II

Los proyectos condenados al fracaso dividen definitivamente las vidas entre el entonces y el ahora. Había llevado la loba a las montañas en el arzón delantero de la silla y la había enterrado en un desfiladero bajo un montón de guijarros. Los lobeznos que llevaba en el vientre sintieron frío alrededor y lloraron sin voz en la oscuridad y él amontonó piedras sobre todos ellos y luego partió a caballo. Se adentró en las montañas. Valiéndose de la navaja fabricó un arco con una rama de acebo, y flechas con unas cañas. Quería volver a ser el niño que nunca había sido.

Jinete y caballo recorrieron durante semanas las tierras altas, cada día más flacos y demacrados, y el caballo pacía en los escasos pastos invernales de los montes y mordisqueaba líquenes de las rocas y el chico capturaba truchas con sus flechas cuando se erguían sobre su propia sombra en los fríos y pedregosos lechos de las charcas y se las comía, y comía también nopales verdes. Un día de viento, mientras cruzaba un puerto de montaña, pasó un halcón tapando el sol, y su sombra corrió tan velozmente por la hierba que el caballo dio un respingo y él alzó los ojos hacia donde el ave acababa de girar allá en lo alto y cogió el arco que llevaba al hombro, ajustó una flecha al hilo y disparó. Vio elevarse la flecha, vio que el viento sacudía las plumas con que había enmuescado la caña y por fin la vio describir un arco y clavarse en el pálido pecho del halcón, que viró y llameó.

El halcón giró en el aire, se deslizó a merced del viento y desapareció tras el promontorio; solo cayó una pluma. El chico cabalgó en busca de él, pero por más que lo intentó no pudo encontrarlo. Sí dio con una solitaria gota de sangre que el viento había secado y oscurecido sobre una roca. Y eso fue todo. Echó pie a tierra y se sentó en el suelo junto al caballo, donde soplaba el viento, y se hizo un corte con la navaja en el pulpejo de la mano y contempló la sangre gotear lentamente sobre la piedra. Dos días después paró sin desmontar en un promontorio que daba sobre el río Bavispe y vio que el agua corría en dirección contraria. O eso o el sol se ponía detrás de él, por el este. Improvisó un campamento entre unos enebros que lo protegían del viento y esperó toda la noche para ver qué hacía el sol o qué hacía el río. Por la mañana cuando el sol despuntó sobre los montes lejanos y la llanura que tenía delante de él, comprendió que había vuelto a cruzar las montañas hacia donde el río corría de nuevo rumbo al norte por la vertiente oriental de las sierras.

Se adentró más en las montañas. Se sentó en el tronco de un árbol abatido por el viento en un bosque alto de madroños y fresnos, y cortó con la navaja un trozo de cuerda mientras el caballo lo miraba. Se puso de pie, hizo pasar la cuerda por las tirillas del cinturón de los tejanos, que le quedaban holgados, y guardó otra vez la navaja. No es nada de comer, le dijo al caballo.

Se tumbó en la oscuridad y escuchó el rumor del viento en aquel territorio frío y salvaje y vio morir los últimos rescoldos de su lumbre y las encarnadas grietas del carbón vegetal allí donde se partían a lo largo de su no conjeturada cuadrícula. Como si en el proceso de arder la madera hubiese evocado geometrías ocultas que solo podían quedar totalmente al descubierto entre tinieblas y ceniza, como ocurre con las cosas de este mundo. No oyó aullar ningún lobo. Harapiento y famélico y con el caballo en miserable estado llegó una semana después al pueblo minero de El Tigre.

Eran una docena de casas que se alzaban desordenadamente en una ladera orientada hacia un pequeño valle de montaña. No se veía a nadie. Sofrenó el caballo en mitad de la calle de barro y el animal contempló tristemente el poblado, los toscos jarales de barro y estacas con sus puertas de cuero de vaca. Siguió avanzando y entonces una mujer salió a la calle, se acercó a él, se paró a la altura de su estribo y miró aquella cara de niño bajo el sombrero y le preguntó si estaba enfermo. Él respondió que no. Que solo tenía hambre. Ella le dijo que se apeara. Él lo hizo. Luego cogió el arco que llevaba al hombro y lo colgó de la perilla de la silla. Finalmente, la siguió hasta su casa mientras el caballo les venía detrás.

Se sentó en una cocina casi en penumbra de tan resguardada que estaba del sol y comió frijoles de un cuenco de arcilla valiéndose de una enorme cuchara de hojalata esmaltada. La única luz provenía de un respiradero abierto en el techo, y la mujer se arrodilló junto a un brasero de arcilla y dio vuelta a unas tortillas sobre un agrietado y vetusto comal de barro mientras el humo subía por la renegrida pared y se colaba por el agujero del techo. Fuera, las gallinas cloqueaban. En un cuarto todavía más oscuro, tras una cortina de trozos de arpillera, había una persona durmiendo. La casa olía a humo y grasa rancia y el humo traía el aroma ligeramente antiséptico de la leña de piñón. La mujer trabajaba las tortillas con los dedos desnudos. Las puso en un plato de arcilla y se las llevó al chico. Él le dio las gracias, dobló una y la mojó en los frijoles y comió.

¿De dónde viene?, preguntó la mujer.

De Estados Unidos.

¿De Texas?

Nuevo México.

Qué lindo, dijo ella.

¿Lo conoce?

No.

La mujer miró al chico comer.

¿Es minero?, preguntó.

Vaquero.

Ay, vaquero.

Cuando el chico terminó de comer y de rebañar el plato con el último pedazo de tortilla ella cogió los platos y los metió en un cubo que había al fondo de la cocina. Cuando volvió se sentó frente a él en el banco de madera y lo miró detenidamente. ¿Adónde va?, preguntó.

Él no lo sabía. Miró vagamente alrededor. Asegurado a la desnuda pared de barro mediante una clavija de madera vio un calendario con una foto en color de un Buick 1927. Junto al coche había una mujer con turbante y abrigo de pieles. Dijo que no sabía adónde iba. Siguieron sentados. Él señaló con la cabeza el umbral encortinado. ¿Es su marido?, preguntó.

La mujer dijo que no. Que era una hermana suya.

Él asintió. Echó otro vistazo a la habitación, aunque después de la primera ojeada no había mucho que ver; luego alargó el brazo, cogió el sombrero del respaldo de la silla, apartó la silla sobre el suelo de arcilla y se levantó.

Muchísimas gracias, dijo.

Clarita, llamó la mujer.

Lo dijo sin quitarle los ojos de encima y a él se le ocurrió que tal vez estuviese loca. La mujer volvió a llamar. Miró hacia el cuarto a oscuras tras la cortina, levantó un dedo. Momentito, dijo. Se puso de pie y entró en la otra habitación. Al cabo de unos minutos apareció de nuevo. Apartó la arpillera contra la jamba de la puerta con desmayado gesto teatral. La mujer que había estado durmiendo salió por la puerta y se plantó delante de él envuelta en su bata de rayón teñida de rosa. Lo miró, se volvió y miró a su hermana. Tal vez fuese menor que la otra, pero parecían de la misma edad. Volvió a mirar al chico. Él estaba de pie con el sombrero en las manos. La primera mujer seguía en el umbral, detrás de la otra, con la polvorienta arpillera descorrida hacia su lado como dando a entender que para la durmiente aquella emergencia era algo transitorio y poco corriente. Que ella misma no era sino un heraldo de un bien venidero. La hermana durmiente se arropó en su bata y alargó el brazo para tocar la cara del chico. Luego se volvió y cruzó de nuevo el umbral para no aparecer ya más. El chico le dio las gracias a su anfitriona, se puso el sombrero, empujó la puerta de cuero y salió; el caballo seguía aguardando bajo el sol.

Mientras avanzaba por la calle, en la que no había roderas ni huellas de cascos ni rótulo de comercio alguno, dos hombres que estaban de pie en un portal lo llamaron a voces y le hicieron señas. Había vuelto a colgarse el arco al hombro y pensó que armado de aquella manera y harapiento como iba a lomos de un caballo tan flaco debía de ofrecer un triste o ridículo espectáculo, pero cuando miró con mayor detenimiento a quienes lo provocaban dedujo que su aspecto no podía ser peor que el de ellos, y siguió su camino.

Cruzó el pequeño valle y se adentró en las montañas que se elevaban hacia el oeste. No tenía manera de saber cuánto tiempo llevaba en aquel país pero a despecho de todo lo que había visto de él, fuera bueno o malo, sabía que ya no tenía miedo de lo que pudiera encontrar. En los días que siguieron topó en lo más recóndito de las sierras con indios salvajes que vivían en las chozas de unas miserables rancherías y con indios más salvajes aún que vivían en grutas, todos los cuales debieron de tomarlo por loco a tenor de la consideración con que lo trataron. Le dieron de comer y las mujeres le lavaron la ropa y se la remendaron y le cosieron las botas con una lezna casera y ligamentos de pata de halcón. Entre ellos hablaban en su propia lengua, pero se dirigían a él en un español chapurreado. Le dijeron que la mayoría de los jóvenes se había ido a trabajar en las minas o en las ciudades o en las haciendas de los mexicanos pero que ellos no se fiaban de los mexicanos. Comerciaban con ellos en las aldeas que había a orillas del río y a veces, cuando celebraban sus fiestas, se paraban a observarlos a cierta distancia, pero por lo demás iban a lo suyo. Dijeron que los mexicanos tenían por costumbre culparlos de los crímenes cometidos dentro de su propia comunidad y que solían emborracharse y matarse unos a otros y que luego mandaban soldados a las montañas en busca de ellos. Cuando el chico les dijo de dónde procedía se sorprendió de que también conocieran su país, pero no quisieron decir nada de él. Nadie intentó cambiar de caballo con el chico. Nadie le preguntó por qué había venido. Solo le advirtieron que no se acercara al territorio yaqui, que se extendía más al oeste, porque los yaquis lo matarían. Después de que las mujeres le dieran unos paquetes que contenían una carne seca y correosa, maíz tostado y tortillas manchadas de hollín, un anciano se acercó a él y le habló muy ceremoniosamente en un español que apenas pudo entender. Mientras hablaba lo miraba a los ojos, y sujetando la silla de montar por delante y por detrás, de modo que el chico casi estaba sentado en sus brazos. Vestía de un modo extraño, y sus ropas de colores chillones lucían bordados que tenían la apariencia geométrica de unas instrucciones, tal vez de un juego. Llevaba alhajas de jade y plata y tenía el pelo más negro y largo de lo que su edad habría permitido presagiar. Le dijo al chico que aunque fuera huérfano debía dejar de vagar y buscarse un lugar en el mundo, porque errar de aquella manera podía convertirse para él en una pasión y que dicha pasión lo extrañaría de los hombres y en última instancia de sí mismo. Dijo que el mundo solo podía ser conocido tal como existía en los corazones de los hombres, pues aunque parecía un lugar que contenía seres humanos era, en realidad, un lugar contenido dentro de ellos, y por tanto para conocerlo uno debía mirar esos corazones y tratar de conocerlos, para lo cual era necesario vivir con los hombres y no limitarse a pasar entre ellos. Dijo que si bien el huérfano podía sentirse ajeno al resto de los hombres debía apartar de sí ese sentimiento, pues tenía en su interior una amplitud de espíritu que los hombres podían percibir y, por ello, desear conocerlo, y que el mundo podía necesitarlo tanto como él necesitaba al mundo, pues ambos eran una sola cosa. Por último, dijo que si bien eso era bueno en sí mismo, como todas las cosas buenas también era un peligro. Luego apartó las manos de la silla del chico, retrocedió unos pasos y se quedó allí de pie. El chico le agradeció sus palabras pero dijo que él, en realidad, no era huérfano, y luego dio las gracias a las mujeres y se alejó en su caballo. Los indios lo vieron marcharse. Al pasar por delante de las últimas chozas se volvió para mirar, y al hacerlo el anciano le dijo en voz alta: sí, lo eres. Eres huérfano. Pero el chico solo levantó una mano y se tocó el sombrero y siguió su camino.

A los dos días llegó a un camino carretero que cruzaba las sierras de este a oeste. El bosque estaba verde de encinas y madroños. Parecía un camino poco frecuentado. A lo largo de todo un día de viaje no se cruzó con nadie. Atravesó un desfiladero donde el paso era tan angosto que los cubos de las ruedas habían dejado sus marcas en la roca, y más abajo vio piedras amontonadas, las mojoneras de la muerte de aquella región donde en tiempos los indios habían asesinado a viajeros que pasaban por allí. La región parecía despoblada y árida y no vio animales de caza ni pájaros; todo lo que había era viento y silencio.

En la escarpa oriental se apeó y guió el caballo por una cama de roca gris. Los enebros achaparrados que crecían a lo largo del borde se inclinaban ante un viento que había cesado hacía rato. A lo largo de los riscos había viejas pictografías de hombres, animales, soles y lunas, así como otras representaciones que parecían no tener referente alguno en el mundo, aunque quizá lo hubieran tenido en el pasado. Se sentó al sol y contempló la región que se extendía al este, el amplio barranco del Bavispe y el subsiguiente llano de las Carretas, que en otro tiempo había sido un lecho marino, y los pequeños campos roturados y el maíz nuevo verdeando en las antiguas tierras de los chichimecas, por donde habían pasado los sacerdotes y los soldados y caído en el barro las misiones. Más allá del llano contempló las cadenas de montañas, una sobre otra, en brácteas de azul donde el terreno aparecía desgarrado de norte a sur, sierra y barranco, esperando como en un sueño que el mundo llegara a ser, que el mundo pasara. Vio un solitario buitre colgando inmóvil de un elevado vector que el viento había elegido para él. Vio el humo de una locomotora pasar lentamente por la llanura a sesenta y cinco kilómetros de distancia, rumbo al interior del país.

De un bolsillo destrozado extrajo un puñado de piñones, los esparció sobre una roca y los partió con una piedra pequeña. Le había dado por hablarle al caballo, y eso hizo ahora mientras partía piñones y cuando hubo separado los frutos de las cáscaras, cogió aquellos con ambas manos y los sostuvo en alto. El caballo lo miró, luego miró los piñones, avanzó dos pasos y puso su boca gomosa en la palma de su mano.

Él se secó la baba de la mano en la pernera del pantalón y se quedó allí sentado partiendo y comiendo el resto de los piñones mientras el caballo lo miraba. Luego se incorporó, caminó hasta el borde de la escarpa y arrojó la piedra. La piedra surcó el aire girando y cayendo y cayendo y se desvaneció en el silencio. Se quedó escuchando. De las profundidades le llegó el débil sonido de la piedra chocando contra la piedra. Volvió, se estiró en la tibia cama de roca, acomodó la cabeza en el pliegue del codo y miró la oscuridad de la copa de su sombrero. Su casa se había convertido en algo remoto, como un sueño. En ocasiones no podía recordar la cara de su padre.

Se durmió y soñó con salvajes de dientes afilados que lo atacaban con palos y se congregaban alrededor de él y le advertían qué iban a hacerle antes incluso de ponerse a ello. Despertó y se quedó escuchando. Como si todavía pudieran estar más allá de la oscuridad de su sombrero. Agazapados entre las rocas. Cincelando en piedra, con piedras, aquellas apariencias del mundo viviente que habrían aguantado y el mundo muerto en sus manos. Levantó el sombrero, se lo puso en el pecho y miró el cielo azul. Luego se incorporó y buscó a Bird con la mirada, pero el caballo estaba a un par de metros de él esperándolo. Se levantó, movió los hombros para desentumecérselos, se puso el sombrero, cogió las riendas que colgaban y acarició con la mano la pata delantera del caballo hasta que este levantó la pata, entonces aprisionó el casco entre las rodillas y lo examinó. Hacía tiempo que el caballo no tenía herradura y los vasos eran largos, semejantes a escobas, y el chico sacó su navaja y recortó la uña allí donde los bordes se habían descantado y luego bajó la pata del caballo y le inspeccionó los otros cascos por turnos. El constante almohazar de los arbustos y la floresta de las montañas se había llevado consigo todo rastro de la caballeriza, y el animal desprendía ahora un olor cálido y rancio. Bird tenía unos cascos oscuros y gruesos, y poseía suficiente sangre de grullo como para hacer de él un caballo montés tanto por figura como por disposición natural. El chico se había criado en un sitio donde hablar de caballos era una ocupación habitual, de modo que sabía que donde la sangre tiene la forma de un jarrete o la anchura de una cara, lleva también consigo un ser interior de una configuración determinada, y de ninguna otra, y cuanto más salvaje era la vida de los dos en aquellas montañas más notaba él que el caballo estaba en guerra sutil consigo mismo. No creía que fuese a abandonarlo, pero estaba seguro de que había pensado en ello. Recortó la segunda uña trasera y luego guió de nuevo al animal por la angosta vereda, montó, lo hizo girar sobre sí mismo y empezó a bajar por la garganta.

El camino descendía por la cara granítica de la sierra como un muelle de reloj. Le asombraba que pudieran pasar carros por aquellos angostos toboganes. A los lados del camino había socavones, y en el camino mismo rocas que ningún hombre podía mover, y de vez en cuando tenía que desmontar y llevar el caballo del diestro. El sendero descendía desde los pinares a través de bosquecillos de robles y enebros. Un terreno agreste y embarullado. Por todas partes la hierba verde invadía los barrancos, de un palpitante verdeceladón a la luz de la tarde. Invirtió en el descenso unas siete horas, las últimas sin luz.

Aquella noche durmió en un aguazal junto a los arenales del río, rodeado de carrizos y sauces, y a la mañana siguiente se dirigió al norte siguiendo el cauce del río hasta llegar a un vado. Apuntaladas en la roja llanura aluvial de la otra orilla vio las ruinas de un pueblo desplomándose en el mismo barro del cual había surgido en su día. Una columna de humo se elevaba en el aire azul. Metió el caballo en el vado, dejó que el animal bebiera y se inclinó en la silla, cogió agua con la mano y se la pasó por la cara; luego bebió. El agua era fría y transparente. Río arriba unos pájaros que parecían vencejos o golondrinas volaban bajo y en círculos sobre la superficie del agua. El sol de la mañana le calentaba la cara. Presionó los flancos del caballo con los talones y el caballo levantó la cabeza y se adentró en el vado lentamente. En mitad de la corriente se detuvo otra vez y se bajó el arco que llevaba al hombro y lo dejó correr en el río. El arco giró y empezó a bajar a empellones por los rápidos y emergió flotando en la charca de más abajo. Era una media luna de madera pálida que daba vueltas a la deriva, perdida en el agua a la luz del sol. Herencia de algún arquero ahogado, o músico o inventor del fuego. Cruzó el vado y subió entre los sauces y el carrizal de la ribera y se dirigió hacia el pueblo.

La mayor parte de los edificios que seguían en pie estaban en el lado más apartado del pueblo, y hacia ellos se encaminó. Dejó atrás los restos de un viejo carricoche medio aplastado en un zaguán cuyas puertas se habían desplomado. Dejó atrás un horno de barro desde cuyo interior lo observaron los ojos de un animal. Dejó atrás las ruinas de una enorme iglesia de adobe cuyas vigas descansaban entre los cascotes. En el umbral de la parte trasera de la iglesia había un hombre más pálido incluso que el chico. Su pelo era de color de arena y sus ojos azul claro. El hombre lo llamó, primero en español, luego en inglés. Le dijo que se apeara y entrase en la iglesia.

El chico dejó el caballo delante de la puerta y siguió al hombre hasta una pequeña habitación donde ardía un fuego en una vieja estufa casera de chapa de hierro. La habitación contenía una cama pequeña, una mesa larga de pino cuyas patas estaban combadas y varias sillas de respaldo de escala, como las que fabricaban los menonitas de aquella región. La habitación estaba llena de gatos de todos los colores. El hombre los señaló vagamente, como si hubiera que disculparlos de alguna manera, y luego indicó al chico que tomara asiento. El chico se despojó de la manta que llevaba echada sobre los hombros y permaneció de pie. Hacía mucho calor en el cuarto y aun así el hombre se había agachado para abrir la portezuela de la estufa y estaba metiendo más tacos de leña. Sobre la estufa había una sartén de hierro, un perol y unas cuantas cacerolas renegridas, además de una tetera de plata con patas como uñas muy abollada y con manchas de óxido, muy poco acorde con el resto de los cacharros. Se levantó, cerró la portezuela de la estufa con el pie, cogió un par de tazas de porcelana con sus platillos correspondientes y puso todo sobre la mesa. Uno de los gatos se levantó y anduvo por la mesa mirando alternativamente dentro de las dos tazas; luego se sentó. El hombre cogió la tetera de encima de la estufa, sirvió, devolvió la tetera a su sitio y miró al chico.

Estás en los huesos, dijo.

Me temo que sí.

Ponte cómodo, dijo el hombre. ¿Te apetecen unos huevos?

Creo que me vendrían bien.

¿Cuántos vas a comer?

Tres.

No hay pan.

Que sean cuatro entonces.

Haz el favor de sentarte.

Sí, señor.

El hombre cogió un pequeño cubo esmaltado y salió por la puerta baja. El chico acercó una silla y se sentó. Dobló la manta descuidadamente, la dejó en la silla que tenía al lado y cogió la taza más cercana a él y sorbió el café. En realidad no era café. No sabía qué podía ser. Echó un vistazo a la habitación. Al rato el hombre volvió con unos huevos rodando en el fondo del cubo. Cogió la sartén, la sostuvo por el mango mientras la miraba fijamente como quien mira un espejo negro y luego la bajó otra vez y extendió un poco de manteca que extrajo de un tarro de arcilla. Vio cómo se fundía la grasa y luego partió los huevos en la sartén y los revolvió con la cuchara con que había sacado la manteca. Cuatro huevos, dijo.

Sí, señor.

El hombre se volvió a mirarlo y luego siguió con los huevos. Al chico se le ocurrió que tal vez no se lo hubiese dicho a él. Cuando los huevos estuvieron listos el hombre cogió un plato, los sirvió empujándolos con la cuchara y a continuación puso un renegrido tenedor de plata en el canto del plato y lo dejó en la mesa delante del chico. Sirvió más café y dejó de nuevo la tetera sobre la estufa y se sentó frente a él para verlo comer.

Te has perdido, dijo.

El chico, que estaba a punto de llevarse el tenedor a la boca, hizo una pausa, y consideró la pregunta. Me parece que no, dijo.

El último hombre que estuvo aquí estaba enfermo. Era un enfermo.

¿Cuándo ocurrió eso?

El hombre hizo un gesto vago con la mano.

¿Qué fue de él?, preguntó el chico.

Murió.

El chico siguió comiendo. Yo no estoy enfermo, dijo.

Está enterrado en el patio de la iglesia.

El chico comió. No estoy enfermo, dijo, y no me he perdido.

Es el primero que se entierra ahí en años, puedes creerme.

¿Como cuántos años?

No lo sé.

¿Para qué vino?

Trabajaba como minero en las montañas. Era barrenero. Enfermó y decidió venir aquí. Pero ya era tarde. Nadie pudo hacer nada por él.

¿Cuántas personas más viven en el pueblo?

Ninguna. Solamente yo.

Entonces, ¿usted fue el único que lo intentó?

¿Intentar el qué?

Hacer algo por él.

Sí.

El chico lo miró a los ojos. Comió. ¿Qué día es hoy?, dijo.

Domingo.

Quiero decir del mes.

No lo sé.

¿Sabe en qué mes estamos?

No.

¿Y cómo sabe que es domingo?

Porque lo es cada siete días.

El chico comió.

Yo soy mormón. O lo era. Nací mormón.

El chico no estaba seguro de qué significaba ser mormón. Dejó perder la vista por el cuarto. Miró los gatos.

Llegaron aquí hace muchos años. En 1896. De Utah. Vinieron a raíz de formarse el estado. En Utah. Yo fui mormón. Después me convertí a la Iglesia. Luego no sé en qué me convertí. Luego me convertí en mí mismo.

¿Cuál es su ocupación?

Soy el guardián. El vigilante.

¿Y qué es lo que vigila?

La iglesia.

Si ya está derruida.

Por supuesto. Ocurrió cuando el terremoto.

¿Estaba usted aquí cuando pasó?

No había nacido.

¿Cuándo fue?

En 1887.

El chico terminó los huevos y dejó el tenedor en el plato. Miró al hombre.

¿Cuánto hace que está aquí?

Seis años ya.

¿Cuando llegó todo esto ya estaba así?

Sí.

Levantó la taza, bebió el resto del café y la dejó de nuevo en su platillo. Gracias por el desayuno, dijo.

De nada.

Parecía estar a punto de levantarse y marcharse. El hombre hurgó en el bolsillo de su camisa y sacó tabaco y una carterita de tela que contenía láminas cortadas de espatas de maíz. Un gato que estaba en la cama se levantó, estiró las patas de atrás, luego las de delante, y saltó silenciosamente a la mesa. Se acercó al plato del chico para olfatearlo, se agachó con los codos doblados y empezó a picar remilgadamente pedacitos de huevo de entre los dientes del tenedor. El hombre había echado un pellizco de tabaco en un trozo de espata y se quedó sentado liando el cigarrillo con mucha calma. Le pasó el resultado al chico por encima de la mesa.

Gracias, dijo el chico. Nunca me he decidido a fumar.

El hombre asintió, se acomodó el cigarrillo en la comisura de la boca y luego se levantó y fue hasta la estufa. De una lata que había en el suelo cogió una astilla larga, abrió con ella la portezuela, se inclinó, encendió la astilla y con ella el cigarrillo. Luego apagó la astilla de un soplo, la devolvió a la lata, cerró la portezuela, volvió a la mesa con la tetera y llenó otra vez la taza del chico. La suya seguía negra y fría, intacta. Volvió a dejar la tetera sobre la estufa, rodeó la mesa y ocupó su silla. El gato se levantó, se miró en la porcelana blanca del plato y luego se apartó, se sentó, bostezó y procedió a limpiarse.

¿Cómo es que vino usted al pueblo?, preguntó el chico.

¿Y tú?

¿Perdón…?

¿Cómo es que has venido al pueblo?

Solo estoy de paso.

El hombre dio una calada. Yo también, dijo. Igual que tú.

¿Está de paso desde hace seis años?

El hombre sacudió ligeramente la mano. Vine como un hereje huyendo de una vida anterior. Era un fugitivo.

¿Vino aquí a esconderse?

A causa de la devastación.

¿Cómo dice?

La devastación. El terremoto.

Sí, señor.

Buscaba pruebas de la mano de Dios en el mundo. Había llegado al convencimiento de que esa mano era iracunda y pensé que los hombres no habían investigado suficientemente los milagros de la destrucción, las catástrofes de cierta magnitud. Pensé que tal vez hubiese pruebas que habían sido pasadas por alto. Pensé que Él no se molestaría en borrar todas las huellas. Mi deseo de saber era muy fuerte. Pensé que a Él incluso podía divertirle dejar alguna pista.

¿Como qué?

No lo sé. Algo imprevisto. Algo fuera de su lugar. Algo inexacto. Una huella en el camino. Una fruslería en el suelo. No una causa. Eso lo sé muy bien. No una causa. Las causas solo se multiplican a sí mismas. Conducen al caos. Lo que yo quería era penetrar en su mente. No podía creer que destruyera su iglesia sin motivo.

¿Cree que tal vez la gente que vivía aquí hizo algo malo?

El hombre siguió fumando con aire pensativo. A mí me parece que sí, en efecto. Es posible. Como en las ciudades de la llanura. Yo pensaba que podía existir evidencia de que algo convenientemente abominable lo hubiera incitado a alzar la mano. Algo entre los escombros. En el polvo del suelo. Debajo de las vigas. Algo oscuro. ¿Quién sabe?

¿Qué encontró usted?

Nada. Una muñeca. Un plato. Un hueso.

Se inclinó y aplastó el cigarrillo en un cuenco de arcilla que había sobre la mesa.

Estoy aquí a causa de cierto hombre. Vine tratando de volver sobre sus pasos. Quizá para ver que no hubiera una ruta alternativa. Lo que había que encontrar aquí no era un objeto. Si se los separa de sus historias los objetos carecen de significado. Solo son formas. De determinado tamaño y color. De determinado peso. Cuando su significado se pierde para nosotros dejan incluso de tener nombre. Por el contrario, la historia nunca puede perder su lugar en el mundo, pues ese lugar es ella misma. Y eso es lo que había que buscar aquí. El corrido. El cuento. Y, como ocurre con todos los corridos, en definitiva contaba una sola historia, pues solo hay una que contar.

Los gatos se agitaron y cambiaron de postura, el fuego chisporroteó en la estufa. Fuera, en el pueblo abandonado reinaba el silencio más profundo.

¿Cuál es esa historia?, preguntó el chico.

En el pueblo de Caborca, a orillas del río Altar, vivía un hombre que era viejo. Había nacido en Caborca y en Caborca murió. Sin embargo, una vez vivió en este pueblo. En Huisiachepic.

¿Qué sabe Caborca de Huisiachepic, o Huisiachepic de Caborca? Convendrás en que son mundos aparte. Pero con todo existe un solo mundo y todo cuanto uno pueda imaginar le es necesario. Pues también este mundo que a nosotros nos parece hecho de piedras y flores y sangre no es en absoluto una cosa sino una historia. Un cuento. Y en él todo es cuento y cada cuento la suma de otros cuentos menores, y aun así estos son también el susodicho cuento y contienen asimismo todos los demás. Así, todo es necesario. Hasta lo más insignificante. Esta es la lección que debemos aprender. No podemos prescindir de nada. Nada es desdeñable. Porque las junturas nos son ocultadas, ¿comprendes? La ebanistería del mundo. La forma en que está hecho. No tenemos modo de saber qué podría quitarse. Omitir. No tenemos modo de decir qué cosa quedaría en pie y qué otra caería. Y esas junturas que nos son ocultadas están, cómo no, en el cuento mismo, y el cuento no tiene una morada donde existir salvo en el hecho mismo de la narración, y ahí vive y tiene su casa, y es por eso que nunca terminamos de contar. El contar no tiene fin. Y ya sea en Caborca o en Huisiachepic o en cualquier otro lugar, se llame como se llame o deje de llamarse, afirmo otra vez que todos los cuentos son uno solo. Correctamente escuchados todos son el mismo cuento.

El chico contempló su taza y el oscuro disco líquido que no era café. Miró al hombre y miró los gatos. Parecían estar dormidos y se le ocurrió que la voz del hombre no era para ellos una novedad y que debía de hablar para sí a falta de otros oídos ultramundos llovidos del cielo. O que hablaba con los gatos.

¿Qué me dice del hombre que vivió aquí?, preguntó.

Bien. Los padres de ese hombre murieron de un cañonazo en la iglesia de Caborca, adonde habían ido con otros para defenderse de los invasores americanos. Quizá sepas algo de la historia de este país. Cuando limpiaron las piedras y los cascotes apareció el chico en brazos de su madre muerta. El padre estaba cerca e intentó hablar. Lo ayudaron a levantarse. Le corría sangre por la boca. Se inclinaron para escuchar y él no dijo nada. Tenía el pecho aplastado y respiraba sangre. Levantó una mano como para despedirse y luego expiró.

Trajeron al chico a este pueblo. De Caborca recordaba poco. Se acordaba de su padre. De ciertas cosas. Se acordaba de su padre alzándolo en brazos para ver el teatro de títeres en la alameda. De su madre recordaba menos. Tal vez nada. Los pormenores de la vida de este hombre son extraños. Esta es una historia de desgracias. O así lo parece. Nadie ha contado el final.

Aquí se hizo hombre. En este pueblo. Aquí se casó, y a su debido tiempo Dios bendijo a la pareja con un hijo.

En la primera semana de mayo del año 1887 el hombre coge a su hijo y parte de viaje. Irá a Bavispe y allí dejará al muchacho al cuidado de un tío que es también padrino del chico. De Bavispe continuará hasta Batopite, donde dispone la venta de azúcar de unas haciendas de más al sur. Se quedará a pasar la noche en Batopite. He pensado mucho en este viaje. En el viaje y en el hombre. Él es joven. Tal vez no llega a los treinta. Va a lomos de una mula. El chico va montado delante, en el fuste de la silla. Es primavera y las flores de campo brotan en los prados que bordean el río. Ha prometido volver con un regalo para su joven esposa. La ve allí de pie. Ella le dice adiós con el brazo al verlo partir. No tiene otro retrato de ella más que el que lleva en el corazón. Piensa en eso. Ella tal vez está llorando. Viendo cómo él se pierde de vista. De pie en la misma sombra de esta iglesia que está condenada a caer. La vida es memoria y luego nada. Toda la ley cabe en una sola semilla.

El hombre había arqueado los dedos sobre la mesa a fin de situar la escena. Pasó una mano de izquierda a derecha para ilustrar dónde habían estado las cosas y cómo debió de ocurrir con el sol y con el jinete o la mujer allí de pie. Como si hubiera dado forma en el aire del presente a los espacios donde aquellas cosas habían estado.

En Bavispe había feria. Un circo ambulante. Y el hombre sostuvo en alto a su hijo bajo los farolillos de papel tal como su padre había hecho antes con él para que el niño pudiera ver. Un payaso, un mago, un hombre que cogía serpientes con las manos desnudas. A la mañana siguiente partió solo hacia Batopite, como ya se ha dicho, dejando al niño en Bavispe. Y fue allí donde el niño murió, aplastado en el terremoto. El padrino cogió al niño en brazos y se echó a llorar. El pueblo de Batopite se salvó. Aún hoy puede verse la enorme grieta en la pared de la montaña como si fuese una gran carcajada. Y eso fue todo lo que supieron de la catástrofe en Batopite. No se supo nada más. Cuando al día siguiente aquel hombre volvió a Bavispe se encontró con un viajero que iba a pie, quien le contó la noticia. El hombre no daba crédito a sus oídos y aguijó a la mula y cuando llegó a Bavispe comprobó que el viajero tenía razón: el pueblo estaba en ruinas y allí todo era muerte.

Entró en el pueblo, aterrorizado por lo que podía encontrar. Oyó escopetazos. Unos perros que habían estado hurgando los cadáveres entre los escombros salieron corriendo y pasaron por su lado a toda velocidad. Unos hombres armados fueron detrás de ellos y se quedaron gritando en medio de la calle. En la alameda los muertos yacían sobre esterillas de carrizo y las ancianas vestidas de negro iban de acá para allá entre las hileras ahuyentando moscas con frondas verdes. El padrino se le acercó y lloró junto al estribo, y como no podía ni hablar tomó las riendas con sus propias manos y sollozando condujo la mula por la alameda donde yacían comerciantes y agricultores muertos y las esposas de los comerciantes y los agricultores. Colegialas muertas. Tendidos sobre carrizos en la alameda de Bavispe. Un perro muerto con disfraz circense. Un payaso muerto. Y el más pequeño de todos, su hijo, aplastado y sin vida. Se apeó, cayó de rodillas y estrechó contra su pecho el cuerpo ensangrentado del niño. Corría el año 1887.

¿Qué cosas debió de pensar? ¿Quién es capaz de no sentir su aflicción? Vuelve a Huisiachepic con el cadáver del niño con que Dios había bendecido su hogar puesto de través en la grupa de la mula. Esperándolo en Huisiachepic está la madre del niño, y este es el regalo que él le trae.

Un hombre así es como quien está soñando un sueño de aflicción y despierta a una pena aún mayor. Todo lo que ama se ha convertido en una tortura. Alguien ha estirado la pinza del eje del universo. Todo lo que uno deja de mirar amenaza con desaparecer. Es un hombre perdido para todos nosotros. Se mueve y habla. Pero él mismo no es más que pura sombra en medio de lo que contempla. No hay imagen posible de ese hombre. La menor marca sobre la página exagera su presencia.

¿Buscaríamos la compañía de un hombre así? Que lo que habla en nosotros y está más allá de las palabras o más allá del levantar o agitar una mano para decir que así es como es mi corazón, o este. Eso era inaccesible para él.

El chico lo miró. Los ojos le brillaban y había puesto la mano con la palma hacia arriba sobre la mesa como si dentro estuviera la cosa perdida e inaccesible. Cerró el puño en torno a ello.

Lo perdemos de vista durante varios años. Abandona a su esposa en las ruinas de Bavispe. Muchos amigos han muerto. Nada más se sabe de su esposa. Él está en Guatemala. En Trinidad. ¿Cómo va a volver? De haber salvado aunque fuera una parte de la sepultura de su vida entonces quizá no habría habido necesidad de venir con flores y luto. Pero tal como estaban las cosas no quedaba parte alguna de él para hacer eso. ¿Comprendes?

A menudo los hombres que sobreviven a una catástrofe sienten en su propia redención la mano del destino. De la Providencia. Aquel hombre volvió a ver en sí mismo lo que quizá había olvidado. Que tiempo atrás había sido elegido entre el común de los hombres. Pues lo que ahora se le pedía que tuviese en cuenta era que por dos veces había sido sacado de las cenizas, del polvo y de los escombros. ¿Para qué? No debes pensar que semejante elección es feliz, porque no lo es. Había salvado la vida, pero se veía separado por igual de los antecedentes y de la posteridad. No era más que un ser condenado a la brevedad. Sus pretensiones de llevar la vida normal de los hombres se volvieron tenues, insustanciales. Era como un tronco sin ramas ni raíces. Tal vez hubo un momento, incluso entonces, en que habría ido a la iglesia para rezar. Pero la iglesia estaba en ruinas. Y en el oscuro presbiterio de su propio ser la tierra también se había movido y agrietado. Allí también había ruinas. En su alma se había abierto un erial, y quizá vio con una nueva claridad hasta qué punto se parecía él a la iglesia, simple objeto de barro, y quizá pensó que la iglesia no iba a ser reconstruida, pues semejante obra requiere, en primer lugar, que Dios anide en los corazones de los hombres pues es ahí, y solo ahí, donde tiene su razón de ser, y faltando eso no hay poder capaz de reconstruirla. Se convirtió en un hereje. Bien.

Después de mucho vagar este hombre apareció finalmente en la capital, y allí trabajó durante varios años. Era portador de mensajes. Llevaba una taleguilla de piel y lona provista de candado. No tenía forma de saber qué decían los mensajes, pero de todos modos estos no despertaban en él la menor curiosidad. Las fachadas de piedra de los edificios por delante de los que pasaba en su ronda diaria mostraban las señales de antiguos tiroteos. En algunos sitios, lejos del alcance de la gente, quedaban aún aquí y allá los pequeños medallones negros de plomo que habían sido balas disparadas desde nidos de ametralladoras en plena calle. Las habitaciones donde él aguardaba eran las mismas de las que habían sacado a hombres con altos cargos para ejecutarlos. ¿Hace falta decir que no tenía convicciones políticas? Él solo era un mensajero. No creía en el poder de los hombres para obrar sabiamente en interés propio. Su opinión era más bien que todo acto escapaba enseguida al control de su propagador para ser barrido en una tumultuosa oleada de consecuencias imprevisibles. Tenía la certeza de que en el mundo existía otra agenda, otro orden, y mientras tanto esperaba que lo llamasen para no sabía qué.

El hombre se echó hacia atrás, miró al chico y sonrió. No me interpretes mal, dijo. Lo que en el mundo sucede no puede tener una vida separada del mundo. No obstante lo cual, el mundo por sí mismo no puede tener una visión temporal de las cosas. No puede tener razón alguna para preferir unas empresas por encima de otras. El tránsito de los ejércitos y el de la arena en el desierto son la misma cosa. No hay predilección, comprendes. ¿Cómo iba a haberla? Y ¿por orden de quién? Este hombre no dejó de creer en Dios. Tampoco llegó a tener una visión moderna de Dios. Había Dios y había mundo. Sabía que el mundo lo olvidaría pero Dios no. Y sin embargo eso era lo que en el fondo deseaba.

Es fácil ver que nada salvo la pena podía llevar a un hombre a tener esta visión de las cosas. Y sin embargo, una pena para la que no hay solución no es realmente pena. Es una hermana sombría viajando con el disfraz de la pena. El hombre no se aparta tan fácilmente de Dios, ¿sabes? En lo más profundo de cada hombre existe la certeza de que algo sabe de su existencia. Hay algo que sabe, y no hay manera de huir u ocultarse de ello. Suponer lo contrario es imaginar lo inenarrable. En ningún momento dejó este hombre de creer en Dios. No. Fue más bien que acabó creyendo cosas terribles de Él.

Ahora es pensionista en México. No tiene amigos. De día va a sentarse al parque. El mismísimo suelo que pisa está abonado con la sangre de los antiguos. Observa a los transeúntes. Ha acabado convencido de que esos propósitos o finalidades con que imaginan están revestidos sus movimientos no son, de hecho, sino un medio por el cual describirlos. Cree que sus movimientos son materia de movimientos más amplios que responden a pautas desconocidas, y así sucesivamente. Te aseguro que no halla consuelo en estas especulaciones. Ve cómo el mundo se le escapa. Y alrededor de él un vacío enorme y sin eco. Fue por entonces cuando empezó a rezar. Por un motivo no muy puro tal vez. Pero ¿cómo habría que calificarlo entonces? ¿Se puede engatusar a Dios? ¿Se le puede rogar o pedir que nos muestre la causa de nuestros razonamientos? ¿Acaso puede una criatura suya complacerlo más que si se hubiera conducido de otra manera? ¿Podemos sorprender a Dios? En su fuero interno aquel hombre ya había empezado a conspirar contra Dios, pero aún no lo sabía. Y no lo supo hasta que empezó a soñar con Él.

¿Quién puede soñar con Dios? Este hombre sí podía. En sus sueños Dios estaba muy ocupado. Le hablaban y no respondía. Lo invocaban y no oía. El hombre podía verlo absorto en su trabajo. Como a través de un cristal. Sentado a solas en la luz de su propia presencia. Tejiendo el mundo. En sus manos el mundo fluía de la nada y en sus manos se desvanecía otra vez en la nada. Infinitamente. Infinitamente. Bien. Hete aquí un Dios al que estudiar con detenimiento. Un Dios que parecía ser esclavo de los deberes que se imponía. Un Dios con una insondable capacidad para someterlo todo a un designio inescrutable. Ni el propio caos escapaba a ese molde. Y en algún punto de aquel tapiz que era el mundo en su crearse y destruirse había un hilo que era él, y entonces despertaba llorando.

Un buen día se levantó, metió sus escasas pertenencias en una vieja maleta que había guardado bajo la cama todos esos años y bajó por las escaleras por última vez. Llevaba su Biblia bajo el brazo. Como el ministro residente de una secta de poca monta. A los tres días se hallaba en la localidad de Caborca, de santa memoria. A la vera del río mirando con el sol en los ojos la cúpula del crucero partido de la iglesia de la Purísima Concepción de Nuestra Señora de Caborca, que flotaba en el puro aire del desierto. Bien.

El hombre sacudió levemente la cabeza. Cogió tabaco y un trozo de espata de la mesa y empezó a liar otro cigarrillo. Con aire muy pensativo. Como si su elaboración fuera un rompecabezas. Se levantó, fue a la estufa, encendió el cigarrillo con la misma astilla renegrida de madera, inspeccionó el fuego y luego cerró la portezuela, volvió a la mesa y se sentó como antes.

Puede que conozcas la localidad de Caborca. La iglesia es muy hermosa. Los desbordamientos del río a lo largo de los años han causado muchos destrozos. El altar mayor y dos campanarios. El fondo de la nave y gran parte del crucero sur. Y lo que queda se aguanta sobre tres patas, por así decir. La cúpula cuelga en el cielo como una aparición, y así ha estado durante muchos años. De lo más inverosímil. Ningún albañil podría haber siquiera imaginado una cosa así. La gente de Caborca esperó y esperó que se viniera abajo. Era como tener en sus vidas algo inacabado. Sucesos de dudosas consecuencias fueron supeditados a la permanencia en pie de la cúpula. Se dijo de ciertos hombres venerables que cuando muriesen se caería, pero murieron ellos y murieron sus hijos y la cúpula siguió flotando en la pura atmósfera hasta que al final adquirió tanta importancia en los pensamientos de los habitantes de aquel pueblo que apenas se atrevían a hablar de ella.

A eso se llegó. Quizá no se planteó siquiera la pregunta de cómo había sido llevada a aquel lugar. Sin embargo, eso era exactamente lo que él buscaba. Puso su jergón bajo aquel precario techo y encendió su lumbre y allí se dispuso a recibir aquello que lo había esquivado. Tuviera el nombre que tuviese. Allá, en las ruinas de un templo de cuyo polvo y escombros había sido sacado él setenta años atrás y enviado a vivir en el mundo. Tal cual estaba. Tal cual se había convertido. Tal cual sería siempre.

Dio una larga calada al cigarrillo y estudió el humo que ascendía. Como si en su lento desanillarse estuvieran los lineamentos de la historia que contaba. Sueño o memoria o piedra construida. Echó la ceniza en el cuenco.

La gente del pueblo acudía a mirar. Desde cierta distancia. Les interesaba ver la actitud de Dios para con aquel hombre. Quizá fuese un loco. O un santo tal vez. Él no les hacía ningún caso. Se paseaba y murmuraba cosas a su Biblia y manoseaba las páginas. En lo alto de la bóveda había frescos que representaban esos mismos acontecimientos sobre los que meditaba. En la cara oeste de la cúpula los nidos de barro de las golondrinas enlucían las descoloridas vestimentas de los santos. De vez en cuando hacía una pausa en su incesante girar y, sosteniendo el libro en alto, aporreaba con un dedo una página determinada y se dirigía a su Dios sin restricciones. Esto es lo que vieron. Un viejo ermitaño. Un hombre sin historia. Unos dijeron que entre ellos había un santo, y otros que un lunático; muchos se escandalizaron porque nunca habían oído a nadie hablar con Dios de aquella manera. Ni subírsele a las barbas en su propia casa.

Al parecer, lo que este hombre deseaba era establecer cierta colindancia con su Hacedor. Fijar límites y fronteras. Ver que se trazaran unas líneas y que estas fueran respetadas. ¿Quién podría concebir un ajuste semejante? Las fronteras del mundo son las que Dios ideó. Con Dios no hay ajuste que valga. ¿Con qué iba uno a regatear?

Mandaron llamar al cura. Llegó el cura y habló con el hombre. El cura desde fuera de la iglesia. El solitario parroquiano dentro. Bajo la sombra de la peligrosa bóveda. El cura habló a aquel descarriado de la naturaleza de Dios y del espíritu y de la voluntad y del significado de la gracia en las vidas de los hombres, y el viejo lo oyó sin interrumpir y asintió con la cabeza en varios de los puntos importantes, y cuando el cura terminó el viejo levantó su Biblia en alto y le gritó al cura. Usted no sabe nada. Eso fue lo que le gritó. Usted no sabe nada.

La gente miró al cura. Para ver cómo reaccionaba. El cura miró detenidamente al hombre y se marchó. La convicción con que el viejo hablaba había hecho vibrar su corazón. Sopesó las palabras del viejo y se turbó, ya que lo que el viejo había dicho era, por supuesto, la pura verdad. Y si el viejo sabía eso, ¿qué otras cosas sabría?

Al día siguiente volvió. Y al otro. La gente acudía llena de curiosidad. Los eruditos del pueblo. Para oír lo que ambas partes tenían que decir. El viejo paseándose arriba y abajo a la sombra de la bóveda. El cura fuera. El viejo manoseando su libro con destreza terrible. Como un experto en contar billetes. El cura replicando en base a aquellos elevados principios canónicos a los que daba tanta amplitud. Ambos, herejes hasta la médula.

Se inclinó y apagó la colilla. Levantó un dedo. Como para inducir a la cautela. El sol había entrado en la habitación por la ventana meridional y algunos gatos se habían levantado para estirarse y recomponer su postura.

Con una diferencia, dijo. Con una diferencia. El cura no arriesgaba nada. No ponía nada en peligro. No pisaba el mismo terreno que el loco. No estaba bajo la misma sombra. Optó más bien por quedarse fuera del precario edificio de su propia iglesia, y con esta elección sacrificó el poder testimonial de sus palabras.

Por algún extraño impulso el viejo seguía en sus trece. A un tiempo dichoso y con reconcomio. Era su opción, su gesto. Todos coincidían en que su testimonio estaba lleno de fuerza. Su poder de convicción les resultaba manifiesto. En sus palabras había poca mesura y poca reserva. En su nueva vida el libertino quedaba excluido. ¿Te das cuenta? Su arrogancia había cautivado a los vivos. En aquel peligroso terreno había hecho de sí mismo el único testigo posible, y si algunos vieron en su mirada el éxtasis de la locura ¿qué otra cosa podría uno buscar en alguien que había impuesto al Dios del universo un terreno escogido por ese mismo Dios? Pues dicho terreno tiene siempre mal carácter, peligroso y transitorio. Y, en efecto, es así para que cada cual diga lo que ha de decir o calle.

¿Y el cura? Un hombre de principios. De sentimientos liberales. Generoso incluso. Con algo de filósofo. Pero habría que decir que su paso por el mundo era tan amplio que apenas si marcaba un sendero. En su fuero interno sentía una gran devoción por el mundo. Este cura oía la voz de la Divinidad en el murmullo del viento entre los árboles. Hasta las piedras le parecían sagradas. Era un hombre justo y creía que su corazón estaba lleno de amor.

No era así. Tampoco Dios susurra entre los árboles. Su voz es inconfundible. Cuando los hombres la oyen caen de rodillas y se les parte el alma y claman a Dios, pero no hay temor en ellos sino únicamente la furia de corazón que brota de semejante anhelo, y piden a gritos estar en su presencia pues saben en el acto que mientras que los impíos pueden vivir suficientemente bien en su exilio, aquellos a quienes Él ha hablado no pueden esperar sin Él más que una vida de tinieblas y desesperanza. Los árboles y las piedras no forman parte de ella. El cura no sabía que por su propia generosidad de espíritu estaba en peligro de muerte. Creía en su Dios ilimitado, sin centro ni circunferencia. Por esa misma falta de forma se había esforzado en hacer manejable a Dios. Esta era su colindancia. En su grandiosidad había cedido todo el terreno. Y en esta colindancia Dios no tenía nada que decir.

Ver a Dios en todas partes es no verlo en ninguna. Vivimos día a día, un día igual al siguiente, y luego un buen día, sin previo aviso, topamos con un hombre o vemos a un hombre al que ya conocemos y es un hombre como cualquier otro, pero que hace de sí mismo un determinado gesto que equivale a amontonar nuestros propios bienes sobre un altar, y en este gesto reconocemos lo que está sepultado en nuestros corazones y realmente no está perdido ni lo estará jamás. Y entonces, comprendes. Este mismo momento. Es esto lo que anhelamos y tenemos miedo de buscar, y es lo único que puede salvarnos.

Bien. El cura se marchó. Volvió al pueblo. Y el viejo a su testamento. A sus paseos y a sus argucias. Se había convertido en una suerte de abogado. Estudiaba una y otra vez las actas, no por la gloria de su Hacedor sino más bien para fallar en contra de Él. Para buscar en escrupulosas sutilezas una naturaleza más turbia. Falsos favores. Pequeños engaños. Promesas abandonadas o una mano levantada demasiado aprisa. Para querellarse contra Él, ¿entiendes? Comprendía lo que el cura no podía comprender. Que lo que buscamos es un contrincante digno. Pues peleamos para caer debatiéndonos entre demonios de alambre y crespón y anhelamos tener por oponente algo sustancial. Algo que nos contenga o aplaque nuestra mano. De lo contrario no habría límites a nuestro propio ser, y también nosotros debemos exigirnos el máximo hasta perder toda definición. Hasta que tengamos que ser tragados por ese mismo vacío que nos resistimos a aceptar.

La iglesia de Caborca continuaba en pie. Hasta el mismo cura podía ver que el harapiento pensionista acampado entre los cascotes era el único feligrés que aquella iglesia iba a tener jamás. Se marchó. Dejó al viejo con sus peroratas, allá, bajo la sombra de la cúpula que según decían algunos podía verse dar guiñadas al viento. Trató de considerar con humor la actitud del viejo. ¿Qué tenía que ver que la iglesia siguiera en pie o se viniese abajo? ¿Qué otra cosa que el capricho del viento si la vacilante cúpula acababa siendo santuario o sepulcro de un pobre anacoreta perturbado? Nada cambiaría. Nada nuevo se sabría. Al final todo sería como antes.

Los actos tienen su razón de ser en el testigo. Sin él ¿quién puede hablar de ellos? En el fondo podría decirse que el acto no es nada y el testigo lo es todo. Es posible que el viejo viese ciertas contradicciones en su postura. Si los hombres eran los zánganos que él pensaba que eran, ¿no habría sido más lógico que el mismo Ser Supremo contra quien iba dirigido su alegato lo hubiera designado a él para llevarlo a cabo? Como ha sido el caso con más de un filósofo, lo que al principio parecía una insalvable objeción a sus teorías acabó por ser considerado un necesario componente de ellas y en última instancia su centro de gravedad. Vio cómo el mundo se pulverizaba en la multiplicidad de su ejemplificación. Solo el testigo se mantuvo firme. Y el testigo de ese testigo. Pues lo que es verdad de verdad lo es también en los corazones de los hombres, y en consecuencia por muchas y variadas que sean las narraciones no puede ser contado erróneamente. Esto era lo que pensaba. Si el mundo era una historia contada ¿quién sino el testigo podía darle vida? ¿Dónde si no podía encontrar su ser? Esta era la idea de las cosas que empezaba a revelársele. Y entonces empezó a ver en Dios una tragedia terrible. Que la existencia de la Divinidad estaba en peligro por falta de esta cosa tan simple. Que para Dios no podía haber testigo alguno. Nada mediante lo cual su ser pudiera ser proclamado ante Él. Nada de lo que mantenerse aparte y decir yo soy esto y eso es lo otro. Cuando eso es, yo no soy. Podía crearlo todo excepto eso que podía decirle no.

Ahora ya estamos en condiciones de hablar de locura. Ya no hay peligro. Podría decirse, tal vez, que solo un loco sería capaz de rasgarse las vestiduras ante la responsabilidad de Dios. ¿Qué pensar entonces de este hombre que aduce que Dios lo ha preservado no una sino dos veces de las ruinas de la tierra solo para convertirlo en un testigo contra Él mismo?

El fuego hacía tictac en la estufa. El hombre se retrepó en su silla. Juntó las yemas de los dedos de ambas manos y flexionó con gesto pensativo una mano contra la otra. Como poniendo a prueba la fuerza de una proposición membranosa. Un gato grande y gris se subió a la mesa y lo miró fijamente. Le faltaba casi toda una oreja y los dientes le colgaban fuera de la boca. El hombre se apartó ligeramente de la mesa y el gato se le montó en la falda, se ovilló, volvió la cabeza y contempló muy serio al chico a la manera de un especialista médico. Un gato consejero. El hombre le puso una mano encima como para afianzarlo allí. Miró al chico. La tarea del narrador no es sencilla, dijo. Parece que se le exigiera escoger su historia entre las muchas posibles. Pero, naturalmente, no se trata de eso. Se trata más bien de hacer muchos cuentos del único cuento. El narrador siempre debe esmerarse a la hora de ingeniárselas contra la pretensión, tácita o no, del que escucha de que ya ha oído el cuento anteriormente. Expone las categorías en que el que escucha querrá hacer encajar la narración a medida que la escucha. Pero entiende que la narración no es en sí misma ninguna categoría sino más bien la categoría de todas las categorías, pues no hay nada que caiga fuera de su esfera. Todo es narración. Está seguro de ello.

El cura no volvió a visitar al viejo pensionista, la historia quedó inacabada. El viejo, por supuesto, no dejó en modo alguno de pasearse y denostar. Él al menos no tenía intención de olvidar las injusticias de su vida pasada. Los diez mil insultos. El catálogo de infortunios. Tenía la mentalidad de la parte perjudicada, ¿comprendes? Nada estaba perdido para él. ¿Y qué decir del cura? Como les pasa a todos, tenía la mente anublada por la ilusión de su proximidad a Dios. ¿Qué sacerdote renunciaría a su sotana aun para salvarse? Con todo, el viejo no estaba tan lejos de sus pensamientos, y un día mandaron a buscar al cura y le dijeron que el viejo había caído enfermo. Que estaba postrado en su jergón y no hablaba con nadie. Ni siquiera con Dios. El cura fue a verlo y comprobó que era como le habían dicho. Se quedó en el exterior del crucero y habló con el viejo. Le preguntó si en efecto estaba enfermo. El viejo contemplaba los descoloridos frescos de la bóveda. El ir y venir de las golondrinas. Volvió los ojos grises y macilentos hacia el cura y apartó de nuevo la vista. El cura, como es normal en los hombres, vio una ocasión en la debilidad de aquel viejo y retomó la conversación donde la habían dejado semanas atrás y empezó a declamar sobre la bondad de Dios. El viejo se tapó los oídos con las manos, pero el cura se acercó poco a poco a él. Al final el viejo se levantó tambaleante de su jergón y empezó a coger piedras de entre los cascotes y a arrojárselas al cura, y de este modo lo obligó a marcharse.

El cura regresó a los tres días y otra vez se puso a hablar con el viejo, pero el viejo ya no lo oía. La comida, el jarro de leche (que la gente de Caborca se había acostumbrado a dejarle al borde de la línea de sombra) estaban intactos. Dios se había burlado de él, claro. ¿Acaso podía ser de otra manera? Parecía que Dios finalmente se había aprovechado incluso de las heréticas usurpaciones del viejo. El sentimiento de elección que en aquellos años había sostenido y a la vez torturado al pensionista se veía ahora realizado de un modo que él no había previsto, y ante su mirada inquieta estaba la verdad en toda su horrible pureza. Vio que, en efecto, era el elegido y que el Dios del universo era mucho más terrible de lo que los hombres calculaban. No podía ser eludido ni dejado aparte ni sometido a circunscripción, y era verdad que Él contenía todo lo demás en su interior aun cuando según los argumentos de los herejes no fuera en absoluto Dios.

El cura quedó profundamente conmovido por lo que vio, y esto le causó gran sorpresa. Al final pudo incluso vencer sus miedos y se aventuró a acercarse al viejo bajo la cúpula de la iglesia en ruinas. Esto tal vez dio ánimos al viejo. Hasta es probable que en aquel momento postrero pensase que el cura podría hacer que la estructura se viniera abajo, cosa que él no había logrado. Pero, naturalmente, la cúpula siguió colgada en el aire, y al cabo de un rato el viejo empezó a hablar. Tomó la mano del cura como si fuese la de un colega y habló de su vida y de lo que había sido y de lo que había acabado siendo. Le contó al cura lo que había aprendido. Por último dijo que ningún hombre puede ver su propia vida hasta que esta toca a su fin y ¿cómo enmendarse entonces? Este hilo de vida no nos ata a otra cosa que a la gracia de Dios. Tomó la mano del cura en la suya, lo invitó a mirar sus manos unidas y le dijo que observara el parecido. Esta carne no es más que un recordatorio, pero dice lo verdadero. En última instancia el camino de un hombre es el camino de los demás. No hay viajes individuales, pues no hay hombres individuales que los hagan. Todos los hombres son uno y no hay otra historia que contar. Pero el cura tomó su narración por una confesión y cuando el viejo hubo terminado empezó a recitar la fórmula absolutoria. El viejo lo cogió del brazo a media señal de la cruz, allí, junto a su lecho de muerte, y detuvo al cura con la mirada. Le soltó la otra mano y levantó la suya. Como quien parte de viaje. Sálvese usted, dijo con un hilo de voz. Sálvese usted. Y luego murió.

En las calles pobladas de malas hierbas reinaba el silencio. El hombre pasó una mano por la cabeza del gato, alisándole las orejas para atrás. La buena y la estropeada. El gato tenía las patas delanteras encogidas sobre el pecho y los ojos entrecerrados. Este es mi gato guerrero, dijo el hombre. Pero es el más dulce de todos, añadió. Y el más simpático.

Alzó los ojos. Sonrió. La tarea del narrador no es nada fácil. Ya habrás adivinado a estas alturas quién era el cura. O quizá menos cura que abogado de cosas clericales. De opiniones clericales. Este cura porfiaría aún durante un tiempo en aferrarse a su vocación, pero al final ya no fue capaz de soportar que lo miraran a los ojos quienes acudían a pedirle consejo. ¿Qué consejo podía darles él, hombre de palabras? No tenía respuestas para las preguntas que el viejo mensajero había traído de la capital. Cuanto más pensaba en ellas, más complicadas se le volvían. Cuanto más intentaba formularlas, tanto más escapaban a su representación, y finalmente acabó comprendiendo que aquellas dudas no eran del viejo pensionista sino nada más que suyas.

El viejo fue enterrado en el patio de la iglesia de Caborca, entre los de su linaje. Tal fue la resolución del convenio de Dios con aquel hombre. Tal fue su colindancia, como tal es quizá, la de cualquier otro hombre. Al morir le había dicho al cura que se había equivocado en su estimación de Dios y que sin embargo había logrado, en última instancia, una comprensión de Él. Veía que sus exigencias hacia Dios seguían intactas y tácitas hasta en la más simple de las almas. Su razonamiento. Su punto de vista. Tenían su existencia en la historia más humilde. Pues el sendero del mundo es también único y no diverso y en ningún punto existe ruta alternativa, pues esa ruta está fijada por Dios y contiene todas las consecuencias en su propio andar y fuera de este no hay sendero ni consecuencia ni nada en absoluto. Jamás lo hubo. Al final, lo que el cura acabó creyendo fue que a menudo la verdad puede ser aportada por quienes personalmente son ajenos a ella. Acarrean eso que tiene peso y sustancia y no obstante carece para ellos de un nombre por el que invocarlo o evocarlo. Van de un sitio a otro desconociendo la verdadera naturaleza de su estado, tales son los ardides de la verdad y tales sus estratagemas. Luego, un buen día, en ese gesto fortuito, sutil, del desposeimiento, causan tales estragos en un alma ancilar que esta cambia para siempre, arrancada definitivamente del camino al que estaba destinada y colocada en cambio en un camino hasta ese momento desconocido para ella. El nuevo hombre difícilmente sabrá en qué momento se produce su cambio ni el origen de este. Por sí mismo no habrá hecho nada para que semejante buenaventura le acontezca. Y sin embargo se llevará el premio, ¿comprendes? Sin buscarlo ni merecerlo. Tendrán en su poder esa libertad esquiva que los hombres buscan con interminable desesperación.

Lo que el cura vio al fin fue que la lección de una vida no puede ser nunca su propia lección. Solo el testigo tiene la facultad de tomarle la medida. Solo se vive para el otro. El cura, por tanto, vio lo que el anacoreta no pudo ver. Que Dios no necesita testigos. Ni a su favor ni en contra. La verdad es más bien que si no hubiera Dios no podría haber testigo, pues no existiría identidad del mundo sino tan solo la opinión que cada hombre tuviese de él. El cura comprendió que no hay ningún hombre elegido porque no hay hombre que no lo sea. Para Dios todo hombre es un hereje. La primera acción de un hereje es nombrar a su hermano. Para así poder librarse de él. Cada palabra pronunciada es una presunción. Cada inspiración que no glorifique es una afrenta. Y ahora sé indulgente conmigo. Existe otro que oirá lo que tú nunca has dicho. Las piedras mismas están hechas de aire. En última instancia todos nosotros seremos únicamente lo que hayamos pensado de Dios. Pues nada es real salvo su gracia.


Cuando el chico subió al caballo el hombre lo miró parpadeando junto al estribo bajo el sol de media mañana. ¿Te vas a América?, dijo.

Sí, señor.

Vuelves con tu familia.

Sí.

¿Cuánto hace que no los ves?

No lo sé.

Su mirada se perdió calle abajo. Miró la maleza que crecía entre las hileras de edificios derrumbados. Los ripios que las lluvias periódicas de la región habían convertido en formas que sugerían el trabajo de enormes colonias de insectos. No se oía sonido alguno. Miró al hombre desde su silla. No sé ni en qué mes estamos, dijo.

Sí. Claro.

Pronto será primavera.

Vete a casa.

Eso pretendo, señor.

El hombre se apartó. El chico se llevó la mano al sombrero.

Gracias por el desayuno.

Vaya con Dios, joven.

Gracias. Adiós.

Hizo girar al caballo y enfiló la calle. Al salir del pueblo tiró de las riendas en dirección al río y se volvió a mirar por última vez, pero el hombre se había ido.


En días sucesivos cruzaría y volvería a cruzar el río innumerables veces allí donde el camino iba de vado en vado o seguía los abanicos aluviales escalonados en la base de las colinas donde la corriente de agua se hacía menos profunda o formaba recovecos. Cruzó el pueblo de Tamichopa, que fue arrasado y quemado por los apaches la víspera del domingo de Ramos del año 1758, y por la tarde llegó al pueblo de Bacerac, que era la antigua ciudad de Santa María fundada en el año 1642. Un niño se acercó a él, espontáneamente, cogió el caballo por el ronzal y lo guió calle abajo.

Pasaron por debajo del portal donde hubo de agacharse sobre el pescuezo del animal y luego cruzaron un blanqueado zaguán para entrar en un patio en que un burro apersogado a un poste hacía girar la rueda de una tahona. Desmontó y le dieron un paño con que lavarse y luego lo condujeron a la casa y le dieron de cenar.

Se sentó a una fregoteada mesa de madera junto a otros dos jóvenes y comieron chayotes asados y sopa de cebolla y tortillas y frijoles. Los chicos, que eran aún más jóvenes que él, lo miraban disimuladamente y esperaron a que hablara, por ser el mayor de los tres, pero él no habló y siguieron comiendo en silencio. Dieron de comer a su caballo y al caer la noche lo llevaron a la parte de atrás de la casa y le ofrecieron para acostarse un catre de hierro con una mísera funda de colchón. No había hablado con nadie salvo para decir gracias. Pensó que le habían confundido con otro. Despertó a una hora indeterminada y se sobresaltó al ver en la penumbra una figura que lo miraba desde el umbral, pero solo era la olla de arcilla que colgaba del dintel de la puerta, para refrescar el agua por la noche, y no otra clase de figura de otra clase de arcilla. La siguiente cosa que oyó fue el batir de unas manos trabajando las tortillas para el desayuno al amanecer.

Uno de los chicos le trajo una bandeja con un cuenco lleno de café. Salió al patio a tomarlo. Oyó hablar a unas mujeres en alguna parte de la casa y se quedó al sol bebiendo café y observando los colibríes que arremetían y se lanzaban y se detenían en el aire entre las flores que colgaban de la pared. Al rato una mujer acudió a la puerta y lo llamó para desayunar. Él se volvió con el cuenco en la mano y al hacerlo vio pasar por la calle el caballo de su padre.

Cruzó el zaguán y salió a la calle, pero estaba desierta. Caminó hasta la esquina y miró hacia el este y hacia el oeste, y caminó hasta la plaza y siguió hacia el norte por la calle principal pero no había rastro de caballo ni de jinete. Regresó a la casa. Mientras volvía trató de escuchar el sonido de un caballo tras los muros o los portales por delante de los que pasaba. Estuvo un rato de pie frente a la casa y luego entró a tomar su desayuno.

Comió a solas en la cocina. No parecía haber nadie. Terminó, se levantó, fue a echar un vistazo a su caballo y después regresó a la casa para dar las gracias a las mujeres, pero no pudo encontrarlas. Llamó, pero nadie respondió. Se quedó en el umbral de una habitación de techo alto revestido de cañas, amueblada con un viejo y oscuro guardarropa de algún otro país y dos camas de madera pintadas de azul. En la pared del fondo había una hornacina en la que vio un retablo estañado de la Virgen con una vela delgada delante. En el rincón había una cuna y en la cuna un perro pequeño de ojos empañados que alzó la cabeza al advertir su presencia. Regresó de nuevo a la cocina y buscó algo con que escribir. Finalmente cogió un poco de harina de un cuenco que había en el aparador, la espolvoreó sobre la mesa de madera, escribió allí su agradecimiento y luego salió en busca de su caballo, al que condujo del diestro por el zaguán hacia la calle. En el patio el burro hacía girar cansinamente la tahona. Montó y condujo su caballo por la callecita polvorienta saludando con un movimiento de cabeza a la gente con que se cruzaba. Pese a los harapos que vestía, caminaba como un escudero, llevando en su estómago el regalo de la comida, que a la vez que le servía de sustento le reclamaba sus derechos. Pues compartir el pan no es cosa sencilla, como tampoco lo es aceptarlo. Se agradezca del modo que se agradezca, de palabra o por escrito.

A media mañana cruzó la ciudad de Bavispe. No se detuvo. En la plaza frente a la iglesia vio la carreta de un vendedor ambulante de carne y unas viejas en batas de muselina negra ocupadas en alzar las tiras de un rojo apagado que pendían del colgador y mirar debajo con extraña lascivia. Siguió adelante. A mediodía estaba en Colonia Oaxaca; sofrenó el caballo en la calle, frente a la casa del alguacil, y luego escupió en el suelo y siguió su camino. A mediodía del día siguiente pasó otra vez por el pueblo de Morelos y tomó la carretera hacia el norte, rumbo a Ojito. Durante todo el día negros nubarrones fueron concentrándose hacia el norte. Cruzó el río una última vez y siguió adelante por las irregulares lomas donde la tormenta lo sorprendió con una granizada. El chico y Bird se refugiaron entre unas viejas casas abandonadas al borde del camino. Al granizo siguió una lluvia intensa. El agua se colaba indiscriminadamente a través del techo de arcilla que lo cubría y el caballo estaba intranquilo y no paraba de moverse. Tal vez percibía un olor a dificultades pasadas, o quizá no fuese más que la proximidad de las paredes. Cuando oscureció, el chico desensilló y se hizo un lecho en un rincón empujando con la bota la paja suelta. El caballo salió a la lluvia y él se tumbó bajo la manta desde donde pudiera ver por las grietas de las paredes la figura del caballo en el mudo y errático resplandor de los relámpagos a medida que la tormenta se alejaba por el oeste. Se durmió. Despertó en plena noche, pero el motivo de ello fue que la lluvia había cesado. Se levantó y salió. La luna estaba en el este, sobre la oscura escarpa de las montañas. Más allá del angosto camino una cortina de agua caía sobre los llanos. No soplaba el viento, pero una luz color hueso rielaba en el agua como si algo hubiera pasado por encima de esta, en cuya superficie la desollada luna se estremecía y hacía guiñadas y volvía a su posición inicial y luego todo quedaba como antes.

Por la mañana cruzó a caballo el puesto fronterizo de Douglas, Arizona. El guardia lo saludó con un movimiento de cabeza y él hizo otro tanto.

Da la impresión de que te has quedado más tiempo del que tenías previsto, dijo el guardia.

El chico lo escuchó sin apearse, apoyadas las manos sobre la perilla de la silla de montar. Miró al guardia. No me prestaría usted medio dólar para comer, ¿verdad?, dijo.

El guardia esperó un minuto. Luego metió la mano en el bolsillo.

Vivo muy cerca de Cloverdale, dijo el chico. Dígame su nombre y me ocuparé de que se lo devuelvan.

Ahí tienes.

El chico cogió la moneda al vuelo, asintió con la cabeza y se la guardó en el bolsillo de la camisa. ¿Cómo se llama usted?

John Gilchrist.

No es de por aquí.

No.

Yo me llamo Billy Parham.

Pues tanto gusto.

Le haré llegar ese medio dólar en cuanto tope con alguien que venga para aquí. Por eso no se preocupe.

No estoy preocupado.

El chico siguió montado con las riendas flojas. Alzó la vista en dirección a la amplia calle que tenía ante él y las áridas colinas que lo rodeaban. Volvió a mirar a Gilchrist.

¿Qué le parece este país?

Me gusta mucho.

El chico asintió. A mí también, dijo. Se tocó el ala del sombrero. Gracias, dijo. Se lo agradezco. Luego rozó con los talones los ijares del caballo de aspecto salvaje y enfiló la calle hacia América.


Pasó todo el día en la vieja carretera de Douglas a Cloverdale. Al atardecer llegaba a los Guadalupes, donde hacía frío, al igual que en el desfiladero en que lo pilló el anochecer, donde el viento se colaba por la quebrada. Cabalgaba encorvado sobre la silla y con los codos a los costados. Leyó los nombres y las fechas que hombres que habían pasado por lo mismo que él, y fallecidos hacía ya tiempo, habían escrito en la roca. Más abajo, en el largo y sombrío crepúsculo, estaba el hermoso llano de las Ánimas. Al bajar por la cara oriental del paso el caballo supo de pronto dónde estaban y levantó el hocico, relinchó y apresuró el paso.

Era más de medianoche cuando llegó a la casa. No había luces encendidas. Fue al establo para dejar allí el caballo y no había caballos en el establo y no había perro tampoco, y antes incluso de haber recorrido la mitad del establo supo que algo muy malo había ocurrido. Desensilló, colgó la silla, bajó un poco de heno, cerró la puerta de la casilla y luego fue andando hasta la casa, abrió la puerta de la cocina y entró.

La casa estaba desierta. Recorrió todas las habitaciones. Gran parte del mobiliario había desaparecido. Su pequeña cama de hierro aparecía solitaria en el cuarto contiguo a la cocina, sin otra cosa encima que la funda del colchón. En el armario ropero solo había unas pocas perchas de alambre. En la despensa encontró unos melocotones en conserva y se quedó a oscuras junto al fregadero comiendo melocotones directamente del tarro de cristal con una cuchara de cocina. Contempló por la ventana los prados que se extendían más al sur, azules y silenciosos bajo la luna que surgía, y el cercado, que se metía en la oscuridad bajo las montañas y cuya sombra cruzaba como una sutura la tierra iluminada por la luna. Abrió el grifo del fregadero pero solo dejó escapar un resuello y luego nada. Una vez que hubo acabado los melocotones fue a la habitación de sus padres y permaneció en el umbral mirando la cama vacía, los pocos jirones de ropa en el suelo. Fue a la puerta principal, la abrió y salió al porche. Se llegó hasta el arroyo y permaneció escuchando. Al cabo de un rato regresó a la casa, entró en su cuarto, se tumbó en la cama y se durmió.

Al despuntar el día se levantó y se puso a rebuscar entre los tarros que había en los anaqueles de la despensa. Encontró unos tomates estofados y después de dar cuenta de ellos se dirigió al establo, buscó un cepillo, llevó el caballo a donde le diese el sol y estuvo cepillándolo un buen rato. Luego lo llevó otra vez al establo, lo ensilló, montó y salió por la verja y tomó el camino hacia el norte en dirección al SK Bar.

Cuando entró a caballo en el patio el viejo Sanders estaba sentado en el porche, tal como lo había dejado la última vez. No reconoció al chico. Ni siquiera reconoció al caballo. De todos modos le dijo que se apeara.

Soy Billy Parham, dijo el chico en voz alta. El viejo permaneció un minuto en silencio. Luego dio una voz hacia la casa. Leona, llamó. Leona.

La chica apareció en el vano de la puerta, se protegió los ojos con una mano y miró al jinete. Después salió y se quedó de pie con una mano en el hombro de su abuelo. Como si fuera el jinete el que le traía malas noticias al viejo.


Cuando volvió de nuevo a la casa era más de mediodía. Dejó el caballo ensillado y a punto en el patio y entró y se quitó el sombrero. Recorrió todas las habitaciones. Pensaba que el anciano estaba loco, pero de la chica no podía decir nada. Entró en la habitación de sus padres y se quedó un largo rato allí, de pie. Se fijó en la funda del colchón, que llevaba las herrumbrosas huellas de los muelles. Luego colgó el sombrero del picaporte y se acercó a la cama. Se quedó junto a ella. Alargó el brazo, cogió el colchón con ambas manos, lo retiró de la cama, lo enderezó y lo dejó caer del revés en el suelo. Lo que quedó a la vista fue una enorme mancha casi negra de sangre seca que de haber penetrado tan profundamente crujió y se astilló como un oscuro vidriado cerámico. Se levantó un polvillo acre. Billy continuó de pie. Sus manos tantearon el aire y finalmente agarró el pilar de la cama y se aferró a él para mantener el equilibrio. Al rato levantó los ojos y al cabo de otro rato se acercó a la ventana. Miró los campos bañados por la luz del mediodía, el verde nuevo de los álamos junto al arroyo, el sol brillando sobre la sierra de las Ánimas, y cayó de rodillas, se llevó las manos a la cara y se echó a llorar.

Cuando pasó a caballo por Ánimas las casas parecían desiertas. Se detuvo frente al almacén y llenó su cantimplora con el agua de la espita que había a un lado del edificio, pero no se decidió a entrar. Aquella noche durmió en los llanos, al norte de la ciudad. No tenía nada que llevarse a la boca y no encendió fuego. Despertó continuamente y cada vez que lo hacía la uve doble de Casiopea se había acercado más a la estrella Polar y todo estaba como había estado y seguiría estando eternamente. Al mediodía siguiente llegaba a Lordsburg.


El sheriff alzó la vista de su escritorio. Frunció los finos labios.

Me llamo Billy Parham, dijo el chico.

Sé cómo te llamas. Pasa. Siéntate.

Se sentó en una silla frente a la mesa del sheriff y dejó el sombrero sobre su rodilla.

¿Dónde has estado, hijo?

En México.

México.

Sí.

¿Por qué te escapaste?

Yo no me escapé.

¿Tenías problemas en casa?

No, señor. Papá no lo habría permitido.

El sheriff se retrepó en su silla. Se palpó el labio inferior con el índice y estudió la andrajosa figura que tenía delante. Pálida de polvo. Delgada hasta la demacración. Sujetos los pantalones mediante una cuerda.

¿A qué fuiste a México?

No lo sé. Me dio por ahí.

Tenías un pelo en el culo que te pinchaba y no se te ocurrió otra cosa que largarte a México. ¿Es eso lo que me quieres decir?

Supongo que sí, señor.

El sheriff alargó la mano para apartar un montón de papeles grapados del borde del escritorio y los cuadró con el pulgar. Miró al chico.

¿Qué sabes de todo este asunto, hijo?

No sé nada en absoluto. He venido para preguntarle a usted.

El sheriff lo miró fijamente. Está bien, dijo. Si esa es tu historia, a ella tendrás que atenerte.

No es ninguna historia.

Está bien. Llevamos rastreadores hasta la casa. Eran seis caballos los que habían partido de allí. El señor Sanders dice que cree que son todos los que había. ¿Es así?

Sí, señor. Teníamos siete caballos contando el mío.

Jay Tom y su chico dicen que fueron dos y que se marcharon con los caballos un par de horas antes del amanecer.

¿Supieron calcularlo?

Supieron calcularlo.

Se presentaron a pie, entonces.

Así es.

¿Qué dice Boyd?

Boyd no dice nada. Escapó y se escondió. Pasó la noche al raso y a la mañana siguiente fue a casa de Sanders pero no entendieron nada de lo que decía. Miller tuvo que coger la camioneta y llegarse a la casa, donde se encontró con aquel panorama. Les habían disparado con una escopeta.

Billy miró la calle detrás del sheriff. Trató de tragar pero no pudo. El sheriff lo observó.

Lo primero que hicieron al llegar fue coger al perro y cortarle el cuello. Luego se dispusieron a esperar por si salía alguien de la casa. Tanto esperaron que uno de ellos tuvo que ir a mear. Esperaron a que todos se hubieron dormido otra vez después que el perro dejase de ladrar.

¿Eran mexicanos?

Indios. Al menos es lo que dice Jay Tom. Imagino que sabe distinguirlos. El perro no llegó a morir.

¿Cómo?

Que el perro no llegó a morir. Lo tiene Boyd. Está mudo como una pared.

El chico se quedó mirando el grasiento sombrero encajado en su rodilla.

¿Qué clase de armas teníais?, preguntó el sheriff.

En casa no había ningún arma aparte de una carabina cuarenta y cuatro cuarenta, y esa la tenía yo.

Pues no les sirvió de mucho, ¿verdad?

No, señor.

No tenemos ninguna pista. Eso lo sabes.

Sí, señor.

¿Y tú?

¿Yo qué?

Si sabes algo que no me hayas contado.

¿Tiene jurisdicción en México?

No.

Entonces qué más da.

Vaya manera de responder.

Ya. Más o menos como la suya.

El sheriff lo observó un rato.

Si crees que todo esto no me importa, dijo, estás muy equivocado.

El chico siguió sentado. Se llevó el antebrazo a un ojo y luego al otro y volvió la cabeza y miró de nuevo por la ventana. Por la calle no pasaba nadie. En la acera había dos mujeres hablando en español.

¿Podrías darme una descripción de los caballos?

Sí, señor.

¿Alguno de ellos está marcado?

Sí. Uno. Niño. Papá se lo compró a un mexicano.

El sheriff asintió con la cabeza. Está bien, dijo. Se agachó, abrió un cajón del escritorio, extrajo una caja metálica, la puso sobre la mesa y la abrió.

Se supone que no debería darte estas cosas, dijo. Pero no siempre hago lo que me dicen. ¿Tienes dónde guardarlo?

No lo sé. ¿Qué hay ahí dentro?

Papeles. Licencia de matrimonio, certificados de nacimiento. Hay papeles de algunos caballos, pero la mayoría es de hace años. También está el anillo de boda de tu madre.

¿Y el reloj de papá?

No había ningún reloj. En casa de los Webster tienen algunos enseres domésticos. Si quieres haré que guarden estos papeles en el banco. Por el momento no se ha nombrado conservador, de modo que no puede hacerse otra cosa.

Debería haber algún documento sobre Niño y también sobre Bailey.

El sheriff dio vuelta a la caja y la deslizó sobre la mesa. El chico empezó a rebuscar entre los documentos.

¿Quién es Margarita Evelyn Parham?, preguntó el sheriff.

Mi hermana.

¿Dónde está?

Murió.

¿Cómo es que tenía nombre mexicano?

Se lo pusieron por mi abuela.

Empujó la caja hacia el sheriff, volvió a doblar los dos papeles que había sacado de ella y se los metió por dentro de la camisa.

¿No quieres coger nada más?, dijo el sheriff.

No, señor.

Cerró la tapa de la caja, devolvió esta al cajón del escritorio, cerró el cajón, se retrepó en la silla y miró al chico. No estarás pensando en volver a México, ¿verdad?, dijo.

Aún no lo he decidido. Lo primero que tengo que hacer es ir a buscar a Boyd.

¿Ir a buscarlo?

Sí, señor.

Boyd no se va a ninguna parte.

Él se viene conmigo.

Boyd es menor de edad. No te lo entregarán. Diablos. Si tú también eres menor de edad.

Yo no estoy pidiendo nada.

Mira, hijo, no te busques líos con la ley por una cosa así.

El chico levantó el sombrero, lo sostuvo brevemente con ambas manos y se puso de pie. Gracias por los papeles, dijo.

El sheriff apoyó las manos en los brazos de su silla como si fuera a levantarse, pero no lo hizo. ¿Qué hay de las descripciones de los caballos? ¿Quieres ponérmelas por escrito?

¿De qué serviría?

Veo que no has aprendido modales mientras has estado fuera.

Eso parece, señor. Aprendí algunas cosas, pero modales no. Eso seguro.

El sheriff señaló la ventana con la cabeza. ¿Tu caballo es ese de ahí?

Sí, señor.

Veo que llevas portacarabina. ¿Dónde está el rifle?

Lo cambié.

¿Qué sacaste a cambio?

Creo que no sabría decirlo.

Será que no quieres.

No, señor. Quiero decir que no sabría qué nombre ponerle.

Cuando salió al sol de mediodía y desató al caballo del parquímetro la gente que pasaba por la calle se volvió para mirarlo. Algo venido de las mesetas agrestes, algo salido del pasado. Harapiento, sucio, hambriento de ojos y de tripas. Absolutamente irrecomendable. En aquel personaje estrafalario la gente contemplaba lo que más envidiaban y lo que más denigraban. Se compadecían de él, pero también era cierto que por cualquier menudencia podrían haberlo matado.


La casa donde se alojaba su hermano estaba en la parte este del pueblo. Era una casa pequeña de estuco, con corral y porche delantero. Ató a Bird a la valla del corral, empujó la puerta y echó a andar siguiendo el cercado. El perro dobló la esquina de la casa, le enseñó los dientes y erizó los pelos del cuello.

Soy yo, atontado, dijo.

Cuando el perro oyó su voz amusgó las orejas y se acercó a él casi arrastrándose. No había ladrado y no gimoteó.

¿Hay alguien en la casa?, dijo en voz alta.

El perro se le arrimó a las piernas. Aparta, dijo.

Llamó otra vez y luego subió al porche y llamó con la mano a la puerta delantera y esperó. No acudió nadie. Fue hasta la parte de atrás. Al probar la puerta de la cocina advirtió que estaba abierta; la empujó y miró dentro. Soy Billy Parham, gritó.

Entró en la cocina y cerró la puerta. Hola, dijo en voz alta. Cruzó la cocina y pasó al vestíbulo. Iba a llamar otra vez cuando detrás de él se abrió la puerta de la cocina. Se volvió y allí estaba Boyd, con un cubo en una mano y la otra en el picaporte. Había crecido. Se apoyó en la jamba.

Supongo que pensaste que había muerto, dijo Billy.

Si lo hubiera pensado no estaría aquí.

Boyd cerró la puerta y dejó el cubo sobre la mesa de la cocina. Miró primero a Billy y luego hacia la ventana. Cuando Billy le habló otra vez su hermano no lo miró pero Billy se dio cuenta de que tenía los ojos llorosos.

¿Estás listo para marchar?, preguntó.

Claro, dijo Boyd. Cuando tú lo estés.

De un gabinete que había en el dormitorio cogieron una escopeta, y de una cajita blanca de porcelana que había en un cajón de la cómoda sacaron diecinueve dólares en monedas y billetes pequeños que metieron dentro de un anticuado monedero de piel. Se llevaron la manta de la cama, buscaron un cinturón y algo de ropa para Billy. Luego cogieron todos los cartuchos de un chaleco de cazador que colgaba de la puerta de atrás -una posta doble cero y el resto perdigones del cinco y del siete-, y llenaron una bolsa de lavandería con comida enlatada, pan, tocino, galletas y manzanas de la despensa. Finalmente salieron, ataron la bolsa a la perilla de la silla, montaron en Bird y enfilaron la callecita arenosa con el perro trotando detrás. Una mujer que sujetaba entre los labios unas pinzas de la ropa los saludó desde el patio. Cruzaron la carretera y las vías de la línea Southern Pacific y viraron hacia el oeste. De anochecida estaban ya acampados en las marismas de álcali a veinticuatro kilómetros al oeste de Lordsburg, delante de una fogata hecha con estacas de una valla que habían arrancado con el caballo. Al este y hacia el sur había agua en las marismas y dos grullas canadienses descansaban atadas a sus reflejos en el claro de la postrera luz del día como estatuas de esas mismas aves en un devastado jardín donde las calamidades hubieran arrasado todo lo demás. Las secas y agrietadas plaquetas de barro iban curtiéndose en torno a las grullas. El fuego corría en jirones a merced del viento y las pelotas de papel que hacían con las bolsas de la tienda de comestibles se alejaban una a una a medio galope rumbo a la oscuridad que se cernía sobre ellos.

Le dieron al caballo gachas de avena que se habían llevado de la casa y Billy ensartó pedazos de tocino en una tira de alambre del cercado y los puso a asar. Miró a Boyd, que estaba sentado con la escopeta en el regazo.

¿Tú y papá conseguisteis hacer las paces?

Sí. Bueno, a medias.

¿Cómo a medias?

Boyd no respondió.

¿Qué es eso que comes?

Emparedado de uvas.

Billy sacudió la cabeza. Echó agua de la cantimplora en una lata de fruta confitada y puso la lata sobre las brasas.

¿Qué le pasó a tu silla?, preguntó Boyd.

Billy miró la silla, cuyo faldón izquierdo estaba estropeado, pero no dijo nada.

Deben de estar siguiéndonos, dijo Boyd.

Que nos sigan.

¿Cómo les vamos a pagar todo lo que nos hemos llevado?

Billy lo miró. Será mejor que te vayas haciendo a la idea de que eres un forajido, dijo.

Ni siquiera un forajido roba a quien le acoge en su casa y le ofrece su amistad.

¿Cuántas veces voy a tener que oírte decir eso?

Boyd no respondió. Comieron y desplegaron sus improvisadas camas y se acostaron. El viento no dejó de soplar en toda la noche. Apagó el fuego y las brasas y la forma retorcida del alambre al rojo ardió brevemente en la oscuridad de la noche como la incandescente armadura de un corazón enorme; luego se volvió negra y el viento redujo a cenizas las brasas y levantó las cenizas y barrió la arcilla donde habían estado las brasas y las cenizas hasta que no quedó otro rastro del fuego que el alambre renegrido. Toda la noche estuvieron pasando cosas en la oscuridad, cosas sin una articulación de sí mismas, pero con un destino concreto.

¿Estás despierto?, preguntó Billy.

Sí.

¿Qué les dijiste?

Nada.

¿Por qué?

¿De qué habría servido?

El viento soplaba. Las arenas migratorias pasaban, arremolinadas.

Billy.

Qué.

Sabían cómo me llamaba.

¿Sabían cómo te llamabas?

Venían por mí. Dijeron Boyd. Boyd.

Eso no significa nada. Duérmete.

Como si fuésemos amigos.

Duérmete.

Billy.

Qué.

No hace falta que intentes arreglar las cosas.

Billy no respondió.

Las cosas están así y basta.

Ya lo sé. Duérmete.

Por la mañana se sentaron a comer y al observar las marismas vieron que algo empezaba a articularse allí por donde el sol salía, sobre la arcilla color acero de la playa. Al cabo de un rato comprobaron que era un jinete. Estaba como a un kilómetro y medio de distancia y fue acercándose en una serie de tenues imágenes temblorosas que en aquellos puntos donde el suelo estaba anegado crecían repentinamente en longitud para avellanarse después y alzarse otra vez, de modo que el jinete parecía avanzar y retroceder y avanzar de nuevo. El sol trepó a los bancos de nubes rojas que señalaban la orilla oriental y el jinete siguió avanzando a través de un lago de dieciséis kilómetros de anchura y ocho centímetros de profundidad. Billy se puso de pie, cogió la escopeta, la metió debajo de la manta y se sentó otra vez.

El caballo era del color del terreno, o tal vez estuviese manchado de él. El jinete se aproximó por el agua estancada del bajío y el líquido desplazado por los cascos del caballo brillaba a la luz del sol y se desvanecía instantáneamente como plomo fundiéndose en una cuba. Se desvió del lago y enhebró un sendero por la arenosa ribera de soda entre ralos montecillos de hierba hasta que sofrenó el caballo color arcilla delante de ellos y los miró sin desmontar desde la sombra de su sombrero. No habló. Los miró y se volvió para mirar hacia el arenal y luego se inclinó, escupió y los miró otra vez. No sois los que pensaba que erais, dijo.

¿Quién pensaba que éramos?

El jinete hizo caso omiso de la pregunta. ¿Qué hacéis aquí?, preguntó a su vez.

No hacemos nada.

Miró a Boyd. Miró al caballo. ¿Qué hay debajo de la manta?, preguntó.

Una escopeta.

¿Es que piensas matarme?

No, señor.

¿Ese es hermano tuyo?

Sabe contestar solo.

¿Eres hermano suyo?

Sí.

¿Qué hacéis aquí?

Estamos de paso.

¿De paso?

Sí.

¿De paso hacia dónde?

Vamos a Douglas, Arizona.

No me digas.

Tenemos amigos allí.

¿Es que aquí no tenéis?

No estamos hechos para la vida de la ciudad.

¿Es ese vuestro único caballo?

Sí.

Ya sé quiénes sois, dijo el hombre.

No respondieron. El hombre se volvió a mirar las marismas del lago seco donde el agua estancada yacía cual plomo en la mañana sin viento. Se inclinó, escupió otra vez y miró a Billy.

Voy a contarle al señor Boruff lo que me habéis dicho. Que sois un par de trotamundos. O si quieres os espero y volvéis conmigo.

No pensamos volver. Se lo agradezco.

Te diré otra cosa, por si no la sabes.

Adelante.

Aún te queda mucho que aprender.

Billy no abrió la boca.

¿Cuántos años tienes?

Diecisiete.

El hombre sacudió la cabeza. Bueno, dijo. Tened cuidado.

Dígame una cosa, dijo Billy.

Pregunta.

¿Cómo ha podido vernos desde tan lejos?

Por vuestro reflejo. A veces en un arenal se ven cosas que normalmente no se verían. Varios de los muchachos decían que erais un espejismo, pero el señor Boruff sabía que no. Él conoce a fondo esta región. Sabe lo que hay y lo que no hay en ella. Y yo igual.

Pues vuelva a mirar dentro de una hora a ver si nos ve.

Eso había pensado hacer.

Señaló con la cabeza a cada uno de los hermanos, que seguían sentados en aquella estéril ribera interior, y luego miró al perro mudo.

Como perro guardián no vale gran cosa, ¿eh?

Le han cortado el cuello.

Sí, ya lo sé, dijo el hombre. Cuidaos mucho. Luego hizo girar el caballo sobre sí mismo y se alejó por la marisma. Su silueta se adentró en el sol. Cuando Billy y Boyd montaron y partieron rumbo al sur bordeando la marisma, aunque el sol estaba alto no consiguieron ver nada en absoluto en la orilla opuesta del lago por donde el jinete se había esfumado.

A media mañana cruzaron la frontera de Arizona. Después de atravesar una sierra descendieron hacia el valle de San Simón, que se extendía desde el norte, y a mediodía descansaron a la sombra de una alameda a orillas del río. Manearon, abrevaron los caballos y se sentaron desnudos en la rebalsa de grava. Pálidos, flacos, sucios. Billy miró fijamente a su hermano hasta que este se puso de pie y lo miró.

No vale la pena que me preguntes un montón de tonterías.

No iba a preguntarte nada.

Lo harás.

Permanecieron sentados en el agua. El perro estaba en la hierba, mirándolos.

Lleva las botas de papá, ¿verdad?, dijo Billy.

Ya empezamos.

Tienes suerte de no estar muerto tú también.

No le veo la suerte por ninguna parte.

Decir eso es de ignorantes.

Tú no lo sabes.

¿El qué?

Pero Boyd no dijo qué era lo que no sabía.

Comieron sardinas y galletas a la sombra de los álamos y a primera hora de la tarde, después de dormir un rato, reanudaron la marcha.

Una vez pensé que quizá te habías ido a California, dijo Boyd.

¿Qué pinto yo en California?

No lo sé. En California hay vaqueros.

Sí. Vaqueros de California.

A mí no me gustaría ir a California.

Ni a mí.

A Texas quizá sí.

¿Por qué?

No lo sé. Nunca he estado en Texas.

Ni en ninguna parte. Menuda explicación la tuya.

Es la única que tengo.

Cabalgaron. Grandes liebres californianas surgían entre las sombras alargadas y corrían y volvían a quedar inmóviles en escorzo. El perro no les hizo el menor caso.

¿Por qué no puede ir el sheriff a México?, preguntó Boyd.

Porque es americano. En México nuestras leyes no valen nada.

¿Y las leyes de México?

En México no hay ley que valga. Son un hatajo de delincuentes.

¿Con un número cinco se puede matar a un hombre?

Si te acercas lo suficiente, sí. Le hace un boquete que puedes meter hasta el brazo.

Al caer la tarde cruzaron la carretera al este de Bowie y tomaron hacia el sur por la antigua carretera que atravesaba la sierra de Dos Cabezas. Acamparon y Billy fue a buscar leña cerca de un arroyuelo; luego se sentaron junto a la lumbre y comieron.

¿Crees que vendrán por nosotros?, preguntó Boyd.

No lo sé. Es probable.

Se inclinó a remover las brasas con un palo y luego puso el palo en el fuego. Billy lo observaba.

No nos cogerán.

Ya lo sé.

¿Por qué no dices lo que estás pensando?

No estoy pensando en nada.

Nadie tuvo la culpa.

Boyd se quedó mirando al fuego. En el cerro que se alzaba al norte aullaron los coyotes.

Acabarás volviéndote loco, dijo Billy.

Ya lo estoy.

Alzó los ojos. De tan pálido su pelo parecía blanco. Por el aspecto parecía tener catorce años camino de una edad que nunca alcanzaría. Era como si hubiera estado allí sentado y Dios hubiese hecho los árboles y las rocas alrededor de él. Por encima de todo parecía estar lleno de una tristeza terrible. Como si albergara noticias de cierta pérdida horrenda que solo había llegado a oídos de él. Una inmensa tragedia, pero no debida a un hecho, un incidente o un acontecimiento, sino por el modo de ser del mundo.

Al día siguiente cruzaron la garganta del desfiladero Apache. Boyd iba sentado detrás de Billy con las delgadas piernas colgando a los flancos del caballo, y ambos hermanos contemplaron la región que se extendía al sur. Era un día soleado, soplaba el viento y en las montañas los cuervos remontaban las corrientes ascendentes sobre las laderas orientadas al sur.

Ahí tienes otro sitio donde nunca habías estado, dijo Billy.

Parece que abundan, ¿verdad?

¿Ves esa franja allá abajo, donde cambia el color?

Sí.

Es México.

No da la impresión de que se esté acercando.

¿Qué quieres decir?

Que sigamos adelante si es que hemos de seguir.

Al día siguiente, hacia el mediodía encontraron la ruta 666 y siguieron el alquitranado que salía del valle del manantial Sulphur. Cruzaron a caballo el pueblo de Elfrida. Cruzaron a caballo el pueblo de McNeal. Por la tarde enfilaron la calle mayor de Douglas y se detuvieron al llegar a la caseta de la frontera. El guardia los saludó con un movimiento de cabeza desde la entrada. Miró al perro mudo.

¿Dónde está Gilchrist?, preguntó Billy.

Se ha ido. No vuelve hasta mañana por la mañana.

¿Podría dejarle aquí un dinero?

Claro. Déjalo si quieres.

Pásame medio dólar, Boyd.

Boyd extrajo el monedero de piel de su bolsillo y lo abrió. Solo llevaban monedas de cinco, diez y un centavo, y él contó las necesarias, las recogió en el hueco de la mano y se las pasó a Billy por encima del hombro. Billy cogió las monedas, las esparció en la palma de la mano para volver a contarlas y luego las juntó otra vez, se inclinó y extendió el puño cerrado.

Le debía medio dólar.

Muy bien, dijo el guardia.

Billy se llevó un índice al sombrero y picó al caballo.

¿El perro va con vosotros?, preguntó el guardia.

Si quiere, sí.

El guardia los vio partir. El perro trotaba detrás. Cruzaron el pequeño puente. El guardia mexicano los miró un momento y les dio paso con un gesto de la cabeza, y así entraron en Agua Prieta.

Ya sé contar, dijo Boyd.

¿Qué?

Que ya sé contar. No hacía ninguna falta que lo contaras otra vez.

Billy giró sobre sí mismo, lo miró y se volvió otra vez hacia delante.

De acuerdo, dijo. No volveré a hacerlo.

Compraron unas paletas de helado a un vendedor ambulante, se sentaron en el bordillo a los pies del caballo y vieron cómo la calle se iba animando. Delante de ellos el perro descansaba inquieto echado en el polvo mientras los perros del pueblo lo rondaban y arqueaban el espinazo al percibir su olor.

En una tienda compraron harina de maíz y alubias, y sal y café y frutos secos y chiles, y también una pequeña sartén esmaltada, una olla con tapadera, una caja de cerillas de cocina y unos cuantos utensilios, y cambiaron el resto del dinero por pesos.

Ya eres rico, dijo Billy.

Riquísimo, dijo Boyd.

Es más de lo que yo tenía cuando vine por primera vez.

No creas que me consuela.

Dejaron la calle en el extremo sur del pueblo y siguieron el río a lo largo de su curso de guijas color gris pálido hasta el desierto, donde acamparon ya de noche. Billy preparó la cena y comieron y se sentaron a mirar el fuego.

Es mejor que no pienses más en eso, dijo Billy.

No estoy pensando en eso.

¿En qué estás pensando?

En nada.

Lo veo difícil.

¿Y si te ocurriera algo a ti?

Te pasas el tiempo pensando en lo que podría pasar.

Bueno, pero si pasa, ¿qué?

Podrías volver.

¿A casa de los Webster?

Claro.

¿Después de haberles robado y todo?

Tú no robaste nada. Además, has dicho que no estabas pensando.

Y es verdad. Es que tengo un presentimiento.

Billy se inclinó y escupió al fuego. Todo irá bien, dijo.

No he dicho que vaya a ir mal.

Cabalgaron todo el día siguiente por el lecho de piedras del río, y a la puesta de sol llegaron al villorrio de Ojito. Boyd, que había ido durmiendo con la cara pegada a la espalda de su hermano, se enderezó, sudoroso y desgreñado, cogió el sombrero que se le había quedado aplastado en el regazo y se lo puso.

¿Dónde estamos?, preguntó.

No lo sé.

Tengo hambre.

Lo sé. Yo también.

¿Crees que habrá algo de comer por aquí?

Ni idea.

Se detuvieron frente a un hombre que estaba en un desmoronado portal de barro y le preguntaron si había algo de comer en el pueblo. El hombre meditó un momento y luego les preguntó si querían comprarle una gallina. Siguieron cabalgando. Hacia el sur, donde la calle vacía se perdía en el desierto, estaba formándose una tormenta y toda la región aparecía azulada bajo las nubes; los relámpagos delgados como alambres que aparecían repetidamente en lontananza sobre los montes azules hendían el aire en absoluto silencio como una tempestad en una campana de cristal. Los pilló justo antes del anochecer. La lluvia empezó a caer en el desierto ahuyentando bandadas de palomas silvestres, y cabalgaron hacia una cortina de agua que los empapó al instante. Un centenar de metros más adelante desmontaron y se guarecieron en un bosquecillo a la vera del camino, donde sujetaron el caballo y observaron la lluvia rugir en el fango. Para cuando la tormenta pasó ya era noche cerrada y se quedaron tiritando en la oscuridad sin estrellas escuchando cómo goteaba el agua en medio del silencio.

¿Qué quieres hacer ahora?, preguntó Boyd.

Supongo que montar y seguir camino.

Muy mojado veo al caballo como para subirnos encima.

Él podría decir lo mismo de ti.

Pasaba la medianoche cuando llegaron al pueblo de Morelos. Calle abajo las farolas se iban apagando como si trajeran consigo la oscuridad. Billy había echado su chaqueta sobre los hombros de Boyd, que iba tambaleándose contra su espalda y el caballo, con la cabeza gacha, hacía chapotear el lodo mientras el perro cambiaba de dirección delante de ellos entre los charcos de agua estancada. Tomaron el camino hacia el sur, el mismo por el que Billy había seguido a los peregrinos hasta la feria en la primavera de aquel mismo año, hacía tanto tiempo.

Pasaron el resto de la noche en un jacal próximo al camino. Por la mañana encendieron un fuego, prepararon el desayuno y secaron sus ropas y luego ensillaron el caballo y tomaron de nuevo el camino hacia el sur. Al cabo de tres días de viajar así, y después de siete en la región atravesando una tras otra las miserables aldeas de adobe a orillas del río, llegaron al pueblo de Bacerac. Debajo de un saúco que crecía frente a una casa encalada había dos caballos esperando con la cabeza gacha. Uno era un gran roano capón con una marca reciente en el anca izquierda, y el otro era de ellos y llevaba puesta una silla de montar mexicana. Se llamaba Keno.

Mira eso, dijo Boyd.

Lo he visto. Bájate.

Boyd se apeó y luego lo hizo Billy, que le pasó las riendas a su hermano y sacó la escopeta del portacarabinas. El perro se había parado en mitad de la calle y estaba mirándolos. Billy abrió la recámara para comprobar que el arma estaba cargada; la cerró de nuevo y miró a Boyd.

Lleva el caballo allá abajo y procura no meterte.

Está bien.

Billy observó a Boyd llevar el caballo al extremo de la calle y luego se volvió y echó a andar en dirección a la casa. El perro se quedó mirando alternativamente a uno y a otro hasta que Boyd lo llamó con un silbido.

El chico se acercó a Keno y le acarició el cuello; el caballo empujó la testuz contra su camisa y soltó un resoplido largo y dulzón. Apoyó la escopeta en el saúco, levantó el estribo, lo pasó sobre el borrén delantero, tiró del látigo, soltó la correa, aflojó la cincha de atrás. Luego cogió la silla por la perilla y el fuste, la levantó y la dejó en tierra. Una vez que hubo hecho esto, retiró el sudadero, lo colgó del borrén de la silla, recogió la escopeta, desató al caballo y lo llevó calle abajo, hasta donde estaba Boyd.

Metió de nuevo la escopeta en su funda y volvió a mirar hacia la casa. Monta a Bird, dijo.

Boyd montó y lo miró.

Lleva los caballos allá arriba y procura que no puedan verte desde la casa. Nos reuniremos al sur del pueblo. Escóndete. Ya te buscaré.

¿Qué te propones hacer?

Quiero ver quién hay en la casa.

¿Y si son ellos?

No lo son.

¿Quién crees que puede haber allí?

No lo sé. Me parece que ha muerto alguien. Ahora vete.

Será mejor que cojas la escopeta.

No la necesito. Vete.

Lo vio marcharse por la angosta calle de tierra y luego volvió andando hacia la casa.

Llamó a la puerta y esperó con el sombrero en la mano. Nadie fue a abrir. Se puso el sombrero y se llegó a una puerta de carruajes que había en el muro, pero la puerta estaba atrancada. Metidos en la mampostería había culos de botellas rotas. Sacó su navaja, la introdujo entre las dos hojas de la puerta y empezó a retirar la vieja tranca de madera centímetro a centímetro, hasta que el extremo de la misma se soltó de su soporte; entonces abrió la puerta, entró y volvió a cerrar. No había señales de que hubieran entrado o sacado algo a rastras. Varias gallinas estaban posadas en un árbol bajo la luz del sol. Cruzó el patio hasta la parte de atrás y esperó en un portal que daba a un largo pasillo. En un banco bajo vio macetas de arcilla con plantas que habían sido regadas hacía poco; el suelo estaba húmedo, y también las baldosas debajo del banco. Se quitó otra vez el sombrero y recorrió el pasillo hasta la puerta que se abría al fondo. En una habitación a oscuras había una mujer en una cama. Sus hermanas la rodeaban, envueltas en negros rebozos. Sobre una mesa ardía una vela.

La mujer de la cama yacía con los ojos cerrados y un rosario de cuentas de vidrio entre las manos. Estaba muerta. Una de las mujeres arrodilladas volvió la cabeza y lo miró. Luego miró hacia una parte de la habitación que él no podía ver. Al cabo de un rato llegó un hombre poniéndose la chaqueta y saludó educadamente inclinando la cabeza al muchacho que estaba en el vano de la puerta.

¿Quién es usted?, preguntó.

Era alto y rubio, y hablaba español con acento extranjero. Billy se hizo a un lado y salieron al pasillo.

¿Su caballo estaba enfrente de la casa?

El hombre se detuvo con una manga a medio poner. Miró a Billy y luego miró hacia el pasillo. ¿Estaba?, dijo.


Encontró a Boyd con los caballos en un grupo de carrizos al borde del río, al sur de la ciudad.

Podría haberte seguido cualquiera, dijo.

Boyd no respondió. Billy se acuclilló, cogió una caña y la partió un par de veces con las manos.

Es un médico alemán. Tenía factura del caballo. O eso me ha dicho. Dice que consiguió los papeles de un comisionista de Casas Grandes llamado Soto.

Boyd había estado todo el rato con la escopeta en las manos. La devolvió al portacarabinas, se inclinó y escupió. Bien, dijo. Sea lo que sea, tiene más papeles que nosotros.

Pero nosotros tenemos el caballo.

Boyd miró más allá del caballo la corriente del río. Van a matarnos, dijo.

Venga, dijo Billy. Vámonos.

¿Has entrado en la casa?

Sí.

¿Qué le has dicho?

Vámonos. No hemos venido a pasar el rato.

Qué le has dicho.

Le he dicho la verdad. Que su caballo lo robaron unos indios.

¿Dónde está ahora?

Cogió el caballo del mozo y se fue a buscarlos río abajo.

¿Iba armado?

Sí. Iba armado.

¿Qué vamos a hacer?

Ir a Casas Grandes.

¿Dónde está eso?

No lo sé.

Dejaron a Keno maneado y con el perro atado a él y volvieron a caballo al pueblo. Se sentaron en el suelo de la polvorienta plaza mientras un individuo delgado y viejo acuclillado delante de ellos les trazaba con un palo cortado a cuchillo un plano de la zona que le dijeron deseaban visitar. El viejo esbozó en el polvo arroyos y promontorios y pueblos y cordilleras. Comenzó a dibujar árboles y casas. Nubes. Un pájaro. Bosquejó a los propios jinetes doblados sobre su montura. Billy se inclinaba de vez en cuando para preguntar por la distancia de cierta parte de su recorrido, entonces el viejo se volvía y miraba pestañeando al caballo que aguardaba en la calle y luego se eternizaba para responder. Cuatro hombres vestidos con trajes viejos y descoloridos estaban sentados en un banco cercano, mirándolos. Cuando el viejo terminó su explicación el mapa que había dibujado cubría un área del tamaño de una manta. Se puso de pie y se sacudió el polvo de las posaderas con la mano plana.

Dale un peso, dijo Billy.

Boyd sacó el monedero, extrajo la moneda y Billy se la entregó al viejo, que la cogió con elegancia y dignidad, se quitó el sombrero y volvió a ponérselo. Se dieron la mano y el viejo se embolsó la moneda, se volvió y cruzó el derruido zócalo y desapareció calle arriba sin mirar atrás. Cuando se hubo marchado los hombres que estaban en el banco se echaron a reír. Uno de ellos se levantó para ver mejor el mapa.

Es un fantasma, dijo.

¿Un fantasma?

Sí, sí. Claro.

¿Cómo?

¿Cómo? Porque el viejo está loco. Por eso.

¿Loco?

Completamente.

Billy se quedó mirando el mapa. ¿No es correcto?, preguntó.

El hombre levantó las manos con las palmas hacia arriba y dijo que lo que estaban viendo no era más que un decorado. Dijo que en definitiva el problema no era si el mapa era correcto o no sino el mapa en sí. Dijo que en aquella región había incendios y seísmos e inundaciones y que era preciso conocer la zona misma y no simplemente sus puntos más destacados. Además, dijo, ¿cuándo era la última vez que el viejo había estado en aquellas montañas, o en cualquier otra parte? En el fondo, su mapa no era realmente un mapa sino el dibujo de un viaje. ¿Y qué viaje era ese? ¿De cuántos años atrás?

Un dibujo de un viaje, dijo. Un viaje pasado, un viaje antiguo.

Desechó la idea con un gesto de la mano. Como si no se pudiera añadir más. Billy miró a los otros tres que estaban en el banco. Advirtió cierto brillo en sus ojos, así que se preguntó si no estarían tomándole el pelo. Pero el que estaba más a la derecha se inclinó, golpeó con el índice su cigarrillo para que cayera la ceniza y dirigiéndose al hombre que estaba de pie dijo que aparte de la posibilidad de perderse, el viaje entrañaba otros peligros. Dijo que los planos eran una cosa y los viajes otra. Dijo que era un error descartar la buena voluntad inherente al deseo de guiarlos expresado por el viejo, pues eso debía ser también tenido en cuenta, ya que por sí solo aportaría fortaleza y decisión a los dos jóvenes en su periplo.

El que estaba de pie sopesó aquellas palabras y luego las borró en el aire con un lento movimiento de abanico de su dedo índice. Dijo que no se podía esperar de los jóvenes que en lo concerniente al mapa creyeran a pie juntillas. Dijo que en cualquier caso era peor un mal mapa que carecer de mapa, puesto que engendraba en el viajero una falsa confianza y podía muy bien hacerle desechar un instinto que de lo contrario le serviría de guía si se dejaba llevar por él. Dijo que un mal mapa era una invitación al desastre. Señaló el esquema dibujado en el suelo, como invitándolos a contemplar la futilidad del mismo. El segundo de los que estaban en el banco asintió con expresión de conformidad y dijo que el mapa en cuestión era un disparate y que los perros callejeros se mearían encima. Pero el de la derecha se limitó a sonreír y luego dijo que para el caso los perros también podían mearse sobre sus tumbas y qué clase de argumento era ese.

El que estaba de pie dijo que lo que valía para un caso valía para todos y que fuera como fuese nuestras tumbas no reclamaban otra cosa que sus propias coordenadas, y que no aportaban consejo alguno en lo que a llegar a ellas se refería sino tan solo la certeza de que un día u otro llegaremos. Podía ser que quienes yacen en tumbas profanadas por perros de cualquier calaña tuvieran más cosas que decir y de naturaleza más aleccionadora con respecto a las realidades del mundo. Al oír esto, el que estaba a la izquierda, que aún no había abierto la boca, se levantó riendo y le hizo señas a los chicos de que lo siguieran; los tres se marcharon de la plaza y enfilaron la calle dejando a los otros con su rústica tertulia de banco de parque. Billy desató el caballo y esperaron mientras el hombre les señalaba el camino que iba al este, les enumeraba determinados puntos clave de los montes y les decía que la senda terminaba en una estación llamada Las Ramadas; agregó que debían confiar en su propia suerte o en su amistad con Dios para cruzar la divisoria y llegar hasta Los Horcones. Les estrechó la mano y les deseó suerte con una sonrisa. Ellos le preguntaron cuán lejos quedaba Casas Grandes y el hombre levantó una mano con el pulgar doblado sobre la palma. Cuatro días, dijo. Miró hacia la plaza, donde los demás continuaban arengándose unos a otros, y dijo que aquella tarde debían asistir a un funeral por la esposa de un amigo suyo y que estaban de un humor idiosincrásico y que no les hicieran caso. Dijo que su experiencia le enseñaba que la muerte, lejos de hacer a los hombres sabios o reflexivos, solía llevarlos a conceder grandes consecuencias a las cosas triviales. Les preguntó si eran hermanos y ellos dijeron que sí, y él les dijo que cuidaran siempre el uno del otro. Señaló de nuevo hacia las montañas con la cabeza y dijo que los serranos eran gente de buen corazón, pero que fuera de ahí la cosa cambiaba. Luego volvió a desearles suerte y pidió a Dios que los guardara y se apartó y levantó la mano a modo de despedida.

Cuando estuvieron fuera del alcance de su vista dejaron la calle y bajaron hasta el río y siguieron el camino de sirga hasta que llegaron a donde estaban el otro caballo y el perro. Boyd montó a lomos de Keno y cabalgaron hasta alcanzar el vado, por donde cruzaron el río y tomaron hacia el este en dirección a las montañas.

El camino muy pronto dejó de serlo. Donde se separaba del río tenía la anchura de un carro, o incluso más, y recientemente lo habían limpiado de arbustos, pero lejos del pueblo parecía que la empresa había perdido entusiasmo y se encontraron en una simple vereda que seguía el curso de un arroyo seco hacia las colinas. Al ponerse el sol llegaron a una pequeña propiedad, un puñado de cabañas estacadas sobre un desmonte entibado con rocas. Acamparon encima de aquel lugar en el talud inmediatamente superior, manearon los caballos y encendieron un fuego. Abajo, entre los enebros y los pinos achaparrados, se divisaba el farol amarillo de una casa. Algo más tarde, mientras hervían sus alubias, vieron que un hombre subía por el camino con un fanal en la mano. Los llamó desde el camino y Billy se acercó al árbol contra el que había apoyado la escopeta y le gritó que se acercara. El hombre se llegó hasta la lumbre. Miró al perro.

Buenas noches, dijo.

Buenas noches.

¿Son americanos?

Sí .

Sostuvo el fanal en alto. Miró las formas de los caballos más allá de la luz de la fogata.

¿Dónde está el caballero?

No hay otro caballero aparte de nosotros, respondió Billy.

El hombre recorrió con la mirada sus magras posesiones. Billy sabía que debían de haberlo enviado para que los invitase a la casa, pero el hombre no lo hacía. Hablaron un poco de nada en particular y luego el hombre se fue. Volvió andando por el mismo camino y vieron que alzaba el fanal a la altura de la cara y levantaba después la campana de cristal y apagaba la llama de un soplido. Luego, a oscuras, continuó camino hacia la casa.

Al día siguiente su ruta los condujo a las montañas que rodeaban el valle del río Bavispe por la vertiente occidental. El camino era ahora pésimo, con derrubios que obligaban a los jinetes a desmontar y conducir a los caballos encaramándose por el angosto lecho del arroyo y las pendientes de vaivén; había lugares en que el sendero divergía y donde distintas escuelas de pensamiento se perdían entre ramas de pinos y robles enanos. Aquella noche acamparon en un antiguo quemado entre restos de árboles y de cantos rodados que se habían abierto durante el terremoto de medio siglo atrás y resbalado montaña abajo. El roce de una piedra contra otra había producido el fuego que había hecho arder el bosque. Los troncos de los árboles desmochados y partidos aparecían en todos sus ángulos pálidos y secos a la luz del crepúsculo, pequeñas lechuzas volaban en silencio de acá para allá en el claro umbroso.

Se sentaron junto al fuego y prepararon el tocino que les quedaba con alubias y tortillas, comieron y se echaron a dormir en el suelo envueltos en sus mantas. El viento que pasaba entre los grises pilotes que los rodeaban no hacía ruido alguno, y las lechuzas, en sus reclamos nocturnos, emitían arrullos acuosos, semejantes a los de las palomas.

Cabalgaron por los montes durante dos días. Caía una lluvia fina. Hacía frío y viajaban arropados en las mantas y el perro trotaba delante de ellos como muda cabeza de recua y el vapor que surgía de los ollares de sus caballos humeaba blanco en el aire diáfano. Billy propuso que se turnaran a la hora de montar el caballo ensillado, pero Boyd dijo que con silla o a pelo prefería montar en Keno. Billy le propuso entonces cambiar la silla al otro caballo, pero Boyd se limitó a sacudir la cabeza y espoleó su montura.

Cruzaron las ruinas de viejos aserraderos y un prado de montaña salpicado de oscuros tocones de árbol. Cuando por la tarde atravesaban un valle soleado vieron los restos de una vieja mina de plata, y entre las formas oxidadas de antiguas máquinas, acampada en chozas de mimbre, una familia de mineros gitanos que trabajaban en el pozo abandonado y que ahora estaban de pie alineados de acuerdo con todas las estaturas posibles ante la lumbre vespertina viendo pasar a los jinetes por la ladera opuesta y protegiéndose los ojos del sol con las manos. Parecían un regimiento de milicianos perturbados y harapientos en el momento de pasar revista. Aquella misma tarde Billy mató un conejo; se detuvieron al pie de la montaña, encendieron un fuego, asaron el conejo y se lo comieron. Le dieron las tripas al perro, y luego los huesos, y cuando terminaron se sentaron a mirar las brasas.

¿Tú crees que los caballos saben dónde estamos?, preguntó Boyd.

¿Qué quieres decir?

Apartó los ojos del fuego. Quiero decir si crees que saben dónde están.

Pero ¿qué clase de pregunta es esa?

Bueno. Pues una pregunta sobre caballos, y sobre si saben o no dónde están.

Qué demonios van a saber. En unas montañas y nada más. ¿Te refieres a si saben que están en México?

No. Pero si estuviésemos en los Peloncillos o algo así sabrían dónde están. Si los hicieras regresar podrían encontrar el camino.

¿Me preguntas si encontrarían el camino de vuelta en caso de que los dejáramos sueltos?

No lo sé.

Entonces qué me preguntas.

Te pregunto si saben dónde están.

Billy miró las brasas. No sé de qué demonios me estás hablando.

Bueno. Olvídalo.

¿Quieres decir si tienen una imagen en la cabeza de dónde está el rancho?

No lo sé.

Aunque así fuera, no significa que pudieran encontrarlo.

No quería decir que pudieran. Tal vez sí o tal vez no.

No podrían desandar todo el camino. Demonios.

Yo no creo que lo desandaran. Sencillamente creo que saben dónde están las cosas.

Entonces sabes más que yo.

No he dicho eso.

No, lo he dicho yo.

Billy miró a Boyd, que estaba sentado con la manta sobre los hombros y las botas baratas cruzadas delante, cerca del fuego. ¿Por qué no te acuestas?, dijo.

Boyd se inclinó y escupió a las brasas. Contempló cómo hervía el salivazo. Acuéstate tú, dijo.

Cuando por la mañana emprendieron camino la luz todavía era gris. La bruma se movía entre los árboles. Cabalgaron para ver qué les deparaba el día, y antes de una hora se detuvieron sin desmontar en el borde oriental de la cuesta y contemplaron el sol elevarse sobre la llanura de Chihuahua e inflarse como un globo de cristal para crear una vez más el mundo a partir de la oscuridad.

Hacia el mediodía se encontraban de nuevo en la pradera cabalgando entre una hierba mejor que la que habían visto hasta el momento, cabalgando entre el sorgo y entre la grama. Por la tarde divisaron hacia el sur, en la distancia, un seto vivo de delgados cipreses verdes y los delgados muros blancos de una hacienda. Rielando al calor como un navío blanco en el horizonte. Lejana e insondable. Billy se volvió hacia Boyd para ver si la había visto; Boyd estaba mirándola mientras cabalgaba. La hacienda rieló y naufragó en la calina y luego reapareció justo encima del horizonte, y allí se quedó suspendida en el cielo. Cuando volvió a mirar, se había esfumado por completo.

En el largo crepúsculo llevaron los caballos del diestro para darles un respiro. No muy lejos había una hilera de árboles; montaron otra vez y se acercaron a ellos. El perro trotaba delante, con la lengua fuera. La llanura, oscura, fresca y azul, los envolvió y las siluetas de las montañas que habían dejado atrás aparecían negras y planas contra el cielo de la tarde.

Mantuvieron el rumbo hacia los árboles bañados por la luz cenital, y a medida que se aproximaban sacaron de sus lechos a las gruñonas formas de unas reses. Las reses sacudieron la testa y echaron a trotar en la oscuridad, y los caballos olisquearon el aire y la hierba pisoteada. Cabalgaron hacia los árboles y los caballos aflojaron el paso y una vez allí se detuvieron y luego se acercaron prudentemente a la negra agua estancada.

Manearon a Bird y después ataron a Keno a una estaca, donde pudiera ahuyentar el ganado mientras ellos dormían. No tenían nada que llevarse a la boca y no encendieron fuego. Simplemente se arroparon en las mantas encima del suelo. En dos ocasiones el caballo, mientras pacía, pasó la cuerda a que estaba atado por encima de ellos. Billy despertó y levantó la cuerda por encima de su hermano y la dejó de nuevo sobre la hierba. Tumbado en la oscuridad, envuelto en la manta, escuchó a los caballos comer hierba y oler el fuerte y exquisito aroma del ganado, y luego volvió a dormirse.

Por la mañana se bañaban desnudos en el agua oscura de la ciénaga cuando apareció un grupo de vaqueros. Abrevaron sus monturas en el otro extremo, les dieron los buenos días y permanecieron a horcajadas sobre los caballos, que bebían mientras ellos liaban cigarrillos y contemplaban el paisaje.

¿Adónde van?, preguntaron.

A Casas Grandes, respondió Billy.

Los vaqueros asintieron. Los caballos alzaron los hocicos goteantes y estudiaron sin demasiada curiosidad las pálidas figuras agachadas en el agua; luego bajaron la cabeza y siguieron bebiendo. Cuando terminaron, los vaqueros les desearon buen viaje, sacaron a los caballos de la ciénaga y cruzaron los árboles al trote y partieron hacia el sur por el mismo sitio que habían venido.

Lavaron sus ropas con hierba jabonera y las colgaron de una acacia donde no pudieran engancharse en los espinos si soplaba viento. Eran unas prendas muy gastadas por la región que habían cruzado y poco podían hacer para remendarlas. Sus camisas estaban prácticamente transparentes, la de Billy a punto de rasgarse por la mitad en la espalda. Extendieron las mantas, se tumbaron desnudos bajo los álamos y durmieron con el sombrero sobre los ojos mientras las vacas se acercaban entre los árboles y los miraban.

Cuando Billy despertó vio que Boyd se había incorporado y miraba hacia el bosquecillo.

¿Qué pasa?

Allá abajo.

Se levantó y miró hacia la ciénaga. Tres niños indios los miraban agazapados entre los carrizos. Cuando Billy se puso de pie con la manta sobre los hombros salieron corriendo.

¿Dónde demonios está el perro?

No lo sé. ¿Qué quieres que haga?

A lo lejos se elevaba una columna de humo; oyó voces. Se arropó en la manta, fue a buscar la ropa de los dos y volvió.

Eran indios tarahumaras y volvían a las sierras a pie, como siempre van los de su raza. No tenían ganado, ni perros. No hablaban español. Los hombres llevaban taparrabos, sombreros de paja y poca cosa más, pero las chicas y las mujeres lucían vestidos de llamativos colores con múltiples enaguas. Algunos calzaban huaraches, pero en su mayoría iban descalzos, y sus pies calzados o no eran zopos y rechonchos y llenos de callosidades. Llevaban su equipaje en fardos de tela tejida a mano y lo tenían todo amontonado bajo un árbol junto con media docena de arcos de madera de moral y carcajes de piel de cabra llenos de largas flechas de tallo de caña.

Las mujeres, alrededor de la lumbre, miraron con poco interés a aquellos chicos que estaban en el borde del claro con sus ropas recién lavadas. Un anciano y un muchacho tocaban violines caseros; el muchacho dejó de tocar pero el anciano continuó. Los tarahumaras paraban a beber allí desde hacía un millar de años, y gran parte de lo que en el mundo podía verse había hecho ese camino. Españoles con armadura y cazadores y tramperos y nobles con sus mujeres y esclavos y fugitivos y ejércitos y revoluciones y muertos y moribundos. Y cuanto se veía se contaba, y cuanto se contaba se recordaba. Dos pálidos y desastrados huérfanos del norte con sombreros demasiado grandes eran fácilmente acomodables. Se sentaron en el suelo un poco aparte de los demás y comieron en platos de estaño demasiado calientes que contenían una especie de guiso de habas y maíz en el que reconocieron las pepitas de chayote, las habas de mezquite y los trocitos de apio caballar. Comieron con los platos apoyados en la parte interior de las botas, que ya se habían sacado, tacón contra tacón. Mientras comían se acercó a ellos una mujer y les sirvió de una calabaza un mucílago de color ladrillo hecho de Dios sabe qué. Miraron el contenido del plato. No había nada para beber. Nadie decía nada. Los indios tenían la piel casi negra y su reticencia y su silencio indicaban una visión provisional, contingente, sumamente recelosa del mundo. Tenían un aura de cauto ensimismamiento, como si estuvieran observando una tregua arriesgada. El suyo parecía un estado de impróvida y desesperanzada vigilia. De hombres enviados a hielos inciertos.

Cuando terminaron de comer dieron las gracias y se retiraron. Nadie respondió. No hubo palabras. Mientras salían de entre los árboles Billy se volvió a mirar, pero ni siquiera los niños habían contemplado su partida.

Los tarahumaras levantaron el campamento por la tarde. Un gran silencio inundó el claro. Billy cogió la escopeta y anduvo por la hierba con el perro a su lado, estudiando la región a la roja luz del crepúsculo. Las flacas reses color sebo lo miraban desde los álamos y la acacia y se alejaron trotando y bufando. No había nada que cazar salvo las pequeñas torcazas que venían a beber, y no pensaba desperdiciar un cartucho con ellas. Desde una pequeña elevación de terreno que dominaba la pradera vio ponerse el sol tras las montañas del oeste y volvió andando en la oscuridad. A la mañana siguiente fueron por los caballos, ensillaron a Bird y se pusieron de nuevo en camino.

A media tarde llegaron al poblado mormón de Colonia Juárez, donde pasaron a caballo entre huertos y viñedos, cogiendo manzanas de los árboles y guardándoselas entre la ropa. Cruzaron el río Casas Grandes por el estrecho puente de tablas y dejaron atrás las pulcras y encaladas casas de chilla. Había árboles a ambos lados de la callecita y las casas tenían jardín y césped y cercas de piquetes pintados de blanco.

¿Qué clase de lugar es este?, preguntó Boyd.

Ni idea.

Siguieron cabalgando hasta el final de la calle y al doblar la primera esquina hacia el angosto y polvoriento camino se encontraron otra vez en el desierto, como si el pueblecito no hubiera sido más que un sueño. Al anochecer, camino de Casas Grandes, pasaron junto a las ruinas amuralladas de una vieja ciudad de adobe de los chichimecas. Entre aquellas conejeras y laberintos ardían aquí y allá los fuegos de unos intrusos, y donde estos iban de un lado a otro arrojaban sombras que se bamboleaban en las desmoronadas paredes como si fuesen camareros ebrios. La luna salió sobre la ciudad muerta iluminando las almenas terraplenadas y brilló sobre las criptas destechadas y los hornos y los corrales de fango y la plazoleta del juego de pelota donde estaban cazando los chotacabras y las resecas acequias en cuyos agrietados lechos de arcilla se entremezclaban fragmentos de alfarería y herramientas de piedra con los huesos de sus creadores.

Entraron en Casas Grandes después de cruzar las vías muy peraltadas del Ferrocarril Mexicano del Noreste. Dejaron atrás la estación, enfilaron la calle, ataron sus caballos delante de un café y entraron. En el techo, enroscadas a sus receptáculos y arrojando una desapacible luz amarilla sobre las mesas, vieron las primeras bombillas eléctricas desde que dejaran la frontera norteamericana en Agua Prieta. Se sentaron a una mesa y Boyd se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo. En el café no había un alma. Al rato la cortina de la puerta de atrás se corrió y apareció una mujer que se acercó a la mesa y los miró. No traía libreta en que anotar y no parecía haber menú. Billy le preguntó si le quedaba algún filete y ella asintió. Pidieron y se quedaron mirando por la pequeña ventana la calle en penumbra y los caballos esperando fuera.

¿Qué piensas?, preguntó Billy.

¿Sobre qué?

Sobre lo que sea.

Boyd sacudió la cabeza. Tenía las flacas piernas estiradas. Al otro lado de la calle pasaba una familia de menonitas por delante de los mal iluminados escaparates de los comercios. Los hombres vestían monos de faena y las mujeres iban detrás envueltas en sus amplias batas descoloridas por el sol portando cestas del mercado.

No estás enfadado conmigo, ¿verdad?

No.

¿Qué estás pensando?

Nada.

Bien.

Boyd contempló la calle. Al cabo de un rato volvió la cabeza y miró a Billy. Pensaba que fue demasiado fácil, dijo.

¿El qué?

Encontrar a Keno de esa manera. Recuperarlo.

Sí. Es posible.

Sabía que el caballo no volvería a pertenecerles hasta que cruzaran la frontera con él, y que la cosa no sería fácil, pero no lo dijo.

No te fías de nada, dijo.

Pues no.

Las cosas cambian.

Lo sé. Algunas.

Siempre te preocupas por todo. Pero eso no cambia nada. ¿O sí?

Boyd siguió estudiando la calle. Pasaron dos jinetes vestidos aparentemente de uniforme de banda. Ambos miraron a los caballos atados delante del café.

O sí, dijo Billy.

Boyd sacudió la cabeza. No lo sé, dijo. No sé cómo habrían ido las cosas si no me hubiera preocupado.

Esa noche durmieron en un campo cubierto de maleza polvorienta junto a la vía del tren. Por la mañana se lavaron en una acequia de riego y montaron en sus caballos, regresaron a la ciudad y comieron en el mismo local. Billy le preguntó a la mujer si conocía el paradero del despacho de un ganadero apellidado Soto, pero la mujer no lo sabía. Desayunaron a lo grande, huevos, chorizo y tortillas de harina de trigo como no habían visto aún en aquel país, y pagaron con lo que casi resultó ser el último dinero que les quedaba; luego salieron, montaron y cruzaron el pueblo a caballo. Las oficinas de Soto estaban en un edificio de ladrillo tres manzanas más al sur del café. Billy estaba mirando los reflejos de dos jinetes en la ventana del edificio de enfrente, donde los demacrados caballos pasaban cansinamente por segmentos a través de los temblorosos cristales, cuando vio aparecer también al descoyuntado perro y comprendió que el jinete que iba a la cabeza de aquel poco impresionante desfile era él mismo. Luego vio que el rótulo que había sobre la cabeza del jinete rezaba Ganaderos, y que encima de eso ponía Soto y Gillian.

Mira eso, dijo Billy.

Ya lo he visto, dijo Boyd.

¿Por qué no decías algo entonces?

Te lo digo ahora.

Se detuvieron en mitad de la calle. El perro se había sentado en el polvo esperando que ocurriese algo. Billy se inclinó, escupió y se volvió a mirar a Boyd.

¿Te importa que te pregunte una cosa?

Adelante.

¿Cuánto tiempo piensas seguir con este malhumor?

Hasta que se me pase.

Billy asintió. Se quedó mirando sus reflejos en el cristal. No parecía estar a gusto con la imagen que la ventana les devolvía. Imaginaba que dirías eso, dijo. Pero Boyd lo había visto examinar el cuadro de harapientos peregrinos emparejados a sus respectivos caballos e inclinados en el crucigrama del cristal del ganadero con el perro mudo a sus pies, y señaló la ventana con la cabeza. Estoy mirando lo mismo que tú, dijo.

Volvieron por dos veces al despacho del ganadero, hasta que dieron con él. Billy dejó a Boyd al cuidado de los caballos. Que no vean a Keno, dijo.

No soy tonto, dijo Boyd.

Cruzó la calle y levantó una mano al llegar a la puerta para que no le deslumbrara el cristal y miró dentro. Vio un despacho a la antigua usanza, con paneles de madera oscura y muebles oscuros de roble. Abrió la puerta y entró. El cristal de la puerta traqueteó al cerrar y el hombre del escritorio levantó los ojos. Tenía en la mano el auricular de un anticuado teléfono de pedestal. Bueno, dijo. Bueno. Le guiñó el ojo a Billy. Le indicó por señas que se acercara. Billy se quitó el sombrero.

Sí, sí. Bueno, dijo el ganadero. Gracias. Muy amable. Devolvió el auricular a la horquilla y apartó el aparato. Bueno, dijo. Pendejo. Un completo sinvergüenza. Miró al chico a los ojos. Pásale, pásale.

Billy se quedó de pie sujetando el sombrero. Busco al señor Soto, dijo.

No está.

¿Cuándo volverá?

Todos quieren saber lo mismo. ¿Usted quién es?, preguntó.

Me llamo Billy Parham.

¿Y quién es ese?

Soy de Cloverdale, Nuevo México.

¿De veras?

Sí, señor.

¿Y qué es lo que quería del señor Soto?

Billy dio un cuarto de vuelta a su sombrero. Miró hacia la ventana. El hombre miró con él.

Soy el señor Gillian, dijo. Tal vez pueda ayudarlo.

Pronunció la elle como una i griega. Esperó.

Verá, dijo Billy. Ustedes vendieron un caballo a un médico alemán de nombre Haas.

El hombre asintió. Parecía ansioso por conocer toda la historia.

Y yo estaba persiguiendo al hombre al que ustedes le compraron ese caballo. Podría tratarse de un indio.

Gillian se retrepó en su silla. Se dio unos golpecitos con el índice en los dientes de abajo.

Era un caballo roano oscuro, castrado, de unos quince palmos menores de altura.

Conozco las características de ese caballo. Está de más decirlo.

Sí, señor. Podría haberle vendido usted más de un caballo.

Sí. Podría pero no lo hice. ¿Por qué le interesa tanto ese caballo?

De hecho, el caballo no me preocupa. Solo quería al hombre que se lo vendió.

¿Quién es el chico que está en la calle?

¿Perdón?

El chico que está en la calle.

Es mi hermano.

¿Por qué está fuera?

Le gusta estar fuera.

¿Por qué no le dice que entre?

Está bien ahí.

¿Por qué no le dice que entre?

Billy miró por la ventana. Se puso el sombrero y salió.

Creí que estabas vigilando los caballos, dijo.

Están allá abajo, dijo Boyd.

Los caballos estaban en la callejuela atados por las riendas a un clavo de un poste de telégrafos.

Vaya manera de dejar a un caballo.

No los he dejado. Estoy aquí.

Te ha visto venir. Dice que entres.

¿Para qué?

No se lo he preguntado.

¿Y no sería mejor que siguiéramos nuestro camino?

No pasa nada. Vamos.

Boyd miró hacia la ventana de la oficina del ganadero, pero el sol daba en el cristal y no pudo ver dentro.

Venga, dijo Billy. Si no entramos sospechará algo.

Ya está haciéndolo.

No, señor.

Miró a Boyd. Dirigió la mirada hacia los caballos. Esos caballos tienen muy mal aspecto, dijo.

Lo sé.

Cruzó las manos a la espalda y clavó el tacón de su bota en la tierra de la calle. Miró a Boyd. Hemos cabalgado mucho para ver a este hombre, dijo.

Boyd se inclinó y escupió entre sus botas. Está bien, dijo.

Gillian levantó la vista cuando entraron. Billy abrió la puerta para que entrase su hermano y Boyd avanzó. No se quitó el sombrero. El ganadero se apoyó en el respaldo de la silla y los miró detenidamente por turnos. Como si le hubieran pedido que verificase su consanguinidad.

Le presento a mi hermano Boyd, dijo Billy.

Gillian le hizo señas de que se acercara.

Estaba preocupado por nuestro aspecto, dijo Billy.

Que sea él quien hable de lo que le preocupa.

Boyd tenía los pulgares metidos en el cinto. Seguía sin quitarse el sombrero. Yo no estaba preocupado por nuestro aspecto, dijo.

El ganadero volvió a mirarlo detenidamente. Es de Texas, ¿no?, dijo.

¿De Texas?

Sí.

¿De dónde ha sacado una idea como esa?

Ha venido de Texas, ¿no?

En mi vida he estado en Texas.

¿De qué conoce al doctor Haas?

No lo conozco. Jamás he visto a ese hombre.

¿Por qué le interesa su caballo?

No es su caballo. Ese caballo nos lo robaron del rancho unos indios.

Y su padre los ha enviado a México a recuperarlo.

Él no nos ha enviado a ninguna parte. Está muerto. Los mataron a él y a mi madre con una escopeta y robaron los caballos.

El ganadero arqueó las cejas. Miró a Billy. ¿Está de acuerdo con lo que dice él?, preguntó.

Estoy en las mismas que usted, dijo Billy. Esperando a ver qué más dice ahora.

El ganadero lo estudió con la mirada. Finalmente dijo que había alcanzado su actual posición comerciando con caballos tanto en el país de ellos como en el suyo propio y que como cualquier comerciante había aprendido a reconstruir las historias de aquellas personas con las que trataba, básicamente eliminando sus propias alternativas. Después dijo que no solía equivocarse ni sorprenderse.

Lo que me han contado es absurdo.

Bueno, dijo Billy. Tómelo como guste.

El ganadero giró ligeramente en su silla. Volvió a darse unos golpecillos en los dientes. Miró a Billy. Su hermano me toma por tonto.

Sí, señor.

El ganadero frunció el entrecejo. ¿Está de acuerdo con él?

No, señor. No estoy de acuerdo.

¿Cómo es que le cree a él y no a mí?, preguntó Boyd.

¿Quién no lo haría?, dijo el ganadero.

Veo que usted disfruta oyendo contar mentiras a la gente.

El ganadero asintió con la mirada. Dijo que era algo esencial si uno quería abrirse paso en ese negocio. Miró a Billy.

Hay algo más, dijo. ¿Qué es?

Es todo lo que sé.

Pero no todo lo que puede contarse.

Miró a Boyd. ¿O sí?, dijo.

No sé por qué me lo pregunta.

El ganadero sonrió. Se levantó trabajosamente. De pie se lo veía más bajo. Fue hasta un archivador de roble, abrió un cajón, rebuscó entre unos papeles y luego volvió con una carpeta, se sentó, dejó la carpeta delante de él sobre la mesa y la abrió.

¿Sabe leer español?, preguntó.

Sí, señor.

El ganadero estaba repasando el documento con el dedo índice.

El caballo fue adquirido en subasta el día 2 de marzo. Era un lote de veintitrés caballos.

¿Quién fue el comprador?

La Babícora.

Dio vuelta a la carpeta y la empujó por la mesa. Billy no la miró. ¿Qué es La Babícora?, dijo.

El ganadero alzó sus desgreñadas cejas. ¿Que qué es La Babícora?, dijo.

Sí, señor.

Es un rancho. El propietario es el señor Hearst, un compatriota suyo.

¿Venden muchos caballos?

No tantos como compran.

¿Por qué vendieron ese caballo?

¿Quién sabe? Los capones no son muy populares en este país. Supongo que podría decirse que existe cierto prejuicio.

Billy miró la hoja de ventas.

Adelante, dijo el ganadero. Puede usted mirar.

Cogió la carpeta y examinó la lista de caballos detallados bajo el número de lote 4.186.

¿Qué es un bayo lobo?, preguntó.

El ganadero se encogió de hombros.

Pasó la página. Echó un vistazo a las descripciones. Roano. Bayo. Bayo cebruno. Alazán. Alazán quemado. La mitad de los caballos eran de un pelaje que desconocía por completo. Yeguas y caballos, capones y potros. Vio uno que podía haber sido Niño. Luego vio otro que también. Cerró la carpeta y la dejó de nuevo sobre el escritorio.

¿Qué opina?, dijo el ganadero.

¿Qué opino de qué?

Me ha dicho que lo que le había traído hasta aquí no era el caballo en sí sino la persona que lo vendió.

Sí, señor.

Puede que su amigo trabaje para el señor Hearst. Es una posibilidad.

Sí, señor. Es una posibilidad.

No es cosa fácil encontrar a un hombre en México.

No, señor.

El monte es muy extenso.

Sí, señor.

Uno puede perderse.

Sí. Puede.

El ganadero siguió sentado. Tamborileó con el índice en el brazo de su butaca. Como un telegrafista retirado. Hay algo más, dijo. ¿De qué se trata?

No lo sé.

Se inclinó hacia delante. Miró a Boyd y luego miró las botas de Boyd. Billy le siguió la mirada. Buscaba las señales de las espuelas.

Están lejos de casa, dijo. Eso es obvio. Miró a Billy a los ojos.

Sí, señor, dijo Billy.

Déjeme darle un consejo. Me siento en la obligación.

Adelante.

Vuelvan a su casa.

Ya no tenemos casa, dijo Boyd.

Billy lo miró. Aún no se había quitado el sombrero.

¿Por qué no le preguntas por qué quiere que nos volvamos?, dijo Boyd.

Le diré por qué quiere saberlo, dijo el ganadero. Porque sabe lo que quizá usted no sabe. Que el pasado no puede remediarse. Usted cree que todo el mundo es tonto. Pero no hay muchas razones para que se queden en México. Piénselo bien.

Vámonos, dijo Boyd.

Estamos acercándonos a la verdad. Yo no sé cuál es la verdad. No soy una gitana adivina. Pero sí veo que el futuro les reserva muchos problemas. Debería usted hacer caso de su hermano. Él es mayor que usted.

Y usted también.

El ganadero volvió a apoyarse en el respaldo. Miró a Billy. Su hermano, dijo, es bastante joven para creer que el pasado todavía existe. Que las injusticias de entonces esperan ser reparadas. ¿Usted también lo cree?

No sé qué decir. Solo he venido por unos caballos.

¿Qué remedio puede haber? ¿Qué remedio puede haber para lo que no existe? ¿Comprende? ¿Y qué remedio hay que no tenga consecuencias imprevisibles? ¿Qué acción no supone un futuro que a su vez nos es desconocido?

En una ocasión vine a este país y me fui, dijo Billy. No ha sido el futuro lo que me ha hecho volver.

El ganadero tenía las manos al frente extendidas una sobre otra con un espacio en medio. Como si sostuviera una cosa invisible encerrada en una caja invisible. Uno nunca sabe qué cosas pone en marcha, dijo. Nadie puede saberlo. No hay profeta capaz de predecirlo. Las consecuencias de una acción son a menudo bastante distintas de lo que uno pensaba. Asegúrese de que lo que le mueve en el fondo del corazón es lo bastante grande como para contener todos los virajes equivocados, todas las decepciones. ¿Ve usted? No todo tiene ese valor.

Boyd ya estaba junto a la puerta. Billy se volvió y lo miró. Miró al ganadero. El ganadero apartó el aire con un vaivén del dorso de la mano. Sí, sí, dijo. Váyanse.

Una vez en la calle Billy se volvió para ver si el ganadero estaba mirándolos desde la ventana.

No te vuelvas, dijo Boyd. Ya sabes que está mirando.

Salieron del pueblo en dirección al sur y tomaron la carretera a San Diego. Cabalgaban en silencio con el perro mudo y cansado trotando y caminando alternativamente delante de ellos por el centro de la calzada bajo el sol del mediodía.

¿Tú sabes de qué estaba hablando?, preguntó Billy.

Boyd se volvió ligeramente en el caballo que montaba a pelo y miró a su hermano.

Claro que sé de qué estaba hablando. ¿Y tú?

Atravesaron la última de las pequeñas colonias ubicadas al sur del pueblo. En los sembrados por los que pasaron había hombres y mujeres que recogían algodón entre las grises y quebradizas plantas. Abrevaron los caballos en una acequia y les aflojaron los látigos para dejarlos bufar. Más allá de los campos vieron a un hombre remover la tierra con un buey uncido por sus cuernos a un arado que se manejaba con una sola mano. El arado era como los que usaban en el antiguo Egipto y consistía en una raíz de árbol. Montaron y siguieron adelante. Se volvió a mirar a Boyd, flaco a lomos del caballo desguarnecido. Más flaco aún entre las sombras. Alto y oscuro el caballo que trotaba por la carretera moviendo las angulosas articulaciones y sesgando en el polvo, más real como caballo que el que él montaba. Al atardecer se detuvieron en lo alto de una elevación del camino y contemplaron a sus pies los accidentados solares de terreno oscuro donde habían abierto las compuertas a los campos recién arados y el agua estancada en los carriles brillaba bajo el sol vespertino cual si fuesen una cuadrícula de bruñidos lingotes que se perdían en lontananza. Como si los mojones que señalaban la frontera de una antiquísima aventura hubieran caído del otro lado de los álamos de la cuneta, de las aves canoras de la tarde.

En la carretera cada vez más oscura, poco a poco dieron alcance a una muchacha que caminaba descalza portando sobre la cabeza un fardo de tela que le colgaba a ambos lados, semejando un enorme sombrero flexible. Cuando ellos pasaron por su lado tuvo que girar todo el cuerpo para verlos. Saludaron con una leve inclinación de la cabeza; Billy le dio las buenas tardes, ella hizo otro tanto y cada cual siguió su camino. Al cabo de un rato llegaron a un sitio en que las acequias, al rebosar, habían dejado agua estancada en la cuneta. Se apearon y guiaron los caballos del diestro a lo largo del terraplén y se sentaron en la hierba, desde donde vieron a unos gansos pasearse ceremoniosamente por los campos oscurecidos. La chica pasó por la carretera. Primero pensaron que iba silbando, pero en realidad lloraba. Al ver los caballos, se detuvo. Los caballos alzaron la cabeza y miraron hacia la carretera. Ella siguió adelante y los animales bajaron la cabeza y continuaron bebiendo. Cuando llevaron otra vez los caballos a la carretera la muchacha era ya un punto pequeño que apenas se movía a lo lejos. Montaron, se pusieron en camino y al rato le dieron nuevamente alcance.

Billy condujo su caballo al otro lado de la calzada. De ese modo, si él le decía algo al pasar ella tendría que volver la cara hacia el oeste para responder. Pero cuando oyó los caballos a su espalda la muchacha también cruzó la carretera, y cuando Billy le dirigió la palabra ella no se volvió; si dijo algo, él no pudo oírlo. Siguieron cabalgando. Unos cien metros más adelante Billy sofrenó su caballo y echó pie a tierra.

¿Qué haces?, preguntó Boyd.

Miró a la chica. Se había detenido. No podía ir a ninguna parte. Billy se volvió, levantó el estribo que tenía más cerca e inspeccionó el látigo.

Está anocheciendo, dijo Boyd.

Es de noche.

Pues vamos.

Estamos yendo.

La muchacha había echado a andar otra vez. Se aproximó lentamente, siempre del lado más alejado de la carretera. Al llegar a la altura de ellos Billy le preguntó si quería montar a caballo. Ella no respondió. Sacudió la cabeza bajo el fardo y luego apresuró el paso. Billy la siguió con la mirada. Acarició al caballo, cogió las riendas y echó a andar por la carretera llevando el caballo de las riendas. Boyd dejó descansar a Keno y observó a su hermano.

Pero ¿qué te pasa?

¿Cómo?

Preguntarle si quiere montar.

¿Qué tiene de malo?

Boyd picó a su caballo y se puso a la altura de su hermano. ¿Qué haces?, preguntó.

Tirar del caballo.

¿Qué demonios te pasa?

A mí no me pasa nada.

Entonces ¿qué estás haciendo?

Tiro de mi caballo. Como tú montas en el tuyo.

Y una mierda.

¿Te dan miedo las chicas?

¿Miedo las chicas?

Sí.

Miró a Boyd. Pero Boyd sacudió la cabeza y siguió cabalgando.

La pequeña figura de la muchacha fue desvaneciéndose en la noche. Las palomas seguían acudiendo a los campos que se extendían al oeste de la carretera. Las oyeron volar sobre ellos, incluso después de que la oscuridad impidiese ver nada. Boyd continuó, luego esperó en la carretera. Al rato Billy le dio alcance. Iba de nuevo a caballo y siguieron viaje juntos.

Salieron de la tierra de regadío y en una arboleda a la vera del camino vieron un jacal de barro y varas donde ardía la tenue luz anaranjada de una lámpara de burdel. Pensaron que la muchacha viviría allí, y se sorprendieron al encontrarla de nuevo delante de ellos en la carretera.

Esta vez, cuando la adelantaron era noche cerrada, y Billy aminoró la marcha, se puso a su lado y le preguntó si iba muy lejos; ella dudó unos instantes y luego dijo que no. Billy se ofreció a llevar el fardo detrás, en la silla, y que ella caminara a su lado, pero la muchacha rechazó cortésmente el ofrecimiento. Lo llamó señor. Luego miró a Boyd. A Billy se le ocurrió que la muchacha muy bien podía haberse escondido en el chaparral del camino, pero que no lo había hecho. Le desearon buenas noches y siguieron cabalgando. Más adelante se cruzaron con dos jinetes que les dirigieron unas palabras desde las tinieblas y luego siguieron su camino. Billy frenó su caballo y se volvió a mirar cómo se alejaban. Boyd se detuvo a su lado.

¿Estás pensando lo mismo que yo?, preguntó Billy.

Boyd tenía los antebrazos cruzados delante, sobre el borrén. ¿Quieres que la esperemos?

Sí.

De acuerdo. ¿Crees que la molestarán?

Billy no respondió. Los caballos cambiaron de postura. Al cabo de un rato dijo: esperemos solo un minuto. En un minuto estará aquí. Y luego nos vamos.

Pero pasó un minuto y la muchacha no apareció; tampoco lo hizo al cabo de diez, ni de treinta.

Volvamos, dijo Billy.

Boyd se inclinó, escupió e hizo girar el caballo sobre sí mismo. No habían recorrido más que un kilómetro y medio cuando delante de ellos vieron un fuego entre las férreas formas de los matorrales. La carretera torcía y el fuego basculó ligeramente hacia la derecha. Luego recuperó su posición. Un kilómetro más adelante, se detuvieron. El fuego ardía en un pequeño robledal que había algo más al este. El resplandor quedaba amparado por la oscura bóveda de las hojas y las sombras iban y venían; desde la oscuridad relinchó un caballo.

¿Qué quieres que hagamos?, preguntó Boyd.

No lo sé. Déjame pensar.

Permanecieron a oscuras sin desmontar.

¿Has pensado ya?

Supongo que no podemos hacer otra cosa que acercarnos.

Sabrán que hemos dado marcha atrás.

Ya lo sé. Es inevitable.

Boyd contempló el fuego que ardía entre los árboles.

¿Tú qué quieres hacer?, preguntó Billy.

Si vamos a meternos ahí, hagámoslo de una vez.

Se apearon y llevaron los caballos de las riendas. El perro se quedó en la carretera mirándolos. Luego se levantó y los siguió.

Cuando Billy y Boyd penetraron en el claro al amparo de los árboles, los dos hombres se hallaban de pie al otro lado de la fogata, mirándolos acercarse. Sus caballos no estaban a la vista. La muchacha estaba sentada en el suelo con las piernas remetidas bajo su cuerpo y agarrada al fardo que tenía sobre la falda. Al ver que se trataba de ellos apartó la vista y se quedó contemplando el fuego.

Buenas noches, dijo Billy de viva voz.

Buenas noches, dijeron ellos.

Aguardaron al lado de los caballos. No los habían invitado a acercarse. Al entrar en el círculo de luz el perro se detuvo allí mismo y luego retrocedió unos pasos y se quedó esperando. Los hombres no les quitaban ojo de encima. Uno de ellos se llevó el cigarrillo a la boca, dio una calada con labios apretados y exhaló una fina bocanada de humo hacia el fuego. Luego hizo un movimiento circular con el brazo, el índice apuntando hacia abajo. Les dijo que cogieran los caballos y los dejaran detrás de ellos, entre los árboles. Nuestros caballos están allá, dijo.

Así está bien, dijo Billy. Permaneció quieto.

El hombre dijo que así no estaba bien. Que no quería que sus caballos ensuciaran donde ellos iban a dormir.

Billy lo miró. Se volvió ligeramente y miró su caballo. Podía ver, dobladas como un sombrío tríptico en un pisapapeles de cristal, las figuras de los dos hombres y la chica ardiendo en la fugitiva luz de la lumbre que se reflejaba en el negro del ojo del animal. Le entregó las riendas a Boyd por detrás de la espalda. Llévalos allá, dijo. No desensilles a Bird ni le aflojes el látigo y no los pongas con sus caballos.

Boyd pasó por delante de él llevando los caballos y se adentró en la oscuridad más allá de la lumbre. Billy avanzó, los saludó con una breve inclinación de la cabeza y se echó el sombrero ligeramente hacia atrás. Se plantó delante del fuego y miró las llamas. Luego miró a la muchacha.

Cómo está, dijo.

Ella no respondió. El hombre que fumaba junto al fuego se había puesto en cuclillas y estaba observando a Billy entre la urdimbre del calor; sus ojos tenían el color del carbón mojado. En el suelo, al lado de él, había una botella tapada con un elote.

¿De dónde viene?, preguntó.

De América.

Texas.

Nuevo México.

Nuevo México, dijo el hombre. ¿Y adónde va?

Billy lo miró. Tenía el brazo derecho doblado sobre el pecho y apoyado en el codo del izquierdo, de modo que el antebrazo de este quedaba en vertical delante de él sosteniendo el cigarrillo en una pose extrañamente formal, extrañamente delicada. Billy miró otra vez a la muchacha y luego al hombre que estaba al otro lado del fuego. No tenía respuesta a su pregunta.

Hemos perdido un caballo, dijo. Estamos buscándolo.

El hombre no dijo nada. Sostuvo el cigarrillo entre los dedos, a continuación inclinó la muñeca en un movimiento similar al de un pájaro, dio una calada y luego volvió a dirigir el cigarrillo hacia arriba. Boyd salió de entre los árboles y rodeó la lumbre, pero el hombre no lo miró. Lanzó la colilla a las brasas, se envolvió las rodillas con los brazos y empezó a mecerse en un movimiento apenas perceptible. Apuntó con el mentón a Billy y le preguntó si los había seguido para ver sus caballos.

No, respondió Billy. Nuestro caballo es muy característico. Lo conoceríamos de lejos.

Tan pronto hubo terminado de decirlo supo que había renunciado a la única respuesta plausible a la siguiente pregunta que el otro le haría. Miró a Boyd. Boyd también lo sabía. El hombre se meció, los miró detenidamente. ¿Qué quieren pues?, preguntó.

Nada, respondió Billy. No queremos nada.

Nada, dijo el hombre. Pronunció la palabra como saboreándola. Imprimió a su mentón un leve giro lateral como haría uno que considerase las probabilidades. Dos jinetes que se encuentran a otros dos de noche en una carretera y al cabo de un rato topan con un viajero a pie saben que esos caballeros han adelantado al viajero a pie y han seguido su camino. Eso es lo que se sabía. Los dientes del hombre brillaron a la luz del fuego. Se sacó algo de entre ellos, lo examinó y luego se lo comió. ¿Cuántos años tiene?, dijo.

¿Yo?

¿Quién si no?

Diecisiete.

El hombre asintió. ¿Cuántos años tiene la muchacha?

No lo sé.

Qué opina.

Billy miró a la muchacha. Ella siguió contemplándose el regazo. Podía tener unos catorce.

Es muy joven, dijo.

Bastante.

Doce, quizá.

El hombre se encogió de hombros. Alargó la mano, levantó la botella del suelo, retiró el tapón, echó un trago y la sostuvo por el cuello. Dijo que si tenían edad para sangrar también la tenían para matar. Luego sostuvo la botella a la altura del hombro. El hombre que estaba detrás dio un paso al frente, cogió la botella y bebió un trago. Por la carretera pasaba un caballo. El perro se había erguido para escuchar. El jinete no se detuvo y el lento atabaleo de los cascos sobre el barro seco de la calzada fue desvaneciéndose; el perro volvió a echarse. El que estaba de pie echó un segundo trago y luego devolvió la botella. El otro la cogió y presionó de nuevo el elote hacia el cuello con el pulpejo de la mano y sopesó la botella.

¿Quiere tomar?, dijo.

No. Gracias.

Sopesó nuevamente la botella y luego la arrojó sin apenas levantar las manos al otro lado de la lumbre. Billy la cogió al vuelo y lo miró. Puso la botella a la luz. El mescal amarillo ahumado rodaba dentro viscosamente y la ovillada forma del gusano muerto giraba en el fondo, evolucionando lentamente como un pequeño feto errante.

No quiero beber, dijo.

Tome, dijo el hombre.

Billy miró otra vez la botella. Las huellas de grasa en el vidrio brillaron a la luz de la lumbre. Miró al hombre y luego extrajo el elote del cuello.

Ve por los caballos, dijo.

Boyd se puso detrás de él. El hombre lo observó. ¿Adónde vas?, dijo.

Venga, dijo Billy.

¿Adónde va el muchacho?

Está enfermo.

Boyd se metió entre los árboles. El perro se levantó y fue tras él. El hombre se volvió y miró otra vez a Billy. Billy levantó la botella y empezó a beber. Bebió y bajó la botella. Le lloraron los ojos; se los secó con el antebrazo, miró al hombre, levantó la botella y volvió a beber.

Cuando volvió a bajar la botella, estaba prácticamente vacía. Tragó aire y miró al hombre, pero este estaba observando a la muchacha. Se había incorporado y miraba hacia los árboles. Notaron que el suelo temblaba. El hombre se puso de pie y se volvió. Detrás de él el segundo hombre se había apartado de la lumbre y había echado a correr con los brazos levantados en silenciosa exhortación. Intentaba desviar a los caballos que venían de los árboles sacudiendo la cabeza y trotando lateralmente para no pisotear los cabos de cuerda que colgaban de sus cuellos.

Demonios, dijo el hombre. Billy dejó caer la botella, arrojó el tapón al fuego y cogió a la muchacha de la mano.

Vámonos, dijo.

Ella se agachó y recogió su fardo. Boyd salió de entre los árboles al galope. Iba inclinado sobre el pescuezo de Keno, sujetaba las riendas del caballo de Billy con una mano y con la otra la escopeta, y llevaba las riendas del suyo entre los dientes, como un jinete de circo.

Vámonos, dijo Billy en voz baja, pero la muchacha ya lo había cogido del brazo.

Boyd llevó los caballos casi hasta el fuego y sofrenó a Keno, que piafó y puso los ojos en blanco. Volvió a morder las riendas y le lanzó la escopeta a Billy. Billy la cogió al vuelo y empujó a la muchacha en dirección a Bird. Los otros dos caballos se habían esfumado por el llano en tinieblas que se extendía al sur del campamento y el hombre que le había arrojado la botella de mescal volvía de la oscuridad con un largo y delgado cuchillo en la mano izquierda. Aparte del bufar y piafar de los caballos todo estaba en silencio. Nadie dijo nada. El perro daba vueltas nerviosamente en torno a los caballos. Vámonos, dijo Billy. Cuando miró, la muchacha ya estaba sobre la grupa del caballo detrás de la silla y de la manta arrollada. Cogió las riendas que Boyd le sostenía, las pasó por encima de la cabeza de Bird y amartilló la escopeta con una sola mano, como si fuera una pistola. No sabía si estaba cargada o no. El mescal se le había asentado en el estómago como un íncubo malvado. Puso el pie en el estribo, la muchacha se pegó con pericia al flanco del animal y él le pasó la pierna por encima e hizo girar rápidamente al caballo. El hombre se echaba ya encima. Billy le apuntó al pecho con la escopeta. El hombre hizo ademán de coger la brida, pero el caballo se espantó y Billy sacó su bota del estribo y le dio una patada al hombre y el hombre hurtó el cuerpo y pasó la hoja del cuchillo por la pierna de Billy cortándole a la vez la bota y el pantalón. Billy tiró de las riendas y clavó los talones en los flancos del caballo. Entretanto, el hombre trató de alcanzar a la chica y le agarró una punta del vestido, pero la tela se rasgó y al momento salieron disparados por la ciénaga en dirección a la carretera, donde Boyd los esperaba a lomos de su caballo bajo la noche estrellada. Sofrenó el caballo, que se acodilló y cabeceó, y hubo de volver la cabeza para hablarle a la muchacha. ¿Se encuentra bien?, preguntó.

Sí, sí, susurró ella. Iba inclinada sobre su atado y con ambos brazos en torno a la cintura de él.

Vámonos, dijo Boyd.

Partieron a galope tendido por la carretera, en dirección al sur; el perro los seguía perdiendo terreno por momentos. No había luna, pero eran tantas las estrellas en aquella región que los jinetes igualmente arrojaban sombra sobre la calzada. Diez minutos después Boyd esperó sujetando por las riendas el caballo de Billy mientras este vomitaba sobre la hierba de la cuneta agarrándose las rodillas. De la oscuridad surgió el perro, que jadeaba exhausto; los caballos miraron a Billy y piafaron. Billy alzó la vista y se enjugó los ojos llorosos. Miró a la chica. Iba medio desnuda y sus piernas descubiertas colgaban a los costados del caballo. Billy escupió, se secó la boca con el dorso de la manga y se miró la bota. Luego se sentó en el suelo, se quitó la bota y se examinó la pierna. Volvió a ponerse la bota, se levantó, recogió la escopeta de la carretera y regresó a donde los caballos. La pernera del pantalón ondeaba sobre su tobillo.

Hemos de largarnos de esta carretera, dijo. No va a costarles demasiado recuperar los caballos.

¿Estás herido?

Estoy bien. Vamos.

Escuchemos un momento.

Escucharon.

Billy cogió las riendas, las pasó por encima de la cabeza del caballo y puso la bota en el estribo. La muchacha se agachó y él se subió a la silla. Un loco, dijo. Tengo a un loco por hermano.

¿Mande?, dijo la muchacha.

Escucha un momento, dijo Boyd.

¿Qué oyes?

Nada. ¿Cómo te sientes?

Como cabría esperar.

Ella no habla inglés, ¿verdad?

¿Cómo quieres que hable inglés? Qué tontería.

Boyd miró en dirección a la oscuridad más allá de la carretera. Sabes muy bien que van a seguirnos.

Billy metió la escopeta en el portacarabinas. Claro que lo sé, demonios, dijo.

No maldigas delante de ella.

¿Qué?

Que no maldigas delante de ella.

Te acabo de decir que no habla palabra de inglés.

Eso no es excusa para maldecir.

No hay quien te entienda. ¿Y qué te ha hecho pensar antes que esos tíos no tenían pistolas guardadas en alguna parte?

No lo he pensado. Por eso te he arrojado la escopeta.

Billy se inclinó y escupió. Maldita sea, dijo.

¿Qué te propones hacer con ella?

No lo sé. Mierda. ¿Cómo quieres que lo sepa?

Se desviaron de la carretera y cabalgaron por un llano sin árboles. A lo lejos, las negras montañas formaban un margen mellado a lo largo del tramo inferior del firmamento. La muchacha iba erguida y cogía con una mano el cinturón de Billy. Cabalgando bajo las estrellas entre las sombrías lindes de la cordillera que se extendía a este y oeste parecían jinetes de cuento conduciendo de nuevo a su país a una reina de tierras lejanas.

Acamparon en terreno árido, en lo alto de un promontorio, donde la noche cayó sobre ellos con hondura infinita. Estacaron a los caballos y dejaron ensillado a Bird. La muchacha aún no había abierto la boca. Se adentró en la oscuridad y ya no la vieron hasta la mañana siguiente.

Cuando despertaron había un fuego encendido y la muchacha se movía silenciosamente en el gris amanecer; estaba echando agua de la cantimplora dentro de una lata y poniéndola a calentar. Billy permaneció envuelto en su manta, mirándola. Debía de haber encontrado más ropa entre sus pertenencias, pues llevaba otra vez una falda. La muchacha removió el agua dentro de la lata, aunque él no pudo adivinar qué era lo que removía. Cerró los ojos. Oyó que su hermano decía algo en español; cuando miró, Boyd ya estaba en cuclillas frente a la lumbre con las piernas cruzadas y bebiendo de su taza de hojalata.

Se levantó y recogió la manta, y mientras lo hacía ella le trajo chocolate caliente y volvió junto al fuego. Echó alubias sobre unas tortillas que había dorado en la pequeña sartén, se sentaron junto a la lumbre y desayunaron mientras el día palidecía alrededor.

¿Has desensillado a Bird?, preguntó Billy.

No. Ha sido ella.

Asintió. Comieron.

¿Es malo el corte?, dijo Boyd.

Solo un rasguño. La bota sí que la cortó.

Este país es pésimo para la ropa.

Para mí sí, desde luego. ¿Qué fue lo que te hizo ahuyentar de ese modo sus caballos?

No lo sé. Simplemente se me ocurrió.

¿Oíste lo que el hombre dijo de ella?

Sí. Lo oí.

A la salida del sol levantaron el campamento y partieron de nuevo hacia la llanura de grava y matas de gobernadora. Al mediodía pararon junto a un pozo en un páramo donde crecían robles y saúcos apiñados en el cenagal; durmieron en el suelo. Billy durmió con la escopeta entre los brazos y cuando despertó la muchacha estaba sentada, mirándolo. Él le preguntó si sabía montar a pelo y ella dijo que sí. Cuando reanudaron la marcha ella montó detrás de Boyd a fin de que Bird descansara. Creyó que Boyd tendría algo que decir, pero no fue así. Cuando se volvió a mirar, la muchacha le ceñía la cintura con los brazos. Cuando más tarde volvió a mirar, su melena negra cubría el hombro de su hermano y ella dormía apoyada en su espalda.

Al atardecer llegaron a la hacienda de San Diego que dominaba desde un cerro las tierras labradas que se extendían hasta el río Casas Grandes y las Piedras Verdes. Un molino de viento giraba abajo, en la llanura, como un juguete chino, y a lo lejos ladraban unos perros. Las peladas montañas color ocre oscuro se erguían intensamente sombreadas en sus pliegues, y hacia el sur una docena de milanos surcaban el cielo en un lento y sedoso carrusel.

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