III

Era casi noche cerrada cuando pasaron por delante del edificio principal y enfilaron la avenida, dejando atrás los pórticos con sus esbeltos pilares de hierro forjado y los muros de escayola blanca asegurados mediante bloques de piedra arenisca roja y las filigranas de terracota que coronaban la parte alta de los parapetos. Grabadas sobre los tres arcos de piedra que remataban la fachada de la casa se leían las palabras Hacienda de San Diego, que formaban una semicircunferencia sobre las iniciales L.T. Las contraventanas de los ventanales palladianos estaban medio rotas y maltratadas por la intemperie, y la pintura y el yeso se desconchaban de las paredes y el techo del pórtico era poco más que un desnudo entablado de listones pandeado y con manchas de humedad. Siguieron a través del patio hacia lo que parecían ser las viviendas, desde las cuales una columna de humo se elevaba hacia el cielo vespertino, y cruzaron el portón de madera para entrar en el patio, donde detuvieron los caballos uno al lado del otro.

En una esquina del recinto vieron el esqueleto de un viejo automóvil Dodge despojado tiempo atrás de sus ruedas, ejes, lunas y asientos. En el suelo, al fondo del perímetro, ardía una lumbre cuyo resplandor les permitió ver dos llamativas caravanas. Entre ambas había ropa lavada tendida, y en torno al fuego un grupo de hombres y mujeres ataviados con túnicas y quimonos que parecían integrantes de un circo.

¿Qué clase de lugar es este?, preguntó Billy.

Es un ejido, respondió la muchacha.

¿Y esa gente?

No lo sé.

Billy se apeó y la muchacha se bajó de la grupa del caballo de Boyd y le cogió las riendas.

¿Qué son?, preguntó Boyd.

No lo sé, respondió Billy.

Entraron en el recinto, Billy y la muchacha a pie, la muchacha llevando a Bird de las riendas. Boyd iba detrás, a caballo. Las figuras que había al fondo no les hicieron el menor caso. Junto a la lumbre había dos chicos encendiendo lámparas con una astilla; después de encenderlas se valían de una vara ahorquillada para pasárselas a un chico, cuya silueta se recortaba en la azotea contra el cielo cada vez más oscuro, que las colgaba en el parapeto. A medida que el chico se movía el suelo del recinto se iluminaba, y pronto un gallo empezó a cantar. Otros muchachos apilaban balas de heno junto a una pared, y bajo el portal más alejado unos hombres desenrollaban un telón de lona muy agrietado y desgastado de tantos viajes.

Dos de las figuras disfrazadas parecían enzarzadas en alguna discusión, y una de ellas dio un paso atrás y extendió los brazos, como si pretendiera ilustrar la magnitud de algo enorme. Luego empezó a cantar en una lengua extranjera. Todos permanecieron quietos hasta que hubo terminado. Luego se reanudó la actividad.

¿Dónde están las viviendas?, preguntó Billy.

Ella señaló con la cabeza hacia la oscuridad. Fuera, dijo.

Vamos.

Me gustaría verlo, dijo Boyd.

Ni siquiera sabes de qué va.

De algo.

Billy cogió las riendas que la muchacha le entregaba. Miró hacia el fuego, a las figuras que allí estaban. Ya vendremos después, dijo. Solo están preparándose.

Cabalgaron hasta donde estaban los tres largos edificios de adobe que alojaban a los trabajadores y enfilaron el pasadizo entre los dos primeros, seguidos todo el tiempo por perros de mala raza que les gruñían erizando los pelos del lomo. La tarde era calurosa y se veían lumbres ardiendo en las casas y a la suave luz se oía el repiqueteo amortiguado de los utensilios de cocina y el delicado batir de manos dando forma a las tortillas. La gente iba de fogata en fogata y sus voces se propagaban en la oscuridad; de más lejos aún les llegó el sonido de una guitarra en la apacible noche estival.

Les dieron unas habitaciones al fondo de la hilera, y la muchacha desensilló el caballo de Billy y se llevó a los dos animales para abrevarlos. Billy sacó de su bolsillo un fósforo de madera y lo encendió con la uña del pulgar. Los dos cuartos tenían una sola puerta y una sola ventana y techos altos con vigas y armadura de palos. Una puerta baja unía los dos cuartos, y en un rincón del segundo había una chimenea y un pequeño altar con una Virgen de madera pintada. Había una jarra con hierbas secas y un vaso con un medallón de cera renegrida en el fondo. Contra la pared vieron una especie de bastidor hecho con varas entrelazadas unidas con tiras de cuero de vaca sin curtir. Tenía el aspecto de una tosca herramienta de labranza, pero se trataba de una cama. Billy apagó el fósforo, salió y se quedó junto a la puerta. Boyd estaba sentado en la galería contemplando a la muchacha, que se hallaba en el abrevadero que había al fondo del recinto sujetando los caballos mientras bebían. Ella, los dos caballos y el perro estaban rodeados por un semicírculo de perros de todas las calañas y colores, pero no les hacía el menor caso. Esperó a que los caballos terminan de beber. Mientras levantaban los hocicos goteantes, miraban en torno y volvían a beber. La muchacha no tocó a los caballos ni les habló. Solo esperó mientras bebían, y bebieron largo rato.

Comieron con una familia que se llamaba Muñoz. Debían de tener aspecto de haber viajado mucho pues la mujer no dejaba de traerles comida y el hombre hacía ligeros movimientos con las manos extendidas para que se sirvieran más. Le preguntó a Billy de dónde venían y recibió la noticia con cierto pesar o resignación. Como si fuera algo que no podía evitarse. Comieron acuclillados en el suelo con cucharas y platos de arcilla. La muchacha no dijo nada respecto a su origen o procedencia, y nadie le preguntó. Mientras comían, desde los tejados de las viviendas les llegó una poderosa voz de tenor. Entonó unas escalas de grave a agudo y de agudo a grave. El silencio invadió el campamento. Un perro empezó a aullar. Solo después de que pareció que había dejado de cantar, los ejiditarios empezaron a hablar de nuevo. Poco después repicó una campana en algún punto del recinto y en el tiempo que siguió al tañido la gente empezó a levantarse y a llamarse entre sí a voces.

La mujer había llevado su Comal y sus cacharros a la casa y ahora estaba en el iluminado portal con un niño pequeño en un brazo. Vio a Billy sentado todavía en el suelo y le indicó que se levantara. Vámonos, dijo. Él la miró. Dijo que no tenía dinero, pero ella lo miró como si no comprendiera. Luego le dijo que todos se iban y que los que tenían dinero pagarían lo de los que no tenían. Dijo que todo el mundo debía irse. Nadie podía quedarse allí. ¿Quién iba a permitir semejante cosa?

Billy se puso de pie. Buscó a Boyd con la mirada pero no lo vio; tampoco a la muchacha. Entre el humo de las lumbres a punto de apagarse corrían los rezagados. La mujer se cambió el niño de cadera, se acercó a Billy y lo cogió de la mano como si también fuera un niño. Vámonos, dijo. Está bien.

Siguieron a los demás colina arriba. La muchedumbre avanzaba despacio debido a los más viejos, que los instaban a pasar y seguir a su ritmo. Nadie quería hacerlo. La casa vacía situada en lo alto del promontorio que tenían enfrente estaba a oscuras, pero llegaba música del largo recinto amurallado, allá donde en tiempos habían estado los comercios y los establos, las viviendas de los mayorales. La luz caía desde las altas puertas de los henites y unos fanales de petróleo o brea hechos con cubos ardían a ambos lados de la arcada de piedra de la entrada. En ese punto los ejiditarios hicieron cola y avanzaron arrastrando los pies con sus centavos y sus pesos en la mano para ofrecérselos al portero, que estaba allí de pie luciendo un elegante traje negro. Dos hombres jóvenes pasaron entre la gente portando una camilla. La camilla estaba hecha de varas y trozos de sábana, y el anciano que yacía en ella vestía americana y corbata y apretaba entre las manos un rosario de madera y miraba lúgubremente la bóveda del cielo. Billy miró al niño que la mujer tenía en brazos, pero el niño se había dormido. Cuando llegaron a la entrada la mujer pagó y el portero le dio las gracias y echó las monedas a un cubo que tenía en el suelo, a su lado, y penetraron en el patio.

Los chillones carromatos habían sido retirados al fondo del perímetro. Había lámparas formando semicírculo sobre el suelo de arcilla apisonada y habían colgado otras lámparas de una soga tendida sobre sus cabezas; su luz hacía que los rostros de unos muchachos que miraban desde el parapeto pareciesen hileras de máscaras teatrales expuestas allá arriba. Los mulos que estaban entre las limoneras iban enjaezados con trencillas, lentejuelas y adornos de terciopelo, y tanto los mulos como los carromatos eran los mismos que conducían a la pequeña compañía por los caminos vecinales de la república para presentarse de noche con aquellas mismas ropas a la vez que se encendían las lámparas y la multitud se apiñaba en alguna plaza o alameda de un pueblo perdido donde un hombre pasaba arriba y abajo balanceando delante de él, como si de un incensario se tratase, un balde agujereado lleno de agua con la que asentar el polvo y la primadona evolucionaba en lasciva silueta detrás de una sábana mientras se ponía el traje o se volvía para contemplarse en un espejo que nadie podía ver pero cuya presencia todos imaginaban.

Vio la obra con interés pero no entendió gran cosa. La compañía parecía querer representar alguna aventura que ellos mismos habían pasado en uno de sus viajes, y cantaban y lloraban y al final el hombre de la botarga de bufón asesinaba a la mujer y asesinaba a otro hombre, su rival quizá, con una daga y unos muchachos vinieron, corrieron con los bajos del telón para cerrarlo y los mulos con sus guarniciones de gala alzaron la cabeza de sus respectivos sueños y empezaron a agitarse y a patear.

No hubo aplausos. La multitud permaneció sentada en silencio. Algunas mujeres lloraban. Al cabo de un rato el mayordomo que les había hablado antes de la representación salió de detrás del telón, les agradeció su asistencia, se hizo a un lado e hizo una reverencia mientras los chicos volvían a abrir el telón. Los actores avanzaron cogidos de la mano, saludaron e hicieron reverencias. Hubo un leve conato de ovación y luego el telón se cerró definitivamente.

De madrugada, antes de que apuntara el día, salió andando del recinto y bajó hasta el río. Caminó hasta el puente de tablas sostenido por pilares de piedra y desde allí contempló el agua fría y transparente del Casas Grandes bajar de las montañas hacia el sur. Se volvió y miró río abajo. A unos treinta metros de allí estaba la primadona desnuda con el agua hasta los muslos. Tenía el cabello suelto, mojado y pegado a la espalda, y tan largo que rozaba la superficie del agua. Se quedó de piedra. Ella se volvió, echó la cabeza hacia delante, se agachó y sumergió la melena en el río. Sus pechos se mecieron en la corriente. Él se quitó el sombrero y permaneció allí de pie con el corazón rebotándole en la camisa. La mujer se incorporó, recogió su melena y la estrujó para sacarle el agua. Tenía la piel blanquísima. El vello negro de su bajo vientre era casi indecoroso.

La mujer se inclinó una vez más, arrastró su cabello por el agua con un movimiento de vaivén; luego se irguió, se lo echó atrás salpicando un círculo de agua alrededor y se quedó así, con los ojos cerrados. El sol que salía sobre las grises montañas del este iluminó la atmósfera superior. Ella levantó una mano. Movió el cuerpo, puso las manos delante, se inclinó y recogió en sus brazos el pelo que le caía recto y pasó una mano por la superficie del agua, como para bendecirla. Él observó, y mientras observaba vio que el mundo que hasta entonces había conocido, se había esfumado. La mujer se volvió y él pensó que se pondría a cantarle al sol. Entonces abrió los ojos y vio a Billy en el puente; le dio la espalda, salió despacio del agua y se perdió de vista tras los erectos y pálidos troncos de los álamos. Y el sol salió y el río corrió como antes, pero nada fue ya lo mismo, y él no creyó que volviera a serlo jamás.

Regresó al recinto andando despacio. Con el nuevo sol las sombras de los trabajadores que se dirigían a los campos con sus azadas al hombro pasaban de una en una por la pared oriental del granero como figuras en un drama agrario. La señora Muñoz le dio el desayuno y él salió con la silla de montar al hombro y fue por su caballo y lo ensilló y montó y fue a echar un vistazo a los alrededores.

Era mediodía cuando los carromatos que transportaban a la compañía de ópera hicieron su salida por el portón y descendieron por la colina y cruzaron el puente para dirigirse hacia el sur por la carretera de Mata Ortiz hasta Las Varas y Babícora. Bajo la dura luz del mediodía el desvaído dorado de los rótulos y la pintura roja y la tapicería blanqueadas por el sol y la intemperie parecían un quiero y no puedo después del espectáculo de la noche anterior. Era como si aquellos carromatos, en su traquetear y en su lento balancearse hacia el sur se dirigiesen, mientras menguaban el calor y la desolación del paisaje, hacia una nueva y más austera aventura. Como si la luz del día de Dios hubiera serenado sus esperanzas. Como si la luz y la región que revelaba fuesen ajenas a sus verdaderos propósitos. Miró desde un alto en las ondulantes tierras que se extendían al sur de la hacienda, donde el viento arremolinaba la hierba. Los carromatos avanzaban lentamente entre los álamos de la orilla opuesta del río, los pequeños mulos se afanaban. Billy se inclinó, escupió y picó al caballo.

Por la tarde recorrió las habitaciones vacías de la vieja residencia. Habían sido despojadas de sus apliques y candelabros y la mayor parte del entarimado había desaparecido. Unos pavos pasaron por delante de él y se alejaron. La casa olía a moho y a paja rancia y sobre el hundido enyesado las manchas de humedad habían formado grandes mapas abstractos color sepia como correspondientes a reinos de la antigüedad, a mundos antiguos. En un rincón de la sala había un animal muerto, huesos y pellejo seco. Tal vez un perro. Salió al patio. Los ladrillos de barro sin cocer asomaban por el enlucido de las tapias. En mitad del espacio, al aire libre, había un pozo de sillería. A lo lejos sonó una campana.

Al anochecer los hombres fumaban, hablaban e iban de fuego en fuego en pequeños grupos. La señora Muñoz le trajo la bota y él la examinó a la lumbre. Con lezna y cordel había remendado el largo tajo abierto por el cuchillo. Billy le dio las gracias a la mujer y se puso la bota. La mujer se arrodilló en la tierra apisonada, se inclinó sobre las brasas y dio vuelta las tortillas, sacándolas con las manos desnudas de los humeantes comales de hierro laminado y dejando en los bordes sin levadura unas huellas dactilares negras de haber cebado la lumbre con carbón. Un interminable ritual repetido interminablemente, la propagación de la gran hostia secular de los mexicanos. La muchacha ayudó a la mujer con la cena y una vez que los hombres hubieron comido vino a sentarse al lado de Boyd y comió en silencio. Boyd no parecía hacerle mucho caso. Billy le había dicho a su hermano que se irían al cabo de dos días, y por el modo en que ella levantó la vista para mirarlo supo que Boyd se lo había dicho.

La muchacha trabajó todo el día siguiente en los campos, y por la tarde volvió y fue a lavarse con jofaina y trapo detrás de la cortina; después se sentó a ver a los más pequeños jugar a pelota en el patio de tierra que había entre las casas. Cuando Billy entró a caballo, ella se puso de pie, se acercó a cogerle las riendas y le preguntó si podía ir con ellos.

Él se apeó, se quitó el sombrero, se pasó la mano por el pelo sudoroso, volvió a ponerse el sombrero y la miró. No, dijo.

Ella siguió con las riendas en la mano. Desvió la mirada. Los ojos llenos de lágrimas. Billy le preguntó por qué quería ir con ellos, pero la muchacha solo sacudió la cabeza. Le preguntó si tenía miedo, si había algo en aquel sitio que le diera miedo. No respondió. Le preguntó cuántos años tenía, y ella dijo que catorce. Él asintió con la cabeza. Dibujó una media luna en el suelo con el tacón de su bota. La miró.

Alguien te busca, dijo.

Ella no respondió.

¿No puedes quedarte aquí?

Negó con la cabeza. Dijo que no podía quedarse. Dijo que no tenía adónde ir.

Billy miró hacia el otro lado del recinto bañado por la suave luz del crepúsculo. Dijo que él tampoco tenía adónde ir y que por tanto no podía servirle de mucho, pero ella sacudió la cabeza y dijo que iría a cualquier sitio con ellos, fueran a donde fuesen.

Al alba del día siguiente, mientras ensillaba a su caballo, los trabajadores se acercaron con presentes de comida. Les dieron tortillas, chiles, carne seca, pollos vivos y quesos enteros hasta que las provisiones excedieron sus posibilidades de transportarlas. La señora Muñoz entregó una cosa a Billy; cuando ella retrocedió él advirtió que era un trozo de tela anudada que contenía un puñado de monedas. Intentó devolvérselo, pero ella se apartó y volvió a su casa sin decir palabra. Cuando salieron a caballo del recinto la muchacha iba montada detrás de Boyd, con los brazos alrededor de su cintura.

Cabalgaron toda la mañana hacia el sur y descansaron en la ribera del río y comieron un gran almuerzo con parte de las provisiones que llevaban y durmieron bajo los árboles. Al caer la tarde, a pocos kilómetros al sur de Las Varas por la carretera de Madera, llegaron a un lugar donde los caballos se repropiaron y empezaron a resoplar.

Mira eso, dijo Boyd.

La compañía de ópera había acampado en un campo de flores silvestres al otro lado de la carretera. Los carromatos estaban estacionados uno al lado del otro, y entre ellos habían colocado, a modo de ramada, un toldo de lona a la sombra del cual la primadona descansaba en una gran hamaca de lona; al lado de ella, sobre una mesa, había una tetera y un abanico japonés. De la puerta del carromato salía música de una vitrola, y en el sembrado que se extendía más allá del campamento unos trabajadores estaban apoyados en sus herramientas con los sombreros en la mano, escuchando la música.

La mujer, que había oído los caballos en la carretera, se incorporó en su hamaca, y, aunque tenía el sol detrás y estaba a la sombra del toldo, se protegió los ojos con una mano y miró. Supongo que acampan como los gitanos, dijo Billy.

Es que son gitanos.

¿Quién lo ha dicho?

Todo el mundo.

Los caballos movieron las orejas buscando el origen de la música.

Estos han tenido una avería.

¿Qué te hace pensar eso?

Deberían haber llegado más lejos.

Puede que hayan decidido parar aquí.

¿Para qué? Aquí no hay nada.

Billy se inclinó para escupir. ¿Tú crees que estará sola?

No lo sé.

¿Qué crees que les pasa a los caballos?

No lo sé.

Ahora está mirándonos con el catalejo.

La primadona había cogido de la mesa unos gemelos de teatro y miraba a través de ellos hacia la carretera.

Bajemos.

De acuerdo.

Llevaron a los caballos de las riendas por la calzada y Billy le dijo a la muchacha que fuera a ver si la mujer quería algo. La música cesó. La mujer llamó hacia la caravana y al cabo de un rato la música volvió a sonar.

Se les ha muerto un mulo, dijo Boyd.

¿Cómo lo sabes?

Ya lo verás.

Billy echó un vistazo al campamento. No había ningún animal en los alrededores.

Es probable que los mulos estén maneados en aquellos robles de allá.

No lo creo.

Al volver, la muchacha dijo que uno de los mulos había muerto.

Mierda, dijo Billy.

Qué, dijo Boyd.

Lo habéis tramado entre los dos.

¿El qué?

Lo del mulo. Ella te ha hecho una señal o algo.

Una señal de mulo muerto.

Sí.

Boyd se inclinó, escupió y sacudió la cabeza. La muchacha esperaba haciéndose sombra con una mano. Billy la miró. Miró sus ropas ligeras. Sus piernas cubiertas de polvo. Los huaraches que calzaba, hechos de tiras de piel y cuero sin curtir. Le preguntó cuánto hacía que los hombres se habían marchado y ella respondió que dos días.

Es mejor que vayamos a ver si está bien.

Y si no lo está, ¿qué piensas hacer?, dijo Boyd.

Qué mierda sé.

Entonces ¿por qué no seguimos adelante?

Creía que eras tú el que iba por ahí rescatando gente.

Boyd no respondió. Montó y Billy se volvió a mirarlo. Retiró una bota del estribo, se inclinó y le dio la mano a la muchacha; ella puso el pie en el estribo, él la subió de un solo movimiento al caballo y echó a andar. Bueno, vamos, dijo. Si no hay otra manera de que estés contento.

Los siguió a través del campo. Cuando los trabajadores los vieron venir empezaron de nuevo a desmalezar el terreno con sus azadas cortas. Se puso a la altura del caballo de Boyd y se detuvieron sin desmontar, el uno al lado del otro, frente a la yacente primadona y le dieron las buenas tardes. Ella asintió con la cabeza. Los miró detenidamente por encima de su abanico desplegado. Estaba decorado con una escena oriental y los padrones eran de marfil incrustado de alambre de plata.

¿Los hombres han salido por Madero?, preguntó Billy.

Ella asintió. Dijo que estaban a punto de volver. Bajó ligeramente el abanico y miró hacia el lado sur de la carretera. Como si tuvieran que llegar en ese preciso instante.

Billy siguió montado. No parecía capaz de decir ninguna otra cosa. Al rato se quitó el sombrero.

Sois americanos, dijo la mujer.

Sí, señora. Imagino que se lo ha dicho la chica.

No tenéis por qué ocultarlo.

Nosotros no ocultamos nada. Solo he venido a ver si podíamos hacer algo por usted.

Ella enarcó las cejas pintadas en un gesto de sorpresa.

Pensaba que tal vez habían tenido ustedes una avería o algo así.

La mujer miró a Boyd. Boyd apartó la vista y la dirigió hacia las montañas que se elevaban más al sur.

Vamos para allá, dijo Billy. Si quiere que le llevemos algún mensaje.

Ella se incorporó ligeramente en su hamaca y dio una voz hacia el carromato. Basta, gritó. Basta de música.

Se quedó sentada escuchando con una mano apoyada en la mesa. Al instante cesó la música y ella volvió a hundirse en la hamaca y abrió el abanico y miró por encima del mismo al joven jinete que aguardaba delante a lomos de su caballo. Billy miró hacia el carromato pensando que alguien saldría de él, pero no apareció nadie.

¿Y de qué ha muerto el mulo?, dijo.

Ese mulo, dijo ella. Ese mulo murió porque se desangró en la carretera.

¿Cómo dice?

La mujer alzó una mano y agitó lánguidamente los dedos llenos de anillos. Como si quisiera describir la ascensión del alma del animal.

Ese mulo estaba en apuros, pero nadie podía hacerlo entrar en razón. No deberían haberle encargado a Gasparito que atendiera las necesidades de ese mulo. No tenía carácter para un mulo como ese. Y ya ves lo que ha pasado.

No, señora.

La bebida también. En estos casos la bebida siempre está presente. Y también el miedo. Los otros mulos se ponen a gritar. Tienen mucho miedo. Gritan. Resbalan y se caen en la sangre y gritan de miedo. ¿Qué decirles a esos animales? ¿Qué hacer para que se tranquilicen?

Hizo un ademán perentorio hacia un lado. Como lanzando algo al viento en el calor seco de la soledad, los cantos de los pájaros en el claro, el comienzo de la tarde. ¿Es posible devolver a su antiguo estado a unos animales así? No hay ninguna posibilidad. Sobre todo con mulos dramáticos como esos. Esos mulos ya no pueden tener paz. Ya no. ¿Comprendes?

¿Qué le hizo al mulo?

Intentó cortarle la cabeza con un machete. Naturalmente. ¿Qué te dijo la muchacha? ¿Ella no habla inglés?

No, señora. Solo nos dijo que había muerto.

La primadona miró a la muchacha con suspicacia. ¿Dónde habéis encontrado a esta chica?

Iba andando por la carretera. No sabía yo que se le pudiera cortar la cabeza a un mulo con un machete.

Claro que no. Solo un idiota borracho intentaría semejante hazaña. Al ver que no podía cortársela, empezó a serrar. Cuando Rogelio lo agarró, un poco más y lo acuchilla a él. Rogelio sintió asco. Asco. Cayeron los dos a la carretera. En medio de la sangre y el polvo. Pelearon bajo las patas de los mulos. Y el carromato a punto de volcar allí en medio. Horrible. ¿Y si venía alguien por la carretera? ¿Y si llegaba gente y presenciaba aquel espectáculo?

¿Qué le pasó al mulo?

¿Al mulo? El mulo murió, claro.

¿No se le ocurrió a nadie pegarle un tiro?

Sí. Verás lo que pasó. Yo misma me acerqué para pegarle un tiro, ¿qué te creías? Rogelio me lo prohibió. Me dijo que los otros mulos se asustarían. ¿Te imaginas? ¿A estas alturas? Luego dijo que quería despedir a Gasparito. Que Gasparito está loco, pero Gasparito es un borracho y nada más. De Veracruz, claro está. Y además, gitano. ¿.Te imaginas?

Creía que todos ustedes eran gitanos.

Ella se incorporó en la hamaca. ¿Cómo?, dijo. ¿Cómo? ¿Quién lo dice?

Todo el mundo.

Es mentira. Mentira. ¿Entiendes? Se inclinó y escupió dos veces en el suelo.

En ese preciso instante la puerta se oscureció y apareció un hombre menudo y moreno en mangas de camisa echando chispas por los ojos. La primadona se volvió en su hamaca y lo miró. Como si su aparición en el umbral hubiera producido una sombra visible. El hombre miró a los visitantes y a sus caballos y a continuación sacó del bolsillo de la camisa un paquete de cigarrillos El Toro, se puso uno en la boca y hurgó en su bolsillo en busca de una cerilla.

Buenas tardes, dijo Billy.

El hombre asintió.

¿Crees que un gitano puede cantar ópera? ¿Un gitano? Lo único que saben hacer los gitanos es tocar la guitarra y pintar caballos. Y bailar esas danzas tan primitivas.

Se sentó erguida en la hamaca, levantó los hombros y extendió las manos al frente. Luego emitió una nota larga y penetrante que no fue exactamente un grito de dolor, aunque tampoco otra cosa cualquiera. Los caballos se espantaron y arquearon la nuca y los jinetes tuvieron que contenerlos, pero corcovearon igual y patearon y pusieron los ojos en blanco. En los campos, los trabajadores se quedaron petrificados en sus surcos.

¿Sabes qué ha sido eso?, dijo ella.

No, señora. Desde luego, sonaba fuerte.

Era un do agudo. ¿Crees que un gitano es capaz de cantar esa nota? Los gitanos solo saben graznar.

Supongo que nunca me he parado a pensarlo.

Enséñame un gitano que sepa cantar, dijo la primadona. Me encantaría conocerlo.

¿A quién se le ocurre pintar un caballo?

A los gitanos, claro. ¿A quién si no? Pintores de caballos. Dentistas de caballos.

Billy se quitó el sombrero, se secó la frente con el dorso de la manga y volvió a ponérselo. El hombre de la puerta bajó por un par de escalones de madera pintada y se sentó a fumar. Escupió e hizo chasquear los dedos en dirección al perro. El perro se apartó.

¿Dónde fue que le pasó eso al mulo?, preguntó Billy.

Ella se levantó y señaló con el abanico plegado. En la carretera, dijo. Como a cien metros de aquí. No podíamos seguir. Un mulo amaestrado. Un mulo con experiencia teatral. Masacrado por un tonto borracho.

El hombre que estaba en los escalones dio una última calada a su cigarrillo y le lanzó la colilla al perro.

¿Quiere que les diga algo a sus amigos si los vemos?, preguntó Billy.

Puedes decirle a Jaime que estamos bien y que no se apresure en llegar.

¿Quién es Jaime?

Punchinello. Él hace de Punchinello.

¿Perdón?

El payaso, dijo ella.

En el espectáculo.

Sí.

¿Cómo lo conoceré sin su maquillaje?

Lo conocerás.

¿Es que hace reír a la gente?

Él hace lo que quiere con la gente. A veces hace llorar a las niñas, pero esa es otra historia.

¿Por qué la mata a usted?

La primadona se recostó en su hamaca. Lo miró fijamente. Miró a los trabajadores en el campo. Al cabo de un rato se volvió hacia el hombre.

Dinos Gaspar. ¿Por qué me mata el Punchinello?

El hombre la miró desde los escalones. Miró a los jinetes. Te mata, dijo, porque conoce tu secreto.

Bah, dijo la primadona. ¿No será porque yo conozco el suyo?

No.

¿A pesar de lo que piensa la gente?

A pesar de todo.

¿Y cuál es ese secreto?

El hombre levantó un pie y dio vuelta la bota para examinarla. Era una bota de piel negra con los cordones al lado, una clase de bota poco vista en aquel país. El secreto, dijo, es que en este mundo lo verdadero es la máscara.

¿Lo has entendido?, dijo la primadona.

Billy dijo que sí. Le preguntó si esa era también la opinión de ella, pero ella desechó la pregunta agitando lánguidamente la mano. Eso dice el arriero, dijo. ¿Quién sabe?

Pero según él es su secreto, dijo Billy.

Bah. Yo no tengo secretos. De todos modos ya no me interesa que me maten noche tras noche. Acaba una agotada. Sin fuerzas para especular. Es preferible concentrarse en cosas pequeñas.

Pues yo habría pensado que solo estaba celoso.

Por supuesto que sí. Pero hasta los celos son una prueba de la fortaleza de uno mismo. Celoso estuvo en Durango y luego en Monclova, y en Monterrey. Celoso hiciera calor o frío o lloviera. Celos así podrían vaciar de malicia un millar de corazones, ¿no crees? Yo opino que es mejor dedicarse al estudio de cosas más pequeñas. Las grandes vendrán después. En las cosas pequeñas se puede progresar. Una ve recompensados sus esfuerzos. Tal vez la postura de una cabeza. El movimiento de una mano. Aquí el arriero no es más que un espectador. No puede comprender que para quien lleva la máscara nada ha cambiado. El actor no tiene la facultad de actuar más que cuando el texto se lo dice. Con máscara o sin ella, para él todo es igual.

Cogió los impertinentes y escrutó el paisaje. La carretera. Las largas sombras sobre la calzada. ¿Y adónde vais los tres?, dijo.

Hemos venido en busca de unos caballos que nos robaron.

¿Quién se encargaba de los caballos?

Nadie respondió.

La mujer miró a Boyd. Desplegó el abanico. En el fuelle del papel de arroz estaba pintado un dragón con grandes ojos redondos. Volvió a cerrarlo. ¿Cuánto tiempo pensáis seguir buscando los caballos?, preguntó.

Todo el que haga falta.

Podría ser un viaje muy largo.

Quizá.

Los viajes largos a menudo se pierden solos.

¿Perdón?

Verás. Hasta para dos hermanos es difícil hacer juntos un viaje como ese. El camino tiene sus propias razones y no hay dos viajeros que las entiendan de la misma manera. Prestad atención a los corridos. Os darán la respuesta. Después ya comprobarás en tu propia piel cuál es el precio de las cosas. Tal vez sea verdad que nada está oculto. Pero hay muchos que no quieren ver lo que tienen al alcance de la vista. La forma del camino es el camino mismo. No hay otro camino con esa forma más que el único camino. Y todo viaje que empiece a partir de él será completado. Encontréis o no esos caballos.

Creo que deberíamos irnos, dijo Billy.

Ándale pues, dijo la primadona. Que Dios os acompañe.

Si veo a Punchinello por la carretera le diré que está esperándolo.

Bah, dijo la primadona. No vale la pena.

Adiós.

Adiós.

Billy miró al hombre que estaba sentado en los escalones. Hasta luego, dijo.

El hombre asintió. Adiós, dijo.

Billy se volvió en su caballo. Miró hacia atrás y se llevó el índice al sombrero. La primadona abrió su abanico con garboso gesto decadente. El arriero se inclinó con las manos apoyadas en las rótulas e intentó una última vez escupir al perro; luego los tres cruzaron los campos hacia la carretera. Cuando Billy se volvió a mirar la primadona estaba observándolos con los gemelos. Como si así pudiera apreciarlos mejor allá a lo lejos, en la franja de sombra de la carretera, sobre la que caía el crepúsculo. Poblando únicamente aquel territorio ocular en el que la región surgía de la nada y se desvanecía de nuevo en la nada, árbol y roca y las oscuras montañas detrás, todo ello contenido y en sí mismo, conteniendo únicamente lo que era necesario, y nada más.


Acamparon en un robledal próximo al río. Encendieron un fuego y se sentaron mientras la muchacha preparaba la cena con parte de las provisiones que traían del ejido, Cuando terminaron, ella le dio las sobras al perro, lavó los platos y la cacerola y fue a ocuparse de los caballos. Partieron de nuevo a media mañana del día siguiente, y cerca del mediodía desviaron los caballos de la calzada de tierra, tomaron un sendero paralelo al margen de un campo de pimientos y continuaron hasta los árboles y el río que resplandecía mansamente bajo el sol. Los caballos apresuraron el paso. El sendero torcía y corría junto a una acequia de riego para descender hacia los árboles y volver a salir y bordear una extensión de sauces ribereños y atravesar después un cañaveral. Del agua les llegó un viento frío. Las blancas espigas de la caña silbaban ligeramente inclinadas al viento. Oyeron el sonido del agua que caía más allá de los helechos.

Salieron del matorral de cañas a la altura de un vado en el aflujo del canal de riego. Encima de donde se hallaban había una charca y una alcantarilla corrugada de la que salía agua. El agua se derramaba ruidosamente en la charca y chapoteando en esta había media docena de chicos totalmente desnudos. Vieron a los jinetes en el vado, y también a la muchacha, pero no les hicieron el menor caso.

Maldita sea, dijo Boyd.

Presionó los talones contra las costillas del caballo y lo hizo avanzar por los bancos arenosos. No se volvió a mirar a la muchacha, que observaba a los chicos con afable interés. Ella dirigió una mirada a Billy y pasó el otro brazo por la cintura de Boyd y se alejaron.

Cuando llegaron al río la muchacha se apeó del caballo, cogió las riendas, condujo a los dos animales hasta el agua y una vez allí le aflojó el látigo a Bird y se quedó con ellos mientras bebían. Boyd se sentó en la orilla con una de sus botas en la mano.

¿Qué pasa?, dijo Billy.

Nada.

Boyd recorrió el guijarral a la pata coja con la bota en la mano y cogió una piedra redonda, se sentó, metió el brazo en la bota y empezó a dar golpes con la piedra.

¿Te ha salido un clavo?

Sí.

Dile que traiga la escopeta.

Díselo tú.

La muchacha estaba en el río con los caballos.

Tráeme la escopeta, gritó Billy.

Ella lo miró. Se metió en la corriente por el lado izquierdo de Bird, sacó la escopeta del portacarabinas y se la llevó. Billy abrió la recámara del arma y sacó el cartucho, desmontó el cañón y se agachó delante de su hermano.

Trae, dijo. Dame la bota.

Boyd se la pasó y Billy la puso en el suelo, metió la mano y tanteó buscando el clavo; luego introdujo el cañón en la bota, aporreó el clavo, metió la mano, palpó otra vez y luego le devolvió la bota a Boyd.

Huelen que apestan, dijo.

Boyd se calzó la bota, se puso de pie y anduvo unos pasos. Billy montó la escopeta otra vez, empujó el cartucho en la recámara con el pulgar, cerró el arma, la dejó derecha sobre las guijas y se quedó sentado aguantándola. La muchacha había vuelto al río con los caballos.

¿Crees que los habrá visto?, preguntó Boyd.

¿A quién?

A esos chicos desnudos.

Billy miró pestañeando a Boyd, que estaba de espaldas al sol. Yo diría que sí, dijo. Que yo sepa no se ha quedado ciega de golpe, ¿verdad?

Boyd miró hacia donde estaba la muchacha.

No ha visto nada que no haya visto ya, dijo Billy.

¿Y eso qué se supone que significa?

Nada.

Y una mierda que no.

No significa nada. Una persona ve a otra desnuda y eso es todo. No empieces con las mismas. Demonios. Yo vi a la cantante de ópera en cueros allá en el río.

Sí hombre.

¿No me crees? Estaba dándose un baño, lavándose el pelo.

¿Cuándo fue eso?

Se lavó el pelo y se lo estrujó como si fuese una camisa mojada.

¿En pelota viva dices?

Ni las bragas.

¿Y por qué no me habías dicho nada?

No tienes por qué saberlo todo.

Boyd se mordió el labio inferior. Fuiste para allá y hablaste con ella, dijo.

¿Qué?

Fuiste para allá y hablaste con ella. Como si no hubieras visto nada, ¿verdad?

Bueno, ¿qué querías que hiciese? ¿Decirle que la había visto en cueros y luego ponerme a charlar?

Boyd se había acuclillado en la lengua de grava y se quitó el sombrero y lo sostuvo al frente con ambas manos. Contempló el río. ¿Tú crees que habría sido mejor quedarnos allá?

¿En el ejido?

Sí.


Ya. ¿Y esperar a que los caballos nos encuentren a nosotros?

No respondió. Billy se puso en pie y echó a andar por el guijarral. La muchacha trajo los caballos y él volvió a guardar la escopeta en su funda y miró a Boyd.

¿Estás listo para partir?, preguntó en voz alta.

Sí.

Ajustó las cinchas a su caballo y cogió las riendas que le tendía la muchacha. Cuando miró a Boyd, este seguía allí sentado.

¿Y ahora qué pasa?, preguntó.

Boyd se levantó muy despacio. No pasa nada, dijo. Nada que no pasara antes.

Miró a Billy. ¿Me has entendido?

Claro que te he entendido, dijo Billy.


A los tres días de viaje llegaron al cruce donde el viejo camino carretero bajaba de La Norteña en las sierras occidentales y cruzaba los llanos del Babícora y seguía a través del valle del Santa María hasta Namiquipa. Los días eran cálidos y secos y al término de cada jornada los jinetes y sus caballos tenían el color del camino. Habían cabalgado cruzando los campos hasta el río; Billy bajó la silla al suelo junto con los petates y mientras la chica organizaba el campamento él se llevó los caballos aguas abajo, se quitó las botas y la ropa y se metió en el río tirando de las riendas del caballo de Boyd, y allí se quedó, a la grupa de Bird y desnudo a excepción del sombrero, y vio cómo el polvo del camino se desprendía en la fría corriente formando una mancha pálida en el agua clara.

Los animales bebieron. Levantaron la cabeza y miraron corriente abajo. Al rato apareció de entre los árboles del otro lado un viejo que conducía una pareja de bueyes con una fusta de yóquey. Los bueyes iban uncidos a un yugo casero hecho de madera de tulipero tan blanqueada por el sol que más parecía un hueso viejo y magullado que tuvieran sobre el pescuezo. Vadearon el río con su despacioso movimiento ondulante y antes de ponerse a beber miraron río arriba y río abajo y finalmente a los caballos. El viejo permaneció al borde del agua y miró al chico desnudo montado en su caballo.

¿Cómo le va?, preguntó Billy.

Bien, gracias a Dios, respondió el anciano. ¿Y a usted?

Bien.

Hablaron del tiempo. Hablaron de las cosechas, asunto del que el viejo sabía mucho y el chico nada. El viejo le preguntó al chico si era vaquero y él dijo que sí y el viejo asintió. Dijo que aquellos caballos eran buenos. No había más que verlos. Su mirada vagó aguas arriba hacia donde la delgada columna de humo del campamento se levantaba en el aire sin viento.

Es mi hermano, dijo Billy.

El viejo asintió. Iba vestido con la mugrienta manta blanca, típica de la región, con que los trabajadores cuidaban los campos semejando sucios reclusos extraviados de algún manicomio remoto que acababan acuchillando con rabia insensata la tierra misma. Los bueyes levantaron la cabeza del agua, primero uno, después el otro. El viejo los apuntó con la fusta como si fuese a bendecirlos.

¿Le gustan?, preguntó.

Claro, respondió Billy.

Miró cómo bebían. Le preguntó al viejo si los bueyes trabajaban de buena gana y el viejo consideró la pregunta y luego dijo que no lo sabía. Dijo que los bueyes no tenían otra opción. Miró a los caballos. ¿Y los caballos?, preguntó.

El chico dijo que le parecía que sí. Dijo que a algunos caballos les gustaba su trabajo. Que les gustaba conducir ganado. Luego dijo que los caballos eran distintos de los bueyes.

Un martín pescador pasó río arriba, cambió de rumbo, parloteó y luego sobrevoló nuevamente el río y siguió aguas arriba. Nadie lo miró. El viejo dijo que el buey era un animal próximo a Dios, como todo el mundo sabía, y que el silencio y el rumiar del buey eran, tal vez, como la sombra de un silencio más grande, de un pensamiento más profundo.

Alzó la vista. Sonrió. Dijo que en cualquier caso el buey era bastante listo como para trabajar y así evitar que lo mataran y se lo comieran, y que saber eso era una cosa útil.

Avanzó un poco y arreó a los animales para que salieran del agua. Los bueyes treparon por el guijarral, bufaron y estiraron el cuello. El viejo se volvió, con la fusta apoyada en un hombro.

¿Está lejos de su casa?, dijo.

El chico respondió que no tenía casa.

El viejo puso cara de preocupación. Dijo que alguna casa debía de tener, pero el chico le dijo que no. El viejo dijo que todos teníamos un lugar en este mundo y que rezaría por el chico. Luego condujo los bueyes entre los sauces y sicomoros a la luz del crepúsculo y rápidamente se perdió de vista.

Cuando Billy volvió al campamento era casi de noche. El perro se irguió y la muchacha vino a ocuparse de los lustrosos y chorreantes caballos. Rodeó la lumbre, y dio vuelta a la silla de montar que se estaba secando.

Quiere ir a Namiquipa a ver a su madre, dijo Boyd.

Se quedó mirando a su hermano. Por mí puede ir a donde guste, dijo.

Quiere que yo vaya con ella.

¿Que tú vayas con ella?

Sí.

¿Para qué?

No lo sé. Porque tiene miedo.

Billy clavó la mirada en las brasas. ¿Y tú quieres ir?, dijo.

No.

¿Entonces?

Le he dicho que puede llevarse el caballo.

Billy se acuclilló lentamente con los codos apoyados en las rodillas. Sacudió la cabeza. No, dijo.

No tiene otra manera de ir.

¿Qué mierda crees que va a pasar si alguien la ve montando en un caballo robado? Demonios. Cualquier caballo.

No es robado.

Una mierda que no. ¿Y cómo piensas recuperarlo?

Lo traerá ella.

Sí. Al caballo y al alguacil. ¿Para qué se escapó si ahora quiere volver?

No lo sé.

Yo tampoco. Hemos hecho un largo viaje por ese caballo.

Ya lo sé.

Billy escupió en el fuego. No me gustaría nada ser mujer en este país. ¿Qué se propone hacer cuando haya regresado?

Boyd no respondió.

¿Sabe ella en qué estamos metidos?

Sí.


¿Por qué no quiere hablar conmigo?

Tiene miedo de que la abandones.

Y por eso quiere llevarse el caballo.

Supongo que sí.

Y si no dejo que se lo lleve, ¿qué?

Supongo que se irá de todas formas.

Pues que se vaya.

La muchacha regresó. Dejaron de hablar, aun cuando ella no habría comprendido nada de lo que decían. Dispuso los cacharros sobre las brasas y fue al río por agua. Billy miró a Boyd. No estarás pensando en largarte con ella, ¿verdad?

Yo no voy a ninguna parte.

¿Y si no hubiese más remedio?

No sé de qué me hablas.

Si pensaras que iba a quedarse sola o que nadie podría cuidar de ella o que alguien podría molestarla. De eso. Serías capaz de irte con ella, ¿verdad?

Boyd se inclinó y con los dedos empujó hacia el fuego los extremos ennegrecidos de dos leños; luego se limpió los dedos en la pernera de los tejanos. No, dijo sin mirar a su hermano. Supongo que no.

Por la mañana cabalgaron hasta el cruce y allí se despidieron de la muchacha.

¿Cuánto dinero tenemos?, dijo Boyd.

Estamos casi sin blanca.

¿Por qué no le das lo que queda?

Sabía que lo dirías. ¿Con qué vas a comer?

Pues dale la mitad.

Está bien.

Ella esperó montada a pelo y miró a Boyd con sus negros ojos rebosantes y luego se apeó del caballo y lo rodeó con sus brazos. Billy los miró. Al levantar la vista y mirar hacia el sur vio que el cielo estaba poblándose de nubarrones. Se inclinó y escupió secamente a la carretera. Vámonos, dijo.

Boyd la subió al caballo y ella se volvió, lo miró con una mano en la boca, tiró de la rienda del caballo y se dirigió hacia el este por la estrecha carretera de tierra.


Cabalgaron rumbo al sur por la polvorienta calzada, de nuevo los dos a lomos del caballo de Billy. Ante ellos se elevaba el polvo del centro del camino y las acacias de la cuneta se retorcían y gemían al viento. Por la tarde se nubló y la lluvia empezó a salpicar la tierra y a repiquetear en el ala de sus sombreros. Se cruzaron con tres hombres a caballo. Caballos mal escogidos, peor enjaezados. Billy se volvió hacia ellos y vio que lo miraban.

¿Reconocerías a los mexicanos a los que les quitamos la chica?, preguntó.

No lo sé. Creo que no. ¿Y tú?

No lo sé. Probablemente no.

Siguieron cabalgando bajo la lluvia. Al rato Boyd dijo: ellos sí nos reconocerían.

Sí, dijo Billy. Ellos sí.

La carretera se estrechaba al adentrarse en los montes. El paisaje era una monótona sucesión de pinares y la hierba rala y larguirucha de los prados no parecía apropiada para el sustento de un caballo. Se turnaron caminando en las pendientes de vaivén, llevando el caballo de las riendas o caminando al lado de él. Al anochecer acamparon en un pinar. Las noches volvían a ser frías y cuando entraron en el pueblo de Las Varas llevaban dos días sin comer. Cruzaron la vía del tren y pasaron por delante de unos grandes almacenes de adobe con sus contrafuertes de barro y sus rótulos que rezaban Puro maíz y Compro maíz. A lo largo de los apartaderos había montones de costeros amarillos de pino aserrado y el aire olía a rancio por el humo de los piñones. Pasaron junto a la pequeña estación estucada con su techumbre de cinc y bajaron hasta el pueblo. Las casas eran de adobe con tejados muy inclinados de ripia, y había montones de leña en los patios y cercados hechos con tablas de pino. Un perro de aspecto temerario al que le faltaba una pata se acercó a ellos cojeando por la calle y luego se apartó.

Atácalo, Trooper, dijo Boyd.

Mierda, dijo Billy.

Comieron en lo que en aquel tosco país pasaba por ser un café. Tres mesas en una estancia vacía y oscura.

Yo creo que hace más calor fuera que aquí dentro, dijo Billy.

Boyd miró por la ventana al caballo que aguardaba en la calle. Luego volvió la vista hacia la parte de atrás del local.

¿Tú crees que estará abierto este sitio?

Al cabo de un rato entró una mujer por la puerta de atrás y se plantó delante de ellos.

¿Qué tiene de comer?, preguntó Billy.

Tenemos cabrito.

¿Qué más?

Enchiladas de pollo.

¿Qué más?

Cabrito.

Yo no pienso comer cabrito, dijo Billy.

Ni yo.

Dos de enchilada, dijo Billy. Y café.

La mujer asintió con la cabeza y se fue.

Boyd se puso las manos entre las rodillas para calentárselas. Un humo gris flotaba en la calle. No se veía un alma.

Tú qué crees que es peor, ¿el frío o el hambre?

Yo creo que las dos cosas a la vez.

La mujer les trajo los platos, los dejó en la mesa y luego hizo ademán de ojear en dirección a la puerta del café. El perro estaba junto a la ventana mirando hacia adentro. Boyd se quitó el sombrero, hizo un pase hacia el cristal y el perro se fue. Volvió a ponerse el sombrero y cogió el tenedor. La mujer fue a la parte de atrás y volvió con dos tazones de café en una mano y una cesta con tortillas de maíz en la otra. Boyd se sacó algo de la boca, lo dejó en el plato y lo miró fijamente.

¿Qué es eso?, preguntó Billy.

No lo sé. Parece una pluma.

Hurgaron en sus enchiladas tratando de encontrar dentro algo comestible. Entraron dos hombres, los miraron y fueron a sentarse a la mesa de atrás.

Cómete los frijoles, dijo Billy.

Ya, dijo Boyd.

Llenaron las tortillas de frijoles, se las comieron y bebieron el café. Los dos hombres de detrás esperaron tranquilamente que les sirvieran.

Va a preguntarnos qué pasa con las enchiladas, dijo Billy.

No estoy seguro. ¿Tú dirías que la gente se come esto?

No lo sé. Podemos dárselas al perro.

¿Propones sacar a la calle lo que nos ha puesto la mujer y dárselo al perro justo delante del café?

Falta que el perro se lo coma.

Boyd retiró su silla y se levantó. Déjame que vaya por la cacerola, dijo. Le daremos de comer una vez que estemos en la carretera.

De acuerdo.

Le diremos a la mujer que nos las llevamos.

Cuando volvió con la cacerola rebañaron los platos, le pusieron la tapa y se tomaron el café. La mujer salió con dos fuentes llenas de apetitosa comida, con salsa y arroz y pico de gallo.

Eh, dijo Billy. Mira qué pinta tiene eso.

Pidió la cuenta y la mujer se acercó y les dijo que eran siete pesos. Billy pagó y luego señaló con la cabeza hacia la parte de atrás y preguntó a la mujer qué comían aquellos hombres.

Cabrito, dijo.

Cuando salieron a la calle el perro se levantó y se quedó esperando.

Mierda, dijo Billy. Vamos, dale eso.

Por la tarde, camino de Boquilla, se encontraron con unos vaqueros que llevaban como un millar de cabezas de novillos corrientes tierra adentro, hacia los encerraderos de Naco, junto a la frontera. Habían estado tres días conduciendo a las reses desde Quemada, en el extremo meridional de La Babícora, y su aspecto era sucio y estrafalario y los novillos estaban inquietos y fogosos. Pasaron gritando en medio de una nube de polvo y los caballos de fantasmales colores trotaban entre el ganado con cara hosca, los ojos inyectados en sangre y la cabeza gacha. Varios de los jinetes levantaron la mano a modo de saludo. Los jóvenes güeros se detuvieron en una elevación del terreno, descabalgaron y se quedaron mirando al lado del caballo el lento caos grisáceo desfilar hacia poniente con el sol detrás de ellos humeando ligeramente, y oyeron los últimos gritos de los vaqueros y los últimos quejidos de las reses perderse en el intenso azul del silencio vespertino. Montaron y reanudaron la marcha. Ya de noche cruzaron un villorrio de aquel altiplano donde las casas eran de troncos con techos de tejemanil. Humo y olor a guiso flotaban en el aire frío. Cabalgaron por las franjas de luz amarillenta que iluminaban la carretera desde las ventanas y luego siguieron otra vez hacia la oscuridad y el frío. Por la mañana, y en la misma carretera, encontraron a Bailey, a Tom y a Niño, que mojados y lustrosos venían de la laguna que había más al sur.

Habían trepado al camino con otra media docena de caballos, todos ellos chorreando agua, que trotaban y cabeceaban al frío de la mañana. Detrás de ellos aparecieron en la carretera dos jinetes que los apartaron de donde estaban paciendo en la hierba de la cuneta y se los llevaron.

Billy refrenó el caballo, lo llevó al borde del camino, pasó la pierna por encima del borrén delantero, se apeó y le pasó las riendas a Boyd. El grupo de caballos avanzó con curiosidad, amusgadas las orejas. El caballo de su padre sacudió la cabeza y dejó escapar un largo relincho.

¿Qué te parece eso?, dijo Billy. ¿Qué te parece?

Miró a los jinetes. Muchachos como ellos. Tal vez de su misma edad. Estaban empapados hasta la rodilla y los caballos que montaban estaban mojados. Habían visto a los jinetes frenar en la cuneta y avanzar ahora con cautela. Billy sacó la escopeta del portacarabina, comprobó que estuviera cargada y volvió a cerrarla con una rápida sacudida. Los caballos se detuvieron en la calzada.

Prepara un lazo, dijo. Que Niño no se escape.

Salió a la carretera con la escopeta en el pliegue del codo. Boyd montó de un solo impulso al arzón, tensó la mangana y fue soltando cuerda entre las manos. Los otros caballos se habían detenido, pero Niño siguió adelante por el borde de la carretera, la cabeza alta, olisqueando el aire.

¡So, Niño!, dijo Billy. ¡So, pequeño!

Los dos jinetes que venían detrás se pararon y siguieron montados sin saber a qué atenerse. Billy había cruzado la carretera para coger a Niño, que cabeceó y volvió al centro de la calzada.

¿Qué pasa?, gritaron los vaqueros.

Échale un lazo a ese hijoputa o coge al de la escopeta, dijo Billy.

Boyd levantó el lazo sobre su cabeza. Niño había calculado ya el espacio entre el hombre que iba a pie y el que iba a caballo, y se disparó. Cuando vio venir la cuerda trató de esquivarla, pero perdió pie sobre la tierra apisonada de la calzada y Boyd hizo girar una vez el lazo y se lo lanzó por la cabeza y aseguró la cuerda a la perilla de la silla. Bird giró en redondo, se colocó en mitad de la carretera y se apoyó en las ancas, pero Niño se detuvo, cuando llegó al extremo de la cuerda y se puso a gañir al tiempo que miraba a los otros jinetes y a los caballos que había detrás.

¿Qué están haciendo?, dijeron los jinetes. Seguían en el mismo lugar en que se habían detenido primero, sin desmontar. Los otros caballos se habían puesto a pacer de nuevo en la cuneta.

Coge un trozo de cuerda y hazme un cabestro, dijo Billy.

¿Es que vas a montarlo?

Sí.

Puedo hacerlo yo.

Lo montaré yo. Más largo. Más.

Boyd anudó el cabestro, cortó la cuerda sobrante con su navaja de muelle y le lanzó el cabestro a Billy. Billy lo cazó al vuelo y se acercó a Niño a lo largo de la cuerda que lo ataba sin dejar de hablarle en voz baja. Los otros dos jinetes picaron a sus monturas.

Billy pasó el ronzal sobre la cabeza de Niño y aflojó la cuerda. Le habló y lo acarició y luego le retiró la cuerda por la cabeza y la dejó caer al suelo y condujo el caballo a donde estaba Boyd con Bird. El lazo de cuerda fue corriendo por el suelo. Los jinetes volvieron a detenerse. ¿Qué pasa?, dijeron en voz alta.

Billy le lanzó la escopeta a Boyd; luego saltó con ambas manos, de un solo impulso, a la grupa de Niño, pasó una pierna por encima, se sentó y alargó la mano para coger de nuevo el arma. Niño cabeceó y piafó en la carretera.

Échale cordel al viejo Bailey, dijo Billy.

Boyd miró a los dos jinetes parados en la carretera. Avanzó en su caballo.

No moleste a esos caballos, dijeron los jinetes.

Billy llevó a Niño hacia la cuneta. Boyd se acercó a los caballos que estaban comiendo tranquilamente la hierba de la cuneta y arrojó el lazo. El lanzamiento se anticipó a Bailey, que al levantar la cabeza para apartarse la metió en el lazo. Billy se quedó mirando a lomos del caballo de su padre. Yo también puedo hacerlo, le dijo al caballo. En ocho o nueve intentos.

¿Quiénes son ustedes?, preguntaron a voces los jinetes.

Billy se adelantó. Los propietarios de estos caballos, respondió.

Los vaqueros seguían sin desmontar. Detrás de ellos había aparecido un camión en el camino que venía de Boquilla. Estaba demasiado lejos para que se oyera el motor, pero los vaqueros debieron de notar la mirada de los otros dos jinetes, pues se volvieron y miraron hacia atrás. Nadie se movió. El camión se acercó lentamente dejando oír un creciente gimoteo mecánico. El polvo que levantaban las ruedas salía flotando lentamente hacia el campo. Billy apartó su caballo de la carretera y esperó con la escopeta apoyada verticalmente en el muslo. El camión se acercó. Pasó con esfuerzo. El conductor miró los caballos y al chico con la escopeta. En la caja del camión viajaban ocho o diez trabajadores apiñados como quintos y a medida que el camión pasaba se quedaron mirando con gesto inexpresivo, entre el polvo y el humo del tubo de escape, los caballos y sus jinetes.

Billy metió piernas a Niño. Pero cuando buscó a los vaqueros solo vio a uno en la carretera. El otro se dirigía ya hacia el sur a campo traviesa. Fue a donde estaban los caballos y separó al que se llamaba Tom del resto del grupo y luego arreó a los otros, los apartó de la calzada y se volvió a mirar a Boyd. Vamos, dijo.

Avanzaron sobre el jinete solitario con los caballos sueltos trotando delante de ellos y Boyd tirando de Bailey por la cuerda. El joven vaquero los miró venir. Luego hizo salir el caballo de la carretera, se metió en la hierba frondosa y se quedó allí viéndolos pasar. Billy buscó con la mirada al otro jinete, pero se había ocultado en un otero. Sofrenó el caballo y llamó al vaquero.

¿Adónde ha ido su compadre?

El joven vaquero no respondió.

Echó a andar otra vez, la escopeta apoyada en el hombro. Se volvió hacia los caballos que pacían junto a la cuneta, miró otra vez al vaquero y luego se puso a la altura de Boyd y continuaron camino. Unos cuatrocientos metros más adelante advirtió que el vaquero los seguía lentamente por la carretera. Se detuvo un poco más adelante y esperó con el caballo en ángulo recto respecto a la carretera y la escopeta apoyada en la rodilla. El vaquero se detuvo también. Cuando reanudaron la marcha él hizo otro tanto.

Ahora sí que la hemos liado.

Ya la liamos al irnos de casa, dijo Boyd.

El otro chico ha ido a buscar ayuda.

Ya lo sé.

A Niño no lo han montado mucho.

No. No mucho.

Miró a Boyd. Sucio y andrajoso como estaba, con el sombrero contra el sol y la cara en la sombra, parecía una nueva casta de niño jinete surgida a raíz de una guerra, una epidemia o una hambruna en aquel país.

A mediodía, y con los muros bajos de la hacienda de Boquilla rielando a lo lejos, aparecieron en la carretera cinco jinetes. Cuatro de ellos portaban rifles puestos de través sobre el arzón delantero de sus sillas o colgando flojamente de una mano. Sofrenaron bruscamente sus caballos, que piafaron y avanzaron sigilosamente por la carretera, y los jinetes se llamaron a voces a pesar de que no estaban lejos los unos de los otros.

Los dos hermanos tiraron de las riendas de sus caballos. El que se llamaba Tom salió trotando hacia delante con las orejas erguidas. Billy se volvió en la silla. Detrás de ellos, en la carretera, había otros tres jinetes. Miró a Boyd. El perro caminó hasta el borde de la carretera y se sentó. Boyd se inclinó, escupió y contempló los pastos sin vallar que se extendían al sur, el contorno del lago en la distancia, esponjado al reflejar el cielo encapotado. Cinco o seis magros novillos pardos habían levantado la cabeza para mirar a los caballos en la carretera. Miró a los jinetes que tenía detrás y luego a Billy.

¿Quieres que intentemos escapar?

No.

Nuestros caballos están más frescos.

No sabes qué clase de caballos tienen ellos. Además, Bird no podría seguir a Niño.

Estudió a los jinetes que se aproximaban. Le pasó la escopeta a Boyd. Guarda esto. Busca los papeles.

Boyd empezó a desatar la correa del bolsillo de la alforja.

No te quedes ahí con eso, dijo Billy. Guárdalo.

Boyd enfundó la escopeta en el portacarabina. Confías mucho más que yo en los papeles, dijo.

Billy no respondió. Estaba observando a los jinetes avanzar por la carretera de cinco en fondo; todos excepto uno llevaban los rifles levantados. Tom se quedó a un lado de la carretera y relinchó a los otros caballos. Uno de los jinetes enfundó el rifle y cogió su cuerda. Tom lo vio acercarse y entonces giró en redondo y empezó a alejarse de la carretera, pero el jinete aguijó a su caballo y volteó su lazo y lo lanzó sobre el pescuezo del animal. Cuando el caballo se detuvo justo al lado de la carretera, el jinete dejó caer la cuerda a la calzada y los cinco siguieron avanzando.

Boyd le entregó a Billy el sobre marrón con los papeles de Niño; Billy permaneció con los papeles en una mano y el cabestro flojo en la otra. Tenía la cara interior de las piernas mojada por el sudor del caballo y podía percibir su olor. El caballo empezó a piafar, a gemir y a cabecear al ver que los jinetes se acercaban.

Se detuvieron a unos pocos metros. El de más edad los miró de arriba abajo y asintió. Bueno, dijo. Bueno. Era manco y llevaba la manga derecha sujeta con imperdibles a la hombrera. Conducía su caballo con las riendas atadas y llevaba una pistola al cinto y un sombrero de copa chata como ya no se veían muchos en esa región y botas labradas hasta la rodilla y también una cuarta. Miró a Boyd, y luego a Billy y por fin al sobre que este tenía en la mano.

Deme esos papeles, dijo.

No le des los papeles, dijo Boyd.

¿Cómo va a mirarlos si no?

Los papeles, dijo el hombre.

Billy picó al caballo, se inclinó para entregar el sobre y luego lo hizo retroceder y esperó. El hombre se llevó el sobre a los dientes, quitó la grapa y luego sacó los documentos, los desdobló, examinó los timbres y los puso contra la luz. Después de estudiar detenidamente los papeles, volvió a doblarlos, cogió el sobre que sostenía bajo la axila, metió los papeles en el sobre y entregó el sobre al jinete que tenía a su derecha.

Billy le preguntó si podía leer los papeles, pues estaban en inglés, pero el otro no respondió. Se inclinó ligeramente para ver mejor el caballo que montaba Boyd. Dijo que los papeles carecían de valor. Que en consideración a la juventud de los dos no iba a hacer cargos en su contra. Dijo que si deseaban llevar el asunto adelante podían ir a ver al señor López a Babícora. Luego volvió la cabeza y habló con el hombre que tenía a su derecha y este se guardó el sobre por dentro de la camisa y él y otro hombre avanzaron con sus respectivos rifles levantados en la mano izquierda. Boyd miró a Billy.

Suelta el caballo, dijo Billy.

Boyd siguió sujetando la cuerda.

Haz lo que te digo, insistió Billy.

Boyd se inclinó, aflojó el nudo de la cuerda bajo la quijada de Bailey y luego le pasó la cuerda por encima de la cabeza. El caballo giró, cruzó la zanja y salió al trote. Billy se apeó de Niño, le quitó el cabestro y golpeó con él la grupa del animal, que se volvió y partió en busca del otro caballo. Los jinetes que venían por detrás ya habían llegado y partieron tras los caballos sin que nadie se lo dijera. El jefe sonrió. Se tocó el sombrero y recogió las riendas y tiró bruscamente de ellas. Vámonos, dijo. Luego él y los cuatro jinetes armados enfilaron de nuevo la carretera en dirección a Boquilla, de donde habían venido. Allá en el llano los jóvenes vaqueros habían interceptado a los caballos sueltos y los conducían de vuelta a la carretera en dirección al oeste, como había sido su primera intención; pronto se perdieron de vista en la trémula luz del mediodía y no quedó más que el silencio. Billy se inclinó y escupió en la carretera.

Vamos. Di lo que piensas, dijo.

No tengo nada que decir.

Bien.

¿Listo?

Sí.

Boyd retiró su bota del estribo y Billy metió el pie y montó detrás de él.

Mucha ignorancia suelta, si quieres saber mi opinión, dijo Boyd.

Creí que no tenías nada que decir.

Boyd no replicó. El perro mudo, que se había escondido entre la maleza de la cuneta, volvió a salir y se quedó esperando. Boyd no hacía nada.

¿Y ahora qué esperas?, dijo Billy.

Espero que me digas hacia dónde quieres ir.

¿Adónde mierda te parece que hemos de ir?

Se supone que hemos de estar en Santa Ana de Babícora dentro de tres días.

Pues puede que lleguemos tarde.

¿Y los papeles?

¿De qué demonios sirven los papeles sin el caballo? Además, ya has visto qué valor tienen los papeles en este país.

Uno de los chicos que partieron con los caballos llevaba un rifle en una funda.

Lo he visto. No soy ciego.

Boyd hizo doblar al caballo y partieron hacia el oeste por la carretera. El perro se puso a trotar a la izquierda del caballo, al amparo de su sombra.

¿Quieres dejarlo estar?, preguntó Billy.

Yo no he dicho nada de dejarlo.

Esto no es como en casa.

Nunca he dicho que lo fuera.

No quieres utilizar el sentido común. Hemos viajado demasiado como para volver muertos a nuestro país.

Boyd presionó los flancos del caballo con los tacones de sus botas y el caballo avivó el paso. ¿Crees que existe algún lugar tan lejos? dijo.

Vieron las huellas de los dos jinetes y los tres caballos allí donde se habían incorporado a la carretera y una hora después se encontraban nuevamente en el sitio donde habían visto por primera vez a los caballos, junto al lago. Boyd cabalgó lentamente por el borde del camino escrutando el suelo hasta que vio huellas de caballos herrados y sin herrar que habían dejado la carretera para dirigirse hacia el norte por los ondulados pastos.

¿Adónde crees que se dirigen?, preguntó.

No lo sé, respondió Billy. Tampoco sé de dónde han venido.

Cabalgaron hacia el norte durante toda la tarde. Empezaba a oscurecer cuando desde una cuesta divisaron a los jinetes conduciendo los caballos, que ahora eran aproximadamente una docena, a ocho kilómetros de distancia por la azul y refrescante pradera.

¿Crees que serán ellos?

Es lo más probable, dijo Billy.

Siguieron cabalgando. Se adentraron en la oscuridad y cuando ya era de noche y no se veía se detuvieron y escucharon sin desmontar. No se oía otro sonido que el del viento en la hierba. El lucero de la tarde estaba bajo en el horizonte de poniente, redondo y rojo como un sol encogido. Billy se apeó, cogió las riendas que le tendía su hermano y guió el caballo del diestro.

Está oscuro como boca de lobo.

Ya. El cielo está muy tapado.

Así es muy fácil que te pique una serpiente.

Yo llevo botas. El caballo no.

Coronaron una loma y Boyd se puso de pie en los estribos.

¿Los ves?, preguntó Billy.

No.

¿Qué se ve?

Nada. No hay nada que ver. Oscuridad y más oscuridad.

Quizá no han tenido tiempo de encender fuego.

Quizá piensan cabalgar toda la noche.

Avanzaron por la cresta de la loma.

Allá están, dijo Boyd.

Ya los veo.

Descendieron por la ladera opuesta hasta un terreno pantanoso y buscaron un lugar donde guarecerse del viento. Boyd echó pie a tierra y Billy le pasó las riendas.

Busca algo donde atarlo. No lo manees y no se te ocurra estacarlo. En cuanto vea la remuda va a ponerse muy nervioso.

Bajó la silla, las mantas y la alforja.

¿Quieres que encendamos un fuego?, preguntó Boyd.

¿Con qué?

Boyd se adentró en la noche con el caballo. Regresó al cabo de un rato.

No encuentro nada donde atar el caballo.

Déjamelo a mí.

Hizo un lazo con la cuerda, se lo pasó al caballo por la cabeza y enrolló el otro cabo a la perilla de la silla.

Dormiré con la silla por almohada, dijo. Si se aleja más de diez o doce metros me despertará.

Qué oscuro está todo, dijo Boyd.

Sí. Creo que va a llover.

Por la mañana, al mirar hacia el norte desde la cresta de la loma no vieron fuego ni humo de lumbre. Los nubarrones habían pasado de largo y era un día sereno y despejado. En los sinuosos prados no se veía absolutamente nada.

Qué país, dijo Billy.

¿Tú crees que han salido pitando?

Ya los encontraremos.

Siguieron adelante y un kilómetro y medio al norte empezaron a atajar en busca del rastro. Encontraron los restos de una hoguera; Billy se agachó, sopló en las cenizas y escupió en las brasas, pero estas no sisearon.

Esta mañana no han encendido fuego.

¿Crees que nos habrán visto?

No.

Imagínate lo temprano que se habrán marchado.

Ya lo sé.

¿Y si están escondidos para tendernos una zalagarda?

¿Una zalagarda?

Sí.

¿Dónde has oído esa palabra?

No lo sé.

No se han escondido. Simplemente han madrugado mucho.

Montaron y reemprendieron la marcha. Pudieron ver el rastro de los caballos donde habían pasado entre la hierba.

Hemos de estar alerta para no subir una de esas lomas y topar con ellos, dijo Boyd.

Ya he pensado en eso.

Podríamos perder sus huellas.

No las perderemos.

¿Y si el terreno se vuelve duro y pedregoso? ¿Has pensado en eso?

¿Y si se acaba el mundo?, dijo Billy. ¿Has pensado en eso?

Sí. Yo sí lo he pensado.

A media mañana vieron desfilar a los jinetes conduciendo los caballos por un cerro que se elevaba tres kilómetros al este. Una hora después llegaron a una carretera que iba de este a oeste; se detuvieron sin desmontar y estudiaron el terreno. En el polvo se apreciaban las huellas de una numerosa remuda de caballos. Miraron hacia el este, por donde los caballos se habían ido. Siguieron la carretera hacia el este y pasado el mediodía vieron delante de ellos la intermitente neblina de polvo elevándose allá por donde habían pasado los caballos. Transcurrida una hora llegaron a un cruce de caminos. Llegaron a un lugar donde una arroyada salía de las montañas del norte y cruzaba y continuaba hacia el sur por la ondulada región. Parado en la carretera a lomos de un buen caballo americano de silla vieron a un hombre menudo y moreno de edad indeterminada con un sombrero Stetson y un par de botas caras provistas de tacones muy sesgados. Se había echado el sombrero hacia atrás y mientras fumaba tranquilamente un cigarrillo miraba cómo se acercaban por la carretera.

Billy aflojó el paso, escudriñó el terreno por-si había otros caballos, otros jinetes. Detuvo el caballo a poca distancia del hombre y se echó el sombrero hacia atrás. Buenos días, dijo.

El hombre los estudió brevemente con sus ojos negros. Tenía las manos dobladas sobre la perilla de su silla y el cigarrillo ardía flojo entre sus dedos. Cambió ligeramente de postura en la silla y desvió la mirada hacia la arroyada que tenía a su espalda, donde la tenue polvareda de la remuda flotaba aún levemente en el aire como una neblina de polen estival.

¿Qué planes tenéis?, dijo.

¿Cómo dice?, preguntó Billy.

Qué planes tenéis. Los planes.

Levantó el cigarrillo, dio una lenta calada y exhaló el humo hacia delante. Parecía no tener ninguna prisa.

¿Quién es usted?, dijo Billy.

Me llamo Quijada. Trabajo para el señor Simmons. Soy el gerente del Nahuerichic.

Dio otra lenta calada a su cigarrillo.

Dile que estamos buscando nuestros caballos, dijo Boyd.

Ya decidiré lo que haya que decir, dijo Billy.

¿Qué caballos?, preguntó el hombre.

Los que nos robaron de nuestro rancho en Nuevo México.

Los miró detenidamente. Señaló a Boyd con la barbilla. ¿Es tu hermano?

Sí.

Asintió. Fumó. Lanzó el cigarrillo a la calzada. El caballo lo miró.

¿Os dais cuenta de que el asunto es serio?, dijo.

Para nosotros lo es.

Asintió nuevamente. Seguidme, dijo.

Tiró de las riendas y enfiló la carretera. No se volvió a mirar si lo seguían, pero lo hacían, sin atreverse a cabalgar a su lado.

A media tarde estaban tragando el polvo que levantaban los caballos en la remuda. Podían oírlos, aunque todavía no podían verlos. Quijada apartó su caballo de la carretera, se metió entre los pinos y retomó la carretera delante de la remuda. Cuando el caporal que iba en cabeza vio a Quijada, levantó una mano. Los vaqueros avanzaron y guiaron la cuadrilla; el caporal se aproximó a Quijada y ambos se detuvieron a hablar. El caporal miró a los dos chicos encorvados sobre el huesudo caballo. Llamó a los vaqueros. Los animales que estaban en la carretera empezaban a agruparse y remolinear intranquilos y uno de los vaqueros había tenido que volver atrás arreando los caballos para que salieran de los árboles. Cuando todos los caballos se hubieron calmado y estuvieron en la carretera Quijada se volvió hacia Billy.

¿Cuáles son vuestros caballos?, preguntó.

Billy se volvió en la silla y echó un vistazo en dirección a la remuda. En la carretera había una treintena de caballos parados o agitándose, levantando y agachando la cabeza en el polvo dorado que el sol hacía brillar.

El bayo grande, dijo. Y ese bayo claro que está con él. El que tiene la estrella. Y ese moteado de ahí atrás. El tigre.

Sepáralos, dijo Quijada.

Sí, señor, dijo Billy. Se volvió hacia Boyd. Baja.

Ya lo hago yo.

Baja.

Que lo haga él, dijo Quijada.

Billy miró a Quijada. El caporal había hecho girar a su caballo y los dos hombres estaban codo con codo. El chico pasó la pierna por encima de la horqueta de la silla, se deslizó a tierra y se apartó un poco. Boyd subió a la silla, cogió la cuerda y empezó a hacer un lazo mientras metía piernas al caballo y pasaba paralelo a la remuda. Los vaqueros lo miraban mientras fumaban. Avanzó lentamente sin mirar los caballos. Fue con la cuerda colgando a un costado del caballo y entonces la balanceó a baja altura junto a los pinos del borde del camino, levantó un lazo hoolihan sobre las cabezas de los caballos que ya se agitaban y lazó a Niño por el cuello al tiempo que levantaba el brazo para que la cuerda sobrante no tocara los lomos de los otros caballos, todo en un solo movimiento. Luego hizo chascar la lengua y sacó el caballo de la cuadrilla hablándole en voz baja. Los vaqueros miraban, fumaban.

Niño se adelantó. Bailey fue detrás de él, los dos avanzando a vacilantes empellones y derramando la vista entre los caballos desconocidos. Boyd los trajo detrás de él y continuó bordeando la carretera. Hizo un nudo flojo con el cabo de la cuerda y cuando llegó al final del grupo echó el lazo sobre la cabeza de Tom sin mirarlo siquiera. Luego volvió con los tres caballos siguiendo el borde de la carretera hasta rebasar la remuda y se detuvo; los tres caballos, apretados contra el costado de Bird, levantaban y agachaban la cabeza.

Quijada se volvió y habló con el caporal. El caporal asintió y luego miró a Billy.

Coge tus caballos, dijo.

Billy tomó las riendas que su hermano le tendía y se quedó en la calzada sujetando los caballos. Necesito que me escriba un papel, dijo.

¿Qué clase de papel?

Una renuncia o una factura. Alguna clase de comprobante donde conste su nombre hasta que pueda sacar los caballos de estas sierras.

Quijada asintió. Se volvió, desabrochó el faldón de su alforja, rebuscó entre sus cosas y sacó una libretita negra de piel. La abrió, cogió un lápiz alojado en la cubierta y se puso a escribir.

¿Cómo te llamas?, preguntó.

Billy Parham.

Escribió. Cuando hubo terminado arrancó la página de la libreta, devolvió el lápiz a la cubierta, cerró la libreta y le pasó el papel a Billy. Billy lo cogió, lo dobló sin leerlo, se quitó el sombrero, metió el papel doblado dentro de la badana y volvió a ponerse el sombrero.

Gracias, dijo. Muy agradecido.

Quijada asintió otra vez y habló de nuevo con el caporal. El caporal llamó a los vaqueros. Boyd se inclinó, cogió las riendas, llevó el caballo hasta los polvorientos pinos del camino. Una vez allí se volvió y esperó mientras él y los caballos observaban a los vaqueros arrear otra vez la remuda. Pasaron. Los caballos se agruparon, se dividieron y pusieron los ojos en blanco. El vaquero que iba detrás miró a Boyd, que estaba entre los pinos con los otros caballos, levantó una mano y adelantó levemente el mentón. Adiós, caballero, dijo. Luego alcanzó la parte posterior de la remuda y todos se alejaron por la carretera en dirección a las montañas.


Por la tarde dieron de beber a los caballos en un abrevadero tallado en piedra caliza. Las aspas del molino giraban lentamente sobre sus cabezas y la sombra alargada y oblicua de las aspas giraba también sobre la pradera en oscuro y lento carrusel. Habían ensillado a Niño y Billy desmontó y le aflojó la cincha para dejarle bufar mientras Boyd se apeaba de Bailey. Bebieron del caño y luego se acuclillaron y miraron cómo bebían los caballos.

Te gusta ver beber a los caballos, dijo Billy.

Mucho.

Asintió. A mí también.

¿Crees que ese papel vale algo?

Por estos pagos creo que tanto como el oro.

Y fuera de aquí no mucho.

No. Fuera de aquí, no.

Boyd arrancó un tallo de hierba y se lo llevó a la boca. ¿Por qué crees que nos ha dejado coger los caballos?

Porque sabía que eran nuestros.

¿Cómo lo ha sabido?

Lo sabía y eso es todo.

Podría habérselos quedado.

Sí. Podría haberlo hecho.

Boyd escupió y volvió a ponerse el tallo en la boca. Miró los caballos. Eso de tropezarnos así con los caballos ha sido toda una suerte, dijo.

Sí. Ya lo sé.

¿Crees que vamos a seguir teniendo suerte mucho tiempo?

¿Quieres decir si encontraremos a los otros dos caballos?

Eso. O lo que sea.

No lo sé.

Yo tampoco.

¿Crees que la chica estará allá como dijo?

Sí. Seguro.

Sí, dijo Billy. Imagino que sí.

Unas palomas que venían sobrevolando las tierras secas que se extendían más al sur viraron y se alejaron del depósito al verlos allí sentados. El agua salía del caño con un frío sonido metálico. El sol de poniente que descendía por debajo de las nubes amontonadas había absorbido a su paso la luz dorada dejando la tierra, azul, fresca y silenciosa.

Tú crees que tienen los otros caballos, ¿verdad?, dijo Boyd.

¿Quién?

Ya sabes quién. Esos jinetes que venían de Boquilla.

No lo sé.

Pero es lo que piensas.

Sí. Es lo que pienso.

Billy sacó de la badana del sombrero el papel que le había dado Quijada, lo desdobló, lo leyó y luego volvió a doblarlo, lo metió en la badana y se puso el sombrero. No te gusta, ¿eh?, dijo.

¿A quién puede gustarle?

Y yo qué mierda sé.

¿Qué piensas que habría hecho el viejo?

Sabes muy bien qué habría hecho.

Boyd se quitó el tallo de hierba de entre los dientes, lo pasó por el ojal del bolsillo de su andrajosa camisa e hizo un nudo con él. Sí. Pero él no está aquí para decirlo.

No lo sé. A veces pienso que siempre tendrá algo que decir.


Al mediodía siguiente entraron en Boquilla y Anexas llevando los caballos sueltos delante de ellos. Boyd se quedó con los caballos mientras Billy entraba en una tienda y compraba doce metros de cuerda de poco más de un centímetro para hacer unos ronzales. La mujer que atendía el mostrador estaba midiendo tela de un rollo. Sosteniendo la tela con el mentón midió el largo de un brazo, cortó la tela con una regla recta y un cuchillo, la dobló y se la pasó por el mostrador a una chica. La chica sacó con parsimonia unos tlacos viejos y unos pesos y billetes arrugados y la mujer lo contó todo y le dio las gracias y la chica partió con la tela doblada bajo el brazo. Cuando la chica se hubo marchado la mujer se acercó a la ventana y la miró. Dijo que la tela era para el padre de la chica. Billy dijo que con eso le haría una bonita camisa, pero la mujer dijo que no era para una camisa sino para forrar su ataúd por dentro. Billy miró por la ventana. La mujer dijo que la familia de la chica no era rica. Que había aprendido aquellas extravagancias trabajando para la esposa del hacendado y que se había gastado el dinero que guardaba para su boda. La chica estaba cruzando la polvorienta calle con la tela bajo el brazo. Tres hombres que había en una esquina apartaron la vista cuando ella se aproximó, y dos de ellos la siguieron con la mirada cuando hubo pasado.


Se sentaron a la sombra de una pared encalada y de una bolsa vacía sacaron unos tacos grasientos que le habían comprado a un vendedor ambulante y se los comieron. El perro observaba. Billy hizo una bola con la bolsa vacía y se limpió las manos en sus tejanos; luego sacó su navaja y midió un largo de cuerda con los brazos estirados.

¿Vamos a quedarnos aquí?, preguntó Boyd.

Sí. ¿Por qué? ¿Tienes una cita en alguna otra parte?

¿Y si fuésemos allá abajo y nos quedáramos en la alameda?

Está bien.

¿Por qué crees que no han marcado los caballos?

No lo sé. Probablemente habrán estado viajando por toda la región.

Tal vez deberíamos marcarlos nosotros.

¿Y con qué, si puede saberse?

No lo sé.

Billy cortó la cuerda, dejó la navaja a un lado y anudó el bozo. Boyd se llevó a la boca el último pedazo de taco y se sentó a masticar.

¿Tú qué crees que hay en estos tacos?, preguntó.

Gato.

¿Gato?

Pues claro. ¿No ves cómo te mira el perro?

No son capaces, dijo Boyd.

¿Has visto algún gato por la calle?

Hace demasiado calor para los gatos.

¿Has visto alguno a la sombra?

Seguro que alguno habrá escondido por ahí tomando el fresco.

¿Cuántos gatos has visto sea donde sea?

Tú no te comerías un gato, dijo Boyd. Ni para verme comer a mí uno.

Puede que sí.

No lo creo.

Si tuviera mucha hambre sí.

Tanta hambre no tienes.

Yo estaba muerto de hambre. ¿Tú no?

Claro. Ahora no. No hemos comido gato, ¿verdad?

No hombre.

¿Te habrías dado cuenta?

Claro. Y tú también. Pensaba que querías llegar a la alameda.

Te estoy esperando.

Ahora las lagartijas, dijo Billy. Apenas se las diferencia del pollo.

Maldita sea, dijo Boyd.

Arrearon los caballos calle arriba bajo la sombra de unos árboles pintados y Billy ató unos cabestros con cabos colgantes para que los animales pudieran andar si les apetecía apartarse de ellos. Boyd permaneció tumbado en la hierba reseca con el perro por almohada y el sombrero sobre los ojos hasta que se durmió. La calle estuvo desierta toda la tarde. Billy les puso los cabestros a los caballos, los ató, se estiró en la hierba y al cabo de un rato también se durmió.

Al caer la tarde un solitario jinete a lomos de un caballo poco acorde con su condición humilde se detuvo en la calle frente a la alameda, miró detenidamente a los chicos dormidos en la hierba y luego dirigió su atención a los caballos. Se inclinó a escupir. Por fin, hizo girar el caballo en redondo y se fue por donde había venido.

Cuando Billy despertó se puso de pie y miró a su hermano. Boyd se había puesto de lado y tenía al perro cogido con un brazo. Alargó la mano y levantó del polvo el sombrero de su hermano. El perro abrió un ojo y lo miró. Por la calle se acercaban cinco jinetes.

Boyd, dijo.

Boyd se incorporó y buscó su sombrero.

Por allá vienen, dijo Billy. Se incorporó, se dirigió a donde estaba Bird, le ajustó el látigo, desató las riendas y montó. Boyd se puso el sombrero y se encaminó hacia los caballos. Desató a Niño, lo llevó hasta uno de los pequeños bancos de hierro y se subió al banco y pasó una pierna por encima del lomo del animal, todo ello con un único movimiento y sin parar siquiera el caballo; luego volvió y dejando atrás los árboles salió a la calle. Llegaron los jinetes. Billy miró a Boyd. Boyd estaba montado con el cuerpo ligeramente inclinado y las palmas boca abajo sobre la cruz del caballo. Escupió a un costado y se secó la boca con el dorso de la muñeca.

Se acercaron lentamente. Ni siquiera miraron los caballos que estaban bajo los árboles. A excepción del jinete manco, todos eran jóvenes y no parecían llevar armas.

Allá está nuestro amigo, dijo Billy.

El jefe.

Yo no creo que tenga mucho de jefe.

¿Ah no?

No estaría aquí. Habría mandado a alguien. ¿Reconoces a alguno de los otros?

No. ¿Por qué lo dices?

Solo me preguntaba si habremos de vérnoslas con una cuadrilla muy numerosa.

El mismo hombre de idénticas botas labradas e idéntico sombrero chato ladeó ligeramente su caballo, como si tuviera intención de pasar de largo. Luego enderezó el caballo otra vez. Finalmente sofrenó el caballo delante de los dos hermanos y asintió. Bueno, dijo.

Quiero mis papeles, dijo Billy.

Los jóvenes que esperaban detrás se miraron. El manco estudió detenidamente a los dos chicos. Les preguntó si se habían vuelto locos. Billy no respondió. Extrajo el papel del bolsillo y lo desdobló. Dijo que tenía factura de los caballos.

¿Factura de dónde?, dijo el manco.

De La Babícora.

El manco volvió la cabeza y escupió en el polvo de la calle sin dejar de mirar a Billy. La Babícora, dijo.

Sí .

¿Firmada por quién?

Firmada por el señor Quijada.

No se alteró en absoluto. Quijada no es alguacil, dijo.

Es gerente, dijo Billy.

El manco se encogió de hombros. Pasó el lazo de las riendas por encima del borrén delantero y alargó su única mano. Permítame, dijo.

Billy dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Dijo que habían vuelto por los otros dos caballos. El hombre volvió a encogerse de hombros. Dijo que no podía ayudarlos. Dijo que no podía ayudar a los jóvenes americanos.

No necesitamos su ayuda, dijo Billy.

¿Cómo?

Pero Billy ya había tirado de las riendas hacia la derecha y llevado el caballo al centro de la calle. Quédate ahí, Boyd, dijo. El jefe se volvió hacia el jinete que estaba a su derecha. Le dijo que se encargara de los caballos.

No toque esos caballos, dijo Billy.

¿Cómo?, dijo el jefe. ¿Qué?

Boyd se apartó de los árboles.

Quédate ahí, dijo Billy. Haz lo que te digo.

Dos de los jinetes habían avanzado hacia los caballos atados. El tercero quiso ponerse delante del caballo de Boyd, pero este picó a su caballo y lo situó en mitad de la calle.

Ponte detrás, dijo Billy.

El jinete se volvió hacia su jefe. Niño puso los ojos blancos y comenzó a piafar. El manco había cogido las riendas de su caballo con los dientes y se disponía a desabotonar la solapa de su pistolera. La actitud de Niño debió de comunicar alguna información desagradable a los otros caballos que estaban en la calle, pues el del jefe empezó a agitarse y sacudir la cabeza. Billy se quitó el sombrero de golpe y metió piernas a su caballo y pasó el sombrero por delante de los ojos del caballo del jefe, que se empinó de repente, se acodilló y dio dos pasos hacia atrás. El jefe asió la gran perilla plana de su silla y en el momento de hacerlo el caballo retrocedió otra vez, se volvió y pateó el sombrero del jefe, que voló a ras de suelo. Al volverse Billy vio arbolarse a Niño y a Boyd apretar con los talones los flancos del caballo. El del jefe había doblado las rodillas y después de piafar y forcejear se lanzó calle abajo arrastrando las riendas anudadas y zarandeando los estribos. El jefe yacía en el suelo. Sus ojos iban de un lado a otro captando los rencorosos movimientos de los caballos que había alrededor de él. Miró su sombrero aplastado en la calle.

La pistola estaba en el suelo. De los jinetes que iban con el jefe dos estaban tratando de contener a sus caballos bajo los árboles, donde embestían y tiraban de los ronzales, y uno había desmontado y se acercaba a ayudar al que estaba en tierra. El cuarto jinete se volvió y miró la pistola. Boyd se deslizó del caballo, al tiempo que bajaba las riendas por encima de su cabeza y de un puntapié mandó la pistola al centro de la calle. Niño intentó empinarse otra vez y casi lo levantó del suelo, pero Boyd lo hizo bajar, se plantó delante del jinete montado, le cortó el paso cuando el otro había dado ya la vuelta y metió dos dedos por los ollares del caballo del otro, que retrocedió debatiéndose. Luego trajo a Niño trotando detrás de él y se agachó para coger la pistola del suelo y se la metió en el cinto y agarró un manojo de crin, montó e hizo girar al caballo sobre sí mismo.

Billy estaba de pie en la calle. De los otros vaqueros, uno también había desmontado y ahora había dos arrodillados en el polvo intentando incorporar a su jefe. Pero el jefe no podía sentarse. Lo pusieron de pie, pero él se derrumbó en brazos de sus hombres como un pelele. Debían de pensar que solo estaba aturdido, porque siguieron hablándole y palmeándole las mejillas. En la calle había empezado a reunirse un grupo de espectadores. Los otros dos jinetes descabalgaron, dejaron las riendas sueltas y se acercaron a la carrera.

No vale la pena, dijo Billy.

Uno de los vaqueros se volvió y lo miró. ¿Cómo?, dijo.

Es inútil, dijo Billy. Se ha roto el espinazo.

¿Mande?

Se ha roto la espalda, dijo.


A un kilómetro y medio al norte del pueblo abandonaron la carretera y siguieron hacia el oeste hasta llegar al río. Boyd había ahuyentado a los otros caballos mientras los jinetes estaban en la calle al lado de su jefe, y ahora tenían a todos los caballos. Era casi de noche. Se sentaron en un guijarral y observaron a los caballos en el agua recortados contra el cielo que se enfriaba. El perro se metió en la corriente, bebió, levantó la cabeza y los miró.

¿Se te ocurre alguna idea?, preguntó Boyd.

No. Ninguna.

Se quedaron mirando los caballos, nueve en total.

Seguramente tendrán a alguien capaz de seguirle las huellas a una lagartija por una pendiente de roca.

Es probable.

¿Qué vamos a hacer con sus caballos?

No lo sé.

Boyd escupió.

Si recuperan sus caballos tal vez nos dejen en paz.

Y una mierda.

No van a esperar a que se haga de día.

Lo sé.

¿Sabes qué harán con nosotros?

Me lo imagino.

Boyd arrojó una piedra al agua. El perro se volvió y miró hacia donde había desaparecido.

No podemos conducir estos caballos a oscuras sin conocer la región, dijo.

No pensaba hacerlo.

Bueno, pues ¿por qué no dices qué piensas hacer?

Billy se puso de pie y miró beber a los caballos. Creo que deberíamos separar sus caballos, llevarlos a ese promontorio de allá y hacerlos volver a Boquilla. Antes o después llegarán.

De acuerdo.

Déjame la pistola.

¿Qué vas a hacer con ella?

Meterla en la mochila del hombre, que es donde debe estar.

¿Tú crees que está muerto?

Si no está, lo estará.

Entonces da lo mismo.

Billy miró los caballos en el río. Luego miró a Boyd. Bueno, dijo, pues si da lo mismo, dame la pistola.

Boyd se sacó la pistola del cinto y se la entregó. Billy se la metió en el cinturón, entró en el agua, montó en Bird, separó a los cinco caballos de Boquilla y los arreó para sacarlos del río.

Procura que nuestros caballos no vengan detrás, dijo.

No lo harán.

Y no hables con nadie mientras estoy fuera.

Vete.

No enciendas fuego ni nada.

Vete ya. Que no soy idiota.

Billy partió al galope y desapareció detrás de la loma. El sol estaba bajo y había empezado el largo anochecer de las zonas de montaña. Los otros tres caballos subieron a la orilla uno detrás de otro y empezaron a pacer en la buena hierba de la ribera. Cuando Billy volvió, había oscurecido. Cabalgó directamente desde el llano hasta el campamento.

Boyd se levantó. Tienes que darle rienda suelta.

Eso he hecho. ¿Estás listo?

Cuando tú digas.

Pues vamos.

Reunieron los caballos, los condujeron al otro lado del río y partieron tierra adentro. Alrededor de ellos los llanos aparecían azulados y desprovistos de vida. El delgado cuerno de luna yacía boca arriba en el oeste semejante a un grial, y la brillante silueta de Venus flotaba justo encima de la luna como una estrella precipitándose sobre una barca. Siguieron a campo abierto apartándose del río y cabalgaron toda la noche. De madrugada acamparon en una quemada de árboles calcinados, negros y mellados sobre un alto, aproximadamente a un kilómetro y medio al oeste del río. Desmontaron y buscaron señales de agua, pero no encontraron ninguna.

Aquí debió de haber agua en otro tiempo, dijo Billy.

Quizá la secó el fuego.

Un manantial. Algo.

No hay hierba. Ni nada.

Es una quemada vieja. De años.

¿Qué quieres que hagamos?

Dejarlo correr. Dentro de un momento amanecerá.

De acuerdo.

Ve por tu petate. Yo vigilaré un rato.

Ojalá tuviera uno.

Los forajidos van ligeros de equipaje.

Estacaron los caballos y Billy cogió la escopeta y se sentó entre los restos de árboles quemados. La luna estaba baja. No soplaba ni pizca de viento.

¿Qué hacía él con los papeles de Niño y sin el caballo?, dijo Boyd.

No lo sé. Buscar un caballo que encajara. Duérmete.

Hoy en día los papeles no valen nada.

Ya lo sé.

Tengo un hambre de cojones.

¿Desde cuándo sueltas tacos?

Desde que dejé de comer.

Bebe un poco de agua.

Ya lo he hecho.

Duérmete ya.

Por el este empezaba a clarear. Billy se incorporó y escuchó.

¿Qué oyes?, preguntó Boyd.

Nada.

Este sitio es horripilante.

Lo sé. Duérmete.

Se sentó con el arma acunada en el regazo. Se oía a los caballos comer hierba en el prado.

¿Duermes?, preguntó.

No.

Tengo los papeles.

¿Los papeles de Niño?

Sí.

Y una mierda.

No. En serio.

¿De dónde los has sacado?

Estaban en la mochila. Los vi cuando fui a guardar la pistola.

Que me aspen.

Siguió con la escopeta entre las manos, escuchando a los caballos y, más allá, el silencio del mundo. Al rato Boyd dijo: ¿Dejaste la pistola en su sitio?

No.

¿Por qué?

Porque no.

¿La tienes encima?

Sí. Duérmete.

Cuando se hizo de día, Billy se puso de pie y fue a ver en qué clase de región estaban. El perro se levantó y lo siguió. Caminó hasta lo alto del promontorio y se acuclilló apoyado en la escopeta. A un kilómetro y medio de distancia unas reses de color pálido pacían en el llano que se extendía hacia el norte. Aparte de eso, nada. Cuando volvió a los árboles se quedó mirando a su hermano, que seguía tumbado.

Boyd, dijo.

Qué.

¿Listo para montar?

Su hermano se incorporó y miró alrededor. Sí, dijo.

Podríamos volver a la hacienda. Aquella señora nos escondería.

¿Hasta cuándo?

No lo sé.

Deberíamos estar allí mañana.

Sí. Qué se le va a hacer.

¿Cuánto tardaríamos en llegar a la hacienda?

No lo sé. Vamos.

Partieron rumbo al norte y cabalgaron hasta que divisaron el río. Había reses pastando junto a los árboles, en los remansos. Descansaron sin desmontar y contemplaron la ondulada pradera que se extendía hacia el sur.

¿Se puede matar una vaca con una escopeta?, preguntó Boyd.

Desde cerca sí.

¿Y con una pistola?

Tendrías que acercarte mucho para poder darle.

¿Cómo de cerca?

No vamos a matar ninguna vaca. Venga.

Algo tendremos que comer.

Ya lo sé. Vamos.

Cruzaron el río por los bancos y cuando llegaron al otro lado buscaron un camino, pero allí no había ningún camino. Siguieron el río hacia el norte y a primera hora de la tarde entraron en San José, un puñado de chozas bajas de barro de lúgubre aspecto. Mientras iban por el sendero lleno de baches con su reata de caballos unas mujeres los miraron cautelosamente desde los portales bajos.

¿Qué crees que pasa?, preguntó Boyd.

No lo sé.

Quizá nos toman por gitanos.

Quizá nos toman por ladrones de caballos.

Una cabra los miró con sus ojos de ágata desde un tejado bajo.

Un cabrón, dijo Billy.

Menudo sitio este, dijo Boyd.

Encontraron una mujer que les dio de comer, y se sentaron en una esterilla de juncos sobre el piso de arcilla a comer atole frío de unos cuencos hechos de arcilla sin cocer. Al rebañar los cuencos las tortillas salieron sucias de barro y arenosas. Quisieron pagar, pero la mujer no aceptaba dinero. Billy insistió en darle algo para los niños, pero la mujer dijo que no había niños.

Esa noche acamparon en un bosquecillo de chopos que crecía junto al río. Dejaron los caballos atados en la hierba de la ribera, se quitaron la ropa y nadaron a oscuras en el río. El agua era sedosa y fría. El perro se sentó en la orilla y los miró. Por la mañana Billy se levantó antes de que amaneciera y fue a soltar a Niño; lo condujo de nuevo al campamento, lo ensilló y montó llevándose la escopeta.

¿Adónde vas?, dijo Boyd.

A ver si consigo algo de comer.

Está bien.

Tú quédate aquí. No tardaré mucho.

¿Adónde iba a ir?

No lo sé.

¿Qué tengo que hacer si viene alguien?

No vendrá nadie.

Y si viene alguien, ¿qué?

Billy lo miró. Boyd estaba agachado, con la manta sobre los hombros, y se lo veía muy flaco y andrajoso. Lo miró y luego dirigió la vista más allá de los pálidos troncos de chopos hacia la desierta y ondulada pradera que emergía bajo la luz grisácea del alba.

Me parece que lo que quieres es que deje la pistola.

Creo que sería muy buena idea.

¿Sabes cómo disparar?

Sí, caray.

Tiene dos seguros.

Ya lo sé.

Está bien.

Sacó la pistola de la alforja y se la entregó.

Hay una bala en la recámara.

Está bien.

No la dispares. Esa bala y la que hay en el cargador son todo lo que tenemos para la pistola.

No voy a disparar.

Muy bien.

¿Cuánto tardarás?

No tardaré mucho.

Está bien.

Billy partió río abajo con la escopeta puesta de través sobre el arzón delantero. Había sacado la posta de la recámara y rebuscando entre los cartuchos de la alforja había encontrado un par de números cinco; había cargado el arma con uno y guardado el otro en el bolsillo de su camisa. Cabalgaba despacio mirando el río por entre los árboles. Un kilómetro y medio más abajo vio unos patos en el agua. Desmontó, bajó las riendas, cogió la escopeta y empezó a acecharlos entre los sauces ribereños. Se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo. El caballo gimoteó a sus espaldas y él se volvió y lo maldijo en voz baja y luego se levantó y miró hacia el agua. Los patos seguían allí. Tres porrones bastardos inmóviles en la calma de peltre de la corriente. La bruma se elevaba como humo de la superficie del río. Se abrió paso con cautela entre los sauces, siempre agazapado. El caballo volvió a relinchar. Los patos alzaron el vuelo.

Se incorporó y miró hacia atrás. Maldita sea, dijo. Pero el caballo no estaba mirándolo. Miraba hacia la otra orilla. Billy se volvió y vio cinco jinetes.

Se puso a cuatro patas. Venían de aguas arriba en fila india entre los árboles de la otra orilla. No lo habían visto. Los patos viraron allá en lo alto a la luz del nuevo sol y se alejaron río abajo. Los jinetes levantaron la cabeza y siguieron su camino. Niño estaba a la vista entre los sauces, pero esta vez no relinchó. Los jinetes no lo vieron, pasaron de largo y desaparecieron río arriba entre los árboles.

Billy se levantó, agarró su sombrero, se lo encasquetó rápidamente, se acercó al caballo con cuidado de no asustarlo, cogió las riendas, montó y partió a medio galope.

Se desvió del río y luego atajó por la pradera. Las ramas altas de los álamos ya estaban bañadas de luz. Mientras cabalgaba hurgó en la mochila que llevaba detrás tratando de dar con la posta. No distinguió a los jinetes del otro lado del río y cuando vio sus propios caballos paciendo junto a los árboles y apersogados a sus estacas, se dirigió al campamento.

Boyd supo qué ocurría antes de que su hermano dijera una palabra, y salió a buscar a los caballos. Billy se apeó, cogió las mantas y las arrolló y las ató. Boyd llegó corriendo del río arreando los caballos delante de él.

Quítales las cuerdas, exclamó Billy. Habrá que salir pitando.

Boyd se volvió. Hizo ademán de agarrar al primero de los caballos que venían de la arboleda y entonces la camisa se le hinchó por detrás de color rojo y cayó al suelo.

Billy supo después que había llegado a ver la bala de rifle. Que la succión y la vaharada que había notado en la oreja había sido la bala al pasar y que la había visto durante una milésima de segundo ante sus ojos con el sol dando de costado en el pequeño núcleo metálico en rotación, el plomo intensamente brillante a causa del estriado del ánima, cuya velocidad se había visto aminorada al traspasar el cuerpo de su hermano, pero aun así más veloz que el sonido al pasar junto a su oído derecho succionando el aire como un susurro surgido del vacío y el leve estridor de la onda explosiva, para luego rebotar en una rama y salir silbando hacia el páramo, en un tris de arrebatarle la vida, y después el sonido del disparo que llegaba con retraso.

Resonó descarnado y chato en el río, y el páramo le devolvió el eco. Billy corría ya entre los caballos que se escoraban frenéticos y se arrodilló junto a su hermano y le dio la vuelta en el suelo manchado de sangre. Oh, Dios, dijo. Oh, Dios.

Le levantó la cabeza del polvo. La camisa hecha jirones y empapada de sangre. Boyd, dijo. Boyd.

Me duele, Billy.

Lo sé.

Me duele.

El rifle volvió a crujir al otro lado del río. Todos los caballos habían salido corriendo de los árboles excepto Niño, que estaba pisoteando las riendas caídas. Billy se volvió hacia el ruido y levantó la mano. No tire, exclamó. No tire. Nos rendimos. Nos rendimos.

El rifle crujió de nuevo. Billy dejó a Boyd en el suelo, corrió por el caballo, cogió las riendas justo cuando el animal se volvía para irse de allí. Lo hizo girar, corrió junto a él hasta donde su hermano estaba tendido y puso el pie encima de las riendas mientras recogía a su hermano del suelo y luego lo empujaba sobre la silla y lanzaba las riendas por encima de la cabeza de Niño y se agarraba a la perilla y montaba detrás de él y lo cogía de la cintura para que no se tambalease y se inclinaba y clavaba los talones en el vientre de Niño.

Sonaron otros tres disparos mientras salían de los árboles a campo abierto, pero ya iban a galope tendido. Su hermano se bamboleaba contra él totalmente flácido y ensangrentado, y pensó que estaba muerto. Vio a los demás caballos correr delante por el llano. Uno de ellos se había rezagado y parecía estar herido. No había señales del perro.

El caballo al que adelantó era Bailey; le habían dado justo encima del corvejón trasero y al pasar junto a él se paró del todo. Cuando Billy se volvió a mirar seguía allí quieto. Como si el alma lo hubiese abandonado.

Después de recorrer un kilómetro alcanzó a los otros caballos y los dejó atrás. Cuando se volvió a mirar los cinco jinetes le pisaban los talones levantando en el llano una delgada raya de polvo, algunos fustigando por arriba y por abajo sus monturas, todos con los rifles a un costado, todo bien claro y austero a la luz del sol matinal. Cuando dirigió la mirada al frente no vio nada aparte de hierba y alguna que otra palmilla salpicando la llanura que se extendía hasta las sierras azuladas. No había dónde ir ni dónde pararse. Aguijó a Niño con los tacones de sus botas. Bird y Tom empezaban a quedarse rezagados y él se volvió y los llamó. Al mirar de nuevo al frente divisó a lo lejos una pequeña silueta oscura que cruzaba el paisaje de izquierda a derecha en una estela de polvo, y supo que allí había un camino.

Se inclinó aferrándose a su hermano, le habló a Niño, hincó los talones en los flancos del caballo y galoparon por la desierta llanura con los estribos repartiendo golpes a diestro y siniestro. Cuando miró hacia atrás, Bird y Tom todavía estaban con él y supo que Niño estaba cansándose bajo el peso de los dos jinetes que llevaba. Pensó que los perseguidores se habían quedado un poco atrás, pero entonces advirtió que uno de ellos se detenía y vio la pequeña humareda blanca del rifle y oyó el tenue estampido en el espacio abierto, pero eso fue todo. El jinete que había anunciado el camino se había perdido en la distancia dejando como única prueba de su tránsito un pálido revolotear de polvo.

Era un camino de tierra y como no había borde ni zanja que lo delimitara estuvo en él antes de darse cuenta. Tiró de las riendas e hizo girar el caballo, que patinó y resolló. Bird pugnaba por seguirlo y Billy intentó desviarlo, pero luego, al mirar hacia el sur, vio acercarse penosamente hacia él desde el vacío una vieja camioneta de plataforma que transportaba a unos agricultores. Se olvidó de Bird, giró en redondo y puso rumbo al sur por la carretera en dirección a la camioneta, agitando el sombrero.

El vehículo no tenía frenos y cuando el conductor lo vio empezó a reducir marchas con un rechinar mecánico. Los trabajadores se agruparon al frente de la plataforma mirando al chico herido.

Tómenlo, exclamó. Tómenlo. El caballo se encabritó y puso los ojos en blanco y uno de los hombres alargó el brazo, cogió las riendas y las anudó rápidamente en torno a un telero de la caja del camión mientras otras manos agarraban al muchacho y algunos bajaban a la carretera para ayudar a subirlo. La sangre era una condición de sus vidas y nadie preguntó qué le había pasado ni por qué. Lo llamaron el güerito y lo hicieron subir a la camioneta y se secaron la sangre de las manos en la pechera de la camisa. Un vigía estaba de pie con una mano en el techo de la cabina observando a los jinetes en el llano.

Rápido, exclamó. Rápido.

Vámonos, le gritó Billy al conductor. Se inclinó y dejó las riendas sueltas y aporreó la portezuela del camión con el canto del puño. Los que iban subidos a la camioneta alargaron el brazo para ayudar a subir a los que estaban en la calzada y el conductor arrancó y la camioneta dio una sacudida. Uno de los hombres tendió su mano manchada de sangre y Billy se la estrechó. Habían hecho sitio sobre las bastas tablas de la plataforma y tendieron a Boyd sobre camisas y sarapes. Billy no estaba seguro de si estaba vivo o muerto. El hombre le apretó la mano. No te preocupes, dijo.

Gracias, hombre, dijo Billy. Es mi hermano.

Vámonos, gritó el hombre. La camioneta empezó a avanzar con un grave rechinar de engranajes. En la pradera los jinetes se habían dividido, dos de ellos atajando hacia el norte para seguir la camioneta. Los trabajadores lo saludaron con silbidos y agitar de brazos mientras él seguía allá en la carretera y describiendo círculos con la mano sobre sus cabezas le hicieron señas de que siguiera adelante. Él había montado de un salto y metido los pies en los estribos y notó los pantalones empapados de sangre. Picó a Niño. Bird estaba un kilómetro y medio más lejos, en la pradera. Cuando se volvió a mirar los jinetes se encontraban a menos de cien metros y se inclinó sobre el cuello de Niño, apremiando al caballo para que se esforzara al máximo.

Persiguió a Bird por la pradera pero cuando le dio alcance advirtió que su mirada reflejaba lo mismo que había visto en la de Bailey, y supo que lo había perdido. Entonces se volvió hacia los jinetes y dio ánimos por última vez a su viejo caballo y luego siguió adelante. Volvió a oír ese lejano estampido mate que hace un rifle al ser disparado en campo abierto y cuando se volvió a mirar uno de los jinetes había desmontado y estaba rodilla en tierra junto a su caballo, disparando. Se inclinó cuanto pudo en la silla y siguió cabalgando. Cuando miró de nuevo los dos jinetes se habían empequeñecido en la pradera, y cuando miró por última vez eran todavía más pequeños y no se veía a Bird por ninguna parte. A Tom no volvió a verlo más.

Solo en aquella región, a media mañana, guió a pie al derrengado y sudoroso caballo por un arroyo de guijarros. Le habló al caballo y procuró ir siempre sobre la roca y si el caballo ponía una pata en la arena del lecho del arroyo, él bajaba las riendas e iba a borrar la huella con un manojo de hierbas. Tenía las perneras del pantalón rígidas a causa de la sangre seca y sabía que tanto él como el caballo iban a tener que encontrar agua muy pronto.

Dejó al caballo con el látigo flojo, trepó y se estiró en los remansos del arroyo para examinar la región al este y al sur. No vio nada. Volvió a bajar y recogió las riendas del caballo. Al agarrar el borrén de la silla contempló la forma oscura de la sangre en el cuero y se quedó un momento con las riendas dobladas en el puño y el antebrazo sobre la cruz húmeda y salobre del caballo de su padre. ¿Por qué no me habrán disparado a mí esos cabrones?, dijo.

En el crepúsculo azul de aquel día vio a lo lejos, hacia el norte, una luz que al principio tomó por la estrella Polar. Esperó a ver si se levantaba en el horizonte, pero no lo hizo, y él se desvió un poco de la ruta y guiando a pie a su exhausto caballo emprendió camino hacia la luz a través de la desierta pradera. Niño desfallecía detrás de él, y Billy retrocedió para cogerlo de la quijera y caminó al lado de él hablándole. Tan encostrado estaba el caballo de escarcha blanca y salada que resplandecía como un portento que se aventurara en la llanura que se oscurecía por momentos. Cuando le hubo dicho al caballo todo lo que se le ocurrió, comenzó a contarle historias. Le contó historias en español que su abuela le había contado a él, y cuando le hubo contado todas las que recordaba, se puso a cantar.

La última fina mondadura de luna vieja colgaba sobre las distantes montañas que se elevaban hacia el poniente. Venus se había movido. Y con la oscuridad un nebuloso enjambre de estrellas. No acertaba a decir para qué había tantas. Caminó durante una hora más y luego hizo un alto y palpó el caballo para ver si estaba seco y montó en él y cabalgó. Cuando buscó la luz con la mirada ya no estaba, de modo que se orientó por las estrellas, y al rato la luz reapareció tras la oscura capa del promontorio desierto que la había oscurecido. Dejó de cantar y trató de recordar cómo se rezaba. Al final le rezó a Boyd. No te mueras, rogó. Eres todo lo que tengo.


Era casi medianoche cuando llegaron al cercado y torció al este y siguió adelante hasta llegar a una verja. Desmontó y pasó a pie llevando el caballo por las riendas y cerró otra vez la verja y volvió a montar y enfiló la pálida senda de tierra hacia la luz, donde unos perros se habían alzado ya y venían aullando.

La mujer que abrió la puerta no era joven. Vivía en aquel sitio remoto con su marido, del cual dijo que había dado los ojos por la revolución. Echó a grito pelado a los perros, que se escabulleron, y al apartarse para dejar pasar a Billy el marido en cuestión aguardaba en el pequeño cuarto de techo bajo como si se hubiera levantado para recibir a un alto dignatario. ¿Quién es?, preguntó.

La mujer dijo que era un americano que se había perdido y el hombre asintió. Se volvió y la cara arrugada por la intemperie captó por un momento la luz de la lámpara de aceite. No había ojos en sus cuencas y los párpados estaban totalmente cerrados, de modo que el suyo era un aspecto de constante y doloroso ensimismamiento. Como si le preocuparan antiguos errores.

Se sentaron a una mesa de pino pintada de verde y la mujer trajo leche en una taza. Él casi había olvidado que la gente tomaba leche. La mujer prendió con un fósforo la mecha redonda del hornillo de queroseno, ajustó la llama y puso encima una olla, y cuando levantó el hervor puso huevos de uno en uno en la olla y volvió a taparla. El ciego se sentó, tieso y erguido. Como si fuera el invitado en su propia casa. Cuando los huevos estuvieron listos la mujer los trajo humeando en un cuenco y se sentó a mirar cómo comía el chico. Billy cogió uno y lo soltó al instante. Ella sonrió.

¿Le gustan los blanquillos?, dijo el ciego.

Sí. Claro.

Los huevos humeaban en el cuenco. A la luz sin sombra de la lámpara de parafina sus rostros parecían máscaras.

Dígame, dijo el ciego. ¿Qué novedades tiene?

Les contó que había venido con la intención de recuperar unos caballos que le habían robado a su familia. Dijo que viajaba con su hermano, pero que habían tenido que separarse. El ciego inclinó la cabeza para escuchar. Pidió noticias de la revolución, pero el chico no tenía noticias que darle. Entonces el ciego dijo que aunque el campo estaba tranquilo eso no era en modo alguno una buena señal. El chico miró a la mujer. La mujer asintió solemnemente en señal de conformidad. Parecía estimar en mucho a su marido. Billy cogió un huevo, lo partió en el canto del cuenco y empezó a pelarlo. Mientras comía, la mujer empezó a hablarle de la vida de ellos dos.

Dijo que el ciego era de origen humilde. Dijo que había perdido la vista en el año del Señor 1913, en la ciudad de Durango. A finales del invierno de aquel año había cabalgado para unirse a Maclovio Herrera y el 3 de febrero habían combatido en Namiquipa y habían tomado la ciudad. En abril había luchado en Durango con los rebeldes al mando de Contreras y Pereyra. En el arsenal de los federales había una antigua culebrina de fabricación francesa que pusieron a cargo de él. No tomaron la ciudad. Él habría podido salvarse, dijo la mujer. Pero no quiso abandonar su puesto. Lo hicieron prisionero junto con muchos otros. A los prisioneros se les brindó la oportunidad de jurar lealtad al gobierno, y los que se negaron fueron puestos contra un muro y fusilados sin más ceremonias. Entre ellos había gente de muchos países. Americanos, ingleses y alemanes. Y hombres de tierras de las que nadie había oído hablar. Pero también ellos fueron al paredón y allí murieron, bajo las terribles descargas de la fusilería, el terrible humo. Cayeron sin decir palabra los unos sobre los otros. La sangre de sus corazones manchó el enlucido que tenían detrás. Él lo vio.

Entre los defensores de Durango no había muchos extranjeros, pero alguno sí. Un huertista alemán apellidado Wirtz, que era capitán del ejército federal. Los rebeldes capturados estaban en la calle encadenados entre sí con alambre de cerca como si fueran muñecos, y aquel hombre recorrió la doble hilera que formaban y se agachó a mirarlos uno por uno a los ojos y advirtió en sus miradas el inexorable avance de la muerte mientras los asesinatos proseguían a su espalda. El hombre hablaba bien el español, pese a que lo hablaba con acento alemán, y le dijo al artillero que solo el más patético de los tontos moriría por una causa que, además de errónea, estaba condenada al fracaso, y el cautivo le escupió a la cara. Entonces el alemán hizo una cosa muy extraña. Sonrió y con la lengua se quitó de en torno a la boca el salivazo del otro. Era un hombre muy corpulento, con unas manos enormes y en las que tomó la cabeza del joven cautivo y se agachó como para besarlo. Pero no hubo beso. Lo agarró de la cara y a los demás pudo parecerles que efectivamente se agachaba para darle un beso en cada mejilla, al estilo militar francés, pero lo que hizo en realidad ahuecando enormemente los carrillos fue succionarle los ojos de la cabeza, uno detrás del otro y luego escupir y dejarlos colgando de sus cordones húmedos y raros, bamboleando sobre las mejillas del cautivo.

Y así se quedó. Su dolor era grande, pero mayor era su agonía ante el descoyuntado mundo que ahora contemplaba y que nunca volvería a ponerse recto. Tampoco tuvo coraje suficiente como para tocarse los ojos. Gritó desesperado y agitó las manos al frente. No podía ver la cara de su enemigo. El arquitecto de sus tinieblas, el ladrón de su luz. Veía, sí, a sus pies, el polvo hollado de la calle. Un barullo de botas de hombre. Podía verse la boca. Cuando los prisioneros fueron trasladados sus amigos lo ayudaron a ponerse de pie cogiéndolo del brazo y lo acompañaron mientras el suelo se balanceaba terriblemente debajo de él. Nadie había visto nunca una cosa igual. Hablaban como atemorizados de asombro. Los huecos de su cráneo relucían, rojos como lámparas. Era como si allí dentro hubiese un fuego intensísimo que el demonio había sacado a la luz.

Trataron de ponerle los ojos en sus cuencas con una cuchara, pero nadie lo logró, y los ojos se marchitaron como uvas en sus mejillas y el mundo fue perdiendo formas y colores y luego se desvaneció para siempre.

Billy miró al ciego. Seguía sentado, erguido e imperturbable. La mujer esperó. Luego continuó.

Algunos, claro está, dijeron que el tal Wirtz le había salvado la vida, pues de no haber quedado ciego lo habrían fusilado. Otros, en cambio, decían que eso habría sido lo mejor. Nadie le pidió al ciego su opinión. Estuvo en la fría cárcel de piedra mientras la luz se extinguía en torno a él hasta que finalmente se sumió en la oscuridad. Los ojos se le secaron y arrugaron y los cordones de los que colgaban se secaron también, y por fin se durmió y soñó con el país que había recorrido a caballo en sus campañas por los montes y con los pájaros de vivos colores y las flores silvestres que allí había, y soñó con muchachas descalzas junto al camino en los pueblos de montaña, cuyos ojos eran yacimientos de promesas húmedos y oscuros como el propio mundo, y en lo alto el terso cielo azul de México donde el futuro del hombre estaba diariamente en ensayo general, y la silueta de la muerte con su cráneo de papel y su vestimenta de huesos pintados caminaba a zancadas de un lado a otro ante las bambalinas, declamando en voz alta.

Hace veintiocho años, dijo la mujer. Muchas cosas han cambiado desde entonces. Y a pesar de ello todo es igual.

El chico cogió el último huevo del cuenco, lo partió y empezó a pelarlo. Mientras lo hacía, el ciego se puso a hablar. Dijo que, por el contrario, nada había cambiado y todo era diferente. El mundo era nuevo cada día, porque así lo hacía Dios diariamente. Pero seguía conteniendo en sí mismo todos los males.

El chico mordió el huevo. Miró a la mujer. Parecía esperar a que el ciego agregara algo, pero como no lo hacía continuó como antes.

Los rebeldes volvieron y tomaron Durango el 18 de junio y a él lo sacaron de la cárcel y desde la calle escuchó el eco del cañoneo en las afueras de la ciudad donde las tropas federales en fuga eran perseguidas hasta la muerte. Se quedó allí de pie escuchando, por si conocía alguna voz.

¿Quién es usted, ciego?, preguntaban. Y él les decía su nombre pero nadie lo conocía. Alguien cortó una rama y, le confeccionó un bastón, y con esto como única posesión partió solo a pie por el camino de Parral.

Calculaba la hora del día volviendo la cara al sol invisible, como un adorador. Prestando atención a los sonidos del campo. Al frescor de la noche, a la humedad. Al canto de los pájaros y al primer contacto tibio de la luz rumoreada sobre su piel. La gente de las casas por delante de las que pasaba le llevaba agua y comida y provisiones para el camino. Los perros que se le acercaban con malas intenciones se volvían otra vez con el rabo entre las patas. Al ciego le sorprendía la autoridad que le confería su ceguera. No parecía faltarle de nada.

Había estado lloviendo y las flores silvestres poblaban los costados del camino. Avanzaba despacio, tanteando las roderas con el bastón. No llevaba botas porque se las habían robado hacía tiempo, y aquellos primeros días anduvo descalzo y lleno de desesperanza. Más que lleno. La desesperanza era en él como un inquilino. Un parásito que lo hubiera expulsado de su morada y tomado en su interior la forma de ese espacio donde había estado antiguamente. Lo notaba alojado en su garganta. No le dejaba comer. Sorbía agua de un vaso ofrecido por una mano anónima salida de la oscuridad del mundo y devolvía el vaso a la oscuridad. El haber sido liberado de la cárcel no significaba gran cosa, y había días en que su libertad le parecía poco más que una nueva maldición, y en ese estado fue avanzando a tientas rumbo al norte, por el camino de Parral.

En el campo había llovido y en el frescor y la oscuridad de su primera noche solo se detuvo a escuchar y oyó cómo la lluvia se acercaba por el páramo. El viento traía el olor a humedad de los chipotes amarillos. Levantó la cara y se salió del camino y lo que pensó fue que aparte del viento y la lluvia ninguna otra cosa salida de ese extrañamiento que era el mundo vendría ya a tocarlo. No en el amor, ni en la enemistad. Las cadenas que lo aseguraban al mundo se habían vuelto rígidas. A donde él iba el mundo también iba, y no tenía forma de acercársele ni forma de huir de él. Se sentó bajo la lluvia entre la maleza y se echó a llorar.

La mañana de su tercer día de viaje el ciego entró en el pueblo de Juan Ceballos y se quedó en mitad de la calle con el bastón en alto y se volvió, escuchando, bizqueando su terrible mirada. Pero los perros ya se habían escabullido y una mujer le habló por su lado derecho y le preguntó si le podía coger la mano y él se la dio.

¿Adónde va?, preguntó ella.

Él dijo que no lo sabía. Que iba a donde fuese el camino. El viento. La voluntad de Dios.

La voluntad de Dios, dijo ella. Como si escogiera.

Lo llevó a su casa. El ciego se sentó a una tosca mesa de tablas y la mujer le sirvió pozole con frutas, pero a pesar de lo mucho que ella insistió él no pudo comer. La mujer le pidió que le contara de dónde venía pero él tenía vergüenza de su estado y se negaba a decir cómo le había ocurrido aquella calamidad. Ella le preguntó si siempre había estado ciego y él sopesó la pregunta y al cabo de un rato dijo que sí.

Cuando partió llevaba en los pies un par de viejos huaraches remendados, al hombro un delgado sarape y en el bolsillo de sus andrajosos pantalones unas cuantas monedas. Los hombres que charlaban en la calle guardaron silencio al verlo venir y siguieron hablando cuando hubo pasado. Como si él fuese un delegado de las tinieblas enviado para espiarles. Como si las palabras arrebatadas por un ciego pudiesen, solo por eso, llegar a tener una vida con la que no se había contado y suscitar en otras partes del mundo un significado totalmente distinto del que pretendían quienes las habían pronunciado. El ciego se volvió y sostuvo el bastón en alto. Ustedes no saben nada de mí, gritó. Los hombres se callaron y él giró sobre sus talones y siguió andando y poco después les oyó hablar otra vez.

Aquella noche oyó el fragor de la batalla allá en el llano y se quedó escuchando en medio de su oscuridad. Paladeó el viento esperando oler a cordita y escuchó esperando oír ruido de hombres y caballos, pero solo pudo oír el tenue tableteo de los fusiles o el pesado y sordo estampido de un obús disparando botes de metralla y al cabo de un rato, nada.

Por la mañana temprano su bastón chocó con las tablas de un puente. Se detuvo. Alargó el brazo y tanteó al frente. Pisaba con cuidado las tablas y se paraba y escuchaba. Muy amortiguado debajo de él oyó el sonido del agua.

Avanzó como pudo siguiendo la orilla del pequeño río y se metió entre los juncos hasta que llegó al agua. Alargó el brazo y la tocó con el bastón. Golpeó el agua y entonces se detuvo. Levantó la cabeza para escuchar.

¿Quién hay ahí?, dijo.

Nadie respondió.

Dejó el sarape a un lado, se despojó de sus andrajos, cogió de nuevo el bastón y delgado y desnudo y asqueroso se adentró en el río.

Metido en el agua se preguntó si habría profundidad suficiente para que el río se lo llevara. Imaginaba que en su estado de noche perpetua debía de haber recorrido más o menos la mitad de la distancia que lo separaba de la muerte. Que la transición no sería tan grande, puesto que para él el mundo ya estaba a cierta distancia y, además, de qué si no de la muerte era el territorio que invadía en su oscuridad.

El agua solo le llegó a las rodillas. Permaneció en la corriente manteniendo el equilibrio con su bastón. Luego se sentó. El agua, fría, se movía lentamente alrededor de él. Bajó la cara para absorber su aroma, para saborearla. Estuvo un buen rato sentado. Oyó una campana a lo lejos repicar tres veces, y luego el silencio. Se puso de rodillas y luego se inclinó y se tumbó boca abajo en el agua. Puso el bastón a modo de yugo sobre su nuca y lo cogió con ambas manos. Aguantó la respiración. Agarró el bastón y lo sostuvo así un buen rato. Cuando ya no pudo más sacó el aire e intentó aspirar el agua, pero no pudo y al momento se vio de rodillas resollando y tosiendo. El bastón se le había escapado y era arrastrado por el agua. El ciego se levantó y caminó torpemente tosiendo y tragando aire con la boca abierta y azotando la superficie del agua con la palma de la mano. Al hombre que estaba en el puente debió de parecerle un perturbado. Debió de parecerle que quería calmar al río o a algo que había en él. Hasta que vio aquellos estériles lavaojos.

A la izquierda, gritó.

El ciego se quedó quieto. Se agachó con los brazos cruzados al frente.

A su izquierda, gritó el del puente.

El ciego palmeó el agua a su izquierda.

A tres metros, dijo el hombre. Pronto. Que se va.

Se abalanzó hacia delante. Tanteó alrededor. El del puente le gritaba coordenadas y finalmente su mano se cerró sobre el bastón y el ciego se aferró a él y se sentó en el agua por puro pudor.

¿Qué hace, ciego?, gritó el hombre.

Nada. No me moleste.

¿Yo? ¿Le molesto? Ay ciego.

Dijo que pensaba que el ciego se ahogaba, y estaba a punto de acudir en su ayuda cuando lo vio levantarse y espurrear de mala manera.

El ciego siguió de espaldas al puente y al camino. Percibió el humo de tabaco y al cabo de un rato le preguntó al hombre si podía darle un cigarrillo.

Por supuesto.

Se levantó y salió del agua. ¿Dónde está mi ropa?, preguntó.

El hombre lo ayudó a encontrarla. Cuando se hubo vestido el ciego subió hasta el camino y él y el hombre se sentaron a fumar en el puente. Le hizo bien sentir el sol en la espalda. El hombre dijo que el río no llevaba suficiente agua como para ahogarse. El ciego asintió y dijo que de todos modos tampoco había suficiente intimidad.

El ciego dijo que había una iglesia cerca, ¿no? Su amigo le explicó que no había tal iglesia. Que no había nada de nada. El ciego dijo que había oído una campana y el hombre le dijo que él tenía un tío que estaba ciego y que también oía cosas que no existían.

El ciego se encogió de hombros. Dijo que él hacía poco que se había quedado sin vista. El hombre le preguntó por qué creía que el sonido de una campana tenía que venir de una iglesia, pero el ciego se encogió de hombros otra vez y fumó. Dijo que qué otro sonido podía producir una iglesia.

El hombre le preguntó por qué quería matarse, pero el ciego dijo que eso carecía de importancia. El hombre preguntó si era porque no podía ver y él dijo que esa era una razón más. Siguieron fumando. Finalmente el ciego le habló de su suposición de que los ciegos ya habían abandonado el mundo en cierto modo. Dijo que se había convertido en una mera voz que hablaba con los motivos de la vida en una oscuridad inconmensurable. Que el mundo y todo lo que en él existía se habían convertido para él en poco más que un rumor. Una sospecha. Se encogió de hombros. Dijo que no deseaba ser ciego. Que había sobrevivido a su estado.

El hombre lo escuchó hasta el final, permanecieron en silencio. El ciego oyó el débil siseo del cigarrillo del otro en el agua. Finalmente el hombre dijo que era un pecado desanimarse y que a fin de cuentas el mundo seguiría siendo como siempre había sido. Que eso era innegable. Al ver que el ciego no decía nada le dijo que lo tocara, pero el ciego se mostró reacio a hacerlo.

Con permiso, dijo el hombre. Le cogió la mano y se la llevó a los labios. Allí se quedaron los dedos del ciego. En el gesto de alguien que ruega silencio a otro.

Toque, dijo el hombre. El ciego no se atrevía. Volvió a coger la mano del ciego y la deslizó por su cara. Toque, dijo. Si el mundo es ilusión, la pérdida del mundo es ilusión también.

El ciego se quedó con la mano en la cara del hombre. Entonces empezó a moverla. Un rostro de edad indeterminada. Rubio o moreno. Tocó la nariz estrecha. El pelo tupido y lacio. Tocó las esferas de los ojos bajo los párpados ligeramente cerrados. Ningún sonido en la mañana del páramo salvo sus respectivas respiraciones. Sintió los ojos moverse bajo sus dedos. Movimientos rápidos y breves, como dentro de un útero en miniatura. Retiró la mano. Dijo que no le servía de mucho. Es una cara, dijo. ¿Y qué?

El otro permaneció en silencio. Como si meditase la respuesta. Preguntó al ciego si podía llorar. El ciego dijo que cualquiera podía llorar pero lo que el hombre quería saber era si el ciego podía llorar lágrimas por el sitio donde había tenido los ojos y que cómo podían hacerlo. No lo sabía. Dio una última calada a su cigarrillo y lo dejó caer al río. Dijo una vez más que el mundo por el que se movía era muy diferente del que los hombres suponen y que, de hecho, apenas si se lo podía considerar mundo. Dijo que cerrar los ojos no era lo mismo. Como tampoco soñar con la muerte. Dijo que no se trataba de si era o no una ilusión. Habló de la tierra firme y del río y del camino y de las montañas y del cielo azul que los cubría como de entretenimientos para mantener a raya el mundo, el mundo real y eterno. Dijo que la luz del mundo solo estaba en los ojos de los hombres pues el propio mundo giraba en perpetua oscuridad y la oscuridad era su auténtica naturaleza y su verdadera condición y que en esa oscuridad giraba perfectamente cohesionado en todas sus partes, pero que allí no había nada que ver. Dijo que el mundo era sensible hasta la médula y más secreto y oscuro de lo que los hombres imaginaban y que su naturaleza no residía en lo que podía o no ser visto. Dijo que él podía mirar fijamente el sol pero de qué le servía.

Estas palabras parecieron acallar a su amigo. Siguieron sentados en el puente uno al lado del otro. El sol brillaba encima de ellos. Finalmente el hombre le preguntó cómo había llegado a esas conclusiones y él respondió que eran cosas que venía sospechando hacía tiempo y que los ciegos tenían mucho que meditar.

Se dispusieron a marchar. El ciego le preguntó a su amigo en qué dirección iba. El hombre dudó. Preguntó al ciego en qué dirección iba. El ciego señaló con el bastón.

Hacia el norte, dijo.

Hacia el sur, dijo el otro.

El ciego asintió. Tendió su mano a la oscuridad y se despidieron.

En el mundo hay luz, ciego, dijo el hombre. Como la había antes, la hay ahora. Pero el ciego se volvió y partió como antes camino de Parral.

Aquí la mujer interrumpió su narración y miró al chico. Al chico le pesaban mucho los párpados. Sacudió la cabeza.

¿Está despierto el joven?, preguntó el ciego.

El chico se sentó derecho.

, respondió la mujer. Está despierto.

¿Hay luz?

Sí. Hay luz.

El ciego estaba erguido en su asiento. Las manos al frente extendidas sobre la mesa con la palma hacia abajo. Como para equilibrar el mundo, o a sí mismo en el mundo. Continúa, dijo.

Bueno, dijo la mujer. Como en todo cuento hay tres viajeros con quienes topamos en el camino. Ya hemos encontrado a la mujer y al hombre. Miró al chico. ¿Adivina quién es el tercero?

¿Un niño?

Exactamente. Un niño.

Pero ¿esta historia es verídica?

El ciego intervino para decir que, efectivamente, la historia era verídica. Dijo que no tenía deseos de entretenerlo ni de instruirlo siquiera. Dijo que ellos únicamente estaban empeñados en contar la verdad y que no tenían ningún otro propósito aparte de ese.

Billy preguntó cómo era posible que en el largo trayecto hasta Parral solo hubiera encontrado a tres personas, pero el ciego dijo que sí había encontrado a otras personas, y que le trataron con mucha amabilidad, pero que los tres desconocidos en cuestión eran los únicos con quienes había hablado de su ceguera y que por tanto debían ser los personajes principales de un cuento cuyo héroe era un ciego, cuyo asunto era la visión. ¿Verdad?

Este ciego, ¿es un héroe?

El ciego no respondió. Al cabo de un rato dijo que era mejor esperar y ver. Que era mejor juzgar por uno mismo. Luego movió una mano y la mujer prosiguió su relato.

El ciego, tal como se había dicho, siguió su camino hacia el norte y nueve días después llegó al pueblo de Rodeo, a orillas del río Oro. De todas partes le llovían regalos. Las mujeres acudían a él. Lo paraban por la calle. Lo abrumaban con sus pertenencias y se ofrecían a cuidar de él en una parte de su trayecto. Caminaban a su lado describiéndole el pueblo y los campos y el estado de las cosechas y le nombraban las personas que vivían en las casas por delante de las que pasaban y le confiaban detalles de sus asuntos domésticos o le hablaban de las enfermedades de los más viejos. Le contaban sus penas. La muerte de un amigo, la inconstancia de un amante. Le hablaban de la infidelidad de los maridos de una manera que a él le resultaba molesta, y agarrándolo del brazo le susurraban los nombres de las prostitutas. Nadie le pidió que guardase el secreto, nadie le preguntó cuál era su nombre. El mundo se desplegaba ante él como nunca antes lo había hecho.

El 26 de junio de aquel año una compañía de huertistas había pasado por el pueblo de Rodeo camino de Torreón, más al este. Llegaron a altas horas de la noche, muchos de ellos ebrios y todos a pie, y pernoctaron en la alameda y quemaron los bancos para encender lumbre y al alba reunieron a todos los que se decían simpatizantes de los rebeldes y los pusieron contra la pared de barro de la granja y les dieron a fumar cigarrillos y luego los fusilaron mientras sus hijos miraban y sus esposas y madres sollozaban y se mesaban los cabellos. Cuando el ciego llegó a la mañana siguiente tropezó inadvertidamente con un funeral dispuesto en ringlera a lo largo de la calle gris, y antes de que pudiera juzgar adecuadamente qué ocurría alrededor una muchacha lo tomó de la mano y se lo llevó al polvoriento cementerio de las afueras. Allí, entre las pobres cruces de madera y los jarros de loza y las fuentes de cristal barato dispuestos para la colecta, el primero de los tres féretros de guacal imperfectamente teñidos de negro con hollín y aceite de carbón estaba colocado en el suelo; el trompetista tocaba una tonada melancólicamente marcial y uno de los ancianos del lugar hablaba en lugar del clérigo, pues no había ninguno. La chica le agarró la mano, se inclinó hacia él.

Era mi hermano, susurró.

Lo siento, dijo el ciego.

Levantaron al muerto del ataúd y lo dejaron en brazos de dos hombres que habían bajado a la tumba. Lo depositaron sobre la tierra y le cruzaron los brazos sobre el pecho, de donde se habían deslizado, y le pusieron un paño sobre la cara. Luego aquellos rudos sacristanes provisionales levantaron el brazo y cogieron las manos de sus amigos, que los ayudaron a subir. Los hombres echaron por turnos una palada de tierra sobre las míseras ropas del muerto. El caliche golpeteaba monótonamente al caer y las mujeres sollozaban y los hombres se echaron la caja vacía y la tapa al hombro para llevarla de nuevo al pueblo a fin de que otro cuerpo pudiera ser transportado. El ciego oyó que llegaban más personas al cementerio y fue llevado enseguida a un aparte entre la gente del duelo para oír otra sencilla oración campestre.

¿Quién es?, susurró.

La muchacha le agarró la mano. Otro hermano, dijo en voz baja.

Mientras asistían al tercer sepelio el ciego se inclinó y le preguntó cuántas personas de su familia iban a ser enterradas, pero ella dijo que aquel era el último.

¿Otro hermano?

Mi padre.

Las mujeres gimieron otra vez. El ciego se puso el sombrero.

Al volver se cruzaron por el camino con otro cortejo fúnebre que se dirigía al cementerio y el ciego escuchó nuevos lamentos y otros pies que se arrastraban bajo el horrendo peso de los muertos que llevaban a cuestas. Nadie hablaba. Cuando hubieron pasado la muchacha lo condujo de nuevo al camino y siguieron adelante.

El ciego le preguntó si quedaba alguien vivo de su familia y la chica dijo que, aparte de ella, no, porque su madre había muerto hacía años.

La noche anterior había llovido y el ciego olió las cenizas húmedas del fuego que habían hecho los asesinos. Pasaron por delante de la granja; algunas mujeres del pueblo habían lavado la pared, que lucía como si nunca hubiera estado manchada de sangre. La muchacha le habló de las ejecuciones y le nombró todos los hombres que habían muerto y le explicó quiénes eran y cómo habían caído. Las mujeres fueron mantenidas a cierta distancia hasta que el último hombre fue fusilado, y luego el capitán se hizo a un lado y ellas se arrojaron sobre sus hombres y los sostuvieron entre sus brazos mientras morían.

¿Y tú?, dijo el ciego.

Ella había ido adonde su padre pero él ya estaba muerto. Luego adonde sus hermanos, por turnos, el mayor primero. Pero también habían muerto. Caminó entre las mujeres, que estaban acuclilladas en el suelo, y se abrazó a los cadáveres y se meció y lloró. Los soldados se marcharon. En la calle se inició una batalla de perros. Al rato llegaron unos hombres con carretas. Ella fue de un lado para otro con el sombrero de su padre en la mano. No sabía qué hacer con él.

A medianoche, estaba sentada en la iglesia con el sombrero aún en el regazo cuando el sepulturero se detuvo para hablar con ella. Le dijo que se fuera a su casa, pero la chica dijo que su padre y sus hermanos estaban muertos en su casa sobre sus esterillas y una vela ardía en el suelo y que ella no tenía dónde dormir. Dijo que toda su casa estaba tomada por los muertos y que por eso había ido a la iglesia. El sepulturero escuchó. Luego se sentó a su lado en el banco de madera basta. Era tarde, la iglesia estaba desierta. Permanecieron sentados con los sombreros en la mano, ella el de paja, él el de fieltro negro y ala ancha. Ella lloraba. Él suspiró y dio la impresión de estar también agotado y deprimido. Dijo que si bien uno quisiera pensar que Dios castiga a quienes hacen cosas semejantes y que la gente así suele decirlo, según su experiencia nadie podía hablar por Dios, y los hombres con un historial de iniquidades suelen disfrutar de una vida acomodada y morir en paz y recibir un entierro con todos los honores. Dijo que era un error esperar demasiado de la justicia en este mundo. Dijo que la teoría de que el mal raramente es recompensado era exagerada, puesto que si el mal no tuviera alguna ventaja los hombres lo evitarían y entonces, ¿cómo podría la virtud ser inherente a su rechazo? Dada su profesión, era lógico que su experiencia con la muerte fuera mayor que para el resto de la gente, y dijo que si bien era cierto que el tiempo cura el desconsuelo, esto solo es así a costa de la lenta extinción de los seres queridos de la memoria, que es el único lugar donde estos moran entonces y ahora. Se difuminan las caras, se apagan las voces. No dejes que se escapen, susurró el sepulturero. Pronuncia sus nombres. Hazlo y no dejes que la pena muera, porque ella es la que dulcifica toda ofrenda.

La muchacha repitió estas palabras al ciego mientras estaban frente a la pared de la granja. Dijo que las niñas habían ido a empapar sus pañuelos en el charco de sangre de los asesinados o a arrancarse jirones de los dobladillos de sus enaguas. Este comercio originó muchas idas y venidas como si se tratara de un grupo de enfermeras necias despojadas de todo recuerdo de su verdadera función. La sangre pronto saturó la tierra y al caer la noche antes de que empezara a llover llegaron jaurías de perros a arrancar bocados de aquel barro empapado de sangre y se lo comieron y pelearon y se alejaron abyectos otra vez; al día siguiente no quedaba señal de muerte ni de sangre ni de asesinato.

Permanecieron en silencio y luego el ciego tocó a la muchacha. La cara, las mejillas y los labios. No le pidió permiso. Se quedó muy quieta. Él le tocó los ojos, primero uno, después el otro. Ella le preguntó si había sido soldado y él respondió que sí y ella preguntó si había matado a muchos y él respondió que a ninguno. Ella le pidió que se inclinara para que pudiese cerrar los ojos y tocarle la cara y así ver qué se sentía, y él lo hizo. No le dijo que para ella no sería lo mismo. Cuando la muchacha llegó a los ojos, dudó.

Ándale, dijo él. Está bien.

Tocó los marchitos párpados hundidos en las cuencas. Los tocó suavemente con las yemas de los dedos y le preguntó si le dolía, pero él dijo que solo existía el dolor del recuerdo y que algunas noches soñaba que su oscuridad era también un sueño y despertaba y se tocaba aquellos ojos que ya no estaban donde habían estado. Dijo que esos sueños eran una tortura, pero que pese a todo no los desdeñaba. Dijo que así como el recuerdo del mundo había de desvanecerse, así también debía ocurrir en sus sueños, y que tarde o temprano para él llegaría el momento temible en que la oscuridad sería absoluta y no le quedaría ni la sombra del mundo que una vez había sido. Dijo que temía lo que esa oscuridad pudiese traer pues creía que el mundo ocultaba más de lo que dejaba entrever.

La gente pasaba por la calle arrastrando los pies. Persígnese, susurró la muchacha. El ciego no quiso soltarle la mano. Se apoyó el bastón en la cintura y se santiguó torpemente con la mano izquierda. Pasó el cortejo. La chica le apretó de nuevo la mano y siguieron andando.

Entre la ropa de su padre la muchacha encontró para él una chaqueta, una camisa y un pantalón. Metió las pocas prendas que había en la casa en una bolsa de muselina, cogió de la cocina el cuchillo, el molcajete y unas cucharas, además de toda la comida que encontró, y lo envolvió todo en un viejo sarape de Saltillo. La casa estaba fresca y olía a tierra. Fuera, entre las callejuelas y los muros delimitados por claustros, el ciego oyó aves de corral, una cabra, un niño. Ella le trajo agua en un cubo para que se lavara y eso hizo él con un trapo y luego se vistió. Permaneció en la solitaria habitación pequeña que constituía toda la casa y esperó que regresase. La puerta de la calle había quedado abierta y la gente que pasaba por delante camino del cementerio podía verlo allí de pie. Cuando la chica volvió lo tomó otra vez de la mano, le dijo que estaba guapo con la ropa nueva, le dio una manzana de las que había comprado y se quedaron allí, comiendo manzanas; luego cargaron los paquetes al hombro y partieron juntos.

La mujer se echó hacia atrás. El chico pensó que iba a continuar, pero no lo hizo. Permanecieron en silencio.

Usted era la muchacha, dijo él.

Sí .

Miró al ciego. Estaba sentado con el rostro ojeroso medio en penumbra a la luz de la lámpara. Debió de notar que el chico lo observaba. Es una carantoña, ¿no?, dijo.

No, dijo Billy. Además, ¿no me ha dicho que la apariencia de las cosas es engañosa?

Como la cara del ciego carecía de toda expresión era imposible saber cuándo iba a hablar o si iba a hablar siquiera. Al cabo de un rato levantó una mano de la mesa con aquel extraño gesto de bendecir o de desesperación. Para mí, sí, dijo.

Billy miró a la mujer. Seguía sentada igual que antes. Las manos enlazadas sobre la mesa. Le preguntó al ciego si sabía de otros que hubieran padecido la misma desgracia a manos de aquel hombre y el ciego solo dijo que sí, en efecto, pero que no los conocía ni los había visto. Que los ciegos no buscan la compañía de otros ciegos. Explicó que en una ocasión, en la alameda de Chihuahua, había oído acercarse un bastón tanteando la calle y que él había manifestado a viva voz su condición de ciego y preguntado si otro ciego estaba compartiendo allí su oscuridad. Dejó de oír el bastón. Nadie habló. Luego volvió a oír los golpes que se alejaban por el paseo y se perdían entre los ruidos del tráfico.

Se inclinó un poco. Quede claro que el ogro sí existe. El chupador de ojos. Él y otros como él. No han desaparecido del mundo. Y nunca lo harán.

Billy le preguntó si hombres como el que le había robado los ojos eran solamente producto de la guerra, pero el ciego dijo que como la guerra misma era cosa de ellos no podía ser ese el caso. Dijo que a su entender nadie podía dar razón de sus orígenes ni del lugar donde podían aparecer en un momento dado sino tan solo de su existencia. Dijo que quien roba los ojos a alguien roba un mundo y por tanto él mismo queda para siempre oculto. ¿Cómo hablar pues de su ubicación?

Y sus sueños, dijo el chico. ¿Se han hecho más pálidos?

El ciego permaneció un rato callado. Igual podía haber estado durmiendo. O quizá esperando que le llegara la inspiración. Finalmente dijo que en su primer año de oscuridad había tenido sueños mucho más vivos de lo que habría cabido esperar y que había llegado al extremo de anhelarlos, pero que tanto los sueños como los recuerdos se habían desvanecido poco a poco hasta extinguirse. No quedó rastro alguno de lo que antaño había existido. El aspecto del mundo. Las caras de los seres queridos. Acabó perdiendo hasta su propia persona. Dijo que como a todo hombre que llega al final de una etapa no le quedaba otra cosa que hacer más que empezar de nuevo. No puedo recordar el mundo de la luz, dijo. Hace tantos años. Ese es un mundo frágil. Lo que vi últimamente era más duradero. Más verdadero.

Habló de sus primeros años de ceguera en los cuales el mundo esperaba ver sus movimientos. Dijo que los que tienen ojos pueden seleccionar lo que desean ver, pero que para el ciego el mundo se presenta dotado de voluntad propia. Dijo que para el ciego todo estaba bruscamente a mano, nada anunciaba jamás su proximidad. Orígenes y destinos se convertían en poco más que un rumor. Moverse es lindar con el mundo. Si uno se queda quieto el mundo se esfuma. En mis primeros años de oscuridad pensaba que la ceguera era una forma de muerte. Estaba equivocado. Perder la vista es como soñar que se cae. Uno piensa que hay un abismo sin fondo. Uno cae y cae. La luz va perdiéndose. El recuerdo de la luz. La memoria del mundo. De tu propia cara. De la carantoña.

Levantó despacio una mano y la sostuvo ante él. Como midiendo alguna cosa. Dijo que si ese caer era una caída hacia la muerte, entonces la muerte era muy distinta de lo que los hombres suponen. ¿Dónde está el mundo en esta caída? ¿Acaso se desvanece a un tiempo con la luz y el recuerdo de la luz? ¿O el mundo no cae? Dijo que en su ceguera se había perdido a sí mismo y perdido toda memoria de sí, pero que en la más honda oscuridad de esa pérdida había descubierto que también había tierra firme y que por ahí debía uno recomenzar.

En este viaje el mundo visible no es más que un entretenimiento. Para los ciegos y para los que ven. En el fondo, sabemos que no podemos ver al buen Dios. Vamos escuchando. ¿Me entiende, joven? Debemos escuchar.

Al ver que callaba, el chico le preguntó si entonces el consejo que el sepulturero había dado a la muchacha en la iglesia había sido engañoso, pero el ciego dijo que la había aconsejado según su propio entendimiento y que no tenía culpa. Hombres así llegaban a asumir la tarea de aconsejar a los muertos. O de encomendarlos a Dios una vez que el cura, los amigos y los hijos se habían ido a sus casas. Dijo que el sepulturero podía tomarse la libertad de hablar de una oscuridad que desconocía, pues si la conociese no podría ser sepulturero. Cuando el chico le preguntó si ese conocimiento era una clase especial de conocimiento exclusivo de los ciegos, el ciego le dijo que no. Dijo que el hombre en general era como el carpintero aquel que trabajaba tan lento por tener las herramientas embotadas que no le quedaba tiempo para afilarlas.

Y las palabras del sepulturero acerca de la justicia?, dijo el chico. ¿Qué opina usted?

En ese momento la mujer cosió el cuenco con las cáscaras de huevo y dijo que era tarde y que su marido no debía fatigarse. El chico dijo que lo entendía, pero el ciego dijo que no debían preocuparse por él. Dijo que había tenido ocasión de meditar un poco sobre la pregunta que el chico le hacía. Como habían hecho muchos antes que él y como harían otros cuando él muriera. Dijo que hasta el sepulturero podía comprender que todo cuento era un cuento de oscuridad y de luz y que ya le estaba bien así. Pero la narración tenía aún otra lectura, algo de lo que los hombres no hablaban normalmente. Dijo que los malvados saben que si el mal que cometen es bastante horrendo los hombres no alzarán la voz contra él. Que los hombres solo tienen aguante para los males pequeños y que solo combatirán a estos. Dijo que la verdadera maldad es capaz de bajarle los humos al delincuente a la luz de sus propios actos y que en la contemplación de esa maldad aquel podrá incluso encontrar el camino de la virtud que sus pies no han conocido hasta ese momento y que tal vez no tendrá fuerzas para resistirse a seguirlo. Hasta un individuo así puede sentirse abrumado por lo que descubre y buscar un orden en que apoyarse. No obstante, en todo esto hay dos cosas que tal vez no sabe. No sabe que así como el orden que busca el justo no es la virtud misma sino orden tan solo, el desorden del mal es, de hecho, el verdadero intríngulis. Y tampoco sabe que así como el justo se ve entorpecido a cada momento por su ignorancia del mal, para el mal todo es sencillo, luz y oscuridad por igual. Este hombre del que hablamos tratará de imponer orden y estirpe a cosas que en puridad no los tienen. Llamará al mundo mismo para que testifique sobre la verdad de lo que en el fondo no son sino deseos suyos. En su última encarnación este hombre buscará indemnizar sus palabras con sangre, pues a estas alturas sabrá que las palabras palidecen y pierden su sabor, mientras que el dolor siempre es nuevo.

Quizá haya poca justicia en este mundo, dijo el ciego. Pero no por las razones que el sepulturero supone. Se trata más bien de que la imagen del mundo es todo lo que el hombre conoce del mundo, y esta imagen del mundo es peligrosa. Lo que le fue dado para ayudarlo a abrirse paso en el mundo tiene también la facultad de impedirle ver dónde está su verdadero camino. La llave del cielo puede abrirnos también las puertas del infierno. El mundo que él supone sagrario de todo lo divino se convertirá ante sus ojos en nada más que polvo. Pues para que el mundo sobreviva debe ser renovado día a día. A este hombre se le exigirá que empiece de nuevo, le guste o no. Somos dolientes en la oscuridad. Todos nosotros. ¿Entiende, joven? Los que pueden ver y los que no.

El chico estudió la máscara a la luz de la lámpara. Lo que debemos entender, dijo el ciego, es que a la larga todo es polvo. Todo cuanto puede tocarse. Todo cuanto podemos ver. En ello tenemos la prueba más profunda de la justicia, de la misericordia. En ello vemos la mayor bendición de Dios.

La mujer se levantó. Dijo que era muy tarde. El ciego no hizo ademán de moverse. Siguió sentado. El chico lo miró. Por último le preguntó dónde estaba tanta bienaventuranza. El ciego permaneció un rato en silencio y por fin dijo que si lo que puede tocarse acaba convertido en polvo ya no es posible confundir esas cosas con lo real. Como mucho solo son vestigios, calcos de lo real. Puede que ni siquiera eso. Puede que solo sean obstáculos que hay que sortear en la ceguedad esencial del mundo.

Por la mañana, cuando el chico fue a ensillar su caballo, la mujer estaba repartiendo grano a las aves del corral. Mirlos silvestres descendían de los árboles y se acercaban con cautela y comían entre gansos y gallinas, pero ella les daba de comer a todos sin discriminar. El chico la miró. Pensó que era muy guapa. Ensilló el caballo y lo dejó esperando, dijo adiós y luego montó y se fue. Al mirar hacia atrás ella levantó una mano. Estaba rodeada de aves. Vaya con Dios, le dijo en voz alta.

Billy dirigió el caballo hacia la carretera. No se había alejado mucho cuando el perro salió del chaparral y se puso al lado del caballo. Venía de una pelea y tenía cortes y arañazos y llevaba una pata encogida hasta el pecho. Billy detuvo el caballo y lo miró. El perro avanzó un par de pasos cojeando y esperó.

¿Dónde está Boyd?, preguntó Billy.

El perro aguzó las orejas y miró alrededor.

Qué tonto eres.

El perro miró hacia la casa.

No está aquí. Estaba en el camión.

Picó el caballo y partió hacia el norte seguido por el perro.

Antes del mediodía llegaron a la carretera principal que iba a Casas Grandes; Billy se detuvo en aquella encrucijada desértica y miró tierra adentro y luego hacia el sur, pero no había nada que ver salvo cielo, carretera y desierto. El sol casi había alcanzado el cenit. Sacó la escopeta de la polvorienta funda de piel, abrió la recámara, extrajo el cartucho y examinó el taco para ver de qué número era la bala que contenía. Era un número cinco y pensó en meter la posta, pero finalmente decidió poner otra vez el cartucho del cinco. Cerró la escopeta, la devolvió al portacarabina y partió rumbo al norte por la carretera de San Diego con el perro cojeando detrás. ¿Dónde está Boyd?, dijo. ¿Dónde está Boyd?

Aquella noche durmió al raso envuelto en la manta que le había dado la mujer. A un kilómetro y medio de distancia aproximadamente se veían en el llano los remansos de un río, y ese era el camino que el caballo habría tomado. Tumbado en la tierra que empezaba a refrescar contempló las estrellas. La forma oscura del caballo a su izquierda, donde lo había dejado estacado. El caballo levantó la cabeza sobre la línea del horizonte para escuchar entre las constelaciones y luego la agachó para seguir pastando. El chico estudió aquellos mundos desparramados e inflamados de luz en la noche anónima y trató de hablar con Dios de su hermano y al cabo de un rato se quedó dormido. Durmió y despertó de un sueño inquietante y ya no pudo dormir.

En su sueño había marchado sobre una profunda capa de nieve en plena sierra hacia una casa a oscuras y los lobos lo habían seguido hasta la cerca. Se lamían unos a otros los flancos con sus magras lenguas y se acercaban mucho a él y hozaban la tierra con sus hocicos y agitaban la cabeza y en el frío su aliento combinado formaba una especie de caldera alrededor de él y al claro de luna la nieve era muy azul y aquellos ojos eran del más claro topacio. Agazapados y gañendo, con la cola entre las patas, los lobos hacían fiestas y temblaban a medida que se aproximaban a la casa y sus dientes brillaban de tan blancos y las rojas lenguas les colgaban. Cuando llegaron a la verja se negaron a seguir. Miraban la oscura silueta de las montañas detrás de ellos. Él se arrodillaba en la nieve y les tendía los brazos y los lobos le rozaban la cara con sus fieros hocicos y se retiraban de nuevo y su aliento era cálido y olía a tierra y al corazón de la tierra. Cuando el último de ellos se hubo acercado permanecieron en semicírculo ante él y sus ojos eran como reflectores y luego se volvieron y regresaron sobre sus pasos, alejándose por la nieve a paso largo hasta perderse, humeando, en la noche invernal. En la casa, sus padres dormían, y cuando él se subía a su cama Boyd se volvía y le decía en voz baja que había tenido un sueño y en el sueño Billy se había escapado de casa y al despertar del sueño y ver la cama vacía había pensado que era verdad.

Duérmete, decía Billy.

No me dejarás aquí solo, ¿eh, Billy?

No.

¿Lo prometes?

Sí. Lo prometo.

¿Pase lo que pase?

Sí. Pase lo que pase.

Billy.

Duérmete.

Billy.

Calla. Vas a despertarlos.

Pero en el sueño Boyd solo decía que no despertarían.

El alba tardó en llegar. Se levantó y caminó por la desierta pradera y escrutó la luz que surgía hacia el este. En el gris del día que comenzaba las palomas se llamaban desde las acacias. Un viento soplaba del norte. Arrolló la manta y comió la última tortilla que quedaba y los huevos duros que le había dado la mujer y ensilló el caballo y se puso en camino mientras el sol se elevaba por el este.

Antes de que transcurriese una hora empezó a llover. Desató la manta que llevaba detrás y se la echó por los hombros. Vio la cortina gris acercarse a él por el campo y la lluvia no tardó en golpear con fuerza la arcilla gris mate de la bajada por la que estaba pasando. El caballo avanzaba pesadamente. El perro iba detrás. Parecían lo que eran, parias en una tierra extranjera. Sin techo, perseguidos, cansados.

Cabalgó todo el día por el extenso barrizal, entre los remansos del río y el largo e ininterrumpido recodo de la calzada, en dirección al oeste. La lluvia amainó, pero no cesó del todo. Llovió todo el día. En dos ocasiones vio jinetes en el llano y se detuvo, pero los jinetes siguieron adelante. Al anochecer cruzó la vía del tren y entró en el pueblo de Mata Ortiz.

Sofrenó el caballo delante de la puerta de una pequeña tienda azul, se apeó, anudó las riendas a un poste, entró y permaneció en la semipenumbra. Una voz de mujer se dirigió a él. El chico preguntó si en aquel sitio había un médico.

¿Un médico?, dijo ella.

Estaba sentada en una silla al fondo del mostrador acunando lo que parecía un matamoscas.

Sí. En este pueblo, dijo él.

Ella lo miró con detenimiento. Como tratando de dilucidar la naturaleza de su enfermedad. De sus heridas. Dijo que el médico más cercano estaba en Casas Grandes. Luego medio se levantó de la silla y empezó a agitar el matamoscas como si pretendiese espantarlo.

¿Perdón?, dijo él.

Ella se retrepó riendo. Sacudió la cabeza y se llevó una mano a la boca. No, dijo. No. El perro. El perro. Dispénseme.

Billy se volvió y vio al perro detrás de él, en la entrada. La mujer se levantó pesadamente sin dejar de reír y se aproximó trayendo unas gafas viejas de montura metálica. Se las colocó sobre el puente de la nariz, lo cogió del brazo y lo volvió hacia la luz.

Güero, dijo. Busca al herido, ¿no?

Es mi hermano.

Se quedaron callados. Ella no le soltaba el brazo. Él intentó ver en sus ojos pero la luz jugueteaba con los cristales de las gafas, y uno de los cuales era casi opaco de sucio que estaba, como si la mujer apenas tuviera visión en aquel ojo y no creyese necesario limpiarlo.

¿Estaba vivo?, preguntó él.

La mujer dijo que vivía cuando pasó por delante de su puerta y que la gente había seguido al camión hasta el final del pueblo y que al menos dentro de los límites de Mata Ortiz estaba vivo, pero que más allá no podía asegurarlo.

Él le dio las gracias y se dispuso a marchar.

¿El perro es suyo?, preguntó ella.

Billy respondió que el perro era de su hermano. Ella dijo que lo había adivinado porque el animal tenía cara de preocupación. Miró al caballo, que aguardaba en la calle.

Es su caballo, dijo.

Sí .

Asintió. Bueno, dijo. Monte, caballero. Monte y vaya con Dios.

Le dio las gracias y fue hasta el caballo, lo desató y montó. Se volvió y se llevó el índice al ala del sombrero saludando a la mujer, que seguía en la puerta.

Momento, dijo ella.

Esperó. Enseguida apareció una muchacha en la puerta y pasó junto a la mujer y se acercó a él y lo miró. Era muy bonita y muy tímida. Levantó una mano con el puño cerrado.

¿Qué hay ahí?, preguntó él.

Tómelo.

Él alargó la mano y ella dejó caer en su palma un pequeño corazón de plata. Él lo puso a la luz y lo examinó. Le preguntó qué era.

Un milagro, dijo.

¿Un milagro?

Sí. Para el güero. El güero herido.

El chico sopesó el corazón en la mano y miró a la chica.

No estaba herido en el corazón, dijo. Pero ella se limitó a apartar la vista sin contestar; él le dio las gracias y se metió el corazón en el bolsillo de la camisa. Gracias, dijo. Muchas gracias.

Ella retrocedió. Qué joven tan valiente, dijo y él reconoció que, en efecto, su hermano era valiente, y volvió a tocarse el ala del sombrero y saludó con la mano a la mujer, que permanecía en el portal con el matamoscas en la mano, y echó a andar por la única calle de Mata Ortiz rumbo al norte y a San Diego.

Cruzó el puente y empezó a subir por la colina en dirección a las viviendas; era una noche oscura y sin estrellas debido a las nubes de lluvia. Los mismos perros salieron disparados aullando y rodearon al caballo. Pasó por delante de los portales débilmente iluminados y de los restos de los fuegos vespertinos; la broma del humo flotaba en el aire húmedo que invadía el recinto. No vio a nadie correr para anunciar su llegada, pero cuando llegó a la casa de los Muñoz la mujer estaba allí de pie, esperándolo. La gente venía de sus casas. Se detuvo sin desmontar y la miró.

¿Está él?, preguntó.

Sí. Está.

¿Vive?

Vive.

Desmontó, le pasó las riendas al muchacho más próximo de los muchos que había congregados y se quitó el sombrero y entró agachando la cabeza. La mujer lo siguió. Boyd yacía en un jergón, al fondo de la estancia. El perro se había ovillado ya a su lado en el jergón. En el suelo había presentes de comida y de flores e imágenes santas de madera o arcilla o paño y cajitas de madera hechas a mano que contenían milagros y ollas y cestos y botellas de cristal y estatuillas. En la hornacina que había en la pared ardía una vela a los pies de la humilde Virgen de madera; esa era toda la luz de la estancia.

Regalos de los obreros, susurró la mujer.

¿Del ejido?

Ella dijo que algunos presentes eran del ejido pero que la mayor parte eran de los trabajadores que lo habían llevado hasta allí. Dijo que el camión había regresado y que los hombres habían hecho fila con el sombrero en la mano y que habían dejado sus presentes a su lado.

Billy se acuclilló y miró a Boyd. Retiró la manta y le subió la camisa que tenía puesta. Boyd estaba envuelto en vendajes de muselina, como si fuera un muerto recién vestido, y la sangre le había empapado la tela y se veía seca y negra. Puso la mano en la frente de Boyd y este abrió los ojos.

¿Cómo estás, socio?, dijo.

Pensaba que te habían cogido, susurró Boyd. Pensaba que estabas muerto.

Pues ya me ves.

El bueno de Niño.

Sí. El bueno de Niño.

Estaba pálido y caliente. ¿Sabes qué es hoy?, dijo.

No. ¿Qué?

Mi cumpleaños. Si consigo llegar a mañana.

Por eso no te preocupes.

Se volvió a la mujer. ¿Qué dice el médico?

La mujer sacudió la cabeza. No había ningún médico. Habían mandado llamar a una anciana que era una simple bruja, quien le había untado las heridas con un emplasto de hierbas y después le había dado de beber una infusión.

¿Qué dice la bruja? ¿Es grave?

La mujer apartó la cara. A la luz de la hornacina pudo ver las lágrimas que surcaban su rostro moreno. La mujer se mordió el labio inferior. No respondió. Maldita sea, dijo él.

Eran las tres de la noche cuando entró a caballo en Casas Grandes. Cruzó el alto terraplén de la vía férrea y tomó por la calle Alameda hasta que vio luz en una cantina. Echó pie a tierra y entró. En una mesa próxima a la barra había un hombre dormido sobre sus brazos cruzados, y a excepción de él el lugar estaba desierto.

Oiga, dijo Billy.

El hombre se irguió de golpe. El chico que estaba delante de él tenía todo el aspecto de traer malas noticias. Permaneció con las manos sobre la mesa en actitud cautelosa.

El médico, dijo Billy. ¿Dónde vive el médico?


El mozo del doctor levantó la tranca y el picaporte de la puerta practicada en el portón de madera y se quedó dentro del zaguán en penumbra. No dijo nada, solo esperó a oír la historia del suplicante. Cuando Billy terminó, el mozo asintió con la cabeza. Bueno, dijo. Pásale.

Se hizo a un lado, Billy entró y el mozo volvió a asegurar la puerta. Espere aquí, dijo. Luego se alejó sin ruido por el adoquinado y desapareció en la oscuridad.

Esperó un largo rato. Del zaguán le llegó un olor a plantas verdes y tierra y humus. El murmullo del viento. Cosas cuyo sueño se había visto alterado. Fuera, Niño dejó escapar un débil gañido. Por fin una luz se acercó por el patio yel mozo apareció otra vez. Detrás de él iba el doctor.

No estaba vestido sino que venía en bata, con una mano en el bolsillo. Era un hombre menudo y desaseado.

¿Dónde está tu hermano?, preguntó.

En el ejido de San Diego.

¿Y cuándo ocurrió ese accidente?

Hace dos días.

El doctor escrutó el rostro del chico a la pálida luz amarillenta.

¿Tiene mucha fiebre?

No lo sé. Sí. Un poco.

El médico asintió. Bueno, dijo. Le ordenó al mozo que pusiera el coche en marcha y luego se volvió hacia Billy. Dame unos minutos, dijo. Cinco minutos.

Levantó una mano y extendió los cinco dedos.

Sí, señor.

No tienes con qué pagar, claro.

Fuera tengo un buen caballo. Le daré el caballo.

Yo no quiero tu caballo.

Tengo los papeles.

El médico ya había girado sobre sus talones. Trae el caballo, dijo. Puedes dejarlo aquí dentro.

¿Tiene sitio para poder llevar la silla con nosotros?

¿La silla?

Me gustaría conservarla. Me la regaló mi padre. No tengo modo de llevármela de vuelta.

Puedes llevártela en tu caballo.

¿No piensa quedarse con él?

No. No hace falta.

Esperó fuera en la calle sujetando a Niño mientras el mozo retiraba la tranca y abría el alto portón de madera. Billy empezó a andar con el caballo, pero el mozo lo previno, le dijo que esperara y luego se volvió y se marchó. Al cabo de un rato oyó arrancar el coche y el mozo pasó por el zaguán conduciendo un viejo Dodge cupé. Dejó el coche en la calle con el motor en marcha, cogió las riendas, hizo pasar el caballo por el portón y lo llevó a la parte de atrás.

A los pocos minutos apareció el doctor. Vestía un traje oscuro; el mozo iba detrás con su maletín de médico.

¿Listo?, dijo el doctor.

Listo.

El doctor rodeó el coche y se puso al volante. El mozo le tendió el maletín y cerró la portezuela. Billy ocupó el asiento del acompañante, el doctor encendió los faros y el motor se apagó.

Se quedó esperando. El mozo abrió la portezuela, rebuscó debajo del asiento, cogió la manivela, fue a la parte frontal del coche y el doctor apagó los faros. El mozo se agachó, introdujo la manivela en la ranura, se incorporó y la hizo girar; el motor se encendió otra vez. El doctor pisó el acelerador a fondo, encendió nuevamente los faros, bajó la ventanilla y cogió la manivela que le tendía el mozo. Luego puso la palanca de cambio en primera y arrancaron.

La calle era estrecha y estaba mal iluminada y los haces amarillos de los faros dieron sobre un muro que había al fondo. En ese momento entraba en la calle un grupo familiar, el hombre delante y la mujer detrás con dos niñas no muy crecidas que traían cestos y fardos burdamente atados. Se quedaron inmóviles como ciervos a la luz de los faros y sus posturas parodiaron las sombras de extraordinario tamaño proyectadas en la pared que tenían detrás, el hombre muy tieso y erguido y la mujer y la mayor de las niñas con un brazo estirado como para protegerse de algo. El doctor hizo girar el enorme volante de madera hacia la izquierda y los faros barrieron la pared y las figuras volvieron a desvanecerse en la innombrada oscuridad de la noche mexicana.

Háblame del accidente, dijo el doctor.

A mi hermano lo hirieron en el pecho con un rifle.

¿Y cuándo fue eso?

Hace dos días.

¿Habla tu hermano?

¿Cómo?

Que si habla. ¿Está consciente?

Sí, señor. Es que nunca ha sido muy hablador.

Ya, dijo el doctor. Por supuesto. Encendió un cigarrillo y fumó en silencio mientras conducía hacia el sur. Dijo que el coche tenía radio y que Billy podía ponerla si le apetecía, pero Billy pensó que ya la encendería el doctor si quería escucharla. Al rato el doctor encendió la radio. Escucharon música hillbilly de una emisora de Acuña, en la frontera con Texas, y el doctor condujo y fumó en silencio y los ojos ardientes de las reses que pacían en las cunetas fluctuaban a la luz de los faros y por todas partes el desierto se extendía adentrándose en la oscuridad.

Doblaron por la carretera del ejido cruzando la greda del río y las formas pálidas de los álamos que pasaban de largo a la luz de los faros; luego cruzaron ruidosamente el puente de madera y subieron por la colina hacia el recinto. Los perros del ejido iban y venían frente a las luces sin dejar de aullar. Billy le indicó el camino, dejaron atrás las puertas a oscuras de las casas comunitarias y pararon frente a la mortecina luz amarilla, allí donde su hermano yacía entre ofrendas como un icono en día de fiesta. El doctor apagó el motor y las luces y tendió el brazo para coger el maletín, pero Billy se le había adelantado. El doctor se apeó del coche, se ajustó el sombrero y entró en la casa con Billy detrás.

La señora Muñoz había venido ya del otro cuarto y estaba iluminada por la débil luz de la vela votiva con el único vestido que Billy le había visto hasta entonces. Le dio las buenas tardes al doctor. El doctor le tendió el sombrero, luego se desabrochó la americana, se la quitó y la sostuvo en alto mientras del bolsillo interior extraía el estuche de las gafas. Después le pasó la americana a la mujer y se quitó los gemelos, primero el izquierdo, luego el derecho, se los guardó en el bolsillo del pantalón, se subió dos vueltas cada una las almidonadas mangas de su camisa blanca, se sentó en el jergón, sacó las gafas del estuche, se las ajustó y miró a Boyd. Puso una mano en la frente de Boyd. ¿Cómo estás?, preguntó. ¿Cómo te sientes?

Mejor que nunca, resolló Boyd.

El doctor sonrió. Se volvió hacia la mujer. Hiérvame un poco de agua, le dijo. Luego sacó del bolsillo una pequeña linterna niquelada y se inclinó sobre Boyd. Boyd cerró los ojos, pero el doctor le bajó alternativamente los párpados inferiores y le examinó los ojos. Pasó lentamente el haz de luz a un lado y a otro de las pupilas y miró dentro. Boyd intentó apartar la cabeza, pero el doctor le había puesto la mano plana en la mejilla. Mírame, dijo.

Retiró la manta. Una cosa pequeña se escabulló por la muselina. Boyd llevaba puesto un mono blanco de algodón como los que usaban los trabajadores en el campo, sin cuello ni botones. El doctor le subió el mono, le sacó el codo derecho de la manga y se lo colocó sobre la cabeza y luego, con sumo cuidado, retiró la prenda del brazo izquierdo de Boyd y se la pasó a Billy sin mirarlo siquiera. Boyd estaba envuelto en lienzos de algodón y la herida le había empapado el vendaje y la sangre estaba seca y negra. El doctor deslizó la mano por debajo del vendaje y puso su mano sobre el pecho de Boyd. Respira, dijo. Respira hondo. Boyd inspiró, pero su respiración fue muy forzada y superficial. El doctor deslizó la mano hacia el lado izquierdo del tórax junto a las manchas oscuras del vendaje y le dijo que respirara otra vez. Se agachó para abrir los cierres de su maletín y sacó su estetoscopio y se lo puso al cuello, extrajo unas tijeras terminadas en forma de cuchara, cortó los sucios vendajes y luego levantó los extremos totalmente rígidos a causa de la sangre seca. Puso los dedos sobre el pecho desnudo de Boyd, golpeó el dedo anular izquierdo con el derecho y escuchó. Movió la mano y golpeó una vez más. Movió la mano hacia el hundido y cetrino abdomen de Boyd y sondeó suavemente con los dedos. Observó la cara del muchacho.

Tienes muchos amigos, dijo. ¿No?

¿Cómo?, resolló Boyd.

Tantos regalos.

Se ajustó las boquillas del estetoscopio, apoyó el diafragma en el pecho de Boyd y escuchó. Lo movió de derecha a izquierda. Respira hondo, dijo. Por la boca. Otra vez. Bueno. Puso el diafragma sobre el corazón y escuchó. Escuchó con los ojos cerrados.

Billy, resolló Boyd.

Shhh, dijo el doctor. Se llevó un dedo a los labios. No hables. Se quitó las boquillas del estetoscopio, levantó por su cadena un reloj de oro que llevaba en el bolsillo del chaleco y lo abrió con el pulgar. Con dos dedos apretó un costado del cuello de Boyd debajo de la mandíbula, inclinó la esmaltada esfera blanca del reloj hacia la lámpara votiva y observó en silencio mientras el delgadísimo segundero recorría por sectores la muestra con sus pequeños números romanos negros.

¿Cuándo puedo hablar?, susurró Boyd.

El doctor sonrió. Ahora si quieres, dijo.

Billy.

Qué.

No tienes por qué quedarte.

No te preocupes por mí.

Si no quieres no tienes por qué quedarte.

No voy a ningún lado.

El doctor deslizó el reloj en el bolsillo del chaleco. Saca la lengua, dijo.

Examinó la lengua de Boyd, le metió el dedo en la boca y palpó la cara interna de su mejilla. Luego se inclinó, cogió el maletín, lo puso sobre el jergón a su lado, lo abrió y lo ladeó hacia la luz. El maletín era de cuero abollonado teñido de negro, tenía las esquinas gastadas y el cuero de esa zona y de los cantos se había vuelto otra vez marrón. Las lengüetas de latón revelaban los ochenta años de uso, pues ya su padre había llevado ese mismo maletín antes que él. Cogió una abrazadera para medir la presión sanguínea, envolvió con ella el delgado brazo de Boyd y con la pera bombeó el aparato. Colocó el diafragma del estetoscopio en el pliegue del codo de Boyd y escuchó. Observó cómo la aguja caía y luego saltaba. En los cristales de sus anticuadas gafas apareció centrada la delgada llama erecta de la lámpara votiva. Muy menuda, muy estable. Como si en sus ojos envejecidos ardiese la luz de una sagrada indagación. Retiró la abrazadera y se volvió hacia Billy.

¿Hay una mesa pequeña en la casa? ¿O una silla?

Hay una silla.

Bueno. Tráemela. Y trae también un recipiente para agua. Una bota o lo que haya.

Sí, señor.

Y un vaso de agua potable.

Sí, señor.

Tu hermano debe tomar agua. ¿Me entiendes?

Sí, señor.

Y deja la puerta abierta. Necesitamos aire.

Sí, señor. Enseguida.

Billy volvió con la silla boca abajo colgada de un brazo por el respaldo y una olla de arcilla con agua en una mano y una taza con agua de pozo en la otra. El doctor se había incorporado, se había puesto un mandil blanco y tenía en la mano una toalla y una pastilla de un jabón que parecía casi negro. Bueno, dijo. Metió el jabón dentro de la toalla, se puso esta bajo el brazo, cogió con cuidado la silla que le tendía Billy, la puso del derecho en el suelo y la corrió ligeramente hacia el sitio donde quería tenerla. Cogió la olla que Billy le tendía, la colocó encima de la silla, se agachó y después de rebuscar entre sus cosas sacó una pipeta curva de vidrio y la metió en la taza que sostenía Billy. Le dijo que le diera agua a su hermano. Le dijo que procurase que bebiera despacio.

Sí, señor, dijo Billy.

Bueno, dijo el doctor. Se sacó la toalla de debajo del brazo y se subió las mangas. Miró a Billy.

No te preocupes, dijo.

No, señor, dijo Billy. Procuraré.

El doctor asintió y se marchó a lavarse las manos. Billy se sentó en el jergón, se inclinó y sostuvo la taza y la pipeta para que Boyd pudiese beber. Si quieres te subo la colcha, dijo. ¿Tienes frío? No tienes frío, ¿verdad?

No tengo frío.

Toma.

Boyd bebió.

No bebas deprisa, dijo Billy. Inclinó la taza. Con ese atuendo parecías un destripaterrones.

Boyd bebió con ganas y luego se volvió para toser.

No bebas tan deprisa.

Boyd recobró el aliento. Bebió otra vez. Billy apartó la taza, esperó y se la ofreció de nuevo. La pipeta de vidrio matraqueó con un ruido de succión. Inclinó la taza. Cuando hubo terminado toda el agua, Boyd permaneció tumbado, reponiéndose del esfuerzo, y miró a Billy. Hay cosas peores para parecerse, dijo.

Billy dejó la taza en la silla. No te he cuidado demasiado bien, ¿verdad?, dijo.

Boyd no respondió.

El doctor dice que te restablecerás.

Boyd respiraba con dificultad, echada la cabeza hacia atrás. Contempló las oscuras vigas del techo.

Dice que quedarás como nuevo.

Yo no se lo he oído decir, dijo Boyd.

Cuando el doctor regresó Billy recogió la taza, se levantó y se quedó de pie con ella en la mano. El doctor estaba secándose las manos. Tenía sed, ¿verdad?

Sí, señor, respondió Billy.

La mujer entró con un cubo lleno de agua humeante. Billy se acercó a ella, cogió el cubo por el asa y lo dejó en la chimenea tal como le indicó el doctor. Este dobló la toalla, la dejó junto al maletín, dejó el jabón encima y se sentó. Bueno, dijo. Bueno. Se volvió hacia Billy. Ayúdame, dijo.

Entre los dos pusieron a Boyd de costado. Boyd jadeó y trató de aferrarse al aire con una mano. Se cogió del hombro de Billy.

Tranquilo, socio, dijo Billy. Sé que te duele.

Qué vas a saber, resolló Boyd.

Así, dijo el doctor. Así está bien.

Retiró con cuidado los lienzos manchados y ennegrecidos del pecho de Boyd y se los pasó a la mujer. Dejó sin tocar las cataplasmas de hierbas, la que tenía en el pecho y la otra, más grande, detrás del hombro. Se inclinó sobre el muchacho, presionó suavemente las cataplasmas por turnos para comprobar si algo se escapaba por debajo y olfateó el aire en busca de indicios de putrefacción. Bueno, dijo. Bueno. Tocó suavemente la zona de debajo del brazo entre las dos cataplasmas allí donde la piel estaba tumefacta y azulada.

La entrada es en el pecho, ¿no?

Sí, dijo Billy.

Asintió, cogió la toalla y el jabón, sumergió la toalla en la olla de agua caliente, la enjabonó y se puso a limpiar el pecho y la espalda de Boyd, lavando con especial cuidado la zona en torno a las cataplasmas y la axila. Enjuagó la toalla en el agua, la estrujó, se agachó y limpió el jabón. La toalla había quedado oscura de mugre. ¿No tienes frío?, preguntó. ¿Estás cómodo? Bueno. Bueno.

Cuando hubo terminado dejó a un lado la toalla, puso la olla en el suelo y se inclinó para coger de su maletín una toalla plegada que dejó encima de la silla y abrió cuidadosamente valiéndose únicamente de la yema de los dedos. Dentro había una segunda toalla pasada por el autoclave y hecha un paquetito asegurado con esparadrapo. Levantó y separó cuidadosamente el esparadrapo y sosteniendo los bordes con delicadeza entre el índice y el pulgar extendió la toalla abierta sobre el asiento de la silla. Dentro había trozos rectangulares de gasa y de muselina y torundas de algodón. Toallitas plegadas. Rollos de venda. Levantó las manos sin tocar nada, sacó de su maletín dos platillos esmaltados que iban envueltos juntos, y dejó uno cerca del maletín y sumergió el otro en el cubo hasta llenarlo casi de agua caliente; luego lo transportó celosamente con ambas manos hasta la silla y lo dejó en el borde de la silla, lejos de las vendas. Seleccionó de sus departamentos especiales los utensilios de acero niquelado. Tijeras puntiagudas, fórceps y hemostáticos en un total de una docena aproximada. Boyd observaba. Billy observaba. Dejó los instrumentos en el platillo y sacó del maletín una pequeña jeringa roja que puso en el platillo; sacó también una lata pequeña de bismuto y dos palillos de nitrato de plata, que desenvolvió, y luego dejó todo sobre la toalla, al lado del platillo. Después extrajo un frasco de yodo, aflojó el tapón, le pasó el frasco a la mujer y, una vez que hubo colocado sus manos sobre el platillo, le explicó cómo tenía que verter el yodo sobre sus manos. La mujer avanzó y destapó el frasco.

Ándale, dijo él.

Ella vertió.

Más, dijo. Un poquito más.

Como la puerta de la calle estaba abierta la llama palpitaba y serpenteaba en el cristal, y su escasa luz crecía y menguaba amenazando con extinguirse del todo. Inclinados los tres sobre el jergón donde yacía el muchacho, parecían unos asesinos rituales. Basta, dijo el doctor. Bueno. Levantó las manos mojadas. Estaban teñidas de un marrón óxido. El yodo bailaba en el platillo como sangre veteada. Asintió mirando a la mujer. Ponga el resto en el agua, dijo.

Ella vertió el resto del yodo en el platillo y después de comprobar el agua con el dedo, el doctor cogió rápidamente un hemostático del platillo y con aquel cogió un paquete de trozos de muselina, lo sumergió allí y luego lo sostuvo para que se secara. Se volvió otra vez hacia la mujer. Bueno, dijo. Quítele la cataplasma.

Ella se llevó una mano a la boca. Miró a Boyd y miró al doctor.

Ándale pues, dijo él. Está bien.

La mujer se santiguó, cogió el trapo que sujetaba la cataplasma, lo levantó, pasó el pulgar por debajo de esta y la arrancó. Era de hierbas apelotonadas y estaba casi negra de sangre. Costó desprenderla, como si hubiera sido un bicho que se alimentaba de la herida. La mujer se echó hacia atrás y ocultó la cataplasma con el sucio lienzo de la venda. Allí estaba Boyd, a la parpadeante luz de la vela votiva, con un pequeño agujero redondo varios centímetros más arriba y a la izquierda de su tetilla izquierda. La herida estaba seca, encostrada y blanquecina. El doctor se inclinó y la limpió cuidadosamente con el algodón. El yodo manchó la piel de Boyd. Del agujero surgía un fino reguero de sangre que cruzaba lentamente el pecho de Boyd. El doctor puso una gasa limpia sobre la herida. Vieron cómo se oscurecía de sangre. El doctor levantó los ojos hacia la mujer.

¿La otra?, dijo ella.

Sí. Por favor.

La mujer se inclinó, separó la cataplasma de la espalda de Boyd y la levantó. Era más grande, negra y fea. Debajo había un orificio mellado que bostezaba en rojo. En torno a él la carne estaba encostrada de escamas y sangre renegrida. El doctor puso un paquete de gasas sobre la herida, puso encima un trozo de muselina, presionó con las yemas de los dedos y lo aguantó en su sitio. La tela se oscureció lentamente. El doctor puso más gasas. Un hilillo de sangre corría por la espalda de Boyd. El doctor se lo limpió y volvió a apretar la herida con la yema de los dedos.

Una vez cortada la hemorragia cogió un paño y lo mojó en la solución de yodo del platillo y mientras sostenía las gasas contra la herida de la espalda se puso a limpiar en torno a las dos heridas. Arrojó las torundas sucias a la bandeja que tenía junto a él y cuando hubo terminado se subió las gafas al puente de la nariz con el dorso de la muñeca y miró a Billy.

Cógele la mano, dijo.

¿Mande?, dijo Billy.

Cógele la mano.

No sé si va a dejarme.

Sí va a dejarte.

Se sentó al borde del jergón y tomó la mano de Boyd; Boyd se la apretó.

Tócate las narices, susurró Boyd.

¿Qué ha dicho?

Nada, dijo Billy. Ándale.

El doctor cogió un paño estéril y envolvió con él la pequeña linterna; luego encendió la linterna y se la metió en la boca. A continuación dejó el paño en el platillo junto con las torundas, cogió un hemostático del platillo correspondiente y se inclinó sobre Boyd y con cuidado levantó los tampones del orificio de salida y enfocó la linterna hacia adentro. La sangre volvía a manar; el doctor colocó el hemostático en la herida y la cerró.

Boyd se arqueó y echó la cabeza hacia atrás, pero no gritó. El doctor cogió otro hemostático del platillo, restañó la sangre con un pedazo de paño, examinó la herida con la linterna y grapó otra vez. Los tendones del cuello de Boyd brillaron al tensarse. El doctor sujetó la linterna con los dientes. Unos minutos más, dijo. Unos minutos.

Puso otros dos hemostáticos y luego cogió del platillo la jeringa roja, la llenó con la solución de yodo e indicó a la mujer que cogiera la toalla y se la pusiera al chico en la espalda. Después introdujo lentamente el líquido en la herida. La limpió con una torunda y volvió a introducir líquidos limpiando los cuajarones de sangre y pus. Tendió la mano, cogió un hemostático del platillo y lo grapó a la herida.

Pobrecito, dijo la mujer.

Solo unos minutos, dijo el doctor.

Vertió una vez más líquido en la herida con la jeringa, cogió uno de los palillos de nitrato de plata y sosteniendo con una mano una torunda de una muselina, le limpió los cuajarones de sangre mientras con la otra mano cauterizaba con nitrato de plata. El nitrato de plata dejó en el tejido un rastro gris claro. Grapó otro hemostático y volvió a verter líquido en la herida. La mujer dobló la toalla contra la espalda de Boyd y la aguantó. Con el fórceps el doctor extrajo de la herida una cosa pequeña y la puso a la luz. Era del tamaño de un grano de trigo y le dio vueltas para examinarla en el pequeño cono de luz.

¿Qué es eso?, dijo Billy.

El doctor se inclinó con la linterna entre los dientes para que el chico pudiera verlo mejor. Plomo, dijo. Pero, de hecho, era una pequeña astilla desprendida de la sexta costilla de Boyd y él se refería al ligero colorido metálico del borde concoidal del hueso. La dejó sobre la toalla junto con el fórceps y con el dedo índice palpó la costilla de Boyd de delante hacia atrás. ¿Te duele?, dijo. ¿Ahí? ¿Ahí? Boyd tenía la cara vuelta hacia el otro lado. Parecía como si apenas pudiese respirar.

El doctor cogió del platillo unas pequeñas tijeras puntiagudas, miró a Billy de soslayo y procedió a recortar el tejido muerto de los bordes de la herida. Billy tendió el brazo y cogió la mano de Boyd entre las suyas.

El perro, dijo el doctor.

Billy miró hacia la puerta. Allá estaba el perro, mirándolos. Fuera, dijo.

Tranquilo, dijo el doctor. Déjalo. Es de tu hermano, ¿verdad?

Sí .

El doctor asintió.

Cuando hubo terminado le dijo a la mujer que sostuviera la toalla bajo la herida que Boyd tenía en el pecho y luego vertió líquido y la limpió también. Volvió a llenarla de solución y la sondeó con una torunda. Por último se sentó, se echó hacia atrás, se quitó la linterna de la boca, la dejó sobre la toalla y miró a Billy.

Es un muchacho muy valiente, dijo.

¿Es grave?, preguntó Billy.

Es grave, respondió el doctor. Pero no muy grave.

¿Qué sería muy grave?

El doctor se ajustó las gafas, subiéndoselas otra vez con la muñeca. Ahora hacía frío en la habitación. Podía verse muy tenuemente cómo el aliento del doctor formaba un penacho y caía en la fluctuante luz. Una perla de sudor sobre su frente. Hizo la señal de la cruz en el aire. Eso, dijo. Eso sería muy grave.

Alcanzó otra vez la linterna, cogiéndola con uno de los trozos de muselina. Se la puso entre los dientes, cogió la ampolla, volvió a llenarla y la dejó a un lado y luego desgrapó lentamente el primero de los hemostáticos que formaban una circunferencia de quincalla en torno a la herida que Boyd tenía en la espalda. Lo retiró muy despacio. Después desgrapó el siguiente.

Cogió la ampolla y con cuidado limpió la herida con torundas; luego dio unos suaves toques a la herida con el palillo de nitrato de plata. Empezó por la parte de arriba y fue descendiendo. Cuando hubo quitado el último hemostático y lo hubo arrojado al platillo, se quedó un momento con las manos apoyadas en la espalda de Boyd, como exhortándolo a curarse. Luego cogió la lata de bismuto, desenroscó la tapa y sosteniéndola sobre las heridas espolvoreó estas con el polvo blanco.

Puso gasas sobre las heridas y sobre la de la espalda una pequeña toalla limpia que cogió del material estéril, las aseguró con esparadrapo y después él y Billy incorporaron a Boyd. El doctor lo envolvió rápidamente con un rollo de vendas, pasándole este bajo los brazos para coger el otro extremo. Aseguró el extremo de venda mediante dos grapas metálicas y volvieron a ponerle el mono a Boyd y lo acostaron otra vez. No podía mantener la cabeza erguida y tragó una larga y chirriante bocanada de aire.

Ha sido muy afortunado, dijo el doctor.

¿Cómo?

Que no se le han punzado los pulmones. Que no se le ha roto la arteria que queda muy cerca de la dirección que llevaba la bala. Pero, sobre todo, que no hay una gran infección. Muy afortunado.

Envolvió sus instrumentos en la toalla, los metió en el maletín, vació las palanganas dentro del cubo y luego las dejó a un lado y cerró el maletín. Se enjuagó y secó las manos, cogió sus gemelos del bolsillo, se bajó las mangas y se las abrochó. Le dijo a la mujer que volvería al día siguiente para cambiar los vendajes y que le dejaría unas vendas y le enseñaría cómo quería que lo hiciera. Le dijo que el muchacho tenía que beber mucha agua. Que debían mantenerlo caliente. Luego le pasó el maletín a Billy, se volvió y dejó que la mujer lo ayudase a ponerse la americana. Luego cogió su sombrero, le dio las gracias por su ayuda y salió por la puerta agachando la cabeza.

Billy fue detrás de él con el maletín e interceptó al doctor cuando este iba hacia la parte frontal del vehículo con la manivela. Le pasó el maletín y le pidió que le entregase la manivela. Permítame, dijo.

Se agachó en la oscuridad, buscó con los dedos la ranura en la parrilla del radiador, ajustó la manivela y la metió en el manguito. Luego se incorporó e hizo girar la manivela. El motor se puso en marcha y el doctor asintió con la cabeza. Bueno, dijo. Retrocedió hacia el guardabarros, dejó el acelerador al ralentí, se volvió, cogió la manivela que Billy le tendía, se agachó y la guardó bajo el asiento.

Gracias, dijo.

A usted.

El doctor asintió. Miró hacia el portal, donde estaba la mujer, y miró de nuevo a Billy. Se sacó un cigarrillo del bolsillo y se lo puso entre los labios.

Te quedas con tu hermano, dijo.

Sí. Por favor, acepte el caballo.

El doctor dijo que no. Dijo que por la mañana le enviaría al mozo con el caballo. Miró hacia el este, donde la primera luz gris empezaba a sacar de la asentada oscuridad el contorno del tejado de la hacienda. Se está haciendo de día, dijo. Pronto amanecerá.

Sí, dijo Billy.

Quédate con tu hermano, dijo el doctor. Te enviaré el caballo.

Luego subió al coche, cerró la portezuela y encendió las luces. Aunque no había nada que ver, los ejiditarios habían salido a las puertas de sus viviendas; eran hombres y mujeres que los faros hacían palidecer, vestidos con sus prendas de algodón sin blanquear, los niños agarrados a sus rodillas y todos ellos mirando cómo el coche se pasaba dando tumbos y torcía y salía del recinto y enfilaba la carretera con los perros que corrían a la par aullando y lanzando dentelladas a los neumáticos que se chafaban blandamente al girar en la arcilla.

Cuando Boyd despertó a media mañana Billy estaba sentado junto a él, y cuando despertó a mediodía y por la tarde, él seguía allí. Estaba sentado, cabeceando y bamboleándose en el crepúsculo y tuvo un sobresalto al oír que lo llamaban por su nombre.

¿Billy?

Abrió los ojos. Se inclinó.

No tengo agua.

Voy a buscar. ¿Dónde está el vaso?

Aquí. Billy.

Qué.

Has de ir a Namiquipa.

Yo no me muevo de aquí.

Ella pensará que le has dado esquinazo.

No puedo dejarte.

Estaré bien.

No puedo irme y dejarte aquí.

Claro que puedes.

Necesitas que alguien se ocupe de ti.

Oye, dijo Boyd. Yo ya he olvidado todo eso. Vamos, haz lo que te pido. Además, tú estabas preocupado por los caballos.

El mozo llegó a mediodía siguiente montando un burro y tirando de Niño por un ronzal. Los trabajadores estaban en los campos y el mozo cruzó el puente y enfiló su hilera de viviendas sin dejar de llamar a un tal señor Páramo. Billy salió y el mozo detuvo el burro y lo saludó con un movimiento de cabeza. Su caballo, dijo.

Miró el caballo. Lo habían alimentado, almohazado, abrevado y dejado descansar, parecía otro caballo, y así se lo dijo al mozo. El mozo inclinó levemente la cabeza, desenganchó el cabo del ronzal de la perilla de su silla y se bajó del burro.

¿Por qué no montaba en el caballo?, preguntó Billy.

El mozo se encogió de hombros. Dijo que el caballo no era suyo.

¿Quiere montar en él?

Nuevamente se encogió de hombros. De pie, con el ronzal en la mano.

Billy se acercó al caballo, deshizo el nudo de las riendas que colgaban del borrén, embridó el caballo, dejó caer las riendas y le sacó el ronzal a Niño.

Ándale, dijo.

El mozo enrolló la cuerda, la colgó de la perilla de la silla del burro, se acercó al caballo, le dio unas palmadas y cogió las riendas, puso el pie en el estribo y montó. Echó a andar por el paseo entre las hileras de casas, puso el caballo al trote corto y cabalgó colina arriba más allá de la hacienda, pero allí dio media vuelta, pues no quería dejar el caballo fuera del alcance de la vista. Lo hizo recular y girar y ejecutar unas figuras de ochos y luego bajó por la colina al galope y frenó haciendo acodillar al caballo delante de la puerta y se apeó, todo en un solo movimiento.

¿Le gusta?, dijo Billy.

Claro que sí, dijo el mozo. Se inclinó y apoyó la palma de la mano en la nuca del caballo y luego se volvió, montó a lomos del burro y se alejó por el paseo sin mirar atrás.


Cuando se marchó era casi de noche. La señora Muñoz intentó que aguardase a la mañana, pero él no quiso hacerlo. El doctor había llegado por la tarde y le había dejado los vendajes y un paquete de sales de Epsom, y la mujer le había preparado a Boyd una infusión de manzanilla, árnica y raíz de golondrina. A Billy le dio un viejo morral de lona en el que había metido algunas provisiones y él colgó el morral de la perilla de la silla, montó, hizo volverse al caballo y la miró.

¿Dónde está la pistola?, preguntó.

La mujer dijo que estaba bajo la almohada, junto a la cabeza de su hermano. Él asintió. Miró por la carretera en dirección al puente y al río y volvió a mirarla. Le preguntó si algún hombre había venido al ejido.

, dijo ella. Dos veces.

Él asintió de nuevo. Es peligroso para ustedes, dijo.

La mujer se encogió de hombros. Dijo que la vida era peligrosa. Y que un hombre del pueblo no tenía otra elección. Él sonrió. ¿Mi hermano es un hombre del pueblo?

, respondió ella. Claro.

Billy partió hacia el sur por la carretera entre los álamos de la ribera, cruzando el pueblo de Mata Ortiz y siguiendo la luna por el oeste hasta que se desvió y pasó el resto de la noche al abrigo de una arboleda que había divisado desde la carretera. Se envolvió en su sarape y dejó el sombrero sobre la parte superior de sus botas y no despertó hasta que se hizo de día.

Al día siguiente cabalgó toda la jornada. Pasaban pocos coches y no vio ningún jinete. Por la tarde el camión que había transportado a su hermano hasta San Diego se acercó por el norte a marchas forzadas arrastrando una estela de polvo y se detuvo con un rechinar de frenos. Los trabajadores que viajaban en la plataforma lo saludaron a voces y agitando el brazo; él se acercó, se echó el sombrero hacia atrás y les tendió la mano. Todos se apiñaron al borde de la caja del camión y extendieron el brazo para saludarlo, y él se inclinó en su caballo y les estrechó la mano uno por uno. Le dijeron que era peligroso que estuviera en la carretera. No le preguntaron por Boyd y cuando él empezó a contarles ellos quitaron importancia a sus palabras porque habían ido a verlo aquel mismo día. Dijeron que había comido y que había bebido un poco de pulque para recobrar energías y que todos los síntomas eran de una franca mejoría. Dijeron que solo la intercesión de la Virgen podía haberle hecho soportar una herida como aquella. Una herida tan grave, dijeron. Tan horrible. Una herida tan fea.

Le hablaron con vehemencia de su hermano, acostado con la pistola debajo de la almohada. Tan joven, dijeron. Tan valiente. Y aun así peligroso. Como el tigre herido en su cueva.

Billy los miró. Dirigió la vista hacia el oeste, en dirección a las largas franjas de sombra allá donde el campo se enfriaba. Las palomas se arrullaban desde las acacias. Los trabajadores creían que su hermano había matado al manco en un tiroteo en las calles de Boquilla y Anexas. Que el manco le había disparado sin mediar provocación y que había sido muy insensato al no contar con el valor del güerito. Le pidieron que les diera más detalles. Cómo el güerito se había levantado de su propio charco de sangre para desenfundar su pistola y abatir al manco, que cayó de su caballo. Se dirigían a Billy con gran respeto y le preguntaron como era que él y su hermano habían decidido encaminarse por el sendero de la justicia.

Billy escrutó sus rostros. Lo que vio en aquellos ojos lo emocionó enormemente. El conductor y los otros dos hombres que iban en la cabina se habían apeado y estaban junto a la parte trasera del camión. Todos esperaban a ver qué decía. Al final les dijo que la descripción de la riña era muy exagerada y que su hermano solo tenía quince años y que si alguien tenía la culpa era él mismo por no haber cuidado mejor de su hermano. No debió haberlo llevado a un país extranjero para que le pegaran un tiro en plena calle como si fuera un perro. Ellos sacudieron la cabeza repitiendo entre sí la edad de Boyd. Quince años, dijeron. Qué guapo. Qué joven tan esforzado. Al final les dio las gracias por cuidar de su hermano y se tocó el ala del sombrero. Todos se apiñaron otra vez con los brazos extendidos y él les estrechó otra vez la mano y se despidió también del conductor y de los otros dos que estaban en la carretera y luego tiró de las riendas, dejó atrás el camión y se alejó hacia el sur por la carretera. Oyó cerrarse detrás de él las puertas de la cabina y el sonido del motor al ser puesto en marcha y el camión lo adelantó lentamente, rugiendo en medio de una nube de polvo. Los trabajadores que iban en la caja agitaron el brazo y algunos se quitaron el sombrero y luego uno de ellos se puso de pie aguantándose en el hombro de un compañero, levantó un puño y gritó: en el mundo hay justicia. Luego cada cual siguió su camino.

Aquella noche el temblor del suelo debajo de él lo hizo despertar. Se incorporó y buscó el caballo, que miraba hacia el oeste. Un tren descendía por la región; el pálido cono amarillo de la luz frontal horadaba lenta y sosegadamente el desierto y el lejano traqueteo de los carriles sonaba extravagante y mecánico en aquel oscuro páramo de silencio. Por último vio la estela de la lucecita cuadrada del vagón de cola. Pasó el tren y solo dejó la tenue estela pálida del humo de caldera flotando en el páramo, y luego se oyó un largo silbido solitario que resonó en la región avisando al paso a nivel de Las Varas.

A mediodía entró en Boquilla con la escopeta puesta de través en el borrén de la silla. No se veía a nadie. Tomó la carretera hacia Santa Ana de Babícora. De anochecida empezó a encontrarse con jinetes que se dirigían hacia el norte camino de Boquilla, jóvenes y muchachos de cabellos negros peinados hacia atrás con brillantina y las botas bien lustradas y camisas baratas de algodón que habían sido planchadas con ladrillos calientes. Era sábado por la noche e iban a un baile. Saludaron muy solemnes con un movimiento de cabeza, montados en burros o en pequeñas mulas de las minas. Él les devolvió el saludo, vigilantes los ojos en todo momento, pegada la escopeta al cuerpo con la culata apoyada en la parte interna del muslo. El buen caballo que montaba abocinaba sus ollares hacia los burros y las mulas. Cuando pasó por La Pinta en el llano poblado de enebros desde el que se dominaba el valle del río Santa María la luna estaba alta. A medianoche llegó a Santa Ana de Babícora, que estaba a oscuras y desierto. Abrevó el caballo en la alameda y tomó hacia el oeste por la carretera de Namiquipa. Tras cabalgar una hora llegó a un riachuelo que formaba parte de las cabeceras del Santa María, donde desvió el caballo de la carretera, lo maneó en la hierba de la ribera, se arrebujó en su sarape y durmió exhausto y sin soñar.

Cuando despertó, el sol ya estaba alto. Bajó a pie hasta el arroyo con las botas en la mano y se metió en el agua y se agachó para lavarse la cara. Cuando se levantó y buscó con la mirada el caballo, este estaba mirando hacia el camino. Al cabo de unos minutos se acercó un jinete. Bajando por la carretera a lomos del caballo que solía montar su madre iba la muchacha, con un vestido nuevo de algodón azul y un pequeño sombrero de paja con una cinta verde que le caía por la espalda. Billy la vio pasar y cuando estuvo fuera del alcance de la vista se sentó en la hierba y examinó sus botas y el lento correr del riachuelo y los tallos de hierba que la brisa matinal hacía inclinar y recuperar su verticalidad constantemente. Luego cogió las botas, se las calzó, se puso en pie, embridó y ensilló su caballo, montó y salió a la carretera en busca de la chica.

Cuando ella oyó el sonido de los cascos del caballo, se llevó la mano a la copa del sombrero, se volvió y miró. Luego se detuvo. Él aflojó el paso y la alcanzó. La muchacha lo miró de hito en hito con sus ojos oscuros.

¿Está muerto?, preguntó. ¿Está muerto?

No.

No me mientas.

Te lo juro por Dios.

Gracias a Dios. Gracias a Dios. Se apeó del caballo, bajó las riendas, se arrodilló con su vestido nuevo en la reseca arcilla de la calzada, se persignó, cerró los ojos y enlazó las manos para rezar.

Cuando una hora después pasaron a caballo por Santa Ana de Babícora ella apenas había abierto la boca. Era casi mediodía y enfilaron la solitaria calle de barro dejando atrás las hileras de edificios de barro medio desmoronados y la media docena de árboles pintados que constituían la alameda y continuaron de nuevo por la desértica llanura de la meseta. En el pueblo no vio nada parecido a una tienda, y de todos modos aunque la hubiese visto no tenía con qué comprar nada. Ella iba a una prudencial docena de pasos detrás de él; Billy se volvió a mirarla un par de veces, pero ella no sonrió ni se dio por aludida y al cabo de un rato ya no volvió a mirarla. Sabía que la chica no podía haber dejado su casa sin llevar provisiones, pero ella no lo mencionó y él tampoco. Un poco más al norte del pueblo ella dijo algo a sus espaldas y él se detuvo e hizo dar media vuelta al caballo en la calzada.

¿Tienes hambre?, preguntó la chica.

Él se echó el sombrero atrás con el pulgar y la miró. Podría comerme las pelotas de un alce macho, dijo.

¿Mande?

Comieron en un bosquecillo de acacias junto a la carretera. Ella extendió su sarape y puso encima unas tortillas dentro de un paño y tamales envueltos en perfolla de maíz y un tarro pequeño con frijoles del cual desenroscó la tapa y en la que puso una cuchara de madera. Extendió también un mantel en el que llevaba envueltas cuatro empanadas. Dos mazorcas de maíz frío espolvoreadas de chile rojo. La cuarta parte de un pequeño queso de cabra.

La chica se sentó con las piernas dobladas bajo el cuerpo y la cabeza hacia un lado para que el ala del sombrero le hiciera sombra en la cara. Comieron. Cuando él le preguntó si no quería que le hablara de Boyd ella respondió que estaba al corriente. Él la miró. Parecía frágilmente envuelta en su vestido. En la muñeca izquierda tenía una mancha azulada. Por lo demás, su piel era tan perfecta que parecía extrañamente falsa. Como si se la hubieran pintado encima.

Te dan miedo los hombres, dijo él.

¿Qué hombres?

Todos los hombres.

La muchacha se volvió y lo miró. Bajó la vista. Él pensó que estaba meditando la respuesta, pero no hizo más que apartar un escarabajo del sarape y coger una empanada y morderla con delicadeza.

Y quizá tengas razón, dijo él.

Quizá.

Ella dirigió la mirada hacia la hierba del camino, donde los caballos estaban ahuyentando las moscas con la cola. Él pensó que ya no iba a decir nada más, pero ella se puso a hablar de su familia. Dijo que su abuela había enviudado con la revolución y se había vuelto a casar y había enviudado otra vez en menos de un año, y se había casado por tercera vez y por tercera vez había enviudado. No volvió a contraer matrimonio, aunque oportunidades no le faltaran ya que era una mujer guapísima y no había cumplido los veinte cuando el último marido cayó en Torreón, como contaba el tío de él, con una mano en el pecho en un gesto de fidelidad, aferrado a la bala de rifle como si fuera un regalo, mientras la espada y la pistola que llevaba caían inútiles detrás de él, en los palmitos, en la arena, y el caballo sin jinete escarbaba en medio de la refriega y los gritos de los hombres, salía al trote zarandeando los estribos para luego volver y vagar entre otros de su clase, entre los cuerpos de los muertos, en aquel llano absurdo mientras la noche caía alrededor de él y los pequeños pájaros obligados a abandonar sus perchas en los espinos regresaban y revoloteaban y gorjeaban y la luna se elevaba ciega y blanca por el este y los pequeños chacales venían trotando con la intención de comerse a los muertos sin tocarles la ropa.

Dijo que su abuela era una mujer muy escéptica, especialmente con respecto a los hombres. Dijo que, salvo en la guerra, los hombres tenaces y talentosos prosperan en cualquier profesión. En la guerra mueren. Su abuela le hablaba de los hombres a menudo, y lo hacía con gran seriedad y decía que los hombres arrojados eran una gran tentación para las mujeres y que esto era una desgracia como cualquier otra y poco podía hacerse para ponerle remedio. Decía que ser mujer significaba llevar una existencia de dificultades y angustias y que quienes decían lo contrario era que no querían afrontar los hechos. Y decía que como eso era así y no había forma de cambiarlo lo mejor, antes que buscar consuelo, era seguir los dictados del corazón tanto en la alegría como en la desdicha, pues consuelo no- había. Buscarlo solo significaba dar la bienvenida al sufrimiento y quedarse a dos velas de lo demás. Decía que esas cosas las sabían todas las mujeres pero que pocas hablaban de ello. Por último decía también que si las mujeres se sentían atraídas por los hombres arrojados era únicamente porque en el fondo de su corazón sabían que un hombre incapaz de matar por ellas no merecía la pena.

Había terminado de comer. Estaba sentada con las manos en el regazo y las cosas que había dicho no parecían en consonancia con su compostura. La carretera estaba desierta, el campo en silencio. Él le preguntó si pensaba que Boyd era capaz de matar a un hombre. Ella se volvió para mirarlo a los ojos. Como si fuera alguien cuyas palabras debían ser sopesadas a fin de facilitar su comprensión. Finalmente dijo que el rumor se había extendido por toda la región. Que todo el mundo sabía que el güerito había matado al gerente de Las Varitas. El hombre que había traicionado a Socorro Rivera y vendido a su propia gente a la Guardia Blanca de La Babícora.

Billy escuchó aquella historia y luego dijo que el manco se había roto el espinazo al caerse del caballo y que él mismo había sido testigo de lo ocurrido.

Esperó. Al cabo de un rato ella levantó la vista.

¿Quieres algo más?

No. Gracias.

La muchacha empezó a guardar los restos de la comida. Él la observó pero no hizo ademán de ayudarla. Él se levantó y ella dobló el sarape, metió dentro las provisiones que les quedaban y volvió a atarlo con los cordeles.

No sabes nada de mi hermano, dijo él.

Quizá.

Ella permaneció de pie con el sarape al hombro.

¿Por qué no me contestas?, dijo él.

La muchacha lo miró. Dijo que ya le había contestado. Dijo que en toda familia siempre hay uno que es distinto y que los demás creen conocer a esa persona pero que en realidad no la conocen. Dijo que ella también era distinta y que sabía de qué hablaba. Luego se volvió, se encaminó hacia los caballos, que pacían en la polvorienta maleza de la cuneta, ató el sarape arrollado detrás del arzón, apretó la cincha y montó.

Billy montó también, y entró delante de ella en la carretera. Luego se detuvo y miró hacia atrás. Dijo que había cosas de su hermano que solo su familia podía saber y que como su familia había muerto el único que las sabía era él. Hasta el menor detalle. Cada vez que le daba por vomitar o el día en que le mordió un escorpión y pensó que se iba a morir, o cualquier anécdota de cuando vivían en otra parte de su país que el propio Boyd apenas recordaba o no recordaba en absoluto, incluyendo a su abuela y a su hermana gemela, enterrada hacía tantos años ya en un lugar que probablemente jamás volvería a ver.

¿Sabías que él tenía una hermana gemela que murió cuando tenía cinco años?, dijo Billy.

Ella respondió que no sabía que Boyd hubiera tenido una hermana gemela o que esta hubiese muerto, pero que eso carecía de importancia porque ahora tenía otra hermana. Luego picó a su caballo, pasó de largo y siguió por la carretera.

Una hora después dieron alcance a tres muchachas que iban a pie. Dos llevaban entre ambas un cesto tapado con un paño. Iban camino del pueblo de Soto Maynez y aún les faltaba bastante. Al oír que se aproximaban jinetes por la carretera miraron hacia atrás y se acurrucaron entre risas, y cuando los jinetes pasaron se empujaron unas a otras hacia el margen y los miraron con sus vivaces ojos oscuros y rieron con la boca tapada. Billy se llevó la mano al ala del sombrero y siguió cabalgando, pero la muchacha tiró de las riendas y se apeó para andar al lado de ellas, y cuando él se volvió les estaba hablando. Eran algo más jóvenes que la muchacha, quien las regañaba con su voz grave y sin matices. Por fin las chicas se detuvieron y permanecieron de espaldas a los chaparrales que bordeaban el camino, pero la muchacha se detuvo también y continuó hasta que dijo cuanto tenía que decir. Luego volvió a montar y no miró hacia atrás.

Cabalgaron todo el día. Cuando llegaron a La Boquilla había oscurecido, y él cruzó el pueblo como lo había hecho a la ida, con la escopeta derecha a su lado. Cuando pasaron por el lugar donde había caído el manco ella hizo la señal de la cruz y se besó los dedos. Siguieron adelante. A la luz de las ventanas los escasos troncos pintados de la alameda tenían la palidez del hueso. Algunas ventanas tenían cristal, pero en su mayor parte eran de papel encerado de carnicería claveteado en el bastidor, y al otro lado no se veía ningún movimiento, ninguna sombra, solo aquellos cuadrados amarillentos como pergaminos o viejos mapas infructuosos despojados tiempo atrás de todo vestigio de los territorios o las rutas que describían. A las afueras de la colonia un fuego ardía a la vera del camino; aflojaron el paso y pasaron con mucha cautela, pero al parecer solo estaban quemando basura y no se veía a nadie, y se adentraron en la oscura región que se extendía al este.

Esa noche acamparon en un terreno pantanoso al borde del lago y compartieron el resto de las provisiones que ella llevaba. Cuando Billy le preguntó si no había tenido miedo de viajar sola de noche por aquella región, ella respondió que eso no tenía remedio y que uno debía ponerse en manos de Dios.

Él preguntó si Dios siempre cuidaba de ella y ella miró fijamente durante un buen rato el corazón de la lumbre, cuyas brasas respiraban brillantes y opacas y brillantes otra vez a causa del viento que soplaba del lago. Por fin dijo que Dios cuidaba de todas las cosas y que uno no podía hurtarse a sus cuidados ni a su juicio. Dijo que ni los inicuos podían escapar a su amor. Billy la miró. Dijo que él no pensaba eso de Dios y que había renunciado a rezarle; ella asintió sin apartar los ojos del fuego y dijo que ya lo sabía.

Cogió su manta y se fue hacia el lago. Él la observó y luego se quitó las botas, se arrebujó en su sarape y cayó en un sueño atormentado. Despertó en mitad de la noche, o tal vez de madrugada, y miró el fuego para calcular cuánto rato había dormido, pero el fuego estaba prácticamente extinguido. Se volvió hacia el este para ver si había indicios de que el alba clareara sobre el campo, pero solo había estrellas y oscuridad. Atizó las cenizas con una rama. Las pocas brasas que surgieron rojas en el corazón del fuego parecían recónditas e improbables. Como los ojos de una cosa a la que no habría habido que molestar. Se levantó, caminó hasta el lago con el sarape sobre los hombros y miró las estrellas en el lago. El viento había cesado y el agua estaba quieta y negra. Era como un gran agujero en aquel elevado mundo desértico en el que las estrellas estuvieran ahogándose. Algo lo había despertado y pensó que tal vez había oído jinetes en la carretera y que ellos habían visto la lumbre, pero no había lumbre que ver y entonces pensó que quizá la chica se había levantado y se había acercado al fuego y había pasado por encima de él mientras dormía y recordó haber notado lluvia en la cara, pero no llovía ni había llovido, y entonces recordó el sueño que había tenido. En él se encontraba en otro país que no era ese y la muchacha arrodillada a su lado no era esa. Arrodillados bajo la lluvia en una ciudad a oscuras él sostenía entre sus brazos a su hermano muerto, pero no podía verle la cara ni pronunciar su nombre. En algún lugar de aquellas calles negras y fangosas aullaba un perro. Eso era todo. Miró hacia el lago, donde no soplaba viento y todo lo que había era estrellas y una quieta oscuridad, y aun así notó un soplo frío. Se agachó entre las juncias al borde del agua y supo que tenía miedo de lo que se avecinaba, pues en aquel mundo había escritos y hechos patentes que ningún hombre podía desear. Como en un lento tapiz vio pasar imágenes de cosas vistas y no vistas. Vio la loba muerta en las montañas y la sangre del halcón en la piedra y vio un coche fúnebre de cristal con negras colgaduras pasar por una calle conducido por unos mozos. Vio el arco abandonado flotar en las frías aguas del Bavispe cual serpiente muerta y el solitario sacristán en las ruinas del pueblo donde había ocurrido el terremoto y el ermitaño en el crucero resquebrajado de la iglesia de Caborca. Vio gotear la lluvia de una bombilla enroscada a la pared de hierro laminado de un almacén. Vio una cabra con cuernos dorados apersogada en un campo de barro.

Por último vio a su hermano en un lugar donde no podía alcanzarlo, enmarcado en una ventana de un mundo al que nunca podría ir. Cuando lo vio allí supo que así lo había visto él en sueños anteriormente y supo también que su hermano le sonreiría y esperó a que lo hiciera, una sonrisa que él había evocado y a la que no podía atribuir significado alguno y se preguntó si a lo que finalmente había llegado no sería que ya no era capaz de distinguir lo que había pasado de lo que no era más que una apariencia. Debió de permanecer allí arrodillado mucho rato, porque el cielo empezó a clarear con el alba y las estrellas se convirtieron al fin en ceniza al hundirse en el lago y los pájaros empezaron a cantar desde la otra orilla y el mundo a materializarse una vez más.

Partieron muy de mañana sin nada que comer salvo las últimas tortillas cuyos bordes se habían secado y endurecido. La muchacha cabalgaba detrás y sin dirigirse ni por un instante la palabra cruzaron el puente a mediodía y llegaron a Las Varas.

Había poca gente en la calle. Compraron frijoles y tortillas en una pequeña tienda y cuatro tamales a una anciana que los vendía en la calle almacenados en un bidón de aceite aposentado sobre un armazón de madera provisto de ruedas de hierro fundido sacadas de una vagoneta. Después de que la muchacha pagase, se sentaron en una pila de leña de piñón detrás de un almacén y comieron en silencio. Los tamales olían y sabían a carbón de leña. Mientras estaban comiendo un hombre se acercó a ellos, sonrió y saludó con una leve inclinación de la cabeza. Billy miró a la muchacha, ella lo miró a él. Él miró el caballo y la culata de la escopeta que asomaba del portacarabina bajo la silla.

No se acuerda de mí, dijo el hombre.

Billy volvió a mirarlo. Miró sus botas. Era el arriero que había visto en los escalones del carromato en la arboleda al sur de San Diego.

Lo conozco, dijo Billy. ¿Cómo le va?

Bien. Miró a la chica. ¿Dónde está su hermano?

Ya está en San Diego.

El arriero asintió sabiamente. Como si se hiciera cargo de alguna situación.

¿Dónde está la caravana?, preguntó Billy.

El hombre respondió que no lo sabía. Dijo que habían esperado junto a la carretera pero que nadie había regresado.

¿Y eso?

El arriero se encogió de hombros. Cruzó el aire como si lo cortara con el pulpejo de la mano. Se fue, dijo.

Con el dinero.

Claro.

Dijo que los habían dejado sin recursos ni medios para viajar. En el momento en que él partía la dueña estaba vendiendo todos los mulos excepto uno y se había producido una discusión. Cuando Billy le preguntó qué pensaba hacer ella, él se encogió de hombros otra vez y miró hacia la calle. Miró a Billy. Le preguntó si podía prestarle unos pesos para comprar algo de comida.

Billy dijo que no tenía dinero, pero la muchacha ya se había puesto de pie y se había acercado al caballo; cuando volvió le dio unas monedas al arriero, quien se lo agradeció repetidas veces, se inclinó, se tocó el sombrero, se metió las monedas en el bolsillo, les deseó buen viaje, giró sobre sus talones, se alejó calle abajo y desapareció en la única cantina que había en aquel pueblo de la meseta.

Pobrecito, dijo la muchacha.

Billy escupió en la hierba seca. Dijo que seguramente el arriero mentía y que además no era más que un borracho y no debería haberle dado el dinero. Luego se levantó, fue adonde estaban los caballos, ajustó el látigo, cogió las riendas, montó y cruzó el pueblo hacia la vía del tren en dirección al norte sin molestarse en mirar hacia atrás para ver si ella le seguía.

En los tres días de viaje que tardaron en llegar a San Diego la muchacha apenas habló. La última noche ella había querido seguir cabalgando a oscuras para llegar al ejido, pero él se negó. Acamparon a orillas del río, unos kilómetros al sur de Mata Ortiz, y él encendió fuego sobre un guijarral con madera de acarreo y ella preparó los frijoles que quedaban y unas tortillas, que era todo lo que habían comido desde su partida de Las Varas. Comieron sentados uno enfrente del otro mientras la lumbre se convertía en una frágil barquilla de brasas y la luna salía por el este y allá en lo alto, muy arriba y muy tenues, oyeron los reclamos de los pájaros rumbo al sur y vieron sus esbeltos monogramas perderse tras la inflamada margen occidental hacia las sombras y la oscuridad de la lontananza.

Llegan las grullas, dijo ella.

Billy las contempló. Iban hacia el sur, avanzando en grupos escalonados por aquellos pasadizos invisibles escritos en su sangre desde hacía cien mil años. Observó las grullas hasta que desaparecieron y el último grito aflautado que sonaba a trompeta de juguete se perdió flotando en el comienzo de la noche. Entonces la muchacha se puso de pie, cogió su sarape y se alejó por el guijarral perdiéndose entre los álamos.

Al mediodía siguiente cruzaron a caballo el puente de tablas y siguieron hasta la hacienda. La gente estaba alineada junto a sus casas cuando debían estar en los campos, y Billy advirtió que era un día festivo del calendario. Adelantó a la muchacha, sofrenó el caballo frente al domicilio de los Muñoz, desmontó, bajó las riendas, se quitó el sombrero y entró por el portal agachando la cabeza.

Boyd estaba sentado en el jergón con la espalda apoyada contra la pared. La llama de la vela votiva oscilaba de un lado a otro en el cristal y amortajado como estaba en su vendaje de lienzos parecía que lo hubieran incorporado para asistir a su propio velatorio. El perro mudo, que estaba echado, se irguió y se apoyó en él. ¿Dónde estabas?, preguntó Boyd. No se lo decía a su hermano. Se lo decía a la muchacha que entró sonriendo detrás de él.


Al día siguiente Billy fue al río a caballo y estuvo fuera todo el día. Altas y delgadas bandadas de aves pasaban rumbo al sur y al río caían hojas de sauce y de álamo que se arremolinaban en la corriente. Al resbalar sobre las piedras del lecho sus sombras parecían fragmentos de caligrafía. Era de noche cuando regresó, cabalgando entre el humo de las fogatas, de charco en charco de luz como un centinela montado cuya misión fuese patrullar las hogueras de un campamento. En días sucesivos trabajó con los ovejeros, bajando el rebaño de las colinas y conduciéndolo por el alto portón abovedado del recinto donde los animales chocaban y se subían los unos encima de los otros, hacia donde el esquilador aguardaba con las tijeras a punto. Llevaban las ovejas de seis en seis a la ruinosa despensa del altísimo techo y allí los esquiladores las cogían entre las rodillas y las esquilaban a mano mientras unos muchachos recogían la lana de las tablas del suelo ahuecadas por la lluvia y la metían en los largos sacos de algodón empujándola con los pies.

Por las tardes refrescaba, y Billy solía sentarse junto al fuego a tomar café con los ejiditarios mientras los perros del recinto iban de fuego en fuego rescatando sobras de los desechos. Al atardecer Boyd salía a cabalgar muy erguido en su caballo, que iba al paso seguido de cerca por la muchacha, montada en Niño. Había perdido el sombrero en la refriega, allá en el río, y llevaba un viejo sombrero de paja que habían encontrado para él y una camisa hecha con retazos de funda de colchón. Cuando ellos volvían Billy se llegaba a donde estaban maneados los caballos, más abajo de las viviendas, y montaba a pelo en Niño hasta el río y se metía a caballo en los bancos de penumbra donde había visto a la dueña bañarse desnuda y el caballo bebía y levantaba el hocico chorreante y juntos escuchaban pasar el río y el sonido de unos patos en algún punto de la corriente y en ocasiones el agudo y delgado chirrido de las grullas que seguían pasando en bandadas hacia el sur un kilómetro y medio más arriba del curso del agua. Cabalgó en el crepúsculo por la orilla opuesta y en la tierra negra, entre los álamos, vio las huellas de los caballos por donde había pasado Boyd, y él seguía esas huellas para ver adónde habían ido e intentaba adivinar los pensamientos del jinete que montaba el caballo que las había dejado. Cuando volvió andando al recinto era tarde; entró por la puerta baja y se sentó en el jergón donde dormía su hermano.

Boyd, dijo.

Su hermano despertó, se volvió y miró a Billy a la pálida luz de la vela. La atmósfera de la habitación era sofocante, pues durante todo el día el calor se había filtrado por las paredes de barro, y Boyd iba desnudo hasta la cintura. Se había quitado el vendaje que le cubría el pecho y estaba más pálido que nunca y tan delgado que las costillas casi se le transparentaban tras la piel blanca. Cuando se volvió Billy entrevió el orificio que tenía en el pecho, y apartó la vista como quien acaba de enterarse involuntariamente de una cosa secreta a la que no tenía ningún derecho, para la que no estaba en modo alguno preparado. Boyd se subió la colcha de muselina y lo miró. Con todo el pelo alborotado y sin cortar en torno a la cara, tan delgada. ¿Qué hay?, dijo.

Háblame.

Vete a dormir.

Necesito que me hables.

No pasa nada. Todo va bien.

No es verdad.

Te preocupas por tonterías. Estoy bien.

Ya sé que estás bien, dijo Billy. Pero yo no.


Tres días después, cuando Billy despertó por la mañana y salió comprobó que se habían marchado. Fue andando hasta el fondo de la hilera y miró en dirección al río. El caballo de su padre, que estaba en el campo, alzó la cabeza, lo miró y miró carretera abajo hacia el río y el puente sobre el río y, más allá, la carretera.

Sacó sus cosas de la casa, ensilló el caballo y se marchó. No dijo adiós a nadie. Se detuvo sin desmontar en la carretera, al otro lado de los álamos ribereños, volvió la cabeza hacia las montañas y miró en dirección al oeste, donde una masa de cúmulos aparecía recortada del fino horizonte oscuro y contempló el cielo color cianita, terso y abovedado sobre el conjunto de México, allá donde el mundo antiguo se aferraba a las piedras y a las esporas de las cosas vivas y moraba en la sangre de los hombres. Hizo girar al caballo y partió hacia el sur por la carretera, sin proyectar sombra alguna en el día gris y con la escopeta desenfundada puesta de través sobre el arzón delantero de la silla. Pues la hostilidad del mundo le resultaba ahora nuevamente manifiesta y tan fría como debe de serlo para todo aquel que ya no tiene para combatirla otra cosa que sí mismo.

Estuvo buscándolos durante semanas pero solo encontró espectros y rumores. En el bolsillo pequeño de los tejanos encontró el pequeño milagro en forma de corazón, lo extrajo con el índice, se lo puso en la palma de la mano y estuvo mirándolo durante un largo rato. Cabalgó hacia el sur hasta Cuauhtémoc. Regresó a Namiquipa, en el norte, pero no dio con nadie que admitiera conocer a la muchacha. Cabalgó hacia el oeste, hasta La Norteña y la divisoria del estado, y se volvió flaco, demacrado y pálido de tanto viajar en el polvo del camino pero nunca más volvió a verlos. Al amanecer se detuvo en el cruce de Buenaventura y vio unas aves acuáticas sobrevolar el río y las solitarias lagunas, el líquido movimiento de sus oscuras alas recortadas contra el sol naciente. Volvió al norte, pasó por los villorrios de adobe de la meseta y cruzó Álamo y Galeana, localidades por las que había pasado antes y donde su retorno despertó comentarios entre los poblanos, de forma que su propio viaje empezó a adoptar la forma de un cuento. Aquellos primeros días de diciembre hacía frío por la noche en la altiplanicie y no tenía gran cosa con que calentarse. Cuando entró una vez más en Casas Grandes hacía dos días que no probaba bocado y era más de medianoche y caía una lluvia helada.

Estuvo un buen rato aporreando la puerta del zaguán. Un perro ladró desde la parte de atrás de la casa. Finalmente se encendió una luz.

Cuando el mozo abrió el portón y lo vio bajo la lluvia sujetando al caballo por las riendas no pareció sorprenderse. Le preguntó por su hermano y Billy respondió que su hermano se había recuperado de las heridas pero que se había ido, y después de disculparse por la hora quiso saber si podía ver al doctor. El mozo dijo que la hora no tenía la menor importancia porque el doctor había muerto.

Billy no preguntó cuándo había tenido lugar la muerte del doctor ni a causa de qué. Se quedó con el sombrero entre las manos. Lo siento, dijo.

El mozo asintió. Permanecieron en silencio y luego el chico se puso otra vez el sombrero, y volvió, montó en su sudado caballo y miró al mozo. Dijo que el doctor había sido muy buena persona y miró calle abajo hacia las luces del pueblo y luego otra vez al mozo.

Nadie sabe qué le espera a uno en este mundo, dijo el mozo.

Desde luego, dijo el chico.

Asintió, se llevó el índice al sombrero, hizo girar el caballo en redondo y volvió por la calle a oscuras.

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