá viejo, una cama, un escritorio. Cruzaron la cocina y siguieron hasta el zaguán que había en la parte de atrás. A la luz polvorienta que se colaba por el solitario ventanillo, vieron, sobre unos anaqueles de pino burdamente aserrados, varios tarros de conservas y frascos con tapones de vidrio esmerilado y viejos tarros de boticario, todos con sus antiguas etiquetas octagonales bordeadas de rojo; en ellos Echols había escrito pulcramente fechas y contenidos. Los tarros estaban llenos de líquidos oscuros. Vísceras secas. Hígado, hiel, riñones. Las tripas de la bestia que sueña con el hombre y así ha venido haciéndolo desde hace más de cien mil años. Sueños donde aparece ese maligno dios menor que, pálido, desnudo y extraño, ha venido a masacrar a todo su clan y toda su tribu y a echarlos de casa. Un dios insaciable a quien no puede aplacar concesión alguna ni cantidad de sangre por desmedida que sea. Los tarros estaban unidos por telillas de polvo y al pasar entre ellos la luz convertía la pequeña estancia, con sus vidrios alquímicos, en una extraña basílica consagrada a una práctica tan próxima a extinguirse entre los oficios del hombre como la bestia a que debía su existencia. Su padre bajó uno de los tarros y después de examinarlo lo dejó de nuevo justo sobre su huella circular de polvo. En un estante inferior había una caja de munición con las esquinas perfectamente encajadas, y en la caja una docena aproximada de pequeños frascos o viales sin etiquetar. En la tapa de la caja estaban escritas, con lápiz rojo, las palabras N.o 7 Matrix. Su padre puso uno de los viales a la luz, lo agitó, le quitó el corcho y se pasó el frasco por debajo de la nariz.
Santo Dios, dijo en voz baja.
Déjame oler, pidió Boyd.
No, dijo su padre. Se guardó el vial en el bolsillo y siguieron buscando los cepos, pero no pudieron dar con ellos. Miraron en el resto de la casa, en el porche y en el ahumadero. En la pared de este encontraron unos cuantos cepos viejos para coyote del número tres, pero esas fueron todas las trampas con que pudieron dar.
Tienen que estar en alguna parte, dijo su padre.
Empezaron de nuevo. Al rato, Boyd salió de la cocina.
Ya los tengo, dijo.
Estaban en dos cajones de embalaje llenos de leña para la estufa, engrasados con algo que podía haber sido manteca de cerdo y envueltos como arenques.
¿Por qué se te ha ocurrido mirar ahí?, preguntó su padre.
Has dicho que tenían que estar en alguna parte.
Extendió unos periódicos viejos sobre el linóleo del suelo de la cocina y procedió a levantar los cepos. Para hacerlos más compactos tenían los muelles hacia adentro, y las cadenas estaban enrolladas en torno a estos. Cogió un cepo y lo enderezó. Atascada de grasa, la cadena crujió inexpresivamente. Estaba provista de una anilla en el centro y tenía un grueso cierre de resorte en un extremo y un ancla en el otro. Se acuclillaron y miraron el cepo. Parecía enorme. Parece una trampa para osos, dijo Billy.
Es un cepo lobero. Marca Newhouse del cuatro y medio.
Colocó ocho cepos en el suelo y se limpió la grasa de las manos con papel de periódico. Pusieron de nuevo la tapa sobre el cajón y apilaron otra vez la leña sobre las cajas tal como Boyd las había encontrado. Su padre volvió al zaguán y regresó con una pequeña caja de madera provista de un fondo de red de alambre, una bolsa de papel con astillas de palo campeche y una cesta para meter las trampas dentro. Luego salieron y aseguraron el candado de la puerta delantera, desataron los caballos, montaron y regresaron a la casa.
El señor Sanders salió al porche, pero ellos no desmontaron.
Quédense a cenar, dijo.
Es mejor que volvamos. Gracias.
Bueno.
He cogido ocho trampas.
Está bien.
Veremos qué tal funcionan.
Bueno. Yo diría que lleva usted todas las de ganar. La loba no ha estado aquí lo suficiente para tener hábitos regulares.
Echols decía que ya ningún lobo los tiene.
Él sabrá. Es medio lobo.
Su padre asintió. Se volvió ligeramente en la silla y oteó el horizonte. Luego volvió a mirar al viejo.
¿Ha olido alguna vez lo que les pone como cebo?
Sí, lo he hecho.
Su padre asintió otra vez. Levantó una mano, hizo doblar al caballo y se alejaron camino abajo.
Después de cenar pusieron la tina galvanizada sobre la estufa, la llenaron a mano con cubos, echaron una cucharada de lejía y pusieron las trampas a hervir. Alimentaron el fuego hasta la hora de acostarse y luego cambiaron el agua y volvieron a meter las trampas con las astillas de palo campeche y atiborraron la estufa y la dejaron así. Boyd despertó una vez y permaneció escuchando el silencio de la casa en la oscuridad y el crepitar del fuego en la estufa o la casa que crujía al viento que soplaba en el llano. Al mirar la cama de Billy vio que estaba vacía y al cabo de un rato se levantó y fue a la cocina. Billy estaba junto a la ventana, sentado en una de las sillas puesta del revés. Tenía los brazos sobre el respaldo y contemplaba la luna sobre el río y los árboles de la ribera y las montañas que se alzaban al sur. Se volvió y miró a Boyd, de pie en el vano de la puerta.
¿Qué haces?, dijo Boyd.
Me he levantado a cuidar el fuego.
¿Qué estás mirando?
No estoy mirando nada. No hay nada que mirar.
Para qué te has puesto ahí.
Billy no respondió. Al cabo de un rato dijo: vuelve a la cama. Yo iré enseguida.
Boyd entró en la cocina. Se quedó junto a la mesa. Billy se volvió y lo miró fijamente.
¿Qué te ha despertado?, preguntó.
Tú.
Si no he hecho ruido.
Ya lo sé.
Cuando Billy se levantó a la mañana siguiente su padre estaba sentado a la mesa de la cocina con un mandil de cuero en el regazo. Llevaba puestos un par de viejos guantes de gamuza y estaba aplicando cera de abeja a uno de los cepos. Los otros estaban en el suelo, sobre una piel de ternero, y tenían un color azul oscuro casi negro. Levantó la vista, se quitó los guantes, los puso sobre el mandil junto con el cepo y dejó el mandil en el suelo encima de la piel de ternero.
Ayúdame con la tina, dijo. Después acabas de encerar estos.
Lo hizo. Los enceró con cuidado, cubriendo con la cera la cazoleta y la inscripción que esta llevaba; luego enceró las muescas donde iban engoznadas las mandíbulas y cada eslabón de las gruesas cadenas y la pesada rastra de dos dientes al extremo de aquellas. Una vez que hubo terminado, su padre colgó las trampas a la intemperie, donde los olores de la casa no pudieran impregnarlas. A la mañana siguiente, cuando su padre entró en la habitación y lo llamó, aún estaba oscuro.
Billy.
Sí, señor.
El desayuno estará dentro de cinco minutos.
Sí, señor.
Cuando salieron del terreno el día apuntaba, frío y despejado. Las trampas iban envueltas en el cesto de sauce que su padre llevaba a la espalda con las correas flojas, de modo que el fondo del cesto descansaba en el fuste de la silla. Cabalgaron hacia el sur. Encima de ellos la nieve reciente resplandecía en la cumbre del Black Point bajo un sol que aún no se había levantado sobre el lecho del valle. Cuando llegaron al camino viejo que conducía al manantial Fitzpatrick el sol ya estaba allá arriba. Cruzaron hacia la punta de la dehesa a pleno sol y empezaron la ascensión a los Peloncillos.
A media mañana habían llegado al borde de la vega donde estaba el becerro muerto. En el camino cubierto de nieve por el que habían venido aún podían verse las huellas que el caballo de su padre había dejado tres días atrás, y bajo las sombras de los árboles donde yacía el ternero había manchas de nieve que aún no se habían derretido, ensangrentadas y holladas y cruzadas y vueltas a cruzar por las huellas de los coyotes, y el ternero estaba despedazado y sus fragmentos esparcidos en la nieve ensangrentada y el suelo circundante. Su padre se había quitado los guantes para liar un cigarrillo y se puso a fumar, con la mano en que sostenía los guantes apoyada en la perilla de la silla.
No desmontes, dijo. Mira a ver si ves sus huellas.
Recorrieron el terreno a caballo. Los caballos estaban inquietos ante la visión de la sangre y los jinetes hablaban entre sí con una especie de tono burlón, como si pretendieran que los animales se avergonzaran. Billy no detectó huellas de la loba.
Su padre se apeó del caballo. Ven, dijo.
No irás a poner uno aquí, ¿verdad?
No. Ya puedes desmontar.
El chico desmontó. Su padre se había bajado las correas del cesto y había puesto este sobre la nieve. Se arrodilló y quitó de un soplo la nieve reciente que cubría la huella cristalina que la loba había dejado cinco noches atrás.
¿Es de ella?
Así es.
Es su pata delantera.
Sí.
Es grande, ¿verdad?
Sí.
¿No va a volver?
No. No va a volver.
El chico se incorporó. Dirigió la vista hacia la pradera. Había dos cuervos posados en un árbol seco. Debían de haber volado hasta allí mientras ellos subían a caballo. Aparte de eso no había nada.
¿Adónde crees que habrá ido el resto del ganado?
No lo sé.
Con una vaca muerta en el prado, ¿tú crees que las demás se quedarán?
Según de qué haya muerto. No se quedan a pastar si hay un lobo merodeando.
¿Tú crees que habrá matado algún otro animal?
Su padre se levantó de donde se había acuclillado al lado de la huella y cogió el cesto. Es bastante probable, dijo. ¿Estás listo?
Sí, señor.
Montaron, cruzaron la vega, se adentraron en el bosque y siguieron la cañada paralelamente a la margen del arroyo. El chico miró los cuervos. Al cabo de un rato bajaron del árbol y volvieron en silencioso vuelo al ternero muerto.
Su padre colocó la primera trampa al pie del desfiladero por donde sabían que la loba había pasado. El chico siguió montado mientras su padre arrojaba dentro el pellejo de ternero con la parte del pelo hacia abajo y lo pisoteaba y dejaba el cesto en el suelo.
Sacó los guantes de gamuza del cesto, se los puso. Con un desplantador cavó un hoyo en la tierra, metió el ancla en el hoyo, luego la cadena y lo cubrió todo de nuevo. Después hizo en el suelo un agujero poco profundo, del tamaño de los muelles del cepo. Comprobó cuánto espacio ocupaba el cepo y luego cavó un poco más. Fue echando la tierra a la criba a medida que cavaba, luego dejó el desplantador aparte y cogió del cesto unas abrazaderas con las que fijó los muelles hasta que las mandíbulas quedaron abiertas. Sostuvo el cepo en alto y miró detenidamente por la muesca de la cazoleta mientras desajustaba la tuerca una vuelta y ajustaba el pestillo. Agachado en la sombra irregular, con el sol en la espalda, y sosteniendo el cepo a la altura de los ojos contra el cielo matinal, parecía estar manejando un instrumento más antiguo y sutil. Un astrolabio o un sextante. Como si fuese un hombre que intentara fijar su posición en el mundo. Si es que existía tal sitio. Si acaso era conocible. Puso la mano bajo las mandíbulas abiertas y ladeó ligeramente la cazoleta con el pulgar.
No queremos que venga una ardilla y tropiece, dijo.
Luego retiró las abrazaderas y colocó la trampa en el agujero.
Cubrió las mandíbulas y la cazoleta del cepo con un pedazo de papel empapado en cera de abeja derretida, luego esparció cuidadosamente por encima la tierra excavada tamizada con la criba, humus y restos de madera, y se puso en cuclillas para observar el resultado. No se notaba nada. Por último, extrajo del bolsillo de la chaqueta el frasco con la pócima de Echols, quitó el corcho, introdujo una ramita, luego clavó esta en el suelo a un palmo del cepo, tapó nuevamente el frasco y lo devolvió al bolsillo.
Se levantó, le pasó el cesto al chico y se agachó para doblar el pellejo de ternero con la tierra dentro; luego puso el pie en el estribo, montó, subió el pellejo al arzón de la silla e hizo retroceder al caballo.
¿Crees que sabrás hacer una?, preguntó.
Sí, señor. Creo que sí.
Su padre asintió con la cabeza. Echols solía quitarle las herraduras a su caballo. Después ataba a los cascos unas zapatillas de pellejo de vaca que él mismo había hecho. Oliver me contó que ponía trampas sin bajarse de la silla. A lomos de su caballo.
¿Y cómo lo hacía?
No lo sé.
El chico se colocó el cesto sobre las rodillas:
Ponte eso, dijo su padre. Lo necesitarás si vas a colocar la próxima trampa.
Sí, señor.
A mediodía habían puesto tres cepos más y comieron en un bosquecillo de robles negros que se alzaba en la cabecera del arroyo Cloverdale. Se recostaron sobre los codos y dieron cuenta de sus emparedados mientras contemplaban los Guadalupes más allá del valle y, al sureste, las estribaciones de las montañas donde podían verse las sombras de unas nubes moverse sobre el amplio valle de las Ánimas, y al fondo, en la azul lejanía, las montañas de México.
¿Tú crees que podremos capturarla?, preguntó el chico.
No estaría aquí si no lo creyera.
¿Y si ya la han capturado o ha caído en otra trampa o algo así?
Entonces será difícil de atrapar.
Digo yo que no hay más lobos que los que vienen de México, ¿verdad?
Supongo que no.
Comieron. Cuando hubo terminado, su padre dobló la bolsa de papel en que venían envueltos los emparedados y se la guardó en el bolsillo.
¿Listo?, preguntó.
Sí, señor.
Para cuando llegaron al terreno y entraron en el establo habían pasado fuera trece horas y estaban exhaustos. Las dos últimas horas habían cabalgado en plena oscuridad y la única luz encendida en la casa era la de la cocina.
Entra en casa y cómete la cena, dijo su padre.
Estoy bien.
Venga. Yo guardaré los caballos.
La loba había cruzado la frontera internacional más o menos en el punto en que esta cortaba el trigésimo minuto del meridiano 108 y había cruzado la vieja carretera como a un kilómetro y medio al norte del límite, para seguir el arroyo Whitewater hacia el oeste, hasta los montes San Luis y cruzado el desfiladero al norte hacia la sierra de las Ánimas y cruzado luego el valle de las Ánimas adentrándose en los Peloncillos tal como se había dicho. Tenía en la cadera una herida costrosa, allí donde su macho la había mordido dos semanas atrás en algún punto de los montes de Sonora. El lobo la había mordido porque ella no quería dejarlo. Había caído en un cepo de acero y le gruñía para ahuyentarla, mientras ella permanecía algo más allá de la extensión de la cadena. La loba había bajado las orejas y se había puesto a gemir, porque no quería marcharse. Por la mañana llegaron unos hombres a caballo. Desde una cuesta, a unos cien metros de allí, ella miró y vio al macho erguirse para hacerles frente.
Vagó toda una semana por las faldas de la sierra de la Madera. En aquellos parajes sus antepasados habían cazado camellos y primitivos caballos enanos. Encontró poco que comer. La mayor parte de la caza era masacrada fuera de la región. Casi todo el bosque había sido talado para alimentar las calderas de los bocartes, allá en las minas. Los lobos de aquella región venían matando ganado desde hacía tiempo, pero la ignorancia de estos animales era un misterio para ellos. Las vacas que bramaban, sangraban y tropezaban por los prados de montaña con sus pezuñas espatuladas y su confusión, desgañitándose y debatiéndose en los cercados y arrastrando tras ellas estacas y alambres. Los rancheros decían que los lobos trataban el ganado de manera más brutal que a los animales salvajes. Como si las vacas despertaran en ellos cierta cólera. Como si se sintieran vejados por la violación de un viejo orden. De antiguos rituales. De antiguos protocolos.
Cruzó el río Bavispe y siguió hacia el norte. Llevaba su primera camada y no tenía manera de saber en qué aprieto estaba metida. No se alejaba de la región porque la caza se hubiera terminado sino porque los lobos lo hacían, y ella los necesitaba. Cuando abatió al ternero en la nieve en la cabecera del barranco Foster allá en los montes Peloncillos de Nuevo México, llevaba dos semanas sin probar otra cosa que carroña, parecía obsesionada y no había encontrado rastro alguno de lobos. Comió, descansó y volvió a comer. Comió hasta que el vientre le rozó el suelo y no volvió. No iba a regresar para morir. No iba a cruzar un camino ni una vía de tren a la luz del día. No iba a cruzar una alambrada dos veces por el mismo sitio. Ese era el nuevo protocolo. Constricciones que antes no existían. Y ahora sí.
La loba se adentró por el oeste en el condado de Cochise, en el estado de Arizona, atravesó el horcajo meridional del arroyo Skeleton y siguió hacia el oeste hasta la punta del cañón Starvation, y luego al sur hasta el manantial Hog Canyon. Luego, de nuevo al este, hasta los altos situados entre los arroyos Foster y Clanton. De noche bajaba hasta el valle de las Ánimas y batía el terreno en busca de antílopes salvajes, a los que veía pasar y girar en el polvo que se elevaba como humo del lecho de la cuenca; observaba la precisa articulación de sus miembros y los oscilantes movimientos de sus cabezas, y el modo en que se agrupaban lentamente y lentamente echaban de nuevo a correr, buscando entre todos ellos algo que pudiese designar como su presa.
En esa época del año las hembras ya llevaban crías, y como a menudo abortaban al menos favorecido, la loba topó en dos ocasiones con aquellos pálidos nonatos calientes aún y boquiabiertos, de un azul lechoso y casi translúcidos al alba, semejantes a seres extraviados provenientes de otro mundo. Hasta los huesos comió de aquellos ciegos moribundos que yacían en la nieve. Antes de salir el sol la loba estaba de nuevo en el llano y levantaba el hocico desde su puesto de observación en un promontorio bajo o en una roca orientada al valle, y aullaba una y otra vez a aquel terrible silencio. Habría abandonado para siempre la región si no hubiese sido porque hasta ella llegó el olor de un lobo cuando pasaba por el desfiladero al oeste de Black Point. Se detuvo como si hubiera chocado contra una pared.
Estuvo casi una hora dando vueltas en torno a la trampa, clasificando e inventariando los diversos olores y ordenándolos por secuencias en un esfuerzo por reconstruir lo que allí había ocurrido. Cuando partió lo hizo en dirección al sur por el desfiladero, siguiendo las huellas que los caballos habían dejado hacía entonces treinta y seis horas.
Al anochecer había encontrado las ocho trampas y se hallaba de nuevo en la cañada donde empezó a gemir alrededor del cepo. Luego se puso a excavar. Cavó un hoyo paralelo a la trampa hasta que la tierra dejó al descubierto las mandíbulas. La miró fijamente. Volvió a cavar. Cuando abandonó el lugar el cepo estaba apenas cubierto por un puñado de tierra suelta sobre el papel encerado que cubría la cazoleta, y cuando por la mañana el muchacho y su padre llegaron a la cañada eso fue lo que encontraron.
El padre se apeó del caballo e inspeccionó la trampa mientras el chico lo observaba sentado. Volvió a montar el cepo, se incorporó y sacudió la cabeza con expresión de duda. Recorrieron a caballo el resto de las trampas, cuando a la mañana siguiente regresaron, el primer cepo y otros cuatro estaban descubiertos. Recogieron tres de las trampas y utilizaron los cepos para poner trampas sin cebar en la vereda.
¿Cómo podemos impedir que una vaca las pise?, preguntó el chico.
De ninguna manera, dijo su padre.
Tres días después encontraron otro ternero muerto. Al cabo de cinco días una de las trampas sin cebar apareció fuera de su sitio; los muelles del cepo habían saltado.
Por la tarde cabalgaron hasta el SK Bar y fueron a ver de nuevo a Sanders. Se sentaron en la cocina y le contaron al viejo todo lo que había ocurrido, y el viejo asintió con la cabeza.
Echols me dijo una vez que intentar ganarle la partida a un lobo es como intentarlo con un chaval. No es que sean más listos, sino que no tienen tantas cosas en que pensar, sencillamente. Yo lo acompañé un par de veces. Echols ponía una trampa en algún sitio y no se veía el menor rastro de que la hubieran tocado y yo le preguntaba por qué seguía poniéndola allí, pero la mitad de las veces no sabía qué responderme. No lo sabía.
Subieron a la cabaña, cogieron seis trampas más, se las llevaron a casa y las hirvieron. Por la mañana, la madre entró en la cocina para preparar el desayuno y encontró a Boyd sentado en el suelo encerando los cepos.
¿Crees que eso te servirá para que te levanten el castigo?, preguntó.
No.
¿Cuánto tiempo piensas seguir malhumorado?
Yo no soy el que está malhumorado. Él puede ser tan tozudo como tú.
Entonces supongo que nos la vamos a cargar.
Su madre se quedó junto al hornillo mirándolo trabajar. Luego se volvió, cogió del estante la sartén de hierro y la puso sobre el hornillo. Abrió la portezuela del fuego para meter leña, pero él ya lo había hecho.
Cuando hubieron terminado de desayunar su padre se limpió la boca, dejó la servilleta sobre la mesa y apartó la silla hacia atrás.
¿Dónde están los cepos?
Tendidos fuera, respondió Boyd.
Se levantó y salió de la habitación. Billy apuró su taza y la dejó en la mesa, delante de él.
¿Quieres que le diga algo de tu parte?
No.
Está bien. No diré nada. Seguramente tampoco serviría de mucho.
Cuando al cabo de diez minutos su padre volvió del establo, Boyd estaba en mangas de camisa junto a la pila de leña partiendo trozos para la cocina.
¿Quieres venir con nosotros?, preguntó su padre.
Bueno, respondió Boyd.
Su padre se metió en la casa. Al rato salió Billy.
Pero ¿qué demonios te pasa?, dijo.
A mí no me pasa nada. ¿Y a ti?
No seas burro. Coge la chaqueta y vámonos.
Por la noche había nevado en las montañas y había más de un palmo de nieve en el desfiladero al oeste de Black Point. Su padre llevó el caballo del diestro siguiendo el rastro de la loba por la nieve, y así estuvieron toda la mañana en los montes, hasta que ella se apartó de la nieve justo encima del camino del arroyo Cloverdale. Él se apeó y miró hacia campo abierto en dirección al lugar por el que la loba se había ido, volvió a montar y dieron media vuelta para comprobar las trampas que habían puesto al otro lado del desfiladero.
Lleva cachorros, dijo el padre.
Colocó otras cuatro trampas sin cebo en la vereda y luego regresaron. Boyd tiritaba y tenía los labios morados. Su padre retrocedió un poco, se quitó la chaqueta y se la dio.
No tengo frío, dijo Boyd.
No te pregunto si tienes frío. Póntela.
Dos días después Billy y su padre repitieron el trayecto y descubrieron que una de las trampas sin cebo que había en la vereda bajo el límite de las nieves perpetuas había sido sacada de sitio. Treinta metros sendero abajo, en un lugar donde el lodo se había mezclado con la nieve derretida, vieron pisadas de vaca. Un poco más allá encontraron la trampa. Los dientes del ancla estaban enganchados; el animal se había soltado dejando en la cara inferior de las mandíbulas del cepo un festón de pellejo sanguinolento semejante a un acordeón.
Pasaron el resto de la mañana buscando en la pradera la vaca coja, pero no pudieron dar con ella.
Tú y Boyd ya tenéis trabajo para mañana, dijo su padre.
Sí, señor.
No quiero que salga de casa medio desnudo como hizo el otro día.
Sí, señor.
A primera hora de la tarde siguiente, él y Boyd encontraron la vaca. Estaba cerca de los cedros y los miraba. El resto del ganado fluía lentamente junto a la linde inferior de la vega. Era una vaca vieja y seca, y probablemente iba sola cuando pisó la trampa, allá en la montaña. Se adentraron en el bosque para obligarla a salir a campo abierto, pero cuando la vaca vio qué se proponían dio media vuelta y se metió de nuevo entre los cedros. Boyd espoleó a su caballo, le cortó el paso a la vaca entre los árboles y le echó un lazo. Cuando la vaca tiró de la cuerda, la cincha de la montura se partió y la silla se deslizó debajo de él y desapareció cuesta abajo detrás de la vaca golpeando con estrépito los troncos de los árboles.
Boyd había dado la voltereta hacia atrás y ahora estaba sentado en el suelo mirando cómo la vaca se perdía de vista entre los cedros armando ruido. Cuando Billy llegó en su caballo él ya había montado a pelo y ambos partieron detrás de la vaca.
Casi de inmediato comenzaron a encontrar trozos de silla, y al rato dieron con la silla propiamente dicha o lo que quedaba de ella, el armazón de madera del que colgaban tiras de cuero. Boyd hizo ademán de apearse.
Déjalo estar, caray, dijo Billy.
Boyd se deslizó del caballo. No es eso, dijo. Tengo que quitarme algo de ropa. Estoy a punto de asfixiarme.
Trajeron la vaca cojeando atada al extremo de una cuerda, la metieron en el establo y su padre fue a curarle la pata con Corona Salve; después entraron todos en casa para cenar.
Ha destrozado la silla de Boyd, dijo Billy.
¿Se podrá arreglar?
No quedaba nada que arreglar.
¿El látigo ha reventado?
Sí.
¿Cuándo fue la última vez que le echaste un vistazo?
Ese viejo trasto nunca tuvo mucho valor, dijo Boyd.
Ese viejo trasto era lo único que tenías, dijo el padre.
Al día siguiente Billy hizo el trayecto solo. Una vaca había pisado otra de las trampas, pero no había dejado allí más que unas raspaduras de pezuña. Por la noche nevó.
Hay medio metro de nieve encima de esas trampas, dijo su padre. ¿Para qué quieres ir a verlas?
Quiero comprobar qué está haciendo.
Tal vez veas donde ha estado. Dudo que eso te sirva para saber dónde va a estar mañana o pasado mañana.
De algo servirá.
Su padre siguió sentado contemplando su taza de café. Está bien, dijo. No agotes al caballo sacándolo ahora. Si lo llevas a la montaña con esta nevada puede hacerse daño.
Sí, señor.
Su madre le dio el almuerzo en la cocina.
Ten mucho cuidado, dijo.
Sí, señora.
Vuelve antes de que anochezca.
Procuraré hacerlo.
Procura todo lo que puedas y te ahorrarás líos.
Sí, señora.
Mientras él sacaba a Bird del establo su padre venía de la casa en mangas de camisa con el rifle y el portacarabinas. Le pasó las dos cosas.
Si por casualidad la loba ha caído en una trampa, ven a buscarme. Salvo que tenga una pata rota. Si tiene la pata rota la matas. De lo contrario se soltará.
Sí, señor.
Y no vuelvas tarde que tu madre sufre.
Sí, señor.
Salió a caballo por la puerta de ganado y tomó el camino hacia el sur. El perro lo había acompañado hasta la puerta, se detuvo y lo miró alejarse. Él recorrió un trecho, luego se paró, desmontó y aseguró la funda del rifle a la silla, levantando la recámara lo suficiente para comprobar que estaba cargado; luego deslizó el rifle en el portacarabinas y abrochó la hebilla, montó y siguió cabalgando. Frente a él las montañas resplandecían con un blanco cegador. Parecían recién creadas por la mano de un dios impróvido que aún no había resuelto qué utilidad darles. Así de nuevas. El jinete cabalgaba sintiendo que el corazón no le cabía en el pecho, y el caballo, que también era joven, levantó airoso la cabeza, hizo un extraño, descargó una de las patas traseras y luego siguieron adelante.
El caballo avanzaba por el desfiladero hundido casi hasta el vientre en la nieve, pero en los ventisqueros lo hacía con mucha elegancia balanceando su hocico humeante hacia los blancos y cristalinos escollos y miraba allá abajo el oscuro bosque serrano o aguzaba las orejas cuando veía pasar delante de él algún pequeño pájaro de invierno. No había huellas en el desfiladero, y en la pradera que se extendía más allá no se veían vacas ni huellas de estas. Hacía mucho frío. A un kilómetro y medio al sur del paso cruzaron en medio de la nieve un arroyo tan negro que el caballo se repropiaba al más leve movimiento del agua para cerciorarse de que no se trataba de una grieta insondable que se había abierto en la montaña durante la noche. Un centenar de metros más adelante el rastro de la loba se adentraba en la vereda y descendía ante ellos por la ladera.
El chico se apeó, bajó las riendas, se agachó y se echó el sombrero hacia atrás. En el fondo de los pequeños pozos que la loba había abierto a la fuerza en la nieve se veían sus huellas perfectamente. La ancha pata delantera. La trasera, estrecha. La marca de las tetillas al arrastrarlas o el lugar donde había puesto el hocico. Cerró los ojos e intentó imaginarla. A ella y a otros de su especie, lobos y fantasmas de lobos corriendo por la blancura de aquel mundo elevado, tan perfecto para ellos como si en el momento de diseñarlo se les hubiera pedido consejo. Se incorporó y volvió andando a donde lo esperaba el caballo. Miró hacia el lugar de la montaña por donde había venido ella y luego montó y siguió adelante.
A un kilómetro y medio de allí la loba había dejado la vereda y bajado a la carrera por entre el verde de los enebros. Desmontó y guió el caballo por la brida. La loba daba saltos de tres metros; en la linde del bosque torció y continuó trotando por el borde superior de la vega. Él volvió a montar y recorrió el prado de arriba abajo, pero no vio indicio alguno que le permitiera saber qué perseguía la loba. Volvió a encontrar su rastro y lo siguió a campo abierto y por la pendiente que daba al sur y por las banquetas que dominaban el arroyo Cloverdale; y en ese punto había puesto en fuga a un pequeño grupo de vacas apriscadas entre los enebros, que habían salido corriendo de la banqueta enloquecidas, resbalando y cayendo estrepitosamente en la nieve. En la linde había matado una vaquilla de dos años.
Yacía de costado en la sombra del bosque con los ojos vidriosos y la lengua fuera. La loba había empezado por comerle la carne de entre las patas traseras, le había devorado el hígado y había arrastrado los intestinos por la nieve y engullido varios kilos de carne de la parte interior de los muslos. La vaquilla no estaba del todo rígida, ni del todo fría. Alrededor de ella la nieve se había derretido formando una silueta negra en el suelo.
El caballo no quería saber nada. Arqueó el pescuezo y puso los ojos en blanco y los agujeros del hocico le humearon como fumarolas. El chico le palmeó el cuello y le habló, luego desmontó, ató las riendas a una rama y examinó el animal muerto. El único ojo completamente abierto era azul y no reflejaba nada, ningún mundo. No había cuervos ni otras aves cerca. Todo estaba frío y en silencio. Caminó hasta el caballo, sacó el rifle de su funda y comprobó otra vez la recámara. El mecanismo estaba rígido a causa del frío. Bajó el percutor con el pulgar, desató las riendas, montó y condujo el caballo hacia la linde del bosque, con el rifle en el regazo.
Siguió el rastro de la loba durante todo el día. No la vio ni una vez. En un momento dado la hizo salir de detrás de unos matorrales que crecían en la ladera meridional, donde había dormido al sol resguardada del viento. O creyó que la había hecho salir. Se arrodilló y puso la mano en la hierba apisonada para comprobar si estaba tibia y se sentó a mirar si alguna brizna o tallo se erguía, pero nada de eso ocurrió, y el lecho aún conservaba el calor de ella, o el del sol, no lo supo con seguridad. Montó y siguió cabalgando. Por dos veces le perdió el rastro en el prado del arroyo Cloverdale, donde la nieve se había fundido, y en ambas volvió a encontrarlo en el círculo que había dejado a modo de indicador. En el extremo opuesto del camino a Cloverdale vio humo, y al cabalgar hacia allí topó con tres vaqueros del rancho Pendleton, que estaban cenando. No sabían que hubiera un lobo en los alrededores. Parecían no acabar de creérselo. Se miraron entre sí.
Le pidieron que desmontara, y una vez que lo hizo le dieron una taza de café; luego él se sacó el almuerzo de la camisa y les ofreció lo que tenía. Ellos comían habichuelas y tortillas y chupeteaban unos huesos de magro aspecto, y como no había un cuarto plato ni forma de repartir lo que tenían se enfrascaron en una pantomima de ofrecer y rehusar y siguieron comiendo como antes. Hablaron de ganado y del tiempo, le dijeron que todos ellos trabajaban para parientes de México y le preguntaron si su padre necesitaba peones. Dijeron que las huellas que seguía debían de ser de un perro grande, y aun cuando podían verse a menos de cuatrocientos metros de donde se hallaban, no mostraron interés alguno por ir a examinarlas. Él no les contó lo de la vaquilla muerta.
Cuando terminaron de comer tiraron las sobras a las cenizas de la lumbre y limpiaron los platos con pedazos de tortilla y se comieron las tortillas y guardaron los platos en sus mochilas. Luego ciñeron los látigos a sus cabalgaduras y montaron. Él tiró el poso de su taza, la limpió con la camisa y se la entregó al jinete que se la había dado.
Adiós compadrito, le dijeron. Hasta la vista. Se llevaron la mano al ala del sombrero y se alejaron, y cuando se hubieron marchado él fue por su caballo, montó y retomó la vereda hacia el oeste, por donde la loba se había ido.
Al atardecer la loba estaba de nuevo en las montañas. El chico siguió a pie guiando al caballo de las riendas. Estudió los sitios donde ella había cavado pero no supo adivinar para qué lo hacía. Calculó cuánto quedaba de luz extendiendo el brazo y poniendo la mano bajo el sol, y finalmente montó y condujo el caballo por la húmeda nieve en dirección al desfiladero y hacia la casa.
Como ya era de noche acercó el caballo a la cocina; al pasar por delante de la ventana golpeó el cristal con los nudillos sin pararse y luego fue al establo. Durante la cena habló de lo que había visto. Habló de la vaquilla muerta en la montaña.
Donde cruzó de vuelta para Hog Canyon, dijo su padre, ¿era una cañada?
No, señor. Ni siquiera era un sendero.
¿Se podía poner una trampa?
Sí, señor. Lo habría hecho si no hubiese sido porque ya era tarde.
¿Recogiste alguno de los cepos?
No, señor.
¿Quieres volver mañana?
Sí. Me gustaría.
Está bien. Coge un par de cepos y prepara unas trampas sin cebo. El domingo iré contigo.
No sé cómo piensas que el Señor va a bendecir tu trabajo si no guardas las fiestas, dijo la madre.
Bueno, querida, tenemos dificultades, pero tampoco es el fin del mundo.
Me parece un mal ejemplo para los chicos.
El padre se quedó mirando su taza. Luego miró al chico. Iremos el lunes, dijo.
Tumbados en la fría oscuridad de su habitación oyeron aullar a los coyotes en los pastos que se extendían al oeste de la casa.
¿Crees que podrás atraparla?, preguntó Boyd.
No lo sé.
Si lo consigues, ¿qué piensas hacer con ella?
¿A qué te refieres?
A qué vas a hacer con ella.
Pues cobrar la recompensa, supongo.
Siguieron tumbados a oscuras. Los coyotes aullaban. Al rato Boyd dijo: quería decir que cómo la matarás.
Imagino que pegándole un tiro. No conozco otra manera.
Me gustaría verla con vida.
A lo mejor papá te lleva con él.
¿Y en qué caballo voy a ir?
Puedes montar el tuyo a pelo.
Sí, claro, dijo Boyd, puedo montar a pelo.
Siguieron tumbados en la oscuridad.
Él te dará mi silla, dijo Billy.
¿En qué montarás entonces?
Va a traerme una de Martel’s.
¿Nueva?
No, coño. Nueva, no.
Fuera, el perro ladraba. El padre salió a la puerta de la cocina, lo llamó por su nombre y el animal calló al instante. Los coyotes seguían aullando.
Billy.
Qué.
¿Ha escrito papá al señor Echols?
Sí.
Pero no ha tenido noticias suyas, ¿verdad?
No, todavía no.
Billy.
Qué.
He tenido un sueño.
Cuál.
Lo he tenido dos veces.
Bueno, qué sueño.
En el lago seco ardía un gran fuego.
En un lago seco no hay nada que quemar.
Ya lo sé.
¿Qué pasaba?
La gente estaba ardiendo. El lago y la gente estaban en llamas.
Será algo que has comido.
Pero he tenido el mismo sueño dos veces.
A lo mejor has comido lo mismo dos veces.
No lo creo.
Bueno. Solo ha sido una pesadilla. Duérmete.
Era tan real como la luz del día.
La gente sueña constantemente. Eso no significa nada.
¿Para qué se sueña entonces?
No lo sé. A dormir.
Billy.
Qué.
He tenido el presentimiento de que iba a pasar algo malo.
No va a pasar nada malo. Has tenido una pesadilla, nada más. Eso no significa que vaya a pasar nada malo.
Entonces, ¿qué significa?
Nada. Duérmete de una vez.
En los bosques de la ladera meridional parte de la nieve se había derretido a causa del calor del día anterior y había vuelto a helarse por la noche, de modo que en la superficie había una delgada costra bastante dura para que los pájaros caminaran por encima. Y los ratones. En la cañada vio el lugar por el que habían bajado las vacas. Las trampas que había puesto en la montaña seguían todas intactas bajo la capa de nieve, con sus mandíbulas abiertas como duendes de acero silenciosos, estúpidos y ciegos. Cogió tres trampas sosteniendo el cepo con las manos enguantadas, alargó una de ellas por debajo de las mandíbulas y soltó el mecanismo de la cazoleta con el dedo pulgar. Los cepos saltaron con violencia. El ruido de las mandíbulas de acero al cerrarse de golpe resonó en el frío. Era imposible ver el movimiento de las mandíbulas. Ahora estaban abiertas. Ahora estaban cerradas.
Cabalgó con los cepos metidos en el cesto y cubiertos con la piel de becerro para que no se cayeran mientras él se deslizaba en la silla para esquivar las ramas bajas. Al llegar a la bifurcación siguió el rastro que la loba había dejado la tarde anterior cuando fue hacia el oeste en dirección a Hog Canyon. Colocó las trampas en el sendero, cortó unas varas, las puso de trecho en trecho, regresó por una ruta propia desviándose un kilómetro y medio hacia el sur y siguió hasta la carretera de Cloverdale para ver las dos últimas trampas del trayecto.
Aún había nieve en los tramos superiores de la carretera y se veían huellas de neumáticos, de caballo y de ciervo. Cuando llegó a la fuente dejó la carretera, cruzó el prado, desmontó y dejó que su caballo bebiera. Calculó por la posición del sol que era casi mediodía y decidió que intentaría recorrer los seis kilómetros hasta Cloverdale para volver luego por la carretera.
Mientras el caballo bebía, un viejo que conducía una camioneta Model A aparcó junto al cercado. Billy tiró de la cabeza del caballo y después de montar salió a la carretera y paró la montura a la altura del vehículo. El hombre se asomó por la ventanilla, lo miró y luego miró el cesto.
¿Qué estás cazando?, preguntó.
Era un ranchero de la parte del valle que lindaba con la frontera; Billy lo conocía, pero no lo llamó por su nombre. Sabía que el viejo quería que le dijese que estaba cazando coyotes y no quería mentir, al menos no del todo.
Verá, dijo. He visto muchas señales de coyote por allí.
No me extraña, dijo el viejo. Donde vivimos lo han echado todo a perder. Pero pasa y siéntate.
Escudriñó el campo con sus ojos claros. Como si los pequeños chacales estuvieran tramando algo en el llano a pleno sol. Sacó un paquete de cigarrillos ya liados, extrajo uno, se lo llevó a la boca y ofreció el paquete.
¿Fumas?
No, señor. Gracias.
Guardó el paquete y sacó del bolsillo un mechero metálico que parecía una herramienta de soldar tuberías o quitar pintura. Lo encendió y una bola de fuego azulado apareció de repente. Después de encender el cigarrillo cerró el mechero, pero este continuó ardiendo. Lo apagó de un soplo y lo hizo saltar un poco en la mano para que se enfriara. Miró al muchacho.
Tuve que dejar de usar gasolina, dijo.
Sí, señor.
¿Estás casado?
No, señor. Sólo tengo dieciséis años.
No te cases. Las mujeres están locas.
Sí, señor.
Creerás que encuentras una que no lo está, pero ¿sabes una cosa?
¿Qué?
También estará loca.
Sí, señor.
¿Llevas trampas grandes ahí dentro?
¿Cómo de grandes?
Digamos del cuatro.
No, señor. A decir verdad, ahora no llevo de ninguna clase de trampa.
¿Y por qué me has preguntado cómo de grandes?
¿Perdón?
El viejo señaló la carretera con la cabeza. Ayer tarde como a un kilómetro y medio de aquí vi cruzar un puma.
Hay muchos, dijo el chico.
Mi sobrino tiene perros de caza. Tiene varios zorreros Lee Brothers. Muy buenos perros. Pero no le gusta la idea de que caigan en un cepo de acero.
Voy camino de Hog Canyon, dijo el chico. Y luego hacia Black Point.
El viejo dio una calada. El caballo volvió la cabeza, olisqueó la camioneta y apartó de nuevo la mirada.
¿Sabes el del puma de Texas y el puma de Nuevo México?, dijo el viejo.
No, señor. Me parece que no.
Había una vez dos pumas, uno de Texas y otro de Nuevo México. Se separaron en la divisoria y se fueron de caza. Acordaron reunirse en primavera para ver cómo le había ido a cada uno, y cuando lo hicieron resultó que el puma que había estado en Texas tenía un aspecto horrible. El puma de Nuevo México miró al otro y dijo santo Dios menuda pinta traes. Pero qué te ha pasado. El que venía de Texas dijo no lo sé. Estoy casi muerto de hambre. El otro puma dijo a ver, cuéntame qué has estado haciendo. Puede que hayas hecho alguna cosa mal, dijo. Pues bien, el puma de Texas dijo lo único que he hecho es emplear los métodos de siempre. Dijo me subo a una rama que domina el sendero y luego, cuando un texano pasa a caballo por debajo, pues me pongo a rugir y le salto encima. Eso es lo que he estado haciendo.
Bueno pues el puma viejo de Nuevo México lo miró y dijo es un milagro que no estés muerto. Dijo se lo pones muy mal a los texanos, y no entiendo cómo has conseguido pasar el invierno. Le dijo vamos a ver. En primer lugar, cuando ruges de esa manera se cagan de miedo. Luego, cuando les saltas encima se quedan sin respiración. Joder, así todo lo que te queda son las botas y las hebillas.
El viejo se echó sobre el volante resollando como un asmático. Al rato empezó a toser. Alzó la mirada, se secó con el dedo los ojos acuosos, sacudió la cabeza y miró al chico.
¿Lo has entendido?, dijo.
Billy sonrió. Sí, señor, dijo.
Tú no eres de Texas. ¿Verdad?
No, señor.
No te hacía yo de allí. Bien. Será mejor que me vaya. Si quieres atrapar coyotes pásate por mi terreno.
De acuerdo.
No dijo dónde estaba aquel sitio. Puso el motor en marcha, bajó la palanca de encendido y arrancó carretera abajo.
Cuando el lunes hicieron la ruta de las trampas toda la nieve se había derretido a excepción de los rincones orientados al norte o en los bosques más frondosos bajo la pendiente norte del desfiladero. La loba había desenterrado todos los cepos salvo los de la vereda de Hog Canyon y le había dado por volcarlos y hacer saltar los muelles.
Cogieron los cepos y su padre preparó dos nuevas trampas dobles, enterrando un cepo debajo de otro, el de debajo puesto del revés. Luego colocó varias trampas sin cepo en el perímetro que rodeaba las anteriores. Una vez puestas estas dos nuevas trampas, regresaron a casa. Cuando al día siguiente fueron a mirar encontraron un coyote muerto en la primera. Sacaron la trampa, Billy ató el coyote detrás del fuste de la silla y siguieron adelante. La vejiga del coyote goteaba por el flanco del caballo despidiendo un olor peculiar.
¿De qué ha muerto el coyote?, preguntó.
No lo sé, respondió su padre. Hay veces en que las cosas mueren y basta.
En el segundo puesto los cinco cepos habían sido desenterrados y los muelles habían saltado. Su padre permaneció un buen rato mirándolos.
No sabía nada de Echols. Él y Boyd recorrieron a caballo los pastos más lejanos y empezaron a traer el ganado. Encontraron otros dos terneros muertos. Y luego otra vaquilla.
No digas nada de esto a menos que él pregunte, dijo Billy.
¿Por qué no?
Detuvieron los caballos uno al lado del otro, Boyd iba montado en la vieja silla de Billy y Billy en la silla mexicana que su padre había conseguido haciendo un trueque. Inspeccionaron la carnicería. No imaginaba que pudiera tumbar una vaquilla así de grande, dijo Billy.
¿Por qué no hemos de decir nada?
¿Qué ganaríamos con que se preocupara?
Se volvieron para regresar.
Puede que le interese saberlo de todos modos, dijo Boyd.
¿Desde cuándo se alegra uno de recibir malas noticias?
¿Y si lo descubre por su cuenta?
Lo habrá descubierto. ¿Y qué?
¿Qué le dirás entonces? ¿Que no querías que se preocupase?
Mierda. Eres peor que mamá. Ojalá no hubiera hablado de este asunto.
Tuvo que ir a ver las trampas él solo. Fue hasta el SK Bar, le pidió la llave al señor Sanders, se llegó a la cabaña de Echols y miró en la estantería de la pequeña farmacia. Encontró algunos frascos más en un cajón que había en el suelo. Frascos polvorientos con etiquetas manchadas de grasa que rezaban Puma, y Gato. Había otros frascos con etiquetas amarillentas en las que solo aparecían cifras, también frascos sin etiqueta de un cristal morado tan oscuro que parecían negros.
Se metió en el bolsillo unos cuantos frascos sin etiquetar y volvió a la sala de estar de la cabaña. Echó un vistazo a la pequeña biblioteca de Echols construida con cajas de embalaje. Cogió un libro titulado Cómo entrampar predadores norteamericanos, de S. Stanley Hawbaker, y se sentó a hojearlo en el suelo, pero Hawbaker era de Pensilvania y no tenía gran cosa que decir sobre lobos. Cuando al día siguiente fue a ver las trampas descubrió que volvían a estar desenterradas.
A la mañana siguiente se puso en camino hacia Ánimas; tardó siete horas en llegar. A mediodía paró junto a una fuente en un claro bordeado por álamos enormes y comió un filete frío y bollos, hizo un barco de papel con la bolsa en que venía su almuerzo y la dejó girar y oscurecerse y hundirse en la transparente quietud de la fuente.
La casa estaba en el llano que se extendía al sur del pueblo y no había camino por el que llegar. En tiempos había existido una pista que aún podía verse como un vestigio de un antiguo sendero de carros, y por allí cabalgó hasta llegar a la estaca angular de la cerca. Ató el caballo, fue andando hasta la puerta, llamó y esperó mientras miraba la llanura y las montañas, al oeste. Cuatro caballos iban por las últimas cuestas, se pararon, giraron y miraron hacia donde él se encontraba. Como si lo hubieran oído rascar la puerta desde tres kilómetros de distancia. Se volvió para llamar otra vez, pero en ese momento se abrió la puerta y una mujer se lo quedó mirando. Estaba comiendo una manzana, y no habló. Él se quitó el sombrero.
Buenas tardes, dijo. ¿El señor está?
Ella dio un sonoro mordisco a la manzana con sus grandes dientes blancos. ¿El señor?, dijo.
Don Arnulfo.
La mujer miró el caballo atado a la estaca y luego volvió a mirarlo a él. Siguió masticando. Lo observó con sus ojos negros.
¿Él está?, dijo Billy.
Me lo estoy pensando.
¿Qué tiene que pensar? O está o no está.
Puede.
Yo no tengo dinero.
Ella dio otro bocado a la manzana, que hizo un ruido fuerte al partirse. Él no quiere tu dinero, dijo.
Él permaneció con el sombrero en las manos. Miró hacia donde había visto los caballos, pero ya habían desaparecido tras la cuesta.
Está bien, dijo ella.
La miró.
Ha estado enfermo. A lo mejor no quiere decirte nada.
Bien. A lo mejor sí o a lo mejor no.
Puede que quieras venir en otro momento.
No tengo otro momento.
Ella se encogió de hombros. Bueno, dijo. Pásale.
Abrió la puerta y él entró en la casa. Gracias, dijo.
La mujer hizo un gesto con el mentón. Atrás, dijo.
Gracias.
El viejo estaba en una especie de celda en la parte trasera. El cuarto olía a humo de leña, a queroseno y a ropa vieja de cama. El chico se quedó en el umbral y trató de distinguirlo. Se volvió y miró, pero la mujer se había ido a la cocina. Entró en el cuarto. En un rincón había un armazón de cama. Era de hierro. Postrada en ella una figura menuda y oscura. El cuarto también olía a polvo o arcilla. Como si eso fuera a lo que el hombre olía. Ocurría que el suelo de la habitación era de barro.
Pronunció el nombre del viejo, que se movió en la cama. Adelante, resolló.
El chico avanzó, con el sombrero aún en la mano. Cruzó como una aparición el romboide de luz enmarcado por la pequeña ventana de la pared oeste. Las motas de polvo se arremolinaron. Hacía frío en el cuarto y vio que el aliento del viejo se elevaba y desvanecía en el aire. Vio también los ojos negros en una cara curtida allá donde el viejo estaba recostado sobre el desnudo cutí de su almohada.
Güero, dijo el hombre. ¿Hablas español?
Sí, señor.
La mano del viejo se elevó ligeramente de la cama y volvió a caer. Qué quieres, dijo.
Vengo a preguntarle sobre trampas para lobos.
Lobos.
Sí, señor.
Lobos, repitió el viejo. Ayúdame.
¿Perdón?
Ayúdame.
Estaba tendiéndole una mano. Colgaba temblorosa en la semipenumbra, incorpórea, una mano igual a todas o a ninguna. El chico alargó el brazo y la cogió. Era fría, dura y exangüe. Una cosa de cuero y hueso. El viejo se incorporó con esfuerzo.
La almohada, jadeó.
El chico estuvo a punto de dejar el sombrero en la cama, pero se detuvo a tiempo. De pronto el viejo estrechó el apretón y su mirada se endureció, pero no dijo nada. El chico se puso el sombrero, pasó la mano por detrás del viejo, cogió la fláccida y grasienta almohada y la arrimó a los barrotes de hierro del armazón; el viejo se aferró a él con la otra mano y luego se echó hacia atrás con temor, hasta que pudo descansar sobre la almohada. Miró al chico. Pese a su fragilidad apretaba la mano con fuerza y no pareció dispuesto a soltar las del chico sin antes haberle escrutado los ojos.
Gracias, jadeó.
De nada.
Bueno, dijo el viejo. Bueno. Aflojó el apretón, Billy liberó una mano, volvió a quitarse el sombrero y lo sostuvo por el ala.
Siéntate, dijo el viejo.
Se sentó con cautela en el borde de la delgada colchoneta que cubría los muelles de la cama. El viejo no le soltaba la mano.
¿Cómo te llamas?
Parham. Billy Parham.
El viejo repitió el nombre en silencio. ¿Te conozco?
No, señor. Estarnos en las Charcas.
La Charca.
Sí .
Cuentan una historia de allá.
¿Una historia?
Sí, dijo el viejo. Seguía recostado sin soltar la mano del chico y mirando los tirantes del techo. Una historia desgraciada. De obras desalmadas.
El chico dijo que no conocía la historia y que le gustaría escucharla, pero el viejo dijo que más le valía dejarlo así, puesto que de ciertas cosas no podía venir nada bueno y él pensaba que esa era una de ellas. El chirriante sonido de su respiración se había debilitado hasta casi apagarse y también la tenue blancura de su aliento, que había sido ligeramente visible en el frío de la habitación. Seguía apretando su mano con fuerza.
El señor Sanders sugirió que yo podría comprarle a usted unos aromas. Dijo que se lo pidiera.
El viejo no respondió.
Me dio algunos de los que tenía el señor Echols, pero al lobo le ha dado por desenterrar los cepos y soltar los muelles.
¿Dónde está el señor Echols?
No lo sé. Se fue.
¿Él murió?
No, señor. Que yo sepa no.
El viejo cerró los ojos y los abrió otra vez. Seguía apoyado en la almohada con el cuello ligeramente torcido. Parecía como si lo hubieran dejado tirado allí. En la menguante luz sus ojos no delataban nada. El viejo parecía estar estudiando las sombras del cuarto.
Sabemos por lo alargado de las sombras que el día toca a su fin, dijo. Dijo que por esa razón los hombres deducían que a esa hora del día los presagios se exageraban mucho, pero eso no era así en absoluto.
Tengo un frasco que pone Matrix número siete, dijo el chico. Y otro que no pone nada.
La matriz, dijo el viejo.
Esperó a que el viejo continuara, pero no lo hizo. Al cabo de un rato le preguntó qué había en la matriz, pero el viejo solo apretó la delgada boca, como si dudase. Continuaba sosteniendo la mano del chico y siguieron sentados así un rato más. El chico iba a hacerle otra pregunta al viejo, pero este volvió a hablar. Dijo que la matriz no era una cosa fácil de definir. Cada cazador debe tener su propia fórmula. Dijo que el hecho de que las cosas fueran nombradas por sus atributos no significaba que con ello se definiese su sustancia. Dijo que en su opinión solo las lobas en celo podían proporcionar esa matriz. El chico dijo que el lobo del que había hablado era, en realidad, una hembra, y preguntó si ese hecho debía tenerse en cuenta a la hora de idear una estrategia para cazarla, pero el viejo dijo solamente que ya no había lobos.
Ella vino de México, dijo el chico.
Hizo como que no oía. Dijo que Echols había cazado a todos los lobos que quedaban.
El señor Sanders dice que el señor Echols también es medio lobo. Dice que él conoce lo que sabe el lobo antes de que lo sepa el lobo. Pero el viejo dijo que ningún hombre sabía lo que sabía el lobo.
El sol se ponía en el oeste y la figura de luz que entraba por la ventana flotaba en la habitación de pared a pared. Como si de ese espacio se hubiera extraído algo eléctrico. Finalmente, el viejo repitió sus palabras. El lobo es una cosa incognoscible, dijo. Lo que se tiene en la trampa no es más que dientes y pellejo. Al lobo en sí no se lo puede conocer. Es como preguntar qué saben las piedras. Los árboles. El mundo.
El esfuerzo lo hacía jadear. Tosió discretamente y se quedó callado. Al cabo de un rato volvió a hablar.
Es cazador, el lobo, dijo. Cazador. ¿Me entiendes?
El chico no sabía si entendía o no. El viejo siguió diciendo que los hombres tenían una idea equivocada de lo que es un cazador. Que los hombres creen que la sangre de la víctima no acarrea consecuencias, pero que el lobo no es tan ingenuo. Dijo que el lobo es un ser muy metódico y que sabe aquello que los hombres ignoran: que el único orden que existe en el mundo es el que la muerte ha puesto en él. Finalmente dijo que si bien los hombres beben la sangre de Dios no comprenden realmente la gravedad de lo que hacen. Dijo que los hombres desean ser serios, pero que no saben cómo. Entre sus actos y sus ceremonias está el mundo, y en este mundo sopla el vendaval y los árboles se tuercen al viento y todos los animales que Dios ha hecho vienen y van y sin embargo los hombres no son capaces de ver este mundo. Ven lo que hacen con sus propias manos o aquello que nombran, y se llaman a voces unos a otros, pero el mundo intermedio les resulta invisible.
Tú quieres atrapar esa loba, dijo el viejo. Quizá quieres la piel para conseguir un poco de dinero. Quizá para comprarte unas botas o algo así. Eso puedes hacerlo. Pero ¿dónde está el lobo? El lobo es como un copo de nieve.
Un copo de nieve.
Un copo de nieve. Tú atrapas un copo de nieve pero cuando te miras la mano ya no está. Puede que veas este dechado. Pero antes de que puedas verlo ha desaparecido. Si quieres verlo tienes que verlo en su propio terreno. Si lo atrapas lo pierdes. Y a donde va no hay camino de vuelta. Ni el mismo Dios puede devolverle la vida.
El chico miró la delgada y fibrosa garra que le sujetaba la mano. La luz de la ventana alta había palidecido, el sol se había puesto.
Escúchame, joven, jadeó el viejo. Si tu aliento fuera bastante poderoso podrías apagar de un soplo al lobo. Como se sopla un copo de nieve. Como se sopla una vela para apagarla. El lobo está hecho a imagen del mundo. No puedes tocar el mundo. No puedes cogerlo con la mano porque es una emanación, un soplo.
Para pronunciar esa proclama se había incorporado ligeramente, y ahora se hundía de nuevo en la almohada y sus ojos parecían absortos en el entramado del techo. Aflojó el delgado y frío apretón. ¿Dónde está el sol?, dijo.
Se fue.
Ay. Ándale pues. Ándale joven.
El chico retiró la mano y se levantó. Se puso el sombrero y se llevó una mano al ala.
Vaya con Dios.
Y tú, joven.
Pero antes de llegar a la puerta oyó la voz del viejo que lo llamaba.
Se volvió y esperó.
¿Cuántos años tienes?, preguntó el viejo.
Dieciséis.
El viejo se quedó tumbado a oscuras y en silencio. El chico esperó.
Escúchame, joven, dijo. Yo no sé nada. Esa es la verdad.
Está bien.
La matriz no va a ayudarte, dijo el viejo. Dijo que el muchacho debía buscar ese sitio donde los actos de Dios y los de los hombres son inseparables. Donde es imposible distinguir unos de otros.
¿Y qué clase de lugar es ese?, preguntó el chico.
Lugares donde el hierro ya está en la tierra, dijo el viejo. Lugares donde el fuego ha ardido.
¿Y cómo se encuentra?
El viejo dijo que no se trataba de encontrar un lugar así sino más bien de reconocerlo cuando se presentara. Dijo que era en lugares así donde Dios descansa y maquina la destrucción de aquello que con tanto dolor ha creado.
Y por eso soy hereje, dijo. Por eso y nada más.
La habitación estaba a oscuras. Volvió a darle las gracias al viejo, pero este no respondió, o si lo hizo él no lo oyó. Se volvió y salió.
La mujer estaba apoyada en la puerta de la cocina. Su silueta destacaba en la luz amarilla, y el chico distinguió sus formas a través del fino vestido que llevaba puesto. A ella no pareció preocuparle que el viejo estuviera a oscuras en la parte de atrás de la casa. Le preguntó al chico si el viejo le había dicho cómo atrapar el lobo, y él dijo que no.
Ella se tocó la sien. A veces pierde un poco la memoria, dijo. Es viejo.
Sí, señora.
Nadie viene a verlo. Qué pena, ¿no?
Sí, señora.
Ni siquiera el cura. Vino una vez o dos, pero ya no ha vuelto.
¿Y eso?
Ella se encogió de hombros. La gente dice que es brujo. ¿Sabes qué es un brujo?
Sí, señora.
Dicen que Dios lo ha abandonado. Porque ha cometido el pecado de Satanás. El pecado de orgullo. ¿Sabes qué es orgullo?
Sí, señora.
Cree que sabe más que el cura. Cree que sabe más que Dios.
Me ha dicho que no sabía nada.
Ja, dijo la mujer. Ja. ¿Será posible? Habráse visto el viejo. ¿Sabes lo terrible que es morir sin Dios? ¿Haber sido repudiado por Dios? Medítalo bien.
Sí, señora. Tengo que irme.
Se tocó el ala del sombrero, fue hacia la puerta y salió a la oscuridad de la noche. En aquel valle azul las luces de la ciudad esparcidas por la pradera parecían enjoyados reptiles incandescentes tomando el fresco nocturno. Cuando se volvió a mirar, la mujer estaba en el umbral.
Gracias, señora, dijo.
Él no es nada mío, dijo ella en voz alta. No hay parentesco. ¿Sabes qué significa parentesco?
Sí, señora.
No hay parentesco. Él era tío de la viuda de mi difunto marido. ¿Entiendes ahora? Y aun así lo tengo en casa. ¿Quién iba a querer a un hombre como él? Nadie quiere saber nada, ¿comprendes?
Sí, señora.
Medítalo bien.
Deshizo el lazo de las riendas en torno a la estaca. De acuerdo, dijo. Lo haré.
Podría pasarte a ti.
Sí, señora. Subió al caballo, lo hizo doblar y levantó una mano.
Hacia el sur, las negras siluetas de las montañas se recortaban contra un cielo violeta. Vio la cara norte cubierta de nieve, muy pálida. Parecía un lugar para dejar mensajes.
La fe, dijo la mujer en voz alta. La fe lo es todo.
Hizo virar el caballo por el camino de las rodadas y partió. Al mirar atrás vio que ella seguía de pie en el umbral. Expuesta al frío de la noche. Se volvió por última vez y la puerta seguía abierta, pero la mujer ya no estaba allí, y el chico pensó que el viejo tal vez la hubiese llamado. Pero entonces pensó que probablemente aquel viejo nunca llamaba a nadie.
Dos días más tarde yendo por la carretera de Cloverdale se desvió sin venir a cuento y cabalgó hacia donde los vaqueros habían parado a almorzar; sin desmontar contempló los restos negros de la fogata. Algo había estado escarbando en las cenizas.
Desmontó, cogió un palo y hurgó en el fuego. Volvió a montar y recorrió a caballo el perímetro del campamento. No había razón alguna para pensar que el carroñero fuera otra cosa que un coyote, pero de todos modos lo hizo. Cabalgó despacio e hizo doblar suavemente al caballo. Como un jinete de concurso hípico. Al dar la segunda vuelta se detuvo un poco más lejos de las cenizas de la hoguera. En el lado de una roca protegido del viento, allí donde la arena se había ido acumulando, estaba la huella perfecta de su mano.
Echó pie a tierra, se arrodilló sin soltar las riendas, sopló la tierra suelta y luego presionó con el pulgar los delicados bordes de la pisada. Montó de nuevo y retomó el camino de regreso a casa.
Al día siguiente, cuando recorrió las trampas que había colocado y rociado con la nueva esencia, descubrió que estaban desenterradas y los muelles sueltos como la vez anterior. Las montó otra vez y puso dos trampas sin cebo, pero tenía la cabeza en otra cosa. Cuando a mediodía pasó por el desfiladero y miró hacia el valle de Cloverdale lo primero que vio fue la tenue espiral de humo que se elevaba del lugar en que los vaqueros estaban preparando la comida.
Permaneció un buen rato parado, sin desmontar. Puso la mano en el fuste y miró el desfiladero detrás de él y luego otra vez hacia el valle. Después dio media vuelta y cabalgó nuevamente montaña arriba.
Cuando terminó de quitar las trampas, meterlas en el cesto, adentrarse en el valle y cruzar el camino, era media tarde. Comprobó una vez más la posición del sol por la anchura de su mano sobre el horizonte. Le quedaba poco más de una hora de luz.
Desmontó junto al fuego, sacó el desplantador de la canasta, se acuclilló y empezó a abrir un pequeño claro entre las cenizas, el carbón y los huesos recientes. En el centro aún había rescoldos; los apartó para que se enfriaran, cavó un hoyo y después cogió un cepo del cesto. Ni siquiera se molestó en ponerse los guantes de gamuza.
Atornilló los muelles con las abrazaderas, separó las mandíbulas, colocó el gatillo en su muesca y examinó atentamente la separación mientras procedía a desatornillar los muelles. Después retiró las abrazaderas, arrojó al hoyo el gancho y la cadena del ancla y colocó la trampa en el lugar donde había ardido el fuego.
Puso uno de los cuadrados de papel empapado en aceite sobre las mandíbulas para que la brasa no pudiera alojarse bajo la cazoleta e impedir así que esta se volcara, esparció ceniza sobre la trampa, volvió a desparramar los rescoldos y las astillas chamuscadas, colocó de nuevo los huesos y los pellejos renegridos, esparció más ceniza sobre la trampa y luego se puso de pie, se alejó un poco y contempló la hoguera apagada mientras limpiaba el desplantador en la pernera de sus tejanos. Por último alisó un espacio en la arena contigua al fuego, extrajo pequeños montones de hierba y viburno y procedió a escribir un mensaje para los vaqueros, grabándolo a fondo a fin de que el viento no lo borrara. Cuidado, escribió. Hay una trampa para lobos enterrada en el fuego. Después arrojó el palo, arrojó el desplantador dentro del cesto, se echó la canasta a la espalda y montó.
Cruzó el prado en dirección al camino y bajo la fría luz azulada del crepúsculo se volvió y miró por última vez la hoguera. Se inclinó y escupió al suelo. Leed mi mensaje, dijo. Si podéis. Luego se encaminó hacia su casa.
Cuando entró en la cocina hacía dos horas que había anochecido. Su madre se encontraba junto al hornillo. Su padre seguía sentado a la mesa tomando café. El gastado libro azul donde llevaban las cuentas estaba a un lado, sobre la mesa.
¿Dónde has estado?, preguntó su padre.
Se sentó, su padre escuchó su historia hasta el final y luego asintió con la cabeza.
Toda mi vida, dijo, he visto personas que aparecían donde se suponía que iban a estar en determinados momentos después de haber dicho que estarían allí. Pero nunca he sabido de nadie que no tuviera un motivo para ello.
Sí, señor.
Pero motivo no hay más que uno.
Sí, señor.
¿Sabes cuál?
No, señor.
Que su palabra no tiene valor. Es el único motivo que ha habido o habrá.
Sí, señor.
Su madre cogió la cena que había puesto a calentar sobre la estufa, se la puso delante y le alcanzó los cubiertos.
Cómete la cena, dijo.
Salió de la cocina. Su padre se quedó mirando cómo cenaba. Al cabo de un rato se levantó, llevó su taza al fregadero, la enjuagó y la puso boca abajo en el aparador. Te llamaré por la mañana, dijo. Tienes que volver allí antes de que atrapes a uno de esos mexicanos.
Sí, señor.
Esto podría acabar mal.
Sí, señor.
No tenemos garantías de que alguno de ellos sepa leer.
Sí, señor.
Terminó su cena y se fue a acostar. Boyd ya se había dormido. Permaneció un largo rato despierto, pensando en la loba. Trató de ver el mundo que ella veía. Trató de imaginar a la loba corriendo de noche por las montañas. Se preguntaba si el lobo era tan imposible de conocer como decía el viejo. Se preguntaba admirado qué olor o qué sabor tendría el mundo del lobo. Se preguntaba si la sangre viva con que el lobo saciaba su sed tenía un sabor distinto del espeso y ferruginoso sabor de la de él. O de la sangre de Dios. Por la mañana, antes de que clarease, entró en el oscuro y frío establo para ensillar su caballo. Salió por el portón antes de que su padre se hubiera levantado siquiera, y ya nunca volvió a verlo.
Cabalgando hacia el sur por la carretera percibió el olor del ganado que estaba en los prados a oscuras más allá de la cuneta y las vallas del cercado. Cuando pasó por Cloverdale la luz solo era gris. Tomó el camino del arroyo Cloverdale y siguió adelante. Detrás de él el sol asomaba por el paso de San Luis y su nueva sombra, larga y delgada, cabalgaba delante de él en el camino. Dejó atrás la vieja plataforma de baile en medio del bosque y dos horas después, al desviarse del camino y cruzar el prado hacia el fuego de los vaqueros, la loba se irguió y le plantó cara.
El caballo se detuvo, volvió grupas y piafó. Billy contuvo al animal, lo acarició, le habló y miró a la loba. El corazón le latía como si quisiera salírsele del pecho. Tenía la pata derecha atrapada. El ancla se había enganchado en una cholla a menos de treinta metros del fuego y allí estaba la loba. El chico acarició al caballo, le habló, alargó el brazo para desabrochar la hebilla del portacarabinas, sacó el rifle, se apeó y bajó las riendas. La loba se agazapó ligeramente. Como si hubiera querido esconderse. Luego se irguió otra vez, lo miró y después miró hacia las montañas.
Cuando él se acercó descubrió los dientes, pero no gruñó, y siguió mirándolo con sus ojos amarillos. Entre las mandíbulas del cepo asomaban la herida sangrante y el hueso blanco. Vio sus mamas semiocultas por el fino pelaje del vientre. La loba tenía la cola escondida, tiró del cepo y se levantó.
Caminó alrededor de ella. La loba giró y retrocedió. Bajo la luz del sol, que ya estaba alto, su pelaje era de un tono pardo grisáceo con puntas más pálidas en el cuello y una franja negra a lo largo del espinazo. La loba giró y retrocedió todo lo que la cadena le permitía, y los flancos parecían hacer un movimiento de succión cuando respiraba. El chico se agachó en el suelo, sostuvo el rifle recto delante de él y permaneció así un buen rato.
No estaba en absoluto preparado para ver lo que tenía ante sus ojos. Entre otras cosas no se había parado a pensar si podía ir al rancho y volver con su padre antes de que los vaqueros se presentaran a mediodía, si es que lo hacían. Trató de recordar lo que su padre le había dicho. Si tenía la pata rota o si estaba atrapada por la garra. Comprobó la altura del sol y luego miró hacia el camino. Cuando volvió a observar a la loba, esta estaba acostada, pero se puso de pie apenas advirtió que los ojos del chico se posaban en ella. El caballo sacudió la cabeza y el bocado produjo un ruido metálico, pero la loba no le hizo caso alguno. El chico se levantó, se acercó al caballo, devolvió el rifle a su funda, cogió las riendas, montó y se dirigió hacia el camino. Al cabo de un rato se detuvo y se volvió para mirar. La loba seguía observándolo como antes. Permaneció un buen rato parado sin desmontar. El sol le calentaba la espalda. El mundo esperaba. Luego volvió a donde estaba la loba.
La loba se levantó, con los costados cincelados al compás de su respiración. Tenía la cabeza gacha y la lengua le colgaba temblorosa entre los largos incisivos inferiores. Billy desenganchó la cuerda, se la colgó al hombro y se apeó del caballo. Sacó unos trozos de cordón de cuero de la mochila que llevaba detrás de la silla, se los anudó al cinturón y caminó alrededor de la loba con la cuerda preparada. El caballo no le servía de nada, porque si se recostaba en la cuerda podía matar a la loba o arrancarla del cepo, o ambas cosas. Rodeó a la loba y buscó un sitio donde atar la cuerda. No descubrió nada lo bastante cerca, de modo que finalmente se quitó la chaqueta, le vendó los ojos al caballo, lo guió hacia la loba en dirección contraria al viento y bajó las riendas para que se estuviera quieto. Luego fue dando cuerda, hizo un lazo y se lo echó a la loba. La loba entró en él con cepo incluido, miró el lazo y luego miró al chico. Él hizo pasar la cuerda por encima de la cadena. Le dirigió una mirada de disgusto, y dejó la cuerda, se encaminó hacia el páramo hasta que encontró un paloverde del que cortó una vara de unos dos metros de largo terminada en forma de horquilla y regresó al tiempo que cortaba los vástagos con el cuchillo. La loba lo observaba. El chico alcanzó el lazo con el extremo de la vara y tiró hacia él. Pensó que tal vez la loba intentase morder la vara, pero no lo hizo. Cuando tuvo el lazo en la mano pasó otra vez los doce metros de cuerda por el ojo de la lazada y empezó de nuevo. La loba observaba con mucha atención el trayecto de la cuerda, y cuando el extremo de esta hubo pasado sobre la cadena del cepo y se perdió entre la hierba seca, volvió a tumbarse.
El chico hizo un lazo más pequeño y avanzó. La loba se levantó. Él volteó el lazo y ella echó las orejas hacia atrás, lo esquivó y le enseñó los dientes. Él hizo dos intentos más, y cuando al tercero el lazo pasó por el pescuezo, tensó la cuerda de inmediato.
La loba se irguió y comenzó a contorsionarse sobre las patas traseras con el pesado cepo a la altura del pecho mientras daba dentelladas a la cuerda y escarbaba el suelo con la pata libre. Lanzó un gemido grave, que fue el primer sonido que emitía.
El chico retrocedió y tiró de la loba hasta que esta quedó jadeando en el suelo; luego retrocedió de espaldas hacia el caballo sin dejar de dar cuerda, pasó un lazo por el borrén delantero de la silla y volvió con el cabo libre. Se estremeció al ver la ensangrentada pata de la loba estirada en el cepo, pero no había nada que hacer. La loba levantó del suelo sus cuartos traseros, escarbó lateralmente, forcejeó con la cuerda y lanzó la cabeza a uno y otro lado e incluso llegó a ponerse totalmente de pie hasta que él la obligó a tumbarse. El chico se agachó sujetando la cuerda a solo unos palmos de ella, y al cabo de un rato la loba se quedó jadeando calladamente en el suelo. Lo miró con sus ojos amarillos, los cerró despacio y luego miró hacia otro lado.
Él se incorporó pisando la cuerda con un pie, sacó su navaja, alargó el brazo con cuidado y cogió la vara de paloverde. Cortó un trozo de casi un metro de largo, se guardó la navaja en el bolsillo, cogió uno de los trozos de cordón que llevaba al cinto, hizo un nudo y lo cogió con los dientes. Luego levantó el pie de la cuerda, agarró el extremo de esta y se acercó a la loba con el palo. Ella lo observó con un solitario ojo almendrado, de un amarillo intenso, casi ámbar en el iris. La loba tiró de la cuerda, pegada la cara al suelo, abierta la boca y blanquísimos los dientes perfectos. El chico tensó más la cuerda que estaba amarrada en torno al borrén. Estiró hasta dejar a la loba sin aire y después le metió el palo entre los dientes.
La loba no hizo ruido alguno. Arqueó el lomo, torció la cabeza, mordió el palo e intentó deshacerse de él. El chico tiró de la cuerda hasta que la loba basqueó y luego, ayudándose con la vara, la obligó a apoyar la mandíbula en el suelo y pisó de nuevo la cuerda a un palmo escaso de sus dientes. Después cogió el cordón que sujetaba entre los dientes, le pasó un lazo por el morro, tensó el lazo de un tirón, la agarró de una oreja y dio tres vueltas de cordel a su quijada a la velocidad del rayo. Por fin hizo una vuelta mordida y se puso a horcajadas sobre la loba viva, que boqueaba y trataba de quitarse con la lengua la tierra que le había entrado en la boca. La loba lo miró delicadamente de soslayo, expresando así un conocimiento suficiente del mundo, aun cuando no de la maldad que le esperaba. Luego cerró los ojos, y entonces él aflojó la cuerda, se apartó al tiempo que se ponía de pie mientras ella respiraba con dificultad, la garra estirada atrapada en el cepo, detrás, y el palo en la boca. El chico también jadeaba. A pesar del frío que hacía, sudaba a mares. Se volvió hacia el caballo, que seguía con la chaqueta alrededor de la cabeza. Maldita sea, dijo. Maldita sea. Enrolló el cabo suelto que había en el suelo, se acercó al caballo, levantó la cuerda para pasarla por el borrén, desató las mangas de la chaqueta que había anudado bajo la quijada del animal y puso aquella sobre la silla. El caballo alzó la cabeza, resopló y miró en dirección al lobo; el chico lo acarició, le habló, sacó las abrazaderas de la mochila, se echó al hombro la aduja de cuerda y volvió a donde se hallaba la loba.
Sin darle tiempo a llegar, la loba dio un salto y se abalanzó sobre la cadena sacudiendo la cabeza y dándose en la boca con la mano libre. Él tiró de la cuerda hasta tumbarla y la sujetó. Una espuma blanca rezumaba entre los dientes de la loba. Él se acercó lentamente y tendiendo el brazo la cogió por el palo que tenía entre las mandíbulas y le habló, pero aparentemente solo consiguió que se estremeciera. Miró la pata atrapada en el cepo. Tenía mal aspecto. Sujetó el cepo, colocó la abrazadera sobre el muelle, lo atornilló y luego hizo otro tanto con el segundo muelle. Cuando el ojo del muelle sobrepasó las bisagras de la chapa metálica, las mandíbulas del cepo se abrieron de golpe y la maltrecha garra de la loba salió disparada, manchada de sangre y con el hueso blanco reluciente. Él hizo ademán de tocársela, pero la loba la apartó rápidamente y se irguió. Le asombró su rapidez. La loba se dispuso a defenderse. El chico estaba arrodillado y tenía los ojos de la loba a su altura, pero la mirada del animal no buscó la suya. El chico cogió el rollo de cuerda que llevaba colgado al hombro y arrolló un extremo por dos veces alrededor del puño. Luego dejó suelto el cabo corto por el que la tenía sujeta. La loba tanteó el suelo con la pata herida y la levantó otra vez.
Vamos, dijo él. Si crees que puedes.
La loba dio media vuelta. Así de rápido. Él tuvo el tiempo justo de adelantar el talón antes de que ella llegase al extremo de la cuerda. La loba dio una voltereta lateral y aterrizó sobre el lomo haciéndolo caer sobre los codos. El chico gateó para levantarse, pero ella ya salía disparada en la otra dirección y cuando llegó al final de la cuerda casi le hizo perder pie. El chico giró, se afirmó con los talones y dio una vuelta de cuerda en torno a su muñeca. La loba había ido hacia el caballo y este resopló y comenzó a trotar en dirección al camino arrastrando las riendas. La loba corrió hacia el extremo de la cuerda describiendo un círculo hasta dejar atrás la cholla donde se había atascado la cadena de la trampa, pero en ese punto la cuerda la hizo girar bruscamente en redondo y ella se quedó entre los espinos, jadeando.
Él se levantó y se acercó a la loba. Ella se agazapó y amusgó las orejas. Tenía la quijada cubierta de baba. El chico sacó su navaja y alargó la mano para sujetarle el palo de la boca y le habló y le acarició la cabeza, pero ella solo gimió y tembló.
Es inútil que luches, le dijo él.
Cortó el trozo colgante de paloverde a poca distancia de su boca, apartó la navaja, caminó hasta la cholla a fin de soltar la cuerda que había quedado enganchada allí y luego condujo a campo abierto a la loba, que torcía y agitaba la cabeza. Al chico le pareció increíble que pudiese tener tanta fuerza. Con las piernas extendidas y la cuerda en las dos manos sobre los muslos, se volvió y escudriñó el campo en busca de su caballo. Como la loba no dejaba de forcejear, agarró de nuevo el extremo de la cuerda, se sentó con este enrollado en el puño, afianzó los talones en el suelo y la dejó ir. Esta vez, cuando la cuerda llegó al final la loba voló por los aires, aterrizó de espaldas y se quedó allí tumbada. El chico tiró de la cuerda y la arrastró hacia él.
Levántate, dijo. No te has hecho daño.
Se acercó a la loba, que yacía jadeando, y se quedó de pie a su lado. Miró la pata herida. En torno al tobillo había un jirón de piel suelta que semejaba un calcetín y la herida estaba sucia y cubierta de ramitas y hojas. Se arrodilló y tocó a la loba. Vamos, dijo. Has espantado a mi caballo y tenemos que ir a buscarlo.
Para cuando consiguió arrastrarla hasta la carretera, estaba prácticamente extenuado. El caballo se hallaba a un centenar de metros de allí, paciendo en la cuneta. Alzó la cabeza, miró al chico, la bajó y siguió comiendo. Él anudó la cuerda a una estaca del cercado, cogió el último cordón de cuero que llevaba al cinto, ató el lazo a la cuerda de modo que el nudo no pudiera soltarse y luego se puso de pie y cruzó el prado para recoger su chaqueta, que estaba en el suelo, y recuperar el cepo.
Cuando volvió la loba estaba atascada en la cerca y medio estrangulada de tanto moverse de un lado para otro. El chico soltó el cepo, se arrodilló, desenganchó la cuerda de la estaca y la hizo pasar por los alambres hasta liberar al animal. La loba se levantó y permaneció sentada en la polvorienta hierba mirando frenéticamente hacia las montañas; la espuma desbordándose entre los dientes y goteando por el trozo de paloverde.
Qué poca cabeza tienes, le dijo.
Se levantó, se puso la chaqueta, se metió las abrazaderas en el bolsillo, cogió la trampa de la cadena y se la echó al hombro; luego arrastró a la loba hasta el centro del camino y partió con ella, cuyas patas rígidas resbalaban abriendo una estela de polvo y grava.
El caballo levantó la cabeza para estudiarlos, mientras masticaba pensativamente. Después se volvió y echó andar.
Él se detuvo y se lo quedó mirando. Se volvió y miró a la loba. Percibió a lo lejos los resoplidos del Model A del viejo ranchero, y advirtió que ella ya hacía rato que los había oído. Recogió de la cuerda con que sujetaba a la loba, arrastró a esta por la cuneta y se quedó junto al cercado observando la camioneta acercarse por la colina traqueteando y levantando polvo.
El viejo aminoró la marcha, se asomó y miró. La loba se sacudía y retorcía y el chico estaba detrás de ella sujetándola con ambas manos. Cuando la camioneta llegó a la altura de ellos, el chico estaba en el suelo con las piernas formando tijera en torno al diafragma de la loba y los brazos alrededor de su pescuezo. El viejo paró dejando la camioneta en marcha y se inclinó para bajar la ventanilla. Pero qué demonios, dijo. Pero qué demonios.
¿Cree que podría parar esa cosa?, dijo el chico.
Que me cuelguen si no es un lobo eso de ahí.
Sí que lo es.
Diablos.
La camioneta la ha asustado.
¿La ha asustado, dices?
Sí, señor.
Tú estás mal de la cabeza, chico. Si esa cosa se suelta te comerá vivo.
Sí, señor.
¿Qué vas a hacer con él?
No es él. Es ella.
¿Que es qué?
Ella. Es hembra.
Qué diablos importa eso. ¿Qué vas a hacer con ese bicho?
Intento llevarlo a casa.
¿A casa?
Sí, señor.
¿Para qué diablos, si puede saberse?
¿No podría parar el motor?
Cuesta bastante ponerlo en marcha otra vez.
¿No podría ir hasta allá abajo, coger mi caballo y traérmelo? Yo la ataría, pero es que se me hace un lío en la alambrada.
Lo que me gustaría es ahorrarte el problema de que te coma vivo, dijo el viejo. ¿Para qué te la llevas a casa?
Es una larga historia.
Pues me encantaría oírla.
El chico miró carretera abajo donde su caballo seguía paciendo. Luego miró al viejo. Bueno, dijo. Mi papá quería que fuese a buscarla si la atrapaba, pero yo no quería dejarla sola porque allá abajo había unos vaqueros comiendo y me imaginaba que la matarían, así que he pensado llevármela a casa.
¿Siempre has estado tan loco?
No lo sé. Es la primera vez que me ocurre algo así.
¿Cuántos años tienes?
Dieciséis.
Dieciséis.
Sí, señor.
Pues no tienes más seso que el que Dios le dio a un ganso. ¿Lo sabías?
Puede que tenga razón.
Cómo esperas que tu caballo tolere semejante disparate.
Si puedo recuperarlo no va a tener mucho que decir al respecto.
¿Piensas arrastrar a ese bicho detrás de un caballo?
Sí, señor.
¿Y cómo vas a obligarla a ella a que lo haga?
Tampoco tiene mucho donde elegir.
El viejo lo miró fijamente. Luego se apeó de la camioneta, cerró la puerta, se ajustó el sombrero, rodeó el vehículo y se quedó al borde de la cuneta. Vestía pantalones de lona y una chaqueta forrada de lona con cuello de pana, calzaba botas de tacón bajo y llevaba puesto un sombrero Stetson de piel de castor.
¿Puedo acercarme?
Todo lo que usted quiera.
Cruzó la cuneta y se acercó a observar a la loba. Luego miró al chico y de nuevo un poco más a la loba.
Está a punto de tener cachorros.
Sí, señor.
Menos mal que la has atrapado.
Sí, señor.
¿Se puede tocar?
Sí. Se puede tocar.
El viejo se acuclilló y puso la mano sobre el animal. La loba se debatió y él retiró la mano enseguida. Luego volvió a tocarla. Miró al chico. Conque una loba, dijo.
Sí, señor.
¿Qué te propones hacer con ella?
No lo sé.
Imagino que cobrarás el premio y venderás la piel.
Sí, señor.
No le gusta mucho que la toquen, ¿verdad?
No, señor. No mucho.
Cuando yo acarreaba ganado por el valle desde Ciénaga Springs la primera noche solíamos parar cerca de Government Draw y acampar allí. Se los oía por todo el valle. Las primeras noches cálidas. Casi siempre se los oía en esa parte del valle. Hace años que no oigo ningún lobo.
Viene de México.
No me extraña. Todo lo malo viene de allí.
Se levantó y miró carretera abajo hacia donde pacía el caballo. Si quieres un consejo, dijo, déjame que vaya por ese rifle que veo que tienes allá abajo y mate a esta hija de puta y asunto concluido.
Mientras pueda recuperar mi caballo todo irá bien, dijo el chico.
Bueno. Haz lo que quieras.
Sí, señor. Esa es mi intención.
El viejo sacudió la cabeza. De acuerdo, dijo. Espera aquí e iré por él.
No pienso moverme, dijo el chico.
El viejo volvió a la camioneta, subió y condujo hasta donde estaba el caballo. Al ver venir la camioneta el caballo cruzó la cuneta y se arrimó al cercado, entonces el viejo bajó y caminó hacia el caballo hasta que pudo coger las riendas; luego guió el caballo de vuelta a la carretera. El chico seguía sentado sujetando a la loba. Todo estaba en calma. No se oía otro ruido que el débil y seco tabaleo de los cascos sobre la grava y el uniforme resoplar de la camioneta que el viejo había dejado en marcha junto al borde del camino.
Cuando el chico arrastró a la loba hasta la carretera, el caballo volvió grupas y se la quedó mirando.
Será mejor que ates al caballo, dijo el viejo.
Si me lo aguanta solo un minuto todo irá bien.
No sé, pero creo que a quien habría que aguantar es a esa loba.
El chico soltó suficiente cantidad de cuerda para que la loba pudiera llegar a la cuneta, pero no tanto como para que llegase al cercado. Pasó la cuerda por el borrén delantero de la silla y dejó que la loba correteara sobre tres patas hacia la cuneta; al llegar al extremo de la cuerda dio una fuerte sacudida y se levantó, luego se acurrucó en la cuneta y se quedó esperando. El chico se volvió, cogió las riendas que le tendía el viejo y se tocó el ala del sombrero.
Muy agradecido, dijo.
De nada. Ha sido un día muy interesante.
Sí, señor. El mío no ha terminado aún.
Y que lo digas. Ojo con la boca de esa loba. Procura que no la abra. Te daría un bocado que no podrías ni ponerte el sombrero.
Sí, señor.
Metió el pie en el estribo, montó, comprobó el nudo de la cuerda, se bajó el sombrero y saludó en dirección al viejo. Muy agradecido, repitió.
Cuando puso el caballo al paso la loba salió de la cuneta atada al extremo de la cuerda con la pata coja a la altura del pecho, viró hacia la carretera y fue arrastrándose detrás del caballo con las patas tiesas y tan rígida como si estuviese embalsamada. El chico se detuvo y miró hacia atrás. El viejo estaba de pie en la carretera contemplando la escena.
Señor, dijo.
Qué.
Quizá sea mejor que vaya a buscar su camioneta. Así no tendrá que adelantarnos.
Me parece una buena idea.
El viejo fue hasta la camioneta, subió y se volvió a mirarlos. El chico levantó la mano. El viejo dio la impresión de ir a decir algo, pero no lo hizo; levantó la mano y arrancó camino de Cloverdale.
El chico siguió adelante. El viento racheado levantaba polvo del camino. Al volverse vio que la loba, que tenía el ojo de barlovento entornado para protegerse de la arena que el viento levantaba, renqueaba detrás del caballo, con la cabeza gacha. Se detuvo y ella avanzó un poco para aflojar la tensión de la cuerda y luego se metió de nuevo en la cuneta. El chico se disponía a reanudar la marcha cuando la loba se puso a orinar. Cuando hubo terminado se volvió, olisqueó el lugar, comprobó la dirección del viento con el hocico y luego volvió a la carretera y permaneció con la cola entre los jarretes; el viento le abría pequeños surcos en el pelaje.
El chico permaneció un largo rato parado sin desmontar, observándola. Luego se apeó, bajó las riendas, cogió su cantimplora y caminó hasta donde estaba la loba. Ella retrocedió todo lo que la cuerda le permitió. Él se echó la cantimplora al hombro, pisó la cuerda, la sostuvo entre las rodillas y la atrajo hacia sí. La loba se debatió, pero él agarró el nudo corredizo, se lo arrolló al puño, la obligó a tumbarse en la hierba al borde de la carretera y se puso a horcajadas sobre ella. Era lo único que podía hacer para sujetarla. Se deslizó la cantimplora del hombro y desenroscó el tapón con los dientes. En la carretera, el caballo piafó; el chico le habló y luego sujetó a la loba por el palo que tenía entre las fauces y con su cabeza pegada a la rodilla empezó a verter lentamente agua en el interior de la boca. Ella se quedó quieta. Dejó de mover los ojos. Y entonces empezó a tragar.
La mayor parte del agua cayó al suelo, pero él continuó derramándosela poco a poco entre los dientes por encima del trozo de paloverde. Cuando la cantimplora quedó vacía soltó el palo y la loba permaneció tumbada respirando acompasadamente. Él se levantó y retrocedió un paso, pero ella no se movió. Recuperó el tapón por el extremo de su cadena, lo enroscó de nuevo a la cantimplora, regresó a donde estaba el caballo, pasó la cantimplora por encima de la mochila y se volvió. La loba estaba de pie mirándolo. Él montó y espoleó ligeramente al caballo. Cuando volvió la vista ella iba cojeando al extremo de la cuerda. Si él paraba, ella también lo hacía. Tras una hora de camino se detuvo durante un buen rato. Estaba en la cerca de los Robertson. A una hora a caballo estaba Cloverdale y la carretera hacia el norte. Al sur, el campo abierto. La hierba amarilla se ladeaba a merced del viento y la luz del sol corría sobre los campos delante de las nubes en movimiento. El caballo sacudió la cabeza, piafó y se puso derecho. A la mierda todo, dijo el chico. A la mierda.
Hizo girar al caballo, cruzó la cuneta y se adentró en la amplia llanura que se extendía ante él en dirección al sur y las montañas de México.
A mediodía cruzaron un angosto desfiladero en la estribación más oriental de los Guadalupes y siguieron hacia el valle abierto. Vieron jinetes en el llano, a lo lejos, pero estos siguieron su camino. Al atardecer pasaron por las últimas lomas en forma de cono de aquel territorio volcánico y una hora después arribaron a la última cerca de la región.
Era una cerca que iba de este a oeste. Al otro lado había un camino de tierra. Giró hacia el este y siguió pegado a la cerca. Paralelo a la misma había un camino de ganado, pero él se mantuvo a un trecho de cuerda de la vereda para que la loba no cruzara por debajo de la alambrada y al cabo de un rato llegó a una casa de campo.
Se detuvo en una ligera elevación de terreno y estudió la casa. Al no ver un lugar seguro donde dejar a la loba, siguió adelante. Cuando llegó al portón echó pie a tierra, desprendió la cadena, abrió la verja e hizo pasar caballo y loba; luego cerró la verja y volvió a montar. La loba estaba de pie en el camino con el pelaje a contrapelo, como cuando se tira de algo que está dentro de un tubo, y cuando el chico puso el caballo al paso ella fue resbalando detrás con las patas rígidas. Él la miró. Si yo me hubiera comido las vacas de esa gente, dijo, tampoco querría entrar aquí.
Antes de que pudiera arrear de nuevo al caballo le llegó de la casa un potente aullido, y al mirar vio que por el camino de entrada se acercaban tres grandes podencos a gran velocidad.
Me cago en Dios, dijo.
Se apeó, ató las riendas al alambre superior de la cerca y sacó rápidamente el rifle del portacarabinas. Bird puso los ojos en blanco y empezó a piafar. La loba permanecía completamente inmóvil con la cola erecta y el pelo erizado. El caballo giró y tiró de las riendas, la alambrada se alabeó. En mitad del alboroto el chico oyó un ruido que destacaba sobre los otros, y de repente vio como en un mal sueño el espectro de su caballo lanzado a galope tendido por el llano con la loba detrás, en el extremo de la cuerda, y los perros corriendo desenfrenadamente para darle caza. Él pudo retirar la cuerda del borrén justo en el momento en que las riendas se rompían y el caballo giraba sobre sí mismo y se alejaba al galope. Entonces el chico se volvió con el rifle y la loba para hacer frente a los perros y de pronto se vio rodeado por una confusión de aullidos, dientes y ojos en blanco.
Empezaron a girar alrededor escarbando la tierra del camino y él apretó a la loba contra su pierna, les chilló y trató de ahuyentarlos a golpes de rifle. Dos de los perros llevaban trozos de cadena colgando del collar y un tercero no llevaba collar de ninguna clase. En medio de aquel pandemónium sintió contra su piel el temblor eléctrico de la loba y el martilleo de su corazón.
Eran perros de labor, y aunque ladraban y daban vueltas el chico sabía que serían reacios a atacar cualquier cosa que estuviese bien custodiada por un hombre, aun cuando se tratara de un lobo. Consiguió golpear a uno en el costado de la cabeza con el cañón del rifle. Largo, exclamó. Largo. Dos hombres venían ya de la casa a la carrera.
Llamaron a cada perro por su nombre y dos de estos se detuvieron y miraron en dirección al camino. El tercero arqueó el lomo, se acercó a la loba con un sigiloso paso lateral, le enseñó los dientes, volvió a apartarse y se quedó quieto aullando. Uno de los hombres llevaba una servilleta colgada del cuello de la camisa y respiraba con dificultad. Tú, Julie, dijo en voz alta. Quieta. Maldición. Busca un palo o algo, RL. Santo Dios.
El otro se desabrochó la hebilla, se quitó el cinturón de un limpio latigazo y empezó a repartir a diestro y siniestro con el extremo de la hebilla. Al instante los perros estaban gañendo y escabulléndose. El mayor de los dos hombres se detuvo y puso los brazos en jarras tratando de recobrar el aliento. Se volvió hacia el chico. Advirtió que llevaba la servilleta colgando de la camisa, se la quitó, se secó la frente con ella y se la metió en el bolsillo de atrás. ¿Quieres decirme qué diablos estás haciendo?, preguntó.
Procurar que estos malditos perros no ataquen a mi lobo.
No te pases de listo.
No es eso. He visto la cerca y buscaba la verja para entrar, eso es todo. No me imaginaba que se iba a armar un jaleo de mil demonios.
¿Y qué esperabas si no?
No sabía que había perros dentro.
Pero bueno, has visto la casa, ¿no?
Sí, señor.
El hombre lo miró de reojo. Eres el chico de Will Parham, ¿verdad?
Sí, señor.
¿Cómo te llamas?
Billy Parham.
Bueno, Billy, esto te parecerá una pregunta estúpida pero ¿se puede saber qué diablos estás haciendo con ese bicho?
Lo he capturado.
Sí, ya me lo imagino. Es él el que tiene un palo en la boca. ¿Adónde lo llevabas?
A casa.
De eso nada. Ibas para allá.
Me dirigía a casa cuando he cambiado de opinión.
¿Y qué te ha hecho cambiar?
El chico no respondió. Los perros iban de arriba abajo sin parar, los pelos del lomo erizados.
RL, lleva los perros a casa y mételos dentro. Dile a mamá que iré en seguida.
Miró de nuevo al chico. ¿Cómo te propones hacer volver al caballo?
Iré a buscarlo a pie.
Pues hay tres kilómetros hasta el primer guardaganado.
El chico siguió sujetando a la loba. Miró hacia el camino en la dirección por donde se había ido el caballo.
¿Subirá eso a una camioneta?, dijo el hombre.
El chico lo miró de un modo extraño.
Mierda, dijo el hombre. Quiero que me escuches bien. RL, ¿puedes llevarlo en la camioneta a ver si recupera su caballo?
Sí, señor. ¿El caballo es difícil de coger?
¿Tu caballo es difícil de coger?, preguntó el hombre.
No, señor.
Dice que no.
Pues a menos que tenga ganas de ir en camioneta creo que puedo ir yo solo por su caballo.
Lo que no querrás es ir con ese lobo, claro, dijo el hombre.
No es que no quiera. Es que no pienso hacerlo.
Pues yo iba a decirte que como puede que salte de la caja de la camioneta, ¿por qué no lo llevas delante contigo en la cabina y el chico monta detrás?
RL tenía los perros sujetos por las cadenas que les colgaban y estaba atando al tercero con los otros dos valiéndose del cinturón. Ya me imagino una foto mía a tamaño natural yendo por la carretera con un lobo en la cabina, dijo. Ya la estoy viendo.
El hombre se quedó mirando al lobo. Hizo ademán de ajustarse el sombrero, pero como no llevaba sombrero se limitó a rascarse la cabeza. Miró al chico. Y yo que creía conocer a todos los chalados del valle, dijo. Esta región está cada vez más poblada. Uno ni siquiera tiene ya contacto con sus vecinos. ¿Has cenado?
No, señor.
Venga, vamos a casa.
¿Qué quiere que haga con ella?
¿Ella?
Sí, la loba.
Bueno, imagino que tendrá que quedarse en la cocina hasta que acabemos de comer.
¿Quedarse en la cocina?
Es broma, hijo. Demonios. Si metieras a esa cosa en la cocina podrías oír a mi esposa desde Albuquerque.
No quiero dejarla fuera. Algo podría asustarla.
Ya lo sé. Tú ven. No pienso dejarla fuera donde alguien pueda verla, no señor. Vendrían a buscarme con un cazamariposas.
Metieron a la loba en el ahumadero, la dejaron allí y fueron a la cocina. El hombre miró el rifle que llevaba el chico pero no dijo nada. Al llegar a la puerta de la cocina el chico apoyó el arma contra un costado de la casa y el hombre le abrió la puerta y entraron.
La mujer había puesto la cena encima de la estufa para que no se enfriara. Volvió a traerlo todo y le tendió un plato al chico. Oyeron a RL poner la camioneta en marcha. Pasaron los platos, puré de patatas, judías pintas y una bandeja con filetes fritos. Cuando tuvo su plato a rebosar de las tres cosas miró al hombre. El hombre le señaló el plato con la cabeza.
Ya hemos bendecido la mesa, dijo. O sea que a comer, a menos que tengas algún otro asunto entre manos.
Sí, señor.
Empezaron a comer.
Cariño, dijo el hombre, mira a ver si consigues que nos diga adónde va con ese lobo.
Si no quiere no tiene por qué decirlo, replicó la mujer.
La llevo a México.
El hombre alcanzó la mantequilla. Bien, dijo. Me parece muy buena idea.
Voy a llevarla hasta allá y luego la soltaré.
El hombre asintió. La soltarás, dijo.
Sí, señor.
Tendrá cachorros en algún lado, ¿no?
No, señor. Todavía no.
¿Estás seguro de eso?
Sí, señor. Pero los tendrá pronto.
¿Qué tienes contra los mexicanos?
Yo no tengo nada contra ellos.
Simplemente has pensado que les vendrán bien un par de lobos más.
El chico cortó un trozo de filete y lo levantó con el tenedor. El hombre lo observaba.
¿Cómo crees que se las arreglan con las serpientes de cascabel?
No voy a regalarla a nadie. Solo la llevo a México para soltarla. De ahí es de donde vino.
El hombre cogió su cuchillo y untó aplicadamente un bollo con mantequilla. Miró al chico.
Eres bastante raro chaval, dijo. ¿Lo sabías?
No, señor. Que yo sepa siempre he sido como cualquier otro.
Pues no lo eres.
Sí, señor.
Dime una cosa. No irás a dejarla tirada simplemente al otro lado de la frontera, ¿verdad? Porque si es así pienso seguirte hasta allí con la escopeta.
Iba a llevarla a las montañas.
A las montañas, dijo el hombre. Miró especulativamente su bollo y luego lo mordió despacio.
¿De dónde es tu familia?, preguntó la mujer.
Vivimos en las Charcas.
Quiere decir antes de eso, dijo el hombre.
Somos de Grant County. Y antes vivíamos en De Baca.
El hombre asintió.
Llevamos aquí mucho tiempo.
¿Qué es mucho tiempo?
Va para diez años.
Diez años, dijo el hombre. El tiempo vuela, ¿eh?
Cómete la cena, dijo la mujer. No le hagas caso.
Comieron. Al rato la camioneta entró en el patio y rodeó la casa. La mujer se levantó de la mesa y fue por el plato de RL que estaba sobre la estufa.
Cuando después de la cena salieron, anochecía y había refrescado mucho y el sol estaba bajo sobre las montañas del oeste. Bird aguardaba en el patio atado a la verja por un ronzal, y la brida y las riendas colgaban del borrén de la silla. La mujer se quedó en el umbral de la cocina y los vio dirigirse hacia el ahumadero.
Cuidado cuando abramos esa puerta, dijo el hombre. Si ese bicho se ha soltado del bozal que llevaba preferirás estar en una tina con un caimán.
Sí, señor, dijo el chico.
El hombre levantó el candado de su armella y el chico empujó la puerta hacia adentro con cuidado. La pequeña construcción de adobe carecía de ventanas y la loba parpadeó ante la luz.
Está bien, dijo el chico.
Abrió la puerta del todo.
Pobrecilla, dijo la mujer.
El ranchero la miró con expresión de indulgencia. Jane Ellen, dijo, ¿qué haces ahí fuera?
Esa pata tiene muy mal aspecto. Voy a buscar a Jaime.
¿Que vas a qué?
Tú espera aquí.
La mujer se volvió y echó a andar por el patio. A medio camino se puso la chaqueta que se había echado sobre los hombros. El hombre se asomó a la puerta y sacudió la cabeza.
¿Adónde va?, preguntó el chico.
Más chifladura, dijo el hombre. Debe de ser una epidemia.
Se quedó en el umbral y lió un cigarrillo mientras el chico sujetaba a la loba por la cuerda.
Tú no fumas, ¿verdad?, dijo el hombre.
No, señor.
Bien hecho. No empieces.
Dio una calada. Miró al chico.
¿Cuánto quieres por ella? En metálico.
No está en venta.
¿Y si lo estuviera?
Nada, porque no lo está.
Cuando la mujer volvió traía consigo a un mexicano viejo que llevaba bajo el brazo un estuche verde de hojalata. Saludó al ranchero, se echó el sombrero hacia atrás y entró en el ahumadero seguido de la mujer, que traía unas sábanas limpias. El mexicano saludó al chico con un movimiento de cabeza, se tocó otra vez el sombrero y luego se arrodilló delante de la loba y la miró.
¿Puede sujetarla?, preguntó.
Sí, dijo el chico.
¿Necesitas más luz?, preguntó la mujer.
Sí, respondió el mexicano.
El hombre salió al patio, arrojó el cigarrillo y lo pisó. Trasladaron a la loba junto a la puerta y el chico la sujetó mientras el mexicano le cogía la pata herida y la examinaba. La mujer dejó el estuche en el suelo, lo abrió, extrajo un frasco de agua de hamamelis y empapó un trozo de sábana con el líquido. Se lo pasó al mexicano, que lo cogió y miró al chico.
¿Está listo, joven?
Listo.
El chico agarró con más fuerza a la loba y la inmovilizó apretándole los costados con las piernas. El mexicano volvió a coger la pata delantera de la loba y procedió a limpiar la herida.
La loba soltó un gemido ahogado, retrocedió debatiéndose y consiguió librar la pata dañada de manos del mexicano.
Otra vez, dijo el mexicano.
Empezaron de nuevo.
Al segundo intento la loba hizo caer al chico y el mexicano se echó rápidamente hacia atrás. La mujer ya había retrocedido. La loba estaba de pie con el hocico cubierto de baba y el chico yacía en el suelo debajo de ella agarrado a su pescuezo. Fuera, en el patio, el ranchero había empezado a liar otro cigarrillo, pero se guardó la petaca en el bolsillo de la camisa y se puso el sombrero.
Espera un poco, dijo. Maldición. Aguántalo un momento.
Entró a toda velocidad, cogió la cuerda con que estaba atada la loba y le dio un par de vueltas alrededor de la muñeca.
Si alguien se entera de que estoy dando primeros auxilios a un maldito lobo no me dejarán vivir en esta región, dijo. Está bien. Haz lo que tengas que hacer. Ándale.
La operación terminó de anochecida. El mexicano había devuelto a su sitio el jirón de piel y lo cosió pacientemente con una pequeña aguja curva provista de un hemostático. Cuando terminó roció la herida con Corona Salve, la envolvió con un trozo de sábana y la ató. RL había salido de la casa y contemplaba la escena mientras se escarbaba los dientes.
¿Le has dado agua?, preguntó la mujer.
Sí, señora. Le costaba bastante beber.
Imagino que si le quitas esa cosa puede morder.
El ranchero pasó por encima de la loba y salió al patio. Morder, dijo. Dios Todopoderoso.
Cuando treinta minutos más tarde el chico partió a caballo era prácticamente de noche. Le había dado el cepo al ranchero para que se lo guardara y llevaba un copioso almuerzo envuelto en un paño y metido en la mochila junto con el resto de las sábanas y el frasco de Corona Salve, además de una vieja manta de Saltillo arrollada y atada detrás de la silla. Alguien había empalmado cuero nuevo en las bridas rotas y la loba lucía un collar de perro hecho de cuero de arreos con una chapa metálica en la que se leía el nombre del ranchero, número de RFD [2] y Cloverdale N. Méx. El ranchero lo acompañó hasta la verja y después de que descorriese la aldabilla, el chico hizo pasar al caballo con la loba detrás y montó.
Cuídate, hijo, dijo el hombre.
Sí, señor. Lo haré. Gracias.
Había pensado retenerte aquí y mandar a buscar a tu padre.
Sí, señor. Ya lo sé.
Cuando se entere lo más probable es que quiera pegarme.
No lo hará.
Bien. Ten cuidado con los bandidos.
Lo tendré. Se lo agradezco. A usted y a su señora.
El hombre asintió. El chico levantó una mano, tiró de las riendas y partió rumbo a la tierra en penumbra con la loba cojeando detrás. El hombre permaneció junto a la verja observándolo marcharse. Hacia el sur se alzaban las negras siluetas de las montañas, y ya no pudo distinguirlos porque enseguida el caballo y el jinete fueron engullidos por la oscuridad de la noche que caía. Lo último que vio en aquel yermo batido por el viento fue el vendaje blanco de la pata de la loba moviéndose en staccato cual pálido y payasesco diablillo en medio de la oscuridad y el frío crecientes. Luego se desvaneció también y el hombre cerró la verja y regresó a la casa.
En medio del crepúsculo oscuro cruzaron una amplia llanura volcánica limitada por el contorno de unas colinas. Las colinas eran de un azul intenso en medio del crepúsculo azul y los redondos cascos del caballo producían un sonido monótono en el páramo. La noche caía por el este y la oscuridad se les vino encima en un súbito aliento de frío y quietud, y siguió su camino. Como si la penumbra tuviese un alma propia que fuera la asesina del sol en fuga hacia el oeste, tal como los hombres creyeron en tiempos. Como tal vez vuelven a creer. Hombre, lobo y caballo abandonaron la llanura bajo la moribunda luz del día siguiendo unas lomas muy erosionadas por el viento y cruzaron una cerca o lo que había sido una cerca, sus alambres por tierra arrollados y arrastrados y las cortas y desnudas estacas de mezquita adentrándose en fila india en la noche como una ringlera de encorvados pensionistas. Atravesaron el desfiladero entre tinieblas y él se detuvo a contemplar los distantes relámpagos hacia el sur, sobre los llanos de México. El viento batía mansamente los árboles en el desfiladero y traía salivazos de aguanieve. Acampó al sur del desfiladero, al socaire de un arroyo, recogió leña, encendió un fuego y le dio a la loba toda el agua que quiso. Luego la ató al codo blanquecino de un álamo y fue a desensillar su caballo y le trabó las patas. Desenrolló la manta, se la echó sobre los hombros, cogió la mochila y fue a sentarse delante de la lumbre. La loba se sentó sobre sus cuartos traseros junto al arroyo y lo observó con sus huraños ojos, en los que se reflejaba la luz del fuego. De vez en cuando se inclinaba para tantear con sus dientes el vendaje de la pata, pero el palo que tenía en la boca le impedía morderlo.
El chico sacó de la mochila un emparedado de carne, lo desenvolvió y se dispuso a comer. El viento hacía chisporrotear el pequeño fuego y la fría aguanieve caía en sesgo sobre ellos desde la oscuridad y siseando en las brasas. Comió y observó a la loba. Ella levantó las orejas, se volvió y escudriñó la noche, pero si pasaba algo pasó de largo y al rato la loba se incorporó y miró inexpresivamente el suelo que no había elegido y dio tres vueltas en círculo y se tumbó mirando el fuego con la cola encima del hocico.
El frío le impidió dormir. Cada vez que se levantaba para cuidar el fuego la loba estaba mirándolo. Cuando las llamas crecieron sus ojos ardieron como farolas de otro mundo. Un mundo que ardía a orillas de un vacío incognoscible. Un mundo inferido de la sangre y del alcaesto de la sangre y de sangre en su núcleo y en su integumento, porque a la postre solo la sangre tenía la facultad de resonar en ese vacío que amenazaba a cada hora con devorarlo. El chico se arrebujó con la manta y observó a la loba. Cuando aquellos ojos y el país del que eran testigos volvieran por fin con su dignidad a sus orígenes habría, quizá, otros fuegos y otros testigos y otros mundos contemplados de otra manera. Pero no sería ese en que ahora estaba.
Con frío o sin él, concilió el sueño pocas horas antes del alba. Se levantó al clarear, se envolvió en la manta y de rodillas intentó insuflar vida a las cenizas muertas del fuego. Caminó hasta donde pudiera ver el sol saliendo por el este. Un tren de nubes abigarradas flotaba en el cielo neutral del desierto. El viento había amainado y todo era silencio.
Cuando se aproximó a la loba con la cantimplora, ella no se puso en guardia. La tocó y la loba se apartó un poco. La cogió del collar, la empujó hasta obligarla a tenderse y se sentó a verterle el agua entre los dientes mientras ella se afanaba con la lengua y sacudía el gaznate y el frío ojo almendrado vigilaba cada uno de sus movimientos. El chico le puso la mano bajo la quijada para evitar que el agua se derramase y la loba vació la cantimplora. Él se quedó sentado, acariciándola. Luego alargó la mano y le palpó el vientre. Ella forcejeó y volvió frenéticamente los ojos. Le habló con dulzura. Puso la palma de la mano entre sus tibias y desnudas tetas. La dejó allí un buen rato. Luego notó que algo se movía.
Cuando emprendió camino hacia el sur por el valle la hierba estaba dorada bajo el sol de la mañana. A ochocientos metros hacia el este, en el llano, unos antílopes pacían. El chico se volvió a mirar si la loba se había percatado, pero no. Iba cojeando detrás del caballo, inmutable y perruna, y de esa forma cruzaron hacia el mediodía la frontera con México, estado de Sonora, que en ese punto no se distinguía del país que habían dejado atrás, y que sin embargo era totalmente extraño y desconocido. Se detuvo y, sin desmontar, contempló las colinas rojas. Hacia el este divisó uno de los obeliscos de hormigón que hacían las veces de hitos fronterizos. En mitad de aquel páramo parecía un monumento dedicado a una expedición perdida.
Dos horas más tarde dejaron el valle e iniciaron la ascensión a las lomas. Hierba rala y ocotillos. Unas cuantas reses flacas trotaban delante de ellos. Poco a poco ganaron el Cajón Bonita, que era el principal sendero de montaña hacia el sur, y al cabo de una hora llegaron a un pequeño rancho.
Sofrenó el caballo, tiró de la cuerda para acercar a la loba y llamó en voz alta; esperó para ver si salía algún perro, pero no vino ninguno. Cabalgó despacio. Había tres casas de adobe medio derruidas en el umbral de una de las cuales había un hombre harapiento. El lugar tenía aspecto de apeadero venido a menos. Siguió adelante, se detuvo delante del hombre y permaneció con las muñecas cruzadas sobre la perilla de la silla de montar.
¿Adónde va?, preguntó el hombre.
A las montañas.
El hombre asintió. Se limpió la nariz con la manga y miró hacia las montañas. Como si fuera la primera vez que reparaba en ellas. Miró al chico, al caballo, a la loba y otra vez al chico.
¿Es cazador usted.?
Sí .
Bueno, dijo el hombre. Bueno.
Pese a que brillaba el sol el día era frío, y sin embargo el hombre estaba medio desnudo y no salía humo de ninguno de los edificios. Miró a la loba.
¿Es buena cazadora su perra?
El chico miró a la loba. Sí, dijo. Mejor no hay.
¿Es feroz?
A veces.
Bueno, dijo el hombre. Bueno. Le preguntó al chico si tenía tabaco, si tenía café, si tenía carne. El chico no tenía ninguna de esas cosas y el hombre pareció aceptar la inevitable verdad de ello. Se quedó apoyado en el umbral, mirando el suelo. Al cabo de un rato el chico advirtió que estaba hablando consigo mismo.
Bueno, dijo el chico. Hasta luego.
El hombre alzó un brazo. Sus harapos oscilaron en torno a su cuerpo. Ándale, dijo.
El chico siguió adelante. Cuando se volvió a mirar el hombre seguía en el umbral. Miraba hacia atrás, en dirección al sendero, como si quisiera ver quién podía ser el próximo en venir.
Al atardecer desmontó, y al acercarse a la loba con la cantimplora ella se inclinó lentamente como un animal de circo y se recostó a la espera, vigilantes los ojos amarillos, sacudiendo levemente las orejas. Él no sabía cuánta agua podía beber ni cuánta necesitaba. Se sentó y comenzó a verter agua entre sus dientes mientras la miraba a los ojos. Le tocó el repliegue de la boca. Examinó la veteada gruta de terciopelo en la que vertía el mundo audible. Empezó a hablar con ella. El caballo, que pacía a un costado del camino, levantó la cabeza y lo miró.
Siguieron adelante. La región era desértica y ondulada y el sendero corría por las crestas de las lomas, y aunque parecía frecuentado no vio a nadie. En los taludes había acacias, robles achaparrados. Arbustos de enebro. Al caer la noche apareció un conejo en mitad del sendero, unos treinta metros más adelante, y el chico sofrenó el caballo, se llevó dos dedos a la boca y silbó; el conejo se quedó paralizado y él se apeó del caballo, sacó el rifle y lo amartilló, todo ello en un solo movimiento, levantó el rifle y disparó.
El caballo dio un violento respingo y él cogió las riendas al vuelo, tiró de ellas y procuró calmarlo. La loba se había ocultado en la maleza que bordeaba el sendero. Con el rifle apoyado en la cintura el chico sacó de la recámara el casquillo usado, bajó el percutor con el pulgar, desató la cuerda, dejó caer las riendas y fue a encargarse de la loba.
Estaba temblando entre los arbustos a poca distancia de un pequeño enebro retorcido, donde había buscado refugio. Al oír que se acercaba se levantó de un salto agitándose sin parar. Él apoyó el rifle en un árbol, y se acercó a medida que recogía la cuerda, la sujetó y le habló, pero seguía temblando y no consiguió calmarla. Al rato el chico cogió el rifle, lo guardó en el portacarabinas y fue a buscar el conejo.
En mitad del sendero había un surco alargado producido por la posta del rifle. El conejo había sido arrojado a los arbustos, donde yacía con las tripas fuera formando lazos de color plomizo. Estaba casi partido en dos. El chico cogió el cuerpo tibio y velloso entre sus manos y lo llevó por el bosque hasta que encontró un árbol tumbado por el viento. Allí arrancó la corteza floja a golpes de tacón, limpió la superficie con la mano y sopló. Puso el conejo sobre el tronco, sacó la navaja y luego, a horcajadas, despellejó el conejo, lo destripó y le cortó la cabeza y las patas. Cortó el hígado y el corazón en dados y el lomo y los cuartos traseros en filetes y pequeños trozos. Cuando tuvo un buen puñado de todo ello, lo envolvió en la piel del conejo y guardó la navaja.
Volvió andando, ensartó los restos del conejo en una rama rota de pino y fue a donde la loba estaba agazapada. Se puso en cuclillas y alargó el brazo, pero ella retrocedió hasta el extremo de la cuerda. El chico cogió un pedacito de hígado y se lo enseñó. La loba lo olfateó con delicadeza. Él la miró a los ojos y vio lo que en ellos se reflejaba. Observó el cuero de su nariz. La loba volvió la cabeza hacia un lado y cuando él le ofreció otra vez el pedazo de hígado, intentó retroceder.
Quizá es que todavía no estás lo bastante hambrienta, dijo. Pero no tardarás en estarlo.
Aquella noche acampó en un pequeño marjal bajo la falda expuesta al viento, espetó el conejo en una vara de paloverde y lo puso a asar delante del fuego antes de ir a ver cómo estaban el caballo y la loba. Cuando se le acercó ella se puso de pie y el chico advirtió que el vendaje de la pata había desaparecido. Lo mismo había ocurrido con el palo que le impedía cerrar la boca. Y con el cordel con que le había atado el hocico.
La loba le plantó cara con el pelaje del lomo totalmente erizado. La cuerda que llevaba atada al collar estaba en el suelo y se veía deshilachada y mojada allí donde la había mordido.
El chico se detuvo y permaneció inmóvil. Luego retrocedió siguiendo la cuerda hasta llegar al caballo y desató la cuerda del borrén delantero. Ni por un instante apartó la mirada de la loba.
Sosteniendo el extremo libre de la cuerda empezó a describir un círculo en torno a la loba. Ella giró a su vez, observándolo. El chico se ubicó detrás de un pino pequeño. Trataba de moverse con aire indiferente, pero notaba que sus intenciones eran manifiestas para ella. Pasó la cuerda en un nudo por encima de una rama alta, la recuperó del otro lado, dio unos pasos hacia atrás y la tensó. La parte floja llegó desenrollada entre la maleza y las agujas de pino, tirando del collar. La loba agachó la cabeza y la siguió.
Cuando estuvo situada debajo de la rama el chico tiró de la cuerda hasta que la pata delantera de la loba se separó del suelo; luego la aflojó solo un poco y se la quedó mirando. Ella le enseñó los dientes y se volvió tratando de zafarse, pero no pudo. Parecía incómoda por no saber qué hacer. Al cabo de un rato levantó la pata herida y empezó a lamérsela.
Él volvió junto al fuego y apiló toda la leña que había recogido. Luego cogió la cantimplora y uno de los últimos emparedados que quedaban en la mochila, lo desenvolvió y fue con la cantimplora y el papel a donde estaba la loba.
Ella lo observó hacer un hoyo en la turba y a continuación alisarlo a taconazos con la parte posterior de la bota. Luego extendió el papel en la depresión, le puso una piedra encima y lo llenó con el agua de la cantimplora.
El chico desató la cuerda y fue soltando cabo a medida que retrocedía. La loba lo miraba atentamente. Él reculó un poco más y se agachó sin soltar la cuerda. Ella miró el fuego y luego lo miró a él. Se sentó sobre las ancas y se lamió los cortes. Él se levantó, echó más agua en el hoyo y esparció un poco alrededor. Después enroscó de nuevo el tapón, dejó la cantimplora derecha junto al improvisado bebedero, se apartó y se sentó. Se miraron el uno al otro. Era casi de noche. La loba se levantó y olisqueó el aire con breves movimientos del hocico. Luego empezó a avanzar.
Cuando llegó al agua la olisqueó con desconfianza y levantó la cabeza para mirarlo. Volvió a mirar el fuego y la silueta del caballo que estaba al otro lado. Bajó el hocico para olfatear el agua. Sus ojos no lo abandonaron ni dejaron de arder, y al bajar la cabeza para beber el reflejo de los ojos surgió en la oscura agua del hoyo como otro yo del lobo que sí fuese inherente a la tierra o esperase en cada lugar secreto, incluso delante de charcos tan falsos como aquel de forma que la loba fuese siempre la confirmación de sí misma y nunca estuviera del todo abandonada en el mundo.
El chico permaneció en cuclillas observándola, con la cuerda entre las manos. Como un hombre al que hubieran confiado el cuidado de algo cuya utilidad apenas conocía. Cuando hubo dejado el hoyo seco la loba se lamió las comisuras de la boca, lo miró y luego se inclinó para olfatear la cantimplora. La cantimplora se volcó y ella se apartó de golpe; luego retrocedió a su sitio bajo la rama, se sentó otra vez y volvió a lamerse la pata.
El chico se pasó la cuerda por encima de la cabeza, hizo un nudo y luego volvió al fuego. Hizo girar el conejo en el asador, cogió la piel con que había envuelto los dados de carne, regresó a donde estaba la loba y le pasó la piel de conejo por delante. Luego la extendió, la abrió en el suelo, se aflojó la cuerda y retrocedió con ella.
La miró fijamente.
Ella olfateó el aire.
Es conejo, dijo él. Me parece que no has comido conejo en tu vida.
Esperó para ver si la loba avanzaba, pero no lo hizo. Advirtió la dirección en que corría el viento por el humo de la fogata, entonces recogió la piel de conejo, la puso contra el viento respecto de la loba y la sostuvo con una mano mientras con la otra sujetaba la cuerda. Dejó la piel en el suelo y retrocedió unos pasos, pero ella siguió sin moverse.
Se volvió, ató la cuerda como antes y regresó junto al fuego. Ensartado en su espetón el conejo estaba medio quemado y medio crudo. El chico se sentó a comer y luego, valiéndose de su cuchillo, hizo un bozal con un trozo de cinturón y dos pedazos largos de cuero que cortó del faldón lateral de su silla. Acopló los pedazos con soga de apretar la cincha mientras lanzaba miradas a la loba, que permanecía ovillada bajo el árbol con la cuerda ascendiendo verticalmente a la luz de la lumbre.
Debes de estar pensando que esperarás a que me duerma para ver si puedes soltarte, dijo.
Ella levantó la cabeza y lo miró.
Sí, dijo él. A ti te estoy hablando.
Cuando tuvo listo el bozal lo revisó y probó la hebilla. Parecía funcionar bien. Guardó la navaja, se metió el bozal en el bolsillo de atrás, sacó de la mochila los últimos trozos de cordón, se los colgó de la trabilla del cinturón, cogió las maniotas del caballo y se las metió en su otro bolsillo posterior. Fue a donde estaba atada la cuerda. La loba se incorporó y permaneció a la espera.
La estiró suavemente por el collar. La loba pisó la cuerda e intentó cogerla con los dientes. Él le habló y trató de calmarla, pero como no parecía tener sentido sencillamente tiró de ella y anudó la cuerda; la loba quedó erguida y semiagarrotada, y la cabeza casi le tocaba la rama que tenía encima. Luego el chico se agachó y se arrastró hasta donde ella estaba contorsionándose y le ató las patas traseras con una de las maniotas, anudó el extremo libre de cuerda en torno a la maniota, se salió de debajo, se puso de pie y retrocedió unos pasos. Deshizo el nudo y mientras con una mano soltaba cuerda del collar, con la otra empezó a tirar de ella por las patas. Si alguien viera esto, le dijo, llamaría enseguida al loquero para que me llevara atado como estás tú.
Cuando la tuvo bien estirada sacó la otra maniota y le ató las partes traseras al pequeño pino gris que había utilizado como poste; luego soltó el extremo de cuerda que le ataba las patas y se lo echó al hombro. Cuando la loba notó que la cuerda se había aflojado, se retorció violentamente y trató de morder las cuerdas que le impedían mover las patas. Él la obligó a tumbarse de nuevo y caminó alrededor de ella describiendo un semicírculo, hasta que por fin alcanzó la rama en que estaba anudada la cuerda. Pasó de nuevo el extremo libre por encima de la rama, se apartó y la estiró cuan larga era en el suelo.
Sé que piensas que voy a matarte, dijo. Pero no.
Anudó la cuerda a otro pequeño pino gris, se sacó el cordón que llevaba sujeto al cinto y se acercó a la loba, que temblaba y jadeaba entre las cuerdas. Hizo un nudo con el cordel e intentó pasárselo por el hocico. Al segundo intento la loba lo agarró con la boca. El chico se sentó encima de ella, esperando a que lo soltara. Los ojos amarillos lo observaban.
Suelta, dijo.
Cogió el cordón y tiró con fuerza.
Muy bien, dijo. No me vengas con tonterías. No le hablaba a la loba. Si te pilla, dijo, no van a encontrar de ti ni la hebilla del cinturón.
Como la loba no soltaba el cordel él agarró la cuerda atada al collar y tiró hasta dejarla sin respiración. Luego alargó el brazo, cogió el trozo de cordón y sin destensar la cuerda se lo pasó alrededor del hocico, le cerró la boca de un tirón, hizo tres pasadas, lo anudó con una vuelta mordida y volvió a soltar la cuerda. Se acomodó en el suelo. El fuego se apagaba, y con él la luz. Está bien, dijo. No abandones ahora. Todavía tienes diez dedos, caray.
Se sacó el bozal del bolsillo y lo ajustó al hocico de la loba. Encajaba bastante bien. La pieza que cubría el hocico estaba demasiado suelta, de modo que se la quitó, cogió la navaja e hizo nuevos cortes; luego ajustó otra vez el bozal y se lo abrochó detrás de las orejas. Comprobó el ajuste y se lo ciñó un poco más. Enganchó al collar las dos pihuelas que colgaban y luego pasó la navaja por un lado del bozal y cortó el cordón con que se lo había atado al hocico.
Lo primero que hizo la loba fue tragar una larga bocanada de aire. Luego trató de morder el bozal. Pero el chico había utilizado para fabricarlo el duro cuero de la silla, y debido a su rigidez la loba no conseguía hincarle los dientes. El chico le desató las patas traseras y se apartó. Ella se levantó y empezó a sacudirse al extremo de la cuerda. Él se acuclilló sobre las agujas de pino y la miró. Cuando la loba finalmente se dio por vencida el chico se desató la cuerda y la condujo junto a la lumbre.
Pensó que el fuego le daría pánico, pero no fue así. Amarró la cuerda al borrén delantero de la silla, que estaba secándose junto al fuego, sacó las sábanas y el frasco de Corona Salve y luego de ponerse a horcajadas sobre la loba le limpió la pata y volvió a vendársela. Pensó que intentaría morderlo incluso con el bozal puesto, pero no fue así. Cuando hubo terminado la dejó levantarse y ella caminó hasta el extremo de la cuerda, se olfateó el vendaje y se tumbó mirándolo.
El chico durmió utilizando la silla como almohada. En dos ocasiones despertó porque la silla se deslizaba debajo de su cabeza, y tiró de la cuerda y le habló a la loba. Estaba echado con los pies hacia el fuego, de modo que si ella se movía por la noche y arrastraba la cuerda hacia la lumbre la arrastraría por encima de él y lo despertaría. Él ya sabía que era más lista que cualquier perro pero no sabía hasta qué punto. Los coyotes aullaban colina abajo; el chico se volvió para ver si la loba les hacía caso, pero parecía estar dormida. Sin embargo, tan pronto notó que la miraba, abrió los ojos. Él apartó la vista. Esperó y probó a hacerlo con más sigilo. La loba volvió a abrir los ojos.
El chico asintió con la cabeza y se durmió. Al cabo de un rato despertó a causa del frío, pues el fuego estaba consumiéndose, y vio que la loba lo miraba. Cuando volvió a despertar la luna estaba baja y el fuego prácticamente se había apagado. El frío era intenso. Las estrellas estaban fijas en su sitio como dibujos de una lámpara troquelada. Se levantó, echó leña al fuego y avivó pacientemente la llama con su sombrero. Los coyotes habían dejado de aullar y la noche era toda oscuridad y silencio. Había tenido un sueño en el que un mensajero venía de los llanos del sur con algo escrito en un trozo de papel de cuentas pero no podía leerlo. Miraba al mensajero pero su rostro en sombras carecía de rasgos distintivos, y solo sabía que el mensajero era un mensajero y que no podía adelantarle nada de las noticias que traía.
Por la mañana se levantó y encendió el fuego y se acuclilló delante de él, temblando y envuelto en la manta. Comió el último emparedado que la esposa del ranchero le había preparado y luego sacó la piel de conejo de su mochila y se acercó a la loba, que se irguió al ver que se acercaba. El chico desenvolvió la piel de conejo, rígida ya, y se la puso delante. La loba la olfateó, lo miró, describió un círculo y volvió a mirarlo, con las orejas ligeramente adelantadas.
Creo que deberías comer, dijo el chico.
Se alejó, cogió un trozo de rama rota y luego de partirlo a la medida hizo con la navaja una fina espátula en un extremo. Luego volvió a donde estaba la loba, se sentó en el suelo y cogiéndola por el collar se la arrimó a la pierna y la sujetó hasta que dejó de forcejear. Extendió el pellejo en el suelo y valiéndose de la improvisada espátula cogió un trozo de corazón y sin soltar aquella feral cabeza contra él le pasó la espátula por delante para que oliera la carne. Luego ahuecó una mano en torno a su largo hocico y levantó con el pulgar el extraño pliegue correoso del labio superior. La loba abrió la boca y en ese momento él deslizó la espátula entre las tiras de cuero y los dientes, le dio la vuelta para limpiarla en la lengua y la retiró.
Pensó que la loba mordería la espátula, pero no lo hizo. Cerró la boca. Él vio que movía la lengua y sacudía el gaznate. Cuando abrió de nuevo la boca comprobó que se había tragado el trozo de carne.
Una vez que la loba dio cuenta de todos los pedazos de conejo, el chico arrojó el pellejo a un lado, limpió el palo en la hierba, se lo guardó en un bolsillo y fue a donde había visto el caballo por última vez. El caballo estaba monte abajo, en medio de un marjal de hierba de invierno. Lo llevó del diestro hasta el campamento, lo ensilló, ató la cuerda de la loba al borrén de la silla y luego de montar se puso en camino hacia el sur por el Cajón Bonita adentrándose en los montes, siempre con la loba detrás.
Cabalgó todo el día. La loba parecía tener interés por la región y de vez en cuando alzaba la cabeza y miraba los ondulados prados de hierba amarilla y las erectas lechuguillas que se extendían al oeste de los collados. Se detuvo en lo alto de una cuesta para que el caballo bufara; la loba se metió en la maleza que crecía al costado del camino, se agachó para orinar y luego se volvió y olfateó el lugar. Los primeros peregrinos que encontraron dirigiéndose al norte con sus burros bien cargados pararon a un centenar de metros al verlo acercarse y le cedieron paso. Lo saludaron parcamente. La loba se agazapó sobre la hierba con el pelaje del lomo erizado. Entonces el burro que iba delante percibió su olor.
El animal abrió unos ollares como hoyos en barro mojado y puso los ojos en blanco. Amusgó las orejas, arqueó el lomo y tiró un par de coces tremendas que le partieron una pata al burro que venía detrás. Este cayó a un lado del camino, rebuznando, y en un abrir y cerrar de ojos se armó una confusión total. Los burros consiguieron romper sus traíllas y como cohetes se lanzaron colina abajo cual perdices enormes con los arrieros detrás. Las bestias esquivaban los árboles como podían y caían y rodaban y se erguían otra vez y corrían mientras las toscas banastas de madera reventaban y los cuévanos se abrían al romperse y arrastraban ladera abajo los pellejos, los cueros, las mantas y los enseres que llevaban dentro.
El caballo piafaba y resbalaba y el chico tiró de las riendas y alargó la mano para desatar la cuerda del borrén. La loba había echado a correr colina abajo y se había hecho un lío en un árbol, y él corrió a buscarla. Para cuando volvió tirando de ella, que, enloquecida, se resistía con las patas rígidas, la vereda estaba desierta a excepción de una anciana y una muchacha que, sentadas en la hierba junto al camino, se pasaban tabaco y perfollas de maíz y liaban sendos cigarrillos. La chica debía de ser uno o dos años menor que él, y encendió su cigarrillo con un esclarajo encendido y se lo pasó a la anciana; a continuación exhaló el humo, ladeó la cabeza y lo miró con osadía.
El chico arrolló la cuerda, desmontó, bajó las riendas y luego de colgar el rollo de cuerda en el borrén de la silla se tocó el ala del sombrero con dos dedos.
Buenos días, dijo.
Ellas inclinaron la cabeza, la anciana le devolvió el saludo. La chica no dejaba de mirarlo. Él caminó, siguiendo la cuerda hasta donde estaba tumbada la loba en la maleza, se arrodilló, le habló y la guió por el collar de regreso al camino.
Es americano, dijo la mujer.
Sí .
Dio una furiosa calada a su cigarrillo y lo miró entre el humo.
Es feroz la perra, ¿no?
Bastante.
Llevaban vestidos caseros y huaraches remendados con trozos de piel y cuero crudo. La mujer llevaba un rebozo negro sobre los hombros, pero la chica iba casi desnuda con su delgado vestido de algodón. Tenían la piel oscura como los indios y los ojos de un negro carbón y fumaban como comen los pobres, que es una forma de plegaria.
Es una loba, dijo él.
¿Cómo?, dijo la mujer.
Es una loba.
La mujer miró al animal. La chica miró al animal y luego a la mujer.
¿De veras?, dijo la mujer.
Sí .
La chica parecía a punto de levantarse y marcharse, pero la mujer se rió de ella y le dijo que el caballero estaba bromeando. Se puso el cigarrillo en la comisura de la boca y llamó a la loba. Pateó el suelo para que viniera.
¿Qué pasó con la pata?, preguntó.
Él se encogió de hombros. Dijo que se la había pillado en un cepo. Muy abajo en la ladera se oía gritar a los arrieros.
La mujer ofreció tabaco al chico, pero este dijo no gracias. Ella se encogió de hombros. Él dijo que lo sentía por los burros y la anciana replicó que los arrieros no tenían experiencia y que de todos modos no sabían dominarlos. Dijo que la revolución había matado a todos los hombres de verdad y que en el país solo quedaban los tontos. Dijo además que los tontos engendraban su propia especie y ahí tenía la prueba de ello, y que como solo las necias estaban dispuestas a tener tratos con ellos, su progenie estaba doblemente condenada. Dio otra calada al cigarrillo, que ya era poco más que ceniza, lo dejó caer al suelo y miró pestañeando al chico.
¿Me entiende?, preguntó.
Sí, claro.
La mujer estudió a la loba y lo miró otra vez. Tenía un ojo entrecerrado a causa de alguna lesión, pero ello le daba un singular aire de franqueza exigente. Va a parir, dijo.
Sí .
Como la jovencita.
Él miró a la chica. No parecía embarazada. Les había vuelto la espalda y seguía fumando y contemplando el paisaje donde no había nada que mirar, aunque de la pendiente llegaba todavía algún que otro grito.
¿Es su hija?, preguntó.
Ella negó con la cabeza. Dijo que la muchacha era la esposa de su hijo. Dijo que estaban casados pero que como no tenían dinero para pagar al cura este no los había casado.
Los sacerdotes son unos ladrones, dijo la chica. Era lo primero que decía. La mujer señaló a la chica con la cabeza y puso los ojos en blanco. Una revolucionaria, dijo. Una soldadera. Los que no pueden recordar la sangre de la guerra son siempre los más ardientes para la lucha.
El chico dijo que tenía que irse. Ella no le hizo caso. Dijo que siendo niña había visto asesinar a un sacerdote en el pueblo de Ascensión. Lo habían puesto contra la pared de su propia iglesia, le habían disparado con escopetas y se habían ido. Después las mujeres del pueblo se acercaron, se arrodillaron y levantaron al cura, pero el cura estaba muerto o moribundo y varias mujeres mojaron sus pañuelos en la sangre y se persignaron, como si la sangre del cura fuese la de Cristo. Dijo que cuando una persona joven ve asesinar a un cura en plena calle su opinión sobre lo religioso cambia. Dijo que a los jóvenes de hoy en día no les importaba nada la religión ni los curas ni la familia ni la patria ni Dios. Dijo que aquella tierra estaba maldita y le preguntó cuál era su opinión, pero él respondió que sabía muy poco del país.
Una maldición, repitió. Es cierto.
Los sonidos de los arrieros se habían extinguido. Solo se oía soplar el viento. La chica terminó su cigarrillo, se levantó, lo arrojó al sendero y lo pisó con su huarache, retorciéndolo en la tierra como si contuviera algún ser maligno. El viento le revolvía los cabellos y le pegaba el vestido contra la piel. Miró al chico. Dijo que la anciana siempre estaba hablando de maldiciones y sacerdotes muertos y que estaba medio loca y que no le hiciera caso.
Sabemos lo que sabemos, dijo la anciana.
Sí, dijo la chica. Lo que es nada.
La anciana tendió una palma hacia la chica, como dando a entender que era una prueba de cuanto afirmaba. Con aquel gesto invitaba al chico a observar a la sabia. La chica ladeó la cabeza. Dijo que al menos ella sabía quién era el padre de su hijo. La mujer alzó rápidamente la mano. Ay, ay, ay, dijo.
El chico tenía a la loba sujeta por la cuerda contra su pierna. Dijo que tenía que irse.
La mujer señaló a la loba con el mentón y dijo que aquel animal estaba casi a punto.
Sí. De acuerdo.
Debe quitar el bozal, dijo la chica.
La mujer miró a la chica. La chica dijo que si la perra iba a parir los cachorros de noche necesitaría lamerlos. Dijo que no debía dejarla amordazada por la noche pues a saber lo a punto que estaba. Dijo que tendría que lamer a sus crías. Dijo que eso lo sabía todo el mundo.
Es verdad, dijo la mujer.
El chico se tocó el sombrero. Les deseó un buen día.
¿Es tan feroz la perra?, preguntó la chica.
Él respondió que sí. Que no era de fiar.
Ella dijo que le gustaría tener un cachorro de una perra como aquella porque cuando creciera sería un buen perro guardián y mordería a todo el que se acercara. Ilustró sus palabras con un gesto de la mano que abarcó los pinos y el viento que susurraba en ellos y los desaparecidos arrieros y la mujer que la miraba desde su oscuro rebozo. Dijo que un perro así ladraría por la noche si había ladrones merodeando o cualquier persona indeseable.
Ay, ay, dijo la anciana, poniendo los ojos en blanco.
Él dijo que tenía que irse. La mujer le dijo que fuera con Dios y la jovencita solo que se fuera si eso quería, y él echó a andar por el sendero tirando de la loba, fue en busca del caballo, ató la cuerda al borrén y montó. Al mirar atrás vio a la chica sentada al lado de la mujer. No estaban hablando sino sentadas codo con codo, sencillamente, esperando a que volvieran los arrieros. Cabalgó siguiendo la loma hasta el primer recodo del sendero y miró nuevamente hacia atrás; no se habían movido ni cambiado de postura, y desde aquella distancia parecían muy abatidas. Como si su partida les hubiera arrebatado algo.
La región era inmutable. A medida que cabalgaba las grandes montañas que se elevaban al suroeste no parecían acercarse al final del día más de lo que lo habrían hecho si hubieran sido una imagen fija en la retina. Al anochecer, mientras cruzaba una plantación de chaparros, una manada de pavos pegó una espantada.
Habían estado comiendo más abajo, en el bosque, y alzaron el vuelo sobre un aguazal para desaparecer entre los árboles del lado opuesto. El chico se desvió del sendero, se apeó, ató el caballo y a continuación desenganchó la cuerda, ató la loba a un árbol, cogió el rifle, alzó la palanca para asegurarse de que había un cartucho en la recámara y se adentró en el pequeño valle con un ojo puesto en el sol que iluminaba los árboles de la cabecera del arroyo que corría al oeste.
Los pavos se habían posado en un claro umbroso y en la vecindad del crepúsculo iban de acá para allá entre los troncos como pájaros de una galería de tiro de un parque de atracciones. El chico se agachó acompasando su respiración y empezó a acercarse lentamente a ellos. Cuando aún estaba a un centenar de metros una de las hembras se apartó de las sombras y se quedó parada al descubierto; estiró el cuello y avanzó otro paso más. Él montó el rifle, se agarró al tronco de un fresno pequeño, apoyó el cañón en los nudillos, lo aseguró al árbol apoyando la parte posterior del pulgar a modo de cuña y apuntó. Ajustó el alza teniendo en cuenta la pendiente y la luz que daba de lado en la mira del rifle y disparó.
El pesado rifle dio una sacudida y el eco del disparo resonó en los campos. El pavo estaba caído en tierra y se retorcía. Las otras aves salieron disparadas de entre los árboles en todas direcciones y más de una pasó casi por encima del chico, que se levantó y corrió hacia el pavo que había abatido.
Las hojas estaban llenas de sangre. La pava yacía de costado, con las patas estiradas entre la hojarasca y el cuello extrañamente doblado hacia atrás. La apretó contra el suelo con una mano. El proyectil le había roto el cuello y desgarrado la parte superior de un ala, lo que significaba que no había errado el tiro por muy poco.
Él y la loba dieron cuenta de la pava y luego se acomodaron junto al fuego el uno al lado del otro. Cada vez que las brasas crepitaban la loba se sobresaltaba y comenzaba a temblar. El chico la tocó y sintió que bajo su mano la piel se estremecía como la de un caballo. Le habló de su vida, pero eso no pareció poner fin a sus temores. Al cabo de un rato empezó a cantar para ella.
A la mañana siguiente, mientras cabalgaba, topó con un grupo de jinetes, los primeros hombres a caballo que veía en el país. Eran cinco, iban armados y montaban excelentes animales. Se detuvieron en el sendero, delante de él, y lo saludaron con gesto risueño mientras sus miradas hacían inventario de todo cuanto acompañaba a su persona. Ropa, botas, sombrero. Caballo y rifle. La silla mutilada. Por último miraron detenidamente a la loba, que había intentado ocultarse entre los ralos helechos que en esas tierras altas crecían a unos cuantos palmos del sendero.
¿Qué tienes allá, joven?, preguntó uno de ellos en voz alta.
Él permaneció con las manos cruzadas sobre la perilla de la silla. Se inclinó y escupió. Los estudió bajo el ala del sombrero. Uno de los jinetes había avanzado para ver mejor a la loba, pero el caballo se le repropió y se negó a seguir; el hombre se inclinó, le pegó con la mano en la mejilla y tiró de las riendas con brusquedad. La loba estaba tumbada en el suelo al extremo de la cuerda con las orejas apuntando hacia atrás.
¿Cuánto quieres por tu lobo?, preguntó el hombre.
El chico recogió la cuerda que quedaba y volvió a amarrarla.
No puedo venderlo, dijo.
¿Por qué no?
Estudió al jinete. No es mío, dijo.
¿No? ¿De quién es?
Miró a la loba, que temblaba. Luego miró hacia el sur, en dirección a las montañas azuladas. Dijo que le habían confiado la custodia de la loba y que como no era suya no podía venderla.
El hombre seguía montado con las riendas flojas en una mano y la otra mano en el muslo. Volvió la cabeza y escupió sin apartar la vista del chico.
¿De quién es?, preguntó otra vez.
El chico lo miró y también a los que esperaban en el sendero. Dijo que la loba era propiedad de un gran hacendado, quien le había pedido que la cuidase, para que no sufriera ningún daño.
Y este hacendado, dijo el jinete, ¿vive en Colonia Morales?
El chico respondió que sí, y que también vivía en otros sitios. El hombre lo estudió por un largo rato. Luego espoleó el caballo y los otros jinetes lo imitaron. Como si estuvieran unidos entre sí por una cuerda o un principio invisibles. Siguieron su camino. Cabalgaban por orden de antigüedad, y cuando el último, que con mucho era el más joven de todos, pasó por delante del chico, lo miró y se llevó un índice al ala del sombrero. Suerte, muchacho, dijo. Después se alejaron y ninguno miró hacia atrás.
En las montañas hacía frío, y en los puertos y la sierra de la Cabellera aún había restos de nieve. Más arriba del cañón de la Cabellera la nieve cubría el sendero a lo largo de un kilómetro y medio. Era nieve reciente y al chico le sorprendió el número de viajeros que la habían pisado y se admiró de que no hubiera en aquel país peregrinos lo bastante miedosos como para apartarse totalmente de la senda ante la proximidad de un jinete. Examinó más atentamente el suelo. Huellas de hombres y de burros. Huellas de mujeres. Algunas de botas, pero la mayor parte huellas lisas sin tacón de los huaraches que en aquel yermo elevado dejaban la marca improbable de la goma de neumático. Vio pisadas de niños y también las de los caballos de los jinetes con que se había cruzado por la mañana. Vio huellas de personas descalzas en la nieve. Cada tanto se volvía para ver si la loba delataba con su actitud la proximidad de algún otro viajero que acechase al borde del camino, pero ella trotaba tranquilamente detrás del caballo olisqueando el aire y dejando sus grandes huellas en la nieve para que los serranos se hicieran cruces cuando las viesen.
Aquella noche acamparon en el lecho de un barranco pedregoso y el chico condujo a la loba hasta una charca de agua estancada en las rocas que quedaban más abajo, y sujetó la cuerda mientras ella metía las patas en el agua y hundía el hocico para beber. En un momento en que ella levantó la cabeza el chico vio el movimiento que hacía el gaznate y el agua que le chorreaba por las mandíbulas. Se sentó en una roca y la observó sin soltar la cuerda. El agua corría casi negra entre las peñas bajo el intenso azul del crepúsculo y sobre la superficie apareció el humo de su aliento. La loba bajaba y subía la cabeza, bebiendo a la manera de los pájaros.
Por toda cena comió unas judías envueltas en un par de tortillas que le había dado el segundo grupo de personas que había visto ese día. Eran unos menonitas que iban hacia el norte con una muchacha que necesitaba atención médica. Parecían campesinos sacados de un cuadro del siglo pasado y hablaban poco. No explicaron qué le ocurría a la muchacha. Las tortillas eran muy fibrosas y las judías empezaban a estar agrias, pero se las comió. La loba lo miraba. Esto no es comida para lobos, le dijo. Así que no mires.
Terminó de comer y bebió un largo trago del agua fresca con que acababa de llenar la cantimplora y luego encendió un fuego y recorrió el perímetro iluminado reuniendo toda la leña posible. Había armado su pequeño campamento a un buen trecho del sendero, pero en aquella región el resplandor de la lumbre era visible desde una distancia considerable y el chico casi esperaba que algún viajero tardío apareciese durante la noche. Nada de eso ocurrió. Envuelto en la manta permaneció sentado mientras el frío aumentaba y las estrellas corrían ardiendo hacia el sur sobre las negras moles montañosas donde debían de vivir y tener su hogar los lobos.
Al día siguiente en un valle orientado hacia el sur vio pequeñas flores azules entre las peñas, y hacia el mediodía cruzó un amplio desfiladero entre montañas y se detuvo a contemplar el valle del río Bavispe. Sobre el sendero de fuertes altibajos pendía una tenue neblina azul. El chico, que estaba hambriento, olisqueó el aire al igual que la loba y luego siguieron adelante con más cautela.
El humo procedía de sendero abajo, donde un grupo de indios se había detenido a almorzar a orillas de un pequeño arroyo. Eran trabajadores de las minas de Chihuahua occidental, y en sus frentes angostas lucían las marcas de las correas. Eran seis indios en total, que viajaban y se dirigían a su pueblo, en el estado de Sonora, llevando consigo el cuerpo de uno de tantos compañeros muertos bajo un andamiaje. Llevaban tres días en camino y aún les quedaban otros tres, pero habían tenido suerte con el tiempo. El cadáver estaba aparte, sobre unas hojas, dentro de un tosco féretro hecho con varas y cuero de vaca. Iba envuelto en cañamazo y atado con cuerda y fajas de hierba, y el cañamazo de la mortaja estaba trabajado con cinta roja y verde y adornado con ramas de acebo; uno de los indios montaba guardia a su lado, o quizá solo le hacía compañía al muerto. Hablaban algo de español y lo invitaron a comer sin excesivas ceremonias, como era costumbre en el país. A la loba no le hicieron el menor caso. Se acuclillaron en sus delgadas prendas caseras mientras con los dedos comían pozole de unos cuencos de hojalata pintada y pasaban de mano en mano un balde que contenía una infusión de una de sus hierbas preferidas. Se chuparon los dedos, se los secaron en la parte posterior del brazo y liaron cigarrillos de punche en espatas de maíz. Nadie le preguntó nada. Ni de dónde era ni adónde iba. Le hablaron de tíos y padres que habían escapado a Arizona huyendo de las guerras con que los castigaban los mexicanos y uno de ellos había estado en aquel país para verlo, después de andar nueve días a pie por las montañas y el desierto hasta llegar allí y otros nueve para volver. Le preguntó al chico si era de Arizona; él dijo que no y el indio asintió y dijo que entre los hombres era costumbre exagerar las virtudes de su propio país.
Aquella noche desde la linde del prado donde acampó divisó las ventanas iluminadas de las casas de una colonia a orillas del Bavispe, a unos dieciséis kilómetros de distancia. El prado rebosaba de flores que se cerraban en el crepúsculo y volvían a abrirse al salir la luna. No encendió fuego. Él y la loba se sentaron juntos a oscuras y vieron cómo las sombras emergían en el prado y trotaban y se desvanecían y volvían a emerger. La loba miraba con las orejas apuntando hacia delante y olisqueaba el aire, primero en una dirección, luego en otra, como si quisiera instigar la vida del mundo. Él se sentó arrebujado con la manta y contempló las sombras en movimiento mientras la luna se elevaba sobre las montañas que se erguían a su espalda, y a lo lejos, a orillas del Bavispe, las luces parpadearon una a una hasta extinguirse por completo.
Por la mañana se detuvo en un guijarral y examinó el agua donde el río era ancho y transparente y estudió la luz sobre las rápidas aguas que descendían allí donde la corriente se inclinaba en el recodo. Aflojó la cuerda que llevaba amarrada al borrén de la silla y desmontó. Guió a la loba y al caballo hasta los bajos y los tres bebieron agua del río; sabía a pizarra y estaba muy fría. Se levantó y se secó la boca y miró hacia el sur de la región donde las despobladas cumbres de los Pilares Teras se erguían al sol.
No pudo encontrar un vado lo bastante somero para que la loba pudiera cruzarlo sin nadar. Sin embargo, pensó que podría mantenerla a flote, y retrocedió río arriba hasta el guijarral, donde metió el caballo en el río.
No había llegado muy lejos cuando vio que la loba empezaba a nadar, y enseguida comprobó que estaba en apuros. Era probable que el bozal le impidiese respirar. La loba empezó a patalear en el agua con creciente desesperación. Los vendajes de la pata herida comenzaron a soltarse y dispersarse en la corriente, y eso pareció aterrorizarla, pues trató de volverse en dirección contraria a la cuerda que la sujetaba. El chico sofrenó al caballo, que dio media vuelta con el agua formando saetines entre sus patas y se colocó de cara a la cuerda, pero él ya le había soltado las riendas y se puso de pie con el agua hasta la mitad del muslo.
Agarró a la loba por el collar y la sostuvo para que no se hundiese, eso fue todo lo que pudo hacer. Le pasó la otra mano por el pecho para levantarla y tocó los fríos y correosos pezones casi desprovistos de pelo. Trató de calmarla, pero la loba pataleaba frenéticamente en el agua. La cuerda flotaba río abajo y tiraba del collar, de modo que él le sostuvo la cabeza en alto y volvió como pudo al caballo con las piedras del lecho del río moviéndose bajo sus botas y el agua bullendo entre sus piernas y desenganchó la cuerda y dejó el cabo flotando. La cuerda se desenrolló sola, se estiró en el agua y quedó a merced de la corriente. El vendaje se había soltado de la pata herida y flotaba libremente. El chico se volvió y miró hacia la ribera. Al hacerlo el caballo pasó por su lado como una exhalación y avanzó a trote corto por los bajos hasta salir al guijarral, donde se volvió y se quedó humeando en el frío de la mañana; luego echó a andar río abajo mientras sacudía la cabeza.
El chico se afanó en volver con la loba, hablándole y sosteniéndole la cabeza en alto. Cuando ganaron los bajos donde ella podía hacer pie la soltó y ganó la orilla; una vez en el guijarral empezó a recoger la cuerda que arrastraba y la sacó del agua. Cuando tuvo la cuerda arrollada y colgada al hombro se volvió para ir en busca del caballo. Aguas abajo, en el guijarral, había dos jinetes observándolo.
El aspecto de aquellos hombres no le gustó nada. Miró un poco más allá, donde su caballo estaba paciendo en medio de unos sauces, y vio la culata del rifle asomar por el portacarabinas. Miró a la loba. Estaba observando a los jinetes.
Iban vestidos con sucias ropas de faena, sombrero y botas, y en las negras fundas de cuero que colgaban de sus cintos llevaban pistolas automáticas calibre 45 del ejército americano. Habían espoleado ya a sus cabalgaduras y avanzaban con aire muy indolente. Se acercaron por su flanco izquierdo y mientras uno sofrenaba su caballo el otro pasaba de largo y se paraba detrás de él. El chico se volvió a mirarlos. El primer jinete lo saludó con un gesto de la cabeza. Luego miró río abajo en dirección a su caballo, miró a la loba y volvió a mirarlo.
¿De dónde viene?, preguntó.
América.
El hombre asintió. Miró hacia la otra orilla. Se inclinó y escupió en el suelo. Sus documentos, dijo.
¿Documentos?
Sí. Documentos.
No tengo ningún documento.
El hombre se lo quedó mirando un rato.
¿Cómo se llama?, preguntó.
Billy Parham.
El hombre adelantó levemente el mentón señalando río abajo. ¿Es su caballo?
Sí, claro.
La factura, por favor.
El chico miró al otro jinete, pero tenía el sol detrás y sus rasgos quedaban a contraluz. Miró de nuevo al que hacía las preguntas. No tengo papeles, dijo.
¿Pasaporte?
Nada.
El jinete siguió montado con las muñecas despreocupadamente cruzadas sobre la silla. Hizo una seña al otro jinete, que avanzó por el guijarral, cogió el caballo del chico por el ronzal y lo trajo. El chico se sentó en los guijarros y se quitó las botas, primero una, luego la otra, las vació de agua y volvió a calzarse. Se quedó sentado con los codos apoyados en las rodillas y miró a la loba y luego hacia los altos Pilares que emergían bajo el sol, al otro lado del río. Supo que por lo menos no subiría allí aquel día.
Tomaron el camino en la dirección de la corriente. El jinete que iba en cabeza llevaba el rifle del chico cruzado sobre el fuste de la silla, el chico cabalgaba detrás, con la loba pisándole los talones, y el tercer jinete cerraba la marcha a unos treinta metros de distancia. El camino se apartaba del río y corría por un prado extenso donde había vacas paciendo. Las vacas alzaron la cabeza sin dejar de rumiar lentamente, examinaron a los jinetes y luego bajaron la cabeza para seguir comiendo. Los jinetes cabalgaron por el prado hasta llegar a una carretera; luego torcieron hacia el sur, siguieron camino y entraron en un poblado que consistía en un puñado de casas de barro que se pudrían al borde de la calzada.
Mirando siempre hacia delante recorrieron la calle llena de roderas. Unos cuantos perros que dormían al sol se levantaron y se acercaron a los caballos por detrás para olisquearlos. Al llegar a un edificio de adobe que se alzaba al final de la calle los jinetes se detuvieron, desmontaron y esperaron a que el chico atase la loba a las varas de un carro que había enfrente y todos entraron.
El lugar olía a moho. En las paredes había frescos descoloridos y desteñidos vestigios de frisos. Los restos de un techo de cáñamo pendían como harapos de las altas vigas. El piso era de baldosas grandes sin vidriar y al igual que las paredes estaba mal alineado y las baldosas aparecían rotas en numerosos sitios allí donde los caballos las habían pisado. Solo había ventanas en los lados sur y este. Carecían de cristal, las pocas que tenían contraventanas estaban cerradas y por las que permanecían abiertas soplaba el viento levantando polvo y entraban y salían las golondrinas. Al fondo de la habitación había una mesa larga y estrecha y una silla de madera tallada de respaldo alto. Contra la pared del fondo se veía un archivador metálico cuyo cajón superior había sido abierto hacía tiempo con un hacha. Las polvorientas baldosas mostraban por todas partes las huellas de pájaros, ratones, lagartijas, perros y gatos, como si aquella estancia fuese un perpetuo enigma para todos los seres vivos de la vecindad. Los jinetes permanecieron bajo las musgosas colgaduras del techo y el primero fue hasta la puerta de doble hoja que había en uno de los lados mientras acunaba el rifle en un brazo y llamó con los nudillos y en voz alta y luego se quitó el sombrero y aguardó.
A los pocos minutos la puerta se abrió y apareció un mozo joven que se puso a hablar con el jinete. Este señaló hacia afuera con la cabeza y el mozo miró hacia la puerta exterior y al otro jinete y al chico y luego entró por donde había salido y cerró la puerta. Esperaron. En la calle los perros habían empezado a congregarse frente al edificio. Algunos eran visibles a través de la puerta abierta. Miraban la loba atada y luego se miraban los unos a los otros mientras un larguirucho perro mestizo de color ceniza se paseaba de un lado a otro delante de ellos con el rabo erguido y el espinazo como la aleta dorsal de una carpa.
De pronto, un joven y saludable alguacil apareció en el vano de la puerta. Miró breve pero fijamente al chico y se volvió hacia el hombre que tenía su rifle.
¿Dónde está la loba?, preguntó.
Afuera.
Asintió con la cabeza.
Se pusieron el sombrero y cruzaron la estancia. El que sostenía el rifle empujó al chico hacia delante y el alguacil volvió a mirarlo.
¿Cuántos años tiene?, preguntó.
Dieciséis.
¿Es suyo el rifle?
Es de mi padre.
¿No es ladrón usted? ¿Asesino?
No.
El alguacil señaló al hombre con el mentón y le dijo que le devolviera al chico su rifle y luego salió por la puerta de la calle.
Frente al edificio había más de dos docenas de perros y un número similar de niños. La loba se había agazapado bajo el carro, de espaldas al edificio. Entre la malla de aquel bozal casero era posible distinguir todos los dientes de su boca. El alguacil se agachó, se echó el sombrero hacia atrás, apoyó las manos sobre los muslos y la examinó. Luego miró al chico. Le preguntó si era arisca y el chico le dijo que sí. Le preguntó dónde la había capturado y él dijo que en las montañas. El hombre asintió. Se levantó, habló con sus ayudantes y luego se volvió y entró de nuevo en el edificio. Los ayudantes miraron a la loba con gesto de preocupación.
Finalmente desataron la cuerda y la sacaron a rastras de debajo del carro. Los perros habían empezado a aullar y a andar de un lado a otro, y el gran perro gris salió disparado y dio un mordisco a la loba en los cuartos traseros. La loba giró en redondo y arqueó el lomo. Los ayudantes se la llevaron. El perro gris se aprestó a atacar de nuevo y uno de los ayudantes se volvió y le propinó una patada que lo alcanzó en la parte inferior de la quijada, cerrándole la boca de golpe con un ruido a manotada que provocó risas entre los niños.
El mozo había salido ya del edificio llevando una llave y arrastraron a la loba por la calle hasta un cobertizo de adobe; descorrieron el cerrojo, abrieron la puerta con un ruido de cadenas, metieron a la loba y volvieron a cerrar la puerta. El chico les preguntó qué pensaban hacer con ella, pero se encogieron de hombros, fueron por sus caballos, montaron y se alejaron al trote calle abajo, tirando a un lado y a otro de la barbada de sus caballos a los que hacían corvetear como si hubiera habido mujeres cerca mirando. El mozo sacudió la cabeza y entró en el edificio con la llave.
El chico estuvo hasta mediodía sentado a la puerta del edificio. Había sacado los cartuchos de la recámara del rifle y los había puesto a secar; luego secó el rifle, volvió a cargarlo, lo metió en el portacarabinas. Bebió de la cantimplora, echó el resto del agua en la copa del sombrero, dio de beber al caballo y ahuyentó la jauría que se había reunido delante del cobertizo. Las calles estaban desiertas, el día era soleado, pero frío. Por la tarde apareció el mozo y dijo que lo habían mandado a preguntarle qué quería. El chico dijo que todo lo que quería era que le devolviesen la loba. El mozo asintió y volvió a entrar. Cuando salió de nuevo dijo que lo enviaban a decir que la loba estaba requisada como contrabando, pero que él podía irse gracias a la clemencia del alguacil que había tenido en cuenta su juventud. El chico dijo que la loba no era contrabando sino una propiedad cuya custodia le había sido encomendada y que quería recuperarla. El mozo oyó todo cuanto tenía que decir y volvió a entrar en el edificio.
El chico permaneció sentado. No venía nadie. Más tarde uno de los ayudantes regresó al frente de una pequeña y desordenada procesión. Inmediatamente detrás venía un pequeño mulo de pelo oscuro, como los que se utilizaban en las minas de aquella región, y detrás del mulo una anticuada carreta con ruedas remendadas de madera. Detrás de la carreta caminaba una curiosa mezcolanza de gente de la región, mujeres y niños, muchachos, muchos de ellos portando paquetes y cestos.
La comitiva se detuvo delante del cobertizo, el ayudante se apeó y el conductor de la carreta se bajó del tosco pescante de madera. Se quedaron en la calle bebiendo de una botella de mescal y al cabo de un rato el mozo salió del edificio, abrió la puerta del cobertizo; el ayudante estiró las cadenas que traquetearon entre las ranuras de la madera, abrió la puerta de par en par y se quedó allí de pie.
La loba, que estaba en el rincón más alejado, se levantó y empezó a parpadear. El carretero dio un paso atrás, se quitó la chaqueta, cubrió con ella la cabeza del mulo atándole las mangas bajo la quijada y sujetó al animal por la quijera. El ayudante entró en el cobertizo, cogió la cuerda y arrastró a la loba hasta el umbral. La gente retrocedió. Envalentonado por la bebida y la actitud a la vez admirativa y temerosa de los espectadores, el ayudante cogió a la loba por el collar, la sacó a la calle y luego, izándola por el collar y por el rabo, la subió a la caja de la carreta apoyando una rodilla en el vientre del animal a la manera de quien está acostumbrado a cargar sacos. Pasó la cuerda por el costado de la carreta e hizo una vuelta mordida en las tablas de la parte delantera. El gentío observaba sin perder detalle. Observaban con la atención de aquel a quien se le podía requerir que narrase lo que había visto. El ayudante hizo un gesto con la cabeza dirigido al carretero y este aflojó las mangas bajo la quijada del mulo y retiró la chaqueta que le cubría la testuz. Luego recogió las riendas debajo del cuello del animal y esperó a ver qué hacía. El mulo alzó ligeramente la cabeza olisqueando el aire. Acto seguido se paró sobre las patas delanteras, tiró un par de coces entre los correajes y arremetió contra la tabla inferior de la carreta. La loba salió resbalando por la trasera del carromato arrastrando consigo la tabla rota; la gente lanzó un grito y retrocedió. El mulo chilló, se agitó en su arnés hasta que se desprendió de la vara izquierda de la carreta y cayó al suelo y se quedó allí tumbado dando coces.
El carretero era fuerte y ágil y consiguió saltar a horcajadas sobre el pescuezo del mulo y sujetarle con los dientes la oreja hasta que consiguió taparle de nuevo la cabeza con su chaqueta. Luego se incorporó a medias y, jadeando, miró alrededor. El ayudante, que había hecho ademán de volver a montar, puso de nuevo pie en tierra, cogió la cuerda que colgaba y ató corto a la loba. Deshizo el nudo con que la cuerda estaba atada a la tabla rota de la carreta, arrojó la tabla, condujo otra vez a la loba hasta el cobertizo y cerró la puerta. Mire, dijo en voz alta el carretero que, tumbado en mitad de la calle, tapaba con su chaqueta la cabeza del mulo y señalaba el destrozo con el brazo extendido. Mire. El ayudante escupió en el polvo, cruzó la calle y se metió en el edificio.
Para cuando mandaron por alguien que reparase la vara de la carreta con listones y cuero crudo, y para cuando aquel hubo terminado de repararla, el día estaba muy avanzado. Los peregrinos que habían llegado al pueblo siguiendo la carreta se habían dispersado a la sombra de las casas del lado oeste de la calle y estaban comiendo y bebiendo limonada. A media tarde la carreta estaba lista, pero el ayudante no aparecía. Mandaron a un chico al edificio. Pasó otra hora hasta que el ayudante por fin salió; se ajustó el sombrero, miró hacia el sol, se agachó para examinar la carreta como si su trabajo también consistiera en inspeccionar cosas como aquella y luego entró otra vez en el edificio. Cuando volvió a salir lo hizo acompañado del mozo; ambos cruzaron la calle hasta el cobertizo, descorrieron el cerrojo y las cadenas de la puerta y el ayudante volvió a sacar la loba.
El carretero permanecía con la cabeza del mulo, momentáneamente ciego, pegada al pecho. El ayudante lo miró y luego llamó a un mozo de cuadra. Un muchacho dio un paso al frente. El ayudante le indicó que se hiciera cargo del mulo y le dijo al carretero que subiese al carro. El carretero soltó el mulo no sin recelo. Dio un rodeo para evitar a la embozada hembra de lobo, trepó a la carreta, cogió las riendas que estaban anudadas a la asnilla y se preparó. El ayudante subió una vez más la loba a la carreta y la ató fuertemente a las tablas de la parte de atrás. El carretero se volvió a mirar al animal y al ayudante. Sus ojos se pasearon por los peregrinos que, con aire expectante, se habían congregado allí, hasta que topó con la mirada del joven extranjero cuyo lobo habían requisado. A una señal del ayudante, el mozo de cuadra retiró la chaqueta de la cabeza del mulo y se apartó. El mulo salió disparado hacia delante. El carretero cayó de espaldas agarrándose a las tablas superiores de la carreta en un intento de no caer encima de la loba, que acometió contra su traílla y lanzó un triste aullido. El ayudante soltó una carcajada, espoleó a su caballo, le arrebató la chaqueta al mozo y la hizo girar sobre su cabeza como un lazo y se la lanzó al carretero; luego refrenó a su caballo sin parar de reír mientras mulo, carreta, lobo y carretero iban dando bandazos por el poblado en medio de un estrépito de madera y una nube de polvo.
La gente había empezado a recoger sus paquetes. El chico fue por su silla de montar, que estaba a un lado del edificio y ensilló su caballo, ajustó la funda del rifle y montó y partió por la carretera llena de roderas. Los que iban a pie se hicieron a un lado cuando la sombra del caballo cayó sobre ellos. Hizo una señal con la cabeza en dirección a la gente. ¿Adónde vamos?, preguntó.
Lo miraron. Mujeres envueltas en rebozos. Muchachas llevando cestas entre dos. A la feria, dijeron.
¿La feria?
Sí, señor.
¿Adónde?
En el pueblo de Morelos.
¿Está lejos?, preguntó él.
Respondieron que a caballo no quedaba lejos. Unas pocas leguas, dijeron.
Avanzó al paso junto a ellos.
¿Y adónde van con la loba?, dijo.
A la feria, sin duda.
Les preguntó qué objeto tenía llevar la loba a la feria, pero no parecían saberlo. Se encogieron de hombros, siguieron andando junto al caballo. Una anciana dijo que el lobo había venido de las sierras, donde había devorado a muchos colegiales. Otra mujer aseguró que había sido capturado en compañía de un muchacho que había escapado desnudo al bosque. Una tercera dijo que los cazadores que habían bajado al lobo desde las sierras habían sido seguidos por otros lobos, que ahora aullaban por las noches más allá de las fogatas; algunos cazadores habían dicho que esos no eran lobos buenos.
El camino dejaba el río y los bajos y seguía hacia el norte cruzando un extenso valle de montaña. Al caer la noche la compañía rompió filas en un prado, encendió un fuego y se dispuso a preparar la cena. El chico ató el caballo y se sentó en la hierba, ni con ellos ni completamente aparte. Desenroscó el tapón de su cantimplora, bebió lo que quedaba de agua, volvió a poner el tapón y se quedó sentado con la cantimplora vacía en las manos. Al rato se le acercó un muchacho y le invitó a unirse a ellos.
Eran complicadamente corteses. Aun cuando solo tenía dieciséis años lo llamaban caballero. Se sentó con el sombrero echado hacia atrás y las botas cruzadas delante, al calor de la lumbre, y comió frijoles y napolitos y una machaca rancia, renegrida y fibrosa de carne de cabra espolvoreada de pimentón para el viaje. ¿Le gusta?, le preguntaron. Dijo que le gustaba mucho. Le preguntaron de dónde era y él dijo que de Nuevo México y ellos se miraron entre sí y dijeron que debía de sentirse apenado por estar tan lejos de su casa.
Con el crepúsculo el prado parecía un campamento de gitanos o refugiados. Al grupo se había unido gente que venía por el camino y se encendieron nuevas fogatas y entre las sombras que separaban una de otra pululaban siluetas envueltas en penumbra. Hacia el oeste, en la pendiente donde el prado formaba peralte contra un cielo lila oscuro, pacían unos burros y las pequeñas carretas aparecían inclinadas sobre sus varas y silueteadas una detrás de la otra como vagonetas.
En el grupo había ahora varios hombres que estaban pasándose una botella de mescal. Al rayar el día dos de ellos seguían sentados aún junto a las cenizas apagadas. Llegaron las mujeres para preparar el desayuno. Reavivaron el fuego y se pusieron a hacer tortillas disponiendo la masa sobre un comal hecho con un trozo de material para techado. Pasaron con idéntica indiferencia entre los borrachos y las albardas sobre las que habían puesto mantas a secar.
A media mañana la caravana se puso nuevamente en camino. Los que estaban demasiado ebrios para viajar recibieron un trato más que considerado y se los acomodó en las carretas entre los enseres, como si fuesen víctimas de una desgracia que podía haberle sucedido a cualquiera de los demás.
El camino por el que iban cruzaba un terreno tan desértico que no pasaron por delante de casa alguna ni vieron a ningún otro viajero. A mediodía no se detuvieron, pero poco después atravesaron una hondonada donde tres kilómetros más abajo corría el río y las escasas edificaciones de Colonia Morelos ocupaban la cuadrícula de sus cuatro únicas calles como fichas de un juego infantil dibujado en el polvo del camino.
Se separó del grupo mientras la gente organizaba el campamento en el terreno aluvial al sur del pueblo y enfiló la carretera río abajo para ver si encontraba a la loba. El camino era de arcilla seca acanalada por el paso de las carretas cuyas rodadas los cascos del caballo no conseguían romper. El río salía de las sierras altas y su agua, clara y fría, corría hacia el sur y viraba a la altura del poblado para seguir de nuevo rumbo al sur bajo la pared occidental de los Pilares. Se desvió del camino, siguió un sendero paralelo al río y dejó que el caballo bebiese en los fríos rápidos. Un viejo que tiraba de un burro recogía leña en el cascajal. Las pálidas y retorcidas formas de la madera sobre el lomo del burro parecían una especie de tapiz de huesos. El chico hizo avanzar río arriba a su caballo cuyos cascos marchaban penosamente sobre las guijas.
El pueblo al que llegó era un viejo asentamiento mormón del siglo anterior; pasó por delante de casas de ladrillo con tejado de cinc y un almacén de ladrillo con falsa fachada de madera. En la alameda que crecía frente al almacén habían colgado banderas de árbol a árbol y los miembros de una orquestina estaban sentados en un pequeño quiosco como si esperasen la llegada de algún dignatario. En la calle y en la alameda había vendedores ambulantes que ofrecían cacahuetes y orejones de maíz cocido espolvoreado de pimentón y buñuelos y natillas y cucuruchos de frutas. El chico desmontó, ató el caballo, sacó el rifle de su funda no fuera que se lo robaran y se encaminó hacia la alameda. Entre quienes visitaban aquel pequeño parque de barro seco y árboles famélicos había gente más extraña que él mismo, familias harapientas que deambulaban atónitas entre los remendados tenderetes de lona y menonitas con cara de patanes ante un carromato con sus sombreros de paja y sus pantalones de peto y una ristra de hijos que con la boca abierta de asombro contemplaban un telón de lona con pinturas que representaban llamativas deformaciones humanas. Había también indios tarahumara y yaquis que portaban arcos y carcajes y dos muchachos apache con botas de piel de antílope y ojos de mirada sombría, negros como el carbón, que habían venido de su campamento en las sierras, donde los restos de su tribu sobrevivían como una sombra de la nación que habían sido. Todos estaban revestidos de tal solemnidad que el miserable circo de su contemplación podría haber sido también la magnificencia de un nuevo y espantoso designio divino del que hubieran sido víctimas.
No le resultó difícil dar con la loba, pero le faltaban los diez centavos que se requerían para verla. Sobre un pequeño chirrión habían improvisado con sábanas una tienda, delante de la cual habían puesto un letrero que contaba su historia y el número de personas que supuestamente había devorado. Observó la corta fila de gente que entraba y salía. No parecía que lo que acababan de ver los hubiese animado mucho. Cuando les preguntó por el lobo se encogieron de hombros. Un lobo es un lobo, dijeron. No creían que se hubiese comido a nadie.
El hombre que recogía el dinero bajo el toldo de la tienda escuchó cabizbajo mientras el chico le explicaba su situación. Luego alzó la cabeza y lo miró a los ojos. Pásale, dijo.
La loba estaba en el suelo de la carreta sobre un lecho de paja. Le habían quitado la cuerda del collar y ajustado a este una cadena que habían pasado por las tablas del piso de la carreta, de modo que todo lo que podía hacer era levantarse. A su lado, sobre la paja, había un cuenco de arcilla que tal vez había contenido agua. Un muchacho estaba con los codos colgando sobre la tabla superior de la carreta y una fusta de yóquey sobre los hombros. Cuando vio entrar lo que tomó por un espectador que había pagado para hacerlo, se puso de pie y comenzó a pegarle y silbarle a la loba.
La loba hizo caso omiso de la paliza. Siguió tumbada de costado, respirando tranquilamente. El chico le miró la pata herida. Apoyó el rifle contra la carreta y la llamó.
Ella se irguió al instante, se volvió y se lo quedó mirando con las orejas erguidas. El muchacho de la fusta lo miró desde la carreta.
El chico estuvo hablándole un buen rato, y como el muchacho que la cuidaba no podía entender lo que decía, lo hizo con toda sinceridad, prometiéndole cosas que juró cumplir. Le dijo que la llevaría a las montañas, donde encontraría a otros de su especie. Ella lo miraba con sus ojos amarillos, en los cuales no había desesperanza sino únicamente el mismo insondable abismo de soledad que llegaba al corazón del mundo. El chico se volvió y miró al muchacho de la fusta. Estaba a punto de decir algo cuando el buhonero entró en la tienda agachando la cabeza y les lanzó un silbido. Él viene, dijo. Él viene.
Maldición, dijo el muchacho. Arrojó la fusta a un lado y él y el buhonero se pusieron a arriar las sábanas y a desatar las cuerdas de las estacas que habían hundido en el barro. En ese momento llegó el carretero a toda prisa y se puso a ayudarlos, cogiendo las sábanas y diciéndoles que se dieran prisa. Al cabo de unos instantes estaban situando el mulo entre las varas de la carreta y ajustándole los arneses.
La tablilla, exclamó el carretero. El muchacho arrancó el letrero y lo metió debajo del montón de cuerdas y sábanas. A continuación el carretero subió a la carreta y le pidió al buhonero que le quitase la venda al mulo, y mulo, carreta, loba y carretero se lanzaron al camino traqueteando y chacoloteando. La gente se dispersó al verlos venir y el alguacil volvió la cabeza y miró con ojos desorbitados hacia el sur, por donde él y su séquito acababan de entrar en el pueblo: alguacil y acompañantes y secuaces y amigos y mozos de estribo y mozos de cuadra, todos ellos con su equipo centelleando al sol y no menos de dos docenas de perros de caza trotando entre las patas de los caballos.
El chico había dado media vuelta y echado a andar en busca de su caballo. Cuando lo hubo desatado y metido el rifle en su funda, montó y dirigió el caballo calle abajo, justo en el momento en que el alguacil y su grupo pasaban de cuatro y seis en fondo por la alameda, lanzándose voces unos a otros, muchos de ellos ataviados con el recargado traje de los norteños y los charros, rutilantes de trencillas de plata y con las costuras de los pantalones adornadas con conchas de plata. Montaban en sillas con ornamentos de plata y provistas de perillas planas del tamaño de un plato; algunos cabalgaban ebrios y con ademanes de estrafalaria cortesía se quitaban los descomunales sombreros al ver a las mujeres, que a su paso se habían visto forzadas a meterse en casas o en portales. Los perros de caza que iban trotando al lado de los caballos parecían ser los únicos sobrios del grupo y los únicos con una meta clara, y hacían caso omiso tanto de los perros del pueblo que les iban detrás con el pelo del lomo erizado como de cualquier otra cosa. Entre ellos los había negros o negro y canela, pero en su mayor parte eran blueticks traídos a la región años atrás desde el norte, y los había tan semejantes en color y dibujo a los caballos moteados que les acompañaban que parecían hechos con la misma piel. Los caballos andaban tímidamente y cada vez que cabeceaban los jinetes intentaban controlarlos, pero los perros trotaban decididos por la calle como si tuvieran un objetivo fijo.
El chico esperó en la encrucijada a que pasaran. Algunos lo saludaron con la cabeza y le desearon buenos días como si fuera un jinete más, pero si el alguacil lo reconoció al pasar no dio muestra de ello. Cuando los caballos, los perros y todos los demás hubieron pasado, él salió nuevamente al camino y los siguió, y también a la carreta, que ya se desvanecía río arriba en la distancia.
La hacienda cuyo portón cruzaron estaba en un llano situado entre el camino y los deslustrados bancos del río Batopito, y recibía su nombre de las montañas que se elevaban al este, por las que acababan de pasar. Se veía brumosa a lo lejos, en un largo recodo de muros encalados bajo las delgadas agujas verdes de un bosquecillo de cipreses. Aguas abajo había plantaciones de árboles frutales y pacanas que formaban ordenadas hileras. Torció por el largo camino de entrada mientras el grupo de caza entraba por el portón, delante de él. En los sembrados había toros mestizos de largas orejas y lomo giboso de una especie nueva en la región y los peones se irguieron y lo miraron pasar. Él saludó con el brazo, pero ellos se inclinaron y siguieron trabajando con sus azadas cortas.
Al dejar la verja atrás no vio señales del grupo. Un mozo vino a ocuparse de su caballo y él se apeó y le entregó las riendas. El mozo lo evaluó por sus ropas y con un movimiento de cabeza señaló hacia la puerta de la cocina. Al cabo de unos minutos el chico se hallaba sentado a una mesa junto con los del grupo recién llegado, varias docenas en total, comiendo grandes tajadas de carne frita y frijoles y tortillas de harina recién sacadas del comal. Al otro lado extremo de la mesa estaba el carretero.
Pasó por encima del banco con su plato, se sentó y el carretero lo saludó con la cabeza, pero cuando le preguntó por la loba el hombre le dijo que era para la feria y guardó silencio.
Cuando hubo terminado de comer, el chico se levantó, llevó su plato al aparador y preguntó a la cocinera dónde estaba el patrón; ella se limitó a mirarlo y después hizo un amplio gesto con la mano abarcando los millares de hectáreas de tierra que se extendían al norte paralelos al río y que comprendían la hacienda. Él le dio las gracias, se tocó el sombrero, salió y cruzó el patio. Al fondo había cuadras, una bodega o granero y una larga hilera de casas de barro donde se alojaban los trabajadores.
Encontró a la loba en una casilla desocupada. Estaba de pie en un rincón y había dos chicos inclinados sobre la casilla silbándole e intentando escupirle. Recorrió la cuadra buscando su caballo, pero allí no había ningún caballo. Salió y regresó al recinto. De la parte alta del río, adonde habían ido a cazar con los perros, volvían ya el alguacil y su grupo. En el patio trasero de la casa el carretero había enganchado de nuevo su mulo a la carreta y había subido a la caja. El monótono chasquido de las riendas sonó en el recinto como un pistoletazo en la lejanía, y mulo y carreta echaron a andar. Pasaron por la verja en el momento en que el primero de los jinetes y el primero de los perros enfilaban el camino delante de ellos.
Semejante compañía no suele dar paso a mulos y carretas, y el carretero apartó rápidamente el vehículo metiéndose en la hierba del borde del camino para dejarlos pasar, al tiempo que se quitaba el sombrero, hacía una reverencia y buscaba con la mirada al alguacil entre los jinetes que se acercaban. Hizo chasquear las riendas de nuevo. El mulo echó a andar de mala gana y la carreta se ladeó, crujió y traqueteó en el mal terreno de la orilla del camino. Mientras pasaban perros y jinetes el perro que iba en cabeza alzó el hocico, percibió el olor de la carreta en el viento, lanzó un aullido grave, cambió de dirección y siguió al carro, que rodaba pesadamente por el borde del camino. El resto de la jauría se acercó, con los pelos del lomo erizados y sacudiendo los bozales. El carretero, alarmado, miró hacia atrás. Al hacerlo el mulo se encorvó, soltó una coz que hizo tambalear la carreta y echó a correr por los sembrados a galope tendido con los perros gritando detrás.
El alguacil y sus secuaces se irguieron sobre sus estribos y gritaron a los perros, riendo y dando alaridos. Varios de los jinetes más jóvenes espolearon a sus caballos y partieron tras el mulo desbocado, llamando a gritos al carretero y riendo a carcajadas. El carretero se agarró a las tablas y se inclinó sobre el costado para ahuyentar a sombrerazos a los perros que saltaban con la intención de subirse a la carreta. Aun cuando la carreta era alta, tres o cuatro perros empezaron, en efecto, a subirse y hurgar entre la paja ladrando y gimoteando y por último levantando una pata y orinando y dando tumbos y chocando contra los costados del vehículo y salpicando al carretero y salpicándose unos a otros y peleando e irguiéndose después con las patas delanteras apoyadas en las tablas superiores de la carreta y ladrando a los otros perros, que los perseguían por la calle.
Los jinetes los adelantaron entre risas y rodearon la carreta a galope tendido hasta que uno de ellos cogió su reata y arrojó un lazo sobre la cabeza del mulo, al que hizo parar en seco. Sus compañeros lanzaron vítores y después de ahuyentar a los perros a golpes de cabo guiaron la carreta de vuelta al camino. Los perros echaron a correr por los sembrados y las chicas y las jóvenes que allí estaban trabajando chillaron y se llevaron las manos a la cabeza mientras los hombres cogían sus azadas dispuestos a emprenderla a porrazos con aquellos animales. El alguacil llamó al carretero, sacó una moneda de plata del bolsillo y se la lanzó con gran precisión. El carretero cogió la moneda en el aire, se tocó con ella el ala del sombrero y se bajó de la carreta a fin de inspeccionar las tablas y las ruedas de madera toscamente chaveteada y las guarniciones y la vara recién reparada de la carreta. El alguacil miró al chico, que estaba de pie en el camino. Extrajo otra moneda del bolsillo y la arrojó en dirección a él.
Para el americano, dijo en voz alta.
Nadie la cogió. La moneda cayó en el polvo y allí se quedó. El alguacil siguió sin desmontar y le hizo una seña al chico.
Es para ti, dijo.
Los otros jinetes lo observaron. El chico se agachó y recogió la moneda y el alguacil asintió con la cabeza y sonrió pero nadie dio las gracias ni se tocó el ala del sombrero. El chico se acercó al alguacil sosteniendo en alto la moneda.
No puedo aceptarla, dijo.
El alguacil enarcó las cejas y asintió vigorosamente con la cabeza.
Sí, dijo. Sí.
El chico se paró a la altura del estribo del alguacil e hizo un ademán con la moneda que tenía en la mano. No, dijo.
¿No?, dijo el alguacil. ¿Y cómo no?
El chico dijo que quería su loba. Dijo que no podía venderla. Dijo que si había alguna multa él podía trabajar para pagarla o que si había que pagar un permiso o un peaje por entrar en el país trabajaría para pagarlo, pero que no podía separarse de la loba porque le habían encomendado que cuidase de ella.
El alguacil escuchó al chico hasta el final y después aceptó la moneda y se la lanzó al carretero pues no se puede aceptar una moneda que previamente se ha entregado; luego hizo girar a su caballo, llamó a sus hombres y con los perros delante partieron todos hacia la hacienda y se esfumaron por la verja.
El chico miró al carretero, que había vuelto a subir a su carreta y miraba al chico con las riendas en la mano. Dijo que el alguacil le había dado a él la moneda. Dijo que si el chico la hubiese querido habría tenido que cogerla cuando se la ofrecían. El chico dijo que no quería dinero de aquel hombre ni antes ni ahora. Dijo que si el carretero quería trabajar para un hombre como aquel que lo hiciera, pero que no esperase algo así de su parte. El carretero se limitó a asentir con la cabeza como dando a entender que no esperaba que el chico lo comprendiera pero que tal vez un día sí, con un poco de suerte. Nadie sabe para quién trabaja. Luego hizo chasquear las riendas contra el anca del mulo y arrancó.
Él regresó andando a la cuadra donde estaba encadenada la loba. Habían encargado a un viejo trabajador de la casa que la vigilara y cuidase, que nadie la estorbara. Estaba sentado de espaldas a la puerta fumando en la penumbra. A su lado, sobre la paja, tenía el sombrero. Cuando el chico le preguntó si podía ver a la loba el hombre dio una profunda calada a su cigarrillo, como si considerara la solicitud. Entonces dijo que nadie podía ver a la loba sin autorización del hacendado y que de todos modos no había luz para verla.
El chico permaneció en el vano de la puerta. El hombre no dijo más y al cabo de un rato el chico se volvió y salió. Cruzó el recinto hasta la casa y se paró a mirar desde las puertas del patio. Había hombres riendo y bebiendo, y junto a la pared del fondo vio una ternera dando vueltas en el asador. Bajo la humosa luz de los fogariles que ardían en el largo crepúsculo azul del desierto había mesas repletas de cosas saladas y dulces y frutas en cantidad suficiente para alimentar a más de un centenar de personas. Dio media vuelta y rodeó la casa para buscar a un mozo de cuadra y echar un vistazo a su caballo. En el patio empezaba a sonar música mariachi y en los portales desmontaban más recién llegados, que emergían de la mole en sombras de las montañas que bordeaban el camino hacia el este acompañados de perros y aumentando en número a medida que se acercaban a la verja, donde ardían antorchas dentro de unos tubos de hierro clavados en el suelo.
Los caballos de los invitados poco importantes como él estaban atados a lo largo de una baranda en la parte de atrás de los establos, y el chico encontró a Bird entre ellos. Estaba ensillado, con la brida y las riendas colgando de la perilla, y comía de una gamella doble revestida de hojalata y claveteada que ocupaba la pared de un extremo al otro. Bird levantó la cabeza cuando Billy le habló y miró hacia atrás sin dejar de masticar.
¿Es su caballo?, preguntó el mozo.
Sí, claro.
¿Está todo bien?
Sí. Bien. Gracias.
Los mozos pasaban entre la hilera de caballos quitándoles las sillas, cepillándolos y llenando la gamella. El chico les pidió que dejaran el suyo ensillado y ellos le dijeron que como quisiera. Volvió a mirar a su caballo. Te has adaptado muy bien, ¿verdad?, le dijo.
Fue andando hasta la cuadra, entró por la puerta del fondo y aguardó. En el zaguán estaba casi a oscuras y el mozo que se encargaba de la loba parecía dormido. Buscó una casilla vacía, se metió, arrimó el heno con el pie a una esquina, se tumbó con el sombrero sobre el pecho y cerró los ojos. Hasta él llegaban los gritos de los mariachis y los aullidos de los sabuesos encadenados en una dependencia cercana. Al cabo de un rato se durmió.
Se durmió y mientras dormía tuvo un sueño; soñó con su padre, y en el sueño su padre se había extraviado en el desierto. Veía sus ojos a la luz del día que se extinguía. Su padre estaba de pie mirando hacia poniente, donde el sol acababa de hundirse y el viento surgía de las tinieblas. Las pequeñas dunas de aquel páramo eran todo lo que el viento podía mover, y se movía sobre sí mismo, con un constante hervor migratorio. Como si en su extrema granulación el mundo buscase un freno a su eterno girar. Los ojos de su padre escrutaban la proximidad de la noche en la creciente rojez más allá de la orilla del mundo, y parecían contemplar con terrible ecuanimidad el frío, la oscuridad y el silencio que se echaban sobre él, y entonces las tinieblas lo engulleron todo y en medio del silencio oyó en alguna parte una solitaria campana que doblaba y callaba, y entonces despertó.
Una fila de hombres que portaban antorchas pasaba por la cuadra dejando atrás la casilla donde él había estado durmiendo y sus siluetas desproporcionadas se tambaleaban en las paredes del fondo. El chico se levantó, se puso el sombrero y salió. Habían arrastrado a la loba fuera de su casilla y reculaba en la humosa luz e intentaba ir pegada al suelo a fin de proteger la parte inferior de su cuerpo. Detrás de ella apareció alguien empuñando un rastro viejo con el que la pinchaba para que avanzase y a lo lejos, más allá de las casas, se oyó una vez más el clamoreo de los perros.
El chico siguió a los hombres por el solar en sombras. Cruzaron un portal de madera cuyas puertas colgaban de sendos pilares de piedra y los aullidos de los perros aumentaron y la loba se encogió aún más y forcejeó con la cadena. Varios de los hombres que venían detrás se tambaleaban borrachos y propinaron patadas a la loba mientras la llamaban cobarde. Pasaron por delante de la bodega de piedra, la luz de cuyos socarrenes incidía en las paredes y sacaba a la oscuridad del patio las sombras de las alfardas interiores. La iluminación de dentro parecía alabear las paredes y en el mandil de luz que se abría frente a la puerta las sombras de las figuras del interior remolineaban y se inclinaban. La comitiva entró arrastrando la loba hacia el barro endurecido. Les abrieron paso con profusión de vítores y aclamaciones. Ellos entregaron sus antorchas a unos mozos que las apagaron en el polvo del suelo y cuando todos los hombres hubieron entrado empujaron la pesada puerta de madera y echaron la tranca.
El chico bordeó la muchedumbre. Los congregados formaban un grupo extrañamente uniforme, y entre los comerciantes de los pueblos próximos y los hacendados de las cercanías y los hidalgos de poca monta de los alrededores venidos incluso de Agua Prieta y Casas Grandes con sus trajes muy ceñidos había tenderos y cazadores y gerentes y mayordomos de las haciendas y los ejidos y capataces y vaqueros y unos pocos peones con suerte. No se veía ninguna mujer. A lo largo de la pared del fondo había un graderío de tablas sostenido por andamiajes de postes, y en medio de la bodega una estaca circular de unos seis metros de diámetro delimitada por un palenque bajo de madera. Las tablas del palenque estaban ennegrecidas por la sangre seca de diez mil gallos de pelea que habían muerto allí, y en mitad del reñidero se alzaba un tubo de hierro recientemente hundido en el suelo.
El chico se abrió paso a empujones desde la parte de atrás en el momento en que arrastraban a la loba por encima de las tablas y la metían en el reñidero. Los de las gradas se levantaron para ver. El hombre que estaba en la estacada encadenó a la loba al tubo y luego la llevó hasta el extremo de la cuerda y la tumbó en el suelo con las patas abiertas para quitarle el bozal casero. Después se apartaron y descorrieron el nudo de la cuerda con que la habían estirado en el suelo. La loba se incorporó y miró en torno a ella. Se la veía pequeña y zarrapastrosa y tenía el lomo arqueado como si fuera un gato. Se le había soltado el vendaje de la pata y se movía de un extremo a otro de la cadena; sus blancos dientes brillaban bajo la luz de los reflectores metálicos del techo.
Los cuidadores ya habían traído la primera pareja de perros, que saltaban, ladraban y tiraban de sus traíllas. Los espectadores llamaron a voces a los dueños de los dos perros que iban delante e hicieron sus apuestas. Eran perros jóvenes e indecisos. Los cuidadores los empujaron por encima del palenque y una vez en el reñidero los perros empezaron a dar vueltas en torno a la loba sin dejar de ladrarle y mirarse entre sí. Los cuidadores los azuzaron a silbidos y los perros siguieron dando vueltas con cautela. La loba se acurrucó y enseñó los dientes. La muchedumbre se puso a gritar y silbar, y poco después un hombre que estaba al otro extremo del reñidero hizo sonar un silbato. Los cuidadores avanzaron, cogieron los extremos de las cadenas, tiraron de los perros, los izaron de nuevo por encima del palenque y se los llevaron mientras los perros volvían a erguirse sobre sus collares y a ladrarle a la loba.
La loba empezó a dar vueltas en círculo cojeando sobre tres patas y luego se agazapó junto al tubo de hierro, donde parecía haber encontrado su querencia. Sus ojos almendrados recorrieron el círculo de caras más allá de la estacada y por un instante levantó la vista hacia las luces. Se acurrucó otra vez y luego se levantó, giró sobre sí misma y se acurrucó de nuevo. Luego se levantó. Una nueva pareja de perros estaba trepando por el palenque.
Cuando los cuidadores soltaron a sus perros estos saltaron hacia delante con los pelos del lomo erizados y corriendo hacia la loba, con la que se enzarzaron en una confusión de gruñidos, dentelladas y sonido de cadenas. La loba peleaba en silencio. Se arrastraron por el suelo y entonces se oyó un aullido agudo y uno de los perros empezó a dar vueltas en círculo con una pata delantera levantada. La loba mordió al otro perro en la mandíbula inferior, lo arrojó al suelo, se puso encima de él, aflojó su presa un instante y a continuación hincó los dientes en su garganta, allí donde el musculoso pescuezo corría bajo los pliegues flojos de piel.
El chico había conseguido situarse en las gradas. De pie junto a uno de los pilares de piedra, se quitó el sombrero para que los de atrás pudiesen ver, pero entonces reparó en que nadie se había quitado el suyo de modo que volvió a ponérselo. Si la hubiera dejado, la loba habría matado al perro, pero el árbitro hizo sonar su silbato y uno de los cuidadores se acercó con una vara de más de un metro y medio de largo y golpeó con ella a la loba en las orejas. La loba abandonó su presa, dio un salto hacia atrás y giró en redondo. Los cuidadores cogieron a sus perros por las cadenas y se los llevaron. Un hombre se adelantó, pasó por encima del palenque y empezó a recorrer el perímetro del reñidero arrojando agua de un balde cual ensimismado horticultor corto de entendederas, apagando metódicamente el polvo del suelo mientras la loba seguía tumbada, jadeando. Bordeando la multitud, el chico se dirigió hacia la puerta trasera, por la que habían desaparecido los perros, y salió al frío de la noche. Un cuidador se disponía a entrar con dos nuevos perros.
Unos muchachos que fumaban junto a la pared posterior de la bodega se volvieron y lo miraron a la luz de la puerta que se abría. Del cobertizo que se alzaba más allá llegaban los continuos aullidos de los perros.
¿Cuántos perros tienen?, les preguntó.
El que estaba más cerca lo miró. Dijo que tenían cuatro. ¿Y usted?, preguntó después.
Él explicó que se refería a cuántos había en total, pero ellos se encogieron de hombros.
¿Quién sabe?, dijeron. Suficientes.
El chico pasó por su lado y se dirigió al cobertizo. Era una construcción alargada con techumbre de cinc. Bajó un farol de su pértiga, levantó el travesaño de la aldaba, empujó la puerta y entró con el farol en alto. A lo largo de la pared los perros saltaban, ladraban y tiraban de sus cadenas. Había más de treinta, en su mayor parte redbones y blueticks criados en el país del norte, pero también animales inclasificables de razas extranjeras y otros que no eran sino pitbulls criados para pelear. Al fondo, encadenados aparte de los demás, había dos enormes airedales; cuando la luz del farol encendió los ojos de aquellos animales, el chico vio una cosa que ni siquiera los perros del reñidero poseían con tan absoluta pureza, y retrocedió desconfiando de las cadenas que los sujetaban. Salió, cerró la puerta, puso el travesaño en el pasador de la aldaba y volvió a colgar el farol en su pértiga. Saludó con un movimiento de cabeza a los muchachos alineados junto a la pared, pasó de largo y entró otra vez en la bodega.
En su ausencia la muchedumbre parecía haber aumentado. En el extremo opuesto de la arena estaban los integrantes de una orquesta de mariachis, enfundados en sus blancos y mal entallados trajes. Divisó a la loba entre el gentío. Estaba sentada sobre las ancas con la boca entreabierta y se lanzaba alternativamente contra los dos perros que giraban alrededor de ella. Uno de los perros había sido mordido en la oreja y al sacudir la cabeza salpicaba de sangre a los cuidadores. El chico se abrió paso entre la muchedumbre y cuando llegó al palenque pasó por encima y se metió en el reñidero.
Al principio lo tomaron por un cuidador más, pero no fue a los perros sino a los cuidadores a quienes se aproximó. Estaban en la parte más apartada del reñidero, agazapados y haciendo fintas en las posturas de ataque y defensa que pretendían que sus perros adoptasen, contorsionándose y gesticulando con las manos en una representación grotesca del combate que se desarrollaba delante de ellos. Cuando el que estaba más cerca vio al chico se puso de pie y dirigió una mirada al árbitro. El árbitro se llevó el silbato a la boca, como si no supiera qué hacer respecto a lo que estaba viendo. El chico pasó junto a los cuidadores y penetró en el perímetro de la circunferencia de tres metros y medio de terreno batido delimitada por la cadena a que estaba atada la loba. Alguien gritó en señal de advertencia y el árbitro hizo sonar su silbato y se hizo el silencio en la bodega. La loba se irguió, jadeante. El chico pasó junto a ella, agarró al primero de los perros por la piel del espinazo, lo levantó por los cuartos traseros, se agachó, cogió su cadena y luego retrocedió con el perro y le entregó la cadena al cuidador. El hombre cogió la cadena y se arrimó el perro a la pierna. ¿Qué pasó?, dijo.
Pero el chico había echado a andar hacia el segundo perro. Algunos espectadores habían empezado a dar voces y un murmullo amenazador recorrió el recinto. Los cuidadores miraron al árbitro. El árbitro volvió a hacer sonar su silbato y señaló al intruso. Este estiró al segundo perro por su cadena y lo llevó sobre sus patas traseras hasta el otro cuidador y luego giró sobre sus talones y volvió por la loba.
Estaba espatarrada con los flancos hinchándose y deshinchándose y los negros labios replegados, dejando al descubierto los dientes perfectos. El chico se agachó y le habló. No tenía modo de saber si lo mordería o no. Un grupo de hombres había pasado sobre el palenque y avanzaban hacia el chico, pero cuando llegaron al perímetro del reñidero propiamente dicho se detuvieron como si hubieran topado contra una pared. Nadie le dijo nada. Todos parecían estar a la expectativa. Él se levantó, se acercó al tubo de hierro hundido en el suelo, dio una vuelta de cadena alrededor del antebrazo y se acuclilló, cogió la cadena por la argolla y tiró de ella, sin éxito. Nadie se movió, nadie dijo nada. Hizo un nuevo intento. Su frente perlada de sudor brillaba bajo la luz de los reflectores. Intentó por tercera vez arrancar el tubo, pero no lo consiguió. Entonces se levantó, se volvió para coger a la loba por el collar, desabrochó el corchete, atrajo hacia sí la ensangrentada y babeante cabeza y se quedó quieto.
A los hombres que habían entrado en el reñidero no les pasó por alto que la loba estaba suelta. Se miraron mutuamente. Algunos empezaron a retroceder. La loba seguía pegada a la pierna del güero, resollando y mostrando los dientes.
Es mía, dijo el chico.
La gente que ocupaba las gradas empezó a dar voces, pero los que estaban cerca de la loba no parecían seguros acerca de qué actitud tomar. Finalmente ya no fue el alguacil ni el hacendado quien tomó la iniciativa, sino el hijo de este último. La gente abrió paso al joven, cuya chaqueta con galones olía al perfume de las mujeres con que había estado bailando hasta hacía poco. El joven entró en el reñidero, avanzó y se detuvo con las piernas separadas y los pulgares colgando del fajín azul que le ceñía la cintura. Si tenía miedo a la loba no dio muestras de ello.
¿Qué quieres, joven?, preguntó.
El chico repitió lo que les había dicho a los jinetes con que se había topado en las montañas al norte del Cajón Bonita. Dijo que la loba estaba bajo su custodia y que le habían encomendado su cuidado, pero el joven sonrió con pesar, sacudió la cabeza y dijo que la loba había caído en una trampa en los Pilares Teras, cuyos montes son inhumanos e inhóspitos, y que los ayudantes de don Beto lo habían visto cruzar el río a la altura de Colonia Oaxaca y que había intentado llevarse a la loba a su país para vender el animal y conseguir algún dinero.
Habló con voz clara y aguda, como quien declama ante un auditorio, y cuando terminó puso una mano sobre la otra, como si no hubiera más que añadir.
El chico seguía sujetando a la loba. Notaba los movimientos de su respiración y el ligero temblor de su cuerpo contra el de él. Miró al joven caballero y luego el círculo de caras iluminadas. Dijo que venía del condado de Hidalgo en el estado de Nuevo México y que era de allí de donde traía a la loba. Dijo que la había capturado en un cepo y que juntos habían andado durante seis días desde su país y que en modo alguno venían de los Pilares, sino que en realidad intentaban cruzar el río y adentrarse en esas mismas montañas cuando la rapidez de la corriente los obligó a volver sobre sus pasos.
El hijo del hacendado separó las manos y las cruzó a su espalda. Giró sobre sus talones, caminó unos pasos en actitud reflexiva y por fin se volvió y alzó la vista.
¿Para qué trajo la loba aquí? ¿De qué sirvió?
El chico sujetaba a la loba. Todos esperaban su respuesta, pero él no tenía respuesta que dar. Paseó la mirada en derredor, escrutando los ojos que lo observaban. El árbitro seguía con su reloj de bolsillo en la mano. Los cuidadores seguían sujetando a sus perros por el collar. El encargado de regar el reñidero esperaba. El joven hacendado se volvió para mirar el tendido. Sonrió y encaró de nuevo al chico.
Usted piensa que puede venir a este país y hacer lo que le da la gana.
Nunca he pensado eso. Nunca había pensado nada en relación con este país o cualquier otro.
Sí, dijo el hijo del hacendado.
Solo estábamos de paso, dijo el chico. No molestábamos a nadie. Queríamos pasar, no más.
¿Pasar o traspasar?
El chico volvió la cabeza y escupió al suelo. Notaba la presión de la loba contra su pierna. Dijo que las huellas de la loba venían de México. Dijo que los lobos no saben de fronteras. El joven caballero asintió como si estuviera de acuerdo, pero lo que dijo fue que lo que supiera o dejara de saber la loba carecía de importancia, y que si la loba había traspasado esa frontera peor para ella, pero que el límite en sí no tenía ninguna importancia.
Los espectadores asintieron manifestando su conformidad y murmuraron entre ellos. Miraron al chico para ver qué respondía. El chico solo dijo que si dejaban que se marchase se volvería con la loba a América y pagaría la multa que tuviese que pagar, pero el joven hacendado sacudió la cabeza. Dijo que ya era tarde para eso y que de todas formas el alguacil se había hecho cargo de la custodia de la loba y que quedaba confiscada en concepto de portazgo. Cuando el chico dijo que al entrar en el país no sabía que tuviera que pagar por ello, el hacendado replicó que entonces su situación era prácticamente la misma que la del animal.
Esperaron. El chico dirigió la mirada hacia las vigas del techo hacia donde se elevaban el polvo y el humo y donde lentas volutas surcaban lentamente la luz de los reflectores. Examinó los rostros que lo observaban en busca de alguien que pudiera ponerse de su lado, pero no vio nada. Alargó la mano, desabrochó la hebilla del collar que la loba llevaba al cuello y arrojó el collar a un lado. Los que estaban más cerca intentaron retroceder. El joven caballero sacó de su pretina un pequeño revólver.
Agárrala, dijo.
El chico se quedó quieto. Varios espectadores habían sacado sus armas. Parecía un hombre subido a un cadalso buscando entre la multitud alguna semejanza con su propio corazón. No encontró ninguna, aun cuando sabía que todos se encontrarían en su misma posición tarde o temprano. Miró al joven hacendado. El chico sabía que abriría fuego contra la loba. Alargó el brazo, volvió a colocar el collar alrededor del ensangrentado cuello del animal y volvió a abrochar la hebilla.
Ponga la cadena, dijo el hacendado.
Lo hizo; se agachó, recogió la cadena y pasó el extremo de la presilla por la argolla del collar. Luego tiró la cadena al suelo y se apartó de la loba. Las pequeñas pistolas desaparecieron tan silenciosamente como habían aparecido.
La gente se apartó y lo miró al pasar. Fuera hacía más frío que al caer la noche y el aire olía al humo de las lumbres de las viviendas. Cuando salió, alguien cerró la puerta detrás de él. El cuadrado de luz en que se hallaba se hizo cada vez más pequeño, hasta que desapareció por completo. La tranca cayó por dentro con un sonido seco. Regresó andando a oscuras hasta el establo donde estaban guardados los caballos. Un mozo joven se puso de pie y lo saludó. Él hizo un gesto con la cabeza y fue por Bird. Le quitó el ronzal, que dejó colgado de la baranda, y lo embridó. Desenrolló la manta de detrás de la silla y se la echó por los hombros. Luego montó, pasó por delante de los otros caballos, saludó con un movimiento de cabeza al mozo, se llevó una mano al sombrero y cabalgó lentamente hacia la casa.
La puerta del patio estaba cerrada. Se apeó, la abrió y luego volvió a montar. Se inclinó en la silla para evitar el arco de la entrada y los estribos repicaron contra las jambas de hierro. El patio estaba pavimentado con baldosas de arcilla y el sonido de los cascos del caballo al pisarlas hizo que las criadas descuidaran momentáneamente sus quehaceres. Se quedaron de pie con sus manteles y bandejas y cestos de mimbre en las manos. Las lámparas de aceite seguían ardiendo en sus pértigas a lo largo de la pared, y las sombras en staccato de murciélagos en plena cacería cruzaban las baldosas y desaparecían para reaparecer una y otra vez. Cruzó el patio, saludó con un movimiento de cabeza a las mujeres, se inclinó desde la silla para coger una empanada de una fuente y se detuvo a comerla. El caballo paseó su largo hocico por encima de la mesa, pero él lo apartó. La empanada estaba rellena de carne con especias, y cuando la hubo terminado se inclinó y cogió otra. Las mujeres siguieron con su trabajo. Él terminó la empanada y luego cogió una pasta dulce de una bandeja y dio cuenta de ella mientras echaba a andar paralelo a las mesas. Las mujeres se apartaron a su paso. Las saludó de nuevo y les dio las buenas noches. Cogió otra pasta y recorrió el perímetro del patio mientras la comía y el caballo iba esquivando murciélagos; luego volvió a pasar por la puerta del patio y enfiló el camino de entrada. Al rato, una de las mujeres cruzó el patio y fue a cerrar la puerta.
Al salir de la hacienda torció hacia el sur en dirección al pueblo. Los aullidos de los perros fueron menguando a medida que se alejaba al paso. Al este, una media luna que parecía un ojo entrecerrado por la ira colgaba sobre las montañas.
Cuando llegó a las luces exteriores de la colonia sofrenó el caballo en el camino. Luego tiró de las riendas y dio media vuelta.
Cuando se detuvo ante la puerta de la bodega sacó un pie del estribo y golpeó la puerta con el tacón de la bota. La puerta retumbó contra la tranca interior. Se oían los gritos de los hombres en la bodega y el gruñido de los perros en el cobertizo. No acudió nadie. Rodeó el edificio hasta la parte de atrás y se metió sin desmontar por un angosto pasadizo entre la bodega y el cobertizo. Los hombres que estaban en cuclillas junto a la pared se pusieron de pie. Los saludó, se apeó, sacó el rifle del portacarabinas, ató las riendas entre sí y las echó por encima del poste que había en una esquina del cobertizo, y luego pasó junto a los hombres y empujó la puerta para entrar.
Nadie le hizo el menor caso. Se abrió camino entre la muchedumbre y al llegar al palenque vio que la loba estaba sola en el reñidero y que su aspecto era penoso. Se había acurrucado otra vez junto al tubo de hierro, pero tenía la cabeza apoyada en el suelo y la lengua le colgaba y su pelo estaba enmarañado y lleno de tierra y sangre y los ojos amarillos no miraban nada. Durante casi dos horas había estado peleando prácticamente contra todos los perros que habían llevado a la feria. En el lado opuesto de la estacada dos cuidadores sujetaban a los airedales mientras discutían con el árbitro y el joven hacendado. Nadie se acercaba a los airedales, que se erguían tirando de las traíllas y daban húmedas dentelladas y hacían sudar a los cuidadores. El polvo que flotaba brillaba como la sílice. El encargado de regar el reñidero aguardaba de pie junto a su balde de agua.
El chico pasó por encima del palenque, se acercó a la loba, puso un cartucho en la recámara del rifle, se detuvo a unos tres metros de ella, se echó la culata al hombro, apuntó a la ensangrentada cabeza y disparó.
El eco de la detonación en aquel espacio cerrado sumió en un silencio vibrante todo lo demás. Los airedales se agacharon, gimotearon y se escudaron tras sus cuidadores. Nadie se movía. El humo azulado del disparo flotaba en el aire. La loba yacía en el suelo. Muerta.
El chico bajó el rifle, sacó el casquillo usado, que saltó por los aires, lo cogió al vuelo, se lo guardó en el bolsillo, volvió a cerrar la recámara de un golpe seco y se quedó con el pulgar sobre el percutor. Miró a la multitud que lo rodeaba. Nadie hablaba. Algunos miraban hacia atrás, pero no fue el joven hacendado quien avanzó hasta la estacada sino el ayudante del alguacil, que había estado arreando al carretero con su propia chaqueta en la calle de la colonia, aguas arriba. Pasó por encima del palenque, entró en el reñidero y le exigió al chico que le entregara el rifle. El chico permaneció inmóvil. El ayudante desabrochó la solapa de su pistolera y sacó un 45 ya amartillado.
Deme la carabina, dijo.
El chico miró a la loba. Luego miró a la gente. Estaba al borde del llanto pero no levantó el dedo del percutor del rifle ni hizo ademán de entregar el arma. El ayudante del alguacil levantó la pistola y le apuntó al pecho. Los espectadores que estaban al fondo de la estacada se agacharon o se arrodillaron, y varios de ellos se tendieron boca abajo en el suelo con las manos sobre la cabeza. En medio del silencio el único sonido era el gimoteo grave de uno de los perros. Entonces alguien habló desde las gradas. Ya basta, dijo. No lo moleste.
Era el alguacil. Todos se volvieron a mirarlo. Estaba de pie en las filas superiores del burdo graderío de tablas flanqueado por hombres que lucían sombreros de los más caros; algunos fumaban puros, como estaba haciendo el alguacil. Hizo un gesto con la mano. Dijo que aquello se había acabado. Aconsejó al chico que depusiera el arma, que si lo hacía no le pasaría nada. El ayudante bajó la pistola, el público de las galerías se levantó y se sacudió el polvo. El chico apoyó el cañón del rifle sobre su hombro y bajó el percutor con el pulgar. Se volvió a mirar al alguacil. El alguacil hizo un gesto de barrido con el dorso de la mano. El chico ignoraba si iba dirigido a él mismo o a la gente en general, pero los espectadores empezaron a hablar entre ellos otra vez; alguien abrió la puerta de la bodega a la serena noche mexicana.
El hombre al que le habían prometido el pellejo había entrado en el reñidero. Rodeó a la loba muerta en el suelo y se detuvo frente a ella con el cuchillo en la mano. El chico le preguntó qué valor tenía el cuero y él se encogió de hombros. Miró atentamente al chico.
¿Cuánto quiere por él?, preguntó el chico.
¿Por el cuero?
Por la loba.
El solicitante miró a la loba y luego miró al chico. Dijo que aquel cuero valía cincuenta pesos.
¿Acepta la carabina?, dijo el chico.
El solicitante enarcó las cejas pero, enseguida, recobró la compostura. ¿Es un winche?, dijo.
Claro. Del cuarenta y cuatro.
Se deslizó el rifle del hombro y se lo lanzó al otro de través. El solicitante abrió de una sacudida la palanca de acción y volvió a cerrarla. Se agachó para recoger del suelo el cartucho expulsado y se lo limpió en una manga y volvió a meterlo en la recámara. Levantó luego el rifle y apuntó a las luces del techo. Valía una docena de pellejos de lobo mutilado pero aun así lo sopesó en sus manos y miró al chico antes de dar su respuesta. Bueno, dijo. Se puso el arma al hombro y extendió la mano. El chico la miró, la cogió tímidamente y ambos sellaron el trato mediante un apretón de manos en medio del reñidero mientras la gente desfilaba hacia la salida. Al pasar lo estudiaron con sus ojos oscuros, pero si se sentían decepcionados porque el entretenimiento había tocado a su fin, no dieron muestras de ello, pues no en vano todos eran invitados del hacendado y del alguacil y tal como mandaban las costumbres del país se mostraban muy reservados. El solicitante del pellejo le preguntó al chico si tenía más cartuchos para el rifle, pero él se limitó a negar con la cabeza y puso la rodilla en tierra y cogió en brazos el cuerpo inerte de la loba, que pese a estar flaca pesaba todo lo que él era capaz de llevar en brazos. A continuación cruzó el reñidero, pasó por encima del palenque y siguió hacia la puerta trasera, con la cabeza de la loba colgando y la sangre goteando lentamente sobre las huellas que dejaba.
Salió a caballo de la sombra del edificio con la loba puesta de través sobre el arzón de la montura envuelta en los restos de las sábanas que le había dado la esposa del ranchero. El patio estaba lleno de gente que partía a caballo y de los gritos que se dirigían los unos a los otros. Varios perros se arracimaron ladrando en torno a las patas de Bird, que piafó, respingó y les tiró coces, y él salió de la bodega y prosiguió hacia la verja y cruzó los sembrados en dirección al río, ladeándose en la silla y apartando a sombrerazos a los últimos perros. Hacia el sur vio que sobre el pueblo se elevaban cohetes que describían amplios arcos chisporroteantes y estallaban en la oscuridad para caer luego como si se tratase de lento y caliente confeti. El estruendo de las explosiones le llegaba bastante después del resplandor de luz, y cada llamarada traía los espectros tiznados de las anteriores. Llegó al río, torció aguas abajo, cruzó los pequeños rápidos y siguió por los guijarrales. Una bandada de patos lo adelantó en la noche río abajo. Oyó el batir de sus alas y los vio alzar el vuelo y alejarse cual bengalas en el cielo en dirección a la oscura región de poniente. Dejó atrás el pueblo y las pequeñas luces de la feria y las formas iluminadas que aparecían borrosas en las masas espirales de agua negra a lo largo de la ribera. Al otro lado de las salicarias humeaba aún una rueda catalina apagada. Estudió las montañas, la disposición de las cuestas. El viento que venía del agua olía a metal mojado. Notaba en los muslos la sangre de la loba, que había empapado la sábana y su pantalón, y se tocó la pierna y probó la sangre, que sabía igual que la de él. Los fuegos artificiales se iban extinguiendo. La media luna pendía sobre la capa negra de los montes.
Al llegar a la confluencia de los ríos cruzó la amplia ribera de grava, se detuvo en el vado y él y el caballo miraron hacia el norte, donde la corriente surgía de las tinieblas de la región y corría clara y fría. Estuvo a punto de alargar la mano para sacar el rifle de su funda y evitar así que no se mojara, y luego continuó adelante por los alfaques.
Notó que los cantos rodados amortiguaban el sonido de los cascos en el lecho del río y oyó que el agua succionaba las patas del caballo. El agua llegaba a la altura del vientre del animal, y cuando se filtró en sus botas notó que estaba fría. Un último cohete se elevó sobre el pueblo, iluminándolos en mitad del río y revelando la región que los rodeaba, los árboles de la orilla extrañamente en sombras, las rocas pálidas. Un solitario perro que había percibido el olor de la loba y los había seguido desde el pueblo se quedó paralizado sobre tres patas en la claridad de la falsa luz, para desvanecerse a continuación en las tinieblas de las que todo había surgido.
Después de cruzar el vado y salir del río chorreando agua el chico miró hacia atrás, en dirección al pueblo en penumbra, y luego dirigió su caballo hacia las montañas por entre los sauces y los carrizos de la ribera. Iba entonando viejas canciones que le había oído a su padre y un emotivo corrido que su abuela solía cantar en español y que hablaba de la muerte de una brava soldadera que cogía la escopeta de su soldado muerto en combate y se enfrentaba al enemigo en un erial de muerte. El cielo estaba despejado y mientras cabalgaba la luna fue ocultándose tras el borde de la montaña y por el este, donde estaba más oscuro aún, empezaron a surgir las estrellas. Siguieron el curso seco de un arroyo; la noche se puso repentinamente más fresca, como si la luna se hubiera llevado consigo todo el calor. Siguió cabalgando entre las lomas toda la noche, cantando siempre en voz baja.
Cuando llegó a los primeros taludes al pie de las altas escarpas de los Pilares faltaba poco para que amaneciera. Sofrenó el caballo en un terreno pantanoso, se apeó y bajó las riendas. Tenía los pantalones tiesos a causa de la sangre seca. Cogió la loba en brazos, la depositó en el suelo y desplegó la sábana. Estaba rígida y fría y su pelo se había encrespado al secársele la sangre. Llevó el caballo de nuevo hasta la orilla del arroyo, donde lo dejó bebiendo, y exploró los bancales en busca de leña con que encender un fuego. De las colinas que se elevaban más al sur le llegaron los aullidos de los coyotes, cuyas voces surgían de los oscuros contornos de las regiones periféricas, donde no parecían tener otro origen que la noche misma.
Avivó el fuego, quitó la sábana de debajo de la loba y la llevó al arroyo; allí se agachó en la oscuridad, lavó la sangre, volvió con la sábana limpia, cortó de un almez unas varas ahorquilladas y las hundió en tierra con una piedra y tendió la sábana de un palo transversal. La tela empezó a humear a la lumbre como un lienzo encendido en mitad de un páramo donde los celebrantes de alguna pasión sacra hubiesen sido llevados a la fuerza por sectas rivales, o sencillamente hubieran huido en plena noche por miedo a sus propias obras. Se echó la manta sobre los hombros y se sentó tiritando de frío esperando el amanecer para comenzar a buscar un sitio donde enterrar a la loba. Al cabo de un rato el caballo vino del arroyo arrastrando por la hojarasca las riendas mojadas y se quedó quieto junto a la lumbre.
El chico se durmió con las palmas hacia arriba, como un penitente adormilado. Cuando despertó aún era de noche. El fuego se había reducido a unas pocas llamas bajas que bailaban sobre los rescoldos. Se quitó el sombrero, aventó el fuego con él y lo alimentó con la leña que había recogido. Buscó el caballo con la mirada, pero no pudo verlo. Los coyotes seguían aullando a lo largo de la muralla de roca de los Pilares y por el este empezaba a clarear tímidamente. Se acuclilló junto a la loba y le tocó el pelaje. Palpó sus dientes, fríos y perfectos. El ojo vuelto hacia la lumbre no reflejaba luz alguna y el chico se lo cerró con el pulgar. Luego se sentó a su lado, le puso la mano en la cabeza ensangrentada y cerró los ojos para poder verla correr por las montañas, correr bajo las estrellas, donde la hierba estaba húmeda y el advenimiento del sol no había abierto aún la rica matriz de seres vivos que se han cruzado con ella en la noche. Ciervos y liebres y palomas y campañoles, todos abundantemente inscritos en el aire para su deleite, todas las naciones del mundo dispuestas por Dios y de las cuales ella era una más e inseparable. Por donde ella corría los gritos de los coyotes cesaban de golpe, como si una puerta se hubiera cerrado sobre ellos y todo fuese miedo y asombro. Levantó de la hojarasca la rígida cabeza de la loba y la sostuvo entre sus manos o hizo ademán de asir lo inasible, lo que corría ya entre las montañas, terrible y bellísimo a un tiempo, como las flores que se alimentan de carne. Eso de que están hechos la sangre y los huesos pero que no puede formarse por sí solo en un altar ni por herida alguna de guerra. Lo que sin duda podemos creer que tiene la facultad de cortar y moldear y ahuecar la negra forma del mundo del mismo modo que lo hacen el viento o la lluvia. Pero lo que no puede cogerse nunca ha de ser cogido, y no es una flor sino que es veloz y ligera y cazadora y el viento le teme y el mundo no puede quedarse sin ella.